Guerra y paz

LIBRO SÉPTIMO – 1810-1811

LIBRO SÉPTIMO

CAPÍTULO I

Según la Biblia, la ociosidad —la falta de toda tarea—, aseguraba la felicidad, el bienestar del primer ser humano antes de su caída. El gusto por la ociosidad continúa en el hombre tras su caída, pero la maldición aún pesa sobre él, no solo porque debamos ganar el pan con el sudor de nuestra frente, sino porque nuestra naturaleza moral no nos permite estar ociosos y tranquilos a un tiempo. Una voz secreta nos grita que somos culpables. Si el hombre pudiese estar ocioso sabiendo que es útil y cumple con su deber, habría recuperado parte de la felicidad primigenia. Hay un estamento, el militar, que disfruta de un estado de ociosidad obligatoria e irreprochable, y en eso radica y radicará el especial atractivo del servicio de las armas.

Nikolái Rostov experimentaba esa felicidad después de 1807 sirviendo en el regimiento de Pavlogrado, donde mandaba el escuadrón que era antes de Denisov.

Rostov era un buen muchacho de modales rudos a quien los amigos moscovitas encontrarían de mal tono, pero a quien querían y respetaban sus camaradas, subalternos y superiores; además, estaba contento de su vida.

En 1809, las cartas de su casa traían lamentaciones cada vez más frecuentes de su madre; decía que las cosas iban de mal en peor y que debería regresar para alegrar y calmar a sus padres.

Al leer aquello, Nikolái temía que quisieran sacarlo de un ambiente donde estaba tranquilo y feliz, sin las complicaciones de la existencia. Sabía que, tarde o temprano, tendría que volver al caos de la vida cotidiana con asuntos económicos que iban mal y que debía arreglar, cuentas con los administradores, discusiones e intrigas, relaciones sociales, y el amor de Sonia y la promesa hecha. Todo era difícil y enredado, y respondía a las cartas de su madre con unas líneas que empezaban con aquello de: «Ma chère maman» y terminaban con: «Votre obéissant fils», y no hablaba de volver. En 1810 una carta de sus padres anunció el compromiso de Natacha con Bolkonsky y el retraso del matrimonio por un año porque el viejo príncipe se oponía a la boda. La carta ofendió y disgustó a Nikolái. Lamentaba perder a Natacha, que era su favorita; además, desde su punto de vista de húsar, le disgustaba no haber estado en casa para demostrar a Bolkonsky que no era un honor tan grande emparentarse con él y que, si amaba a Natacha, podía olvidar el permiso de su grotesco padre. Quiso pedir permiso para ver a Natacha de prometida, pero llegaron las maniobras, se acordó de Sonia, del lío existente, y aplazó el viaje. Pero esa primavera recibió una carta de su madre escrita a espaldas del conde, y eso lo decidió a ir. Decía la condesa que si Nikolái no volvía a encargarse de los asuntos de la casa, terminarían vendiendo todo en una subasta y acabarían en la calle; añadía que el conde era tan débil, confiaba tanto en Mitenka y era tan bueno que todos lo engañaban, así que todo iba de mal en peor. «En nombre de Dios, te ruego que vengas cuanto antes o toda tu familia acabará en la miseria.»

La carta impresionó a Nikolái, pues tenía el sentido común de los mediocres, que le señalaba su deber.

Debía ir pidiendo permiso al menos, no solicitando la baja. Después de la siesta ordenó que ensillaran a Marte, un potro gris y resabiado que hacía tiempo no montaba; ya de vuelta le dijo a Lavrushka, el asistente de Denisov, que ahora estaba con él, y a los camaradas, que había pedido permiso e iba a casa. Se le hacía extraño pensar que se iba sin enterarse en el Estado Mayor, cosas que le interesaba especialmente, si lo promovían a capitán o le concedían la cruz de Santa Ana por las últimas maniobras; se iba sin ver al conde polaco Golujovski para venderle los tres caballos que tanto quería él y por los cuales había apostado que sacaría dos mil rublos; se iba sin asistir al baile ofrecido a la señora Pshazdezka para rivalizar con los ulanos, que ofrecían otro a la señora Borzhovka. Sabía que su deber era abandonar aquel ambiente feliz, donde todo estaba a la vista, e ir a otro mundo donde todo era absurdo y confuso. Una semana después recibió el permiso. Toda la brigada de húsares le dio un banquete de quince rublos el cubierto, con dos orquestas y dos coros. Rostov bailó el trepak con el mayor Basov; los oficiales, borrachos, mantearon y abrazaron a Rostov y lo dejaron caer al suelo; los soldados del tercer escuadrón lo mantearon también gritando ¡hurra! Finalmente colocaron a Nikolái en el trineo y lo acompañaron hasta la primera parada.

Hasta la mitad del viaje, de Kremenchug a Kiev, Rostov pensaba en su escuadrón; pero después dejó de pensar en sus tres caballos bayos y en su sargento Dozhoiveiko y se preguntó qué encontraría en Otrádnoie. Cuanto más se acercaba, más pensaba en su casa, como si el sentido moral se sometiese a la ley de que la fuerza de atracción es inversa al cuadrado de la distancia. En la última parada antes de Otrádnoie dio al postillón tres rublos para vodka y subió los escalones del portal de su casa.

Tras la primera alegría por su llegada y de una extraña sensación de malestar por encontrar la realidad distinta a lo esperada. «Siempre igual; ¿por qué me habré dado tanta prisa en venir?», se preguntó. Nikolái comenzó entonces a familiarizarse con el viejo mundo de la casa. Sus padres eran los mismos, aunque envejecidos. Lo único nuevo en ellos era cierta inquietud y, en ocasiones, un desacuerdo que antes no existía. Nikolái pronto vio que el motivo era la mala situación económica. Sonia tenía diecinueve años y había florecido. Solo prometía lo que tenía, pero eso bastaba. Toda ella era felicidad y amor desde que llegó Nikolái; y ese amor fiel e indestructible para él era motivo de alegría. Lo sorprendieron Petia y Natacha. El primero ya era un muchacho de trece años, alto, gracioso, inteligente y travieso que estaba cambiando la voz. Natacha asombró durante largo tiempo a Nikolái, que no podía evitar la risa al mirarla.

—Eres completamente distinta —decía.

—¿Estoy más fea?

—Al contrario. Pero… ¡bueno! ¡Nada menos que princesa! —contestaba él.

—Sí, sí, sí —asentía ella con alegría.

Le contó su romance con el príncipe Andréi, su llegada a Otrádnoie y le enseñó su última carta.

