Jane Eyre

Capítulo XIV

Capítulo XIV

CAPÍTULO XIV

URANTE

varios días a partir de aquél vi poco al señor Rochester. Por las mañanas parecía muy ocupado con sus negocios, y por las tardes recibía visitas de caballeros de Millcote o de la comarca, que a veces se quedaban a cenar con él. Una vez restablecido de su esguince lo bastante como para montar, salía con frecuencia a caballo; probablemente a devolver estas visitas, pues no solía regresar hasta muy entrada la noche.

En este intervalo, ni siquiera a Adèle solían llamarla a su presencia, y yo no tenía más trato con él que algún encuentro casual en el vestíbulo, por las escaleras o en la galería, donde a veces se cruzaba conmigo frío y altivo, sin reconocer mi presencia más que por una inclinación de cabeza distante o una mirada impasible, y otras veces me hacía una reverencia y me sonreía con afabilidad de caballero. Sus cambios de humor no me ofendían, pues me daba cuenta de que yo no tenía nada que ver con ellos: su flujo y reflujo dependía de causas no relacionadas en nada conmigo.

Un día tenía invitados a cenar y mandó que le llevaran mi carpeta, sin duda para exhibir su contenido. Los caballeros se retiraron temprano, para asistir a una reunión pública en Millcote, según me dijo la señora Fairfax; pero el señor Rochester no los acompañó, pues hacía una noche lluviosa e inclemente. Poco después de su marcha hizo sonar la campanilla; trajeron recado de que bajásemos Adèle y yo. Cepillé a Adèle el pelo y la arreglé, y después de comprobar que yo misma iba bien, con mi atavío habitual de cuáquera en el que no había nada que retocar (todo era demasiado recogido y sencillo, incluso el cabello trenzado, como para desarreglarse), bajamos; Adèle se preguntaba si se había recibido por fin el

petit coffre

[1]

, pues su llegada se había retrasado de momento por algún error. Se vio satisfecha; cuando entramos en el comedor había una cajita de cartón sobre la mesa. Pareció como si la reconociera por instinto.

Ma boîte! Ma boîte!

[2]

—exclamó, corriendo hacia ella.

—Sí; aquí está por fin tu

boîte

: llévatela a un rincón y diviértete desentrañándola. ¡No cabe duda de que eres una parisina auténtica! —dijo la voz profunda y más bien sarcástica del señor Rochester, que salía de las profundidades de un sillón inmenso, junto a la chimenea—. Y atiende —siguió diciendo—: no me molestes con los detalles del proceso anatómico ni con ninguna novedad sobre el estado de las entrañas: lleva a cabo tu operación en silencio;

tiens-toi tranquille, enfant; comprends-tu?

[3]

Daba la impresión de que Adèle apenas necesitaba la advertencia: ya se había retirado a un sofá con su tesoro y se afanaba en desatar el cordel que sujetaba la tapa. Después de retirar este impedimento y levantar varios envoltorios plateados de papel de seda, se limitó a exclamar:

Oh ciel! Que c’est beau!

[4]

Y se quedó absorta en una contemplación extática.

—¿Está aquí la señorita Eyre? —preguntó después el señor, levantándose a medias de su asiento para mirar hacia la puerta, cerca de la cual estaba yo todavía de pie.

—¡Ah! Bueno, pase, siéntese aquí —dijo, acercando una silla a su sillón—. No me agradan los parloteos de los niños —siguió diciendo—, pues un solterón como yo no asocia a su media lengua recuerdos agradables. Me resultaría intolerable pasarme toda una velada cara a cara con una mocosa. No aleje usted esa silla, señorita Eyre: siéntese exactamente donde se la he puesto… por favor, se entiende. ¡Condenadas fórmulas de urbanidad! Se me olvidan constantemente. Tampoco aprecio de manera particular a las ancianas ingenuas. Dicho sea de paso, debo acordarme de la mía; no estaría bien descuidarla; es una Fairfax, o se casó con uno; y dicen que la sangre tira mucho.

Hizo sonar la campanilla y envió una invitación a la señora Fairfax, quien llegó al poco rato con su cestillo de labor en la mano.

—Buenas noches, señora; la he hecho llamar con una intención caritativa. He prohibido a Adèle que me hable de sus regalos, y ella está a punto de reventar de ganas de hablar; tenga la bondad de servirle de auditorio e interlocutora; será una de las obras mas benéficas que haya hecho usted en su vida.

