Guerra y paz

LIBRO DUODÉCIMO – 1812

LIBRO DUODÉCIMO

CAPÍTULO I

En las altas esferas de San Petersburgo la enmarañada lucha entre los partidarios de Rumyantsev, de los franceses, de María Fiódorovna, del príncipe heredero y otros personajes, era más encarnizada que nunca, aunque quedase enturbiada por el zumbido de los zánganos cortesanos. Pero la sosegada y lujosa vida de San Petersburgo, sin más preocupación que los reflejos distorsionados de la realidad, seguía su curso. Quienes llevaban esa existencia debían afanarse para comprender el peligro y la dura situación del pueblo ruso. Se celebraban las fiestas, bailes y espectáculos del teatro francés; continuaban los intereses de las cortes, del servicio y las intrigas de siempre. Solo en los círculos más elevados trataban de hacer comprender la situación. Se contaba en voz baja la dispar reacción de las dos zarinas en aquellas circunstancias. La zarina madre, María Fiódorovna, preocupada por el bienestar de las instituciones educativas y benéficas que presidía, había ordenado llevarlas a Kazán, y sus bienes estaban embalados y dispuestos. La zarina Elisabetha Alexeievna, con el patriotismo del que hacía gala, había contestado a quienes le preguntaban que no podía dar órdenes sobre las instituciones estatales, pues dependían del zar; pero en lo personal, aseguró que sería la última en salir de San Petersburgo.

El 26 de agosto, el día de la batalla de Borodinó, Ana Pávlovna organizó una velada cuyo reclamo era leer una carta de Su Eminencia escrita con ocasión del envío de la imagen de San Sergio al zar, y que era considerada un modelo de elocuencia patriótica y religiosa. El príncipe Vasili, que tenía fama de excelente lector y se la había leído a la zarina, iba a leerla.

Se consideraba un arte pronunciar en voz alta y cantarina las palabras, mezclando gritos de angustia con tiernos susurros al margen del significado, así que una palabra coincidía casualmente con el grito y otra con el susurro. La lectura tenía un significado político, como cualquier velada de Ana Pávlovna. Acudirían personajes importantes a quienes había que reprochar su asistencia al teatro francés y cuyos sentimientos patrióticos debían ser azuzados. Muchos invitados ya habían llegado, pero la anfitriona aún no veía a las personas que necesitaba; así pues, postergó la lectura y promovió la conversación general.

La novedad de la jornada en San Petersburgo era la enfermedad de la condesa Bezúkhov. Días antes, la condesa había enfermado; faltó a varias reuniones; se decía que no recibía a nadie y que en lugar de confiar en los habituales doctores de San Petersburgo, se había puesto en manos de un médico italiano que la estaba tratando con un método nuevo y extraordinario.

Nadie ignoraba que la enfermedad de la condesa tenía su origen en la fatiga de casarse con dos hombres, y que los cuidados del italiano consistían en evitar esa fatiga. Pero en presencia de Ana Pávlovna ninguno habría osado pensarlo; es más, nadie parecía saberlo.

—Dicen que la pobre condesa está muy mal. El médico dice que es una angina de pecho.

—¿Una angina? ¡Oh, es una enfermedad terrible!

—Dicen que los rivales se han reconciliado gracias a la angina…

La palabra angina era repetida con deleite.

—El viejo conde está afectado, según dicen. Lloró como un niño cuando el médico le dijo que el caso es grave.

—¡Oh! Sería una pérdida terrible. Es una mujer arrebatadora.

—Hablan de la pobre condesa —Ana Pávlovna se acercó—. He mandado a preguntar por ella. Me han dicho que estaba un poco mejor. ¡Oh! ¡Sin duda, es la mujer más encantadora del mundo! —sonrió ante su propio entusiasmo—. Pertenecemos a mundos distintos, pero eso no me ha impedido estimarla como merece. Es muy desdichada —añadió.

Suponiendo que con tales palabras Ana Pávlovna había levantado ligeramente el velo del misterio en torno a la dolencia de la condesa, un joven imprudente expresó su extrañeza porque no hubiesen llamado a médicos famosos y que la condesa se hubiese puesto en manos de un charlatán que podía administrarle peligrosas pócimas.

—Puede que sepa más que yo —espetó Ana Pávlovna con venenosa acritud al joven bisoño—. Pero sí sé de buena tinta que este médico es un hombre muy sabio y ducho. Es el médico personal de la reina de España.

Tras anonadar al atrevido con esas palabras, Ana Pávlovna se volvió a Bilibin, que, en otro grupo, hablaba de los austríacos frunciendo el ceño y preparándose a desarrugarla y decir un mot.

—Creo que es encantador —se refería a una nota diplomática con la que habían sido devueltas a Viena las banderas austríacas tomadas por Wittgenstein, el héroe de Petropol, como se lo llamaba en San Petersburgo.

—¿Qué dice? —preguntó Ana Pávlovna para provocar un silencio y dejarle decir el mot que ella ya conocía.

Bilibin repitió textualmente el despacho diplomático que él había escrito:

—El zar devuelve las banderas austríacas, banderas amigas y extraviadas que ha encontrado fuera del camino —dijo Bilibin desarrugando el ceño.

—Charmant! Charmant! —exclamó el príncipe Vasili.

—Tal vez sea el camino de Varsovia —dijo en voz alta el príncipe Hipólito.

Todos se volvieron hacia él, sin comprender qué quería decir. El príncipe Hipólito miró alrededor, sorprendido. Tampoco él comprendía el significado de sus palabras. Durante su carrera diplomática había observado que las frases dichas al azar eran muy ingeniosas; por eso había dicho lo primero que le vino a la cabeza. «Tal vez quede bien, si no, ya lo arreglarán», pensó. Así pues, en el silencio embarazoso que se produjo, entró el personaje no lo bastante patriótico a quien Ana Pávlovna deseaba convertir. Sonriendo a Hipólito y amenazándolo con el dedo, invitó al príncipe Vasili a ir a la mesa, le llevó dos candelabros, el manuscrito y le rogó que leyese. Todos enmudecieron.

—«Muy augusto soberano y emperador —comenzó seriamente el príncipe Vasili mirando a todos para asegurarse de que nadie objetase nada. No se oyó ni mu—. La primera capital del reino, Moscú, la nueva Jerusalén, recibe a su Cristo —recalcó el «su»— como una madre que, teniendo en brazos a sus fieles hijos, vislumbra en las tinieblas la espléndida gloria de tu imperio y canta alegre: ¡Hosanna! ¡Bendito seas!»

El príncipe Vasili pronunció esto último con voz llorosa. Bilibin se examinaba las uñas; otros parecían turbados y se preguntaban cuál sería su culpa. Ana Pávlovna susurró, como las viejas con las oraciones de la comunión: «Que ese Goliat arrogante y audaz…».

El príncipe Vasili prosiguió:

—«Que ese Goliat arrogante y audaz, llegado de las fronteras de Francia, rodee las tierras de Rusia con los horrores de la muerte. La humilde fe, como la honda del David ruso, derribará la cabeza de su sanguinario orgullo. Ofrecemos a Su Majestad esta imagen de San Sergio, secular defensor del bien patrio. Lamento que mis pocas fuerzas no me permitan contemplar y admirar vuestro augusto rostro. Elevo al cielo mis plegarias para que el Todopoderoso dé fuerza a la generación de los justos y cumpla los deseos de Su Majestad.»

—¡Qué fuerza! ¡Qué estilo! —alabaron todos al lector y al autor del mensaje.

Exaltados por aquella lectura, los invitados comentaron largo rato la situación de la patria haciendo suposiciones sobre el éxito de la batalla que se libraría pronto.

—Verán cómo mañana, cumpleaños del zar, llegan buenas noticias. Lo presiento —dijo Ana Pávlovna.

CAPÍTULO II

El presentimiento de Ana Pávlovna era justificado. El día después, durante el servicio religioso en el palacio por el cumpleaños del zar Alejandro, avisaron en la iglesia al príncipe Volkonsky de que había llegado un informe de Kutúzov. Era el informe escrito por el Serenísimo en la aldea de Tatarinovo el día de la batalla. Kutúzov escribía que los rusos no habían retrocedido, que las pérdidas francesas eran superiores y que escribía aquel parte en el campo de batalla a falta de los últimos datos. Eso suponía la victoria. Ya en el templo dieron las gracias al Altísimo por su ayuda.

El presentimiento de Ana Pávlovna se había cumplido y esa mañana reinó en la ciudad un ambiente festivo. Todos consideraban la victoria cosa hecha y hablaban de la captura del propio Napoleón, de su destronamiento y la elección de un nuevo jefe para los franceses.

Lejos del campo de batalla, en aquel ambiente cortesano, era difícil ver los sucesos en su plenitud y fuerza. Los hechos generales se agrupan en torno a uno concreto. El principal placer de los cortesanos no consistía en la victoria, sino en que la noticia hubiese llegado en el día del cumpleaños del Soberano. Era como una sorpresa. En el parte de Kutúzov se hacía referencia a pérdidas rusas: Tuchkov, Bagration, Kutaisov. Era el lado triste que, en el mundo petersburgués, se concentraba en torno a la muerte de Kutaisov. Todos lo conocían, el zar lo quería, era joven y atractivo.

Aquel día se decían todos al verse:

—¡Qué coincidencia! ¡Justo en la ceremonia de acción de gracias! ¡Y qué pérdida la de Kutaisov! ¡Qué pena!

—¿Qué decía yo de Kutúzov? —comentaba el príncipe Vasili con orgullo de profeta—. Siempre he dicho que solo él sería capaz de vencer a Napoleón.

Pero al día siguiente no se recibieron noticias y todos se inquietaron. Los cortesanos sufrían por la incertidumbre del zar.

—¡Cómo está el zar! —decían y no ensalzaban a Kutúzov, sino que lo maldecían como responsable de la ansiedad del monarca.

Ese día el príncipe Vasili no se jactó de su protégé Kutúzov. Cuando alguien hablaba del general en jefe, él callaba. Además, en la tarde de ese día todo pareció conjurarse para tener a los petersburgueses en la confusión y la inquietud. Se difundió otra noticia terrible: la condesa Helena Bezúkhov había muerto de repente, fulminada por aquella enfermedad tan agradable de pronunciar. Oficialmente se decía que la condesa Bezúkhov había muerto de un ataque agudo de angina de pecho; pero en los círculos más íntimos se contaba que el médico de confianza de la reina de España le había administrado pequeñas dosis de un medicamento para provocar cierto resultado; pero que ella, afligida por las sospechas de su padre y la falta de respuesta de su marido, el desgraciado y disoluto Pierre, que no había respondido a sus cartas, tomó una gran dosis y había muerto entre dolores atroces antes de que nadie pudiese ayudarla. Se decía que el príncipe Vasili y el viejo conde quisieron actuar contra el italiano, pero que este había mostrado cartas tan comprometedoras para la pobre difunta que optaron por dejarlo en paz.

Así pues, la comidilla giraba en torno a tres sucesos luctuosos: la falta de noticias del zar, la muerte de Kutaisov y la de Helena.

Al tercer día después de recibirse el parte de Kutúzov, llegó a San Petersburgo un terrateniente de Moscú y corrió la noticia de que Moscú había sido abandonada y ocupada. ¡Era horrendo! ¡En qué situación se hallaba el zar! Kutúzov era un traidor, y el príncipe Vasili, durante las visitas de condolencias por la muerte de su hija, aseguraba que no cabía esperar otra cosa de Kutúzov, aquel viejo ciego y degenerado al que tanto había elogiado antes. Se le podía perdonar el olvido de lo que había sostenido hasta entonces debido al dolor por el fallecimiento de su hija.

—Solo me asombra que hayan dejado la suerte de Rusia a semejante hombre —decía.

Como la noticia no era oficial, se podía dudar, pero al día siguiente llegó un parte de Rostopchín:

Un edecán del príncipe Kutúzov trae un mensaje pidiéndome oficiales de policía para acompañar al ejército al camino de Riazán. Asegura que abandona Moscú con pena. Majestad: El acto de Kutúzov decide la suerte de la capital y de vuestro imperio. Rusia se agitará al saber del abandono de la ciudad que concentra la grandeza de Rusia y donde reposan las cenizas de vuestros ancestros. Seguiré al ejército. He hecho evacuar todo. Ya solo puedo llorar la suerte de mi patria.

Recibido ese informe, el zar envió, por medio del príncipe Volkonsky, el siguiente rescripto a Kutúzov:

Príncipe Mijaíl Ilariónovich:

Desde el día 29 de agosto no he recibido informes suyos. No obstante, el 1 de septiembre el general gobernador de Moscú me comunicó, desde Yaroslav, la triste noticia de que usted había decidido abandonar Moscú. Puede imaginar el efecto de semejante noticia y su silencio aumenta más mi asombro. El general edecán, príncipe Volkonsky, portador de la presente, tiene orden de ser informado sobre la situación en que se halla el ejército y los motivos que lo han impulsado a esta decisión tan triste.

CAPÍTULO III

Nueve días después del abandono de Moscú llegó a San Petersburgo el mensajero de Kutúzov con el anuncio oficial de ese hecho. Se trataba del francés Michaux, que no hablaba ruso y, como él mismo decía: quoique étranger, russe de cœur et d’âme.

El zar lo recibió de inmediato en su propio despacho del palacio de Kammeni Ostrov. Michaux, que jamás había estado en Moscú antes de la campaña y no hablaba ruso, se conmovió delante de notre très gracieux souverain, según escribió él mismo, para informarlo del incendio de Moscú, dont les flammes éclairaient sa route.

Aunque el motivo de la pena del señor Michaux debía de ser distinto del que sentían los rusos, al ser introducido en el gabinete del zar tenía un semblante tan triste que el monarca le preguntó:

—¿Me trae malas noticias, coronel?

—Muy tristes, señor: el abandono de Moscú —Michaux bajó la mirada y suspiró.

—¿Han dejado mi antigua capital sin luchar? —preguntó el zar con el semblante enrojecido.

Michaux comunicó con gran respeto lo que le había dicho Kutúzov: que era imposible mantener una batalla en Moscú y la única solución era perder el ejército y la ciudad o solo esta. El general en jefe había escogido lo último.

El zar escuchaba en silencio, sin mirar a Michaux.

—¿Ha entrado el enemigo en la ciudad? —preguntó.

—Sí, señor, y ha quedado reducida a cenizas a estas horas. He dejado todo en llamas —respondió con decisión Michaux.

Al mirar al zar se asustó de lo dicho. El monarca respiró hondo, el labio inferior le tembló y se le llenaron de lágrimas sus ojos azules. Pero solo duró un instante. El zar frunció el ceño, como reprochándose su debilidad, alzó la cabeza y dijo a Michaux con voz firme:

—Veo, coronel, por todo lo que nos ocurre, que la Providencia nos exige grandes sacrificios… estoy dispuesto a someterme a su voluntad; pero, dígame, Michaux, ¿cómo ha dejado al ejército abandonar mi antigua capital sin disparar un tiro, vistas las circunstancias? ¿No ha notado desaliento…?

Viendo más tranquilo al amable soberano, Michaux también se calmó; pero no había tenido tiempo de preparar su respuesta a la pregunta directa y principal del zar, que exigía la misma franqueza.