—¿Estás contento? —preguntaba—. Ahora soy feliz y estoy tranquila.

—¡Muy contento! —repuso Nikolái—. Es un gran hombre. ¿Estás enamorada?

—¿Cómo te diría? Estuve enamorada de Boris, del profesor, de Denisov, pero esto no es nada de eso. Estoy tan feliz y tranquila… Sé que no hay personas mejores que él y me siento segura. Es distinto de lo anterior…

Nikolái no ocultó que no le gustaba el aplazamiento de la boda; pero Natacha le demostró que debía ser así, que habría estado mal entrar en la familia contra la voluntad del padre y ella misma lo quería así.

—No comprendes nada —dijo finalmente. Nikolái le dio la razón.

A menudo la miraba atónito. Natacha no le parecía una novia enamorada lejos de su prometido. Estaba tranquila y alegre, como antes. Eso sorprendía a Nikolái y miraba con recelo el compromiso con Bolkonsky. Dudaba que la suerte de su hermana se hubiese decidido ya, sobre todo porque no los había visto juntos. Le parecía que en aquel futuro matrimonio fallaba algo.

«¿Por qué aplazarlo? ¿Por qué no hacen público el compromiso?», pensaba. Una vez, al hablar con su madre de Natacha, comprendió, extrañado y también satisfecho, que su madre veía con cierta desconfianza aquel matrimonio, como él.

—Ya ves —la condesa le mostró una carta del príncipe Andréi con esa hostilidad oculta de las madres hacia la futura felicidad conyugal de su hija—. Dice que no puede venir antes de diciembre. ¿Qué puede retenerlo tanto? Probablemente su enfermedad. No tiene buena salud. Pero no hables con Natacha de eso. Y no creas en su alegría. Son sus últimos días de soltera y sé cómo se pone cuando recibe carta de él. Aunque con la ayuda de Dios, todo irá bien —terminó la condesa—. Es una gran persona.

CAPÍTULO II

Nikolái estaba serio e incluso triste desde que regresó. Tener que intervenir en los engorrosos asuntos de la administración, para lo cual lo había llamado su madre, lo agobiaba. Para acabar cuanto antes con aquello, tres días después de su regreso se dirigió de mal humor y ceñudo, sin responder a su madre, que le preguntaba adónde iba, al ver a Mitenka para pedirle cuentas de todo. Nikolái ignoraba tanto como Mitenka, que temblaba de miedo y perplejidad ante él, qué eran esas cuentas de todo. La conversación y el informe de Mitenka duraron poco. El stárosta y los elegidos por la comunidad y el zemstvo, que aguardaban en el vestíbulo, escucharon con placer y temor la voz del joven conde que subía de tono y la retahíla de temibles injurias.

—¡Ladrón! ¡Bestia malagradecida…! ¡Perro, te despedazaré…! ¡No estás hablando con mi padre…! ¡Nos has robado…!

Aquella gente vio con igual placer y temor cómo el joven conde, encendido y con los ojos inyectados de sangre, sacaba a Mitenka por el cuello y lo echaba dándole entre palabra y palabra un puntapié en las posaderas.

—¡Fuera! —le gritó—. ¡Y que no vuelva a verte por aquí, sinvergüenza!

Mitenka bajó rodando los seis escalones y corrió por un lugar de arbustos que servía de refugio a quienes cometían una falta en Otrádnoie. El propio Mitenka se ocultaba allí cuando volvía borracho de la ciudad, y muchos lugareños que se escondían de Mitenka sabían cómo salvaba aquel lugar a quien allí se escondía.

Las cuñadas y la mujer de Mitenka aparecieron asustadas en la puerta de una habitación donde hervía el samovar y se veía la alta cama del administrador con una colcha hecha con retales.

El joven Rostov, sofocado y sin verlas, regresó a casa con paso enérgico.

La condesa fue informada por las muchachas de lo ocurrido. Por un lado se calmó pensando que la situación económica de la casa mejoraría, pero la inquietó el disgusto su hijo. Se acercó varias veces a la puerta de la habitación de Nikolái y oyó cómo fumaba varias pipas.

Al día siguiente el conde llamó a su hijo y sonriendo tímidamente le dijo:

—Sabes, querido, te has acalorado por poca cosa. Mitenka me ha contado todo.

«Ya sabía que en este mundo muelle no comprendería nada», pensó Nikolái.

—Te enfadaste porque no había apuntado setecientos rublos, ¿no? Pues estaban anotados en otra página que no viste.

—Papá, ese hombre es un miserable y un ladrón, lo sé. Lo hecho, hecho está y, si no quieres, no diré nada más.

—No, querido —el conde estaba también turbado. Sabía que había administrado mal los bienes de su mujer y era culpable con respecto a sus hijos, pero no sabía cómo solucionarlo—. Te ruego que lleves tú esos asuntos. Yo soy viejo, yo…

—No, papá, perdón por el disgusto. Yo entiendo menos que tú.

«¡Que el diablo se lleve a los mujiks, el dinero y las cuentas! —pensó—. No entiendo nada de eso. En otros tiempos entendía algo de cartas y apuestas pero de páginas con doble registro no sé nada», se dijo. En lo sucesivo no volvió a meterse en aquellos asuntos. Solo una vez la condesa llamó a su hijo para preguntarle qué haría con un pagaré de dos mil rublos firmado por Ana Mijáilovna.

—Mira —Nikolái rompió el papel—. Me dijiste que dependía de mí. No siento afecto por Ana Mijáilovna ni por Boris; pero fueron amigos nuestros y eran pobres. Esto es lo que hay que hacer. —Rompió el pagaré.

Aquel gesto provocó lágrimas de alegría en la condesa. Después, el joven Rostov olvidó aquellos asuntos y se apasionó por algo nuevo: la caza con perros, un deporte que el viejo conde practicaba a lo grande.

CAPÍTULO III

Con los primeros fríos, la helada matinal endurecía la tierra, húmeda por las lluvias otoñales y los primeros brotes de los sembrados de invierno mostraban su verde intenso descollando entre los rastrojos amarillos de la siembra veraniega, pisoteados por los animales, y las franjas del alforfón. Las copas de los árboles y los bosques, que a finales de agosto aún eran islotes verdes entre los negros campos de cultivo, ahora eran dorados y rojizos entre el verde de los sembrados de otoño. La liebre gris cambiaba el pelo; las crías de los zorros comenzaban a dispersarse por el campo y los lobeznos eran ya más grandes que los perros. Era la estación de la caza. Los perros de Rostov, un cazador joven y fogoso, estaban flacos. Lo ojeadores decidieron entonces darles tres días de reposo, hasta el 16, cuando seguirían el rastro a una manada de lobos recientemente avistada en Dubrava. Así estaba la situación el 14 de septiembre.

