Guerra y paz

LIBRO SEGUNDO – 1805

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO I

En octubre de 1805 el ejército ruso ocupó las ciudades y aldeas del archiduque de Austria. Los nuevos regimientos procedentes de Rusia, que acampaban junto a la fortaleza de Braunau, suponían una pesada carga para los lugareños. Braunau era el cuartel general del comandante en jefe Kutúzov.

El 11 de octubre de 1805 uno de los regimientos de infantería, llegado a Braunau poco tiempo atrás, estaba formado a medio kilómetro de la ciudad aguardando una visita de inspección del comandante en jefe. Aunque el país y el paisaje, con sus huertos de árboles frutales, tapias de piedra, tejados de barro, montañas y gentes no rusas que miraban a los soldados con curiosidad no se parecían a Rusia, el regimiento sí tenía el aspecto de uno de tantos regimientos rusos que esperan una revista en Rusia central.

La tarde de la víspera, durante la última marcha, llegó la orden de que el comandante en jefe pasaría revista a las tropas en campaña. La orden no le quedó clara al comandante del regimiento: dudaba si sus hombres debían vestir o no el uniforme de campaña. Pero el consejo de jefes de batallón decidió que el regimiento se presentase en uniforme de parada, pues siempre es mejor pecar por exceso que por defecto. Los soldados, tras una jornada de más de treinta kilómetros sin pegar ojo, pasaron la noche limpiando y arreglando sus uniformes.

Los ayudantes y jefes de compañía calculaban y disponían todo. Así pues, a la mañana siguiente, el regimiento era una correcta formación de dos mil hombres y no una tropa desordenada como la que había llegado tras la última marcha; todos sabían su puesto, su cometido, y cada botón y correa relucían en su sitio. También incluía el interior, pues si el comandante en jefe hubiese examinado a sus hombres habría encontrado sus camisas limpias bajo el uniforme y en cada macuto los efectos reglamentarios completos: «el punzón y el jabón», como decían los reclutas. El único motivo de intranquilidad era el calzado. Más de la mitad de los hombres tenían las botas destrozadas y no era culpa del jefe del regimiento, pues pese a sus reiteradas peticiones, la intendencia austríaca no proveía lo necesario y el regimiento había andado más de mil kilómetros.

El jefe del regimiento era un general añoso, de naturaleza sanguínea, cejas y patillas canas, grueso, más ancho del pecho a la espalda que entre los hombros. Vestía un uniforme nuevo con los pliegues aún visibles, charreteras doradas que le aumentaban los anchos hombros. Tenía aspecto del hombre que lleva a cabo con alegría uno de los actos más solemnes de su vida. Recorría la formación, oscilando y encorvando algo la espalda. Era patente su admiración por el regimiento que mandaba y al que dedicaba todos sus pensamientos; aun así, su paso oscilante parecía indicar que su espíritu no solo se ocupaba de las preocupaciones militares, sino que la vida de sociedad y el sexo débil ocupaban bastante espacio en su vida.

—Bueno, mi querido Mijaíl Mitrich —dijo a uno de los jefes de batallón, que se acercó sonriente —, la noche fue dura, pero parece que no es un mal regimiento.

El jefe del batallón comprendió la ironía y rio.

—No nos echarían ni de la plaza de armas de Tsaritsin.

—¿Cómo dice? —preguntó el comandante.

Aparecieron dos jinetes entonces en el camino que venía de la ciudad donde estaban apostados los señaleros. Eran un edecán y un cosaco.

El Estado Mayor Central había enviado al edecán para indicar lo que no estuviese claro en la orden de la víspera; o sea, que el comandante en jefe quería ver al regimiento como cuando marchaba, con capote, armas enfundadas y sin preparativos.

Había llegado la víspera desde Viena un miembro del Consejo Superior de Guerra austríaco para entrevistarse con Kutúzov. Traía la propuesta y exigencia de que se uniesen cuanto antes al ejército del archiduque Fernando y de Mack; sin embargo, Kutúzov creía que esa unión no sería ventajosa. Quería respaldar su opinión mostrando al general austríaco el lamentable estado en que llegaban las tropas de Rusia. Por eso deseaba salir al encuentro del regimiento, y cuanto peor fuese el aspecto de las tropas, más satisfecho quedaría Kutúzov. El edecán lo ignoraba y transmitió al jefe del regimiento las órdenes tajantes del comandante en jefe: los soldados debían ir en uniforme de campaña o el comandante en jefe se disgustaría.

Al oír aquello, el jefe del regimiento inclinó la cabeza, se encogió de hombros en silencio y extendió los brazos.

—¡Hemos metido la pata! —comentó—. Ya lo decía yo, Mijaíl Mitrich: uniforme de campaña, que estamos en campaña —dijo en tono reprobatorio mirando al comandante del batallón—. ¡Dios mío! —musitó antes de avanzar con decisión—: ¡Señores jefes de compañía! —gritó con voz de mando—: ¡Sargentos!… ¿Vendrá pronto? —preguntó al edecán. Sus palabras tenían el tono cortés y respetuoso debido al aludido.

—Creo que en una hora.

—¿Tendremos tiempo para que los hombres cambien de uniforme?

—No lo sé, mi general…

El comandante acudió a las filas y ordenó el cambio. Los jefes de compañía se dispersaron por las compañías: los sargentos se agitaron frenéticamente, pues los capotes se hallaban en muy mal estado, y rápidamente los cuadros de formación, antes silenciosos, se rompieron y agitaron con el ruido de las conversaciones y los gritos. Los soldados iban y venían quitándose el macuto por encima de la cabeza y sacando el capote levantaban los brazos empujando con los hombros para meterlos en las mangas.

Media hora después todo estaba como antes, pero los cuadros de formación ahora eran grises y no negros. El jefe del regimiento se colocó delante del regimiento con paso vacilante y lo contempló desde lejos.

—¿Qué es eso? —gritó deteniéndose—. ¡Que se presente el jefe de la tercera compañía!

«¡El jefe de la tercera compañía, preséntese al general! ¡El jefe de la tercera compañía, preséntese al general…!», se oyó; y un ayudante corrió a buscar al oficial, que se retrasaba.

Cuando las voces que llamaban al jefe de la tercera compañía alcanzaron su destino, transformadas en «general a la tercera compañía», apareció el oficial; pese a que era hombre mayor poco acostumbrado a las carreras fue corriendo entre traspiés adonde se hallaba el general. El rostro del capitán reflejaba la inquietud del escolar a quien piden explicaciones por una lección mal aprendida. La nariz rojiza, delatora de su ebriedad, se tiñó de manchas del mismo color; le temblaban los labios. El comandante del regimiento miró de arriba abajo al capitán mientras el oficial avanzaba sofocado y aminoraba el paso conforme se acercaba.

—¡Dentro de poco vestirá a sus soldados con sarafanes, capitán! ¿Qué significa eso? —gritó el comandante alargando su mandíbula inferior para señalar a un soldado de la tercera compañía, cuyo capote era de calidad y color diferente al de los demás—. ¿Dónde se había metido? ¡Estamos esperando al comandante en jefe y abandona su puesto! ¿Eh…? ¡Ya le enseñaré cómo se visten los soldados para una revista…!

El capitán no apartó los ojos de su superior y presionó la visera de su gorra con los dedos, como si así pudiera salvarse.

—¿Por qué calla? ¿Quién es ese que va disfrazado de húngaro? —bromeó con enojo el comandante.

—Excelencia…

—¡Déjese de excelencia! ¡Excelencia, excelencia! Y nadie sabe lo que excelencia quiere.

—Excelencia, es el degradado Dólokhov… —repuso en voz baja el capitán.

—¿Ha sido degradado o ascendido a mariscal de campo? Si es soldado, según el reglamento debe vestir como los demás.

—Excelencia, usted mismo autorizó que vistiese así durante las marchas.

—¡Autorizado! ¡Autorizado! Siempre pasa lo mismo con los jóvenes —dijo el comandante, más calmado—. ¡Autorizado! Se les dice cualquier cosa… y —calló—. Se les dice algo ¿y… qué? —se irritó nuevamente—. ¡Vista a sus soldados con decoro!

El jefe del regimiento miró de reojo al edecán y se dirigió dando saltitos hacia el regimiento. Su enfado le gustaba sin duda y buscaba cualquier pretexto para prolongarla. Tras reñir a un oficial por llevar un emblema sucio y a otro por el mal alineamiento de sus soldados, llegó a la tercera compañía.

—¡Menuda postura! ¿Y el pie? ¿Dónde? —gritó el comandante con voz dolorida a Dólokhov, que vestía capote azul, cuando aún lo separaban de él cinco hombres.

Dólokhov enderezó lentamente la pierna doblada y miró con sus ojos claros e insolentes la cara del general.

—¿Por qué llevas capote azul? ¡Fuera…! ¡Sargento! ¡Que se vista ese…! —no pudo terminar.

—Mi general, estoy obligado a cumplir las órdenes, no a soportar… —lo cortó rápidamente Dólokhov.

—¡En las filas nadie habla!… ¡Nadie habla…!

—No estoy obligado a soportar ofensas —terminó Dólokhov en voz alta.

Las miradas del general y el soldado se cruzaron. El general calló y tiró con enojo de su fajín ceñido:

—Sea tan amable de quitarse ese capote… se lo ruego —dijo mientras se alejaba.

CAPÍTULO II

—¡Ya viene! —gritó un señalero.

El comandante del regimiento corrió con el rostro encendido hacia su caballo, sujetó el estribo con mano temblorosa, montó, se irguió, desenvainó la espada y con expresión feliz y decidida, la boca abierta por un lado se preparó para dar las órdenes. El regimiento se movió como un pájaro que se sacude las plumas y quedó inmóvil.

—¡Firmes! —gritó con voz vibrante, alegre para él, severa para el regimiento y deferente para el jefe que llegaba.

Un carruaje vienés de color celeste tirado por una recua avanzaba por el ancho camino bordeado de árboles entre chirriados de flejes. Detrás galopaba el séquito y una escolta de croatas. Acompañaba a Kutúzov un general austríaco uniformado de blanco que destacaba entre los uniformes negros rusos. Se detuvo cerca del regimiento; Kutúzov y el general austríaco susurraban; el primero, al apoyarse en el estribo, sonrió como si no hubiese delante dos mil hombres que contenían el aliento con los ojos fijos en él y en el jefe del regimiento.

Sonó la voz de mando. La tropa se estremeció al presentar armas. El silencio fue roto por la débil voz del general en jefe saludando a las tropas. Todo el regimiento gritó: «¡Viva su excelencia!», y se hizo un nuevo silencio. Kutúzov no se movió mientras la tropa desfilaba; luego, y acompañado por el general uniformado de blanco y el séquito, comenzó a recorrer las filas a pie.

Era obvio que el comandante cumplía con más placer sus deberes de inferior que los de superior por su modo de saludar al general en jefe sin quitarle los ojos, por su forma de caminar inclinado hacia delante entre las filas, conteniendo a duras penas sus movimientos saltarines, atento a cualquier gesto de Kutúzov, tratando de captar cada palabra y movimiento del general en jefe. La severidad y el celo del jefe mantenían el regimiento en excelente estado si se comparaba con los llegados al mismo tiempo a Braunau. Solo había doscientos diecisiete enfermos y rezagados; todo se hallaba en orden menos el calzado.

Kutúzov recorrió las filas; a veces se detenía para dedicar unas palabras amables a los oficiales que conocía de la guerra de Turquía y también a algún soldado. Al ver el calzado meneó con tristeza la cabeza y se lo indicó al general austríaco, como quien nada reprocha pero no puede dejar de advertirlo. Y el comandante se acercaba siempre con prisa para no perder ninguna palabra del general en jefe sobre sus hombres.

Detrás de Kutúzov, a una distancia que permitía oír todo, caminaban los veinte oficiales del séquito. Charlaban entre sí y reían a ratos. El más cercano al general en jefe era un apuesto edecán, el príncipe Bolkonsky; a su lado caminaba su colega Nesvítski, oficial de Estado Mayor, alto y obeso, sonriente, con rostro atractivo y ojos húmedos. Nesvítski apenas contenía la risa al ver al oficial de húsares a su lado. Este, muy serio y circunspecto, contemplaba la espalda del comandante e imitaba sus movimientos. Si el comandante se estremecía e inclinaba, el oficial de húsares hacía lo mismo. Nesvítski reía y llamaba la atención de los otros hacia el oficial.

Kutúzov avanzaba lenta y perezosamente ante los miles de ojos que lo miraban. Al llegar a la altura de la tercera compañía se paró en seco. El séquito, que no preveía aquello, a punto estuvo de caerle encima.

—¡Hola, Timojin! —exclamó el general al capitán de la nariz colorada, el mismo a quien había amonestado el comandante por el capote azul.

Cuando el comandante amonestó a Timojin, él se había erguido tanto que parecía difícil estirarse más; pero cuando el general en jefe se dirigió a él, el capitán Timojin se irguió tanto que, sin duda, no habría podido permanecer así largo tiempo.

Kutúzov pareció verlo y, como quería lo mejor para el capitán, miró a otra parte. Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en su rostro mofletudo y deformado por una cicatriz.

—Es un compañero de armas de Ismail —comentó—, ¡un valiente oficial! ¿Estás contento con él? —preguntó al comandante.

Este avanzó hacia Kutúzov con el oficial de húsares y dijo:

—Sí, muy contento, excelencia.

—Todos tenemos nuestras debilidades —Kutúzov se alejó con una sonrisa—, y la suya era la afición a Baco.

El comandante se asustó, como si él fuese el culpable, y no respondió. El oficial de húsares observó entonces el rostro del capitán, la nariz colorada y el vientre hundido, e imitó tan bien su expresión y postura que Nesvítski rio. Kutúzov se giró. Pero el oficial de húsares controlaba los músculos del rostro y tuvo tiempo de hacer un esfuerzo y en su cara se dibujó una absoluta seriedad, respeto e inocencia.

La tercera compañía era la última y Kutúzov quedó pensativo, como si quisiese recordar algo. El príncipe Andréi salió del séquito y le cuchicheó:

—Me ordenó que le recuerde al degradado Dólokhov, que está aquí.

—¿Y Dólokhov? —preguntó Kutúzov.

Dólokhov, vestido con su capote gris de soldado, no aguardó a ser llamado. Un soldado guapo de ojos azules salió de la línea. Se acercó al general en jefe y presentó armas.

—¿Tienes alguna queja? —preguntó Kutúzov, arrugando levemente el ceño.

—Es Dólokhov —aclaró el príncipe Andréi.

—¡Ah! —repuso Kutúzov—. Espero te sirva este escarmiento. Sirve bien; el zar es generoso y no te olvidará si lo mereces.

Los ojos azules de Dólokhov miraron al general en jefe con la misma audacia que al comandante y así pareció acabar con la distancia que tanto alejaba al general de su soldado.

—Solo pido una cosa, excelencia —dijo con su voz sonora, contenida y firme—, que me permitan reparar mi falta y demostrar mi devoción al zar y a Rusia.

Kutúzov se apartó con una leve sonrisa como la reflejada al apartarse del capitán Timojin. Frunció el ceño, como expresando que desde hacía tiempo sabía lo que Dólokhov diría, que aquello lo aburría y no era en absoluto lo indicado. Se apartó y fue al carruaje.

El regimiento se agrupó por compañías y se dirigió a los cuarteles designados, cerca de Braunau, donde esperaba recibir calzado y ropa y descansar de la marcha.

—No se habrá enfadado conmigo, ¿verdad, Prójor Ignatich? —preguntó el comandante al capitán Timojin, que avanzaba al frente de la tercera compañía. El semblante del comandante estaba radiante de alegría por lo bien que había ido la revista—. Al servicio del zar… no se puede… En filas a veces uno se deja llevar… Soy el primero en disculparme si hace falta, ya me conoce… El comandante en jefe me felicitó.

Y tendió la mano al capitán.

—Pero, mi general, cómo iba yo a atreverme… —replicó el capitán con la nariz más roja y sonrió mostrando el hueco de dos dientes saltados de un culatazo en Ismail.

—Diga al señor Dólokhov que no lo olvidaré, que esté tranquilo. Y dígame, por favor… Siempre quería preguntarle cómo se porta.

—Es muy celoso en el servicio, excelencia; pero… su carácter…

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó el comandante.

—Tiene días, excelencia —explicó el capitán—; hoy es razonable, inteligente y educado y mañana es una fiera; para su conocimiento, en Polonia casi mata a un judío…

—Claro —le cortó el comandante—; pero aun así la desgracia de ese joven es digna de compasión. Conoce a gente importante… así que usted…

—A sus órdenes, excelencia —dijo Timojin con una sonrisa reveladora de que comprendía los deseos de su superior.

—Bien, bien… Eso es.

El comandante buscó entre las filas a Dólokhov y detuvo el caballo.

—Las charreteras en la primera acción —dijo.

Dólokhov lo miró sin responder ni alterar su gesto sonriente e irónico.

—Bien, bien —dijo el comandante. Luego añadió para ser oído por la tropa—: Vodka para todos de mi parte. Gracias a todos. ¡Alabado sea Dios!

Dejó a aquella compañía y se acercó a otra.

—Sin duda es una buena persona —dijo Timojin al oficial subalterno que iba junto a él.

—¡Con él se puede servir!

—En una palabra, que tiene corazón —rio el oficial subalterno, pues el comandante era apodado «rey de corazones».

El buen humor de los jefes tras la revista fue transmitido a la tropa. Todos iban alegres, y se oían las voces de los soldados por todas partes.

—¿Quién decía que Kutúzov es tuerto de un ojo?

—Pues lo es.

—No…, amigo, ve mejor que tú. Lo ha mirado todo, las botas, los peales, todo.

—Cuando me miró los pies creí que…

Y el austríaco que iba con él, parecía escayolado, blanco como la harina. ¡Yo creo que los limpian como si fuesen pertrechos!

—¡Eh, Fedoshka…! ¿Han dicho cuándo comenzarán las batallas? Tú estabas cerca. Dicen que Bonaparte está en Braunau.

—¡Bonaparte! ¡Mentiras! No sabes lo que dices. Ahora luchan los prusianos; parece ser que los austríacos quieren someterlos; cuando lo consigan, la guerra contra Bonaparte comenzará. ¡Y dices que Bonaparte está en Braunau! ¡Se nota que eres tonto! Deberías escuchar lo que se dice.

—¡Malditos furrieles! Los de la quinta están entrando en la ciudad; harán las gachas antes de que lleguemos.

—¡Hermano, dame una galleta!

—¿Me diste tú tabaco cuando te pedí ayer? Mira, toma, y que Dios te perdone.

—Si al menos hiciesen un alto…; porque aún nos quedan cinco verstas con el estómago vacío.

—¡Qué bien íbamos cuando los alemanes nos llevaban en carro! ¡Así se viaja bien!

—Aquí la gente es pobre; antes eran polacos, súbditos de la corona rusa; ahora solo hay alemanes.

—¡Venga los cantores! —gritó el capitán.

De las filas salió una veintena de hombres que se pusieron a la cabeza de los otros. El tambor, que dirigía el coro, se giró hacia ellos, hizo una seña con la mano y entonó una canción lenta que los soldados cantaban durante las marchas: «¿No es el sol que sale? —comenzaba la canción y terminaba—: Grande es la gloria que alcazaremos con el padrecito Kamensky».

La canción, compuesta en la campaña de Turquía, sonaba ahora en Austria, pero en lugar de «padrecito Kamensky» decía «padrecito Kutúzov». Cuando el tambor, un delgado y apuesto soldado de unos cuarenta años, terminó las últimas palabras con energía, miró con la frente arrugada a los cantores. Cuando vio que todos los ojos estaban fijos en él, alzó cuidadosamente con las manos un objeto precioso e invisible sobre la cabeza, lo sostuvo unos instantes y lo tiró de repente antes de cantar: «¡Ay mi casa, ay mi casa!»

«Mi nuevo hogar…», cantaron veinte voces… El que repiqueteaba con las cucharas, se giró de espaldas pese a la carga y avanzó bailando delante de la compañía, sacudiendo los hombros y amenazando con golpear a uno y otro con sus cucharas. Los soldados marchaban a largo paso moviendo los brazos al ritmo de la canción.

Se oyó ruido de ruedas, flejes y cascos de caballos detrás de la compañía. Kutúzov y su séquito regresaban a la ciudad. El general en jefe ordenó que los soldados siguiesen la marcha a discreción; su rostro y el de los oficiales mostraron su satisfacción por las canciones, por ver al soldado bailarín y el paso alegre de la soldadesca. A la derecha de la segunda fila sobresalía sin querer un soldado de ojos azules, Dólokhov; caminaba con especial gracia al compás de la canción y miraba de frente a quienes pasaban como si los compadeciese por no marchar con ellos. Un alférez de húsares del séquito de Kutúzov, el que antes imitaba al comandante, se rezagó y se acercó a Dólokhov.

Este oficial, Zherkov, había formado parte del turbulento círculo presidido por Dólokhov en San Petersburgo durante un tiempo. En el extranjero se había encontrado con Dólokhov ya degradado, pero no estimó oportuno reconocerlo. Sin embargo, tras de la conversación con Kutúzov, se acercó a Dólokhov con el placer de ver de nuevo a un viejo amigo.

—¡Querido amigo! ¿Cómo estás? —preguntó, acercándose y poniendo su caballo al paso de la compañía.

—Ya ves —repuso secamente Dólokhov.

La canción de los soldados daba un tono especial al desenfado de Zherkov y a la voluntaria frialdad de las respuestas de Dólokhov.

—¿Cómo te llevas con tus superiores? —preguntó Zherkov.

—Muy bien; son buena gente. ¿Y cómo te las has apañado tú para meterte en el Estado Mayor?

—En comisión de servicio, de oficial de guardia. Los dos callaron.

«Soltaron el halcón, lanzado con la diestra…», rezaba la canción insuflando de manera involuntaria ánimo y alegría.

La charla habría sido diferente de no ser por el canto.

—¿Es verdad que han zurrado a los austríacos? —preguntó Dólokhov.

—¡El diablo lo sabe! Eso cuentan…

—Me alegro —comentó sin rodeos Dólokhov, como exigía la canción.

—Ven a vernos alguna tarde y echaremos una partida —dijo Zherkov.

—¿Os sobra dinero?

—Ven.

—No. Me he prometido no beber ni jugar hasta recuperar las charreteras.

—Eso, en la primera acción…

—Ya veremos. Callaron de nuevo.

—Ven si necesitas algo, que te ayudaremos en el Estado Mayor.

—No te preocupes. Dólokhov sonrió con ironía.

—Si necesito algo, no lo pediré, lo tomaré yo mismo.

—Yo te lo decía… por…

—Y yo también… por…

—Adiós.

—Que te vaya bien…

«… A lo lejos, a lo alto, hacia el país natal…»

Zherkov espoleó el caballo; el animal, ahogado, golpeó tres veces la tierra con las patas sin saber con cuál arrancar; al decidirlo, galopó al son de la canción, se adelantó a la compañía y se incorporó al séquito de la carreta.

CAPÍTULO III

Al volver de la revisión, Kutúzov pasó a su despacho con el general austríaco, llamó a un edecán y le pidió unos documentos sobre el estado de las tropas que llegaban y las cartas del archiduque Fernando, que dirigía las tropas de vanguardia. El príncipe Andréi Bolkonsky entró en el despacho del comandante en jefe con los documentos. Kutúzov y el general austríaco, miembro del mando supremo del ejército austríaco, estaban sentados delante de un mapa extendido sobre la mesa.

—¡Ah…! —dijo Kutúzov mirando a Bolkonsky, como invitándolo a esperar; después continuó en francés la conversación.

—Solo una cosa, general —dijo Kutúzov con un giro elegante de la frase y un tono que obligaba a escuchar con atención sus palabras pausadas. Sin duda a Kutúzov le gustaba escucharse a sí mismo—. Le diré, general, que si de mí dependiese, hace tiempo que se habría cumplido la voluntad de Su Majestad el emperador Francisco; me habría unido al archiduque; y, palabra de honor, para mí sería un alivio poder dar el mando supremo del ejército a un general más experto y hábil que yo, que hay muchos en Austria, y librarme de una carga tan pesada. Pero hasta ahora las circunstancias nos superan.

Kutúzov sonrió como diciendo: «Tiene derecho a no creerme, y me da igual; pero no tiene motivo alguno para decírmelo; eso es lo que importa».

El general austríaco no estaba contento, pero debía contestar en el mismo tono.

—Al contrario —gruñó contradiciendo sus lisonjeras palabras—; Su Majestad valora mucho la participación de su excelencia en esta empresa común; pero creemos que la actual lentitud roba a los gloriosos ejércitos rusos y a sus jefes los laureles que siempre cosechan en el campo de batalla —concluyó con palabras que sin duda tenía preparadas.

Kutúzov se inclinó sin dejar de sonreir.

—Basándome en la última carta enviada por su alteza el archiduque Fernando, estoy convencido de que las tropas austríacas bajo el mando de un jefe tan hábil como el general Mack habrán logrado ya una victoria decisiva y no necesitarán nuestra ayuda.

El general frunció el ceño. No había noticias fidedignas sobre la derrota de los austríacos, pero muchas circunstancias corroboraban los rumores pesimistas; así, la alusión de Kutúzov al triunfo austríaco parecía una burla. Pero Kutúzov sonreía con calma, sin cambiar la expresión, manifestando su incuestionable derecho a presuponerlo. Lo cierto era que la última carta del ejército de Mack anunciaba la victoria y hablaba de la posición estratégica favorable del ejército.

—Dame esta carta —dijo Kutúzov al príncipe Andréi—. Ahí está; léala —Kutúzov, con una sonrisita, leyó en alemán al general austríaco el siguiente fragmento de la carta del archiduque Fernando:

«Todas nuestras fuerzas, casi 70.000 hombres, se han concentrado a fin de que podamos atacar y destruir al enemigo si cruza el Lech. Como hemos ocupado Ulm, podemos mantener la ventaja de dominar ambas márgenes del Danubio y, si no cruza el Lech, pasar el Danubio, caer sobre sus líneas de comunicación, cruzar más abajo el Danubio y, si el enemigo trata de atacar a nuestros aliados, impedírselo. Esperamos a que el ejército imperial ruso se prepare y juntos daremos con la ocasión de dar al enemigo la suerte que se merece.»

Terminado este párrafo, Kutúzov respiró y miró con atención y simpatía al miembro del Consejo superior de guerra de Austria.

—Pero ya sabe, excelencia, la sabia regla de esperar siempre lo peor —dijo el general austríaco, que deseaba sin duda poner fin a las bromas y concluir el asunto.

Descontento, echó un vistazo al edecán.

—Perdone, general —interrumpió Kutúzov volviéndose al príncipe Andréi—. Mira, pídele a Kozlovsky los informes de nuestros espías. Toma estas dos cartas del conde Nostitz, la carta del archiduque Fernando y esto también —añadió dándole varios papeles—, y redacta con todo un memorándum en francés reuniendo las noticias que tengamos sobre los movimientos del ejército austríaco. Después entrégaselo todo a su excelencia.