En efecto, en cuanto Adèle vio a la señora Fairfax, la llamó a su sofá y allí llenó su regazo del contenido de porcelana, marfil y cera de su

boîte

, a la vez que vertía exclamaciones arrebatadas en su inglés chapurreado.

—Ahora que he hecho el deber de un buen anfitrión —siguió diciendo el señor Rochester—, ocupándome de que mis invitados se diviertan entre sí, debería estar libre para atender a mi propio deleite. Señorita Eyre, adelante usted un poco más aún su silla, todavía está demasiado lejos: no puedo verla sin cambiar de postura en este sillón tan cómodo, cosa que no tengo intención de hacer.

Hice lo que me pedía, aunque habría preferido con mucho quedarme más bien en la sombra; pero el señor Rochester tenía una manera tan directa de dar órdenes que parecía natural obedecerle con prontitud.

Tal como he dicho, estábamos en el comedor; la araña, que se había encendido para la cena, llenaba la sala de una luz festiva; el gran fuego estaba rojo y vivo; las cortinas moradas colgaban, amplias y espléndidas, ante la alta ventana y el arco más alto todavía. Todo estaba en silencio, salvo la charla contenida de Adèle (no se atrevía a hablar en voz alta) y, llenando todas las pausas, la lluvia invernal que azotaba los cristales.

El señor Rochester, sentado en su sillón tapizado de damasco, tenía un aspecto diferente del que yo le había visto hasta entonces; no tan severo… mucho menos melancólico. Tenía una sonrisa en los labios y le brillaban los ojos, no estoy segura de si era o no por el vino, pero me parece muy probable que sí. En suma, estaba con su humor de después de cenar: más expansivo y amable, y también más sibarita, que el estado de ánimo frío y rígido de la mañana; no obstante, todavía parecía bastante torvo, apoyando la cabeza enorme en el respaldo curvo del sillón y recibiendo la luz de la lumbre en sus rasgos labrados en granito y en sus ojos grandes y oscuros; porque tenía los ojos grandes y oscuros, muy hermosos por cierto; y en sus pupilas se reflejaba a veces algo que, si no era dulzura, al menos se asemejaba bastante.

Él llevaba dos minutos mirando el fuego, y yo llevaba el mismo tiempo mirándolo a él cuando, volviéndose de pronto, encontró mi mirada clavada en su fisionomía.

—Me examina usted, señorita Eyre —dijo—. ¿Le parezco apuesto?

Si lo hubiera pensado mejor, habría respondido a esta pregunta de una manera convencional, evasiva y cortés; pero la respuesta se me escapó de alguna manera de la lengua sin que me diera cuenta.

—No, señor.

—¡Ah! Usted tiene algo singular, palabra de honor —dijo—: parece una monjita, curiosa, callada, seria y sencilla, sentada con las manos en el regazo y con los ojos puestos, en general, en la alfombra (a excepción, dicho sea de paso, de cuando los tiene clavados en mi cara; como hace un instante, por ejemplo); y si le hacen una pregunta o un comentario al que debe responder, suelta una réplica categórica, que si no es descortés, al menos resulta brusca. ¿Qué ha querido decir con eso?

—He sido demasiado franca, señor; le ruego me dispense. Debería haber respondido que no era fácil dar respuesta pronta a una pregunta sobre apariencias; que hay mucha variedad en gustos y que la belleza no tiene gran importancia, o algo parecido.

—No debería haber respondido tal cosa. ¡Que la belleza tiene poca importancia! ¡Y así, fingiendo suavizar el insulto anterior, tranquilizarme con caricias y halagos, me clava usted con disimulo un cortaplumas en el cuello! Siga: ¿qué defectos ve usted en mí, dígame? ¿No tengo todos mis miembros y todos mis rasgos como cualquier otro hombre?

—Señor Rochester, permítame usted que me desdiga de mi primera respuesta: no pretendía dar una réplica mordaz; no ha sido más que una torpeza.

—Eso mismo creo yo, y tendrá que dar cuentas de ello. Critíqueme: ¿no le agrada mi frente?

Se levantó las ondas negras de pelo que le cubrían horizontalmente la frente y mostró una masa bastante sólida de órganos intelectuales, si bien con una marcada carencia donde debía estar el signo suave de la benevolencia.

—Y bien, señorita, ¿tengo acaso aspecto de necio?