Todos permanecieron en casa. El frío había ido a más, pero al anochecer el aire se entibió y comenzó a deshelar. El 15 de septiembre, cuando Rostov se acercó en batín a la ventana, vio una mañana perfecta para la caza con un cielo que parecía fundirse y descender a la tierra; no corría aire. El único movimiento era la lenta caída de las gotitas de vapor o bruma. De las ramas desnudas del jardín colgaban gotas de agua que caían sobre las hojas en el suelo. La tierra mojada y negra brillaba en la huerta como la semilla de las amapolas y se confundía con el velo de la bruma. Nikolái salió al porche húmedo y con huellas de barro. El aire olía a bosque y a perros. Milka, una perra negra con manchas rojas, anchos cuartos traseros y ojos oscuros, grandes y saltones, se levantó al ver a su dueño, se estiró, se encogió como una liebre y saltó sobre Nikolái, lamiéndole la nariz y el bigote. Otro perro, un galgo, corrió con el espinazo curvado desde un sendero del jardín y se restregó con el rabo alzado contra las piernas de su Nikolái.

«¡Oh! ¡Hoy!», se oyó la llamada de los cazadores; Danilo, el montero mayor, apareció en una esquina de la casa.

Con su pelo cano cortado a cepillo, según costumbre ucraniana, el arrugado rostro de Danilo expresaba independencia y desdén por todo el mundo, algo innato a los cazadores. Llevaba la fusta en la mano, se quitó el gorro circasiano delante del amo y lo miró con desdén, lo cual no ofendía a Rostov. Nikolái sabía que era uno de sus hombres y cazador pese a su desprecio a todos y a que se sentía por encima de todos.

—¡Danilo! —dijo Nikolái al ver aquel tiempo, los perros y al montero. Sintió que lo invadía esa pasión irrefrenable por la caza con que el hombre parece olvidar lo demás, como el enamorado ante su amada.

—¿Qué ordena, excelencia? —preguntó Danilo con voz ronca de tanto azuzar a los perros. Sus ojos negros miraron de soslayo al amo, que seguía callado. «¿Ya no aguantas más?», parecía decir aquella mirada.

—¡Un día magnífico, eh! —Nikolái rascó a Milka detrás de las orejas—. Para perseguir y para correr.

Danilo solo parpadeó.

—He mandado a Uvarka en cuanto amaneció a que escuche —dijo con su voz ronca tras un minuto de silencio—. Dice que se han ido al bosque de Otrádnoie y aúllan por ahí. Decir «se han ido» significaba que la loba y sus lobeznos se hallaba en el bosque de Otrádnoie, a dos kilómetros de la casa, en una pequeña reserva de terreno.

—¿Habrá que ir? —dijo Nikolái—. Llama a Uvarka y subid los dos.

—Como mande.

—Mientras, no des de comer a los perros.

—Está bien.

Cinco minutos después Danilo y Uvarka estaban en el despacho de Nikolái. Pese a que Danilo no era muy alto, en la habitación y entre los muebles, en ese entorno normal de la vida humana, parecía un caballo o un oso. Él mismo procuraba quedarse junto a la puerta, trataba de hablar en voz baja y no se movía por si acaso rompía algo en las habitaciones señoriales. Trataba de despachar lo antes posible para salir y regresar al aire libre.

Terminadas las preguntas y conseguida la opinión de Danilo de que los perros estaban dispuestos, pues deseaba participar en la cacería, Nikolái mandó ensillar los caballos. Pero cuando Danilo se disponía a cumplir sus órdenes entró rápidamente Natacha en la estancia, sin arreglar ni peinar, con una toquilla. Petia corría tras ella.

—¿Te vas? —preguntó Natacha—. Lo suponía. Sonia decía que no iríais. Pero sabía que en un día como hoy era imposible no ir.

—Sí, vamos —repuso Nikolái de mala gana; quería emprender una cacería en serio y no quería llevarse a Natacha ni a Petia—. Pero vamos al lobo y te aburrirías.

—Ya sabes que es lo que más me gusta —dijo Natacha—. Tú te vas, mandas que ensillen y a nosotros no nos dices nada. No está bien lo que hiciste.

—No hay trabas para los rusos. ¡Vamos! —gritó Petia.

—Pero tú no puedes ir. Mamá ha dicho que no —dijo Nikolái a su hermana.

—Iré —replicó Natacha—. Danilo, que ensillen nuestros caballos y que Mijaílo traiga mi jauría.

Estar en una habitación era incómodo y penoso para Danilo, pero tener que tratar con la señorita era un suplicio. Bajó los ojos y salió como si aquello no guardase relación con él, tratando de no hacer involuntariamente daño a Natacha.

CAPÍTULO IV

El viejo conde siempre había tenido un gran equipo de caza, cuya dirección había pasado a su hijo. Aquel 15 de septiembre se había levantado de un humor excelente y se preparó a salir también él.

Una hora después todos estaban frente al porche. Nikolái, serio y grave, como demostrando que no estaba para bromas, pasó de largo ante Natacha y Petia, que querían contarle algo. Inspeccionó los preparativos, envió una jauría y un grupo de ojeadores por delante, montó su alazán del Don, silbó a sus perros y cruzó las eras hacia el campo, en dirección al coto de Otrádnoie. El caballo del viejo conde, un pequeño bayo oscuro de cola y crin blanquecina, Viflianka, iba conducido por su palafrenero, pues el conde iba en un tílburi al puesto asignado.

Llevaban cincuenta y cuatro sabuesos guiados por seis monteros; detrás, con los amos, ocho monteros más y cuarenta galgos. Contando las jaurías de los amos, había unos ciento treinta perros y veinte jinetes.

Cada perro conocía a su dueño y respondía a su nombre. Cada cazador sabía su oficio, conocía su puesto y su misión. Apenas salieron en silencio de la finca, todos se extendieron con paso uniforme y tranquilo por el camino y los campos hacia el bosque de Otrádnoie.

Los caballos caminaban por los campos como sobre una alfombra, chapoteando en los charcos. El cielo se había encapotado y el aire templado era apacible y silencioso. A ratos se oía el silbido de un cazador, el relincho de un caballo, un latigazo o el aullido de un perro que se había desviado.

Habían recorrido un kilómetro cuando vieron venir a otros cinco jinetes con sus perros. Delante cabalgaba un hombre ya mayor, guapo, bien conservado, de grandes bigotes blancos.