—Señor, ¿me permite hablarle con franqueza como militar leal? —preguntó para ganar tiempo.

—Coronel, lo exijo siempre. No me oculte nada, quiero saberlo todo.

—¡Señor! —Michaux esbozó una sonrisa apenas perceptible tras preparar una respuesta con la forma ligera y respetuosa de un juego de palabras—. ¡Señor! He dejado a todo el ejército, desde los jefes hasta el último soldado sin excepción, muertos de miedo…

—¿Cómo? —lo interrumpió el zar—. ¿Mis rusos se dejan vencer por la desgracia…? ¡Nunca…!

Eso esperaba Michaux para introducir su juego de palabras.

—Señor, ellos solo temen que Su Majestad se deje convencer para firmar la paz porque tiene un corazón bondadoso. Se mueren por luchar y demostrarle sacrificando sus vidas cuánta lealtad le guardan…

—¡Ah! Me tranquiliza, coronel —dijo el zar recobrando la serenidad y el brillo de los ojos.

Dio unas palmadas en el hombro de Michaux, bajó la cabeza y guardó un breve silencio.

—Regrese al ejército —dijo a Michaux, con un gesto dulce y majestuoso irguiéndose todo lo alto que era—. Y dígales a nuestros valientes, dígales a todos nuestros buenos súbditos, allí por donde pase, que cuando no me quede un solo soldado, yo mismo me pondré a la cabeza de mi querida nobleza, de mis buenos campesinos y utilizaré hasta el último recurso de mi imperio. Él me ofrece mucho más de lo que creen mis enemigos. Pero si alguna vez se ha escrito en los decretos de la Divina Providencia que mi dinastía debe dejar de sentarse sobre el trono de mis antepasados, entonces, tras agotar todos los medios a mi alcance, me dejaré crecer la barba hasta aquí e iré a comer patatas con el último de mis campesinos antes que firmar el oprobio de mi patria y de mi querida nación cuyos sacrificios sé apreciar…

Pronunciadas estas palabras con voz conmovida, Alejandro se volvió como si deseara esconder a Michaux las lágrimas y se dirigió al fondo de su gabinete. Allí se quedó un rato y regresó a zancadas junto a Michaux y dio un enérgico apretón en el brazo por debajo del codo. El bello y dulce rostro del soberano estaba rojo y sus ojos brillaban de resolución e ira.

—Coronel Michaux, no olvide lo que le digo; tal vez un día lo recordemos con placer… Napoleón o yo —Alejandro se llevó la mano al pecho—. No podemos reinar juntos. He aprendido a conocerlo y no me volverá a engañar…

Y calló con el ceño fruncido.

Al escuchar las palabras y ver la expresión resuelta en los ojos de Alejandro, Michaux, quoique étranger, mais Russe de cœur et d’âme, se sintió en tan solemne instante enthousiasmé par tout ce quil venait d’entendre, como dijo después, y con las siguientes palabras expresó sus sentimientos y los del pueblo ruso, de quien se sentía representante:

—Señor, Su Majestad firma en estos momento la gloria de la nación y la salud de Europa.

Con una inclinación de cabeza el zar despidió a Michaux.

CAPÍTULO IV

Cuando media Rusia estaba conquistada y los moscovitas huían lejos, cuando se movilizaban continuas levas de milicias para defender la patria, quienes no vivimos en aquella época imaginamos que todos los rusos, del más pequeño al más grande, solo se dedicaban a ofrecer su vida para salvar su patria o llorar su pérdida. Todos los relatos y las descripciones de entonces nos hablan de sacrificios, amor a la patria, desesperación, heroísmo y del dolor de los rusos. En realidad no fue así. Nos lo parece porque solo vemos del pasado el interés histórico general del momento y no los intereses particulares de los hombres de entonces. Sin embargo, hoy esos intereses personales prevalecen sobre los generales y a veces los borran del todo. La mayoría de los hombres de entonces no prestaban atención a la marcha de los acontecimientos y se dejaban guiar por sus intereses personales inmediatos; fueron precisamente ellos los protagonistas más eficaces de los sucesos del momento.

Quienes trataban de comprender los hechos e intentaban influir en su desarrollo con actos de abnegación y heroísmo eran los miembros menos útiles de la sociedad. Veían todo al revés, y cuanto hacían con su mejor voluntad eran sandeces sin provecho, como los regimientos de Pierre y Mamonov, que saqueaban las aldeas rusas, o las vendas preparadas por las damas, que jamás llegaron a los heridos.

Incluso quienes hacían gala de su ingenio y expresaban sus sentimientos, al hablar de Rusia, ponían en sus palabras sin darse cuenta la huella de la ficción, el engaño, la censura inútil o la rabia contra hombres acusados de acciones sin culpable. En hechos históricos no se debe acudir a frutos del árbol de la sabiduría. Solo es fructífera la actuación inconsciente, y el hombre con un papel en los hechos históricos nunca comprende su importancia. Si trata de comprenderlos, enferma de esterilidad.

La trascendencia de los sucesos del momento en Rusia era incomprensible para un hombre cuanto más cerca estaba de ellos. En San Petersburgo y en las provincias alejadas de Moscú, damas y caballeros uniformados lamentaban el destino de Rusia y de la capital, hablaban de sacrificios, y demás. Pero en el ejército, que se replegaba más allá de Moscú, casi nadie hablaba o pensaba en la ciudad, nadie juraba vengarse de los franceses al ver las llamas; solo se pensaba en la próxima soldada, en la próxima etapa, en la cantinera Matrioshka, o en cosas así…

Sin intención de sacrificio, sino por casualidad, pues la guerra lo había encontrado en pleno servicio, Nikolái Rostov participaba en la defensa de la patria; por eso veía cuanto ocurría en Rusia sin amargura ni pesimismo. Si alguien le hubiese interrogado qué opinaba de la situación, habría respondido que no necesitaba pensar, que para eso estaban Kutúzov y otros; pero había oído que se cubrirían las bajas en las unidades, que probablemente habría lucha para tiempo y que, así las cosas, era probable que fuese puesto al mando de un regimiento en dos años.

Así pues, no lamentó que lo enviasen a comprar caballos para la división a Vorónezh, lo cual lo privaba de participar en la lucha, sino que recibió la noticia con un placer que no ocultaba y que sus compañeros comprendían.

Nikolái recibió el dinero y los documentos unos días antes de la batalla de Borodinó; enviaron a varios húsares por delante, y él partió para Vorónezh con caballos de posta.

Solo quien ha pasado varios meses seguidos en un ambiente castrense de guerra comprende el placer de Nikolái Rostov cuando salió con sus forrajes, carros de vituallas y ambulancias. Cuando lejos de los soldados, los convoyes y las huellas que revelan la presencia de un campamento, vio las aldeas con mujiks, campesinas, casas señoriales, campos con rebaños, estaciones de postas con sus encargados dormidos, se alegró tanto como si lo viese por primera vez. Le llamaba sobre todo la atención y le producía una intensa felicidad ver mujeres jóvenes y saludables sin que las rondasen una docena de oficiales; mujeres satisfechas y deseosas de que un oficial de paso bromease.

Nikolái llegó de noche y con un humor excelente a Vorónezh. En el hotel pidió cuanto no había tenido en el ejército; a la mañana siguiente, tras rasurarse con esmero y con el uniforme de gala, que no se ponía hacía mucho tiempo, se presentó a las autoridades.

El jefe de milicias era un general a quien divertían sus ocupaciones militares y su alta graduación. Recibió a Nikolái con aire adusto porque creía que ahí radicaba el rasgo principal del servicio militar, e interrogó con palabras graves al joven, aprobando o no la marcha de los acontecimientos. Pero Nikolái estaba tan contento que aquella actitud le divirtió.

Después del jefe de milicias, visitó al gobernador, un hombrecillo inquieto, cariñoso y sencillo.

Indicó a Rostov las cuadras donde hallaría lo que buscaba y le recomendó a un tratante de la ciudad y, a veinte kilómetros de allí, a un propietario rural que tenía muy buenos caballos. Además, le prometió su apoyo.

—¿Es usted hijo del conde Iliá Andréievich Rostov? —preguntó—. Mi mujer era muy amiga de su madre. Los jueves recibo visitas, así que le ruego que venga a casa sin ceremonia aprovechando que hoy es jueves —dijo el gobernador al despedirse.

Nikolái tomó un coche de postas y recorrió con el sargento los veinte kilómetros que lo separaban del propietario indicado. Este primer momento de su estancia en Vorónezh era alegre y fácil, como ocurre cuando uno está bien dispuesto y las cosas salen a pedir de boca.

El propietario era un viejo solterón, antiguo oficial de caballería y buen conocedor de caballos, cazador y dueño de un viejo vodka centenario, de un excelente vino de Tokai y una buena cuadra.

Con dos palabras cerraron el negocio. Nikolái compró por seis mil rublos diecisiete potros como hermanos gemelos, según decía. Después de la comida, en la cual hizo los honores algo más de lo debido al excelente vino de Tokai, Nikolái abrazó al propietario, a quien ya tuteaba, y regresó por aquel pésimo camino.

Nikolái no cesaba de estimular al cochero para llegar a tiempo a la velada del gobernador.

Se cambió de traje, se remojó la cabeza, se perfumó y, con retraso pero con la frase vaut mieux tard que jamais, llegó a la casa del gobernador.

No se trataba de un baile; nadie había dicho que bailarían; pero se sabía que Ekaterina Petrovna interpretaría al clavicordio valses y écossaise y que se bailaría. Por eso todos habían ido con traje de baile.

La vida de provincias en 1812 era la de siempre, salvo que la ciudad parecía más animada por la presencia de familias ricas de Moscú; se notaba, como en todo lo que entonces sucedía en el país, una tendencia a no dar importancia a nada, ¡un qué más da y que se hunda todo! Las conversaciones vulgares, tan necesarias en sociedad y que antes se referían al tiempo y a las amistades comunes ahora versaban sobre Moscú, el ejército y Napoleón.

Los reunidos en casa del gobernador pertenecían a la mejor sociedad de Vorónezh.

Había muchas señoras, algunas de las cuales habían conocido a Nikolái en Moscú; ninguno de los hombres podía competir con aquel caballero de la cruz de San Jorge, húsar llegado para comprar caballos, que además era el amable y educado conde Rostov. Entre los hombres había un italiano, prisionero, que había sido oficial del ejército francés. Nikolái vio que la presencia del prisionero aumentaba su importancia de héroe ruso. Para él aquello era como un trofeo. Nikolái lo notaba y le parecía que todos consideraban así al prisionero italiano, con el cual fue afectuoso, digno y reservado.

En cuanto apareció Nikolái con su uniforme, su olor a vino y a perfume y dijo y oyó decir varias veces vaut mieux tard que jamais, todos lo rodearon; todas las miradas se clavaron en él, y se sintió en la posición de favorito general que le correspondía por derecho en provincias y le gustaba; y que ahora, tras una larga privación, lo volvía loco de placer. En las paradas del viaje, en las posadas y en la casa del terrateniente había sirvientas que se desvivían por él. También en la fiesta del gobernador había, se le antojó, muchas jóvenes damas y guapas señoritas aguardando impacientes que Nikolái se fijase en ellas. Todas coqueteaban con él, y las personas de edad pensaron desde el primer momento en casar a ese gallardo y juerguista húsar para que sentase cabeza.

Entre estas últimas estaba la esposa del gobernador, que recibió a Nikolái como a un íntimo, lo llamó por su nombre de pila y lo tuteó desde el principio.

Ekaterina Petrovna atacó valses y écossaise, y empezaron los bailes, durante los cuales Nikolái sedujo a aquella sociedad provinciana gracias a su habilidad. Llamó la atención también su baile desenvuelto; él mismo se sorprendió un poco de bailar así aquella noche. Jamás lo había hecho, y en Moscú lo habría considerado indecente y de mauvais genre. Pero aquí sentía la necesidad de sorprender con algo extraordinario, con algo que debían creer normal en la capital y desconocido en provincias.

Durante la velada Nikolái mostró especial atención por una dama rubia de ojos azules, rechoncha y guapa, esposa de un funcionario de la provincia. Con la ingenua convicción de los jóvenes juerguistas de que las mujeres de los demás están hechas para ellos, Rostov no se apartaba de ella, mostrándose también simpático y un tanto cómplice del marido. Era como si supiesen veladamente lo bien que lo pasarían Nikolái con la esposa de aquel marido. Sin embargo, este marido no parecía compartir la opinión y se esforzaba por mostrarse frío con Rostov. Pero la bondadosa ingenuidad de Nikolái era tal que el marido se dejaba influir por el humor del joven. Al final de la velada, a medida que el rostro de la esposa se encendía y se animaba, el del marido se tornaba triste y serio, como si la animación fuese para ellos dos y la del marido desapareciese conforme aumentaba la de su esposa.

CAPÍTULO V

Sentado en su butaca y con una sonrisa imborrable, Nikolái se inclinaba hacia la rubia dama para dedicarle cumplidos mitológicos.

Cambiando de postura corporal y las de sus piernas, difundía el aroma de su perfume, la admiraba a ella, a sí mismo y el bello contorno de sus piernas ceñidas por el pantalón; Nikolái decía a la rubia que deseaba raptar a una señora de Vorónezh.

—¿A quién?

—Es hermosa, divina. Tiene ojos… —Nikolái la miró—, azules, boca de coral, piel como la nieve —contempló sus hombros —y el torso… de Diana.

El marido se acercó con aire morugo y preguntó de qué hablaban.

—¡Oh, Nikita Ivanich! —dijo Nikolái levantándose cortésmente y, como si desease que Nikita Ivanich participase de sus bromas, le confió sus propósitos de raptar a una rubia.

El marido sonreía sombríamente, la esposa con alegría. La gobernadora se acercó con aire reprobatorio.

—Ana Ignatievna quiere verte, Nikolái —pronunció el nombre de modo que él comprendió que debía tratarse de alguien importante—. Vamos, Nikolái… Tú me has permitido que te llame así, ¿no?

—¡Oh, sí, ma tante! ¿De quién se trata?

—De Ana Ignatievna Malvintseva, que ha oído hablar de ti a una sobrina suya que le contó cómo la salvaste… ¿Lo adivinas?

—¡Oh! ¡Salvé a muchas! —dijo Nikolái.

—Su sobrina es la princesa Bolkónskaya… Está aquí, en Vorónezh, con su tía… ¡Vaya! ¡Cómo te sonrojas! ¿Es que hay algo?…

—Ni lo he pensado siquiera, ma tante.

—Bueno, bueno… Oh! Comme tu es!

La gobernadora lo llevó hacia una anciana alta y gruesa con toca celeste que acababa de terminar su partida de cartas con las personas más importantes de la ciudad. Era la señora Malvintseva, una viuda rica sin hijos, tía materna de la princesa María, que siempre había vivido en Vorónezh. Cuando Rostov se acercó, Ana Ignatievna pagaba lo perdido en el juego. Lo miró entornando los ojos, y siguió con sus reproches al general que le había ganado.

—¡Me alegro de conocerlo! —Tendió la mano a Rostov—. Lo espero en mi casa.

Tras hablar de la princesa María y de su difunto padre, a quien sin duda la señora no quería demasiado, y tras oír cuanto Nikolái sabía del príncipe Andréi, a quien tampoco parecía apreciar, se despidió repitiendo la invitación.

