La Mandrágora

Acto primero

A

CTO PRIMERO

E

SCENA PRIMERA

C

ALLIMACO

y S

IRO

C

ALLIMACO

. Siro, no te vayas, es un momento.

S

IRO

. Ahí me tienes.

C

ALLIMACO

. Imagino que te extrañó mi súbita partida de París y ahora te extrañará que lleve aquí ya un mes sin hacer nada.

S

IRO

. Cierto.

C

ALLIMACO

. Si hasta ahora no te he dicho lo que voy a decirte, no ha sido por no fiarme de ti; sino porque creo que lo que uno no quiere que se sepa mejor es no decirlo, a menos que se vea forzado a ello. Pero ahora, como creo que voy a necesitar tu ayuda, quiero explicártelo todo.

S

IRO

. Soy vuestro criado y los sirvientes no deben preguntar nunca nada a sus amos ni meterse en sus asuntos, pero cuando éstos quieren hacerles partícipes han de servirles con lealtad como yo siempre he hecho y he de hacer ahora.

C

ALLIMACO

. Lo sé. Creo que me has oído decir mil veces, y no importa que me lo oigas mil y una, cómo teniendo yo diez años, y habiendo muerto mi padre y mi madre, fui mandado por mis tutores a París, donde he permanecido veinte años. Y hacía diez años

[8]

que vivía allí cuando, con la llegada del rey Carlos a Italia, empezaron las guerras que han arruinado esta provincia, por lo que decidí permanecer en París y no regresar a mi patria ya nunca, pensando vivir más tranquilo allá que aquí

[9]

.

S

IRO

. Así es.

C

ALLIMACO

. Encargué pues que fuera vendido todo lo que aquí poseía excepto la casa, y decidí permanecer allí donde durante diez años he sido el hombre más feliz del mundo…

S

IRO

. Lo sé.

C

ALLIMACO

… Dividía mi tiempo parte en los estudios, parte en los placeres, y parte en los negocios, ingeniándomelas para que ninguna de estas tres cosas me absorbiese demasiado, impidiéndome dedicarme a las otras dos. Y por eso, como tú bien sabes, vivía muy tranquilo, ayudando a todo el mundo y procurando no ofender a nadie; de manera que creo era bien visto por burgueses, gentilhombres, forasteros y conciudadanos, pobres y ricos.

S

IRO

. Es verdad.

C

ALLIMACO

. Pero pareciéndole sin duda a la Fortuna que yo era demasiado feliz, hizo que llegara a París un tal Camilo Calfucci.

S

IRO

. Empiezo a adivinar vuestro mal.

C

ALLIMACO

. Éste, como tantos otros florentinos, era a menudo mi invitado; y un día, mientras hablábamos, empezamos a discutir si había más mujeres bellas en Italia o en Francia. Y como yo no podía hablar de las italianas, al ser tan chiquillo cuando de allí salí, alguno de los restantes florentinos allí presentes tomó la defensa de las francesas y Camilo la de las italianas; y luego de multitud de argumentos aducidos por ambas partes, dijo Camilo, casi airado, que aun cuando todas las italianas fuesen monstruos, una pariente suya podía, ella sola, asegurarles la palma del triunfo.

S

IRO

. Ya veo claro lo que queréis decir.

C

ALLIMACO

. Y nombró entonces a mi señora doña Lucrecia, mujer de micer Nicia Calfucci, alabando tanto su belleza y su virtud que nos dejó a todos estupefactos; y en mí despertó tal deseo de verla que, dejando de lado toda deliberación, no preocupándome de si en Italia había guerra o paz, me puse en camino hacia aquí, donde he podido constatar algo poco corriente: que la fama de mi señora Lucrecia está muy por debajo de la realidad, y me he encendido en tales deseos de estar con ella que no encuentro reposo.

S

IRO

. Si me hubieseis hablado de esto en París yo habría sabido qué aconsejaros; pero ahora no sé qué deciros.

C

ALLIMACO

. No te he contado todo esto para que me aconsejes, sino en parte para desahogarme y para que te prepares a ayudarme cuando venga el momento.

S

IRO

. No tenéis más que mandarme; pero decidme, ¿tenéis esperanzas?

C

ALLIMACO

. Ni una, ¡ay de mí!, o si acaso bien pocas. Fíjate: mi mayor enemigo lo tengo en su manera de ser, porque esta mujer es la honestidad personificada: lo ignora todo de las intrigas del amor. Tiene además un marido riquísimo, que se deja dominar en todo por ella y que, si bien no es joven, tampoco es tan viejo como podría parecer. Además no tiene ni pariente ni vecinos a casa de los cuales acuda a fiestas o veladas o a alguna otra distracción con la que suelen deleitarse las jóvenes. Ningún artesano pone el pie en su casa; y no hay en ella sirvienta o criado que no le tema, así que ya ves, no hay ocasión para soborno alguno.

S

IRO

. ¿Y qué pensáis, pues, hacer?

C

ALLIMACO

. Por muy mal que estén las cosas siempre hay algún resquicio de esperanza; y por muy débil y vana que ésta sea, el ansia misma que el hombre tiene por lograr su propósito, le hace ver las cosas de otro modo.