El príncipe Andréi inclinó la cabeza para dar a entender que había entendido cuanto le decía Kutúzov desde el primer momento, y cuanto quería decirle con sus palabras. Tomó los documentos, saludó y salió sin hacer ruido.

El príncipe Andréi había salido hacía poco de Rusia, pero estaba muy cambiado. En su expresión, los movimientos y el modo de andar apenas se notaba ya la simulación, la indolencia y el cansancio de antaño. Su aspecto era el de alguien que tiene poco tiempo para pensar en el efecto que produce en los demás porque tiene entre manos una tarea agradable e interesante. Parecía más satisfecho de sí mismo y de cuantos lo rodeaban; su sonrisa y su mirada eran más alegres y agradables.

El príncipe Andréi se había unido en Polonia con Kutúzov, que lo había recibido con afecto prometiéndole que no lo olvidaría; luego hizo una excepción con él con respecto a los demás edecanes, se lo llevó a Viena y le confiaba misiones más importantes. Desde Viena escribió Kutúzov a su viejo compañero, el padre del príncipe Andréi:

«Su hijo promete ser un gran oficial por su capacidad de trabajo y firmeza y el esmero al cumplir sus deberes. Me considero feliz de tenerlo como subordinado.»

Como en la sociedad de San Petersburgo, el príncipe Andréi tenía dos reputaciones completamente distintas en el Estado Mayor de Kutúzov, entre sus compañeros y en general en el ejército: unos —los menos— lo veían como alguien distinto de los demás, esperaban de él grandes cosas, lo escuchaban, lo admiraban e imitaban; el príncipe Andréi era sencillo y amable con ellos. Otros —los más— no lo querían, lo veían orgulloso, frío y antipático. Pero él había sabido imponerse de tal modo que incluso esas personas lo estimaban y lo temían.

Al salir del despacho de Kutúzov con los documentos en la mano, el príncipe Andréi se acercó a un compañero, el edecán de servicio Kozlovsky, que estaba sentado junto a la ventana con un libro en las manos.

—¿Qué hay? —preguntó Kozlovsky.

—Ha mandado que preparemos una nota explicando por qué no avanzamos.

—¿Para qué?

El príncipe Andréi se encogió de hombros.

—¿No hay noticias de Mack? —preguntó Kozlovsky.

—No.

—Si fuese verdad que lo han derrotado, se sabría algo.

—Probablemente —repuso el príncipe Andréi yendo a la puerta de salida.

Entonces entró rápidamente, tras cerrar con fuerza la puerta, un general austríaco alto, con levita, recién llegado, la cabeza envuelta en un pañuelo negro y la cruz de María Teresa al cuello. El príncipe Andréi se detuvo.

—¿El general en jefe Kutúzov? —preguntó el general con acento alemán mirando a diestra y siniestra sin detenerse en su avance hacia la puerta del despacho.

—Está ocupado —dijo Kozlovsky cerrando el paso al desconocido—. ¿A quién debo anunciar?

El general austriaco miró de arriba abajo con desdén a Kozlovsky, que no era alto. Al parecer le sorprendía que no lo conociese.

—El general en jefe está ocupado —repitió con calma Kozlovsky.

El rostro del general se nubló. Frunció los labios temblorosos; sacó una libreta de notas y anotó rápidamente unas palabras; arrancó la hoja, se la entregó a Kozlovsky, fue hacia la ventana, se dejó caer en una silla y paseó la mirada por los que había en la sala, como preguntándose qué miraban. Alzó la cabeza y avanzó el cuello como si fuese a decir algo, pero emitió unos breves sonidos extraños.

Se abrió la puerta del despacho y apareció Kutúzov. El general de la cabeza vendada, se le acercó encorvado y con rápidas zancadas de sus delgadas piernas, como si huyese de un peligro.

—Vous voyez le malheureux Mack —dijo con voz entrecortada.

Kutúzov, en el umbral de la puerta, permaneció inmóvil unos segundos. Una ola pareció recorrer su rostro serenándolo, su frente se relajó, inclinó la cabeza con respeto, cerró los ojos e hizo pasar a Mack sin decir nada antes de cerrar la puerta tras él.

Se confirmaban los rumores sobre la derrota de los austríacos y la rendición de todo el ejército en Ulm. Media hora después enviaban a todas partes a edecanes con órdenes para que las tropas rusas, hasta ahora quietas, se aprestasen a enfrentarse con el enemigo.

El príncipe Andréi era uno de los pocos oficiales del Estado Mayor a quien de verdad le interesaba la marcha de la guerra. Al ver a Mack y escuchar los detalles de la derrota, supo que habían perdido la mitad de la campaña, que el ejército ruso quedaba en difícil situación e imaginó lo que les esperaba y el papel que a él le correspondía. Sentía una dicha y gozosa alegría por la ignominia de los altaneros austríacos y por la idea de que, tal vez en una semana, rusos y franceses se encontrarían por primera vez después de Suvórov, y que él participaría. Pero temía al ingenio de Bonaparte, que podía ser superior a todo el valor del ejército ruso; al mismo tiempo, no podía admitir el oprobio de una derrota para su héroe.

Emocionado y nervioso por todo ello, el príncipe Andréi fue a su habitación para escribir a su padre, como todos los días. En el pasillo se topó con su compañero de cuarto, Nesvítski, y al bromista Zherkov; ambos reían como siempre.

—¿Por qué estás tan sombrío? —preguntó Nesvítski al ver su semblante pálido y los ojos brillantes.

—No hay motivos de alegría —repuso Bolkonsky.

Mientras el príncipe Andréi se detenía con Nesvítski y Zherkov, del otro lado del pasillo venían el general austríaco Strauch, agregado al Estado Mayor de Kutúzov a cargo del abastecimiento del ejército ruso, y un miembro del Consejo Superior de Guerra de Austria, llegado la víspera. El pasillo era lo bastante ancho para que ambos generales pasasen aunque estuviesen allí los tres oficiales. Pero Zherkov apartó con la mano a Nesvítski y exclamó:

—¡Ya vienen…! Apartaos, dejad pasar.

Los generales no parecían desear honores excesivos. Surgió entonces una estúpida sonrisa de incontenible júbilo en el semblante de Zherkov.

—Excelencia —dijo en alemán avanzando un paso y situándose ante uno de los generales austríacos—, tengo el honor de felicitarlo.

E inclinó la cabeza con torpe gesto y lo saludó juntando los talones de una pierna y de la otra.

El general del Consejo Superior de Guerra de Austria lo contempló seriamente; pero al ver que aquella risa estúpida era grave le prestó un momento de atención. Entornó los ojos para indicar que escuchaba.

—Tengo el honor de felicitarlo. El general Mack ha llegado sin novedad, solo con una pequeña herida —sonrió de nuevo llevándose la mano a la cabeza.

El general arrugó la frente, le dio la espalda y continuó su camino.

—Gott, wie naïv! —exclamó enojado tras apartarse unos pasos.

Nesvítski abrazó riendo al príncipe Andréi, pero Bolkonsky, más pálido e iracundo, lo rechazó y se giró hacia Zherkov. La irritación tras ver a Mack, la noticia de su derrota y la idea de lo que esperaba al ejército ruso provocaron un estallido de cólera contra la broma de Zherkov.

—Señor mío —dijo y con un leve temblor en la mandíbula inferior—, si quiere ejercer de bufón, no puedo impedírselo; pero le advierto que si se atreve a portarse como un payaso en mi presencia le enseñaré a comportarse.

Nesvítski y Zherkov se asombraron tanto que lo miraron con ojos como platos.

—¡Pero si solo lo he felicitado! —dijo Zherkov.

—¡Cállese, por favor, no bromeo con usted! —gritó Bolkonsky, agarró por un brazo a Nesvítski y se alejó de Zherkov, que se quedó sin palabras.

—¿Qué te ocurre, hermano? —preguntó Nesvítski tratando de calmarlo.

—¿Que qué me ocurre? —Al príncipe Andréi la agitación le impidió continuar—. Para que lo sepas o somos oficiales al servicio del zar y la patria que deben alegrarse por el éxito común y apenarse por el fracaso común, o somos lacayos a quienes les dan igual los problemas de su señor. Quarante mille hommes massacrés et l’armée de nos alliés détruite, et vous trouvez là le mot pour rire —añadió en francés, como si con ello reforzara cuanto decía—. C’est bien pour un garçon de rien comme cet individu dont vous avez fait votre ami, mais pas pour vous, pas pour vous… Solo unos críos pueden divertirse así —prosiguió en ruso el príncipe Andréi, si bien la palabra «críos» con acento francés, pues se dio cuenta de que Zherkov aún podía oírlo.

Esperó a que el alférez respondiese, pero Zherkov se giró y salió del pasillo.

CAPÍTULO IV

Los húsares de Pavlogrado estaban estacionados a dos millas de Braunau. El escuadrón donde Nikolái Rostov servía como cadete estada alojado en la aldea alemana de Saltzeneck. El mejor alojamiento del pueblo fue asignado al capitán del escuadrón, Denisov, a quien toda la división de caballería conocía como Vaska Denisov. Vivía con el comandante del escuadrón desde que se incorporó al regimiento en Polonia.

El 11 de octubre, el día en el que el Cuartel General quedó conmocionado por la noticia de la derrota de Mack, la vida de campaña continuaba en el escuadrón como siempre. Denisov, que se había pasado la noche jugando a las cartas, aún no había aparecido cuando Rostov, regresaba temprano a caballo de conseguir forraje. Con su uniforme de cadete, Rostov fue al vestíbulo y enderezó las piernas con un movimiento diestro y juvenil, se apoyó en los estribos, como para no separarse de su montura, permaneció así unos segundos, desmontó de un salto y llamó al asistente.

¡Eh, Bondarenko! —dijo al húsar que corría hacia el caballo—. Dale un paseo.

Hablaba con el tono fraternal, tierno y amistoso de los jóvenes de buen corazón cuando se sienten felices.

—A sus órdenes, excelencia —repuso el ucraniano sacudiendo la cabeza.

—¡Que sea un buen paseo!

Otro húsar también había corrido hacia el caballo, pero Bondarenko ya sujetaba las bridas. Sin duda el cadete daba buenas propinas para el vodka y era ventajoso estar a su servicio. Rostov acarició la crin del caballo, luego la grupa, y se detuvo en el porche.

«¡Magnífico! ¡Será un buen caballo!», se dijo; y subió al vestíbulo con ruido de espuelas y una sonrisa de satisfacción, sujetando el sable. El alemán dueño de la casa, con chaleco de franela y un gorro, lo miraba desde el establo mientras tenía en la mano la horca con que había recogido el estiércol. Su semblante se iluminó al ver a Rostov. Sonrió alegremente y le guiñó un ojo:

—Schön gut’ Morgen, schön gut’ Morgen! —saludó satisfecho.

—Schön fleissig! —dijo Rostov con la cordial sonrisa de siempre—. Hoch Östreicher! Hoch Russen! Kaiser Alexander Hoch! —añadió repitiendo las palabras que este último solía pronunciar con frecuencia.

El alemán rio, salió del establo y agitó el gorro sobre su cabeza gritando:

—Und die ganze Welt hoch!

—Und vivat die ganze Welt! —contestó Rostov imitándolo con su gorra.

Aunque no tuviese motivo especial de alegría el alemán, que limpiaba su cuadra, ni Rostov, que venía de encargarse del forraje para el escuadrón, ambos se miraron con entusiasmo y amor fraternal, agitaron la cabeza en señal de afecto mutuo y se separaron sonriendo; el alemán regresó a la cuadra y Rostov entró en la isba donde vivía con Denisov.

—¿Y tu amo? —preguntó a Lavrushka, el asistente de Denisov, famoso en el regimiento por sus bribonadas.

—No volvió esta noche. Seguro que ha perdido —dijo Lavrushka—. Lo conozco y si gana, vuelve corriendo para presumir; y si no vuelve hasta la mañana siguiente es que lo han pelado y viene enfadado. ¿Desea tomar café?

—Sí.

Diez minutos después Lavrushka traía café.

—Ya viene —dijo—. ¡La que me espera!

Rostov miró por la ventana y vio a Denisov ir a la casa. Denisov era menudo, rubicundo, de ojos negros y brillantes, cabello crespo y bigote negros. Llevaba la guerrera desabrochada, calzones bombachos y el gorro de húsar chafado e inclinado hasta la nuca. Se acercaba con el rostro serio y la cabeza gacha.

—¡Lavrushka! — gritó con voz fuerte y gangosa—. ¡Quítame ya eso, imbécil!

—¡Eso hago! —repuso Lavrushka.

—¡Ah! ¿Ya estás levantado? —dijo Denisov entrando.

—Hace rato —respondió Rostov—. He ido por el forraje y he visto a Fräulein Mathilde.

—¡Vaya! Pues yo, hermano, he pasado la noche perdiendo como un bastardo —gritó Denisov—. ¡Una pena! ¡Una verdadera mala pata…! En cuanto te fuiste, todo empezó a ir mal. ¡Eh, trae té!

Denisov, con un gesto como una sonrisa que dejaba sus dientes pequeños y fuertes a la vista, se pasó los cortos dedos de las manos por su cabello negro y erizado como un bosque.

—¡El diablo me llevó a casa de esa rata! —añadió refiriéndose a cierto oficial y pasándose las manos por la frente y la cara—. ¡No me ha salido ni un solo naipe bueno en toda la noche!

Tomó la pipa encendida que le daban, la apretó en el puño, dejó caer el fuego, golpeó con ella el suelo y gritó:

—¡Simples, se gana; dobles, se pierde!

Se le cayó el resto del tabaco, partió la pipa y la tiró.

Luego calló y miró alegremente a Rostov con sus brillantes ojos negros.

—¡Si al menos hubiese mujeres! ¡Pero aquí solo se puede beber! Ojalá nos retiremos pronto… ¡Eh! ¿Quién anda ahí? —gritó al oír unas pisadas fuertes, ruido de espuelas y una tosecilla.

—El sargento —anunció Lavrushka.

Denisov torció el gesto.

—¡Mal vamos! —dijo arrojando una bolsita con unas monedas de oro a Rostov—. Cuenta lo que hay dentro y ponlo bajo la almohada.

Salió a ver al sargento. Rostov tomó la bolsa y contó las monedas de oro viejas y nuevas amontonándolas maquinalmente.

—¡Hola, Telianin! ¡Buenos días! ¡Me han desplumado esta noche! —oyó a Denisov desde la otra habitación.

—¿Dónde? ¿En casa de Bikov, en casa de la rata?… Me lo figuraba —repuso una voz aguda y entró en la habitación un oficial de su escuadrón, el teniente Telianin.

Rostov guardó la bolsita bajo la almohada y estrechó la mano menuda y húmeda que le tendía el recién llegado. Poco antes de la campaña, Telianin fue expulsado de la Guardia por razones desconocidas. Su conducta en el regimiento era intachable, pero no lo querían; Rostov en especial no podía superar ni ocultar la repulsión que le producía aquel oficial.

—¿Qué tal joven caballero? ¿Qué tal con mi Grachik? —preguntó Telianin por un caballo vendido por él a Rostov.

El teniente jamás miraba de frente a su interlocutor; sus ojos iban siempre de un objeto a otro.

—Lo he visto al pasar…

—No está mal, es buen caballo —dijo Rostov, aunque el caballo por el cual había pagado setecientos rublos no valiese ni la mitad—. Empieza a cojear un poco de la pata izquierda delantera —añadió.

—Se le habrá agrietado el casco; no es nada; le enseñaré a poner el remache.

—Sí, por favor —aceptó Rostov.

—Lo haré, no tiene misterio. Y quedará contento con el caballo.

—Diré que lo traigan —dijo Rostov, impaciente por librarse de Telianin, y salió a dar la orden.

Denisov permanecía sentado en el umbral del vestíbulo, con otra pipa en la boca, escuchando el informe del sargento.

Al ver a Rostov, frunció el ceño, señaló la habitación donde estaba Telianin e hizo una mueca de asco.

—No lo aguanto —dijo haciendo caso omiso de la presencia del sargento. Rostov se encogió de hombros como diciendo: «Ni yo, pero ¿qué le vamos a hacer?», y después de dar las órdenes se reunió con Telianin.

Telianin continuaba en la misma postura apática de cuando salió Rostov, y se frotaba sus manos menudas y blancas.

«Hay fisonomías repugnantes», pensó Rostov al entrar.

—¿Ha mandado que traigan el caballo? —le preguntó mirando alrededor con desenfado.

—Sí.

—Vayamos entonces. Solo me había acercado para preguntar a Denisov sobre la orden de ayer. ¿La ha recibido, Denisov?

—Aún no. ¿Adónde va?

—Quiero enseñar a este joven cómo se pone un remache —explicó Telianin. Salieron al patio y fueron a la cuadra. El teniente enseñó a Rostov a remachar y se fue.

Cuando Rostov regresó a la habitación, había una botella de vodka y embutidos sobre la mesa. Denisov estaba sentado y escribía con una pluma que rascaba el papel. Miró a Rostov con aire sombrío.

—Le escribo a ella —dijo.

Apoyó los codos en la mesa, la pluma en la mano, contento de poder explicar de palabra cuanto pensaba escribir, que expuso con detalle a Rostov.

—Ya ves, amigo —comentó, —estamos adormecidos cuando no amamos. Somos hijos de la nada… Pero cuando nos enamoramos somos dios, puros como el primer día de la creación… ¿Quién es ahora? ¡Mándalo al diablo! No tengo tiempo —gritó a Lavrushka, que se le acercaba sin miedo.

—Pero… ¡Usted mismo lo mandó venir! Es el sargento que viene por el dinero.

Denisov hizo un mohín, quiso gritar algo, pero no lo hizo.

—Mala cosa —dijo para sí—. ¿Cuánto ha quedado? —preguntó a Rostov.

—Siete monedas nuevas y tres viejas.

—¡Mala cosa! ¿Qué haces ahí, idiota? ¡Haz pasar al sargento! —gritó Denisov a Lavrushka.

—Denisov, acepta algo de dinero, yo tengo. —Rostov enrojeció.

—No me gusta tomar prestado de los amigos —refunfuñó Denisov.

—Si no lo aceptas, me ofenderé. Yo no lo necesito, de veras —repitió Rostov.

—Te digo que no. —Denisov se acercó a la cama para sacar la bolsita debajo de la almohada.

—¿Dónde la has puesto, Rostov?

—Debajo de la segunda almohada.

—No está.

Denisov tiró las dos almohadas al suelo. La bolsa no aparecía. —¡Qué raro!

—Espera, ¿no se te habrá caído? —Rostov agarró las almohadas y las sacudió una tras otra.

Hizo lo mismo con la colcha, pero la bolsa seguía sin aparecer.

—¿Habré olvidado dónde la ha puesto? Pero no, hasta pensé que te la colocabas debajo de la cabeza, como un tesoro —dijo Rostov—. La puse aquí—. Y preguntó a Lavrushka—: ¿Dónde está?

—Yo ni siquiera entré aquí… Estará donde la puso.

—Pues no está.

—Siempre hacen lo mismo; dejan todo en cualquier parte y luego se olvidan. Mírense los bolsillos.

—Si no hubiese pensado en lo del tesoro, a lo mejor; pero recuerdo haberla dejado aquí —aseguró Rostov.

Lavrushka deshizo la cama, miró debajo, rebuscó por toda la habitación y se detuvo en medio de la estancia. Denisov seguía los movimientos de Lavrushka, y cuando este hizo un gesto de asombro, como diciendo que la bolsa seguía sin aparecer, miró fijamente a Rostov.

—Rostov, deja ya de jugar…

Este, que sentía la mirada de Denisov, alzó los ojos, pero los bajó enseguida. La sangre que le subía a la garganta le cubrió los ojos y el rostro. Se ahogaba.

—Aquí solo han estado el teniente y usted. Tiene que estar en alguna parte —dijo Lavrushka.

—¡Y tú, burro, muévete y busca! —gritó entonces Denisov furioso con gesto amenazante al asistente—. ¡Encuentra la bolsa o haré que te maten a azotes! ¡Os azotaré a todos!

Rostov se abotonó la guerrera, tomó el sable y se puso la gorra sin mirar a Denisov.

—¡Te digo que encuentres la bolsa! —gritaba Denisov a su asistente sacudiéndolo por los hombros y empujándolo contra la pared.

—Déjalo, Denisov. Sé quién la ha cogido. —Rostov fue a la puerta sin levantar los ojos.

Denisov se detuvo; reflexionó y, comprendiendo a quién aludía Rostov, lo asió del brazo.

—¡Bobadas! —Las venas del cuello y la frente se le tensaron como cuerdas—. Te has vuelto loco, no lo permitiré. La bolsa está aquí, despellejaré a este ladrón y aparecerá.

—Sé quién la ha cogido —repitió Rostov con voz temblorosa.

—Y yo que ni lo sueñes —Denisov se lanzó por el cadete para impedirle salir.

Pero Rostov se deshizo de él con la furia con que rechazaría a su peor enemigo y lo miró a los ojos.

—¿Comprendes lo que dices? —exclamó con voz temblorosa—. Solo yo estuve aquí. Así que si estoy equivocado…

No pudo concluir y salió.

—¡Que el diablo os lleve a ti y a todos! —fue lo último que oyó Rostov.

Fue entonces a la casa de Telianin.

—El señor no está; ha ido al Estado Mayor —dijo el asistente. Y añadió mirando asombrado el rostro pálido del joven oficial—: ¿Ha ocurrido algo?

—Nada.

—Casi lo encuentra aquí —comentó el asistente.

El Estado Mayor estaba a unos tres kilómetros de Saltzeneck. Rostov montó a caballo. En la aldea donde se hallaba el Estado Mayor había una hostería que solían frecuentar los oficiales; Rostov fue allí y vio el caballo de Telianin junto al porche.

El oficial estaba en un reservado, sentado a la mesa ante un plato de salchichas y una jarra de vino.

—¡Hola! ¿También usted por aquí, joven? —sonrió arqueando mucho las cejas.

—Sí —Rostov pronunció con esfuerzo la palabra. Y se sentó a la mesa contigua.

Ambos callaron. Había dos alemanes y un oficial ruso en la sala. Nadie hablaba, solo se oía el ruido de cuchillos sobre los platos y el de las mandíbulas del teniente al masticar.

Terminado el almuerzo, Telianin sacó del bolsillo una bolsa doble. Separó los anillos con sus dedos blancos, sacó una moneda de oro y, alzando con aire indiferente las cejas, se la dio al mozo.

—Deprisa, por favor —dijo.

La moneda era nueva. Rostov se levantó y se fue a Telianin.

—Permítame ver su bolsa —dijo con voz casi inaudible.

Con su huidiza mirada, pero siempre con las cejas arqueadas, Telianin le tendió la bolsa.

—Sí, es una bonita bolsa… Sí… —dijo palideciendo—. Mírela, joven —añadió.

Rostov la agarró; la examinó y miró el dinero que contenía. Luego levantó la mirada hacia Telianin. El teniente miraba como siempre a su alrededor y pareció de repente muy contento.

—Si llegamos a Viena, todo se quedará allí; pero aquí, en estas aldehuelas, no se sabe qué hacer con el dinero. Bueno, démela, joven, que me voy.

Rostov guardó silencio.

—¿Ha venido también a comer? No se come mal —prosiguió Telianin—. Démela.

Alargó la mano y asió la bolsa. Rostov la soltó; Telianin la tomó y empezó a guardársela en el bolsillo del pantalón; sus cejas se alzaron con indolencia, entreabrió la boca como si fuera a decir: «Sí, guardo la bolsa, es algo sencillo y no le importa a nadie».

—Bien, joven —suspiró; sus ojos, enmarcados por las cejas, se fijaron en Rostov.

Una luz como una chispa pasó de las pupilas de Telianin a las de Rostov y luego al revés, una y otra vez, todo en un instante.

—Venga —dijo Rostov agarrando a Telianin por el brazo y llevándolo casi a rastras hacia la ventana—. Ese dinero es de Denisov. ¿Lo ha cogido?… —le cuchicheó.

—¿Qué…? ¿Cómo se atreve? —exclamó Telianin.

Pero sus palabras sonaron como si pidiese perdón. Apenas hubo oído Rostov la voz de Telianin, la duda que agobiaba su alma se desvaneció. Se sintió feliz y compadeció al infeliz que tenía delante; pero debía llegar hasta el final.

—¡Qué pensará la gente, Dios mío! —balbuceó Telianin tomando su gorra y yendo a un cuartito vacío—. Debemos hablar…

—Sé bien lo que digo y puedo demostrarlo —dijo Rostov.

—Yo…

El rostro pálido y asustado de Telianin temblaba; sus ojos se movían como nunca, pero miraban al suelo, no a la cara de Rostov; el cadete lo oyó sollozar.

—¡Conde…! No me arruine la vida, soy joven… Tome el maldito dinero… venga. —Lo arrojó sobre la mesa—. Mi padre es viejo… mi madre…

Rostov recogió el dinero evitando mirar a Telianin, y sin mediar palabra fue a la puerta; ya a punto de salir se giró:

—¡Dios mío! —dijo con los ojos bañados en lágrimas—. ¿Cómo ha podido hacer algo así?

—¡Conde! —Telianin se acercó.

—¡No me toque! —Rostov retrocedió—. Si necesita dinero, tómelo.

Y salió de la hostería tras tirarle la bolsa.

CAPÍTULO V

Esa noche los oficiales del escuadrón discutían animadamente en la habitación de Denisov.

—Pues yo le digo, Rostov, que debe presentar sus excusas al coronel —dijo un capitán segundo de caballería a un Rostov encendido y nervioso.

Este capitán segundo era Kirsten, un hombre alto, canoso, de bigote grande y facciones marcadas en un rostro arrugado. Degradado en dos ocasiones por asuntos de honor, había recobrado las charreteras siempre.

—¡No permitiré que nadie me diga que miento! —gritó Rostov—. Me ha llamado mentiroso y yo le dije que él era el mentiroso. Así quedarán las cosas. Puedo ponerme de servicio todos los días, arrestarme, pero nadie me obligará a disculparme porque si, como jefe de regimiento, él cree indigno darme satisfacción, entonces…

—A ver, amigo, espere… escuche —lo cortó el capitán con voz grave mientras se acariciaba los largos bigotes—. Dice al coronel delante de otros oficiales que un oficial ha robado…

—¿Es culpa mía que estuviesen los demás delante? Tal vez no fue lo mejor hablar delante de otros oficiales, pero yo no soy diplomático. Entré en los húsares creyendo que aquí no importarían las sutilezas; y él me dice que miento… Me debe una satisfacción…

—Todo eso está muy bien. Nadie lo considera un cobarde, pero no se trata de eso. Pregúntele a Denisov si conviene que un cadete pida satisfacción al jefe del regimiento.