Nikolái lo prometió y se ruborizó. Al hablar de la princesa María, Rostov se sentía apocado y temeroso, lo cual ni él mismo se explicaba.

Cuando se alejó de la señora Malvintseva, quiso regresar al baile, pero la esposa del gobernador puso su mano en el brazo de Nikolái, dijo que debían hablar y lo llevó a un saloncito, de donde salieron quienes estaban allí para dejarles intimidad.

—¿Sabes, mon cher, que es un buen partido? —dijo ella con seriedad—. Justo lo que necesitas. ¿Quieres que me ocupe del asunto?

—¿De quién habla usted, ma tante? —preguntó Nikolái.

—¿Quieres que pida para ti la mano de la princesa? Ekaterina Petrovna dice que Lili sería mejor; pero prefiero a la princesa. ¿Quieres? Seguro que tu maman me lo agradecerá. ¡Es una muchacha encantadora! No es tan fea.

—Claro que no —repuso Nikolái, que pareció ofenderse por aquella observación—. Pero, ma tante, soy un soldado; no me impongo a nadie ni rechazo a nadie —dijo antes de pensar lo que decía.

—Pero recuerda que no es un juego.

—¡Cómo va a ser un juego!

—Sí, sí —prosiguió la esposa del gobernador como hablando consigo misma—. También quería decirte, querido, entre otros. Eres muy asiduo de la otra, la rubia. El marido ya da lástima…

—¡Oh, no! Somos amigos —dijo ingenuamente Nikolái.

No comprendía que un pasatiempo para él disgustase a nadie.

«¿Qué bobada he dicho a la mujer del gobernador? —recordó Nikolái durante la cena—. Ahora tratará de casarme de verdad. ¿Y Sonia…?»

Al despedirse de la gobernadora, cuando ella le dijo con una sonrisa: «Bien, recuerda», la llamó aparte.

—Mire, la verdad es, ma tante…

—¿Qué quieres? Sentémonos aquí.

Nikolái sintió la necesidad y el deseo de contar sus más íntimos pensamientos, que no habría contado a su madre, a su hermana o a un amigo, a esa mujer casi ajena.

Más tarde, al recordar su inexplicable ataque de sinceridad, que tendría para él consecuencias importantes, Nikolái imaginaba que todo había sido fruto de la casualidad. Sin embargo, aquel arranque de franqueza, junto a muchos sucesos, tendría para él y su familia grandes repercusiones.

—Mire, ma tante. Maman hace tiempo que quiere que me case con una mujer rica, pero la idea de casarme por dinero me repele.

—Oh, lo comprendo —asintió la gobernadora.

—Pero la princesa Bolkónskaya es distinta. Seré franco. Me agrada, siento gran simpatía por ella. Desde que la vi en las circunstancias que sabe, de un modo tan raro, he pensado que fue cosa del destino. Sobre todo, maman pensaba en ella hacía ya mucho, pero hasta entonces nunca la había visto. Y mientras mi hermana Natacha estuvo prometida con su hermano, yo no podía pensar en casarme con ella. Debía encontrarla cuando se acababa de romper el compromiso de mi hermana y el príncipe, y después de lo sucedido… Sí, no se lo he dicho a nadie ni lo haré. Solo a usted.

La esposa del gobernador, agradecida, le apretó el codo.

—¿Conoce a Sonia, mi prima? La amo; he prometido casarme con ella y lo haré… Así que ya lo ve, no se puede ni hablar de eso —dijo torpemente.

—Mon cher, mon cher, ¿cómo puedes hablar así? Sonia no tiene nada, y tú mismo dices que los asuntos de tu padre van fatal. ¿Y tú maman? Eso la matará. Además, si Sonia tiene corazón, ¿qué vida va a ser la suya? Tu madre en la desesperación, la fortuna perdida… No, mon cher, Sonia y tú debéis comprenderlo.

Nikolái calló. Le gustaba escuchar aquellas conclusiones. Luego dijo suspirando:

—De todas maneras, ma tante, no puede ser. Y queda por ver si la princesa me quiere. Además está de luto. ¿Acaso podemos pensar en estas cosas?

—¿Crees que lo haré inmediatamente? Hay formas y formas —lo tranquilizó la gobernadora.

—¡Qué buena casamentera es usted, ma tante! —Nikolái le besó la mano.

CAPÍTULO VI

Al llegar a Moscú tras su encuentro con Rostov, la princesa María encontró a su sobrino con el preceptor y una carta del príncipe Andréi ordenando su marcha a Vorónezh, donde los acogería su tía Malvintseva. Las preocupaciones del viaje, el desasosiego por su hermano y los deberes de una vida distinta con nuevas personas, sumadas a la educación del sobrino, ahogaron en el alma de la princesa el sentimiento como una tentación que la había atosigado durante la enfermedad de su padre y tras la muerte de este; sobre todo desde que vio a Nikolái Rostov. Estaba triste; ahora, tras un mes de vida sosegada, sentía cada vez más la pena por la pérdida de su padre y la triste situación de Rusia. La princesa sentía desazón; la idea del peligro que rondaba a su hermano la atormentaba sin cesar, pues era el único ser próximo que tenía. Además, le preocupaba la educación de su sobrino, algo para lo que se sentía incapaz. Pero en el fondo estaba satisfecha por haber reprimido los anhelos personales y las esperanzas relacionados con la aparición de Rostov.

Cuando la esposa del gobernador fue a casa de la señora Malvintseva al día siguiente de la velada para hablar de sus proyectos con ella y sacó a colación que si en las circunstancias actuales era impensable un compromiso oficial, pero sí que ambos jóvenes se conociesen mejor; cuando delante de la princesa María elogió a Nikolái Rostov y contó que se había sonrojado al oír hablar de ella, la princesa no se alegró, sino que sintió dolor; se deshizo su armonía interior y la dominaron los anhelos, las dudas, los reproches y las esperanzas.

En los dos días entre la noticia y la visita de Rostov, la princesa María meditó sobre la conducta que debía mantener ante él. A veces pensaba que no saldría mientras él estuviese con su tía, pues no procedía recibir invitados durante un luto tan riguroso como el suyo; otras veces le parecía que eso sería una grosería después de lo que Rostov había hecho por ella; otras, creía que su tía y la gobernadora tenían proyectos sobre ella y Rostov, pues en ocasiones sus miradas y sus palabras parecían confirmarlo. También se decía que solo una mujer perversa como ella podía pensar eso. Ellas no podían olvidar que en su actual situación, aún con el velo del luto, el noviazgo sería una ofensa a la memoria paterna. La princesa María, suponiendo que vería a Rostov, imaginaba lo que él le diría y qué podría contestarle. Esas palabras le parecían a veces injustamente frías y otras recargadas de sentido. Temía que durante la conversación que mantendrían ella se turbaría y eso la traicionaría.

Pero cuando el domingo, tras la misa, el lacayo anunció que había llegado el conde Rostov, la princesa no se mostró inquieta; solo sus mejillas se ruborizaron y los ojos parecieron encenderse con una nueva y resplandeciente luz.

—¿Lo ha visto, tía? —preguntó tranquilamente, asombrándose ella misma de su calma y naturalidad.

Cuando Rostov entró, la princesa bajó la cabeza un momento para darle tiempo de saludar a su tía; luego, cuando Nikolái se dirigió a ella, la alzó y sus ojos brillantes encontraron los de Nikolái. Con un movimiento digno y con gracia y una sonrisa alegre, la princesa se levantó, tendió la mano fina y delicada y, por primera vez en su vida, su voz sonó con notas nuevas, profundamente femeninas. Mademoiselle Bourienne, allí presente, la miró perpleja. Ni la más experta vanidosa habría actuado mejor al ver a un hombre a quien quisiese agradar.

«O el color negro le sienta muy bien o embelleció sin que yo lo viese. Sobre todo, ¡qué tacto y qué gracia!», pensó mademoiselle Bourienne.

Si la princesa María hubiese podido reflexionar entonces, se habría sorprendido más que la propia mademoiselle Bourienne del cambio. Desde que volvió a ver aquel atractivo rostro amado la invadió una nueva fuerza vital haciéndola hablar y actuar contra su voluntad. Desde que entró Rostov, su rostro se mudó. Como cuando se ilumina de pronto un fanal esgrafiado que parecía tosco, oscuro e insignificante, y se revela la hermosura de ese complejo y artístico trabajo, así se transformó el rostro de la princesa María. Por primera vez mostraba aquella actividad pura y espiritual que había sido el motor de su vida. Todo su trabajo interior, su descontento consigo misma, sus sufrimientos, sus aspiraciones al bien, su docilidad y amor, su sacrificio, relucían en sus ojos, en la sonrisa y en cada rasgo.

Nikolái lo vio tan claramente como si la conociese desde siempre. Notaba que ante él había un ser muy distinto, mucho mejor que cuanto hasta entonces había encontrado y, sobre todo, mejor que él mismo.

Su conversación fue sencilla y banal. Hablaron de la guerra exagerando sin querer, como todos, el propio dolor por aquello. Se refirieron a su anterior encuentro, aunque Nikolái trató de cambiar el tema. Hablaron también de la esposa del gobernador y de los familiares de Nikolái y la princesa María.

La princesa María no decía nada de su hermano y procuraba cambiar de conversación cuando su tía lo mencionaba. Sin duda podía conversar sobre las desventuras de Rusia fingiendo estar muy afectada; pero su hermano era algo demasiado íntimo para su corazón y no podía ni deseaba hablar de él como de lo demás. Nikolái lo percibió, como notaba, con una inusual sagacidad en él, los matices de su carácter, que confirmaban su convicción de hallarse ante un ser distinto y extraordinario. Nikolái, como la princesa, enrojecía y se alteraba cuando le hablaban de ella, y cuando incluso solo pensaba en ella, pero en su presencia se sentía libre. No decía lo preparado de antemano, sino lo que se le ocurría y que siempre era oportuno.

Durante la breve visita, como siempre ocurre donde hay niños, cuando la conversación decaía, Nikolái recurrió al hijo del príncipe Andréi. Lo acarició y le preguntó si quería ser húsar. Lo tomó en brazos y jugó con él, volviendo la cabeza para ver a María, que miraba tímida y feliz al niño amado en brazos del hombre a quien amaba. Nikolái también notó la mirada; al comprender su significado, enrojeció de placer y besó a la criatura.

La princesa María no solía salir de casa por el luto, y Nikolái no creyó correcto repetir sus visitas. Pero la esposa del gobernador seguía con su proyecto. Comunicaba a Nikolái las cosas buenas que decía la princesa de él, y viceversa. Insistía en que él hablase con ella y arregló una entrevista entre ambos, que tendría lugar en casa del arzobispo antes de la misa.

Rostov dijo que no tendría ninguna conversación con la princesa María para aclarar nada, aunque prometió no faltar.

Como en Tilsitt, donde Rostov no había dudado si cuanto los demás consideraban bueno lo era de veras, ahora, tras una breve y sincera lucha entre lo que le dictaba la razón y la sumisión a las circunstancias, se decantó por lo último y se dejó llevar por el poder que lo arrastraba irremisiblemente. Sabía que, tras la promesa a Sonia, aclararse con la princesa María sería una canallada, y estaba seguro de que nunca la cometería; pero también sabía y sentía en el fondo del alma que si se dejaba llevar por las circunstancias y las personas que lo guiaban no hacía nada malo, sino algo muy importante, más que cualquier otro acto suyo hasta aquel día.

Tras la entrevista con la princesa María, aunque su vida continuase como siempre, todos los placeres de antaño perdieron su aliciente. A menudo pensaba en ella; pero no como en todas las jóvenes a quienes había conocido en la vida social, ni como en su día pensó con entusiasmo en Sonia. Como casi todo joven honesto, veía en cada chica a su futura esposa y la imaginaba en la vida conyugal: la bata blanca, ante el samovar, el coche de la mujer, los niños, maman y papa, sus relaciones, etcétera, y ese porvenir le causaba placer. Pero al pensar en la princesa María, con quien querían casarlo, no podía hacerse la más mínima idea de su futura vida matrimonial; si intentaba hacerlo, todo le resultaba confuso y falso. Solo sentía angustia.

CAPÍTULO VII

A mediados de septiembre llegó a Vorónezh la noticia de la batalla de Borodinó, de las pérdidas rusas entre muertos y heridos, y del abandono de Moscú. La princesa María supo por los periódicos que su hermano estaba herido, y se preparaba para salir en su busca sin noticias de él. Así se lo contaron a Nikolái, que no la había visto.

Desde la noticia de la batalla de Borodinó y del abandono de Moscú, Rostov estaba disgustado y aburrido en Vorónezh, pero no por desesperación, rabia, deseos de venganza u otro sentimiento similar. Las conversaciones que oía le parecían falsas; no sabía qué opinar sobre los hechos y notaba que solo comenzaría a ver todo claro en el regimiento. Así pues, se apresuraba para concluir la compra de caballos y, sin motivo alguno, a menudo se enfurecía con el edecán y el sargento que lo acompañaban.

Pocos días antes de la partida de Rostov se celebró un tedeum en la catedral por una victoria de las tropas rusas y él acudió al templo. Se colocó detrás del gobernador y, procurando guardar el aspecto debido, comenzó a divagar. Cuando el oficio religioso tocó su fin, la esposa del gobernador lo llamó.

—¿Has visto a la princesa? —le indicó con la cabeza a una dama vestida de negro detrás del coro.

Nikolái reconoció a la princesa María no por su perfil, que se percibía debajo del sombrero, sino por la cautela, temor y conmiseración que lo invadió. La princesa María, ensimismada, hacía su última señal de la cruz antes de irse.

Nikolái contempló su rostro. Lo conocía, Lo había visto antes con esa expresión de vida espiritual interior, pero aquel día emanaba una luz distinta. Había en sus rasgos una enternecedora expresión de pena, ruego y esperanza.

Como ya le había sucedido antes en presencia de María, Nikolái, sin esperar el consejo de la esposa del gobernador ni preguntarse si era correcto hablar con ella en la iglesia, se acercó y le dijo que había oído hablar de su dolor y participaba de él con toda su alma. Al oír su voz, una luz encendió su rostro e iluminó su sufrimiento y alegría.

—Querría decirle una cosa, princesa —dijo Rostov—. Si el príncipe Andréi Nikoláyevich hubiese muerto, lo dirían los periódicos porque es jefe de regimiento.

La princesa lo miraba sin comprender, pero contenta por el gesto compasivo de su cara.

—Sé por muchos casos que una herida de metralla, aunque los periódicos digan una granada, es mortal o leve —explicó Nikolái—. Hay que esperar lo mejor, y estoy convencido…

La princesa lo interrumpió:

—¡Oh! Sería terrib… —embargada por la emoción no pudo terminar y, con un movimiento gracioso como cuanto hacía delante de él, inclinó la cabeza, lo miró agradecida y fue tras su tía.

Esa tarde Nikolái no fue a ninguna parte; se quedó en casa para hacer las cuentas con los tratantes. Cuando hubo acabado era tarde para salir y temprano para acostarse; paseó de un lado a otro de la estancia pensando en su vida, cosa infrecuente.