—¡Buenos días, tío! —lo saludó Nikolái cuando se acercó a él.

—¡Claridad y adelante! —respondió el recién llegado—. Ya sabía yo que no resistirías la tentación; haces bien. Entra en el coto, porque mi Guirchik me ha dicho que los Ilaguin están en Korniki. Te van a quitar las piezas bajo tus propias narices.

—Ahí vamos. ¿Unimos las jaurías? —preguntó Nikolái.

Los galgos fueron reunidos en una jauría. Nikolái y su tío continuaron juntos. Natacha, envuelta en chales, los ojos brillantes y más animada que nunca, se acercó con Petia, el montero Mijaílo y un caballerizo que debía cuidar de ella. Petia reía, espoleaba y tiraba de las riendas de su caballo. Natacha montaba con seguridad y elegancia su Arabchik, y lo detuvo con mano firme.

El tío miró con reprobación a Petia y Natacha. No le gustaban las bromas en algo tan serio como una montería.

—¡Buenos días, tío! ¡También vamos nosotros! —gritó Petia.

—Buenos días. Pero cuidado, no acabéis con los perros —dijo el viejo.

—Nikolenka, ¡qué perro tan encantador es Trunila! Me ha reconocido —Natacha se refirió al perro favorito de su hermano.

«Trunila no es un perro, es un sabueso», pensó Nikolái mirando severamente a su hermana para que comprendiese la diferencia y la distancia que debía mantener. Natacha lo comprendió.

—Tío, no crea que vamos a molestar —dijo—; nos quedaremos en nuestro puesto.

—Haréis muy bien, condesita —repuso el tío—, cuidado de no caerse del caballo —añadió—, aquí no hay donde agarrarse.

El coto de Otrádnoie estaba a unos doscientos pasos y los ojeadores habían llegado a la linde. Rostov decidió con su tío desde dónde lanzar a los galgos, mostró a Natacha donde quedarse para evitar la llegada de algún animal, y fue al coto rodeándolo por el barranco.

—Cuidado, sobrino, estás en la pista del lobo —dijo el tío—. No te eches muy encima.

—Ya veremos —dijo Nikolái y gritó—: ¡Karai, eh! —respondiendo a las palabras del tío. Karai era un viejo perro rojizo, feo, capaz de ir solo en busca de un lobo viejo. Todos ocuparon sus puestos.

El viejo conde, que conocía la pasión de su hijo en la caza, se apresuró para no llegar tarde; los ojeadores no estaban en sus puestos cuando Iliá Andréievich llegó. Había hecho el camino con las mejillas encendidas y temblorosas al ritmo del vaivén del tílburi. Se quitó el abrigo, vistió su ropa de caza y montó a Viflianka, un animal manso, tranquilo, bien cuidado y viejo como él. El coche fue enviado atrás. El conde no era un cazador apasionado, pero conocía las leyes de la cacería. Llegó al lindero de los matorrales, a su puesto, arregló las riendas, se acomodó y miró sonriendo a su alrededor.

Junto a él estaba Semión Chekmar, su ayuda de cámara, un jinete avezado, pero ahora poco ágil. Sujetaba a tres dogos magníficos, adiposos como el amo y el caballo. Otros dos perros, viejos y listos, que no iban con la jauría, se tumbaron; cien pasos más allá se hallaba otro palafrenero del conde, Mitka, cazador y jinete entusiasta. Siguiendo su inveterada costumbre, el conde bebió vodka en una copita de plata, tomó unos entremeses y los regó con media botella de su burdeos favorito.

Iliá Andréievich estaba sonrosado por el vino y la carrera. Sus ojos tenían un especial brillo. Parecía un niño a quien sacan de paseo envuelto en la pelliza de piel y montado.

Terminada su misión, Chekmar, flaco y de mejillas hundidas, miraba a su amo, con quien había vivido treinta años sin que nada alterase su relación de afecto y entendimiento; veía su buen estado de ánimo y esperaba tener con él una conversación agradable. Una tercera persona se acercó con cautela desde el bosque y se detuvo detrás del conde. Era un viejo barbiblanco, con abrigo de mujer y gorro alto. Era el bufón a quien todos llamaban Nastasia Ivánovna.

—¡Ten cuidado, Nastasia Ivánovna! Si espantas a la loba, Danilo te lo hará pasar mal —el conde le guiñó un ojo.

—Tampoco yo soy manco —replicó Nastasia Ivánovna.

—¡Callad! —dijo el conde y, volviéndose a Semión—: ¿Has visto a Natalia Ilinichna? ¿Dónde está?

—Con Piotr Ilich, cerca de los matorrales de Zharov —sonrió Semión—. Es una dama, pero sabe de caza.

—Te habrá sorprendido su manera de montar… ¿eh? —dijo el conde—. Nada que envidiar a un hombre.

—¡Y que lo diga! Es muy valiente y hábil.

—¿Y Nikolái? ¿En Ladov? —preguntó en voz baja el conde.

—Sí; sabe dónde colocarse. Conoce tan bien la caza que, Danilo y yo nos sorprendemos a veces —dijo Semion, que sabía cómo agradar al amo.

—Monta bien, ¿eh? ¡Y qué donaire!

—¡Para pintar un cuadro! Hace poco, persiguiendo un zorro en los matorrales de Zavárzino, nos aventajó a todos. ¡Daba gusto mirarlo! El caballo vale mil rublos, pero el jinete no tiene precio. ¡Habría que buscar para encontrar un caballero como él!

—Como él… —repitió el conde, descontento de que hubiese terminado tan pronto el discurso de Semión—. Como él… —y sacó la tabaquera.

—Cuando salía de misa con su uniforme de gala, Mijaíl Sidorovich… —Semión no terminó. Se oyeron en el aire los ladridos de dos o tres perros y el grito de los cazadores.

Semión inclinó la cabeza, escuchando, e hizo una señal al amo.

—Han dado con ella —musitó. —La llevan a Ladov.

El conde miró con su sonrisa hacia el lugar de los ruidos, con la tabaquera en la mano, sin tomar rapé. Después del ladrido de los perros se oyó el cuerno de caza de Danilo avisando de la presencia del lobo. La jauría se había unido a los tres primeros perros y un prolongado aullido avisó de que se acercaban. Los ojeadores no buscaban la alimaña, solo gritaban para azuzar a los perros. La voz de Danilo destacaba, grave a veces aguda y estridente otras, y parecía llenar el bosque extendiéndose a lo lejos por el campo.