Sombrío, Denisov se mordisqueaba los bigotes, pendiente de la conversación. Sin duda no quería intervenir. A la pregunta del capitán segundo, negó con la cabeza.

—Usted habló de esa bajeza al jefe del regimiento delante de otros oficiales —continuó el capitán segundo—, y Bogdanich —el coronel— lo llamó al orden.

—No me llamó al orden. Me dijo que mentía.

—Sí, y usted le dijo tonterías y debe disculparse.

—¡Ni hablar! — gritó Rostov.

—No esperaba eso de usted —repuso el capitán, serio—. No quiere disculparse, amigo, pero es culpable ante él, ante todo el regimiento, ante nosotros. Si lo hubiese pensado o hubiese pedido consejo antes de actuar… Pero no, dijo cuanto quiso delante de un grupo de oficiales. ¿Qué debe hacer ahora el coronel? ¿Hacer un consejo de guerra a un oficial y deshonrar a todo el regimiento? ¿Hay que cubrir de fango a un grupo por un sinvergüenza? ¿Eso quiere? Nosotros no pensamos así. Bogdanich hizo bien diciéndole que mentía. Es desagradable pero ¿qué le vamos a hacer? Usted se metió en el lío. Ahora que todos quieren echar tierra, usted se niega a disculparse y quiere contarlo todo por orgullo. A usted le ofende que lo castiguen con servicios complementarios, pero ¿qué le impide disculparse ante un oficial viejo y honrado? En todo caso, Bogdanich es un viejo húsar y un coronel valiente; usted se ofende, pero no le importa deshonrar al regimiento —la voz del capitán segundo empezaba a temblar—. Usted acaba de llegar al regimiento; hoy está aquí, mañana será ayudante en otro sitio. Le dará igual que digan: «Entre los oficiales del regimiento de Pavlogrado hay ladrones». Pero a nosotros sí nos importa. ¿A que sí, Denisov? No nos da igual.

Denisov seguía callado e inmóvil; a ratos sus brillantes ojos negros se clavaban en Rostov.

—Usted solo ve su orgullo y no quiere disculparse —siguió el capitán; —pero nosotros, los antiguos, los que hemos crecido (y si Dios quiere seguramente moriremos en el regimiento) consideramos que el honor del regimiento es sagrado y Bogdanich lo sabe. ¡Vaya si es sagrado! Lo que usted hace no está bien. Quizá no le guste oírlo, pero yo siempre digo la verdad. No está bien.

El capitán segundo se levantó y dio la espalda a Rostov.

—¡Tiene razón, qué diablos! —gritó Denisov levantándose—. Venga, Rostov…

Rostov, a veces rojo y a veces pálido, miraba a uno y otro oficial.

—No, señores, no… No crean que… Lo comprendo bien y no deben creer que… Yo… para mí… siempre defenderé el honor del regimiento. Lo demostraré con hechos, y también el honor de la bandera… La verdad es que soy culpable… —los ojos se le cuajaron de lágrimas—. ¡Soy culpable se mire como se mire…! ¿Qué más quieren?

—¡Así se habla, conde! —gritó el capitán segundo, y palmeó la espalda de Rostov con su ancha mano.

—¡Ya te decía yo que es un gran chico! —gritó Denisov.

—Sí, eso está mejor, conde —lo llamó Kirsten por su título como recompensa por su confesión—. Vaya y discúlpese… Excelencia.

—Señores, haré todo lo necesario; nadie oirá nada de mí —rogó Rostov—. Pero no puedo disculparme. ¡Se lo juro que no puedo! No puedo disculparme como un niño.

Denisov rio.

—Peor para usted. Bogdanich tiene buena memoria y pagará su testarudez —dijo Kirsten.

—Le aseguro que no es testarudez. No puedo explicarle lo que siento, no puedo…

—Eso es asunto suyo —dijo el capitán—. ¿Y dónde se ha metido ese bribón? —preguntó a Denisov.

—Dice que está enfermo. Su baja estará mañana en la orden —repuso Denisov.

—Se trata de una enfermedad, no puede haber otra explicación —dijo el capitán.

—Enfermo o no, que no me lo encuentre o lo mato —añadió Denisov, colérico.

Zherkov entró en la habitación.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntaron los oficiales.

—En marcha, señores. ¡Mack se ha rendido con todo el ejército!

—¡Mientes!

—Lo he visto con mis propios ojos.

—¿Qué dices? ¿Has visto a Mack en persona? ¿Con brazos y piernas?

—¡En marcha! La noticia merece un trago. ¿Y cómo estás aquí?

—Me han hecho regresar al regimiento por culpa de ese demonio de Mack. Un general austríaco se quejó de mí. Lo había felicitado por la llegada de Mack… ¿Qué te pasa, Rostov? Pareces recién salido del baño.

—Amigo, no sabes qué bronca tenemos desde ayer.

El ayudante del coronel entró a corroborar la noticia traída por Zherkov. Acababa de llegar la orden de ponerse en marcha al día siguiente.

—¡En marcha, señores!

—¡Gracias a Dios! Llevábamos demasiado tiempo aquí.

CAPÍTULO VI

Kutúzov fue cayendo hacia Viena destruyendo los puentes sobre el Inn, en Braunau, y sobre el Traun, en Linz. El 23 de octubre el ejército ruso cruzó el Enns de día. Los convoyes, la artillería y la tropa desfilaban en columna.

Era una cálida y lluviosa jornada otoñal. Desde el altozano donde se instalaron las baterías rusas que cubrían el puente se veía un amplio panorama, tan pronto oculto por la lluvia oblicua o tan inusitadamente despejado que se distinguían a la luz del sol los objetos lejanos como si estuviesen lacados. Abajo se veía la ciudad con sus casas blancas de tejados rojos, la catedral y el puente por el cual se movían las fuerzas rusas apiñadas. En un recodo del Danubio, en la desembocadura del Enns, se veían las embarcaciones, la isla y el castillo con su parque rodeado de agua; también se veía la orilla izquierda del Danubio, rocosa, cubierta de pinos que se perdían en picos verdes y desfiladeros azulados lejanos. A un lado descollaban las torres de un monasterio, tras una pineda que parecía una selva; más lejos, enfrente, sobre la montaña, en la otra orilla, se divisaban las patrullas enemigas.

En medio de los cañones arriba colocados, se hallaba el general comandante de la retaguardia; acompañado por un oficial lo examinaba todo con ayuda de un catalejo; un poco detrás, Nesvítski, enviado a la retaguardia por el general en jefe, se mantenía sentado en la cureña de un cañón. El cosaco que lo acompañaba le había entregado un pequeño morral y una botella; Nesvítski agasajaba a los otros oficiales con pasteles y auténtico Kümmel doble. Los oficiales lo rodeaban, de rodillas o sentados a la turca sobre la hierba húmeda, de un humor festivo.

—No era tonto el príncipe austríaco que levantó aquí su castillo. ¡Bonito sitio! ¿Por qué no comen, señores? —preguntaba Nesvítski.

—Gracias, príncipe —repuso uno de los oficiales, feliz de hablar con alguien tan importante del Estado Mayor—. Es un magnifico lugar. Cuando pasamos delante del parque vimos dos ciervos, y la casa también es magnífica.

—Mire, príncipe —dijo otro, que quería comer otro pastel y no se atrevía, así que fingía contemplar el paisaje—. Nuestras tropas están abajo; en el prado fuera del pueblo hay tres que arrastran algo. Van a vaciar el palacio —dijo con gesto aprobatorio.

—Pues sí… —dijo Nesvítski—. Pero lo que más me gustaría ahora —continuó mientras engullía otro pastel— es llegar allí.

Señalaba el monasterio cuyas torres descollaban en la cima de la montaña. Sonrió y sus ojos entrecerrados brillaron.

—Sería magnífico, ¿verdad, señores? —Los oficiales rieron—. ¡Aunque fuese por pegarles un susto a las monjas! Dicen que hay unas italianas jovencitas. Daría cinco años de vida.

—Y se aburren —rio el oficial más osado.

El oficial del séquito, que estaba delante de los demás, indicaba algo al general. Este miró con el catalejo.

—Sí, sí… Eso es —dijo enojado, apartó el catalejo y se encogió de hombros—. Atacaron el puente. ¿Por qué se paran tanto allí?

Enfrente se veía con el ojo desnudo al enemigo y el emplazamiento de una batería de la que ascendió un penacho de humo blanco. Tras el humo llegó un estampido lejano. Pudo verse cómo las tropas rusas corrían a cruzar el puente.

Nesvítski se levantó, resopló y se acercó al general.

—¿No quiere tomar algo, excelencia? —sonrió.

—La cosas se ponen feas —comentó el general sin contestar—. Los nuestros se paran mucho.

—¿Voy, excelencia? —preguntó Nesvítski.

—Sí, por favor —repuso el general, y repitió la orden dada ya con todo detalle—: Que los húsares sean los últimos en cruzar el puente y lo quemen, y que inspeccionen los materiales inflamables otra vez.

—A la orden —dijo Nesvítski.

Llamó al cosaco que tenía su caballo, le hizo recoger el morral y la cantimplora y montó con agilidad.

—¡Visitaré a las monjas! —gritó a los oficiales, que sonreían, y se fue cuesta abajo por el sinuoso sendero de la montaña.

—Bien, capitán; veremos a dónde llega —dijo el general al capitán de artillería—. Diviértase y mate el tiempo.

—¡Artilleros, a las piezas! —ordenó el oficial.

En un momento, los servidores dejaron las fogatas, acudieron a sus puestos y cargaron el cañón.

—¡Número uno! —gritó el oficial.

La pieza número uno dio una sacudida. El disparo, ensordecedor y metálico, resonó. La granada silbó sobre las cabezas de los soldados rusos diseminados bajo la montaña. Cayó lejos del enemigo. Una humareda marcó el lugar de la explosión.

Los rostros de los soldados y oficiales parecieron contentos de oír aquello; todos se pusieron en pie para ver los movimientos de las tropas rusas. Se veían como si estuviesen en la palma de la mano, y también al enemigo que se acercaba. Entonces salió el sol entre las nubes y el sonido del cañonazo se fundió con el fulgor de la luz en un sentimiento de valor y gozo.

CAPÍTULO VII

Dos granadas enemigas habían sobrevolado el puente, que era presa del caos. El príncipe Nesvítski estaba de pie en la mitad del puente, contra el pretil. A ratos se volvía sonriente al cosaco que estaba detrás tirando de los dos caballos por la brida. Cuando el príncipe Nesvítski quería avanzar, los soldados y los carros empujaban su corpachón contra el pretil; pero no dejaba de sonreír.

—¡Ey, amigo! —dijo el cosaco a un soldado que conducía un furgón metiendo las ruedas y el tiro entre los soldados de infantería—. ¡Cómo eres! ¿No puedes esperar? ¿No ves que el general quiere pasar?

Pero el conductor del furgón hizo caso omiso al título de «general» y gritó a los soldados que no le permitían pasar:

—¡Eh, paisanos! ¡Poneos a la izquierda!

Pero los paisanos avanzaban hombro con hombro como una masa compacta en una confusión de bayonetas enredadas unas con otras. El príncipe Nesvítski miró desde el pretil las pequeñas, rápidas y tumultuosas aguas del Enns, que rodeaban los pilotes y regresaban adelantándose entre ellas. Pero al mirar hacia el puente veía soldados, parecidos entre sí, gorras, quepis, petates, bayonetas, fusiles y, bajo los quepis, rostros de mejillas hundidas y pómulos anchos con el agotamiento y la despreocupación pintados en ellos, y pies que caminaban sobre el lodo pegajoso acumulado sobre los tablones del puente. A veces destacaba un oficial con capa, de cara distinta a la de los otros, como una salpicadura de espuma. Las olas de la infantería se llevaban en ocasiones por el puente, como una astilla que gira en las aguas, a un húsar a pie, a un ordenanza o a un lugareño; a veces el carruaje de la compañía o de un oficial, abarrotado y tapado con pieles, cruzaba el puente rodeado de agua como un tronco rodeado por el río.

—Es como si se hubiese roto un dique —dijo el cosaco parándose—. ¿Quedáis muchos?

—Un millón menos uno —se burló un soldado con el capote roto.

Detrás venía otro soldado ya viejo.

—Si el enemigo se pone a disparar sobre el puente —se giró con aire sombrío a un compañero— no tendrás ni ganas de rascarte.

También este soldado viejo pasó. Otro venía detrás, en una carreta.

—¿Dónde has puesto las calzas? —preguntaba un asistente que iba tras la carreta y buscaba en las bolsas traseras. También ellos pasaron.

Le seguían unos soldados alegres, a todas luces ebrios.

—¡Qué golpe le dio en la boca con la culata! —se regocijaba un soldado con el capote muy subido agitando una mano.

—Parece que sabe lo rico que es el jamón —rio el otro.

Pasaron corriendo y Nesvítski no pudo saber a quién habían golpeado ni qué era eso del jamón.

—¡Qué prisa llevan! Han disparado balas de fogueo y creéis que os van a matar a todos —reprochaba un suboficial a sus hombres.

—Cuando la granada pasó silbando, abuelo, casi me muero —decía un joven soldado con su bocaza conteniendo apenas la risa—. Me asusté de vedad —parecía presumir de su propio miedo.

También él pasó. Detrás iba otro carro diferente de los demás. Era alemán; lo tiraban dos caballos y parecía transportar una casa entera. Detrás iba una vaca de ubres enormes. Dentro del carro, guiado por un alemán, sentadas sobre una colcha, iban una mujer con un niño de pecho, una anciana y una robusta muchacha alemana de cara colorada. Aquellos lugareños habían conseguido un permiso especial para pasar con las tropas. Los ojos de los soldados no se apartaban de las mujeres; mientras el carro avanzaba lentamente hacían comentarios sobre ellas.

En todos los rostros se dibujaba una sonrisa libertina por los pensamientos que provocaba la mujer.

—¡Mira! El boche también se marcha.

—¡Véndeme a la madre! —recalcó la última palabra un soldado al alemán lleno de ira y miedo, que caminaba a zancadas con los ojos en el suelo.

—¡Diablos! ¡Va bien vestida!

—Deberías alojarte en su casa, Fedótov.

—Ya he visto muchas, amigo.

—¿A dónde van? —preguntó un oficial de infantería, que mordisqueaba una manzana sin quitar ojo a la muchacha.

El alemán cerró los ojos para dar a entender que no comprendía.

—¿La quieres? ¡Toma! —dijo el oficial tendiendo la manzana a la joven. Ella sonrió y la recogió.

Nesvítski tampoco apartó los ojos de las mujeres mientras pasaban, como los demás; luego vinieron más soldados, con idénticas conversaciones, y poco después todo se paró. Como sucede a menudo, los caballos de un carro de compañía se habían puesto tozudos a la salida del puente y hubo que aguardar.

—¿Por qué se paran ahora? ¡Nadie lo ha ordenado! —gritaban los soldados—. ¿Por qué empujas? ¿No puedes esperar? Ya verás cuando quemen el puente. ¡Estáis aplastando a un oficial! —gritaban mirándose unos a otros y empujando todos hacia la salida.

Nesvítski se había girado para mirar el Enns cuando oyó algo nuevo, un ruido de algo voluminoso que se acercaba deprisa… y cayó al agua con un chapoteo.

—¡Mira adonde apuntan! —dijo un soldado volviéndose hacia el ruido.

—¡Nos animan para que pasemos antes! —se inquietó otro.

La multitud se puso en marcha. Nesvítski supo que era un disparo de cañón.

—¡Eh, cosaco! ¡El caballo! —gritó—. ¡Vosotros, fuera, paso!

Llegó con esfuerzo hasta su caballo y avanzó entre los soldados gritando. Estos se apretaban para dejarle paso, pero de nuevo lo empujaban; sintió dolor en una pierna; los más cercanos no eran los culpables, pues a ellos los apretujaban con más fuerza quienes venían detrás.

—¡Nesvítski! ¡Nesvítski! ¡Oye, cara fea! —gritaron a sus espaldas. Nesvítski se giró y vio a quince pasos entre la infantería a Vaska Denisov, el rostro encendido, el pelo revuelto, la gorra sobre la nuca y el dormán al hombro.

—¡Haz que esos demonios dejen pasar! —gritaba Denisov, colérico; sus ojos negros como el carbón brillaban; agitaba con su mano el sable envainado.

—¡Eh, Vaska! ¿Qué ocurre? —respondió con alegría Nesvítski.

—El escuadrón no puede pasar —vociferó Vaska Denisov mostrando sus blancos dientes y espoleando a su potro negro, Beduino, que agitaba las orejas y golpeaba con los cascos los tablones del puente, piafando y salpicando de espuma a quienes lo rodeaban, dispuesto a saltar el pretil si su dueño lo hubiese permitido.

—¿Qué es esto? ¡Parecen borregos! ¡Largo! ¡Paso! ¡Quieto ahí, maldito carro! ¡Voy a liarme a sablazos con todos! —gritaba Denisov, que desenvainó el sable y se puso a blandirlo sobre los soldados.

Asustados, estos se apiñaron aún más y Denisov pudo unirse a Nesvítski.

—¿No estás borracho hoy? —preguntó Nesvítski, ya cerca de Denisov.

—No te dan tiempo ni para beber —repuso Vaska Denisov—. El regimiento pasa el día de un lado a otro. Si hay que luchar, adelante; así ni el diablo sabe qué hacemos.

—¡Qué elegante vas hoy! —Nesvítski contempló el dormán de Denisov y los arreos de su caballo.

Denisov sonrió; sacó un pañuelo perfumado y lo acercó a la nariz de Nesvítski.

—¿Qué quieres que haga? Voy a combatir; ya ves que me he rasurado, me he cepillado los dientes y me he perfumado.

El soberbio aspecto de Nesvítski, acompañado de su cosaco, y la energía de Denisov, que gritaba y agitaba el sable, causaron efecto y pudieron llegar al pie del puente y detener la infantería. Nesvítski encontró allí al coronel a quien debía dar las órdenes; hecho esto, regresó.

Despejado el camino, Denisov se paró al pie del puente. Sujetó al potro que relinchaba, impaciente por acercarse a los suyos, y contempló el escuadrón que iba a su encuentro. El ruido de cascos resonó sobre los tablones del puente, como si algunos caballos galopasen, y el escuadrón se extendió sobre el puente y comenzó a salir con los oficiales abriendo la marcha y los hombres formados en filas de cuatro.

Los infantes, obligados a detenerse sobre el lodo de los tablones, miraban a los gallardos, limpios y elegantes húsares, que desfilaban con aire apuesto, con la antipatía, lejanía y burla frecuente cuando se encuentran distintos cuerpos armados.

—¡Qué elegantes van esos chicos! —comentaban—. Parecen que pasen revista.

—Para poco sirven. Los llevan solo para exhibirlos —decía otro.

—¡Eh, no levantéis polvo! —bromeó un húsar cuyo caballo salpicó de barro a un infante.

—¡Tendrías que hacer dos marchas con el petate al hombro! ¡Veríamos si presumías tanto! —replicó el soldado limpiándose el barro del rostro con la manga.

—¡Fijaos, no es un hombre, es un pájaro!

—¡Si montases, Zikin, estarías guapísimo! —bromeó un cabo con un soldado flaco y encorvado bajo el peso del petate.

—Ponte un palo entre las piernas y tendrás una montura —terció el húsar.

CAPÍTULO VIII

El resto de la infantería cruzó deprisa el puente formando un embudo en la entrada. Finalmente pasaron todos los carros, cesaron las estrecheces y el último batallón entró en el puente. Frente al enemigo, en el lado contrario, solo quedaban los húsares de Denisov. Desde la montaña de enfrente podía divisarse a los franceses, pero no desde el puente, pues el horizonte se limitaba a medio kilómetro de distancia por un cerro desde la quebrada por donde discurría el río. Delante había un espacio desierto donde pululaban patrullas de cosacos. De repente, en las alturas opuestas del camino, surgieron tropas con capote azul, y artillería. Eran los franceses. La patrulla bajó al trote. Por mucho que fingiesen distraerse charlando de cosas ajenas a lo que sucedía y mirando a otro lado, los oficiales y soldados del escuadrón de Denisov pensaban solo en lo que había en la colina y miraban continuamente las manchas que aparecían en el horizonte y que identificaban como tropas enemigas. A las doce el cielo se había despejado y el sol lucía sobre el Danubio y las oscuras montañas circundantes. Todo estaba tranquilo. Desde la otra montaña llegaba a ratos el clarín de las trompetas y los gritos del enemigo. Entre los franceses y el escuadrón solo había algunas patrullas aisladas. Mediaba un espacio vacío de unos seiscientos metros. El enemigo no disparaba y podía verse mejor la línea terrible, amenazadora, inclemente e imperceptible que separaba a dos ejércitos enemigos.

«Un paso tras esa línea, que recuerda la frontera entre los vivos y los muertos, y se cae en lo desconocido, el dolor y la muerte. ¿Qué hay allí, quién está tras ese campo, ese árbol, ese tejado alumbrado por el sol? Nadie lo sabe, pero querrían saberlo. Es terrible cruzar esa línea, pero querrían hacerlo. Nadie ignora que habrá que cruzarla en algún momento y saber qué hay más allá, en la otra parte de la frontera; igual que un día habrá que saber qué hay más allá, al otro lado de la muerte. Pese a todo uno se siente fuerte, sano, contento y emocionado, rodeado por otros que se sienten como él.» Si no lo piensa, al menos así siente cualquiera al ver al enemigo, y eso da un lustre especial y una alegre brusquedad a las impresiones de esos momentos.

Una nubecilla blanca ascendió del cerro enemigo y un proyectil silbó sobre las cabezas del escuadrón de húsares. Los oficiales se separaron para ir a sus puestos; los húsares alinearon los caballos. Todos callaron en el escuadrón. Todos miraban delante, al enemigo y al jefe del escuadrón en espera de órdenes. Sonaron un segundo y un tercer disparo. Sin duda tiraban sobre los húsares; pero los proyectiles silbaban sobre el escuadrón y caían a sus espaldas. Los húsares, de rostros semejantes y muy distintos, no se giraban, pero como si obedeciesen una orden, contenían el aliento con cada nuevo silbido del proyectil, se enderezaban sobre los estribos y se dejaban caer. Los soldados se miraban de reojo sin mover la cabeza, intrigados por el efecto en sus compañeros. En cada semblante, desde Denisov hasta el corneta, se podía observar un rasgo común junto a los labios y la barbilla: el espíritu de combate, la tensión nerviosa y la emoción. El suboficial de alojamiento arrugaba la frente mirando a los soldados, como si los amenazase con disciplinarlos. El cadete Mironov se inclinaba con cada proyectil. En el flanco izquierdo, Rostov, montado sobre Grachik, que mantenía su bella estampa pese a la fatiga, tenía el aspecto jubiloso de un escolar que va a examinarse ante un gran público y está seguro de que se lucirá. Miraba a todos con expresión clara y tranquila como si pidiese que vieran lo sereno que estaba en medio de los obuses. Pero pese a él mismo, en su boca se dibujaba un nuevo gesto de gravedad.

—¿Quién saluda por ahí? Así no, Mironov. ¡Mírame a mí! —gritó Denisov, que no podía permanecer en un punto y deambulaba a caballo delante del escuadrón.

Vaska Denisov, con su cabeza de cabello negro, su naricilla chata y su buen porte, empuñaba en la mano surcada de venas, entre sus dedos cortos y velludos, el sable desenvainado. Se mostraba tan altanero como siempre, sobre todo al atardecer, tras beberse un par de botellas. Estaba, un poco más rojo de lo habitual, y su cabeza se alzaba como la de las aves al beber. Picó espuelas en los ijares de su Beduino y, como si cayese hacia atrás, fue al otro flanco del escuadrón para gritar con voz rauca que los hombres revisasen las pistolas. Se acercó a Kirsten. El capitán segundo se acercó al paso sobre su yegua grande y pesada. Con su gran mostacho, Kirsten se mantenía serio y circunspecto como siempre, pero sus ojos brillaban más de lo usual.

—¿Qué pasa? —dijo a Denisov.

—No nos enfrentaremos. Verás como nos mandan volver.

—¡El diablo sabrá qué hacen! —gruñó Denisov—. ¡Hola, Rostov! —se giró al joven al ver lo alegre que estaba—. Por fin entras en combate.

Sonrió con gesto aprobatorio, sin duda feliz por ver alegre al cadete. Rostov se sintió contento. Entonces apareció sobre el puente un general. Denisov galopó hacia él.

—¡Excelencia! ¿Me permite que ataque? Los haré retroceder.

—¡Lo que nos faltaba es atacar! —dijo el general en tono aburrido y haciendo muecas como para espantar una mosca inoportuna—. ¿Qué hace aquí? ¿No ve que los flanqueadores se retiran? Retroceda con el escuadrón.

El escuadrón cruzó de nuevo el puente hasta quedar fuera del alcance de los proyectiles sin sufrir una sola baja. A continuación un segundo escuadrón en cadena pasó y salieron los últimos cosacos.

Tras cruzar el puente, dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado se encaminaron a la colina. El coronel Karl Bogdanich Schubert fue hasta el escuadrón de Denisov y puso su caballo al paso, no lejos de Rostov, a quien ni miró aunque se veían por primera vez tras la discusión a cuenta del robo de Telianin. Ahora Rostov, que en las filas se sentía bajo el poder de aquel hombre ante el cual se consideraba culpable, contemplaba su espalda atlética, su cabeza rubia y su cuello enrojecido. En ocasiones le parecía que el coronel Bogdanich fingía no verlo, pero que deseaba probar la valentía del cadete; entonces, se erguía orgulloso y miraba a su alrededor; a veces pensaba que Bogdanich se había acercado para mostrarle su propia bravura y que lanzaría un ataque solo para castigarlo a él; o que, tras el ataque, donde lo herirían, el coronel iría a estrecharle la mano como gesto de reconciliación.

Zherkov, cuya figura de hombros erguidos era conocida por los húsares, pues recientemente se había dado de baja, fue hacia el coronel. Al verse fuera del Estado Mayor quiso marcharse también del regimiento; decía que no era tan bobo como para pasar fatigas en el frente cuando en los Estados Mayores se obtenían más condecoraciones con menos trabajo; logró así que lo nombrasen oficial de órdenes del príncipe Bagration. Ahora se dirigía a su antiguo superior con una orden del jefe de la retaguardia.

—Mi coronel —dijo al enemigo de Rostov mirando a sus compañeros—, traigo la orden de detenernos e incendiar el puente.

—¿Quién manda? —preguntó el coronel en tono lúgubre.

—No sé, mi coronel —replicó Zherkov con seriedad—, pero el príncipe me dijo: «Di al coronel que los húsares se retiren y prendan fuego al puente».

Detrás de Zherkov, un oficial de escolta fue al coronel de húsares con la misma orden. Y el corpulento Nesvítski llegó galopando sobre un caballo cosaco que apenas podía con él.