La princesa María le había producido una agradable impresión en Smolensk. Verla entonces en circunstancias tan especiales y que durante tanto tiempo su madre la mencionase como un excelente partido hicieron que la mirase con atención. Durante su estancia en Vorónezh, esa impresión había sido agradable y muy fuerte.

Le impresionaba la belleza moral que había notado en ella. Pero tenía que irse de Vorónezh y no pensar con tristeza que perdería la ocasión de verla. Su encuentro con ella en la iglesia lo había impresionado más hondamente de lo que podía prever y desear para su tranquilidad. Su semblante pálido, delicado y triste, sus ojos, sus movimientos gráciles y pausados, y la honda y tierna melancolía de sus facciones lo alteraban.

Nikolái no soportaba en los hombres la manifestación de una honda vida espiritual, y por eso no le caía bien el príncipe Andréi; él solía tacharla despectivamente de filosofía y ensoñación. Pero hallaba un atractivo irresistible en la tristeza de ella, que manifestaba la intensidad de aquel mundo espiritual desconocido para él.

«¡Debe ser una mujer maravillosa! ¡Un ángel! ¿Por qué no soy libre? ¿Por qué me precipité con Sonia?», pensaba.

Y sin querer comparó a las dos: la falta en una y la abundancia en otra de dones espirituales de los que él carecía y que tanto valoraba. Trató de imaginar qué sucedería si fuese libre. ¿Cómo pediría su mano, cómo sería su esposa? Pero no podía imaginarlo. Se angustiaba y todo era confusión. Desde hacía tiempo se había formado una idea de su futura vida con Sonia; todo era simple y claro, pues ya estaba pensado, no había imprevistos en ella, a quien conocía bien. Por el contrario, ¡qué difícil era pensar en una vida con la princesa María, a quien no comprendía y solo amaba!

Soñar con Sonia siempre fue alegre y casi infantil. Pensar en la princesa era difícil y le infundía temor.

«¡Cómo rezaba! —recordó—. Lo hacía con toda su alma. Esa es la oración que mueve montañas y estoy seguro de que sus ruegos serán escuchados. ¿Por qué no pido yo en mis oraciones lo que necesito? ¿Y qué necesito? Libertad, romper con Sonia. Tenía razón la esposa del gobernador al decir que mi unión con Sonia solo traería desgracias, confusiones… maman disgustada… los asuntos de casa… ¡enredos terribles! Además, ni siquiera la amo; no como es debido. ¡Dios mío! Sácame de este callejón sin salida», y se puso a orar. «La oración mueve las montañas, cierto, pero hay que tener fe; no se debe rezar como Natacha y yo hacíamos de pequeños para que la nieve se convirtiese en azúcar y luego correr al patio para ver el milagro. Ahora no pido nimiedades»; al decir esto dejó la pipa y, con las manos sobre el pecho, se detuvo ante el icono. Conmovido por el recuerdo de la princesa María, oró como no lo había hecho hacía mucho. Los ojos se le humedecieron y sintió un nudo en la garganta cuando entró Lavrushka con unos papeles.

—¡Estúpido! ¿Por qué entras si no te he llamado? —gritó Nikolái.

—Es del gobernador —dijo Lavrushka con voz adormilada—. El correo ha traído cartas para usted.

—Gracias. Puedes irte.

Nikolái tomó las cartas. Una era de su madre, la era otra de Sonia. Reconoció las letras y abrió la de Sonia primero. Solo había leído unas líneas cuando palideció de repente y sus ojos se abrieron asustados y alegres.

—¡No puede ser! —exclamó en voz alta.

Incapaz de permanecer sentado y quieto, paseó con la carta leyéndola al mismo tiempo. La releyó y, encogiéndose de hombros, se detuvo en medio de la habitación, boquiabierto y con los ojos inmóviles. Lo que acababa de pedir con la seguridad de que Dios se lo daría era una realidad. Nikolái vio algo insólito que jamás habría cabido esperar. El hecho de que todo se cumpliese tan pronto parecía probar que no procedía de Dios, a quien acababa de pedírselo, sino de una casualidad.

El problema que parecía insoluble y lo ataba para siempre se resolvía con esa carta inesperada, que nadie había provocado. Sonia le escribía que la pérdida de casi todos los bienes de la familia Rostov y el deseo manifestado por la condesa de que su hijo se casara con la princesa Bolkónskaya, unidos a la frialdad y el silencio de Nikolái, la habían decidido a devolverle la libertad y a renunciar a la promesa de él.

«Me apenaba pensar que puedo causar disgustos y disensiones en la familia que tanto me ha protegido —escribía—. Mi cariño es solo para hacer felices a quienes amo. Nikolái, considérate libre y no olvides que, pese a todo, nadie te amará más que tu Sonia».

Esa carta y la de su madre venían de Troitsa. La condesa le contaba los últimos días en Moscú, la marcha, el incendio y la pérdida de todos los bienes. Añadía que el príncipe Andréi los acompañaba en un convoy de heridos; su estado era muy grave, aunque había esperanzas según los médicos; Sonia y Natacha lo cuidaban como auténticas enfermeras.

Al día siguiente Nikolái visitó a la princesa María y le mostró la carta de su madre. Ninguno aludió al sentido de las palabras «Natacha lo cuida», pero esa carta hizo que entre Nikolái y la princesa María se estableciesen unas relaciones casi familiares.

Al día siguiente Nikolái acompañó a la princesa hasta Yaroslavl. Poco después salió para incorporarse a su regimiento.

CAPÍTULO VIII

La carta de Sonia, escrita desde el monasterio de Troitsa, hizo realidad la plegaria de Nikolái. He aquí lo que motivó la carta:

A la condesa le obsesionaba cada vez más la idea de que su hijo desposase una joven rica y sabía que Sonia era el principal obstáculo. La vida de esta en casa de los Rostov era cada vez más penosa, sobre todo desde que Nikolái escribió describiendo su encuentro con la princesa María en Bogucharovo. La condesa aprovechaba cada ocasión para herirla con alusiones ofensivas y crueles.

Días antes de salir de Moscú, inquieta y conmovida por cuanto ocurría, llamó a Sonia y, en vez de hacerle reproches y exigencias, le suplicó entre llantos que se sacrificase rompiendo su compromiso con Nikolái; aquello saldaría su deuda con quienes tanto habían hecho por ella.

—No me quedaré tranquila hasta que me lo prometas.

Sonia lloró como una loca y dijo estar dispuesta a hacer cuanto le pidiesen, pero no prometió nada; en el fondo no estaba decidida; debía sacrificarse por la felicidad de quienes la habían protegido y educado; era su costumbre sacrificarse por otros. Su posición en la casa permitía exhibir sus méritos mediante el sacrificio; para ella era un hábito que le gustaba. Sabía que sus actos de abnegación la elevaban ante los demás y la hacían más digna de Nikolái, a quien amaba por encima de todo. Sin embargo, ahora su sacrificio era renunciar a la recompensa por su abnegación y al sentido de su vida. Por vez primera guardó rencor a quienes la habían recogido para hacerla sufrir. Envidió a Natacha, que nunca había sentido algo así ni había tenido que sacrificarse, que exigía sacrificios de los demás y quien todos amaban no obstante. Sintió que su amor por Nikolái, puro y sereno, empezaba a ser una pasión violenta, al margen de las leyes, la virtud y la religión. Con esos sentimientos, Sonia, acostumbrada al disimulo debido a su dependencia, respondió con palabras vagas, evitó hablar con ella en lo sucesivo y decidió esperar a Nikolái; no para devolverle su palabra, sino para unirse a él.

Aquellos pensamientos lúgubres fueron sustituidos por la preocupación y el terror de los últimos días de los Rostov en Moscú. Le alivió tener una actividad. Pero cuando supo que el príncipe Andréi estaba allí, pese a la compasión que sentía por él y por Natacha, experimentó un sentimiento de alegría supersticiosa: vio la voluntad divina, que no deseaba su separación de Nikolái. Sabía que Natacha amaba al príncipe Andréi, que nunca había dejado de amarlo y que volverían a quererse como antes ahora que estaban unidos por aquellas terribles circunstancias. Nikolái no podría casarse entonces con la princesa María, debido al parentesco que la boda de Natacha y el príncipe Andréi establecía entre ellos. Pese al horror de lo ocurrido durante los últimos días en Moscú y las primeras jornadas del viaje, la sensación de que la providencia ayudaba a sus asuntos personales alegraba a Sonia.

Los Rostov pararon en el monasterio de Troitsa, en cuya hospedería reservaron tres habitaciones, una de las cuales fue para el príncipe Andréi, que se encontraba muy mejorado aquel día. Natacha estaba con él. En el cuarto contiguo se hallaban los condes conversando con el abad, que había acudido a saludar a sus viejos amigos y protectores. Sonia estaba allí, pero la mortificaba la curiosidad de conocer la conversación entre Natacha y Andréi. Los oía a través de la puerta cuando se abrió de pronto y Natacha, emocionada y sin fijarse en el religioso que se había levantado para saludarla recogiéndose la manga de su hábito, se acercó a Sonia y la tomó del brazo.

—¿Qué te pasa, Natacha? Ven aquí —dijo la condesa.

Natacha se acercó a recibir la bendición del abad, que le aconsejó rezar a Dios y a los santos.

Cuando el abad salió, Natacha llevó a Sonia a la habitación vecina, vacía entonces.

—¿Sonia, verdad que vivirá? ¿A que sí? ¡Qué feliz y qué desdichada soy, Sonia! Todo es como antes; solo quiero que viva. Él no puede… porque… porque… por… —Natacha rompió a llorar.

—¡Sí! ¡Gracias a Dios! ¡Lo sabía! ¡Vivirá! —exclamó Sonia.

No menos emocionada que Natacha por su temor y sus pensamientos, que nadie conocía, consoló y besó a su amiga entre llantos. «¡Ojalá viva!», pensó. Después de llorar, secarse los ojos y hablar un rato, ambas se acercaron a la puerta de la habitación del príncipe Andréi. Natacha la entreabrió cuidadosamente y se asomó. Sonia estaba a su lado.

El príncipe descansaba sobre tres almohadas. Su pálido rostro estaba sereno; tenía los ojos cerrados y su respiración era regular.

—¡Oh, Natacha! —casi gritó Sonia sujetando a su prima por el brazo y apartándose de la puerta.

—¿Qué?… ¿Qué pasa? —preguntó Natacha.

—Es aquello… aquello… —dijo Sonia, muy pálida y con labios temblorosos. Natacha cerró la puerta sin hacer ruido y se retiró con Sonia a la ventana, sin comprender lo que le decía.

—¿Recuerdas en Otrádnoie, por Navidad, cuando miré por ti en el espejo… recuerdas lo que vi?

Sonia hablaba solemne temerosamente.

—Sí —dijo Natacha con los ojos muy abiertos al recordar que Sonia había visto al príncipe Andréi acostado.

—¿Te acuerdas? Lo vi… y os lo dije a ti y a Duniasha. Estaba en una cama —alzó el dedo con cada detalle—. Había cerrado los ojos, estaba con los brazos cruzados y cubierto con una colcha rosa…

Mientras que hablaba se convencía de que los detalles vistos ahora eran los mismos que vio entonces. En Otrádnoie no había visto nada y había contado lo primero que se le pasó por la mente; pero lo inventado entonces le parecía ahora tan real como cualquier otro recuerdo. Recordaba haber dicho que él la miró sonriendo y que lo cubría algo rojo, ahora estaba convencida de que entonces había dicho y visto que la manta era precisamente rosa y que tenía los ojos cerrados.

—Sí, rosa —asintió Natacha, que ahora creía recordar que había dicho rosa y lo consideraba un vaticinio extraordinario y misterioso—. ¿Qué puede significar? —preguntó pensativa.

—¡Oh, no lo sé! ¡Es todo tan raro! —Sonia se llevó las manos a la cabeza.

Al poco tiempo, el príncipe Andréi hizo sonar el timbre y Natacha entró. Con emoción y ternura infrecuentes en ella, Sonia permaneció junto a la ventana reflexionando en lo sucedido.

Aquel día tuvieron la oportunidad de enviar correspondencia al ejército y la condesa escribió una carta a su hijo.

—Sonia, ¿no vas a escribir a Nikolenka? —dijo al ver a su sobrina cerca.

Su voz era apagada y temblorosa. Sonia leyó en sus ojos fatigados, cubiertos con lentes, cuanto la condesa quería decir con esas palabras. Su mirada era suplicante y pudorosa por tener que recurrir a la petición, temerosa de una negativa y, en tal caso, de una enemistad irreconciliable.

Sonia se acercó, se arrodilló y besó la mano de la condesa.

—Sí, maman, le escribiré.

Le conmovía, enternecía e impresionaba cuanto ocurría ese día y sobre todo el misterioso cumplimiento de la predicción. Ahora que sabía que, tras reanudarse las relaciones entre Natacha y el príncipe Andréi, Nikolái no podría casarse con la princesa María, sentía que recobraba la capacidad de sacrificio que tanto le agradaba y había movido su vida.

Consciente de su acción generosa, interrumpiendo la escritura a veces porque las lágrimas anegaban sus ojos negros, Sonia escribió la conmovedora carta que tanto sorprendió a Nikolái.

CAPÍTULO IX

El oficial y los soldados que detuvieron a Pierre lo trataron con agresividad, pero con respeto, en la garita donde lo tenía retenido. Dudaban sobre su identidad, tal vez era alguien importante, y su actitud belicosa se debía al forcejeo con él en la calle.

Pero al día siguiente, con el relevo, Pierre notó que carecía de la misma importancia para los soldados y oficiales de la nueva guardia, que no veían a ese hombre alto y grueso con caftán de mujik como al valiente que luchó con denuedo contra el merodeador y los soldados de la patrulla, ni como al que había pronunciado una frase solemne sobre la salvación de una niña; solo veían al número diecisiete de los rusos detenidos por orden de las autoridades. Lo que les sorprendía de Pierre era su aire decidido, concentrado y pensativo y que hablaba perfectamente francés para asombro de los franceses. Ese día, pese a todo, juntaron a Pierre con los otros sospechosos porque un oficial necesitaba la habitación donde lo habían metido al principio.

Todos los rusos detenidos con él eran personas de baja condición. Al ver que Pierre era un señor, lo rehuían, sobre todo por saber francés. Pierre oía con tristeza cómo se burlaban de él.

A la noche siguiente Pierre supo que los detenidos, y seguramente él también, serían juzgados por incendiarios. Al tercer día lo trasladaron con los otros a una casa donde comparecieron ante un general de bigote blanco, dos coroneles y otros franceses que llevaban brazalete. Interrogaron a Pierre y a los demás prisioneros con la precisión de quienes se creen por encima de las debilidades humanas. Preguntaron a los detenidos quiénes eran, dónde habían estado, por qué y demás.