El conde y su palafrenero escucharon y comprendieron que la jauría se había dividido en dos grupos: uno grande que aullaba con entusiasmo y se alejaba, mientras que otro corría a lo largo del bosque, frente a donde ellos estaban; en este segundo grupo se oía la voz de Danilo. Esa voz, y los ladridos de ambos grupos, se confundieron en la lejanía. Semión suspiró y se inclinó para arreglar una correa en la que se había enredado un perro joven. El conde suspiró y tomó rapé tras recordar que tenía la tabaquera en la mano.

—¡Atrás! —gritó Semión a un perro que había salido del lindero.

El conde dio un respingo y dejó caer la tabaquera. Nastasia Ivánovna corrió a recogerla. El conde y Semión se quedaron mirándolo.

El ruido y los gritos se acercaron con inusitada rapidez; los ladridos y las voces de Danilo parecían sonar delante de ellos mismos.

El conde se giró y vio a su derecha a Mitka. Lo miraba con ojos desorbitados y le indicaba con el gorro que mirase adelante, hacia la otra parte.

—¡Cuidado! —exclamó sin poderse contener. Y pinchó al caballo lanzando los perros hacia el conde.

Este y Semión abandonaron la linde y vieron a la izquierda al lobo, que se les acercaba a saltos. Los perros aullaron furiosos soltándose de las correas y se lanzaron hacia el lobo pasando entre las patas de los caballos.

El lobo se detuvo un instante. Volvió con lentitud su alargada cabeza hacia los perros; después dio un salto, otro y, moviendo la cola, se adentró en el bosque. Simultáneamente, con un aullido surgieron tres perros, y la jauría corriendo a través del campo detrás de la alimaña. Tras los perros se abrieron las matas de avellanos y apareció el caballo ennegrecido por el sudor. Danilo iba hecho una bola, inclinado hacia adelante, sin gorro, el cabello alborotado sobre el rostro encendido y sudoroso.

—¡Ulyulyulyulyu! ¡Busca! —gritaba cuando notó la presencia del conde y sus ojos brillaron.

—¡Mié…! —gritó amenazándolo con la fusta—. ¡Han dejado escapar al lobo! ¡Vaya cazadores!

Sin dignarse hablar con el asustado conde, descargó con rabia un fustazo sobre el flanco bañado en sudor de su cabalgadura y salió al galope tras los perros. El conde, como un niño castigado, miró a su alrededor tratando de ganarse con una sonrisa la compasión de su montero. Pero Semión no estaba. Rodeaba los arbustos tratando de sacar al lobo. Los ojeadores también lo hostigaban por otras partes, pero la fiera se escabulló entre los matorrales y ningún cazador pudo cortarle el paso.

CAPÍTULO V

Mientras, Nikolái Rostov seguía en su puesto aguardando al lobo. Se daba cuenta de lo que ocurría en el bosque por el ladrido de los perros y las voces de los ojeadores. Sabía que en el coto había lobos jóvenes y viejos, que los perros estaban divididos en dos jaurías y perseguían al lobo y que había ocurrido algo malo. Esperaba que apareciese la fiera. Hacía conjeturas sobre la dirección que traería y el modo de atacarlo. A la esperanza sucedía la desesperación. Rogó varias veces que el lobo se pusiese a tiro; lo imploró con un fervor y vergüenza, como las personas que rezan en momentos de gran emoción por un motivo absurdo. «¿Qué te costaría hacerme este favor? —decía a Dios—. Hazlo por mí. Sé que eres grande y que es un pecado pedírtelo; pero, Dios, haz que un lobo viejo venga aquí y que, ante los ojos de mi tío que nos está mirando allí, Karai le salte al cuello y lo mate.» Mil veces en esa media hora los ojos de Rostov recorrieron con obstinación, tenacidad y nerviosismo la linde del bosque, con sus dos solitarios robles que extendían las ramas sobre un macizo de pobos, el barranco de orillas erosionadas por el agua, el gorro del tío, que sobresalía entre los arbustos de la derecha.

«No caerá esa breva —pensaba—. ¡Sería tan fácil! No ocurrirá. Jamás he tenido suerte en el juego ni en la guerra.» Austerlitz y Dólokhov cruzaron su mente. «Solo pido poder matar una vez en la vida a un lobo viejo»; aguzaba el oído y la vista para percibir el mínimo rumor. Miró a la derecha y vio algo que corría hacia él en el campo desierto. «No es posible», pensó Rostov suspirando, como quien ve cumplirse lo que tanto anhela. La ventura más grande se presentaba sin ruido ni alharacas, sin señales especiales. Rostov no creía lo que veía; su vacilación duró un segundo. El lobo corría y saltó una zanja que se interponía en su camino. Era un animal viejo, de lomo gris, vientre grueso y rojizo. Corría convencido de que nadie lo veía. Rostov contuvo el aliento y miró a los perros. Unos estaban tumbados y otros permanecían de pie; ninguno había visto al lobo ni sospechaba nada. El viejo Karai, con la cabeza hacia las patas traseras, buscaba una pulga castañeando los dientes.

—¡Ulyulyulyu! ¡Busca! —dijo en voz baja Rostov entreabriendo los labios. Los perros se pusieron en pie tirando de sus correas y las orejas tiesas. Karai dejó de rascarse, se levantó con las orejas tiesas y meneó la cola.

“¿Los suelto o no?», se preguntó Nikolái mientras el lobo, fuera del bosque, avanzaba hacia él. La expresión de la alimaña cambió entonces; saltó, como si viese por primera vez en su vida unos ojos humanos fijos en él y, volviendo la cabeza hacia el cazador, se detuvo. «¿Atrás o adelante? ¡Es igual! ¡Adelante!», pareció decirse y, sin mirar, avanzó a saltos tranquilos, seguros y resueltos.

—¡Ulyulyulyu! —se desgañitó Nikolái; su caballo se lanzó cuesta abajo y saltó unos charcos para cortar el camino al lobo.

Los perros eran más rápidos y lo adelantaron. Nikolái no oyó su propio grito, ni sintió el galope, ni vio a los perros ni por dónde iba. Solo veía al lobo que saltaba sobre el barranco sin cambiar de dirección. Milka, perra de flancos fuertes, apareció la primera junto a la bestia y comenzó a hostigarla. Más cerca, más… Casi tocaba al lobo con la cabeza; pero la fiera apenas la miró, y la perra, en vez de acelerar como siempre, levantó la cola y frenó apoyándose en las patas delanteras.

—¡Ulyulyulyulyu! ¡Busca! —gritó Nikolái.

Liubim pasó delante de Milka de un salto, se arrojó sobre el lobo y le clavó los dientes en los muslos; pero se echó a un lado. El lobo se detuvo, rechinó los dientes, se levantó de nuevo, saltó de nuevo y corrió, seguido a un metro por todos los perros, que no se acercaban a él.