—¿Qué sucede, mi coronel? —gritó antes de frenar—. Le dije que quemase el puente. Alguien ha confundido las órdenes. Arriba todos están locos y nadie se entiende.

El coronel detuvo al regimiento y se volvió a Nesvítski:

—Me habló de material inflamable —dijo—, pero no me ha dicho que incendiase el puente.

—Cómo, padrecito —dijo Nesvítski quitándose la gorra y alisándose el cabello sudoroso con la mano regordeta—, ¿no le dije que debíamos quemar el puente cuando estuviese el material inflamable?

—¡Yo no soy su «padrecito», señor oficial de Estado Mayor, y usted no me dijo nada de prender el puente! Conozco mis obligaciones y cumplo rigurosamente las órdenes que recibo. Usted dijo que «se prendería el puente», ¿quién debía hacerlo? Yo no soy Espíritu Santo para saberlo todo…

—Siempre igual —dijo Nesvítski encogiéndose de hombros y miró a Zherkov—: ¿Cómo estás aquí?

—Vine por lo mismo. Pero tú estás chorreando… Ven, que te escurra.

—Usted dijo, señor oficial… —siguió el coronel, ofendido.

—Mi coronel —terció el oficial de la escolta—, hay que apresurarse o el enemigo avanzará sus cañones con metralla.

El coronel miró en silencio al oficial de la escolta, al grueso oficial de Estado Mayor, a Zherkov y frunció el ceño.

—Incendiaré el puente —dijo solemnemente, como para expresar que, pese a los disgustos que le habían causado, haría lo necesario.

Espoleó entonces al caballo con sus piernas largas y musculosas, como el animal fuese culpable de todo, y fue a la cabeza del segundo escuadrón, donde servía Rostov al mando de Denisov, y dio orden de regresar al puente.

«Eso es —pensó Rostov—. Quiere probarme.»

Se le encogió el corazón y la sangre afluyó a su rostro. «Que vea si soy un cobarde o no.»

En los rostros animados de los soldados se redibujó la misma expresión grave de cuando estaban siendo cañoneados. Rostov miraba a su enemigo, el coronel, con el deseo de ver confirmadas en su semblante sus suposiciones. Pero el coronel no miró una sola vez a Rostov y, como siempre que estaba al frente de las tropas, se mostraba solemne.

—Deprisa —gritaron varias voces.

Los húsares echaron pie a tierra entre bridas y sables y ruido de espuelas, sin saber qué debían hacer; se persignaron. Rostov no miraba al coronel. Tenía miedo, su corazón latía por el temor de rezagarse. Le temblaba la mano cuando dio el caballo al caballerizo, y sintió cómo la sangre se le agolpaba en el corazón. Echado hacia atrás, Denisov pasó a caballo delante de él gritando. Rostov solo veía a los húsares correr por uno y otro lado, enganchándose con las espuelas entre ruido de sables.

—¡Una camilla! —gritó alguien detrás de él.

Rostov no pensó en lo que significaba aquello; corría para ser el primero en llegar. No miraba al suelo; cerca del puente tropezó y cayó de bruces en el lodo. Los demás continuaron.

—Por ambas partes, capitán —oyó al coronel, que avanzó hasta las inmediaciones del puente en su caballo, con expresión triunfante y alegre.

Rostov se limpió las manos en el pantalón, miró a su enemigo y quiso adelantarlo pensando que mejor sería así. Pero aunque Bogdanich no lo miraba, ni sabía quién era, gritó con cólera.

—¿Quién corre en medio del puente? ¡A la derecha, cadete! ¡Atrás! —Se giró a Denisov, que había entrado en el puente a caballo haciendo una demostración de valor.

—¿A qué viene esa ligereza, capitán? ¡Mejor haría en desmontar!

—¡Bah! ¡Siempre hallará un culpable! —repuso Vaska Denisov volviéndose sobre la silla.

Nesvítski, Zherkov y el oficial de escolta estaban juntos, fuera del alcance de los proyectiles, y miraban al grupito de hombres con quepis amarillos, dormanes verdes bordados y pantalones de montar azules que se afanaban al pie del puente como si fuesen hacia los capotes azules que se acercaban desde lejos y a los que llevaban caballos y cañones fácilmente reconocibles.

«¿Prenderán el puente? ¿Quién llegará primero? ¿Lo quemarán antes de que los franceses los tengan a tiro de cañón y los masacren?» Eso se preguntaban los pocos soldados que a la luz de la tarde contemplaban horrorizados el puente hacia el cual avanzaban los capotes azules desde el otro lado con sus bayonetas y sus cañones.

—¡Ay, mal lo pasarán los húsares! —dijo Nesvítski—, están a tiro de metralla.

—No debió mandar a tantos —repuso el oficial de escolta.

—Cierto —observó Nesvítski, —bastaba con dos valientes…

—¡Excelencia! —habló Zherkov, sin dejar de mirar a los húsares, siempre su gesto ingenuo que impedía saber si bromeaba o no—. ¡Excelencia! ¿Qué dice? ¿Enviar dos soldados? ¿Quién nos daría entonces la cruz de San Vladimir? Aunque los diezmen, podrán proponer a todo el escuadrón para una recompensa. Incluso nosotros podríamos obtener una banda. Bogdanich sabe lo que se hace.

—¡Van a disparar con metralla! —exclamó el oficial de escolta señalando los cañones franceses que estaban siendo colocados en posición de disparo.

En el campo enemigo surgió un penacho de humo donde se hallaban los cañones, luego otro y un tercero; cuando se oía el estampido del primer disparo surgió el cuarto. Dos estampidos seguidos y un tercero.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Nesvítski como si sintiera un dolor agudo y presionó el brazo del oficial de escolta—. ¡Mire, ha caído uno!

—Creo que son dos.

—¡Si fuese rey jamás haría la guerra! —dijo Nesvítski volviéndose de espaldas.

Los franceses cargaron rápidamente los cañones; la infantería de los capotes azules corrió al puente. Una vez más con intervalos distintos de tiempo surgió el humo y la metralla golpeó el puente. Nesvítski no pudo ver ahora lo que sucedía abajo por culpa de una densa humareda. Los húsares habían incendiado el puente y las baterías francesas no disparaban para impedirlo, sino porque los cañones estaban colocados y había un blanco.

Los franceses dispararon tres salvas de metralla antes de que los húsares montasen de nuevo. Dos de ellas no acertaron, pero la tercera y última cayó entre los húsares y causó tres bajas.

Preocupado por lo que pudiese pensar Bogdanich, Rostov se detuvo en el puente sin saber qué hacer. No había nadie a quien herir con el sable, como había imaginado siempre al pensar en el combate, ni podía ayudar al incendio, pues no llevaba un haz de paja como los otros soldados. Estaba en pie y miraba a su alrededor cuando le llegó un ruido como de nueces al caer y el húsar más próximo cayó gimiendo sobre el pretil. Rostov y otros corrieron hacia él. Alguien gritó: «¡La camilla!». Cuatro hombres recogieron al húsar caído y se lo llevaron.

—¡Oh, oh! ¡Dejadme! ¡En nombre de Cristo, dejadme! —gimió el herido, pero ya lo habían acostado en la camilla.

Nikolái Rostov se giró como buscando algo y miró las aguas del Danubio, el cielo y el sol. ¡Qué bello era el cielo azul, tan tranquilo y profundo! ¡Qué brillo y regio era el sol crepuscular! ¡Qué tersa y cristalina titilaba el agua del Danubio! Las montañas azuladas eran más hermosas incluso tras el río, el monasterio y las misteriosas gargantas, los pinares envueltos en niebla hasta la copa… Todo era paz y felicidad… «No desearía nada si estuviese allí —pensó Rostov—. Dentro de mí y en ese sol hay tanta dicha y aquí… gemidos, sufrimiento, temor, vacilación, prisas… Gritan algo otra vez y todos regresan corriendo… y yo corro como ellos y ella… la muerte está cercana, rodeándome… Un poco más y no veré más este sol, esas aguas, esas gargantas…»

El sol comenzó a ocultarse tras las nubes, aparecieron otras camillas. El miedo a la muerte y a las camillas y el amor al sol y a la vida se mezclaron en una perturbadora impresión de inquietud.

«Oh, Dios mío, Señor que estás en ese cielo, sálvame, perdóname y protégeme», musitó Rostov.

Los húsares corrieron a los caballos; las voces se hicieron más fuertes y serenas; las camillas desaparecieron.

—¿Qué tal, hermano? ¿Has olido la pólvora? —gritó Denisov, muy cerca de él.

«Todo ha terminado y soy un cobarde; sí, un cobarde», pensó Rostov. Tras un hondo suspiro recibió de su asistente el caballo y montó.

—¿Qué era eso? ¿Metralla? —preguntó a Denisov.

—¡De la buena! —gritó Denisov—. ¡Han trabajado bien! Y eso que la cosa no era agradable. El ataque en campo abierto es cosa seria; descarga el sable cuanto quieras; pero aquí te disparan como en el tiro al blanco.

Denisov se alejó hacia el grupo del coronel, Nesvítski, Zherkov y el oficial de escolta.

«Parece que nadie lo ha visto…», pensó Rostov.

Efectivamente nadie lo había visto porque todos sabían lo que sentía un cadete novato al entrar en su primer combate.

—El parte será bueno —comentó Zherkov—. A lo mejor gano un ascenso.

—Informe al príncipe que fui yo quien quemó el puente —dijo el coronel en tono solemne y festivo.

—¿Y si pregunta por las bajas?

—¡Poca cosa! —replicó el coronel con voz baja—; dos heridos y un muerto en la misión —añadió alegremente sonriendo al pronunciar la misión.

CAPÍTULO IX

Perseguido por un ejército francés de cien mil hombres a las órdenes de Bonaparte, en un país hostil, sin confianza en sus aliados, sin vituallas, obligado a obrar fuera de lo previsto para la guerra, el ejército de treinta mil rusos bajo el mando de Kutúzov se retiraba rápidamente por las orillas del Danubio. Se detenía cuando lo alcanzaba el enemigo y se defendía con refriegas de retaguardia lo necesario para no perder los equipos. Habían chocado en Lambach, Amstetten y Mölk; pese al valor y la firmeza de los rusos, cosa reconocida por el enemigo, el resultado era una retirada cada vez más acelerada. Las tropas austríacas huidas de la rendición de Ulm y unidas a Kutúzov en Braunau se habían separado del ejército ruso. Kutúzov solo contaba con sus fuerzas ya agotadas. Era imposible pensar en defender Viena. En lugar de una guerra ofensiva según las leyes de la nueva ciencia —la estrategia— cuyo plan había presentado el Consejo Superior de Guerra austríaco a Kutúzov mientras estuvo en Viena, el único objetivo, casi inalcanzable, consistía en no perder su ejército, como Mack en Ulm, y reunirse con las tropas procedentes de Rusia.

El 28 de octubre Kutúzov cruzó con su ejército a la margen izquierda del Danubio y se detuvo por primera vez, separado de las principales fuerzas francesas por el río. El día 30 atacó y deshizo la división de Mortier, que estaba en la misma orilla. Capturaron los primeros trofeos: banderas, cañones y dos generales enemigos. Por primera vez, tras dos semanas de retirada, el ejército ruso se detuvo y conservó el campo de batalla expulsando a los franceses. Aunque las tropas estuvieran mal equipadas, debilitadas y reducidas a un tercio por los rezagados, heridos, enfermos y muertos; aunque los enfermos y heridos hubiesen quedado en la otra orilla del Danubio con una carta de Kutúzov apelando a los sentimientos humanitarios del enemigo, y aunque los grandes hospitales y las casas de Krems, ahora dispensarios, no pudiesen acoger tantos heridos y enfermos, aun así la parada en Krems y la victoria sobre Mortier levantaron mucho la moral de la tropa. Corrían rumores tan alegres como infundados por todo el ejército y en el Cuartel General sobre la llegada de refuerzos rusos, sobre una victoria de los austríacos y la retirada de un asustado Bonaparte.

El príncipe Andréi estuvo junto al general austríaco Schmidt, muerto en acción, durante el combate. Su caballo había sido herido y una bala le arañó el brazo a él. El general en jefe lo encargó entonces de llevar la noticia de la victoria a la corte austriaca, que se hallaba en Brünn y no en Viena por la amenaza francesa. El príncipe Andréi había llegado la noche del combate, emocionado aunque no cansado, pues pese a su constitución en apariencia débil resistía la fatiga física mejor que los más fuertes. Llevaba el informe de Dojtúrov para Kutúzov, que estaba en Krems, y esa noche lo envió como correo extraordinario a Brünn. La misión, junto con las condecoraciones, era un gran paso para ascender.

La noche era oscura y despejada. El camino era como una cinta negra entre la nieve caída la víspera de la batalla. Subido en un coche de postas, el príncipe pensaba en el combate, en la impresión que causaría la noticia de la victoria, y rememoraba la despedida del general en jefe y sus compañeros. Albergaba los sentimientos de quien tras una larga espera alcanza la ansiada dicha. Apenas cerraba los ojos, resonaban en sus oídos los fusiles y los cañones mezclados con el chirrido de ruedas y los gritos de victoria. Imaginaba también a los rusos huyendo y a sí mismo a punto de morir. Pero despertaba feliz, como si se percatase nuevamente de que las cosas no fueron así, que los franceses habían huido. Repasaba los detalles de la victoria, su valor durante el combate, y volvía a dormirse tranquilo…

A la noche oscura le siguió una mañana clara y alegre; el sol fundía la nieve; los caballos galopaban veloces y a diestra y siniestra pasaban nuevos bosques, aldeas y campos.

En una estación alcanzó a un convoy de heridos rusos. El oficial que lo dirigía gritaba e insultaba del modo más grosero a un soldado desde el carro donde estaba. Cada una de los carretones alemanes, que traqueteaban por el camino pedregoso, llevaba seis heridos, pálidos, sucios y mal vendados. Algunos hablaban y otros comían pan; los más graves contemplaban con paciencia el correo que galopaba junto a ellos.

El príncipe Andréi ordenó parar y preguntó a uno de los soldados en qué acción habían sido heridos.

«Anteayer, sobre el Danubio», respondió el soldado. El príncipe Andréi sacó su bolso y le entregó tres monedas de oro.

—Para todos —dijo al oficial que se le acercó—. ¡Curaos, muchachos, que aún queda mucho! —gritó a los soldados.

—Señor edecán, ¿qué noticias hay? —preguntó el oficial, deseoso de trabar conversación.

—¡Buenas! ¡Vamos! —gritó al postillón.

Había anochecido cuando el príncipe Andréi entró en Brünn y quedó rodeado de altas casas, luces de comercios, de ventanas de las casas y los faroles de carrozas elegantes que recorrían las calles, y de esa atmósfera de gran ciudad que siempre es tan agradable para el militar tras la vida castrense. Pese al rápido viaje y a la noche casi sin dormir, el príncipe Andréi se sentía más animado que la víspera a medida que se acercaba al palacio; sus ojos brillaban febriles y sus pensamientos se agolpaban con rapidez y claridad. Recordaba los pormenores de la batalla con precisión en la narración que hacía mentalmente ya ante el emperador Francisco. Preveía las preguntas y las respuestas. Suponía que lo llevarían de inmediato ante el Emperador. Pero junto a la gran puerta principal del palacio se le acercó un funcionario, que lo condujo a otra puerta al saber que era un correo.

—Siga el pasillo por la derecha, Euer Hochgeboren!; encontrará al edecán de guardia del emperador —le dijo—. Él lo llevará ante el ministro de la guerra.

El edecán de guardia rogó al príncipe Andréi que aguardase y fue a informar al ministro. Regresó a los cinco minutos e, inclinándose con gran cortesía ante el príncipe Andréi, le cedió el paso y lo acompañó por el pasillo hasta el despacho del ministro. El ayudante parecía evitar cualquier intento de familiaridad de su colega ruso. La alegre sensación del príncipe Andréi había disminuido mucho al acercarse a la puerta del despacho. Se sentía enojado y su estado de ánimo cambió por un sentimiento de injustificado desdén sin que él mismo se percatase. Su agudeza le brindó de inmediato motivos que parecían autorizarlo a despreciar al edecán y al ministro. «Debe parecerles sencilla una victoria sin haber olido la pólvora», pensó. Entornó los ojos con desdén y entró con meditada lentitud en el despacho. Esos sentimientos aumentaron en presencia del ministro, sentado ante un escritorio, que no se dignó prestarle atención durante un rato. El ministro, calvo y con sienes grises, leía entre dos velas unos papeles y a veces subrayaba con un lápiz. Acabó la lectura sin levantar la cabeza cuando se abrió una puerta y un rumor de pasos se acercó.

—Tome esto y que llegue a su destino —dijo a su ayudante haciendo caso omiso del correo.

El príncipe Andréi advirtió que al ministro los actos del ejército de Kutúzov eran los que menos le interesaban de todo lo que le ocupaba, o que era necesario hacérselo entender al correo ruso. «Pero eso a mí me importa un bledo», se dijo. El ministro ordenó los demás papeles, y entonces levantó la cabeza. Su rostro era enérgico e inteligente, pero al girarse al príncipe Andréi esa expresión enérgica e inteligente se tornó voluntariamente, como por costumbre; en su semblante se dibujó esa sonrisa convencional y boba, falsa a todas luces, de quien recibe un sinnúmero de solicitantes.

—¿Del mariscal Kutúzov? —preguntó—. Supongo que buenas noticias, ¿no? ¿Ha habido algún encuentro con Mortier? ¿Victoria? ¡Por fin! Tomó el mensaje dirigido a su nombre y lo leyó con expresión triste.

—¡Dios mío! ¡Schmidt! —dijo en alemán—. ¡Qué desgracia!

Tras leer rápidamente el mensaje, lo dejó sobre el escritorio y miró al príncipe Andréi mientras ordenaba sus ideas según parecía.

—¡Qué desgracia! ¿Dice que la acción es decisiva? Pero Mortier no ha sido hecho prisionero.

Se detuvo a pensar.

—Estoy muy contento de que traiga buenas noticias, aunque la victoria se lograse al precio de la muerte de Schmidt. Su Majestad deseará verlo, pero no hoy… Gracias, vaya a descansar. Esté presente mañana al paso de Su Majestad, tras el desfile. De todos modos, le avisaré.

La sonrisa boba, ausente durante sus palabras, regresó.

—Au revoir! Le estoy muy agradecido. Seguramente el emperador querrá verlo —repitió con una inclinación de cabeza.

Al salir del palacio el príncipe Andréi sintió que desaparecían todo el interés y la alegría de la victoria; los había dejado en las manos indiferentes del ministro y de su ayudante. Sus ideas habían cambiado de pronto y la batalla era solo un recuerdo lejano y remoto.

CAPÍTULO X

El príncipe Andréi se alojó en casa de un conocido en Brünn, el diplomático ruso Bilibin.

—¡Mi querido príncipe! No podría desear mejor huésped —dijo este saliendo a su encuentro—. Franz, lleva el equipaje del príncipe a mi habitación —ordenó al criado que iba con Bolkonsky—. ¿Viene de mensajero de la victoria, eh? Magnífico. Pues ya ve que yo estoy enfermo.

Ya aseado y con otro traje, el príncipe Andréi entró en el suntuoso despacho del diplomático y se sentó ante la cena. Bilibin ocupó un lugar ante la chimenea.

Privado tras el viaje y después de la campaña de toda comodidad e higiene, el príncipe Andréi experimentó una agradable sensación de bienestar en aquel lujo al que estaba acostumbrado desde niño; tras la acogida de los austríacos, le agradaba charlar un rato, aunque no fuese en ruso porque hablaban en francés, con un compatriota que según se figuraba compartía la antipatía general de los rusos hacia los austríacos, sentimiento más acentuado que nunca en el príncipe.

Bilibin era soltero, de treinta y cinco años, educado en los círculos del príncipe Andréi. Se conocían de San Petersburgo, pero sus relaciones se habían estrechado desde la última estancia del príncipe en Viena, cuando fue allí con Kutúzov. Al igual que el príncipe era un joven con una prometedora carrera en el ejército, la de Bilibin en la diplomacia parecía incluso más prometedora. Era joven pero no bisoño, pues a los dieciséis años había ingresado en la carrera tras estar en París, luego en Copenhague y finalmente en Viena, donde ocupaba un cargo importante. El canciller y el embajador ruso en Viena lo conocían y valoraban. No pertenecía a ese grupo de diplomáticos que para ser considerados muy buenos solo deben poseer cualidades negativas: no realizar ciertos actos y hablar en francés. Era de esos a quienes gusta su profesión y saben trabajar; pese a su molicie, a veces pasaba noches en vela ante el escritorio; y siempre hacía satisfactoriamente cualquier trabajo. No le importaba el «para qué», sino el «cómo». Le daba igual saber de qué se trataba, pero experimentar un genuino placer en la elegante y cuidada redacción de una circular, un memorando o un informe. Además de su buena pluma, Bilibin tenía un arte especial para comportarse y hablar en las altas esferas.

Le conversación le gustaba tanto como el trabajo, pero solo si podía ser elegante e ingeniosa. En sociedad siempre aguardaba el momento de decir algo importante, y solo hablaba para eso. La conversación de Bilibin siempre contenía frases ingeniosas y originales, bien construidas y de interés general. Eran frases portátiles de su cosecha que las gentes de segunda fila podían recordar fácilmente y llevarlas de un salón a otro. Y realmente, las palabras de Bilibin se llevaban a los salones de Viena e influían con frecuencia en asuntos importantes.

Su rostro delgado, bilioso y agotado, lleno de arrugas, recordaba las yemas de los dedos después del baño prolongado. Los movimientos de esas arrugas eran el juego principal de su fisonomía. Se le formaban en la frente al arquear las cejas; se agrupaban abajo, en las mejillas, cuando no las arqueaba. Sus ojillos hundidos miraban siempre con sinceridad y alegría.

—Bueno; ahora cuente nuestras hazañas.

Bolkonsky, con modestia y sin aludir a sí mismo, narró el combate y la acogida del ministro.

—Me recibieron con mis noticias como a un toro en una tienda de loza —terminó.

Bilibin sonrió con ironía relajando sus arrugas.

—Cependant, mon cher, malgré la haute estime que je professe pour l’armée russe «orthodoxe», j’avoue que votre victoire n’est pas des plus victorieuses —dijo mirándose las uñas y arrugando la piel bajo el ojo izquierdo. Continuó en francés, diciendo en ruso solo las palabras a las que quería dar un matiz despectivo—. Así que todo el ejército ataca a ese infeliz de Mortier, que solo tenía una división, y Mortier se les escapa de las manos. ¿Dónde está la victoria?

—En serio —replicó el príncipe Andréi—, y sin presumir, podemos asegurar que es algo mejor que lo de Ulm…

—¿Por qué no han hecho prisionero a un mariscal, al menos a uno?

—Porque no todo sale como se prevé y las cosas no son en el campo como en un desfile. Como decía, esperábamos ocupar la retaguardia enemiga a las siete de la mañana y no llegamos ni a las cinco de la tarde.

—¿Y por qué no llegaron a las siete? Su obligación era ser puntuales —sonrió Bilibin—. Había que llegar a esa hora.

—¿Y por qué no sugirió a Bonaparte por vía diplomática que dejase Génova? —preguntó el príncipe Andréi en el mismo tono.

—Lo sé —terció Bilibin—; usted cree que es fácil capturar mariscales desde un diván al amor del fuego. Cierto; pero, ¿por qué no lo apresaron? No se sorprenda de que el ministro de la guerra y el venerable emperador y rey Francisco no están felices por su victoria; ni siquiera yo, un pobre secretario de la embajada rusa, experimento alegría alguna…

Miró fijamente al príncipe Andréi y relajó la frente.

—Ahora, mon cher, llega el turno de los «porqués» —dijo Bolkonsky—. Confieso que no comprendo; tal vez existan sutilezas diplomáticas que escapan a mi pobre intelecto, pero no comprendo. Mack pierde todo un ejército, los archiduques Fernando y Carlos no dan señales de vida y cometen errores; solo Kutúzov logra una victoria real, rompe el encanto de los franceses y al ministro no le interesan los detalles.

—Por eso, querido amigo. Vea querido. ¡Hurra por el zar, por Rusia, y por la fe! Todo eso está muy bien, pero ¿qué puede importarle a la corte austríaca la noticia de vuestras victorias? Si hubiese traído una buena noticia sobre la victoria de los archiduques Fernando o Carlos, Un archiduque vale lo mismo que otro sobre una compañía de bomberos de Bonaparte, sería distinto; entonces dispararían los cañones. Pero sus noticias parecen traídas para irritarlos. El archiduque Carlos no hace nada; Fernando se cubre de ignominia. Ustedes abandonan Viena sin defenderla, Como si nos dijesen: Dios está con nosotros y allá él con vosotros, con vuestra capital. Llevan a la muerte a Schmidt, un general a quien todos queríamos aquí, y vienen a felicitarnos por la victoria… Reconozca que no se puede traer nada más irritante que la noticia que trajo usted. Parece hecho adrede, parece hecho adrede. Por otra parte, aunque la victoria hubiese sido realmente brillante, o si el vencedor fuese el propio archiduque Carlos, ¿en qué cambiaría el curso de las cosas? Ya es tarde cuando Viena está ocupada por las tropas francesas.

—¿Viena ocupada?

—No solo ocupada. Bonaparte está en Schönbrünn, y nuestro querido conde Wrbna va allí a recibir órdenes.

Tras el cansancio y las impresiones del viaje, la acogida austríaca y tras la cena, Bolkonsky veía su incapacidad para comprender el alcance de aquellas palabras. Bilibin continuó:

—Esta mañana vino el conde Lichtenfels con una carta que recoge los detalles del desfile de los franceses en Viena. Le prince Murat et tout le tremblement… Ya ve que su victoria no es algo agradable y que no pueden recibirlo como a un salvador…

—En realidad, me da todo igual —dijo el príncipe Andréi viendo que la victoria de Krems no era nada comparada con sucesos tan graves como la ocupación de la capital austriaca por los franceses—. ¿Cómo ha caído Viena? ¿Y el puente? ¿Y la famosa tête de pont y el príncipe Auersperg? Se rumoreaba que el príncipe Auersperg defendía Viena.

—El príncipe está en esta margen del río y sigue defendiéndonos; creo que lo hace muy mal, pero nos defiende. Viena está enfrente. El puente aún no ha caído y espero que no lo haga porque está minado y ordenó que lo vuelen; de lo contrario, estaríamos en las montañas de Bohemia hace tiempo y usted y su ejército se las verían negras entre dos fuegos.

—Pero eso no quiere decir que la campaña haya terminado —dijo el príncipe Andréi.

—Pues yo creo que sí. Y lo mismo piensan personas importantes de aquí, aunque no osen decirlo. Ocurrirá lo que predije desde el principio: que esto no se dirimirá por su échauffourée de Dürrenstein ni con pólvora, sino por quienes la inventaron —Bilibin repitió uno de sus mots alisando el entrecejo—. Ahora hay que saber qué saldrá de la entrevista de Berlín entre el emperador Alejandro y el rey de Prusia. Si Prusia entra en la alianza, se obligará a Austria y habrá guerra; en caso contrario, la cosa será acordar dónde se redactan los preliminares de un nuevo Campo Formio.