Las preguntas soslayaban lo esencial del asunto y no dejaban posibilidad de ponerlo de manifiesto; como ocurre en los tribunales, el objetivo del interrogatorio era marcar las vías por donde debían fluir las respuestas del acusado para conducirlo a la meta deseada por el tribunal, esto es, su culpabilidad. Cuando el interrogado empezaba a decir cosas ajenas a ese objetivo, retiraban el canalón y la respuesta podía ir por donde quisiera. Pierre experimentó además lo mismo que los acusados en todo proceso: la sorpresa de que le hiciesen esas preguntas. Se percataba de que solo por complacencia o por cortesía seguían el procedimiento. Sabía que estaba en poder de aquellos hombres, que era su poder el que lo había llevado allí y les daba derecho de exigir respuestas. Sabía también que aquel interrogatorio era para declararlo culpable. Y como había poder y deseo de acusar, el interrogatorio y el juicio eran superfluos. Sin duda todas las respuestas los conducirían a la culpabilidad. Cuando le preguntaron qué hacía cuando fue detenido, Pierre contestó con aire trágico que se ocupaba de llevar a sus padres a una criatura a la que había salvado de las llamas. ¿Por qué se había peleado con el merodeador? Contestó que para defender a una mujer, que todo hombre tiene la obligación de defender a una mujer ofendida y que… Lo interrumpieron. Eso nada tenía que ver con el asunto. ¿A qué había ido al patio de la casa incendiada, donde lo vieron los testigos? Contestó que deseaba ver lo que ocurría en la ciudad. Volvieron a interrumpirlo: se trataba de para qué estaba donde el incendio. Le preguntaron otra vez quién era, pero tampoco quiso contestar.

—Eso no está bien. No está bien. Tome nota —dijo el viejo general de bigotes.

Al cuarto día comenzaron los incendios en la puerta de Zubovski.

Junto a otros detenidos, llevaron a Pierre a Krimski-Brod, a la cochera de la casa de un comerciante. Al pasar por las calles Pierre sintió que el humo llenaba la capital y lo ahogaba; veían llamas por doquier. Pierre aún no comprendía el sentido de Moscú en llamas y contempló el fuego con horror.

Pasó cuatro días más en la cochera y supo por los soldados franceses que todos los detenidos aguardaban la decisión de un mariscal, que se conocería en cualquier momento; no pudo saber qué mariscal era. Sin duda, para los soldados un mariscal era como el último y misterioso eslabón de la potestad suprema.

Esos primeros días, hasta el 8 de septiembre, cuando interrogaron por segunda vez a Pierre, fueron los más penosos para él.

CAPÍTULO X

El 8 de septiembre llegó a la cochera un oficial importante —a juzgar por el respeto con que lo saludaron los centinelas—, probablemente del Estado Mayor. Allí pasó lista a los detenidos rusos; al llegar a Pierre lo llamó celui qui n’avoue pas son nom.

Tras contemplar con indiferencia a los presos, ordenó al oficial de guardia que los vistiesen decentemente y arreglaran, pues los llevarían ante el mariscal. Una hora después, llegó una compañía de soldados que condujo a Pierre y a los otros trece detenidos al campo de Dievitchie Polie. Era un día despejado tras un aguacero; el aire parecía puro. El humo del incendio no se pegaba al suelo como cuando Pierre salió del cuerpo de guardia de la puerta de Zubovski, sino que se elevaba por el aire formando columnas. No se divisaban llamas, pero la humareda ascendía por doquier y cuanto Pierre veía estaba reducido a cenizas. Aquí y allá aparecían ruinas, recintos devastados y muros ennegrecidos entre los que apenas se mantenían en pie las chimeneas. Pierre no podía reconocer la ciudad. A veces veía una iglesia intacta. El Kremlin, que no había sufrido el incendio, brillaba blanco y enorme, con sus torres y su campanario de Iván el Grande. La cúpula del monasterio de Novodievichie, cuyas campanas repicaban con especial sonoridad, refulgía. Pierre recordó que era domingo y fiesta de la Natividad de la Virgen; pero no había nadie para festejarlo. Todo eran ruinas e incendios. A veces se cruzaban con rusos harapientos y asustados, que trataban de esconderse al ver a los franceses.

El nido ruso estaba sin duda destruido y en ruinas; pero Pierre notó de manera inconsciente que, deshecha la forma de vida rusa, se instauraba el orden francés, que era distinto y firme. Lo vio en el aspecto animoso de los soldados que lo custodiaban y por la presencia de un alto funcionario francés que pasó en un carruaje con un soldado al pescante; lo notó en los sones alegres de la música de un regimiento que llegaba desde la izquierda y, sobre todo, por la lista de nombres que aquella mañana leyó el oficial francés en la cárcel.

Unos soldados llevaron a Pierre con otros más de un lado a otro. Le parecía que así podían olvidarlo o confundirlo con los demás. Pero no fue así; sus respuestas durante el interrogatorio volvían a él cuando lo llamaban celui que n’avoue pas son nom. Con aquel nombre de ahora lo llevaban a algún sitio con la seguridad, patente en sus rostros, de que él y los otros prisioneros eran los que se necesitaban y que los llevaban adonde debían. Pierre se veía como una astilla en el engranaje de una máquina desconocida que funcionaba a la perfección.

Fue llevado con los demás a la derecha del campo de Dievitchie Polie, cerca del monasterio, a un caserón blanco en medio de un gran jardín. Era el palacio del príncipe Scherbatov, frecuentado antaño por Pierre, y donde ahora, dedujo al oír a los soldados, se alojaba el mariscal duque de Eckmühl.

Los llevaron al porche y fueron introducidos en la casa. Pierre fue el sexto en entrar. Tras cruzar la galería de cristales, el vestíbulo y la antesala que Pierre conocía bien, lo llevaron a un despacho largo y bajo de techo, en cuya puerta había un edecán.

Davout estaba sentado al fondo, ante un escritorio, con los lentes puestos. Pierre se acercó. Davout, sin levantar los ojos, parecía consultar los papeles que tenía delante y preguntó en voz queda:

—¿Quién es usted?

Pierre calló porque no tenía fuerzas para pronunciar una palabra. Davout no era para él simplemente un general francés, sino un hombre famoso por su crueldad. Al contemplar su rostro frío como el de un severo profesor que aceptaba aguardar un tiempo la respuesta, Pierre sintió que cada segundo podía costarle la vida. Pero no sabía qué decir, ni se atrevía a repetir lo dicho en su primer interrogatorio. Revelar su nombre y posición social era peligroso y humillante. Pierre calló y, antes de que tener tiempo para decidirse, Davout alzó la cabeza, se subió los lentes, entrecerró los ojos y lo miró.

—Conozco a este hombre —dijo con voz monótona y fría para asustar a Pierre.

El estremecimiento que antes había recorrido la espalda de Pierre se apoderó ahora de su cabeza.

—Mi general, no puede conocerme, jamás lo he visto…

—Es un espía ruso —lo cortó Davout volviéndose a un general que estaba allí y cuya presencia no había advertido Pierre. Davout apartó la vista. Pierre, con una sonoridad inesperada, comenzó a decir:

—No, señor —dijo al recordar que Davout era duque—, usted no puede haberme conocido. Soy un oficial militar y no he abandonado Moscú.

—¿Su nombre?

—Bésouhof.

—¿Cómo me demuestra a mí que no miente?

—Monseigneur! —exclamó Pierre con voz suplicante.

Davout levantó los ojos y miró fijamente a Pierre. Se miraron unos instantes y aquello salvó a Pierre. En aquella mirada, al margen de la guerra y el juicio, se estableció entre ambos una relación humana. En aquel instante, ambos sintieron de manera vaga muchas cosas: comprendieron que eran hijos de la humanidad y hermanos.

Antes de levantar los ojos del montón de papeles que se clasificaban con números los actos y las vidas humanas, Pierre era para Davout una circunstancia; lo habría mandado fusilar sin creer que cometía una mala acción; pero ahora había visto al hombre. Se quedó un instante pensativo.

—¿Cómo me va a demostrar que es verdad lo que dice? —volvió a preguntar fríamente.

Pierre recordó a Ramballe, dio su nombre, el de su regimiento y el de la calle donde estaba la casa.

—Usted no es quien dice ser —repitió Davout.

Con voz temblorosa y entrecortada, Pierre citó pruebas de cuanto decía.

Pero entonces entró el edecán y dijo algo a Davout. La noticia pareció alegrarlo y comenzó a abrocharse la casaca. Parecía haber olvidado a Pierre.

Cuando el edecán le recordó la presencia del prisionero, Davout arrugó la frente e hizo un movimiento de cabeza para que se lo llevasen. Pierre ignoraba si a la barraca o al cadalso, que le habían mostrado sus compañeros cuando pasaban por el campo de Dievitchie Polie. Volvió la cabeza y vio que el edecán preguntaba algo.

—Sí, claro —contestó Davout.

Pierre no sabía qué podía significar aquel «sí».

Nunca recordaría adónde fue llevado, cuánto tiempo, ni en qué dirección. Anduvo inconsciente y estupefacto con los demás prisioneros hasta que todos se detuvieron y él también.

Solo lo preocupaba una cosa. Se preguntaba quién, en última instancia, lo había condenado a morir. No eran los hombres que lo habían interrogado primero; ninguno de ellos parecía quererlo ni tenían autoridad para ello. Tampoco podía ser Davout, quien le había dirigido una mirada llena de humanidad. Un minuto más y Davout habría comprendido que obraban mal; el edecán echó todo a perder. Este no le deseaba ningún mal, pero debía entrar. ¿Quién había condenado a Pierre y le arrancaba la vida con todos sus recuerdos, aspiraciones, esperanzas y proyectos? ¿Quién? Pierre notaba que no era ninguno.

Aquello se debía al orden establecido y a un conjunto de circunstancias. Cierto orden lo mataba, le quitaba la vida y lo destruía.

CAPÍTULO XI

Desde la casa del príncipe Scherbatov llevaron a los presos directamente a través del campo de Dievitchie Polie, a la izquierda del monasterio, a una huerta donde se había instalado un poste. Detrás de este se abría una zanja con la tierra recién removida. Cerca, un grupo de gente esperaba en semicírculo; pocos eran rusos, la mayoría eran soldados de Bonaparte, alemanes, italianos y franceses uniformados de distintos modos. A ambos lados del poste formaban soldados de capotes azules, charreteras rojas, polainas y chacós.

Colocaron a los condenados por el orden de lista, Pierre el sexto, y los llevaron al poste. Los tambores redoblaron a ambos lados y Pierre sintió que algo se desgarraba en su interior. Perdió la facultad de pensar y ordenar sus ideas. Solo podía ver y oír. Solo deseaba que terminase cuanto antes aquello tan terrible que debía hacerse. Pierre observaba a sus compañeros.

Los dos hombres del extremo eran presidiarios. Uno era alto y delgado; el otro, moreno, musculoso, velludo y de nariz chata. El tercero era un criado de unos cuarenta y cinco años, bien alimentado y de cabello cano. El cuarto era un mujik muy guapo de barba rubia y amplia y ojos negros. El quinto un obrero fabril como de dieciocho años, delgado y pálido, vestido con un mandil.

Pierre oyó que los franceses hablaban de cómo fusilarlos, de uno en uno o por pares.

—Por pares —dijo con acento frío e indiferente el oficial.

Hubo un movimiento en las filas de soldados y se vio que todos se apresuraban, no como la gente que va a realizar un acto que comprenden, sino para poner fin cuanto antes a algo necesario, pero desagradable e incomprensible.

Un funcionario francés con una banda se acercó por la derecha y leyó la sentencia en ruso y en francés.

Cuatro soldados fueron hasta los prisioneros y, por orden del oficial, condujeron a dos al poste. Eran los presidiarios. Mientras traían los sacos, los prisioneros miraron a su alrededor como una fiera acorralada a los cazadores que la acosan. Uno se santiguaba sin cesar; el otro se rascaba la espalda y contraía los labios como si sonriese. Los soldados les vendaron los ojos, les echaron los sacos encima y los ataron al poste.

Doce soldados con fusiles salieron de las filas con paso regular y firme y se detuvieron cerca del poste. Pierre se volvió para no verlo. Sonó una descarga que le pareció más fuerte que cualquier trueno. Miró allí. Todo estaba cubierto de humo; los franceses, pálidos y con manos temblorosas, hacían algo junto al hoyo. Se llevaron a los dos siguientes. Como los anteriores, miraban con la misma expresión, pidiendo en silencio y en vano que los defendiesen, sin comprender ni creer lo que les aguardaba. No podían creerlo porque solo ellos sabían lo que sus vidas representaban, y les era imposible creer y comprender que se las arrebatasen.

Pierre volvió la cabeza para no ver la ejecución. De nuevo la descarga le hirió los oídos y vio el humo, la sangre y los rostros pálidos y asustados de los franceses que se movían junto al poste, empujándose entre ellos con manos temblorosas. Pierre miró a su alrededor como preguntando qué significaba aquello. Todas las miradas con que se encontró preguntaban lo mismo.

En las caras de los rusos, de los soldados y los oficiales franceses se leía el mismo horror y la lucha interior que él sentía. «¿Quién es el autor de eso? Ellos sufren como yo. ¿Quién lo hace entonces?», se preguntó Pierre un instante.

—¡Tiradores del 86º, adelante! —gritó alguien.

Se llevaron solo al quinto prisionero, el que hacía pareja con Pierre, que no comprendió que se había salvado; que los habían llevado a él y a los demás para que presenciaran la ejecución. Contemplaba lo que ocurría con horror creciente, sin sentir alegría ni calma. El quinto condenado era el obrero del mandil. Cuando los soldados le pusieron la mano encima, dio un salto atrás y se aferró a su vecino. Pierre se estremeció y se apartó. El obrero no podía caminar. Se lo llevaron a rastras entre gritos. Cuando llegó al poste calló repentinamente. Pareció haber comprendido algo, tal vez que gritaba en vano o que era imposible que sus semejantes lo mataran. Se quedó quieto y, mientras aguardaba la venda en los ojos, miró a su alrededor con ojos brillantes, como una bestia herida.

Pierre no podía cerrar los ojos y volver la cabeza. Ante aquel quinto asesinato, su curiosidad y su emoción llegaron al culmen, como las de todos los presentes. El quinto condenado parecía tan tranquilo como los anteriores. Se sacudió el mandil y frotó sus pies descalzos uno contra otro.

Cuando le vendaron los ojos, se aflojó el nudo, que le hacía daño en la nuca. Mientras lo ataban al poste ensangrentado se echó atrás; esta postura le resultó incómoda; se irguió, estiró las piernas y se apoyó tranquilamente en el poste. Pierre no le quitaba ojo de encima.

Debió de oírse la voz de mando; debieron de sonar los disparos de ocho fusiles; pero Pierre no pudo recordarlo después. Solo vio que caía el cuerpo del obrero, aparecía sangre en dos puntos, que las cuerdas se aflojaban y cedían bajo el peso del cuerpo y el condenado se sentaba en el suelo con la cabeza y las piernas en posición forzada. Pierre corrió hacia el poste; nadie lo detuvo; unos hombres pálidos y asustados hacían algo alrededor del obrero. A un soldado viejo y bigotudo le tembló la mandíbula al desatar las cuerdas. El cuerpo cayó. Algunos soldados, con movimientos rápidos, pero torpes, arrastraron el cuerpo al hoyo.

Todos sabían que eran unos criminales y que debían ocultar cuanto antes las huellas de su crimen.

Pierre miró al hoyo y vio al obrero con las rodillas levantadas hacia la cabeza y un hombro más alto que otro, que bajaba y subía convulsivamente. Pero las paletadas de tierra ya caían sobre su cuerpo. Un soldado gritó a Pierre que se marchase, pero este no lo entendió: se quedó junto al poste y nadie volvió para echarlo.