—Ni mucho menos, señor. ¿Me tomaría usted por grosera si le preguntara, a mi vez, si es usted un filántropo?

—¡Ya estamos otra vez! Otra punzada de cortaplumas, cuando hacía como que me daba palmaditas en la cabeza; y todo porque he comentado que no me gustaba la compañía de los niños ni de los ancianos (¡dicho sea en voz baja!). No, señorita; no soy filántropo de ordinario, pero tengo conciencia —señalando las prominencias que, según se dice, indican dicha facultad y que, afortunadamente para él, eran bastante visibles y daban, de hecho, una anchura notable a la parte superior de su cabeza—; y, por otra parte, tuve en tiempos una especie de ingenua blandura de corazón. Cuando tenía la edad de usted, era un sujeto dotado de bastantes sentimientos, amigo de los desamparados, los huérfanos y los desventurados; pero la Fortuna me ha dado golpes desde entonces; hasta me ha apretado entre sus nudillos, y ahora me congratulo de ser duro y recio como una pelota de goma; aunque todavía soy permeable por una o dos grietas, y tengo algún punto flaco. Sí, ¿me queda alguna esperanza?

—¿Esperanza de qué, señor?

—De acabar por transformarme otra vez de goma en carne.

«Ha bebido demasiado vino, decididamente», pensé, y no supe qué respuesta dar a su extraña pregunta; ¿cómo iba a saber yo si era capaz de transformarse de nuevo?

—Parece usted muy confundida, señorita Eyre; y, aunque no tiene de bella más que lo que yo tengo de hermoso, ese aire le favorece; por otra parte, le conviene, pues así aparta de mi fisonomía esos ojos inquisidores suyos, y los ocupa con las flores de estambre de la alfombra; siga confundida, pues. Señorita, esta noche tengo propensión a ser gregario y comunicativo.

Después de anunciar esto, se levantó de su sillón y se quedó de pie, apoyando el brazo en la repisa de mármol de la chimenea; en esa actitud se apreciaba claramente su figura, además de su cara; la anchura poco común de su pecho, casi desproporcionada con la longitud de sus miembros. Estoy segura de que la mayoría de la gente lo habría considerado un hombre feo; sin embargo, tenía en su porte tanto orgullo inconsciente, tanta tranquilidad en su semblante, tal aspecto de indiferencia absoluta hacia su apariencia externa, una confianza tan altiva en la fuerza de sus demás cualidades, intrínsecas o adventicias, para expiar la falta de simple atractivo personal, que al mirarlo se compartía inevitablemente esa indiferencia e incluso, de una manera ciega e imperfecta, se tenía fe en su confianza.

—Esta noche tengo propensión a ser gregario y comunicativo —repitió—; y por eso la he hecho llamar: el fuego y la lámpara no me hacían la compañía suficiente, ni tampoco Piloto, pues ninguno de ellos sabe hablar. Adèle es algo mejor, pero todavía está muy por debajo del mínimo; la señora Fairfax, ídem; estoy convencido de que usted puede convenirme si quiere; me intrigó la primera tarde que la invité a bajar aquí. Casi la había olvidado desde entonces: otras ideas me han apartado de la cabeza la de usted; pero esta noche estoy decidido a estar tranquilo; a quitarme de encima lo importuno y a recordar lo agradable. Ahora me agradaría tirarle de la lengua… enterarme de más cosas acerca de usted… por lo tanto, hable.

En lugar de hablar, sonreí; y no con una sonrisa muy complaciente ni sumisa.

—Hable —me ordenó.

—¿De qué, señor?

—De lo que guste. Dejo por entero en sus manos la elección de materia y el modo de tratarla.

En vista de lo cual, me quedé sentada sin decir nada. «Si espera que hable por hablar y hacerme notar, verá que se ha equivocado de persona», pensé.

—Está usted muda, señorita Eyre.

Seguí muda. Inclinó un poco la cabeza hacia mí y me dirigió una sola mirada apresurada con la que pareció hundirse en mis ojos.

—¿Tozuda? —dijo—. Y molesta. ¡Ah! Era de esperar. Hice mi petición de una manera absurda, casi insolente. Señorita Eyre, le ruego me perdone. La verdad es que, de una vez por todas, no quiero tratarla como a una inferior; es decir —añadió, corrigiéndose—, sólo pretendo tener la superioridad que merezco por tener veinte años más de edad y un siglo más de experiencia. Es un derecho legítimo,

et j’y tiens

[5]

, como diría Adèle; y única y exclusivamente en virtud de esta superioridad le pido que tenga la bondad de hablarme ahora un poco y de distraer mis pensamientos, que están amargados de tanto dirigirse a un único punto, podridos como un clavo oxidado.