—¡Es un genio extraordinario! —exclamó el príncipe Andréi descargando el puño sobre la mesa—. ¡Y qué suerte tiene!

—¿Buonaparte? —Bilibin arrugó el ceño dejando presentir uno de sus mots—. ¿Buonaparte? —marcó la «u»—. Me parece que il faut lui faire grâce de l’u, ahora que dicta leyes a Austria desde Schönbrünn. Estoy dispuesto a llamarlo Bonaparte sin más.

—Bromas aparte —dijo el príncipe Andréi—. ¿Cree que la campaña ha terminado?

—Le diré lo que pienso. Austria se cree burlada y se vengará porque no está acostumbrada. Y quedó burlada porque las provincias están arruinadas, se dice que el ejército ortodoxo ruso es terrible con los saqueos. El ejército está destrozado y la capital ocupada; y todo pour les beaux yeux de Su Majestad el rey de Cerdeña. Por eso, entre nous, mon cher, creo que nos están engañando; creo que hay relaciones con Francia y proyectos de una paz secreta, al margen de Rusia.

—¡Imposible! Sería una bajeza —exclamó el príncipe Andréi.

—Lo verá quien viva —Bilibin relajó las arrugas de su frente para indicar que daba por concluida la conversación.

Cuando el príncipe Andréi estuvo en la alcoba preparada para él con una cama con sábanas nuevas y limpias, se acostó sobre un colchón de plumas y puso la cabeza en la almohada tibia y perfumada, sintió cada vez más lejos la sensación de la batalla cuyas noticias había traído a Brünn. Le preocupaba la alianza prusiana, la traición austriaca, el nuevo triunfo de Bonaparte, el desfile y la audiencia que le concedería el emperador Francisco al día siguiente.

Cerró los ojos cuando resonaron en sus oídos los cañonazos, los fusiles y el ruido de ruedas; veía de nuevo a los fusileros ladera abajo mientras los franceses disparaban; el príncipe Andréi sintió que su corazón se desbocaba, iba a la primera línea junto al general Schmidt y las balas silbaban en torno a él; experimentaba una intensa dicha por vivir como no recordaba desde su niñez.

Se despertó.

—Sí… Ha sido eso… —dijo contento y sonriendo como un niño para caer de nuevo en un sueño profundo y juvenil.

CAPÍTULO XI

Al día siguiente se despertó tarde y, al ponerse a reordenar sus impresiones de la víspera, se acordó de que debía presentarse al emperador Francisco. Pensó en el ministro, en el amable edecán austríaco, en Bilibin y la conversación de la noche anterior. Se puso el uniforme de gran gala, que no llevaba hace tiempo, para ir a palacio. Fresco, animado y arreglado, con una mano vendada, fue al despacho de Bilibin, donde había cuatro caballeros del cuerpo diplomático. Bolkonsky ya conocía al príncipe Hipólito Kuraguin, secretario de la embajada. Bilibin le presentó a los demás.

Los diplomáticos, jóvenes mundanos, ricos y alegres, formaban en Viena y en Brünn un círculo aparte al que Bilibin, que los encabezaba, llamaba los nuestros, les nôtres. Este círculo casi exclusivamente compuesto por diplomáticos no tenía interés alguno por la guerra o la política, sino por las personas de la alta sociedad, por las relaciones femeninas y el papeleo. Recibieron en su círculo al príncipe Andréi como suyo con gran amabilidad, un honor que no solían hacer. Le preguntaron por educación y para trabar conversación sobre el ejército y la batalla, pero enseguida comenzaron a bromear y a chismorrear sin orden ni concierto.

—Lo mejor de todo —se refirió uno al fracaso de un colega diplomático— es que el canciller le dijo sin rodeos que su nombramiento para Londres era un ascenso y que así debía verlo él. ¡Imaginaos la cara que puso!

—Pero hay algo peor; voy a revelar el secreto de Kuraguin. ¡Su compañero cae en desgracia y este terrible Don Juan lo aprovecha!

El príncipe Hipólito se había arrellanado en una butaca, las piernas cruzadas sobre el brazo.

—Hábleme de eso —rio.

—¡Oh, Don Juan! ¡Víbora! —exclamaron algunos.

—No sabe, Bolkonsky —dijo Bilibin al príncipe Andréi—, que los horrores del ejército francés, casi propios del ruso, son una minucia si se comparan con lo que este hombre hace entre las mujeres.

—La femme est la compagne de l’homme —comentó el príncipe Hipólito mirándose las piernas, que colgaban del brazo de la butaca.

Bilibin y los otros estallaron en una carcajada mirando a Hipólito. El príncipe Andréi vio que aquel Hipólito, de quien casi había sentido celos por mucho que le diese envidia, era solo el bufón del grupo.

—Debo hacerle los honores de Kuraguin —dijo Bilibin en voz baja a Bolkonsky—. Es delicioso cuando habla de política. ¡Es tan serio!

Se sentó junto a Hipólito y se puso a charlar de política con él. El príncipe Andréi y los demás los rodearon.

—El gabinete de Berlín no puede expresar un sentimiento de alianza —comenzó Hipólito mirando a todos con aire importante— sin expresar… como en su última nota… comprenden… comprenden… y si Su Majestad el emperador no saca al príncipe de nuestra alianza… Escuchen, no he terminado —dijo al príncipe Andréi asiéndolo del brazo—. Supongo que la intervención será más fuerte que la no intervención —calló—. Y… y no se podrá atribuir en definitiva a no haber recibido nuestro despacho del 28 de octubre. Así terminará eso —Soltó el brazo de Bolkonsky para indicar que había dicho todo.

—Demóstenes, te reconozco por el guijarro que te has guardado en ese pico de oro —dijo Bilibin y hasta sus cabellos se movieron de placer.

Todos rieron, Hipólito el que más. Se ahogaba de risa sin poder controlar la hilaridad que relajaba su rostro siempre inmóvil.

—Señores —dijo Bilibin—, Bolkonsky es mi huésped y quiero brindarle todas las distracciones posibles de la vida local de Brünn. En Viena habría sido fácil, pero aquí, En este cochambroso agujero moravo es más complicado y debo pedirles ayuda a todos. Hay que hacerle los honores de Brünn. Ustedes se encargarán del teatro, yo de la sociedad y usted, Hipólito, de las mujeres.

—Hay que presentarle a Amélie. ¡Es encantadora! —dijo uno besándose las puntas de los dedos.

—En general —comentó Bilibin—, hay que imbuir a este sanguinario soldado de ideas más humanas.

—No sé si podré disfrutar de su hospitalidad; ahora debo irme. —Bolkonsky miró su reloj.

—¿Adónde?

—A ver al Emperador.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

—Au revoir, Bolkonsky. Hasta la vista, príncipe. Venga pronto a comer. Nos encargaremos de usted —se despidieron los otros.

—Cuando hable con el Emperador alabe cuanto pueda el abastecimiento y el servicio de carreteras —dijo Bilibin mientras acompañaba a Bolkonsky.

—Eso quisiera, pero no creo que pueda —sonrió Bolkonsky.

—Cuanto más hable, mejor. El emperador adora las audiencias, pero no le gusta hablar; ya verá que tampoco sabe.

CAPÍTULO XII

En el malecón, el emperador Francisco miró fijamente al príncipe Andréi, que se hallaba en el lugar indicado a la salida de palacio, entre un grupo de oficiales austríacos, y lo saludó inclinando su alargada cabeza. El edecán de la víspera comunicó entonces a Bolkonsky que el Emperador deseaba concederle una audiencia. El emperador lo recibió de pie, en medio de la sala. Antes de iniciar conversación, al príncipe Andréi le sorprendió ver que el emperador parecía aturdido y no sabía qué decir; su rostro estaba encendido.

—Dígame, ¿cuándo empezó la batalla? —preguntó rápidamente.

El príncipe Andréi respondió. A la primera pregunta siguieron otras igualmente superficiales. «¿Está bien Kutúzov? ¿Cuándo salió de Krems?», etcétera. El emperador hablaba como si solo quisiera hacer una serie de preguntas cuyas respuestas, como era obvio, no le interesaban.

—¿A qué hora comenzó el combate? —preguntó de nuevo.

—No podría decirlo, majestad, pero en Dürrenstein, donde yo estaba, el ataque se inició a las seis de la tarde —Bolkonsky se animó creyendo que podría describir cuanto sabía y había visto de una forma verídica. Pero el Emperador lo cortó con una sonrisa.

—¿Cuántas millas?

—¿Desde dónde a donde, majestad?

—De Dürrenstein a Krems.

—Tres millas y media, majestad.

—¿Dejaron los franceses la margen izquierda?

—Según los exploradores, los últimos cruzaron el río en balsas la pasada noche.

—¿Hay suficiente forraje en Krems?

—No trajeron suficiente… El emperador lo cortó:

—¿A qué hora murió el general Schmidt?

—Creo que a las siete.

—¿A las siete? Es muy triste, muy triste…

El emperador dio las gracias y saludó. El príncipe Andréi salió y de inmediato fue rodeado por cortesanos. Todos lo miraban con ojos cariñosos y le hablaban con palabras afables. El edecán de la víspera le reprochó que no se hubiese alojado en palacio y le brindó su propia casa. El ministro de la guerra lo felicitó. El emperador le había concedido la orden de María Teresa de tercer grado. El chambelán de la emperatriz le dijo que también ella deseaba verlo, como la archiduquesa. Bolkonsky no sabía a quién responder y se detuvo unos instantes para orientarse. El embajador ruso lo llevó del brazo a una ventana para charlar con él.

Al contrario de lo dicho por Bilibin, las noticias fueron acogidas con alegría. Habían ordenado la celebración de un tedeum. A Kutúzov le concedieron la gran cruz de María Teresa, y había distinciones para todo el ejército. Bolkonsky recibió varias invitaciones y hubo de ver durante toda la mañana a los altos dignatarios austríacos. Pasadas las cuatro, terminadas las visitas, regresó a casa de Bilibin meditando de camino sobre la carta que escribiría a su padre sobre la batalla y su viaje a Brünn. Junto al portal de la casa de Bilibin había un carruaje medio lleno de objetos; Franz, el criado de Bilibin, apareció arrastrando trabajosamente una maleta. Antes de ir a casa de Bilibin, el príncipe Andréi había entrado en una librería para comprar libros que leer en campaña, y se había entretenido allí demasiado.

—¿Qué pasa? —preguntó Bolkonsky.

—Ach, Erlaucht —repuso Franz subiendo con dificultad la maleta.

—Wir ziehen noch weiter. Der Bösewich ist schön wieder hinter uns her!

—¿Eh? ¿Qué dices? —preguntó el príncipe Andréi.

Bilibin salió. Su rostro, habitualmente tranquilo, parecía alterado.

—No, no, reconozca que es encantadora esa historia del puente de Tábor. Han pasado sin pegar un tiro —se refería al puente de Viena.

El príncipe Andréi seguía sin comprender nada.

—¿Se puede saber de dónde viene para no saber lo que todos los cocheros de la ciudad saben?

—Vengo de visitar a la archiduquesa. Allí no he oído nada de eso.

—¿Y no ha visto que en todas partes se preparan para irse?

—No… Pero, ¿qué pasa? —preguntó impaciente el príncipe Andréi.

—¿Qué pasa? Que los franceses han pasado el puente defendido por Auersperg. El puente no fue volado y Murat viene a Brünn. Hoy estará aquí, mañana como mucho.

—¿Aquí? ¿Cómo no han volado el puente si estaba minado?

—Eso mismo le pregunto yo. Pero nadie lo sabe, ni siquiera Bonaparte.

Bolkonsky se encogió de hombros.

—Si han cruzado el puente —dijo—, el ejército está perdido; quedará aislado.

—Exacto —repuso Bilibin—. Escuche. Ya le dije que los franceses entraron en Viena. Hasta ahí bien. Pero ayer esos messieurs, les maréchaux Murat, Lannes y Bélliard montaron a caballo y fueron al puente. Los tres son gascones, por cierto «Señores, dijo uno, ya saben que el puente de Tábor está minado, que delante hay una formidable tête de pont con quince mil hombres y la orden de volarlo para que no pasemos. Pero como a nuestro emperador Napoleón le gustaría que tomemos ese puente, iremos nosotros tres y lo haremos.» «¡Vamos!», contestaron los otros… Y tomaron el puente, lo cruzaron y ahora están en esta orilla del Danubio con todo su ejército y vienen aquí.

—No bromee —dijo el príncipe Andréi con aire serio y taciturno.

La noticia era penosa y agradable al mismo tiempo. En cuanto supo la situación desesperada del ejército ruso, pensó que su destino era salvarlo; era su oportunidad, su Toulon, que lo pasaría de oficial desconocido a la gloria. Oyendo a Bilibin ya se veía haciendo ante el Consejo de Guerra la única propuesta capaz de salvar al ejército, y cómo este le confiaría su puesta en práctica.

—No bromee —dijo.

—No bromeo —continuó Bilibin—. Es la triste verdad. Esos tres señores llegaron ellos solos al puente agitando sus pañuelos blancos, asegurando que se había firmado el armisticio y que ellos, los mariscales, iban a hablar con el príncipe Auersperg. El oficial de guardia los dejó pasar a la tête de pont y le contaron todo tipo de gasconadas. Dijeron que la guerra había concluido, que el emperador Francisco se vería con Bonaparte y que ellos deseaban ver al príncipe Auersperg, etcétera. El oficial llamó a Auersperg. Los señores abrazaron a los oficiales, bromearon sentados en los cañones mientras un batallón francés se acercaba sin ser notado, echó al agua los sacos con explosivos y alcanzó la tête de pont. Finalmente llegó el teniente general, nuestro querido príncipe Auersperg von Mautern: «¡Querido enemigo, orgullo del ejército austríaco, héroe de las guerras turcas! La guerra ha concluido, podemos darnos la mano… El emperador Napoleón desea conocer al príncipe Auersperg». Estos señores, que por algo son gascones, llenaron de cumplidos al príncipe Auersperg. Él quedó encantado por la rápida amistad de los mariscales franceses; lo deslumbraron tanto la capa y el penacho de plumas de avestruz de Murat, qu’il n’y voit que du feu et oublie celui qu’il devait faire sur l’ennemi.

Pese al vigor del discurso, Bilibin se detuvo un instante después de ese mot, para que el príncipe lo valorase.

—El batallón francés cayó sobre la tête de pont, situó los cañones y se apoderó del puente. Y lo mejor —continuó, calmando su agitación por el interés de su propio relato— es que el sargento cañonero que debía ordenar la voladura quiso hacerlo al ver a las tropas francesas correr hacia el puente, pero Lannes lo detuvo. Ese sargento, se ve que es más listo que su general, se acercó a Auersperg y le dijo: «Príncipe, lo están engañando; los franceses están aquí». Murat supo que todo estaba perdido si el sargento hablaba. Entonces, con fingido asombro de auténtico gascón, le dijo a Auersperg: «¿Qué ha pasado con la mundialmente famosa disciplina austríaca? ¿Cómo permite que un inferior le hable así» Es genial. El príncipe de Auersperg sintió herido su honor e hizo arrestar al suboficial. No, reconozca que es encantadora toda esta historia del puente de Tábor. No es idiotez, ni cobardía…

—Quizá sea traición —el príncipe imaginó los capotes grises, las heridas, el humo de la pólvora, los cañones y la gloria que le aguardaba.

—Non plus. Cela met la cour dans de trop mauvais draps —continuó Bilibin—. Ce n’est trahison, ni lâcheté, ni bêtise; c’est comme à Ulm… —se detuvo buscando la expresión justa—. C’est… c’est du Mack. Nous sommes mackés —terminó sabiendo que había dicho un epigrama original que pronto sería repetido.

Las arrugas de la frente se relajaron y se miró las uñas con una sonrisa.

—¿Adónde va? —preguntó al príncipe Andréi, que se había levantado e iba a su alcoba.

—Me marcho.

—¿Adónde?

—Al ejército.

—¿No pensaba quedarse dos días más?

—Sí, pero ahora me voy.

Y tras dar las órdenes para la partida, el príncipe Andréi se retiró.

—Mon cher —Bilibin se reunió con él—, he pensado en usted. ¿Por qué se va?

Como prueba de que sus motivos eran indiscutibles, las arrugas de su rostro se borraron.

El príncipe Andréi lo miró sin responder.

—¿Por qué se va? Lo sé… Cree que su deber es incorporarse al ejército cuando está en peligro. Lo comprendo, mon cher, es el heroísmo.

—Nada de eso —replicó el príncipe Andréi.

—Pero es usted un philosophe. Séalo del todo, mire las cosas desde otro punto de vista y verá que su deber es cuidar su persona. Deje eso a quienes no sirven para otra cosa… Nadie le ha ordenado regresar ni le han dado permiso para irse de aquí. Puede quedarse e ir con nosotros adonde nos lleve nuestra malhadada suerte. Dicen que vamos a Olmütz, una bonita ciudad. Podemos ir tranquilamente en mi calèche.

—Ya está bien de bromas, Bilibin —dijo Bolkonsky.

—Le hablo francamente, como un amigo. ¿Adónde va y por qué ahora que puede quedarse? Pueden ocurrir dos cosas —la sien izquierda se arrugó—: que antes de llegar al ejército se haya firmado la paz, o la derrota y el oprobio con todo el ejército de Kutúzov.

Bilibin relajó sus arrugas y sonrió al ver lo irrefutable de su dilema.

—No soy quién para discutir esto —repuso secamente el príncipe Andréi para añadir después mentalmente: «Voy a salvar al ejército».

—Es usted un héroe, mon cher —dijo Bilibin.

CAPÍTULO XIII

Esa noche, tras despedirse del ministro de la guerra, Bolkonsky partió para incorporarse al ejército sin saber dónde encontrarlo y temiendo caer en manos francesas en el camino de Krems.

En Brünn toda la corte hacía sus maletas y enviaba el equipaje pesado a Olmütz. El príncipe Andréi salió cerca de Etzelsdorf al camino por donde se retiraba el ejército ruso corriendo y en desorden. Estaba tan lleno de carros que apenas se podía avanzar. El príncipe Andréi pidió al jefe de los cosacos un caballo y uno de sus hombres como escolta. Así, hambriento y cansado, continuó adelantando a los convoyes en busca del comandante en jefe y su carruaje. Por el camino corrían rumores alarmantes sobre la suerte del ejército, y el aspecto de este huyendo en desorden los confirmaba.

«Cette armée russe que l’or de l’Angleterre a transportée des extrémités de l’univers, nous allons lui faire éprouver le même sort (le sort de l’armée d’Ulm)» rememoró la proclama de Bonaparte a sus soldados al inicio de la campaña, la cual aguijoneaban su admiración por el héroe genial, un sentimiento de orgullo herido y la esperanza de la gloria.

«¿Y si no quedase más remedio que morir? —se preguntaba—. Moriremos si es preciso. Y sabré hacerlo como los demás.»

El príncipe Andréi miraba con desdén la eterna fila de vehículos, carros, carretas de munición, piezas de artillería, furgones de todo tipo que se adelantaban entre ellos y que se amontonaban en grupos de tres y de cuatro cortando el paso en el camino. De todas partes llegaba el jaleo de ruedas, carros, armones y cascos de caballos, látigos chasqueando, quejas, reniegos de soldados, asistentes y oficiales. A ambos lados del camino había caballos muertos, despellejados o no, carros destrozados junto a los cuales se sentaban soldados solitarios esperando no se sabe qué; otros, separados de sus compañías, corrían en tropel a las aldeas vecinas y regresaban con gallinas, corderos, heno y sacos repletos. En las subidas o descensos la muchedumbre se agolpaba más y ensordecía con su griterío. Hundidos en el lodo hasta la rodilla, los soldados empujaban cañones y carros; restallaban los látigos, resbalaban los caballos, se rompían las varas y los gritos parecían desgañitar a todos. Los oficiales que dirigían la retirada pasaban entre los carros sin que se oyesen sus voces en el clamor; su expresión revelaba que no esperaban controlar tanto desorden.

«He aquí el querido ejército ortodoxo», recordó Bolkonsky las palabras de Bilibin.

Deseaba preguntar dónde estaba el general en jefe, así que se acercó a un grupo de carros. Delante de él avanzaba un extraño vehículo arrastrado por un solo caballo —obra del ingenio popular— que era algo entre carro, cabriolé y calesa. Lo conducía un soldado. Sentada bajo la capota había una mujer envuelta en chales. Se acercó el príncipe Andréi e iba a preguntar al soldado cuando los gritos desesperados de la mujer sentada en el vehículo llamaron su atención. El oficial a la cabeza de aquel grupo de carros golpeaba al soldado que guiaba el coche de la mujer por haber intentado adelantarse a los demás. El látigo golpeaba la cubierta del coche y la mujer gritaba. Al ver al príncipe Andréi la mujer asomó la cabeza y, sacando las delgadas manos del chal, lo llamó agitándolas:

—¡Ayudante! ¡Señor ayudante…! En nombre de Dios… ¡Defiéndanos…! ¿Qué será de mí? Soy la esposa del médico del séptimo de cazadores… No nos dejan pasar… Nos hemos rezagado y hemos perdido a los nuestros…

—¡Te haré trizas! ¡Atrás! —gritaba el oficial al soldado—. ¡Atrás con tu perra!

—¡Defiéndanos, señor ayudante! ¿Cómo es posible esto? —gritaba la mujer del médico.

—Déjelos pasar. ¿No ve que es una mujer? —dijo el príncipe Andréi al oficial.

Este lo miró sin contestar, y gritó de nuevo al soldado:

—¡Vas a cobrar…! ¡Atrás!

—¡Le digo que los deje pasar! —repitió el príncipe Andréi apretando los labios.

—¿Quién eres tú? —se le enfrentó el oficial furioso—. ¿Quién eres? ¿Eres quien manda aquí? Aquí mando yo, no tú —recalcó el «tú»—. ¡Atrás! —repitió al soldado—. ¡Te haré trizas!

Esta expresión parecía gustar al oficial.

—Le ha parado los pies al ayudantucho —comentó alguien tras él. El príncipe Andréi vio que el oficial estaba tan furioso que no sabía ya lo que decía. Vio que su intervención a favor de la mujer terminaría como él más temía, en eso llamado ridicule, pero su instinto le decía otra cosa. Antes de que el oficial terminase, el príncipe Andréi, con el rostro desencajado por la ira se acercó blandiendo la fusta:

—¡Ha-ga el fa-vor de de-jar-la pa-sar!

El oficial hizo un gesto con la mano y se alejó.

—Estos oficiales de Estado Mayor tienen la culpa de todo el desorden —gruñó—. Haga lo que guste.

El príncipe Andréi se alejó rápidamente de la mujer, que lo llamaba su salvador; rememorando con asco los detalles de aquella escena humillante galopó a la aldea donde, le habían dicho, estaba el general en jefe.

Una vez allí, se apeó con intención de descansar un instante, comer algo y ordenar todos los tristes y humillantes pensamientos que lo acosaban. «Esto una banda de bribones, no un ejército», pensaba, cerca de la ventana de la primera casa, cuando sintió que lo llamaba una voz conocida.

Se giró. En la ventanita estaba el rostro de Nesvítski mascando algo y llamándolo mientras agitaba las manos.

—¡Eh, Bolkonsky, Bolkonsky! ¿No oyes? ¡Ven, corre! —gritaba.

El príncipe Andréi entró en la casa donde comían Nesvítski y otro edecán. Se giraron rápidamente hacia él preguntando si había novedades. En sus rostros, que tan bien conocía, el príncipe Andréi vio la turbación y la inquietud, sobre todo en la cara normalmente alegre de Nesvítski.

—¿Y el general en jefe? —preguntó Bolkonsky.

—Aquí, en esa casa —respondió el ayudante.

—¿Es verdad que hemos capitulado y se firma la paz? —preguntó Nesvítski.

—Lo mismo pregunto yo. No sé nada, salvo que me ha costado mucho llegar aquí.

—Pues aquí, amigo, es terrible. Me confieso culpable. Nos reíamos de Mack y ahora estamos en una situación mucho peor que la suya —dijo Nesvítski—. Pero, siéntate y come algo.

—Ahora, príncipe, no encontrará ni coche ni nada; y su Piotr… ¡Dios sabe dónde estará! —dijo el otro edecán.

—¿Dónde está el Cuartel General?

—Hicimos noche en Znaim.

—Yo —prosiguió Nesvítski— he cargado cuanto necesitaba en dos caballos para escapar hasta por los montes de Bohemia. Esto va mal. ¿Qué te ocurre? Debes estar enfermo si tiemblas así —dijo Nesvítski al ver que el príncipe Andréi se estremecía como si hubiese tocado una botella de Leyden.

—No es nada —repuso el príncipe Andréi al recordar su bronca con el oficial por la mujer del médico—. ¿Qué hace aquí el general en jefe? —preguntó.

—No sé nada —dijo Nesvítski.

—Pues yo solo sé que todo es repugnante —concluyó el príncipe Andréi, y salió adonde estaba el general en jefe.

Dejando atrás el coche de Kutúzov, los caballos reventados del séquito y a los cosacos que charlaban, el príncipe Andréi entró en la isba donde, le dijeron, estaba Kutúzov. Allí se hallaba con el príncipe Bagration y Weyrother, el general austríaco sustituto de Schmidt. En el vestíbulo el pequeño Kozlovsky estaba en cuclillas delante de un amanuense que escribía remangado a toda prisa con los papeles sobre un barril. El rostro de Kozlovsky delataba el agotamiento; sin duda tampoco él había dormido. Miró al príncipe Andréi y ni siquiera lo saludó con la cabeza.

—La segunda línea… ¿Has escrito? —dictaba—. El regimiento de granaderos de Kiev, el de Podolsk…

—Excelencia, no puedo escribir tan rápido —dijo con poco respeto el amanuense mirando enfadado a Kozlovsky.

Entonces se oyó tras la puerta la voz descontenta y excitada de Kutúzov, a la que interrumpía otra desconocida. El príncipe Andréi dedujo que algo importante y nefasto iba a suceder al oír el timbre de aquellas voces, la negligencia con que lo había mirado Kozlovsky, la falta de respeto del amanuense, el modo en que permanecían en el suelo tan cerca del general en jefe, junto a un barril, y de las risotadas de los cosacos que guardaban los caballos bajo las ventanas de la isba.

Bolkonsky preguntó con insistencia a Kozlovsky.

—De inmediato, príncipe. Es la orden de operaciones para Bagration.

—¿Hay capitulación?

—No hay capitulación. Se han dictado órdenes para la batalla.