Cuando el hoyo estuvo cubierto se oyó una voz de mando. Llevaron a Pierre a su sitio y las tropas formadas a ambos lados del poste dieron media vuelta y desfilaron ante él. Los veinticuatro tiradores se incorporaron con sus fusiles descargados a paso ligero a sus puestos mientras las compañías desfilaban ante ellos.

Pierre miraba ahora con ojos inexpresivos a los tiradores que salían del círculo. Todos, menos uno, se unieron a sus compañías. Un joven soldado, pálido, con el chacó ladeado y el fusil apoyado en el suelo, se quedó frente al hoyo cubierto. Vacilaba como un borracho y daba pasos adelante y atrás para guardar el equilibrio. Un viejo suboficial salió de las filas, lo agarró del brazo y lo hizo volver con los otros. La multitud de rusos y franceses se dispersó. Todos caminaban cabizbajos.

—Eso les enseñará a incendiar —comentó un francés. Pierre se volvió hacia el que había hablado; vio que era un soldado que quería consolarse por lo hecho, pero no podía. Sin terminar la frase, el soldado hizo un gesto de desánimo y se marchó.

CAPÍTULO XII

Tras las ejecuciones, separaron a Pierre de los demás y lo dejaron en una iglesia pequeña, sucia y saqueada.

Al anochecer, el suboficial de guardia y dos soldados entraron e informaron a Pierre de que lo habían indultado y que lo llevarían a la barraca de los prisioneros de guerra. Pierre se levantó sin comprender bien lo que le decían y los siguió. Lo trasladaron a unas barracas levantadas con tablas requemadas, troncos y tablones al fondo del campo y lo metieron en una.

En la penumbra lo rodearon unas veinte personas. Pierre los miró sin saber quiénes eran, por qué estaban allí y qué querían de él. Escuchaba lo que le decían, pero no entendía ni sabía explicarlo; no comprendía su sentido. Respondía sin darse cuenta de quién escuchaba ni cómo entendería sus respuestas. Miraba aquellos rostros y figuras y todo se le antojaba absurdo.

Desde que vio la matanza cometida por hombres que no querían matar, se sentía como si le hubiesen arrancado un resorte que sostenía todo y lo hacía vivo, como si todo solo fuese ahora un montón informe y absurdo de desechos. Había perdido la fe en la posibilidad de arreglar el mundo y la humanidad, si bien no era consciente de ello, y la fe en su alma y en Dios. Ya había sentido lo mismo antes, pero no tan intensamente como ahora. Antes, cuando sentía una duda así, se debía a un error propio. Pierre sentía en lo más hondo que la forma de evitar la desesperación y la duda residía en él mismo. Pero ahora no tenía conciencia de ser la causa de que el mundo se desmoronase ante sus ojos, y se transformase en escombros absurdos; sentía que él no podía recuperar la fe en la vida.

Había varias personas a su alrededor, en la oscuridad. Evidentemente algo en él les interesaba. Le contaban algo, le preguntaban, después lo llevaron al interior y finalmente vio en un rincón de la barraca otra gente que hablaba y reía.

—Y así pasó, hermanos… ese mismo príncipe quien… —decía con acento especial una voz al otro extremo de la barraca.

Pierre, silencioso e inmóvil, sentado en un montón de paja junto a la pared, cerraba y abría los ojos. Apenas los cerraba, veía el rostro del obrero, terrible por su simplicidad, y los rostros de sus asesinos a su pesar, más terribles debido a su inquietud. Reabría los ojos y miraba extraviado en la oscuridad.

Junto a él estaba sentado un hombrecillo encogido a quien advirtió por el fuerte olor a sobaquina que despedía a cada movimiento. Aquel hombre hacía algo con los pies; aunque Pierre no veía su rostro, adivinó que lo miraba sin quitarle ojo. Al acostumbrarse a la penumbra, Pierre comprendió que se estaba descalzando. Y la forma de hacerlo le interesó.

Tras soltar la cuerda que cubría una de sus piernas, la enrolló meticulosamente y se dedicó a la otra, mirando a ratos a Pierre. Mientras colgaba la cuerda con una mano, con la otra desataba la otra. Terminó de descalzarse con movimientos seguros, precisos y ágiles, que se sucedían con rapidez, y colgó todo en unas estacas clavadas en la pared, sobre su cabeza; después sacó una navaja, cortó algo, la cerró y la puso bajo su cabecera; se sentó, se rodeó las rodillas con los brazos y miró a Pierre, quien sentía algo agradable y sedante con esos movimientos, con el orden en que había colocado sus cosas y hasta con el olor del hombre; también él lo miraba fijamente.

—¿Lo ha pasado usted mal, señor? ¿Eh? —dijo al rato el hombrecillo.

Su voz cantarina era dulce y sencilla. Pierre sintió deseos de contestar, pero le tembló la mandíbula y sintió que iba a llorar. El hombrecillo, sin darle tiempo a manifestar su turbación, habló con la misma voz agradable.

—No te apenes, chico… —dijo con esa voz acariciante de las viejas campesinas rusas—. No te aflijas, mi niño; el sufrimiento es corto y la vida larga. Así es, amigo. Vivimos aquí, gracias a Dios, y nadie nos molesta. Son también hombres y los hay malos y buenos.

Mientras hablaba, se enderezó sobre sus rodillas, se puso en pie y se alejó tosiendo.

—¡Hola! ¿Has vuelto ya, bribona? —sonó su voz en la otra punta de la barraca—. ¡Volvió la bribona! Se acuerda. Bueno, ya.

Y apartando a una perrita que le saltaba al pecho, el soldado volvió a sentarse en su sitio. Tenía entre las manos algo envuelto en un trapo.

—Tome, señor, coma —dijo con el tono respetuoso de antes ofreciendo a Pierre unas patatas asadas—. Para comer tuvimos sopa. Pero las patatas son excelentes.

Pierre no había probado bocado en todo el día y el olor de las patatas le hizo la boca agua. Dio las gracias al soldado y se puso a comer.

—Así no se comen —sonrió el soldado tomando una patata—. Así.

Sacó la navaja, partió la patata en dos mitades, echó sal, que traía en el trapo, y se la ofreció a Pierre.

—Son de primera —repitió—. Cómelas así.

A Pierre le pareció que jamás había probado semejante manjar.

—Lo mío no es nada —dijo—. ¿Por qué han fusilado a esos infelices?… El último tendría veinte años…

—¡Ay… ay…! —dijo el hombrecillo—. ¡Cuántos pecados, cuántos pecados…! —añadió; como si siempre tuviese las palabras en sus labios, prosiguió—: Señor, ¿por qué se quedó en Moscú?

—Nunca creí que llegarían tan pronto. Me quedé por casualidad —contestó Pierre.

—Pero, ¿cómo te han atrapado, chico? ¿En tu casa?

—No, fui a ver el incendio y me detuvieron y me juzgaron por incendiario.

—Donde hay tribunales hay injusticia —sentenció el hombrecillo.

—¿Y hace tiempo que tú estás aquí? —preguntó Pierre terminando la última patata.

—¿Yo? El domingo me sacaron del hospital en Moscú.

—¿Eres soldado?

—Sí, del regimiento de Apsheron. Ardía de fiebre. No nos dijeron nada. En el hospital éramos unos veinte hombres. No sabíamos ni sospechábamos nada.

—¿Te aburres aquí? —preguntó Pierre.

—¡Claro que me aburro! Me llamo Platón. Karatáev es un mote —añadió para facilitar la conversación con Pierre—. En el regimiento me llamaban «Halconcito». ¿Cómo quieres que esté? Moscú es la madre de todas las ciudades. ¡Cómo no estar triste al ver todo esto! Pero el gusano se come la berza y muere antes que ella. Eso dicen los viejos —añadió rápidamente.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Pierre.

—¿Yo? —repuso Karatáev—. Digo que las cosas se hacen según la voluntad de Dios, no como queremos nosotros —sentenció y prosiguió—. Entonces, señor, ¿usted posee patrimonio? ¿Y casa? Es decir, que vive en la abundancia. ¿Y tiene mujer? ¿Sus padres viven? —preguntó.

Aunque Pierre no viera en la penumbra, notó por el tono de la voz que los labios del soldado formaban una sonrisa mientras le preguntaba. Le disgustaba que Pierre no tuviese padres y sobre todo madre, según le pareció.

—La mujer para el consejo, la suegra para el respeto, pero nada mejor que una madre —dijo—. ¿Tiene hijos? —continuó.

La respuesta negativa de Pierre pareció apenarlo, y dijo:

—No importa, es joven… Dios se los dará, vendrán. Lo principal es vivir de acuerdo…

—Ahora me da igual —dijo involuntariamente Pierre.

—¡Eh! ¡Amigo! —repuso Platón—. Nadie está a salvo de la pobreza y la cárcel.

Se sentó cómodamente y carraspeó como para un largo discurso.

—Yo vivía en mi casa, amigo —comenzó—. La hacienda de los señores era rica; tenía tierras; los mujiks vivían bien; no podíamos quejarnos. Mi padre trabajaba en su parcela. Vivíamos bien, como buenos cristianos. Pero un día…

Platón Karatáev narró una historia de cómo un día fue a un bosque para cortar leña y el guardabosque lo sorprendió. Lo azotaron y condenaron a servir en el ejército.

—Ya ves, amigo —dijo con una sonrisa—. Creíamos que aquello era una desgracia y fue una suerte. Si yo no hubiese pecado, habría tenido que ir mi hermano menor al ejército y él tenía cinco hijos, a cual más pequeño, mientras que yo solo tenía a mi mujer. Nos nació una niña, pero Dios se la llevó antes de que me castigaran. Cuando me dieron un permiso vi que vivían mejor que antes, los establos llenos de ganado; las mujeres en casa, los dos hermanos ganando fuera; solo el menor, Mijaílo, estaba en casa. Mi padre dijo: «Para mí todos los hijos son iguales. Cualquier dedo duele cuando lo muerden; si no hubiesen llevado a Platón, habría tenido que ir Mijaílo». Nos llamó a todos y nos puso delante de los iconos. «Mijaílo —dijo—, ven aquí, arrodíllate ante él, y también tú, mujer, y los nietos. ¿Lo habéis entendido?», dijo. Así es, amigo mío. El destino elige y nosotros juzgamos; eso no está bien. Nuestra felicidad, amigo, es como el agua en una atarraya; parece llena, pero cuando la sacas no hay nada. Así es. —Platón pasó entonces a su montón de paja.

Tras un silencio se levantó.

—Creo que tendrás ganas de dormir, ¿no? —Se persignó mientras murmuraba—: Señor mío Jesucristo, santos Nikolái, Frol y Lavr, Señor mío Jesucristo, perdónanos y sálvanos —terminó. Se inclinó hasta tocar el suelo, se irguió, suspiró y se sentó en la paja—. Dios mío, haz que duerma como un lirón y me levante como un niño —murmuró mientras se acostaba y se cubría con su capote.

—¿Qué plegaria has rezado? —preguntó Pierre.

—¿Eh? —preguntó Platón casi dormido—. ¿Qué recé? He rezado a Dios.

¿Tú no rezas?

—Sí, yo también rezo. ¿Qué decías de Frol y Lavr?

—¡Cómo! —contestó vivamente Platón—. Son los patronos de las caballerías. También hay que apiadarse de las bestias. ¡Ah, bribona!, ¿has vuelto? Ya te has calentado, hija de perra… —dijo pasando la mano por el lomo de la perra, que se había acurrucado a sus pies.

Se giró y se durmió.

Fuera, a lo lejos, se oían gritos y sollozos; el incendio se vislumbraba entre las rendijas de la barraca. Dentro todo era silencio y oscuridad. Pierre tardó en conciliar el sueño. Escuchaba los ronquidos de Platón, tumbado junto a él, y sentía que todo aquel mundo antes destruido resurgía en su alma con una belleza y sobre cimientos nuevos e inquebrantables.

CAPÍTULO XIII

En la barraca de Pierre, donde pasó cuatro semanas, había veintitrés soldados, tres oficiales y dos funcionarios.

Más tarde los recordaba a todos envueltos en una neblina; solo Platón Karatáev quedó en su memoria como el recuerdo más vivo y querido, como la personificación de lo ruso, bondadoso y redondo. A la mañana siguiente, cuando pudo ver a su vecino, la impresión de algo redondo se confirmó. Todo Platón, con el capote francés ceñido con una cuerda, la gorra y los lapti, era redondo. Su cabeza, los hombros y los brazos, que mantenía en posición de abrazar, eran redondos. Su sonrisa agradable y sus ojos, grandes, castaños y bondadosos causaban esa misma impresión.

Platón Karatáev pasaba de los cincuenta a juzgar por sus relatos de las campañas en que había participado como soldado. No sabía su edad ni precisarla, pero sus hileras de dientes fuertes y blancos, que mostraba al reír a menudo, estaban sanas y bien conservadas. Ni en la cabeza ni en la barba tenía una cana, su cuerpo parecía elástico, firme y resistente.

Su rostro, pese a las arruguitas redondas, tenía una expresión inocente y juvenil; su voz era grata y melodiosa; pero la peculiaridad de su conversación era la franqueza y la facilidad de expresión. Jamás pensaba lo que había dicho o diría y, por ello, había una irresistible capacidad de persuasión en su rápida y sincera forma de hablar.

Parecía ajeno el cansancio y la enfermedad debido a su fuerza física y su habilidad. Al acostarse, decía: «Dios mío, haz que duerma como un tronco y me levante como un niño». Por la mañana, siempre levantaba los hombros siempre del mismo modo y decía: «Me encogí al acostarme, me estiré al levantarme». Y es que apenas se acostaba, se dormía como un tronco; y al levantarse, realizaba cualquier faena, como los niños que se ponen a jugar en cuanto se levantan. Sabía hacer de todo, ni bien ni mal: cocinaba, hacía pan, cosía, arreglaba botas, trabajaba la madera. Estaba siempre ocupado y solo por la noche entablaba conversación, a la que era muy aficionado, o cantaba. No lo hacía como quien sabe que lo escuchan, sino como los pájaros porque necesitaba emitir esos sonidos, como necesitaba estirarse o caminar. Sus sonidos eran delicados, melodiosos, melancólicos, casi femeninos, y cuando cantaba, se mantenía muy serio.

Desde que cayó prisionero se había dejado la barba y había renunciado a todo lo impuesto por el servicio militar; sin notarlo había vuelto al antiguo modo de vida campesina. Decía:

—El soldado de los peales hace camisas si le dan permiso.

No le gustaba hablar de los años en el ejército, aunque no se quejase y repitiese a menudo que nunca le habían pegado en el regimiento. Cuando contaba algo, hablaba casi siempre de los viejos y queridos recuerdos de su vida de campesino, de «cristiano». Los dichos de su conversación no eran indecentes, como los de los soldados, sino populares; en el momento oportuno, parecían nimios y adquirían sentido de pronto.