Se había dignado darme una explicación, casi una disculpa; su condescendencia no me dejó insensible, y quise demostrarlo.

—Estoy dispuesta a entretenerle si puedo, señor, muy dispuesta; pero no puedo abordar un tema, porque ¿cómo sabría cuál podría interesarle? Pregúnteme, y procuraré responderle.

—Entonces, en primer lugar, ¿está conmigo en que tengo derecho a ser un poco dominante, abrupto, exigente quizá, a veces, por lo que dije antes, a saber, que tengo edad suficiente para ser su padre y que he tenido experiencias diversas con muchas gentes de muchas naciones, y que he vagado por medio mundo mientras que usted ha vivido tranquilamente en una misma casa con unas mismas personas?

—Como usted quiera, señor.

—Ésa no es respuesta; o, más bien, es una respuesta muy irritante por ser muy evasiva. Respóndame con claridad.

—Señor, no creo que tenga usted derecho a mandarme por el mero hecho de que sea mayor que yo o porque haya visto más mundo. Su derecho de superioridad dependerá del uso que haya hecho de su edad y experiencia.

—¡Hum! Bien dicho. Pero no puedo aceptarlo, en vista de que sería desfavorable para mí, ya que he aprovechado ambas ventajas de manera mediocre, por no decir mala. No obstante, dejando a un lado la cuestión de la superioridad, debe usted aceptar recibir mis órdenes de cuando en cuando, sin resquemores ni sentirse ofendida por mi tono autoritario. ¿Está dispuesta?

Sonreí. «Sí que es peculiar el señor Rochester —pensé para mis adentros—: al parecer, no recuerda que me paga treinta libras al año por recibir sus órdenes».

—Esa sonrisa está muy bien —dijo él, captando al vuelo mi expresión pasajera—; pero hable también.

—Pensaba, señor, que muy pocos amos se preocuparían por enterarse de si sus órdenes producen resquemor u ofenden a sus subordinados a sueldo.

—¡Subordinados a sueldo! ¿Cómo? Conque usted es mi subordinada a sueldo, ¿eh? ¡Ah, sí, me olvidaba del sueldo! Pues bien, ¿estará dispuesta a permitirme que sea un poco mandón, sobre esa base mercenaria?

—No, señor; sobre esa base no; sin embargo, sobre la base de que usted no lo recordaba, y de que se preocupa de si su subordinado está a gusto en su subordinación, estoy dispuesta de todo corazón.

—¿Y consentirá usted que pase por alto muchas fórmulas y frases convencionales, sin pensar que la omisión es fruto de la insolencia?

—Estoy segura, señor, que nunca confundiría la informalidad con la insolencia; la primera me agrada bastante; a la segunda no se sometería ningún ser nacido libre en el mundo, ni siquiera por un sueldo.

—¡Paparruchas! La mayoría de los seres nacidos libres se someterían a cualquier cosa por un sueldo; por lo tanto, hable de sí misma y no se aventure a generalizar en cosas que ignora por completo. No obstante, le doy la mano mentalmente por su respuesta, a pesar de su inexactitud; tanto por la forma de decirla como por el contenido de sus palabras; la forma ha sido franca y sincera; no se suele ver con mucha frecuencia: no, antes al contrario, la sinceridad suele recibir como galardón afectación, o frialdad, o malos entendimientos estúpidos y burdos de lo que se ha querido decir. Ni tres de tres mil institutrices recién salidas de la escuela me habrían respondido como acaba de hacerlo usted. Pero no pretendo adularla; si a usted la han vaciado en un molde distinto del de la mayoría, no es por mérito suyo: es obra de la naturaleza. Y por otra parte, al fin y al cabo, me precipito en mis conclusiones: ¿qué sé yo si usted no es peor que las demás; si no tiene defectos intolerables que contrarresten sus pocos puntos positivos?

«Lo mismo opino de usted», pensé. Nuestros ojos se cruzaron cuando me pasaba esta idea por la cabeza; al parecer, interpretó mi mirada, ya que me respondió como si yo hubiera pronunciado en voz alta su mensaje.