El príncipe Andréi fue a la puerta de donde procedían voces; pero callaron cuando iba a abrirla. Se abrió la puerta y apareció Kutúzov con su nariz aguileña y su rostro grueso. El príncipe Andréi estaba delante de Kutúzov; por la expresión del único ojo del general en jefe se intuía que sus pensamientos y preocupaciones no le dejaban ver lo que tenía delante. Miró a su edecán, sin reconocerlo.

—¿Has acabado? —preguntó a Kozlovsky.

—Ahora mismo, excelencia.

Bagration, joven, delgado y de mediana estatura, cara firme e inexpresiva de rasgos orientales, apareció detrás del comandante en jefe.

—Tengo el honor de presentarme —dijo en voz alta el príncipe Andréi tendiendo un sobre.

—¿Ah, de Viena? Muy bien. Después, después… —Kutúzov se dirigió a la salida, seguido de Bagration—. Bueno, príncipe, adiós —dijo—. Que Cristo te acompañe. Llevas mi bendición en esta gran empresa.

El rostro de Kutúzov se dulcificó. Los ojos se le cuajaron de lágrimas. Con la mano izquierda atrajo a Bagration y con la derecha, donde llevaba un anillo, le hizo la señal de la cruz; luego le puso la mejilla, pero Bagration le besó el cuello.

—¡Que Cristo te acompañe! —repitió Kutúzov y fue a su coche—. Ven conmigo —dijo a Bolkonsky.

—Excelencia, quisiera ser útil aquí, permítame permanecer a las órdenes del príncipe Bagration.

—Sube —ordenó Kutúzov. Y, al notar que Bolkonsky dudaba, añadió—: Yo también necesito buenos oficiales.

Subieron al coche. Hubo un silencio de varios minutos.

—Habrá muchas más acciones —dijo Kutúzov con perspicacia, como si supiese cuál era el ánimo de Bolkonsky—. Daré gracias al cielo si mañana regresa la décima parte de su destacamento —añadió como hablando consigo mismo.

El príncipe Andréi lo miró y, tan de cerca, vio los contornos blancos de la cicatriz que tenía en la sien, recuerdo de la bala que le había atravesado el cráneo en Ismail, haciéndole perder un ojo. «Sí, tenía derecho a hablar con tanta calma de la pérdida de esas vidas», pensó Bolkonsky.

—Por eso le pido que me envíe con esas tropas —dijo.

Kutúzov no habló. Cavilaba, como olvidado lo dicho poco antes. Cinco minutos después, entre el suave balanceo de los flejes, Kutúzov miró al príncipe Andréi. En su rostro no se veía emoción alguna. Pidió los detalles de su entrevista con el emperador, de lo que se decía en la corte sobre la acción de Krems y se interesó por alguna amistad femenina en común.

CAPÍTULO XIV

El uno de noviembre el explorador de Kutúzov le informó de que el ejército a sus órdenes se hallaba en una situación casi desesperada. Según el explorador, los franceses habían cruzado el puente de Viena con fuerzas muy numerosas y se dirigían hacia la línea de comunicación de Kutúzov con las tropas que llegaban de Rusia. Si Kutúzov permanecía en Krems, los ciento cincuenta mil hombres del ejército napoleónico le cortarían toda comunicación y el enemigo rodearía a sus agotados cuarenta mil hombres y los dejaría en la misma situación que a Mack en Ulm. Si abandonaba la línea de comunicación con las tropas procedentes de Rusia, debería entrar en una región sin caminos y desconocida, las montañas de Bohemia, para defenderse de un rival mucho más numeroso y abandonar toda esperanza de reunirse con Buxhöwden. Finalmente, si Kutúzov procedía a retirarse por el camino de Krems a Olmütz para unirse a las tropas provenientes de Rusia, se arriesgaba a que se le adelantasen los franceses que habían cruzado el puente de Viena y tendría que luchar durante la marcha, con armas y bagajes, contra un ejército que lo superaba en tres veces y lo rodeaba por dos flancos. Kutúzov escogió lo último.

Como decían los exploradores, los franceses habían cruzado el río en Viena y se dirigían a marchas forzadas a Znaim, a más de cien kilómetros del camino por donde debía replegarse Kutúzov. La gran esperanza de salvación para los rusos consistía en llegar a Znaim antes que los franceses; dejar que los franceses llegasen antes suponía exponer al ejército ruso a un oprobio semejante al de Ulm o a su aniquilación. Pero era imposible adelantarse con todo el ejército a los franceses. El camino de estos desde Viena hasta Znaim era más corto y mejor que el de los rusos desde Krems.

La noche en que Kutúzov recibió la noticia ordenó que los cuatro mil soldados de la vanguardia de Bagration abandonasen el camino de Krems a Znaim y tomasen el de Viena a Znaim, adentrándose en las montañas. Bagration debía seguir sin detenerse, con Viena enfrente y Znaim detrás. Si lograba adelantar a los franceses, debería distraerlos el mayor tiempo posible. Entretanto, Kutúzov avanzaría hacia Znaim con el grueso del ejército y los pertrechos.

Tras recorrer cuarenta y cinco kilómetros a través de las montañas, por terrenos sin caminos y en una noche borrascosa, con soldados hambrientos y descalzos, dejando atrás a un tercio de rezagados, Bagration llegó a Hollbrün, en el camino de Viena a Znaim, horas antes que los franceses, que iban a su encuentro desde la capital austríaca. Kutúzov debía marchar veinticuatro horas más con sus convoyes para llegar a Znaim. Bagration debía distraer con menos de cuatro mil hombres a las fuerzas enemigas en Hollbrün para salvar al ejército. Estos soldados rusos, hambrientos y agotados, debían retener el avance francés durante veinticuatro horas, lo cual era a todas luces imposible. Pero los caprichos de la fortuna convirtieron lo imposible en posible. El éxito del ardid que había puesto en manos de los franceses el puente de Viena sin disparar un tiro indujo a Murat a tratar de engañar a Kutúzov. Al encontrarse con el grupo de Bagration en el camino de Znaim, Murat creyó que era todo el ejército de Kutúzov. Para liquidar de una vez golpe al enemigo, decidió aguardar a los rezagados que venían por el camino de Viena, así que propuso un armisticio de tres días siempre que ambos ejércitos se mantuviesen en sus posiciones y no avanzasen. Murat alegaba que las negociaciones de paz habían sido iniciadas y proponía el armisticio para evitar una sangría. El general austríaco, el conde Nostitz, que estaba en las primeras líneas, creyó al emisario de Murat y retrocedió dejando desprotegido el destacamento de Bagration. Otro emisario fue hacia las tropas rusas con idéntica noticia sobre la la paz y proponiendo tres días de armisticio. Bagration respondió que no estaba autorizado para aceptar ni rechazar la tregua y envió a su edecán para informar a Kutúzov.

Kutúzov sabía que el armisticio era la única manera de ganar tiempo, de dar descanso al destacamento de Bagration y al menos una jornada más hacia Znaim a los furgones y demás convoyes (cuyo movimiento ignoraban los franceses). La propuesta de armisticio conllevaba la única e inesperada posibilidad de salvar al ejército. Kutúzov envió inmediatamente a Wintzingerode, general edecán, al campamento enemigo apenas recibió la noticia. No solo debía aceptar el armisticio, sino proponer incluso condiciones de rendición; mientras, Kutúzov mandó a sus ayudantes que acelerasen el movimiento de los convoyes por el camino de Krems a Znaim; solo el hambriento y agotado grupo de Bagration debía permanecer ante un enemigo ocho veces superior cubriendo los movimientos de los convoyes y de todo el ejército.

Las previsiones de Kutúzov fueron corroboradas con respecto a la capitulación propuesta, que a nada obligaba y podía dar tiempo a parte de los convoyes a pasar, y con respecto a su hipótesis de que el error de Murat pronto saldría a la luz. En cuanto Bonaparte, que se hallaba en Schönbrünn, a veinticinco kilómetros de Hollbrün, recibió el informe de Murat con el proyecto de armisticio y rendición, vio la añagaza y escribió a Murat la siguiente carta:

«Al príncipe.

»Schönbrünn, 25 Brumario, año 1805, a las ocho de la mañana.

»No encuentro las palabras para expresar mi disgusto. Usted solo manda mi vanguardia, y carece de poderes para negociar un armisticio sin órdenes mías. Me está haciendo perder toda una campaña. Rompa de inmediato el armisticio y ataque al enemigo. Alegará que el general firmante de la rendición no estaba facultado para ello, y que solo uno lo está: el emperador de Rusia.

»Cuando el emperador ratifique ese acuerdo, yo también lo haré; pero eso es solo un engaño. Avance y destruya al ejército ruso… Puede apoderarse de sus equipos y su artillería.

»El edecán del emperador de Rusia es un… Los oficiales no son nada sin poderes; y él no los tenía… Los austríacos se dejaron embaucar en el paso del puente de Viena y usted se deja embaucar por un edecán del emperador.

»Napoleón»

El edecán de Bonaparte fue al galope con esta carta para Murat. Por su parte, Napoleón, sin confianza en sus generales, marchó con su guardia al campo de batalla temiendo que la víctima que tenía a mano escapase. Los cuatro mil hombres de Bagration encendían alegremente fogatas, se secaban, se calentaban y cocinaban el rancho por primera vez en tres días. Ninguno sabía ni se barruntaba lo que sucedería.

CAPÍTULO XV

El príncipe Andréi, que había insistido en su petición, llegó a Grunt pasadas las tres de la tarde y se presentó a Bagration. El edecán de Napoleón no había llegado al pelotón de Murat y la batalla iba a iniciarse. En el campamento de Bagration no sabían nada de lo que sucedía; hablaban de paz, pero sin creerla posible. Hablaban de la batalla sin creer tampoco en su proximidad.

Bagration, que conocía a Bolkonsky como el edecán predilecto y hombre de confianza del general en jefe, lo recibió con gran deferencia y afabilidad. Le explicó que probablemente la batalla tendría lugar ese día o al siguiente y lo dejó en libertad para permanecer con a él durante la acción, o en la retaguardia para mantener el orden durante la retirada, «cosa también muy importante».

—Aun así no creo que sea hoy —dijo Bagration para tranquilizar a Bolkonsky.

«Si es un badulaque del Estado Mayor enviado para ser condecorado, lo será igualmente en la retaguardia; si se quiere quedar conmigo, que lo haga… Si es un oficial valiente, me vendrá bien», se dijo Bagration. El príncipe Andréi no replicó y pidió permiso para recorrer la línea y estudiar el despliegue de los hombres para saber adónde debía ir en caso de ataque. El oficial de servicio, un hombre apuesto y elegante con una sortija con un diamante en el índice, que chapurreaba con mucho empeño el francés, se ofreció para acompañar al príncipe Andréi.

Se veían por doquier oficiales con la ropa empapada y rostros tristes, como buscando algo, y soldados que traían puertas, bancos y cercas de la aldea.

—Ya ve, príncipe; no podemos librarnos de esta gente —el oficial señaló a los soldados—. Los jefes son demasiado débiles. Mire —le mostró la tienda de un cantinero—, se reúnen aquí a matar el tiempo. Esta mañana los eché a todos y ya ve que han vuelto. Debemos acercarnos a echarlos; es solo un momento.

—Entremos y comeré un poco de pan y queso —dijo el príncipe Andréi, que no había probado bocado.

—¿Por qué no me lo ha dicho? Habría compartido el pan y la sal con usted.

Desmontaron y entraron en la tienda del cantinero. Varios oficiales sentados ante las mesas comían y bebían con los rostros encendidos y exhaustos.

—¿Qué es esto, señores? —dijo el oficial de Estado Mayor en el tono de reproche de quien ya ha repetido lo mismo muchas veces—. No pueden dejar sus puestos. El príncipe ha ordenado que esto esté vacío. Y usted, capitán… —habló a un capitán segundo de artillería, menudo, sucio y flaco, que se puso en pie con una sonrisa forzada, solo con los calcetines, pues había dejado sus botas al cantinero para que se las secase— ¿No le avergüenza, capitán Tushin? —continuó—. Creo que, como artillero, debería dar ejemplo… y usted sin botas. ¡Bien le iría descalzo si tocasen a rebato! —el aludido sonrió—. A sus puestos, señores… todos —añadió en tono autoritario.

El príncipe Andréi sonrió involuntariamente mirando al capitán segundo Tushin, que sonriendo y sin hablar, cambiando el peso de un pie descalzo al otro, miraba con sus ojos grandes, inteligentes y bondadosos al príncipe y al oficial.

—Los soldados dicen que es más cómodo ir descalzo —sonrió tímidamente, como deseando disimular su vergüenza con una broma.

No había terminado cuando vio que su broma no era bien recibida y que no era graciosa. Entonces se aturulló del todo.

—Retírese —dijo el oficial de Estado Mayor tratando de no perder la calma.

El príncipe Andréi miró nuevamente al artillero. Tenía algo especial, muy poco castrense y un cómico, pero atractivo.

El oficial y el príncipe Andréi volvieron a montar y se alejaron.

A la salida de la aldea, tras cruzarse con soldados y oficiales de distintas armas, vieron a la izquierda las defensas que estaban abriéndose en un terreno de arcilla roja: los soldados de algunos batallones, en mangas de camisa pese al viento gélido, trabajaban como hormigas; manos invisibles arrojaban sin cesar paletadas de tierra rojiza detrás del terraplén. Se acercaron a la defensa, la inspeccionaron y continuaron. Detrás de ella vieron a docenas de soldados que se turnaban y bajaban corriendo. Tuvieron que taparse la nariz y poner los caballos al trote para huir de aquella atmósfera fétida.

—Voilà l’agrément des camps, monsieur le prince —dijo el oficial de servicio.

Salieron al monte desde donde se veía a los franceses. El príncipe Andréi se detuvo a observar.

—Aquí tenemos una batería —el oficial señaló el punto más alto—; la manda ese hombre grotesco que iba descalzo. Desde allí la vista es buena; venga, príncipe.

—Se lo agradezco, pero puedo ir solo —dijo el príncipe Andréi, que quería librarse del oficial—. No es necesario que se moleste más.

Se alejó el oficial y el príncipe Andréi se quedó a solas.

A medida que se acercaba al enemigo, era el aspecto de las tropas más ordenado y alegre. Esa mañana había pasado por delante de Znaim, a diez kilómetros de los franceses, y estaba desordenado y decaído. También en Grunt se notaba inquietud y temor. Y ahora, que los franceses estaban más cerca, más seguras parecían las tropas rusas. Los soldados formaban en filas con sus capotes, el sargento y el capitán contaban a sus hombres poniendo el dedo en el pecho del último de cada sección y ordenándole que alzase el brazo. Otros soldados, dispersos por allí, llevaban ramas y maderos para levantar barracas; lo hacían entre risas y comentarios jocosos; unos vestidos y otros sin ropa, reparaban el calzado y los capotes junto a las fogatas o secaban camisas y medias en torno a las ollas y a los cocineros. En una compañía la comida ya estaba y los soldados miraban con hambre las marmitas aguardando a que el oficial, sentado en un tronco delante de su chabola, catase el rancho que el furriel le había llevado en un cuenco de madera.

Otra compañía con más suerte, pues no todas contaban con vodka, rodeaba a un furriel grueso, picado de viruelas, que vertía la ración fijada en las tapas de las escudillas que le ponían. Los soldados acercaban los labios, vaciaban la tapa y, enjuagándose la boca, se limpiaban con la manga y se alejaban. Todos los semblantes estaban tranquilos, como el enemigo no los viese y antes de una acción en la que al menos medio destacamento moriría y no en Rusia con la perspectiva de un tranquilo descanso.

Tras recorrer el regimiento de cazadores y las filas de los granaderos de Kiev, todos ocupados en las mismas faenas, el príncipe Andréi encontró una sección de granaderos, no lejos del gran barracón del comandante del regimiento; sobresalía entre los demás y allí yacía un hombre con el torso desnudo. Dos soldados lo sujetaban mientras otros dos le golpeaban rítmicamente la espalda con sendas varas. El castigado profería gritos desgarradores. Un comandante iba de aquí para allá repitiendo:

—Es vergonzoso que un soldado robe. Un soldado debe ser honrado, noble y valiente; si roba a sus compañeros, carece de honor y es un canalla. ¡Más! ¡Más!

Los golpes de las varas continuaban y también los gritos desgarradores, aunque fingidos.

—¡Más! ¡Más! —ordenaba el comandante.

Un joven oficial se apartó con gesto atónito y de dolor ante aquella escena y miró a Bolkonsky con aire interrogador.

El príncipe Andréi llegó a las avanzadas y siguió por la línea del frente. Las líneas francesas y rusas se hallaban separadas a derecha e izquierda; pero en el centro, donde esa mañana se parlamentó, se acercaban tanto que se podían distinguir los rostros y hablar entre sí. Además de los soldados que ocupaban sus puestos a ambos lados, había grupos de curiosos que miraban sonrientes a aquel enemigo tan peculiar.

Desde primera hora de la mañana, y pese a la prohibición de acercarse a las líneas, los oficiales no podían echar a esos curiosos. Como quien mira algo original, los soldados de las avanzadas no se fijaban en los franceses, sino en los grupos de curiosos y aguardaban aburridos la hora del relevo. El príncipe Andréi se detuvo para observar al enemigo.

—Mira —dijo un soldado a otro señalando a un fusilero ruso que se acercaba a la línea con un oficial y hablaba con un granadero francés—.

¡Cómo parlotea! Ni el francés puede seguirlo. ¡Tú, Sidorov!

—Déjame escuchar. ¡Qué bien lo hace! —declaró Sidorov, que tenía fama de hablar muy bien francés.

El soldado a quien señalaban era Dólokhov. El príncipe Andréi lo reconoció y escuchó lo que decía. Dólokhov venía a las avanzadas con su capitán desde el flanco izquierdo, donde estaba su regimiento.

—¡Siga, siga! —lo animaba su jefe inclinándose para no perder ripio aunque no comprendiese—. ¡No dejes de hablar! ¿Qué dice?

Dólokhov no contestó; discutía con el granadero francés de la campaña. El francés confundía a los rusos con los austríacos y afirmaba que los primeros se habían rendido y huían desde Ulm. Dólokhov aseguraba que, por el contrario, vencían a los franceses.

—Si nos ordenan que os echemos, lo haremos —decía Dólokhov.

—Cuidad de que no os apresemos con todos vuestros cosacos —repuso el granadero francés.

Los espectadores franceses rieron.

—Os harán bailar como con Suvorov —dijo Dólokhov.

—Qu’est-ce-qu’il chante? —preguntó un francés.

—De historia antigua —respondió otro creyendo que se trataba de guerras pasadas—. El emperador le hará ver vuestro Suvara, como a los otros.

—Bonaparte… —comenzó Dólokhov, pero el francés lo cortó.

—¡No hay ningún Bonaparte! ¡Es el emperador! Sacré nom… —gritó furioso.

—¡Que el diablo se lleve a vuestro Emperador!

Dólokhov añadió en ruso juramentos de soldado. Después, levantando su fusil, se alejó.

—Vámonos, Iván Lukich —dijo al capitán.

—Se explica bien en francés —dijeron algunos soldados—. A ver, Sidorov. Este guiñó un ojo y volviéndose a los franceses empezó a decir rápidamente.

—Kari, mala, tafa, safi, muter, Kaská… —dijo tratando de poner una entonación expresiva.

—¡Ja, ja, ja! ¡Mira! —rieron los soldados con tanta franqueza que la carcajada cruzó la línea y contagió a los franceses, tras lo cual solo quedaba disparar las armas, volar todo y volver a casa.

Pero los fusiles continuaron cargados, las aspilleras de las casas y de las trincheras continuaron igualmente amenazadoras como antes y los cañones, fuera del avantrén, prosiguieron listos para disparar.

CAPÍTULO XVI

Tras recorrer toda la línea desde el flanco derecho hasta el izquierdo, el príncipe Andréi subió a la batería desde donde podía verse el futuro campo de batalla, según le dijo el oficial del Estado Mayor. Desmontó y se detuvo junto a uno de los cuatro cañones situados en la cumbre. Un centinela de guardia junto a estos se puso firme, pero siguió su monótono paseo tras una seña del príncipe Andréi. Detrás de los cañones se hallaban los avantrenes, más allá, los caballos y las fogatas de los artilleros. A la izquierda, cerca del último cañón, habían levantado una pequeña chabola desde donde llegaban las voces de los oficiales.

Desde la batería se divisaban casi todas las líneas rusas y buena parte de las enemigas. El pueblo de Schöngraben se alzaba sobre un cerro enfrente de los cañones. A derecha e izquierda, entre el humo de las fogatas, se veía el grueso de las tropas francesas en tres puntos; al parecer, la mayoría estaban en la aldea y tras el cerro. Más a la izquierda había algo como una batería, pero no se distinguía bien a simple vista. El flanco derecho ruso estaba en un altozano escarpado que dominaba las posiciones francesas, y la infantería rusa se hallaba en lo más alto; en el extremo se divisaban los dragones. En el centro, donde estaba la batería de Tushin, desde la cual el príncipe Andréi observaba las posiciones, la pendiente era menos abrupta y bajaba al arroyo que separaba a los rusos de Schöngraben. A la izquierda, las tropas rusas estaban junto al bosque, cuyos árboles talaban los infantes para hacer leña. La línea francesa, más ancha que la rusa, dejaba en evidencia que los franceses podrían rebasarla sin dificultad por ambos lados. Un barranco hondo y fragoso tras las líneas rusas dificultaba una retirada de la caballería y la artillería. Apoyado en el cañón, el príncipe Andréi sacó su cuaderno y dibujó el despliegue de las tropas. Tomó notas con intención de comunicárselas a Bagration. Pensó en concentrar la artillería en el centro y hacer que la caballería retrocediese luego al otro lado del barranco. El príncipe Andréi siempre había estado junto al general en jefe siguiendo los movimientos de las masas y los despliegues, a cargo de describir los combates, y solo veía en la acción próxima las líneas generales de las operaciones futuras. Solo concebía dos casualidades: «Si el enemigo ataca por el flanco derecho —pensaba—, el regimiento de granaderos de Kiev y el de cazadores de Podolsk tendrán que mantener sus posiciones hasta que lleguen las reservas del centro. Entonces los dragones podrán atacar el flanco y vencer al enemigo. Si el ataque se realiza por el centro, colocaremos allí la batería central para cubrirnos concentrándonos en el flanco izquierdo y nos retiraremos escalonadamente hasta el barranco».

Desde que llegó a la batería y se apoyó en el cañón, oía a los oficiales hablando en la chabola, aunque no escuchaba sus palabras. De repente le llegó una voz tan amable que sin querer prestó oído.

—No, amigo —decía la voz, que le pareció conocida—. Yo digo que si pudiésemos saber qué hay después de la muerte, nadie tendría miedo a morir.

Otra voz, más joven, terció:

—Tenga uno miedo o no, es igual, no se puede evitar.

—¡Sin embargo siempre se siente miedo! —intervino una tercera voz más enérgica—. Los artilleros sois sabios porque podéis llevar de todo, vodka y aperitivos.

El de la voz enérgica, un oficial de infantería según parecía, rio.

—Pero se tiene miedo —prosiguió la primera voz—. Miedo a lo desconocido. Aunque digan que el alma va al cielo… Sabemos que no hay cielo, que todo es atmósfera…

La voz enérgica lo cortó:

—Bueno, invítanos a tu vodka, Tushin.

«¡Ah! Es el capitán de la cantina que iba sin botas», pensó el príncipe Andréi escuchando con placer la voz bien modulada del filósofo.

—Eso es posible —dijo Tushin—. Pero conocer la vida futura… —no terminó.

Un silbido cada vez más rápido y sonoro según se acercaba cruzó el aire. Como si todo estuviese ya dicho con aquello, cayó un proyectil junto a la tierra de la chabola haciéndola gemir con su explosión. En ese momento el pequeño Tushin salió el primero de todos con la pipa en un lado de la boca. Su rostro, afable e perspicaz, estaba un pálido. A continuación salió el hombre de la voz enérgica, un atractivo oficial de infantería que corrió hacia su compañía mientras se abotonaba el uniforme.

CAPÍTULO XVII

El príncipe Andréi se quedó en la batería sobre su montura, contemplando el humo del cañón que había disparado. Sus ojos barrieron el horizonte. Vio que las tropas francesas, hasta entonces quietas, se movían y que había una batería a la izquierda. El humo del disparo aún no se había disipado. Dos jinetes franceses, posiblemente dos edecanes, galopaban por la montaña. En la falda, seguramente como refuerzo para las avanzadas, marchaba una columna enemiga claramente visible. El humo del primer disparo aún había desaparecido cuando se vio más humo y se oyó un segundo cañonazo. La batalla había comenzado. El príncipe Andréi volvió grupas y galopó por el camino de Grunt en busca del príncipe Bagration. Detrás de él se oían cañonazos incesantes, cada vez más fuertes y frecuentes. La batería rusa respondió. Se oían fusiles por donde cruzaron los parlamentarios.

Lemarrois había entregado la carta de Bonaparte a Murat, quien, avergonzado y deseoso de reparar su error, llevó a sus tropas desde el centro para adelantar los dos flancos esperando aplastar, antes del atardecer y de la llegada del emperador, el pequeño destacamento que tenía delante.

«¡Ha empezado! ¡Ya combatimos!», pensó el príncipe Andréi notando cómo la sangre henchía su corazón. «¿Pero dónde? ¿Dónde estará mi Toulon?»

Al pasar delante de las compañías donde quince minutos antes había visto a los soldados comiendo el rancho y bebiendo vodka, vio por doquier movimientos raudos, soldados formando filas y recogiendo sus armas; sus rostros reflejaban la misma excitación que sentía su corazón. «¡Ha empezado! ¡Ya combatimos! ¡Es a la vez terrible y maravilloso!», parecían gritar los rostros de soldados y oficiales.

Antes de llegar a la barricada vio aproximarse a la luz de aquel brumoso día otoñal a varios jinetes. El primero, con capa de fieltro caucasiano y gorro de astracán, iba a lomos de un caballo blanco y era el príncipe Bagration. Bolkonsky se detuvo y aguardó. El príncipe Bagration también frenó el caballo y saludó a Bolkonsky con un movimiento de cabeza al reconocerlo. Continuó con los ojos fijos delante mientras el príncipe Andréi le resumía lo que había observado.

La expresión de «ha empezado, ya combatimos» también se reflejaba en el rostro bronceado del príncipe Bagration; tenía los párpados entornados y los ojos turbios, como si no hubiese dormido bien. El príncipe Andréi lo miró con curiosidad nerviosa; le habría gustado saber si aquel hombre sentía y pensaba como él entonces. «¿Hay algo detrás de ese rostro inmóvil?», se preguntó. El príncipe Bagration inclinó la cabeza asintiendo a la explicación del príncipe Andréi y dijo: «Está bien», como dando a entender que cuanto le contaba y lo que ocurría era lo que ya había vaticinado. El príncipe Andréi, jadeante por la galopada, hablaba rápidamente. Bagration lo hacía muy lentamente con su acento georgiano, tal vez tratando de decir que no había motivos para precipitarse. No obstante, puso su montura al trote hacia la batería de Tushin. El príncipe Andréi lo siguió con los oficiales del séquito: el ayudante personal del príncipe, Zherkov, ordenanza, el oficial de servicio del Estado Mayor, que montaba un potro inglés, y un auditor, que había pedido permiso para presenciar la batalla. El auditor, un hombre rollizo de rostro orondo, sonrisa alegre y cándida, con abrigo de camelote, miraba a su alrededor oscilando sobre su montura. Era una rareza entre los uniformes de húsares, cosacos y edecanes.