«¡Se escapa! ¡No, imposible!», pensó Nikolái; y gritó con voz ronca:

—¡Karai! ¡ulyulyu! —Buscó con los ojos a Karai, su última esperanza.

Con todas sus fuerzas, extendido el cuerpo y sin perder de vista al lobo, Karai corría pesadamente para cortarle el paso. Pero teniendo en cuenta la velocidad del lobo y la de Karai sin duda su cálculo fallaba. Nikolái vio que el lobo estaba cerca del bosque, donde desaparecería. Por delante aparecieron más perros y un cazador que iban casi a su encuentro. Quedaba esperanza. Un perro largo, negro y joven, de una jauría desconocida, se lanzó sobre el lobo y a punto estuvo de derribarlo. La bestia, más rápidamente de lo que cabía esperar, se repuso y se lanzó sobre el perro, lanzó una dentellada y el perro, sangrando y con el flanco destrozado, aulló y cayó al suelo de cabeza.

—¡Karai! —gimió Nikolái.

Karai se hallaba a cinco pasos del lobo, cortando, gracias a aquella detención, el paso a la fiera.

El lobo sintió el peligro y miró a Karai, escondió el rabo y aceleró. Nikolái, que solo seguía los movimientos del perro, vio que se lanzaba sobre el lobo y ambos caían revueltos en una charca que había delante.

Cuando Nikolái vio en la charca a los perros junto al lobo y el pelo gris de una pata de la fiera, que se revolvía jadeante, y a Karai apresando su cuello, se sintió feliz. Se agarraba al arzón para apearse y rematar al lobo cuando entre la masa de perros sobresalió la cabeza de la fiera; después, sus patas delanteras se apoyaron en el borde de la charca. El lobo rechinó los dientes, pues Karai ya no lo sujetaba del cuello; sacó las patas traseras y se apartó de los perros con el rabo entre las patas y siguió. Karai, con la piel erizada, tal vez herido o maltratado, salió de la charca.

—¡Dios mío! ¿Por qué…? —se desesperó Nikolái.

Desde el otro lado, un montero de su tío galopaba para cortar la retirada al lobo; sus perros lo detuvieron y lo cercaron.

Nikolái, su ojeador, el tío y el montero del tío daban vueltas alrededor del lobo, azuzando a los perros, gritando, dispuestos a apearse cuando el lobo se paraba, lanzándose adelante cuando daba unos pasos hacia el bosque que debía salvarlo.

Al iniciare la cacería, Danilo había aparecido en la linde del bosque al oír los gritos de los cazadores. Vio que Karai apresaba al lobo y creyó que todo había terminado. Detuvo su caballo; pero, al ver que los cazadores no descabalgaban y que el lobo salía, Danilo se lanzó en diagonal siguiendo la linde del bosque para cortarle la huida. Así alcanzó al lobo cuando los perros del tío lo detuvieron una segunda vez.

Danilo galopaba sin ruido con el puñal en la mano izquierda, fustigando a su caballo.

Nikolái no lo vio ni oyó hasta que pasó delante de él; entonces reparó en el ruido de un cuerpo que caía y vio a Danilo entre los perros, tirado sobre el lobo al que trataba de agarrar por las orejas. Sin duda todo estaba terminado para los perros y para los cazadores y el lobo. La fiera, asustada y con las orejas gachas, trataba de levantarse, pero los perros la tenían sujeta. Danilo se levantó y dio un paso. Como si se tumbase a descansar, se echó con todo su peso sobre la fiera y le agarró las orejas. Nikolái quería rematarlo, pero Danilo susurró: «¡No! ¡Hay que atraparlo vivo!»; cambiando de posición, puso el pie sobre el cuello del lobo; le hincaron un palo en la boca, le ataron las patas y Danilo lo volteó dos veces por el suelo.

Con rostros felices y fatigados, los cazadores echaron al viejo lobo aún vivo sobre un caballo que coceaba y relinchaba; seguido por los perros lo llevaron adonde todos debían reunirse. Los sabuesos habían capturado a dos lobeznos y los galgos a tres más. Allí acudían los cazadores con las piezas cobradas y sus relatos; todos iban a ver la pieza mayor; el gran lobo viejo con la cabeza caída, el palo en la boca, miraba con grandes ojos vidriosos a aquellos hombres y perros que lo rodeaban. Cuando alguien lo tocaba, sus patas atadas se estremecían; su mirada salvaje, y al mismo tiempo ingenua, seguía los movimientos de todos. También el conde Iliá Andréievich se acercó y lo tocó.

—¡Qué grande! —dijo—. Es viejo, ¿no? —preguntó a Danilo.

—Sí, muy viejo, excelencia —respondió este quitándose con rapidez el gorro.

El conde recordó su error al dejar escapar al lobo y la conducta de Danilo.

—¿Sabes que tienes muy mal genio? —dijo.

Danilo no contestó; solo sonrió con timidez y agradecimiento, cohibido.

CAPÍTULO VI

El viejo conde regresó a casa. Como aún era temprano, la caza prosiguió, así que Natacha y Petia se quedaron un rato. A media tarde, llevaron a los perros a un barranco cubierto de árboles jóvenes. Desde un sembrado, Nikolái divisaba a todos sus cazadores.

Frente a Nikolái se extendía el centeno de otoño, ahora verde, y en una hoya tras el ramaje de un avellano estaba un cazador. Habían soltado los perros y Nikolái reconoció el ladrido de Voltom, uno de los suyos; otros ladraban, callaban y volvían a ladrar. Poco después se anunció en el barranco la aparición de un zorro y la jauría se lanzó a los sembrados.

Nikolái veía por el borde del barranco a los picadores con gorros rojos, a los perros, y esperaba que apareciese el zorro en el lado contrario.

El montero oculto en la hoya soltó a los perros. Nikolái vio entonces un zorro rojizo, de patas cortas, que corría veloz por el campo verde. Los perros se lanzaron a perseguirlo. Se acercaron. El zorro, agitando su esponjosa cola, trazaba círculos cada vez más estrechos; un perro blanco desconocido se lanzó sobre él; otro de color negro lo siguió; hasta que todo se formó una confusión. Después los perros, formando una estrella con sus cuartos traseros, casi sin moverse, quedaron inmóviles. Acudieron dos cazadores, uno de gorro rojo y otro, desconocido, con un caftán verde.

«¿Y eso? ¿De dónde ha salido ese cazador? —pensó Nikolái—. No es uno de los hombres del tío.»