—Sí, sí, tiene usted razón —dijo—. Yo estoy cargado de defectos; lo sé, y no quiero quitarles importancia, se lo aseguro. Dios sabe que no debo ser demasiado severo con los demás; puedo contemplar dentro de mí una existencia pasada, una serie de actos, un color de vida que bien podrían merecerme el desprecio y la censura de mi prójimo. A los veintiún años de edad emprendí un rumbo equivocado (o, más bien, me arrojaron a él; pues, como otros pecadores, quiero echar parte de la culpa a la mala suerte y a las circunstancias adversas); y no he tomado desde entonces el buen camino; pero podría haber sido muy diferente; podría haber sido tan bueno como usted… más prudente… casi igual de inmaculado. Le envidio a usted su tranquilidad de espíritu, su conciencia limpia, sus recuerdos sin mancha. Muchacha, unos recuerdos libres de borrones y suciedades deben de ser un tesoro exquisito, una fuente inagotable de solaz puro, ¿no es así?

—¿Cómo eran sus recuerdos cuando tenía usted dieciocho años, señor?

—Excelentes; límpidos, sanos: no había subido el agua de la sentina para convertirlos en un charco fétido. Yo era igual que usted a los dieciocho años… igual del todo. La naturaleza quiso hacer de mí, en conjunto, un hombre bueno, señorita Eyre, uno de los mejores, y usted ve que no lo soy. Usted diría que no lo ve así; eso creo leer, al menos, en sus ojos (tenga cuidado con lo que expresa usted con dichos órganos, por cierto: leo su lenguaje con facilidad). Y créame: no soy un bellaco; no debe suponerlo, no ha de atribuirme tal eminencia; pero debido, según creo firmemente, más a las circunstancias que a mi tendencia natural, soy un pecador común y corriente, estereotipo de todas las disipaciones vulgares e insignificantes con las que intentan llenar su vida los ricos inútiles. ¿Le extraña que se lo confiese? Sepa usted que en el transcurso de su vida futura la convertirán con frecuencia, sin que usted lo quiera, en confidente involuntaria de los secretos de sus conocidos; las personas descubrirán por instinto, como lo he descubierto yo, que usted no es dada a hablar de sí misma, sino más bien a escuchar a los demás hablar de sí mismos; advertirán, asimismo, que usted no los escucha despreciando su indiscreción con malevolencia, sino con una especie de simpatía innata, tanto más consoladora y alentadora por manifestarse de una forma tan discreta.

—¿Cómo sabe usted…? ¿Cómo ha sido usted capaz de adivinar todo esto, señor?

—Lo sé bien; por eso sigo casi con tanta libertad como si estuviera escribiendo mis pensamientos en un diario. Usted diría que yo debería haberme impuesto a las circunstancias; y así es; eso debí hacer; pero, ya ve; no lo hice. Cuando el destino me ofendió, no tuve la sabiduría de mantenerme frío: me volví desesperado primero, degenerado después. Ahora, cuando algún tonto vicioso me produce repugnancia con su obscenidad mezquina, no puedo jactarme de ser mejor que él: me veo obligado a confesar que estamos al mismo nivel. Quisiera haber seguido firme, ¡bien lo sabe Dios! Cuando tenga usted alguna tentación de errar, tema el remordimiento, señorita Eyre; el remordimiento envenena la vida.

—Dicen que como mejor se cura es con el arrepentimiento, señor.

—No lo cura. Puede curarlo la reforma; y yo podría reformarme (todavía me quedan fuerzas para ello); mas ¿de qué sirve pensar en ello, con todos los obstáculos, las cargas, las maldiciones que tengo? Además, ya que se me niega irrevocablemente la felicidad, tengo derecho a hallar el placer en la vida, y lo hallaré, cueste lo que cueste.

—Entonces se degenerará todavía más, señor.

—Es posible; pero ¿por qué, si puedo hallar placeres dulces y frescos? Y puedo hallarlos tan dulces y frescos como la miel silvestre que recoge la abeja por el páramo.

—Se le clavará su aguijón… serán amargos, señor.

—¿Cómo lo sabe? No los ha probado nunca. Qué seria… qué solemne parece usted; y eso que ignora la cuestión tanto como este camafeo —dijo, tomando uno que estaba en la repisa de la chimenea—. No tiene derecho a predicarme usted, una neófita que no ha pasado de la puerta de la vida y no conoce en absoluto sus misterios.

—Me limito a recordarle sus propias palabras, señor: dijo usted que los yerros producían remordimientos, y dictaminó que el remordimiento envenena la vida.