—Ya ve, desea ver una batalla —Zherkov le señaló a Bolkonsky al auditor—, y ya le duele el estómago.

—Basta de bromas —sonrió el auditor con ingenuidad y malicia, como si le halagase ser blanco de las bromas de Zherkov o se esforzase en parecer más estúpido de lo que realmente era.

—Très drôle, mon monsieur prince —dijo en francés el oficial de servicio del Estado Mayor recordando que el título de príncipe se decía en francés de un modo especial, pero no daba con la fórmula.

Al acercarse a la batería de Tushin, cayó un proyectil delante de ellos.

—¿Qué ha caído ahí? —el auditor sonrió ingenuamente.

—Galletas francesas —repuso Zherkov.

—¡Ah! ¿Y con eso matan? —preguntó el auditor—. ¡Qué miedo!

Parecía exultante. Apenas dicho esto por segunda vez se oyó un silbido horrendo e inesperado, como si el proyectil cayese en un líquido, y el cosaco de la derecha se desplomó con su caballo, un poco detrás del auditor. Zherkov y el oficial de servicio desviaron los caballos doblándose sobre sus sillas. El auditor se detuvo junto al cosaco y lo miró con curiosidad. El cosaco estaba muerto, no así el caballo. El príncipe Bagration entornó los párpados, vio la causa de lo ocurrido y giró la cabeza con gesto indiferente, como diciendo: «No merece la pena ocuparse de estas minucias». Frenó el caballo con pulso de buen jinete, se inclinó y enderezó la espada, que se había enganchado en su capa. Era un arma antigua, diferente a las actuales. Andréi recordó que Suvorov había regalado su espada a Bagration en Italia, y ese recuerdo le agradó en especial. Llegaron a la batería desde donde Bolkonsky había estudiado el campo de batalla.

—¿Quién manda esta compañía? —preguntó el príncipe Bagration a un suboficial situado junto a las cajas de munición.

Preguntaba «¿Quién manda esta compañía?», aunque en realidad preguntaba: «¿No tenéis miedo por aquí?». Así lo entendió el suboficial.

—Es la compañía del capitán Tushin, excelencia —dijo el artillero, un pelirrojo pecoso.

—Bien —respondió Bagration ensimismado; pasó por los avantrenes y fue hasta al cañón del extremo.

EL cañón disparó entonces ensordeciendo a Bagration y a su séquito. Pudo verse entre la humareda a los artilleros que lo empujaban trabajosamente para devolverlo a su lugar. El primer servidor, de anchas espaldas, se colocó junto a la rueda con las piernas muy abiertas y el escobillón en la mano; el segundo introducía con manos temblorosas la carga en la boca del cañón; un hombre encorvado, el oficial Tushin, tropezó en el afuste, avanzó sin ver al general y se puso a mirar haciendo visera con la mano.

—Añade dos líneas más e irá justo —gritó tratando de imprimir a su voz un garbo que no cuadraba con su persona—. ¡Pieza dos! —añadió—. ¡Fuego, Medvediev!

Bagration llamó. Tushin saludó con movimiento tímido y torpe, no como los militares, sino como bendicen los sacerdotes, y se acercó al general colocando tres dedos a la visera. Los cañones eran para disparar sobre la cañada, pero Tushin tiraba bombas incendiarias a la aldea de Schöngraben, de donde salían grandes grupos de franceses.

Nadie había ordenado a Tushin adónde y qué proyectiles debía utilizar, pero él decidió que convendría incendiar la aldea tras consultarlo con el sargento mayor Zajárchenko, a quien estimaba mucho. «Está bien», respondió Bagration al parte del oficial; como si calculase algo, estudió el campo de batalla delante de él. Los franceses se acercaban por el ala derecha. El regimiento de Kiev se hallaba al pie del altozano; en la cañada se oían descargas de fusiles; más a la derecha, lejos de los dragones, un oficial indicó al príncipe una columna francesa que rebasaba el flanco ruso. A la izquierda, un bosque cercano limitaba el horizonte. El príncipe Bagration ordenó a dos batallones del centro que reforzasen el flanco derecho. El oficial del séquito indicó que si se marchaban los dos batallones, las baterías estarían desprotegidas. El príncipe Bagration se giró y lo miró en silencio con ojos vacuos. Al príncipe Andréi le parecía justa e irrefutable la observación del oficial. Pero entonces el ayudante del jefe del regimiento, apostado en la cañada, llegó para decir que una numerosa tropa francesa avanzaba por la parte baja y que el regimiento se replegaba en desorden hacia los granaderos de Kiev. El príncipe Bagration inclinó la cabeza aprobando y asintiendo. Fue al paso hacia la derecha y envió a los dragones a un edecán con orden de atacar a los franceses. El edecán regresó media hora después a decir que el comandante del regimiento de dragones se había retirado más allá del barranco, pues el cañoneo contra ellos estaba causando muchas bajas inútiles, de modo que había ordenado a los tiradores desmontar y adentrarse en el bosque.

—Está bien —dijo Bagration.

Mientras se alejaba de la batería, también se oyeron disparos a la izquierda, en el bosque. Como la distancia hasta el flanco izquierdo era mucha para llegar a tiempo, el príncipe Bagration envió a Zherkov a decir al general que lo mandaba, el que en Braunau presentó el regimiento a Kutúzov, que se retirase detrás del barranco, pues el ala derecha probablemente no podría retener al enemigo mucho tiempo. Tushin y el batallón de su batería quedaron olvidados. El príncipe Andréi escuchaba hablar al príncipe Bagration con los jefes y las órdenes que daba. Le sorprendió que el príncipe no diese realmente ninguna orden y que solo tratase de hacer creer que cuanto ocurría por las circunstancias, azar o por la iniciativa de sus subordinados no era por orden suya, sino al menos según sus propias intenciones. Gracias al tacto del príncipe Bagration, Bolkonsky vio que, pese al albur y la independencia de los hechos con respecto a la voluntad del jefe, su presencia lograba grandes resultados. Los oficiales superiores que acudían a él con los rostros alterados volvían más tranquilos; soldados y oficiales lo saludaban alegremente; se animaban con su presencia y, según parecía, se jactaban ante él de su valor.

CAPÍTULO XVIII

El príncipe Bagration y su séquito, una vez alcanzaron lo más alto del flanco derecho, descendieron hacia donde se oía fuego graneado y el humo de la pólvora cubría todo. Cuanto más se acercaban a la depresión, menor era la visibilidad y más patente era la cercanía del campo de batalla. Comenzaron a ver heridos; dos soldados llevaban a otro por los brazos, la cabeza ensangrentada. Escupía y emitía gruñidos roncos. La bala le había entrado por la boca o el cuello; otro caminaba con paso decidido, desarmado y solo; chillaba y el dolor le hacía agitar el brazo, del que manaba abundante sangre que le empapaba el capote. Su semblante reflejaba más susto que sufrimiento; lo acababan de herir. Cruzaron el camino y fueron cuesta abajo por una pendiente; allí yacían más hombres. Se toparon con un grupo de soldados, algunos no heridos. Subían con esfuerzo y, pese a la presencia del general, hablaban a gritos agitando los brazos. Vislumbraron entre el humo capotes grises alineados; el oficial, al ver a Bagration, corrió gritando hacia los soldados que subían en pelotón y les ordenó regresar. Bagration se acercó a las filas donde sonaban los disparos ahogando las órdenes del oficial. El aire olía a humo de pólvora. Las ennegrecidas caras de los soldados parecían alegres. Algunos limpiaban sus fusiles con las baquetas; otros echaban pólvora y sacaban las cargas de la cartuchera; algunos disparaban, si bien nadie sabía sobre quién. No se veía al enemigo debido al humo que flotaba sin ser disipado. El silbido grato y el zumbido de los proyectiles eran la norma. «¿Qué es esto? —pensó el príncipe Andréi al acercarse a un grupo de soldados—. No es una avanzada en orden abierto porque están apiñados. No puede ser un ataque si no avanzan; ni están formados porque no están en orden.»

El comandante del regimiento, un viejo flaco de aspecto débil, párpados caídos que casi le tapaban la mitad de los ojos dando a su mirada cierta dulzura, acercó su caballo al de Bagration y lo recibió afectuosamente, como el dueño de una casa que acoge a un querido huésped. Informó al príncipe de que los franceses habían lanzado la caballería sobre su regimiento; habían rechazado el ataque, pero la mitad de los soldados habían muerto o estaban heridos. El comandante decía que el ataque había sido rechazado aplicando el término militar a lo ocurrido en su regimiento; pero ignoraba lo sucedido durante la media hora a sus tropas, ni podía asegurar si el ataque había sido repelido o si había destruido a su regimiento. Solo sabía que habían empezado a caer proyectiles y granadas sobre el regimiento y matado a muchos hombres; luego alguien gritó: «¡La caballería!», y sus soldados se pusieron a disparar. Aún lo hacían, pero no sobre la caballería, que había desaparecido, sino sobre los infantes franceses que disparaban sobre ellos desde el barranco. El príncipe Bagration inclinó la cabeza para decir que todo iba como él quería y esperaba. Dio órdenes a un edecán de que hiciese bajar del cerro a los dos batallones del VI de cazadores ante quienes había pasado poco antes. Al príncipe Andréi lo asombró el cambio del rostro de Bagration, que ahora expresaba la decisión concentrada y dichosa de quien toma rápidamente el último impulso un día caluroso antes de zambullirse en el agua. No tenía la mirada soñolienta ni ojos vacuos o el gesto aparentemente reflexivo. Sus ojos redondos y resueltos de gavilán miraban con entusiasmo y desdén sin detenerse en nada, pero sus movimientos tenían la anterior lentitud uniforme.

El comandante del regimiento rogó al príncipe Bagration que se alejase de aquel lugar tan peligroso. «Se lo ruego en nombre de Dios, excelencia», dijo, y miró pidiendo ayuda a un oficial del séquito que trataba de apartarse. «¡Mire!», le señalaba las balas que zumbaban, cantaban y silbaban a su alrededor. Hablaba con la voz quejosa y reprobatoria de un carpintero al ver a su amo manejar el hacha: «Nosotros estamos hechos, pero a usted le saldrán callos en las manos». Hablaba como si las balas no pudiesen matarlo a él y los ojos enfatizaban sus palabras. El oficial de Estado Mayor se unió al comandante del regimiento en sus súplicas, pero el príncipe Bagration no respondió. Ordenó un alto el fuego y que dejasen sitio a los dos batallones que se acercaban. Mientras hablaba, una brisa como una mano invisible arrastró de derecha a izquierda la cortina de humo y dejó a la vista el barranco y el cerro opuesto con tropas francesas en movimiento. Todos se fijaron en la columna francesa que iba hacia las líneas rusas zigzagueando por el terreno. Podían verse ya los gorros de piel de los soldados y los uniformes de los oficiales, y la bandera que flameaba en el aire.

—Marchan bien —comentó alguien en el séquito de Bagration.

La cabeza de la columna enemiga ya avanzaba hacia el barranco. El choque debía producirse en ese lado de la pendiente…

Los restos del regimiento ruso formaron y fueron a la derecha. Abriéndose paso por entre los rezagados, llegaban en orden los dos batallones del VI de cazadores. Aún no habían llegado adonde estaba Bagration, pero se oían sus pasos rítmicos, pesados y sonoros. A la izquierda del flanco izquierdo, cerca de Bagration, pasó un jefe de compañía, un hombre de buena planta, cara redonda y expresión bobalicona, el mismo que había salido corriendo de la chabola de oficiales. Sin duda en aquel momento solo pensaba en desfilar valerosamente ante su jefe.

Desfiló con la satisfacción del buen militar, moviendo las fornidas piernas como si nadase; se erguía sin esfuerzo, lo cual lo distinguía del paso lento de los soldados, que intentaban ajustar su marcha a la del comandante. Llevaba pegado a la pierna el sable pequeño y curvo, muy poco parecido a un arma, desenvainado. Miraba al jefe y a sus soldados sin perder el paso, giraba ágilmente su cuerpo vigoroso, como poniendo toda su alma en desfilar delante del general con marcialidad. Sentía que lo hacía bien y era feliz. «Un, dos…; un, dos…; un, dos…», parecía decir a cada paso. Al ritmo de ese compás, los soldados avanzaban con el peso de los petates y los fusiles, como si repitiesen mentalmente: «Un, dos…; un, dos…». Un comandante corpulento pasó jadeando, sin marcar el paso, evitando cada matojo; un rezagado se adelantó corriendo, respiraba trabajosamente, el temor por la infracción cometida en el rostro. Un proyectil de cañón cruzó con su silbido sobre la cabeza del príncipe Bagration y su séquito y, al ritmo de «un, dos…; un, dos…», cayó sobre la columna. «¡Cerrad las filas!», gritó el comandante de la compañía con energía. Los soldados continuaron tratando de rodear el punto donde había estallado el proyectil. Un suboficial condecorado con la cruz de San Jorge, que se había detenido donde estaban los muertos, se unió a la tropa, cambió el paso y giró la cabeza con enfado. «Un, dos…; un dos…», parecía oírse en aquel silencio amenazador sobre el compás de los pies que golpeaban rítmicamente la tierra.

—¡Bravo, muchachos! —exclamó el príncipe Bagration.

—¡A la…, oh, oh, oh, oh!… —gritaron en las filas. Un soldado que desfilaba a la izquierda, miró a Bagration con aire sombrío como diciendo: «Ya lo sabemos». Otro también gritaba al pasar sin girarse como para no perder el paso.

Se dio la orden de parada y de soltar los bultos.

Bagration pasó revista a las filas y descabalgó. Entregó las bridas a un cosaco, se quitó la capa, estiró las piernas y enderezó el gorro. La columna francesa se hizo visible al pie del cerro con sus oficiales al frente.

—¡Con Dios! —gritó Bagration con voz clara.

Entonces se volvió hacia sus soldados, agitó los brazos y con el paso torpe del jinete avanzó por el escabroso terreno. El príncipe Andréi notó que una fuerza irresistible lo empujaba adelante y sentía una inmensa dicha.

Los franceses estaban encima. El príncipe Andréi avanzaba junto a Bagration y veía los correajes, las charreteras rojas y las caras de los soldados. Distinguió a un viejo oficial francés con polainas que subía trabajosamente por la ladera aferrándose a las matas. El príncipe Bagration no daba órdenes; seguía avanzando en silencio al frente de sus hombres. De pronto sonó un disparo en el campo francés; lo siguió otro y un tercero…; las líneas en desorden del enemigo se cubrieron de humo y dieron comienzo las descargas de fusiles; cayeron varios hombres, entre ellos el oficial de cara redonda que había desfilado con alegría y aire marcial. En cuanto sonó el primer tiro, Bagration se volvió a las tropas y gritó: «¡Hurra!».

De todas las filas salió un prolongado «¡hurra!». Atrás quedó el príncipe Bagration. Adelantándose unos a otros sin ninguna formación, pero de jubilosos y animados, los soldados rusos se precipitaron sobre los franceses, cuyas filas se habían roto.

CAPÍTULO XIX

El ataque del VI de cazadores aseguró la retirada del flanco derecho. La acción de la batería olvidada de Tushin en el centro había incendiado la aldea de Schöngraben y detuvo el avance de las tropas francesas. Propagado por el viento, los franceses tuvieron que sofocar el fuego dando tiempo a organizar la retirada en el centro a través del barranco. Se hizo rápida y ruidosamente, aunque las tropas retrocedieron en orden. En el flanco izquierdo, constituido por los regimientos de infantería de Azov y Podolsk y por los de húsares de Pavlogrado, las armas rusas fueron atacadas y rebasadas por fuerzas francesas al mando de Lannes, y su situación era desesperada. Bagration envió a Zherkov al general comandante del flanco izquierdo con la orden de replegarse.

Zherkov, con la mano de la visera, espoleó el caballo y salió al galope. Sin embargo, poco después de alejarse de Bagration, lo abandonó el coraje, un miedo insuperable lo dominó y no pudo avanzar hacia el peligro.

Al llegar a la altura de las tropas del flanco izquierdo no continuó hacia donde sonaban los fusiles, sino que buscó al general y a los mandos donde no podían encontrarse, y por eso no pudo dar la orden que llevaba.

El mando del ala izquierda recaía por antigüedad en el comandante del regimiento al que Kutúzov había revistado en Braunau y en el cual Dólokhov servía como soldado raso, pero el extremo del ala izquierda estaba a cargo del jefe del regimiento de Pavlogrado, donde servía Rostov, lo que provocó un malentendido. Ambos jefes estaban disgustados entre ellos. Mientras en el flanco derecho se combatía hacía tiempo y los franceses ya habían iniciado el ataque, ellos perdían el tiempo con reproches sin más objeto que ofenderse uno a otro. El regimiento de caballería y el de infantería estaban poco preparados para la acción. Desde el soldado hasta el general parecían ajenos a una batalla que no esperaban y se ocupaban de asuntos pacíficos: los de caballería, en apacentar a los animales; los de infantería, en partir leña.

—Es superior a mí en graduación —se encendió el coronel alemán de húsares hablando al edecán que le enviaban—. Que haga lo que quiera, pero yo no puedo sacrificar a mis húsares. ¡Corneta! ¡Toca retreta!

Entretanto, la cosa se ponía fea. Las descargas de fusil y los cañonazos se mezclaban resonando a la derecha y en el centro; los capotes franceses de los tiradores de Lannes ya cruzaban el dique del molino y formaban en el otro lado, a un tiro de piedra. El coronel de infantería se acercó al caballo con paso inquieto, montó y fue muy tieso hacia el comandante del regimiento de Pavlogrado. Ambos jefes se encontraron y saludaron correctamente ocultando su rabia.

—Coronel, se lo repito; no puedo dejar la mitad de mis hombres en el bosque —dijo el general—. Le ruego —repitió— que ocupe la posición y prepare el ataque.

—Y yo le ruego que no se meta en lo que no le importa —repuso el coronel, cada vez más enojado—. Si fuese usted de caballería…

—No soy de caballería, coronel; pero para su conocimiento soy un general ruso…

—Lo sé bien, excelencia —gritó el coronel, rojo como la grana, y picó al caballo.

—Venga a las avanzadas y verá que esta línea no sirve. No dejaré que masacren mi regimiento para darle gusto.

—No sabe lo que dice, coronel. No estoy aquí por gusto y no le permito que me diga eso.

El general aceptó la invitación del coronel para aquel torneo de valor. Así pues, fue con él, el pecho erguido y el ceño arrugado, a inspeccionar la línea, como si sus discrepancias fuesen a desaparecer en las avanzadas, bajo el fuego enemigo. Una vez allí, varias balas silbaron sobre sus cabezas; ambos jefes se detuvieron en silencio. No había nada que ver porque desde donde estuvieron antes ya se veía claramente que entre matorrales y barrancos era imposible que la caballería maniobrase y que los franceses rebasaban el ala izquierda. El general y el coronel se miraron con aire grave y severo, como dos gallos a punto de pelearse, esperando en vano un indicio de cobardía del otro, y ambos salieron airosos. Como nada tenían que decirse y ninguno deseaba dar al otro una excusa para decir que fue el primero en huir de las balas, habrían estado así, probándose, si en el bosque, casi a sus espaldas, no hubiesen sonado disparos de fusil y gritos. Los franceses habían atacado a los soldados que recogían leña. Los húsares no podían retroceder con la infantería. A la izquierda, las avanzadas enemigas cortaban la retirada. Pese a las dificultades del terreno, había que atacar ya para pasar.

El escuadrón de Rostov apenas había tenido tiempo para montar en los caballos cuando se vio detenido por el enemigo. Como en el puente de Enns, entre el escuadrón y los franceses no había nada salvo la terrible línea de lo desconocido y del miedo, como la frontera entre los vivos de los muertos. Todos sentían esa línea y se preguntaban si podrían o no pasarla y de qué modo. El coronel se acercó a su tropa, respondió con enojo a las preguntas de los oficiales y dio una orden como alguien aferrado a su idea. Nadie decía nada, pero en el escuadrón se rumoreó sobre un ataque próximo. Se ordenó formar y oyó el ruido de sables al ser desenvainados. Pero nadie se movía. Las tropas del flanco izquierdo, como la infantería y los húsares, sabían que los jefes estaban perdidos y su indecisión contagió a los subalternos.

«¡Cuanto antes, cuanto antes!», pensaba Rostov sintiendo que había llegado el momento de probar la emoción del ataque del que tanto le habían hablado los húsares, sus camaradas.

—¡Muchachos! ¡Con ayuda de Dios!… —sonó la voz de Denisov—. ¡Al trote! ¡March…!

En la primera fila las grupas de los caballos se agitaron. Grachik tiró de las riendas y él mismo se puso en marcha.

Rostov veía a la derecha las primeras líneas de sus húsares; un poco más adelante había una franja oscura indefinible que le parecía el enemigo. Se oían disparos lejanos.

—¡Trote largo! —se ordenó. Rostov sintió que Grachik se lanzaba al galope.

Presentía los movimientos de su caballo y eso lo emocionaba. Vio delante un árbol solitario. Le pareció puesto en medio de la línea que él creía tan terrible. Al dejarlo atrás notó que no lo era, sino que todo era más alegre y animado a cada paso. «¡Oh, atacaré al primero que encuentre!», pensó Rostov apretando la empuñadura del sable.

—¡Hurra! —atronaron las voces.

«¡Bien! ¡Que caiga quien sea bajo mis manos!», se dijo Rostov picando a Grachik, que adelantó a todos al galope. Delante se veía al enemigo. De pronto algo como una inmensa escoba azotó al escuadrón. Rostov levantó el sable, pero el soldado Nikítenko, que galopaba delante, se separó de él. Como en un sueño, Rostov sintió que corría con insólita rapidez; no obstante, seguía donde estaba. Un húsar conocido, Bandarchuk, acudió y lo miró enfadado. El caballo de Bandarchuk se apartó y siguió.

«Pero ¿qué me pasa? ¿Por qué no avanzo? He debido caer… debo estar muerto», se preguntó y respondió Rostov. Estaba solo en medio del campo. En lugar de caballos a la carrera y espaldas de húsares, solo veía tierra inmóvil y rastrojos. Debajo de él brotaba una sangre tibia. «No, estoy herido y han matado a mi caballo.» Grachik intentó levantarse sobre las patas delanteras y cayo atrapando la pierna del jinete. La sangre manaba de su cabeza y el pobre animal se debatía sin poder levantarse. También quiso ponerse en pie Rostov, pero cayó y su bolsa de cuero se enganchó en la silla. No sabía dónde estaban los suyos, ni tampoco los franceses. Alrededor no había nadie.

Finalmente sacó la pierna y se levantó. «¿Dónde está la línea que separaba a los dos ejércitos?», se preguntaba. «Algo malo me ha pasado… ¿Y qué se hace en estos casos?», se preguntó mientras se incorporaba; entonces notó que algo pesado le tiraba del brazo izquierdo y estaba insensible. Le parecía que no era suyo. Lo examinó, pero no halló sangre. «¡Oh! Viene alguien… Me ayudarán», pensó con alivio al ver que acudían varios hombres. Delante iba un soldado de tez bronceada y nariz aguileña uniformado con un extraño chacó y capote azul. Lo seguían dos y un grupo más numeroso. Uno de ellos habló en algo que no era ruso. Entre aquellos hombres iba un húsar ruso. Lo sujetaban por los brazos y llevaban detrás a su caballo.

«Es uno de los nuestros, prisionero… Sí… También a mí pueden apresarme. ¿Quiénes son?», pensó Rostov sin dar crédito a sus ojos. Veía a los franceses acercarse. Aunque momentos antes avanzaba para alcanzarlos y descargar su sable sobre ellos, ahora su cercanía le parecía algo tan terrible que no podía creerlo. «¿Quiénes son? ¿Por qué corren así? ¿Van a matarme? ¿A mí, a quien tanto quieren todos?» Recordó el cariño de su madre, de familiares y amigos, y le pareció imposible la intención de los enemigos de matarlo. «¡Tal vez vengan a matarme!» Estuvo más de diez segundos inmóvil sin comprender su situación. El francés de la nariz aguileña, el primero del grupo, estaba tan cerca que podía ver su expresión. Y su rostro encendido, extraño, de un hombre con la bayoneta calada y conteniendo la respiración que avanzaba sin esfuerzo hacia él lo asustó. Sacó la pistola, se la tiró al francés y corrió hacia los matorrales. No corría con la incertidumbre y el deseo de lucha que sintió en el puente de Enns, sino como la liebre acosada por los sabuesos. Lo embargaba el temor por su vida joven y feliz; saltaba entre los linderos con la rapidez con que corría cuando de niño jugaba al escondite; parecía volar sobre el campo; giraba a ratos su rostro pálido, amable y juvenil; un escalofrío de terror le recorría el cuerpo. «Es mejor no volverse a mirar», pensó. Pero al llegar junto a los arbustos se giró. Los franceses estaban atrás y, cuando Rostov miraba, el que guiaba el grupo iba al paso y se volvía a gritar unas palabras a otro que lo seguía. Rostov se detuvo. «No… no pueden querer matarme.» El brazo izquierdo le pesaba como si llevase una piedra. No podía avanzar. El francés se detuvo también y disparó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Una bala tras otra zumbaron sobre él. Entonces, con un esfuerzo postrero, Rostov se sujetó el brazo izquierdo con la mano derecha y corrió hasta los arbustos, donde había un grupo de fusileros rusos.

CAPÍTULO XX

Sorprendidos por el enemigo, los regimientos de infantería huían del bosque, y las compañías retrocedían en desorden mezcladas unas con otras. Un soldado, presa de pánico, gritó algo sin sentido pero terrible en la guerra: «¡Estamos rodeados!», lo cual se unió a un sentimiento de terror y se extendió por toda la tropa.

—¡Estamos rodeados! ¡Nos han cortado la retirada! ¡Estamos perdidos! —gritaban quienes huían.

Cuando el jefe del regimiento oyó aquello y los disparos supo que algo terrible sucedía en su regimiento; la idea de que él, un oficial modélico, con años de servicio y una hoja intachable sin un solo caso de negligencia o falta de iniciativa, se sintió tan abrumado que olvidó al ingobernable coronel de caballería y la distinción que corresponde a un general e hizo caso omiso del peligro y del instinto de conservación. Picó entonces al caballo y galopó hacia sus hombres entre una lluvia de balas que no llegó a herirlo. Solo deseaba saber qué ocurría, ayudar a sus soldados y corregir como fuese el error que habría podido cometer para seguir siendo el oficial modélico que servía en el ejército desde hacía veintidós años sin nada que serle reprochado.