S

IRO

. En fin, ¿en qué se funda vuestra esperanza?

C

ALLIMACO

. En dos cosas: una, la simplicidad de micer Nicias, que aunque sea doctor es el hombre más simple y tonto de Florencia; otra, el deseo que marido y mujer sienten de tener hijos; llevan ya más de seis años casados, y siendo riquísimos se mueren de ganas de tenerlos. Y hay todavía una tercera razón: la madre de Lucrecia fue mujer de fáciles costumbres

[10]

; claro que, como ahora es rica, no sé cómo actuar.

S

IRO

. ¿Habéis ya intentado algo?

C

ALLIMACO

. Sí, pero poca cosa.

S

IRO

. ¿Como qué?

C

ALLIMACO

. Tú conoces a Ligurio, que viene continuamente a comer conmigo. Fue antaño casamentero y ahora se ha puesto a mendigar comidas y cenas. Pero como es un hombre jovial, micer Nicias tiene con él mucho trato. Ligurio le toma un poco el pelo, y aun cuando no lo lleve nunca a comer a su casa, a veces le presta dinero. Yo me he hecho amigo suyo y le he hablado de mi amor y él me ha prometido ayudarme con todas sus fuerzas.

S

IRO

. Aseguraos de que no os engañe; esos gorrones no suelen ser gente de fiar.

C

ALLIMACO

. Es verdad, pero cuando una cosa les conviene, si se comprometen, es de esperar que te sirvan con fe. Yo le he prometido, si tiene éxito, darle una buena suma de dinero; si fracasa, me sacará una cena y una comida que de todos modos no habría yo de comerme solo.

S

IRO

. ¿Qué ha prometido hacer hasta ahora?

C

ALLIMACO

. Ha prometido persuadir a micer Nicias a que vaya con su mujer a los baños, en mayo.

S

IRO

. ¿Y qué os importa a vos eso?

C

ALLIMACO

. ¿Que qué me importa? Aquel lugar podría hacerla cambiar, porque en esos sitios no se hace otra cosa más que divertirse. Y yo iría allí y pondría todo cuanto estuviera de mi parte, ingenio y largueza, para hacerme amigo suyo y de su marido. Qué sé yo, unas cosas traen otras y el tiempo las gobierna.

S

IRO

. No me parece mal.

C

ALLIMACO

. Ligurio me dejó esta mañana diciendo que hablaría con micer Nicias de todo eso y me daría cumplida respuesta.

S

IRO

. Pues mira, por ahí vienen los dos juntos.

C

ALLIMACO

. Voy a apartarme un poco para poder hablar con Ligurio cuando se despida del doctor. Tú, entre tanto, vete a casa a tus quehaceres, y si te necesito ya te lo diré.

S

IRO

. Voy.

E

SCENA SEGUNDA

M

ICER

N

ICIAS

, L

IGURIO

M

ICER

N

ICIAS

. Creo que tus consejos son buenos y hablé de eso ayer con mi mujer. Dijo que hoy me contestaría pero, si he de decirte la verdad, a mí no me entusiasma la idea.

L

IGURIO

. ¿Por qué?

M

ICER

N

ICIAS

. Porque me cuesta salir de casa. Y tener que ir arrastrando de aquí para allá mujer, criados y demás bártulos no me va. Además, hablé ayer tarde con varios médicos. Uno me aconseja que vaya a San Felipe, otro a la Porretta, y otro a la Villa. Me parecen todos esos doctores en medicina unos solemnes majaderos y si he de decirte la verdad no saben lo que se pescan.

L

IGURIO

. Lo que más debe molestaros es lo que me habéis dicho primero, porque vos no estáis acostumbrado a perder la Cúpula

[11]

de vista.

M

ICER

N

ICIAS

. Te equivocas. Cuando era más joven me gustaba mucho ir por ahí: no había feria en Prato a la que yo no asistiera, ni castillo alguno en los alrededores donde yo no haya estado, y te voy a decir más: he estado en Pisa y en Livorno, ¡qué te parece!

L

IGURIO

. Debéis haber visto la carrucula

[12]

de Pisa.

M

ICER

N

ICIAS

. Querrás decir la Verrucula.

L

IGURIO

. Ah, sí, la Verrucula. Y en Livorno, ¿visteis el mar?

M

ICER

N

ICIAS

. ¡Claro que lo vi!

L

IGURIO

. Y es mucho más ancho que el Arno, ¿verdad?

M

ICER

N

ICIAS

. ¿Que el Arno? Es cuatro veces mayor, o más de seis, qué digo, más de siete veces mayor; imagínate, no se ve más que agua y agua y agua.

L

IGURIO

. Lo que me extraña es que habiendo «meado en tantas nieves»

[13]

ahora os moleste tanto ir a los baños.

M

ICER

N

ICIAS

. Eres como un niño de pecho. ¿Te parece poco tener que poner la casa patas arriba? Aunque tengo tantas ganas de tener hijos que estoy dispuesto a todo. Pero, ve tú a hablar con esos maestros y ve a donde me aconsejan que vaya; mientras, iré a ver a mi mujer y luego nos veremos.