—¿Y quién está hablando ahora de yerros? No creo que el concepto que me pasó por el cerebro fuera un yerro. Lo considero una inspiración, más que una tentación: era muy reconfortante, muy calmante… lo sé. ¡Ya viene otra vez! No es ningún demonio, se lo aseguro; o, si lo es, se ha revestido de la túnica de un ángel de luz. Creo que debo dejar pasar a tan hermoso huésped si pide entrada en mi corazón.

—Desconfíe de él, señor; no es un ángel verdadero.

—¿Cómo lo sabe usted, vuelvo a preguntarle? ¿En virtud de qué instinto pretende distinguir entre un serafín caído del abismo y un mensajero del trono eterno… entre un guía y un seductor?

—Lo juzgué por su semblante, señor, que se inmutó cuando dijo usted que le había vuelto la idea. Estoy segura de que le causará más sufrimientos si le presta atención.

—En absoluto; porta el mensaje más grato del mundo; por otra parte, usted no es la guardiana de mi conciencia, de modo que no se inquiete. ¡Pasa, buen viajero!

Dijo esto como hablando a una visión invisible para todos los ojos que no fueran los suyos; después, cruzando sobre el pecho los brazos, que tenía semiextendidos, pareció encerrar en su abrazo al ser invisible.

—Ya he recibido al peregrino —siguió diciendo, dirigiéndose a mí de nuevo—; es una deidad disfrazada, según creo en verdad. Ya me ha hecho un bien: mi corazón era una especie de osario; ahora será un santuario.

—A decir verdad, señor, no le entiendo en absoluto; no soy capaz de seguir la conversación, porque se ha vuelto demasiado profunda para mí. Sólo sé una cosa: que usted ha dicho que no era todo lo bueno que quisiera y que lamentaba su propia imperfección; sólo he entendido una cosa: que me ha dicho usted que una memoria manchada era una ponzoña perpetua. Me parece que si usted se esforzara, con el tiempo podría llegar a ser algo que usted mismo pudiera aprobar; y que si a partir de hoy empieza a corregir con decisión sus pensamientos y sus actos, al cabo de unos años habría acumulado un depósito nuevo y sin mancha de recuerdos a los que podría volver con agrado.

—Bien pensado y bien dicho, señorita Eyre; y en estos momentos estoy empedrando con energía el infierno.

—¿Señor?

—Estoy poniendo un empedrado de buenas intenciones que creo que durarán tanto como el pedernal. Desde luego, mis compañías y actividades serán diferentes de las que han sido hasta ahora.

—¿Y mejores?

—Y mejores: tanto como el mineral puro es mejor que la escoria sucia. Parece que duda usted de mí; yo no dudo de mí mismo. Conozco mi objetivo, mis motivos, y ahora mismo publico una ley, tan inalterable como las de los medos y los persas, que dictamina que ambos son correctos.

—No pueden serlo, señor, si se precisa un estatuto nuevo para que sean legales.

—Lo son, señorita Eyre, aunque precisan absolutamente un estatuto nuevo: las combinaciones inusitadas de circunstancias exigen reglas inusitadas.

—La máxima parece peligrosa, señor; pues se advierte enseguida que se presta a los abusos.

—¡Sabia sentencia! Lo es: pero juro por mis dioses lares que no abusaré de ella.

—Usted es humano y falible.

—Lo soy, y usted también, ¿y qué?

—Los que somos humanos y falibles no debemos arrogarnos un poder que sólo se puede confiar con seguridad a quien es divino y perfecto.

—¿Qué poder?

—El de decir de cualquier línea de conducta extraña y sin sancionar: «Sea correcta».

—«Sea correcta»: exactamente. Usted lo ha dicho.

—«

Pueda

ser correcta» —dije entonces, mientras me ponía de pie, pues me parecía inútil proseguir un debate tan oscuro para mí; y percibía, además, que el carácter de mi interlocutor era impenetrable para mí, al menos con la penetración que tenía yo por entonces; y sentía la incertidumbre, esa vaga sensación de inseguridad, que acompaña al convencimiento de la propia ignorancia.

—¿Dónde va usted?

—A llevar a Adèle a la cama: ya pasa de su hora de acostarse.

—Me tiene usted miedo porque hablo como una esfinge.

—Su lenguaje es enigmático, señor; pero, aunque estoy perpleja, desde luego que no tengo miedo.