A veces se contradecía, pero sus palabras siempre eran acertadas. Le gustaba hablar, y lo hacía bien, aderezando las frases con palabras cariñosas y sentencias inventadas; al menos, eso creía Pierre. Pero lo mejor de sus relatos era que los hechos más sencillos, a los cuales Pierre no prestaba atención, adquirían en sus labios un carácter solemne. Le gustaba oír los mismos cuentos que en las veladas contaba un soldado, pero sobre todo las historias de la vida real. Sonreía al escucharlas; intercalaba a veces palabras y preguntaba para deducir la moraleja de cuanto decía. Karatáev no sentía el cariño, la amistad y el amor como Pierre, pero quería y vivía amistosamente con cuanto veía y con todos los seres humanos a quienes la vida le presentaba. Quería a su perro, a sus compañeros, a los franceses y a Pierre, que era su vecino; pero este sentía que, pese a la cariñosa ternura de Karatáev que nacía del respeto a la vida espiritual de Pierre, cuando se separasen no se entristecería. Pierre comenzó a experimentar el mismo sentimiento hacia Karatáev.

Para los demás prisioneros, Platón Karatáev era un soldado; lo llamaban Halconcito o Platoshka, se burlaban de él, lo mandaban a diversos recados, pero Pierre lo recordaba siempre incomprensible, como lo vio la primera noche: inconcebible, redondo, la personificación de la sencillez y la verdad.

Platón Karatáev nada sabía de memoria menos su oración. Cuando empezaba un relato, parecía no saber cómo concluirlo.

Cuando Pierre, sorprendido por el significado de sus palabras, le pedía que las repitiese, Platón no podía recordar lo dicho, igual que no podía explicarle con palabras su canción favorita.

Decía «querida», «abedul» y «qué angustia la mía», pero la letra era absurda. Él no entendía el significado de las palabras del relato. Cada palabra, cada acto, era la expresión de una actividad desconocida para él, que era su vida. Pero esta, tal como la imaginaba, carecía de sentido como vida individual, solo significaba algo como parte de un todo que él descubría. Sus palabras y actos emanaban de él con la regularidad, precisión y espontaneidad del perfume de una flor. No comprendía el sentido ni el valor de sus actos o palabras por separado.

CAPÍTULO XIV

La princesa María supo a través de Nikolái que su hermano estaba con los Rostov en Yaroslavl. Así pues, pese a los consejos de su tía, decidió ir de inmediato con su sobrino. No preguntó ni le interesaba si el viaje era difícil, fácil, imposible o posible. Su deber era estar junto su hermano, tal vez al borde de la muerte, y hacer todo lo posible por llevarle a su hijo. Así, preparó la partida de Vorónezh. Atribuía la falta de noticias de su hermano a que debía de encontrarse débil para escribir, o que quizá creyese demasiado largo y peligroso el viaje para ella y su hijo.

La princesa tuvo todo listo en pocos días; hacía el viaje en la carroza del príncipe que la había llevado a Vorónezh, y la acompañaba un cochecito y varios carros: Mademoiselle Bourienne, Nikolenka, su preceptor, la vieja niñera, tres doncellas, Tijon, un joven lacayo y otro más, que la acompañaba por deseo de su tía.

No se podía ir por el camino habitual a Moscú, y el desvío por Lipetsk, Riazán, Vladimir y Shuia era largo y difícil, pues no había en ese trayecto caballos de posta; cerca de Riazán, donde habían aparecido los franceses, según decían, el camino podía ser peligroso.

Durante el duro viaje, mademoiselle Bourienne, Dessalles y los criados de la princesa se asombraron de su energía y actividad continua. Se acostaba la última y se levantaba la primera, y no había obstáculo que la detuviese. Gracias a eso animaba a sus compañeros de viaje y al final de la segunda semana estaban a la vista de Yaroslavl.

Los últimos días de su estancia en Vorónezh habían sido los mejores y más felices de su vida. El amor por Nikolái Rostov ya no la mortificaba ni inquietaba. Aquel amor llenaba su vida, era inseparable de ella y no luchaba ya con sus sentimientos. La princesa María se había convencido, sin decírselo claramente, de que amaba y era correspondida. Se había convencido en su última entrevista con Nikolái, cuando él la visitó para decirle que su hermano se hallaba con los Rostov. Nikolái no había aludido a que si sanaba el príncipe, las anteriores relaciones entre él y su hermana Natacha podían reanudarse; pero la princesa había adivinado en su semblante que lo sabía y lo pensaba. Pese a todo, su actitud hacia ella, tierna, atenta y amorosa, no había cambiado; hasta parecía que lo alegraba el parentesco con la princesa María, pues así podía expresar libremente su amistad y amor. Eso pensaba la princesa. Sabía que amaba por primera y última vez en su vida; se sentía amada y se sentía feliz y tranquila.

Pero esa dicha de una parte de su espíritu, gracias a su tranquilidad anímica, le permitió sentir un intenso dolor por su hermano y entregarse a su pena. Tal era su inquietud en los primeros días de su marcha de Vorónezh que sus acompañantes se convencieron al ver su rostro angustiado de que enfermaría antes de llegar. Pero las dificultades y preocupaciones del viaje, que procuraba resolver, alejaron un tiempo su dolor y le insuflaron fuerzas.

Como sucede siempre en los viajes, la princesa María solo pensaba en lo relacionado con el camino y olvidó su objetivo. Pero al acercarse a Yaroslavl, al pensar que vería esa noche cuanto esperaba, no en varios días, su inquietud llegó al culmen.

El lacayo enviado a Yaroslavl para averiguar el paradero de los Rostov y cómo seguía el príncipe Andréi salió a su encuentro a la entrada de la ciudad. Se asustó al ver la palidez de la princesa María, asomada a la ventanilla.

—Me he informado de todo, excelencia —dijo—. Los Rostov viven en la plaza, en casa del comerciante Bronnikov. Está cerca, en la orilla del Volga.

La princesa lo miró con aire interrogante y temeroso, sin entender por qué no le hablaba del estado de su hermano. Mademoiselle Bourienne lo preguntó por ella:

—¿Cómo está el príncipe?

—Su excelencia está en la misma casa que los condes —explicó el criado.

«Eso quiere decir que está vivo», pensó la princesa María antes de preguntar:

—¿Cómo está?

—No ha habido cambios, según me han contado los criados.

La princesa no quiso preguntar qué significaba «no ha habido cambios». Solo contempló a su sobrino, un niño de siete años entretenido mirando la ciudad; después inclinó la cabeza y no la levantó hasta que la carroza se detuvo con estrépito mientras se tambaleaba y rechinaba. Crirriaron los estribos al bajar.

Se abrieron las portezuelas. A la izquierda se veía el río; a la derecha, había unos criados en el porche y una joven de piel rosada y larga trenza negra, que sonreía forzada y desagradablemente, en opinión de la princesa María. Era Sonia. La princesa subió las escaleras y la muchacha dijo: «Por aquí, por aquí». En el vestíbulo, una mujer mayor, de rasgos orientales, corrió a su encuentro. Era la condesa. Abrazó a la princesa María y la besó repetidas veces.

—Mon enfant! —dijo—. Je vous aime et vous connais depuis longtemps.

Pese a su emoción, la princesa María comprendió quién era y que debía decirle algo. Pronunció unas frases de cortesía en francés, del mismo estilo que las de la condesa, y preguntó por su hermano.

—El doctor dice que no hay peligro —aseguró la condesa alzando los ojos y suspirando en contradicción con sus palabras.

—¿Dónde está? ¿Puedo verlo? ¿Puedo?

—Enseguida, princesa… —Se fijó en Nikolenka, que entraba con su preceptor—. ¿Es el hijo de él? ¡Qué niño tan encantador! Cabremos todos, la casa es grande.

La condesa la llevó al salón. Sonia hablaba con mademoiselle Bourienne; la condesa acariciaba al niño; el conde entró a saludar a la princesa. Había cambiado desde que la princesa lo vio la última vez. Entonces era vivaz, alegre y seguro de sí mismo; ahora era un anciano asustado que daba lástima. Hablaba con la princesa y miraba a su alrededor, como preguntando si debía hacer aquello. Desde el desastre de Moscú y su ruina, fuera de la normalidad de su existencia, había perdido la noción de su valía y se sentía desplazado.

Pese a su único deseo de ver lo antes posible al príncipe Andréi y de la decepción porque la entretuviesen y alabasen a su sobrino, la princesa María se percataba de lo que ocurría y creyó oportuno someterse a esas nuevas condiciones de vida. Sabía que todo era necesario y no se sentía enfadada aunque la molestase.

El conde presentó a Sonia a la princesa María.

—Es mi sobrina. No la conoce, ¿verdad?

La princesa miró a Sonia y, tratando de ahogar el sentimiento hostil que le despertaba, la besó. Empezaba a no soportar que el estado anímico de quienes la rodeaban fuese tan distinto del suyo.

—¿Dónde está? —se dirigió a todos.

—Está abajo —Sonia enrojeció—. Natacha lo acompaña. Le han avisado. ¿No está cansada, princesa?

Los ojos de la princesa se llenaron de lágrimas de encono. Se volvió para preguntar a la condesa si podía bajar a ver a su hermano cuando se oyeron al otro lado de la puerta pasos ligeros, veloces, casi alegres. La princesa se giró y vio a Natacha que entraba casi corriendo. Era la misma que tan poco le había gustado en su visita de Moscú.

Pero con una mirada supo que ahora compartía su dolor y era amiga suya. Natacha se lanzó hacia ella, la abrazó y rompió en sollozos inclinando la cabeza sobre su hombro.

Natacha estaba a la cabecera del príncipe Andréi y al saber de la llegada de la princesa salió sin hacer ruido de la habitación y corrió con esos pasos rápidos que a la princesa le parecieron casi alegres.

Al irrumpir allí, su rostro emocionado solo expresaba un amor infinito hacia el príncipe Andréi y su hermana y cuantos tuviese relación con él; era una expresión de piedad y sufrimiento por los demás y un deseo de darse a todos. Sin duda en aquellos momentos no pensaba en sí misma ni en sus relaciones con él.

La sensible princesa María lo intuyó al verla entrar, y apoyándose en su hombro lloró con amarga alegría.

—Vamos a verlo, María. —Natacha la llevó a otra habitación. La princesa María alzó el rostro, se enjugó las lágrimas y miró a Natacha. Sentía que por ella sabría todo y comprendería todo.

—¿Cómo…? —empezó la princesa, pero calló.

Notó que con palabras no se podía preguntar ni contestar. El semblante y los ojos de Natacha se lo dirían con más claridad y profundidad.

Natacha la miró asustada e indecisa, como si no osase decir cuanto sabía. Le parecía comprender que ante aquellos ojos, que penetraban hasta el fondo de su corazón, solo podía decir la verdad que conocía. Los labios de Natacha temblaron y varias arrugas aparecieron en torno a su boca. Rompió a sollozar y ocultó el rostro entre las manos.

La princesa María lo comprendió todo. No obstante, confiaba aún y preguntó con palabras en las que no creía:

—¿Cómo va la herida? ¿En qué estado se encuentra?

—Usted… lo verá… —pudo decir Natacha. Permanecieron un rato en el piso inferior, junto a la habitación del herido, para dejar de llorar y entrar con el rostro calmado.

—¿Qué curso ha seguido la enfermedad? ¿Hace tiempo que empeoró? ¿Cuándo ocurrió? —preguntó la princesa.

Natacha contó que, al principio, el mal eran la fiebre y los dolores, pero en el monasterio de Troitsa había cesado y el médico temía la gangrena. También ese peligro pasó. En Yaroslavl la herida había comenzado a supurar, Natacha sabía bien lo referente a la supuración, y el médico había explicado que podía seguir un curso normal. Después había vuelto la fiebre; esta vez el médico la consideraba menos peligrosa.

—Pero hace dos días —Natacha apenas pudo contener los sollozos— ocurrió de repente eso… La causa no la sé, pero ya verá en qué estado se encuentra.

—¿Está débil? ¿Más delgado? —preguntó la princesa.

—No es eso… es peor. Ya lo verá. ¡Ah! María, es demasiado bueno, no puede, no puede vivir, porque…

CAPÍTULO XV

Cuando Natacha abrió la puerta para dejar paso a la princesa, esta sentía los sollozos en la garganta. Pese a todos sus esfuerzos para calmarse, sabía que al verlo no podría contener las lágrimas.

La princesa María había comprendido lo que quería decir Natacha con «hace dos días ocurrió eso»; comprendía que el príncipe Andréi se había dulcificado y que eso indicaba la muerte. Al llegar a la puerta imaginó el rostro del Andriusha a quien había conocido de pequeño; su cara dulce, afectuosa y tierna, expresión que pocas veces aparecía en él y que por eso la impresionaba siempre. Sabía que le diría palabras dulces y tiernas, como las dijo su padre al morir, y que ella no podría dominarse y rompería a llorar. Pero antes o después debía ocurrir, y entró en la habitación. El llanto la ahogaba mientras sus ojos miopes distinguían el cuerpo y buscaba las facciones de su hermano. Finalmente vio su rostro y sus miradas se encontraron.

Estaba en un diván, rodeado de almohadas y con una bata guarnecida de piel de ardilla. Estaba flaco y pálido. Una de sus manos, casi transparente, sostenía un pañuelo; con la otra, se atusaba el bigote bastante crecido. Sus ojos se fijaban en quienes entraban.

Cuando se encontró con esa mirada, la princesa María acortó el paso; sintió que las lágrimas se le secaban y los sollozos cesaban; la expresión del rostro y la mirada que había sorprendido le produjeron una extraña timidez y se sintió culpable.

«¿De qué soy culpable?», se preguntó.

«De vivir y pensar en las cosas de la vida, mientras que yo…», pareció responder aquella mirada fría y adusta.

En aquella mirada profunda dirigida dentro de sí, había casi hostilidad cuando el príncipe se volvió lentamente hacia su hermana y Natacha.

Besó a su hermana como siempre, mano con mano.

—Buenos días, María… ¿Cómo has llegado? —preguntó con voz serena y tan extraña como su mirada.

Si hubiese gritado, su grito no habría producido en la princesa el mismo horror.

—¿Has traído también a Nikolenka? —añadió con voz débil y pausada haciendo un esfuerzo para recordar.

—¿Cómo te encuentras ahora? —se asombró ella misma de lo que decía.

—Eso hay que preguntárselo al médico —dijo el príncipe; haciendo un visible esfuerzo para mostrarse cariñoso, añadió sin casi mover los labios, pues se veía que no pensaba lo que decía—: Merci, chère amie, d’être venue.

La princesa María le estrechó la mano y él frunció el ceño al sentir la presión. Calló y ella no supo qué decir. Comprendió qué le había sucedido días atrás. En sus palabras, en su voz y en la fría mirada, casi hostil, se veía ese alejamiento de todo lo terrenal, terrible para quien está vivo. Comprendía cuanto se refería a los vivos, pero se notaba que le costaba no por su falta de capacidad para comprender, sino a que comprendía algo que quienes vivían, no entendían ni podían hacerlo. Y eso lo absorbía.

—Ya ves cómo nos ha reunido el destino —rompió el silencio e indicando a Natacha—. Ella me cuida todo el día.

La princesa María escuchaba sin entender. ¿Cómo podía hablar así, el sensible y cariñoso príncipe Andréi, delante de la mujer que amaba y lo amaba? Si tuviese esperanza de vivir no habría dicho eso con ese tono frío y ofensivo. Si no supiese que iba a morir, ¿cómo no se apiadaría de ella, cómo habría podido hablar así? Solo cabía una explicación: todo le daba igual porque algo mucho más importante le había sido revelado.