Los cazadores se apoderaron del zorro y se quedaron un rato de pie. Los caballos ensillados y los perros tumbados permanecieron a su lado. Los cazadores agitaban los brazos y hacían algo al zorro. Sonó el cuerno: la señal acordada para notificar una querella.

—Es un cazador de Ilaguin que está peleándose con nuestro Iván —explicó el palafrenero a Nikolái. Él lo envió a buscar a sus hermanos y los tres fueron adonde los monteros reunían a los perros. Algunos cazadores corrieron al lugar de la querella. Nikolái desmontó y aguardó con Natacha y Petia noticias sobre el altercado.

El que se había peleado se acercó a su amo sin soltar el zorro. Aún lejos, se quitó el gorro e intentó hablar con respeto. Estaba pálido y resollaba con el rostro encendido por la rabia. Tenía un ojo hinchado, pero seguramente ni se había dado cuenta.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Nikolái.

—¡Están cazando sobre los rastros de nuestros perros! Mi perra gris es la que ha atrapado al zorro… ¡No quieren entrar en razón! Querían llevarse la pieza, pero le golpeé con el zorro. Lo tengo aquí sujeto. ¡A lo mejor prefiere esto! —El cazador agarró al puñal como si hablase aún con el contrario.

Nikolái no habló con el cazador y rogó a su hermana y a Petia que aguardasen allí y fue adonde estaban los de Ilaguin.

El cazador victorioso se mezcló con los otros cazadores y contó de nuevo lo ocurrido, rodeado por sus amigos.

Había sucedido lo siguiente: Ilaguin, con quien los Rostov estaban peleados y tenían un pleito, estaba cazando en terrenos que pertenecían a los Rostov por derecho consuetudinario; ahora había ordenado a los suyos que fuesen al coto donde cazaban los Rostov y había permitido que uno de sus cazadores azuzase los perros detrás de una pieza que ellos no habían levantado.

Nikolái jamás había visto a Ilaguin. Sin embargo, como ignoraba el término medio, se guiaba por los rumores sobre la violencia y la sinrazón de aquel terrateniente, así que lo odiaba y lo consideraba su peor enemigo. Iracundo y nervioso, se acercó con la fusta bien agarrada, dispuesto a los actos más enérgicos y peligrosos.

Apenas salió del bosque vio a un hombre corpulento con gorro de castor. Montaba un bonito caballo negro e iba hacia él con dos caballerizos.

En lugar de un enemigo, Rostov vio que Ilaguin era un caballero respetable y educado que deseaba conocer al joven conde. Al acercarse Nikolái, Ilaguin se quitó el gorro de castor y lamentó lo ocurrido y aseguró que ordenaría castigar al cazador que se había metido en la cacería del vecino; por último, rogó a Nikolái que lo considerase un amigo y le brindó sus terrenos para la caza.

Temiendo que su hermano hiciese algo irreparable, Natacha lo seguía de cerca. Al ver que se saludaba amigablemente con el vecino se acercó. Ilaguin alzó más su gorro para saludar a Natacha y, sonriendo, dijo que la condesa se parecía a Diana tanto por su pasión por la caza como por su belleza, de la cual había oído hablar.

Para reparar la falta de su cazador, Ilaguin insistió en que Rostov fuese a su coto, a un kilómetro de allí, donde abundaban las liebres, según él. Nikolái aceptó y el grueso de los cazadores, ahora el doble de nutrido, continuó.

Para llegar a los terrenos de Ilaguin había que cruzar los sembrados. Los amos iban juntos. El tío, Nikolái e Ilaguin miraban a sus perros buscando en las otras jaurías a los posibles rivales de los suyos.

A Rostov le encantó la estampa de una perra no muy grande, delgada, pero con músculos de acero, morro fino, ojos grandes y negros. Nikolái había oído hablar de los perros de raza de Ilaguin y en este ejemplar veía una rival de su Milka.

En el transcurso de una conversación sobre las cosechas, entablada por Ilaguin, Rostov señaló a la perra:

—¡Buen ejemplar! ¿Es veloz? —preguntó indiferente.

—¿Esa? Es una buena perra. Caza bien —repuso Ilaguin con displicencia mirando hacia su Erza, por la cual había dado tres familias de siervos a un vecino un año antes—. Entonces, conde, ¿este año no recogen mucho grano? —reanudó la conversación y, creyendo que debía corresponder a la atención de Rostov, miró a sus perros y escogió a Milka, cuya anchura de lomo le llamó la atención.

—Esa de manchas negras es buena, ¿no? —preguntó.

—Sí; no está mal. Corre bastante —contestó Nikolái. «¡Ay, si saltase una liebre! Ya te enseñaría lo que vale esta perra», pensó y, volviéndose a su palafrenero, prometió un rublo a quien levantase una liebre.

—No comprendo —prosiguió Ilaguin— por qué algunos cazadores son tan celosos de las piezas cobradas y los perros ajenos; por lo que a mí respecta, conde, le confieso que lo que me divierte es pasear en una compañía agradable como la suya… ¿Qué más se puede desear? —Se descubrió de nuevo ante Natacha—. Pero lo de contar piezas muertas me da igual.

—Sí, por supuesto.

—O disgustarme porque un perro que no sea mío cobre la pieza. Lo que me divierte es ver la caza. ¿No, conde? Además, creo…

—¡Ho-ho-ho! —se oyó el grito de un ojeador que se había detenido. Estaba en una ladera y repitió su grito levantando la fusta—: ¡Ho-ho-ho!

El grito y la fusta en alto significaban que veía una liebre.

—Parece que ha visto una —dijo Ilaguin con indolencia—. ¿Probamos, conde?

—Sí, claro… probemos juntos —repuso Nikolái viendo en Erza y en el Rugai del tío dos rivales con los cuales no había tenido ocasión de enfrentar sus perros.

Mientras se acercaba a la liebre Nikolái pensó: «Y si Milka queda en ridículo?»

—¿Es grande? —Ilaguin se acercó al cazador que había visto la liebre, miró a Erza y silbó.

—¿Y usted, Mijaíl Nikanorovich? —preguntó al tío. Este, que caminaba con gesto malhumorado, respondió:

—¿Yo meterme en eso? Ustedes, las cosas claras y adelante, pagan un pueblo por cada perro; son animales de mil rublos. Midan ustedes las fuerzas; a mí me basta con mirar. ¡Rugai! —gritó a su perro—, ¡Rugaiushka! —repitió sin querer con diminutivo que mostraba su cariño al perro y la esperanza que depositaba en él.

Natacha sentía la emoción de los dos viejos y de su hermano; ella misma estaba nerviosa.