L

IGURIO

. Está bien.

E

SCENA TERCERA

L

IGURIO

, C

ALLIMACO

L

IGURIO

. No creo que haya en el mundo un hombre más tonto que éste, ¡ni más favorecido por la fortuna! Es rico, y su mujer hermosa, prudente, honesta y capaz de gobernar un reino. Me parece que pocas veces se cumple en los matrimonios aquel proverbio que dice «Dios los cría y ellos se juntan», porque a menudo se ve que a un hombre perfecto le toca una bestia, y viceversa: a una mujer prudente un loco. Pero de la locura de éste podemos sacar al menos una ventaja: que Callimaco no pierda la esperanza. ¡Pero si está ahí! ¿Qué haces ahí escondido, Callimaco?

C

ALLIMACO

. Te había visto con el doctor

[14]

y esperaba que te despidieras de él para saber qué es lo que has podido hacer.

L

IGURIO

. Ya sabes sus cualidades; poca prudencia y menos ánimo; tiene además pocas ganas de salir de Florencia. Con todo, le he ido encandilando y por fin me ha dicho que hará lo que sea. Y creo que haremos de él lo que queramos; pero no sé si eso nos conviene.

C

ALLIMACO

. ¿Por qué?

L

IGURIO

. ¡Qué sé yo! Tú sabes bien que a esos baños va toda clase de gente y podría haber allí alguien a quien Madonna Lucrecia gustara tanto como a ti, que fuese más rico que tú, que tuviera más gracia; de manera que corremos el peligro de estar preparando el camino a otros, con lo que o bien la competencia haga más dura la conquista o bien que ablandándose ceda a otro en lugar de ceder a ti.

C

ALLIMACO

. Reconozco que llevas razón, pero ¿qué he de hacer? ¿Qué partido he de tomar? ¿Adónde dirigirme? Necesito intentar algo por muy difícil, peligroso, arduo o infame que sea. Mejor es morir que vivir así. Si pudiera dormir por la noche, si pudiera comer, si pudiera conversar, si pudiera distraerme con cualquier cosa sería más paciente y aguantaría el tiempo que fuese necesario; pero aquí no hay remedio y si no me mantiene la esperanza de alguna solución moriré irremisiblemente; y viendo que de todas maneras he de morir, no me da miedo nada y estoy dispuesto a tomar cualquier resolución por bestial, cruda o nefanda que sea.

L

IGURIO

. No digas eso; calma, frena esos ímpetus.

C

ALLIMACO

. Bien ves que por refrenarlos me entretengo en tales pensamientos. Y precisamente por eso es necesario o bien que sigamos nuestro viejo plan de mandar al doctor a los baños o que tomemos otro camino que me dé alguna esperanza falsa o verdadera pero que alimente mis pensamientos y mitigue en parte mis afanes.

L

IGURIO

. Tienes razón: puedes contar conmigo.

C

ALLIMACO

. Te creo aun cuando sé que la gente como tú vive de embaucar a los demás. Pero no creo estar entre esos, y si tú te rieras de mí y yo me diera cuenta, trataría de vengarme y perderías no sólo el acceso a mi casa sino la esperanza de todo cuanto te he prometido para el futuro.

L

IGURIO

. No dudes de mi lealtad, porque aun cuando no hubiera de sacar de este asunto todo cuanto tú prometes y espero, me he compenetrado tan bien contigo que siento casi tanto interés como tú por lograr nuestro empeño. Pero dejemos esto. El doctor me ha encargado que encuentre un médico y vea a qué baños hay que ir. Quiero que hagas eso: dirás que has estudiado medicina y que has hecho en París algunas experiencias; él lo creerá fácilmente, porque es un simple y porque tú, que eres muy leído, le soltarás algo en latín.

C

ALLIMACO

. ¿Y de qué nos servirá todo eso?

L

IGURIO

. Nos servirá para mandarle a los baños que queramos, y para tomar otro camino que he pensado, que sería más corto, más seguro y más fácil que el de los baños.

C

ALLIMACO

. ¿Cómo dices?

L

IGURIO

. Digo que si tienes valor y confías en mí, te lo daré hecho antes de mañana a esta misma hora. Y aunque fuese hombre, que no lo es, de asegurarse de si tú eres o no médico, la brevedad del tiempo, la cosa en sí, harán que no pueda pensar, o que no tenga tiempo de estropearnos el pastel, por mucho que pensara.

C

ALLIMACO

. Así lo haré, aunque me llenas de esperanzas que temo se disipen como el humo.

C

ANCIÓN

Amor, quien no ha conocido tu yugo, en vano espera conocer del cielo las más altas delicias, ni sabe cómo a la vez se vive y muere, cómo se huye el bien para seguir el mal; cómo se puede amar uno a sí mismo menos que al prójimo; cómo a menudo temor y esperanza hielan y abrasan los corazones, ni sabe cómo por igual hombres y dioses temen las armas que te adornan.

Descargar Newt

Lleva La Mandrágora contigo