La conversación seguía siendo fría e inconexa; se interrumpía sin cesar.

—María ha pasado por Riazán —dijo Natacha.

El príncipe Andréi no pareció notar que Natacha llamaba a su hermana por su nombre. Natacha, que lo había hecho antes, se dio cuenta por primera vez.

—¿Y qué? —dijo el príncipe.

—Le han contado que Moscú ha ardido hasta los cimientos, que…

Natacha calló; la conversación era inoportuna; se veía que el príncipe se esforzaba por escuchar.

—Sí, eso dicen. Es una pena —dijo sin mirar a nadie atusándose el bigote con los dedos.

—¿Y tú, Marie, viste al príncipe Nikolái? —dijo el príncipe Andréi, deseando decir algo agradable para ellas—. Ha escrito diciendo que le has gustado mucho —prosiguió tranquilamente, con sencillez, sin entender la importancia que sus palabras tenían para aquellos seres vivos—. Si también a ti te gustase… sería lo mejor… que os caséis —añadió más deprisa, satisfecho de haber dado con unas palabras que le había costado buscar.

La princesa María lo escuchaba; esas palabras carecían de sentido para ella y probaban lo lejos del mundo de los vivos que se hallaba su hermano.

—Para qué hablar de mí —dijo con firmeza, y miró a Natacha.

Ella notó su mirada, pero no levantó los ojos. Todos guardaron silencio.

—Andréi, quieres… —dijo la princesa María con voz temblorosa—. ¿Quieres ver a Nikolenka? Te ha recordado siempre.

El príncipe Andréi esbozó una sonrisa, pero ella, que conocía las expresiones de su rostro, supo horrorizada que no era una sonrisa alegre o de cariño por el hijo, sino un gesto de tierna burla para la princesa María, que empleaba el último recurso para volverlo a la vida, según parecía.

—Sí, me alegraría mucho ver a Nikolenka. ¿Está bien?

Cuando llevaron al pequeño Nikolenka, contempló asustado a su padre y no lloró porque nadie lloraba. El príncipe Andréi lo besó sin saber qué decir.

Cuando se llevaron al niño, la princesa María se acercó a su hermano. Lo besó y rompió a llorar. Él la miró fijamente.

—¿Lloras por Nikolenka?

Ella asintió con la cabeza.

—María, ¿sabes? El Evange… —pero calló.

—¿Qué dices?

—Nada. No hay que llorar aquí —concluyó mirándola con la misma frialdad.

Cuando la princesa María rompió a llorar, él supo que lo hacía por Nikolenka, que iba a quedar huérfano. Con gran esfuerzo trató de volver a la vida y situarse en su punto de vista.

«Sí, debe parecerles patético —pensó—. ¡Sin embargo, qué simple es! Las aves del cielo no siembran ni siegan, Dios nuestro padre los alimenta», se dijo, y es lo que deseaba decir a su hermana.

«Pero ellas lo entenderían a su modo. No entenderían nada. No pueden comprender que esos sentimientos que tanto valoran, esos pensamientos que parecen tan importantes no son necesarios. No podemos entendernos». Y guardó silencio.

El hijo del príncipe Andréi tenía siete años; apenas conocía las letras ni sabía nada. Sufrió mucho desde ese día adquiriendo conocimientos, dotes de observación y experiencia. Pero aunque hubiere sabido todo eso, no habría entendido mejor aquella escena entre su padre, la princesa María y Natacha, que presenció. Lo adivinó todo y sin llorar salió de la habitación, fue silencioso a Natacha, que lo seguía, la miró tímidamente con sus ojos bellos y pensativos; su rosado labio superior, un poco prominente, se tembló, apoyó la cabeza en la joven y lloró.

Desde entonces evitó a Dessalles y a la condesa, que lo mimaba, y permanecía solo o se acercaba tímidamente a la princesa María y a Natacha, a quien parecía querer más que a su tía, y dulce y apocadamente buscaba sus caricias.

Cuando la princesa María salió de la habitación de su hermano comprendía cuanto le dijo el rostro de Natacha. No volvieron a hablar sobre la esperanza de salvarlo. Turnándose ambas, veló al herido. No lloraba, pero rezaba al ser eterno e inasible cuya presencia era notoria junto al moribundo.

CAPÍTULO XVI

El príncipe Andréi sabía que moriría; notaba que lo hacía poco a poco y que estaba medio muerto. Experimentaba una sensación de alejamiento de las cosas terrenas y una ligereza extraña y gozosa. Aguardaba serenamente sin temor lo que ocurriría. Aquella presencia horrible, eterna, desconocida y lejana, cuya existencia había sentido toda su vida, se acercaba hasta ser casi comprensible y tangible por la rara y gozosa levedad de ser.

Antes había temido el fin. Dos veces había experimentado el terrible y doloroso miedo a morir que ahora no comprendía.

La primera fue cuando la granada saltó junto a él girando mientras él miraba las mieses, los arbustos, el cielo, y sabía que estaba ante la muerte. Cuando volvió en sí tras ser herido, en su alma, liberada del peso de la vida, nació la flor de amor que no dependía de este mundo. Desde entonces no tuvo miedo a la muerte ni pensó en ella.

Durante las horas del doloroso aislamiento y delirio desde que fue herido, cuanto más reflexionaba en ese nuevo principio de amor eterno revelado, más renunciaba sin darse cuenta a la vida terrenal. Amar todo y a todos, sacrificarse por amor, era no amar a nadie ni vivir la vida terrenal. Según ahondaba en el principio del amor, renunciaba a la vida con más decisión y destruía el obstáculo entre la vida y la muerte si no hay amor. Cuando en aquella primera época recordaba que debía morir, se decía: «Mejor».

Pero desde la noche de Mitischi, cuando en su delirio apareció la mujer que deseaba y cuando él, apretando su mano contra sus labios, lloró de felicidad, el amor a una sola mujer se adueñó de su corazón y lo reató a la vida. Rememoraba pensamientos que lo atormentaban y lo alegraban. Recordaba haber visto a Kuraguin en la ambulancia, pero no podía experimentar el sentimiento de entonces. Una sola cuestión lo afligía: ¿Seguía vivo o no aquel hombre? Pero no osaba preguntarlo.

La herida siguió su curso normal, pero lo que Natacha había dicho a la princesa María de que «eso ocurrió hace dos días» fue la última lucha moral entre la vida y la muerte, y venció la muerte. Era el inesperado reconocimiento de que valoraba la vida encarnada en el amor a Natacha y la última embestida de pavor, superada, ante lo desconocido.

Había anochecido. Después de cenar tuvo algo de fiebre, como siempre, y sus pensamientos eran lúcidos. Sonia estaba sentada junto a la mesa, con él adormecido. De pronto lo invadió una sensación de dicha.

«¡Ah, ella es quien entró!», pensó.

Natacha había entrado efectivamente sin hacer ruido para sustituir a Sonia. Desde que empezó a cuidarlo, el príncipe siempre experimentaba esa sensación física con su presencia. Permanecía sentada, de perfil, ocultándole la luz de la vela, y tejía una media. Había aprendido a tejer desde que el príncipe Andréi le dijo que nadie cuidaba mejor a los enfermos que las viejas niñeras que hacían punto, y que aquel trabajo resultaba sedante para el enfermo. Sus delicados dedos movían con destreza las agujas, que entrechocaban; el príncipe veía el perfil de su rostro levemente inclinado y pensativo. Natacha hizo un movimiento y el ovillo cayó. Se sobresaltó; ocultó la luz de la vela con la mano y se inclinó para recoger el ovillo y retornó a su anterior postura. El príncipe Andréi la miraba y notó que necesitaba respirar, pero temía hacerlo y lo hacía conteniendo el aliento.

En el monasterio de Troitsa habían hablado del pasado y él había dicho que, si conservaba la vida, daría gracias a Dios por la herida que los había reunido. Desde entonces no volvieron a mencionar el futuro.

«¿Podía o no ser así? —pensaba mirándola y escuchando el rumor de las agujas—. ¿Nos ha reunido el destino así para dejarme morir…? ¿Se me ha revelado la verdad de la vida solo para que sepa que he vivido en el engaño? La amo como a nada en el mundo. ¿Qué puedo hacer si la amo?», gimió sin querer, por la costumbre adquirida en sus horas de sufrimiento.

Natacha dejó la labor y, al ver sus ojos brillantes, se inclinó hacia él.

—¿No duermes? —preguntó.

—No, te miro hace tiempo; me di cuenta de tu llegada. Nadie me da tan dulce quietud como tú… esa luz… Querría llorar de alegría. —Natacha se acercó. Su rostro relucía—. Natacha, te amo más que a nadie en el mundo. ¿Y yo? —se apartó ella un instante—. ¿Por qué demasiado? —preguntó—. ¿Por qué demasiado?… Di la verdad de lo que piensas y sientes en lo más hondo de su ser, ¿viviré? ¿Qué crees?

—¡Estoy segura de que sí! —casi gritó Natacha estrechándole las manos pasión.

Él guardó silencio.

—¡Sería tan hermoso! —tomó su mano y la besó.

Natacha se sentía feliz y conmovida; pero recordó que estaba prohibido, que el herido necesitaba reposo.

—Pero no has dormido —reprimió su alegría—. Trata de dormir.

El príncipe abandonó su mano tras estrecharla, ella se sentó junto a la vela y todo siguió como antes. Dos veces se volvió a mirarlo y vio sus ojos brillantes. Entonces se impuso una tarea determinada prometiéndose no mirarlo hasta haberla terminado.

Poco después el príncipe se durmió. Pero su sueño duró poco; se despertó inquieto y envuelto en sudor frío.

Al dormirse pensaba en cuanto lo preocupaba esos días: la vida y la muerte. Ella sobre todo. Se sentía más cercano a la muerte.

«¿Qué es el amor? —pensaba—. El amor se opone a la muerte; es vida. Cuanto comprendo lo entiendo porque amo. Todo existe únicamente porque amo. Todo está unido por el amor. El amor es Dios; morir significa que yo, una partícula del amor, retorno al manantial común y eterno.» Eran pensamientos consoladores pero les faltaba algo porque eran unilaterales, personales, cerebrales, sin evidencia. Y seguía la misma inquietud y confusión. Se durmió.

Se vio donde estaba, pero no herido, sino sano, rodeado de muchas personas insignificantes e indiferentes. Hablaba con ellas y discutía de nimiedades. Iban a salir de viaje. El príncipe recordaba confusamente que todo era nimio y que le esperaban tareas más importantes; pero seguía hablando, asombrando a sus oyentes con frases hueras e ingeniosas. Poco a poco, aquellos personajes desaparecieron y solo quedó el problema de la puerta. Se levantó, fue a correr el pestillo y cerrarla. Todo dependía de que la cerrase. Caminó, pero sus piernas no se movían y él sabía que no tendría tiempo de cerrarla pese a sus esfuerzos. Un miedo espantoso lo invadió: el miedo a la muerte porque tras la puerta estaba ella. Pero cuando llegó a rastras, eso tan terrible lo empujó desde el lado opuesto para pasar por la fuerza. Algo inhumano, la muerte, luchaba por entrar y debía detenerla. Él se aferró a la puerta con sus últimas fuerzas; no podía cerrarla, pero sí detenerla, aunque sus fuerzas fuesen escasas y torpes, y la puerta se abriese y se cerrase de nuevo. Sus esfuerzos sobrehumanos eran vanos y las dos hojas de la puerta se abrieron. Ella entró: la muerte. Y el príncipe Andréi moría. Pero en el momento de morir, recordó que estaba durmiendo, hizo un esfuerzo y despertó.

«Sí, era la muerte. He muerto y he despertado. La muerte es el despertar.» Ese pensamiento iluminó su alma. Se levantaba el velo que le había ocultado lo desconocido. Se sintió liberado de lo que antes ataba su fuerza y experimentó una levedad que ya no lo abandonó.

Al despertar envuelto en sudor frío, se movió en el diván. Natacha se le acercó para preguntar qué ocurría. El príncipe no contestó;: no comprendía la pregunta y la miró con ojos extraviados.

Eso había sucedido dos días antes de llegar la princesa María. Desde entonces, según el médico, la fiebre tenía mal aspecto. Pero Natacha no mostraba interés por cuanto decía el médico; veía aquellos terribles síntomas morales. Para el príncipe Andréi comenzó el alejamiento de la vida. Comparado con la duración de su existencia, no le parecía más lento que despertar del sueño en relación con el tiempo que había durado el sueño. Ese despertar relativamente lento no tenía nada terrible ni violento.

Sus últimos días y horas fueron sencillos y apacibles. La princesa María y Natacha, que no se apartaban de él, lo sentían. No lloraban ni sufrían; en los últimos días notaban que no pensaban en él, que ya las había abandonado, sino en su recuerdo cercano: su cuerpo. Era un intenso sentimiento, y el aspecto exterior y horrible de la muerte no influía en ellas y no querían reavivar su dolor. No lloraban delante de él ni fuera; tampoco hablaban de él entre sí. No creían poder expresar con palabras todo cuanto comprendían. Ambas veían cómo, al alejarse de ellas, se hundía con mayor profundidad, lenta y sosegadamente no se sabía dónde, pero sabían que debía ser así y estaba bien.

El príncipe Andréi recibió los últimos sacramentos; todos se acercaron para despedirse de él. Cuando llevaron a su hijo puso los labios en su frente y se volvió, no porque le apenase ni por piedad, sino porque creía que era cuanto se le exigía. Cuando le pidieron que lo bendijese, lo hizo, y miró a su alrededor preguntando si debía hacer algo más.

La princesa y Natacha estuvieron presentes durante las últimas contracciones del cuerpo abandonado por su espíritu.

—¿Ya se fue? —dijo la princesa María, cuando el cuerpo inmóvil, tendido ante ellas, se enfriaba.

Natacha se acercó, miró los ojos muertos y los cerró. Pero no los besó, aunque acercó los labios a lo que era su más próximo recuerdo.

«¿Dónde habrá ido? ¿Dónde estará ahora…?»

Cuando pusieron el cuerpo amortajado en el féretro, sobre una mesa, todos se acercaron llorando a dar el último adiós.

Nikolenka lloró debido al doloroso estupor que se rompía el corazón. La condesa y Sonia lloraban pensando en Natacha y en que él ya no vivía. El viejo conde lloró porque sentía que también a él le tocaría pronto ese paso.

También la princesa María y Natacha lloraron no por su propio dolor, sino por la conmoción que inundaba sus almas ante aquel simple y solemne misterio de la muerte del que acababan de ser testigos.

Aunque extranjero, era ruso de corazón y de alma.

Nuestro muy gracioso soberano… cuyas llamas alumbraron su camino.

Michaux, aunque extranjero, pero ruso de corazón y de alma… entusiasmado por lo que acababa de escuchar.

Más vale tarde que nunca.

Mal tono.

¡Oh! ¡Cómo eres!

El que no confiesa su nombre.

Monseñor.

¡Mi niña! Te quiero y te conozco hace mucho.

Gracias, querida amiga, por venir.

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Lleva Guerra y paz contigo