Sorteó a los franceses, se acercó al campo tras el bosque por donde corrían los rusos, que iban cuesta abajo sin escuchar las voces de mando. Había llegado ese punto de vacilación moral que decide la suerte de una batalla. ¿Obedecerían esos soldados sin orden la voz de su jefe o huirían más lejos? Pese a los gritos del general, antes tan temibles para los soldados, pese a su rostro encendido, furioso, desencajado, y a cómo agitaba su sable, los soldados corrieron gritando y disparando al aire sin obedecer sus órdenes. La vacilación moral que decide una batalla se inclinaba a favor del miedo.

El general, desgañitado y ahogado por el humo de la pólvora, se detuvo. Todo parecía perdido. Pero entonces, los franceses que avanzaban sobre los rusos se replegaron sin motivo aparente, y enseguida desaparecieron de la linde del bosque para dejar paso a los tiradores rusos. Era la compañía de Timojin. Había permanecido sola en el bosque, en orden, escondida tras los árboles, y atacaba a los franceses de forma imprevista.

Timojin se abalanzó sobre el enemigo con gritos salvajes, armado solo con su sable y los franceses, antes de poder reaccionar, tiraron sus armas y huyeron. Dólokhov, que corría junto a Timojin, mató a un francés y agarró por el cuello a un oficial que se rendía. Volvieron los fugitivos, se reorganizaron los batallones, y los franceses, que habían dividido sus tropas del ala izquierda, fueron repelidos. Las reservas se reagruparon y los fugitivos se detuvieron. El jefe del regimiento estaba junto al puente con el comandante Ekonomov observando la retirada de las compañías, cuando se le acercó un soldado con la cabeza vendada, un capote azul, pero no tenía chacó ni petate; cruzándole el pecho, le colgaba una cartuchera francesa; de la misma procedencia era la espada de oficial que empuñaba. El soldado estaba pálido, miraba con osadía al jefe mientras sus labios sonreían. Aunque el comandante del regimiento estaba dando órdenes, se fijó en él.

—Excelencia, dos trofeos —dijo Dólokhov mostrando la espada francesa y la cartuchera—. He hecho prisionero a un oficial y he detenido a la compañía.

Dólokhov respiraba trabajosamente y sus frases salían entrecortadas.

—La compañía es testigo. ¡Le ruego que lo tenga presente, excelencia!

—Bien —dijo el jefe del regimiento; y se volvió al comandante Ekonómov.

Pero Dólokhov no se alejaba. Se quitó la venda de la cabeza y mostró la sangre en el cabello.

—Es una herida de bayoneta. Pero he permanecido en filas… Recuérdelo, excelencia.

Quedó olvidada la batería de Tushin. Solo al final de la batalla, como continuaban los cañonazos en el centro, el príncipe Bagration envió al oficial de Estado Mayor de servicio y luego al príncipe Andréi para ordenar que la retirasen cuanto antes. Los soldados que cubrían los cañones de Tushin ya habían sido retirados, pero la batería aún disparaba. No había caído en manos francesas porque el enemigo no podía suponer que cuatro cañones indefensos tuviesen la audacia de disparar. Por el contrario, el enemigo supuso por su intenso fuego que en el centro se habían concentrado las principales fuerzas de los rusos; dos veces trató de conquistar aquel punto y fue rechazado por la metralla de los cuatro únicos cañones.

Poco después de la marcha de Bagration, Tushin pudo incendiar Schöngraben.

—¡Vaya! ¡Cómo se mueven! ¡Qué humo! ¡Bien! ¡Arden! ¡Cuánto humo! —se animaron los artilleros.

Todos los cañones disparaban hacia el incendio sin esperar órdenes. Los soldados de la batería gritaban a cada disparo: «¡Bravo! ¡Así! ¡Más cerca!… ¡Eso es! ¡Magnífico!». Avivado por el viento, el incendio se extendía con rapidez. Las columnas francesas, que habían salido de la aldea, retrocedieron; como para vengarse del golpe, pusieron diez cañones a la derecha de la aldea y dispararon sobre la batería de Tushin.

El gozo infantil que provocaba el incendio y el entusiasmo por el éxito contra los franceses, hizo que los artilleros rusos no se percatasen de la batería colocada por el enemigo hasta que dos proyectiles, seguidos de cuatro más, cayeron entre los cañones de Tushin matando a dos caballos y arrancando una pierna a uno de los sirvientes. Sin embargo, aquello no redujo el entusiasmo, sino que únicamente lo alteró un poco. Los caballos fueron sustituidos por otros del tiro de reserva, trasladaron a los heridos y Tushin apuntó sus cuatro cañones contra los diez de la batería francesa. Un oficial, camarada de Tushin, murió al inicio de la batalla, diecisiete de los cuarenta servidores de la batería fueron dados de baja, pero el ánimo de los artilleros no decaía. Vieron en dos ocasiones que abajo, no lejos de ellos, aparecían franceses que les disparaban metralla.

El pequeño oficial de movimientos inseguros y torpes se giraba continuamente a su asistente pidiéndole otra pipa y, dispersando en el aire el fuego, corría adelante para observar a los franceses haciendo visera con la mano.

—¡Duro con ellos! —gritaba mientras ayudaba a colocar en posición las piezas empujando las ruedas y desenroscando los tornillos.

Rodeado de humo, sordo a causa de los disparos que lo sacudían cada vez, Tushin corría de un cañón a otro con su pipa apuntando, contando las cargas, ordenando con voz aguda y vacilante sustituir los caballos muertos o heridos. Su rostro se iba animando. Solo si mataban o herían a alguno de sus hombres arrugaba el entrecejo y, apartándose de la víctima, gritaba a los soldados, que nunca se apresuraban a retirarlo. Los soldados, en su mayoría buenos mozos y, como es normal entre los artilleros, anchos de hombros y dos palmos más altos que su jefe, lo miraban como niños avergonzados, y la expresión de Tushin se reflejaba en sus caras.

El fragor, los gritos y la necesidad de mantenerse atento y activo hacían que Tushin no sintiese miedo; no pensaba siquiera que pudiesen matarlo o herirlo, sino que se sentía más y más alegre. Le parecía que había pasado mucho tiempo desde que vio al enemigo y realizó el primer disparo, y que el lugar donde se hallaba le era muy conocido y familiar. Aunque recordase y calculase todo e hiciese cuanto habría hecho el mejor oficial en su lugar, se hallaba en una especie de delirio febril o de ebriedad.

El estruendo de los cañones y el zumbido y los estallidos de los proyectiles enemigos, la vista de aquellos hombres sudorosos y enrojecidos que corrían junto a las piezas, la sangre de los hombres y los caballos y la humareda de la batería enemiga, a la que seguía el proyectil que caía sobre la tierra, los soldados, los cañones o los caballos, trajeron a su imaginación un mundo fabuloso y placentero para él en esos momentos. En su mente los cañones del enemigo no eran tales, sino pipas con las que un fumador invisible escupía volutas de humo.

—¡Vuelve a fumar! —se decía en voz baja mientras una nueva fumarada era arrastrada por el viento hacia la izquierda—. Ahora a esperar la bolita para devolvérsela.

—¿Ordena algo, excelencia? —preguntó el suboficial más cercano y lo oyó mascullar.

—Nada, una granada… —respondió.

«Bien, querida Matvéyevna», se dijo. En su mente Matvéyevna era el gran cañón antiguo de uno de los extremos. Los franceses se le antojaban hormigas junto a su batería. Un artillero, bien plantado y borracho, el número uno del segundo cañón, era el tío en su novelería; Tushin lo miraba más a menudo que a los otros y se alegraba con cada uno de sus movimientos. El ruido de fusiles al pie del cerro, a veces débil y otras no, se le antojaba el ritmo de una respiración. Seguía concentrado las sucesivas pausas de aquellos sonidos.

«Ya respira otra vez», se decía. Se veía como un gigante que arrojaba sus proyectiles sobre el enemigo con ambas manos.

—¡Matvéyevna, madrecita, no nos dejes mal! —decía alejándose del cañón, cuando oyó una voz desconocida.

—¡Capitán Tushin! ¡Capitán!

Tushin se giró sobresaltado. Era el oficial de Estado Mayor que lo había echado de la cantina de Grunt. Le gritaba con voz ahogada:

—¿Está loco o qué? Se le ha ordenado dos veces que se retire y usted…

«¿Qué les habré hecho yo?», pensó Tushin mirando con temor al oficial.

—Yo… no… —dijo llevándose dos dedos a la visera—. Yo…

Pero el coronel no pudo terminar su frase. Un proyectil lo obligó a inclinarse sobre su caballo. Calló. Quiso hablar de nuevo, pero otra explosión lo detuvo. Volvió grupas y se alejó galopando.

—¡Retirada! ¡Repliéguense todos! —gritó desde lejos.

Los soldados rieron. Poco después llegó un edecán con la misma orden.

Era el príncipe Andréi. Lo primero que vio al llegar al emplazamiento de los cañones de Tushin fue un caballo desenganchado con una pata rota relinchando lastimosamente. La sangre le manaba a borbotones. Entre los avantrenes yacían varios cadáveres. Varios proyectiles pasaron sobre él mientras se acercaba; un temblor le recorrió la espalda. Pero pensar que podía sentir miedo lo reanimó. «No puedo tener miedo», pensó apeándose entre los cañones.

Dio la orden y no abandonó la batería. Quería que retirasen los cañones delante de él. Preparaba la retirada de las piezas junto con Tushin mientras deambulaban entre los cadáveres, bajo el encarnizado fuego de los franceses.

—Usted no es como el de antes; ha venido un coronel y se ha ido volando —dijo el suboficial al príncipe Andréi—. No es como su excelencia.

El príncipe Andréi no hablaba con Tushin. Estaban tan ocupados que ni se habían visto según parecía. Tras engoznar los dos cañones intactos sobre sus avantrenes, iniciaron el descenso y dejaron atrás las otras dos piezas destrozadas. Entonces Bolkonsky se acercó a Tushin.

—Bueno, hasta la vista —tendió la mano al artillero.

—Hasta la vista, amigo —repuso Tushin—. ¡Adiós, mi buen amigo! —repitió con los ojos llenos de lágrimas sin saber el motivo.

CAPÍTULO XXI

El viento había amainado, y las nubes, oscuras y bajas sobre el campo de batalla, se mezclaban en el horizonte con el humo de la pólvora. En la oscuridad los resplandores de dos incendios se destacaban. El cañoneo era menor, pero no los disparos de fusil, más numerosos y cercanos detrás y a la derecha. Cuando Tushin, que alcanzaba y rebasaba sin cesar a grupos de heridos, salió de la zona de fuego y llegó con sus cañones al pie de la cañada vio a los jefes y edecanes. Allí estaban el oficial de Estado Mayor y Zherkov, enviado sin éxito dos veces a la batería de Tushin. Todos se interrumpieron al ordenarle lo que se debía hacer y adonde ir mientras le hacían observaciones y reproches; Tushin calló porque cuando intentaba hablar se le saltaban las lágrimas sin que él supiese el motivo. Siguió así sobre su caballo. Se había ordenado abandonar a los heridos, pero muchos seguían a la tropa y pedían que los dejasen montar sobre los cañones. El oficial de infantería que antes de la batalla había salido de la chabola de Tushin yacía con una bala en el vientre sobre el afuste de «Matvéyevna». Un cadete de húsares, pálido y sujetándose una mano con la otra, se acercó a Tushin a pedirle que le permitiese sentarse.

—Capitán, por amor de Dios, tengo el brazo lesionado —dijo tímidamente—. No puedo andar… ¡Por Dios!

Sin duda había pedido más de una vez permiso para acomodarse en cualquier lugar y se lo habían negado. Siguió pidiendo con voz tímida y titubeante:

—¡Ordene que me permitan subir, por Dios!

—Dejadlo subir —ordenó Tushin—. Extiende un capote —dijo a su soldado favorito—. ¿Y el oficial herido?

—Lo hemos retirado. Estaba muerto —respondió alguien.

—Dejad que se siente… Siéntate, amigo. Extiende el capote, Antonov.

El cadete era Rostov. Se sujetaba una mano con la otra. Estaba pálido y la mandíbula inferior le temblaba. Lo sentaron sobre «Matvéyevna», el cañón de donde retiraran al oficial muerto. El capote estaba lleno de sangre que manchó el pantalón y las manos de Rostov.

—¿Estás herido? —Tushin se acercó al cañón donde estaba sentado Rostov.

—Es solo una contusión.

—¿De dónde es entonces la sangre de los pantalones?

—Es del oficial, excelencia —repuso un artillero, y limpió la sangre con una manga, como excusándose por la suciedad del cañón.

Con dificultades, y con la ayuda de la infantería, habían conseguido ir cuesta arriba con los cañones. Al llegar a la aldea de Guntersdorf se detuvieron. Estaba tan oscuro que no se veía a diez pasos los uniformes de los soldados. El tiroteo cesaba. De repente sonaron de nuevo gritos y disparos cercanos a la derecha. En la oscuridad los fogonazos destellaban. Era el último ataque de los franceses, al que respondían los soldados alojados en las casas de la aldehuela. Todos la abandonaron, pero los cañones de Tushin no podían moverse y los artilleros, su capitán y el cadete de húsares se miraban sin hablar, esperando su destino. El tiroteo menguó; de una calle llegó la conversación alegre de unos soldados.

—¿Estás entero, Petrov? —preguntaba uno.

—Buena les hemos dado. Ya no volverán —repuso otro.

—¡No se ve nada! ¡Se han masacrado entre ellos! ¡Qué oscuro está! ¿Hay algo para beber?

Los franceses habían sido rechazados una última vez. En la oscuridad reinante, los cañones de Tushin se pusieron de nuevo en marcha entre el confuso clamor de la infantería.

Parecía fluir en la oscuridad un río invisible y tenebroso entre murmullos, voces y ruido de cascos y ruedas. Entre la confusión, los gemidos y las voces de los heridos sonaban con fuerza y nitidez; parecían llenar la negrura circundante. Los gemidos y la oscuridad eran una sola cosa. Poco después hubo una agitación cuando alguien pasó sobre un caballo blanco, seguido por su séquito, y dijo algo.

—¿Qué? ¿Adónde ahora? ¿Hay que parar? ¿Dio las gracias? —preguntaron desde todas partes y la muchedumbre en movimiento empezó a agolparse porque quienes iban a la cabeza se habían detenido. Se extendió el rumor de que habían ordenado parar. Todos se detuvieron en un sucio camino.

Se encendieron fogatas y la conversación subió de tono. El capitán Tushin dio sus órdenes a la compañía y mandó buscar un puesto de socorro o un médico para atender al cadete; después se sentó al amor del fuego preparado por los soldados. Rostov se acercó como pudo a la fogata. Tiritaba por el dolor, el frío y la humedad. Quería dormir, pero el dolor del brazo se lo impedía. Cerraba los ojos, luego miraba fijamente las llamas rojizas y cálidas, después a la figura encorvada y débil de Tushin, sentado a su lado con las piernas cruzadas. Los ojos inteligentes y bondadosos de Tushin lo miraban con compasión y cariño. Veía que Tushin quería ayudarlo de corazón, pero carecía de medios.

El rumor de pasos y voces de soldados que pasaban bien a pie o a caballo y se instalaban cerca sonaba por doquier. El ruido de esos pasos y voces, el chapoteo de los caballos en el barro, el crepitar de la leña en las fogatas se confundían en un solo ruido confuso y vacilante.

Ya no era un río invisible en la negrura, sino un tenebroso mar que se asienta tras la tempestad. Rostov miraba y escuchaba cuanto pasaba ante él y a su alrededor sin entender nada.

Un soldado de infantería se acercó, se sentó en cuclillas, y acercó las manos al fuego mirando a Tushin.

—¿Me permite, excelencia? —preguntó—. He perdido a mi compañía. No sé dónde estoy. ¡Qué desgracia!

También se acercó un oficial de infantería con una mejilla vendada, y pidió a Tushin que ordenase mover un poco los cañones para dejar paso a un carro. Tras el jefe de la compañía llegaron dos soldados insultándose y peleando para quedarse con una bota.

—¡Sí, la has cogido tú, ladrón! —gritaba uno.

Después llegó un soldado pálido y flaco con el cuello vendado con un trapo ensangrentado y exigió agua a los artilleros en tono furioso.

—¿Es que tengo que morir como un perro? —dijo.

Tushin mandó que trajesen agua. Luego apareció un soldado de buen humor pidiendo fuego para los de infantería.

—¡Un poco de fuego para la infantería! ¡Que os vaya bien! Gracias por la lumbre, os la devolveremos con intereses —dijo llevándose un tizón.

Cuatro soldados que transportaban algo muy pesado pasaron junto a la fogata. Uno de ellos tropezó.

—¡Han dejado leños en medio del camino! —gruñó—. ¿Para qué lo lleváis si está muerto? —preguntó alguien.

—¡Al diablo! —y desaparecieron. Tushin preguntó a Rostov:

—¿Duele?

—Sí, duele.

—Excelencia, lo llama el general —dijo un artillero a Tushin—. Está en la isba.

—Voy ahora mismo.

Tushin se puso en pie y se alejó abrochándose el capote. No lejos de la fogata de los artilleros, el príncipe Bagration estaba sentado en la isba preparada para él. Tenía delante la mesa dispuesta para la cena y hablaba con algunos jefes de unidad. Allí estaba el viejecillo de los ojos entornados, que roía con ansia un hueso de cordero; el general de los veintidós años de intachable servicio, encendido por el vodka y la cena; el oficial de Estado Mayor con su anillo; Zherkov, que miraba inquieto a todos; y el príncipe Andréi, pálido, con los labios fruncidos y los ojos brillantes.

En un rincón de la isba había una bandera tomada a los franceses; el auditor civil tocaba la tela de la bandera y sacudía su cabeza, quizá porque le interesaba el paño o porque le resultaba penoso, con el hambre que sentía, asistir a una comida en la que no participaba por falta de cubiertos. Un coronel francés apresado por los dragones estaba en una isba cercana. Los oficiales acudían a verlo. El príncipe Bagration dio las gracias a algunos jefes y pidió el parte de la batalla y de las pérdidas. El comandante del regimiento presentado en Braunau contaba que al principio de la acción se retiró del bosque, reunió a los soldados que partían leña, dejó pasar a los franceses y los atacó a la bayoneta calada con dos batallones, lo cual los puso en fuga.

—Cuando vi, Excelencia, que el primer batallón estaba deshecho, me paré en el camino y pensé: «Dejaré que pasen y recibiré al enemigo con fuego graneado». Y eso hice.

El comandante del regimiento había ansiado tanto realizar aquel movimiento de tropas y lamentaba tanto no haber podido realizarlo que se convenció de que las cosas habían sucedido como él pensaba; y quizá así era. ¿Es que se podía discernir en medio de aquel caos lo que se había hecho o no?

—También debo decirle —continuó recordando la conversación entre Dólokhov y Kutúzov, y su encuentro con el degradado— que el soldado degradado Dólokhov capturó a un oficial francés delante de mí y se ha distinguido.

—Fue en ese momento, excelencia, cuando vi el ataque del regimiento de Pavlogrado —terció Zherkov mirando a su alrededor; aquel día no había visto en absoluto a los húsares y las únicas noticias que tenía eran las de un oficial de infantería—. Arrollaron dos cuadros, excelencia.

Algunos sonrieron pensando que sería una broma. Pero al ver que su relato contribuía a la gloria del ejército ruso y de aquella jornada, recuperaron su expresión seria, aunque muchos supiesen bien que la afirmación de Zherkov era una mentira infundada. El príncipe Bagration se volvió al anciano coronel.

—Les doy las gracias, señores. Todos se han portado heroicamente. ¿Por qué han quedado abandonados dos cañones en el centro? —preguntó el príncipe Bagration buscando a alguien con los ojos. No se refería a los cañones del flanco izquierdo, pues sabía que allí se abandonaron todos los cañones al iniciarse la acción—. Creo recordar que le pedí averiguarlo —dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.

—Uno quedó destrozado —contestó este—; el otro, no lo sé; yo mismo estuve allí casi todo el tiempo y di las órdenes… acababa de irme… La verdad es que la cosa estaba mal —terminó con aire modesto.

Alguien dijo que el capitán Tushin se encontraba en la aldea y que habían enviado a buscarlo.

—Usted también estuvo —dijo el príncipe Bagration a Bolkonsky.

—Sí. No coincidimos por poco —sonrió amablemente el oficial de servicio al príncipe Andréi.

—No tuve el placer de verlo —contestó fría y secamente el príncipe Andréi. Todos callaron. En el umbral apareció Tushin abriéndose paso tímidamente tras las espaldas de los generales en la pequeña isba. Confuso, como siempre que se hallaba delante de sus jefes, Tushin no vio el asta de la bandera y tropezó.

Algunos rieron.

—¿Por qué han abandonado un cañón? —Bagration arrugó el entrecejo no tanto contra el capitán como contra quienes reían, entre los que destacaba Zherkov.

Tushin pensó por primera vez en lo horrible de su falta y en la ignominia de perder dos cañones estando él con vida ahora que estaba ante su jefe. Había experimentado tantas emociones que hasta entonces no tuvo tiempo de pensarlo. Las risas de los oficiales lo azoraron más. Se mantenía firme delante de Bagration. Le temblaba la mandíbula inferior. Apenas pudo decir:

—No sé… Excelencia… No tenía bastantes hombres, excelencia.

—Podía haberlos tomado de las tropas de protección.

Tushin no dijo que no había tales tropas, aunque fuese verdad. Creía que, si lo decía, comprometería a otro jefe y miraba a Bagration como el alumno a los ojos de su profesor cuando no sabe qué decir.

Aquel silencio se prolongó. El príncipe Bagration, que no quería mostrarse severo, no sabía qué decir y los demás no osaban meter la cuchara en la conversación. El príncipe Andréi miraba a Tushin de reojo y movía los dedos.

—Excelencia —Bolkonsky habló con su voz cortante—, usted me envió a la batería del capitán Tushin; fui y encontré muertos a dos tercios de los hombres y de los caballos, dos cañones triturados y ninguna tropa de protección.

El príncipe Bagration y Tushin miraban ahora a Bolkonsky.

—Si me permite una opinión, excelencia —continuó—, diré que el éxito de esta jornada lo debemos en gran parte a esa batería y a la firmeza heroica del capitán Tushin y su compañía.

El príncipe Andréi se levantó y se apartó de la mesa. El príncipe Bagration miró a Tushin. Sin duda no quería dudar de la opinión de Bolkonsky y que le costaba creerla a pies juntillas. Inclinó la cabeza y dijo a Tushin que podía retirarse.

El príncipe Andréi salió detrás del capitán.

—¡Oh, amigo! ¡Gracias! ¡Me ha sacado de un apuro! —le dijo Tushin. Bolkonsky lo miró y se alejó sin responder; estaba apenado.

Cuanto ocurría era tan raro y distinto de lo que él había esperado.

«¿Quiénes son? ¿Qué hacen aquí? ¿Qué necesitan? ¿Cuándo terminará esto?», pensaba Rostov mirando a las sombras que se agitaban delante de él. El dolor en el brazo empeoraba y se caía de sueño; ante sus ojos bailaban círculos rojos; las voces, los rostros y el sentimiento de soledad se mezclaban con el dolor; eran esos soldados heridos y no heridos los que le apretaban y retorcían los nervios, los que cauterizaban la carne de su brazo roto y del hombro. Para librarse de ellos cerró los ojos.

Durmió unos momentos durante los cuales vio imágenes distintas: a su madre con su larga mano blanca; los delgados hombros de Sonia, los ojos y la risa de Natacha; vio a Denisov, con su voz fuerte y sus bigotes; a Telianin y su historia con él y Bogdanich. Todo aquello se confundía con el soldado del vozarrón, que le sujetaba el brazo provocándole un fuerte dolor, lo presionaban y tironeaban siempre en la misma dirección. Intentaba separarse, pero no lograba que abandonasen su brazo y su hombro. No habría sufrido tanto si no tirasen así; pero no podía librarse de ellos.

Abrió los ojos y miró arriba. La noche descendía casi hasta las brasas de la fogata y la nieve caía en polvo menudo. Tushin no había regresado y el médico no aparecía.

Estaba solo. Un soldado en cueros calentaba frente a él junto a la fogata su cuerpo delgado y bilioso.

«Nadie me necesita —pensó Rostov—. Nadie viene a auxiliarme ni a consolarme. ¡Y en casa todos me querían!» Suspiró y emitió un gemido involuntario.

—¿Le duele algo? —El soldado sacudió la camisa sobre el fuego. Sin aguardar respuesta, carraspeó y dijo—: ¡Cuántos han caído hoy! ¡Un horror!

Rostov no atendía. Miraba la nieve que revoloteaba sobre el fuego y recordó el invierno ruso, su casa tibia y luminosa, su abrigo de piel, los trineos, su cuerpo fornido, el amor y los cuidados de la familia. «¿Para qué habré venido?», se preguntó.

Los franceses no atacaron al día siguiente y lo que quedaba del destacamento de Bagration pudo unirse al ejército de Kutúzov.

Vestido femenino tradicional ruso, muy amplio, sin mangas y con tirantes.

Ya ve al desdichado Mack.

¡Dios, qué ingenuo!

Cuarenta mil hombres masacrados y el ejército de nuestros aliados destruido, y a ti te hace gracia. Está bien que un niño se ría como este individuo del que te has hecho amigo, pero no tú, no tú…

¡Muy buenos días!

¡Qué trabajador!

¡Arriba los austríacos! ¡Arriba los rusos! ¡Arriba el káiser Alejandro!

¡Y arriba todo el mundo!

¡Y viva todo el mundo!

Ciudad de Brno, en la República Checa.

¡Su alteza!

Hasta la vista.

No obstante, querido, pese a la alta estima que profeso al ejército ruso «ortodoxo», confieso que su victoria no es de las más contundentes.

El príncipe Murat y todos los demás torbellinos.

Cabeza de puente.

Refriega.

Expresión, palabra, dicho.

Hay que honrar a la «u».

Para los bellos ojos.

Entre nos, querido.

La mujer es la compañera del hombre.

Ah, excelencia.

Nos vamos. ¡El villano nos pisa los talones!

Los mariscales.

Que solo vio fuego y olvidó lo que debía hacer con el enemigo.

Tampoco. Eso pone a la corte en apuros. No es traición, ni cobardía ni idiotez; es como en Ulm… Es… es Mack. Estamos mackados.

Filósofo.

Carruaje.

A este ejército ruso, al cual el oro de Inglaterra ha transportado por todo el mundo, le haremos correr la misma suerte (la del ejército de Ulm).

Ridículo.

He aquí el placer de los campos, príncipe.

¿De qué habla?

¡Maldita sea!

¡Qué raro, mi príncipe!

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Lleva Guerra y paz contigo