—Sí que tiene miedo; su amor propio teme cometer una torpeza.

—Siento aprensión en ese sentido; no tengo deseos de decir disparates.

—Si los dijera, sería de una manera tan seria y tranquila que yo los tomaría por cosas razonables. ¿No ríe usted nunca, señorita Eyre? No se moleste en responder: veo que usted ríe rara vez, pero que es capaz de reírse con mucha alegría. Créame: usted no es austera por naturaleza, del mismo modo que yo no soy vicioso por naturaleza. Todavía se le pega un tanto la represión de Lowood: le controla los rasgos, le ahoga la voz y le limita los miembros; y, en presencia de un hombre, hermano suyo (o padre, o maestro, o lo que sea), le da miedo sonreír con demasiada alegría, hablar con demasiada libertad o moverse con demasiada viveza; pero creo que, con el tiempo, aprenderá a comportarse con naturalidad conmigo, ya que a mí me resulta imposible portarme con convencionalismos con usted; y entonces sus miradas y sus movimientos tendrán más vida y variedad de la que se atreven a mostrar ahora. Veo a intervalos la mirada de un ave singular entre los barrotes densos de una jaula: allí hay una cautiva vivaz, inquieta, decidida; si fuera libre, se elevaría hasta las nubes. ¿Se empeña usted en marcharse?

—Han dado las nueve, señor.

—No importa… espere un momento: Adèle no está todavía dispuesta a acostarse. Mi posición, señorita Eyre, de espaldas a la lumbre y de cara a la sala, es favorable para la observación. Mientras hablaba con usted, he observado también alguna vez a Adèle (tengo motivos personales para considerarla un curioso objeto de estudio… motivos que quizá le comunique a usted algún día… no, se los contaré con toda seguridad). Hace cosa de diez minutos extrajo de su caja un vestidito rosa de seda: el rostro se le llenó de embeleso al desdoblarlo; la coquetería le corre por las venas, le impregna el cerebro y le sazona la médula de los huesos.

Il faut que je l’essaie!

, exclamó,

et à l’instant même!

[6]

, y salió corriendo de la sala. Ahora está con Sophie, sometiéndose a un proceso de atavío; volverá a aparecer dentro de unos minutos y sé lo que veremos: una miniatura de Celine Varens, tal como solía aparecer en el escenario cuando subía el… pero, dejémoslo. No obstante, mis sentimientos más tiernos están a punto de llevarse una conmoción: eso presiento. Ahora, quédese usted a ver si se hacen realidad.

Al cabo de poco rato se oyeron los pasitos de Adèle por el vestíbulo. Entró, transformada tal como había predicho su tutor. En lugar del vestido pardo que llevaba antes iba ataviada con un vestido de satén de color rosado, muy corto, y con todos los vuelos para los que había lugar en la falda; llevaba en la frente una diadema de rosas; calzaba medias de seda y escarpines blancos de satén.

Est-ce que ma robe va bien?

—exclamó, adelantándose a saltitos—;

et mes souliers? Et mes bas? Tenez, je crois que je vais danser!

[7]

Y desplegando su vestido atravesó bailando la sala hasta que, al llegar junto al señor Rochester, dio una vuelta ligera sobre sí misma de puntillas y cayó después a sus pies sobre una rodilla, exclamando:

Monsieur, je vous remercie mille fois de votre bonté

[8]

.

Y, poniéndose de pie, añadió:

C’est comme cela que maman faisait, n’est-ce pas, monsieur?

[9]

—¡Pre-ci-sa-men-te! —respondió él—, y

comme cela

[10]

, escamoteaba mi oro inglés de los bolsillos de mis pantalones británicos. Yo también he estado verde, señorita Eyre; sí, verde como la hierba: hubo un tiempo en que me refrescaba un tono tan primaveral como el que la refresca a usted ahora. Mi primavera ya ha pasado, no obstante, aunque me ha dejado entre las manos esta florecilla francesa de la que a veces, según el humor que tenga, me alegraría de librarme. Ahora que no valoro la raíz de la que brotó; habiendo descubierto que era de las que sólo se pueden abonar con polvo de oro, sólo aprecio a medias el capullo, sobre todo cuando está tan artificioso como ahora. Lo mantengo y lo crío basándome, más bien, en el principio católico de expiar muchos pecados, grandes o pequeños, con una sola buena obra. Ya le explicaré todo esto algún día. Buenas noches.

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