El cazador seguía en el mismo lugar con la fusta en alto; los amos se acercaron; apartaron a las jaurías de la liebre; también los cazadores habituales se apartaron. Todos se movían lenta y silenciosamente.

—¿Hacia dónde mira? —Nikolái llegó a cien pasos del cazador que primero la vio.

Antes de que este pudiese contestar, la liebre salió de su madriguera al presentir la helada del día siguiente.

Los galgos se lanzaron a perseguirla y otros acudieron desde todas partes. Los cazadores a cargo de las jaurías detuvieron a sus animales, mientras que los encargados de los galgos azuzaban a los suyos. Ilaguin, Nikolái, Natacha y su tío se lanzaron al galope sin saber adónde, tratando de no perder de vista a los perros ni a la liebre, vieja y rauda, que corría a saltitos, atenta a los gritos y ruidos que le llegaban por doquier. Saltó varias veces, perezosa al principio, dejando que los perros se acercasen; finalmente, tras escoger bien la dirección y comprendiendo el peligro, bajó las orejas y corrió como una bala. Iba por un plantío, pero más adelante había un terreno de maleza. Los dos perros del cazador que había visto primero la liebre eran los más cercanos y se lanzaron a por ella. Pero aún se hallaban lejos cuando apareció Erza, que llegó a la altura de la liebre, creyó que podría apresar la cola, dio un salto en falso y salió rodando. La liebre arqueó el espinazo y siguió aún más veloz. Tras Erza saltó la negra y ancha Milka, aproximándose veloz a la liebre.

—Milushka, preciosa —gritó triunfante de Nikolái.

Milka iba a caer sobre la liebre y apoderarse de ella cuando la pasó de largo, pues la liebre frenó en seco. De nuevo Erza acortó el espacio, tratando de hacer presa en una pata trasera para no errar otra vez el golpe.

—¡Erzinka, hermanita! —gritaba Ilaguin con la voz descompuesta. Pero Erza no atendió a su amo; cuando ya parecía que la tenía en su poder, la liebre se escabulló y apareció en el límite de las malezas y el plantío. Erza y Milka, como dos caballos emparejados, reanudaron de nuevo la persecución. La liebre parecía más segura en la linde y a los perros les costaba acercarse a ella.

—¡Eh, Rugai! ¡Rugaiushka! ¡Las cosas claras y adelante! —gritó una nueva voz.

El rojo Rugai, el perro macho, rojo y jorobado del tío, se estiró y encorvó el lomo, corrió hasta alcanzar a los otros dos perros y los dejó atrás. Se acercó a una velocidad asombrosa a la liebre y la arrojó a los matorrales de las charcas; atacó de nuevo con más rabia entre los hierbajos, hundido hasta las corvas; solo se vio cómo rodaba cubierto de fango sin soltar la liebre. Un segundo después lo rodeaban los demás perros y enseguida todos los jinetes se hallaron junto a aquel barullo. El tío, el único feliz, desmontó y cobró la liebre. La sacudió para que cayese la sangre y miró con ojos errantes, sin saber qué hacer mientras hablaba sin oír sus palabras y sin dirigirse a nadie: «Bueno, bueno… esto sí es un perro… Ha ganado a todos, a los de mil rublos y a los de uno… Esto sí es un perro —y miraba a su alrededor, jadeante e irritado, como insultando a alguien, como si todos fuesen sus enemigos, como si lo hubiesen ofendido y ahora pudiese resarcirse—. Ahí están los perros de mil rublos».

—¡Toma, Rugai! —añadió—. ¡Te lo has ganado! —y arrojó al perro una pata que había cortado a la liebre.

—Estaba cansada; ha corrido tres veces ella sola —dijo Nikolái sin escuchar ni fijarse en si los demás escuchaban.

—¡Eso es cazar de través! —observó el palafrenero de Ilaguin.

—¡En cuanto ella falló, así cualquier chucho lo consigue! —Ilaguin jadeaba por la emoción y la carrera.

Mientras, Natacha, entusiasmada y alegre, chillaba tanto que aturdía a los cazadores; expresaba así lo mismo que los demás con palabras. Sus chillidos eran tan estridentes que en otro momento ella misma se habría avergonzado y los demás se habrían asombrado. El tío colgó la liebre del arzón. Como si reprochase a todos no se sabe qué y con aire huraño, montó y se marchó él solo. Los demás se separaron de mal talante y ofendidos; solo tras mucho tiempo recobraron el aire de fingida indolencia. Mucho rato estuvieron mirando a Rugai. Manchada de fango y con el aire calmo de un vencedor, seguía al caballo de su amo.

A Nikolái le pareció leer en su expresión: «Soy como los otros, pero cuando se trate de cazar, no me perdáis de vista».

Cuando, al cabo de un rato, el tío se acercó a Nikolái y le habló, el joven se sintió halagado de que aún se dignase hablar con él después de lo ocurrido.

CAPÍTULO VII

Llegaba la noche cuando Ilaguin se despidió de Nikolái, este último estaba tan lejos de su casa que aceptó la invitación que de su tío de dejar la jauría y el equipo de la caza en su aldea de Mijáilovna.

—Y si venís a casa, las cosas claras, siempre adelante, mejor —dijo el tío—. El tiempo está húmedo; podríais descansar y llevarían a tu hermana en carruaje.

Aceptaron y enviaron un cazador a Otrádnoie a busca el coche y Nikolái, Natacha y Petia fueron a la casa de Mijaíl Nikanorovich.

En el porche aguardaban al amo cinco criados, unos grandes y otros pequeños. Decenas de mujeres, jóvenes y viejas, se asomaron por la entrada de servicio a ver a los cazadores. La presencia de Natacha, una señorita a caballo, llamó tanto la atención de los criados, que muchos se acercaron con descaro para verla, y expresaban sus opiniones delante de ella como si fuese un fenómeno extraño o un objeto que no comprendía los comentarios.

—Fíjate, Arinka, va sentada de lado, le cuelga la falda… ¡Hasta lleva un cuerno!

—¡Por todos los santos! ¡Un puñal…!

—¡Debe ser tártara!

—¿Cómo no te caes? —preguntó la más osada a Natacha.

El tío desmontó en el porche de su casa de madera, rodeada por un jardín; miró a su alrededor y dio orden de que se marchasen quienes estuviesen de más y preparasen todo para recibir dignamente a sus huéspedes.

Todos se dispersaron. El tío ayudó a Natacha a desmontar y a subir los escalones de madera. La casa, sin revestimiento y con los troncos al aire, no tenía aspecto limpio. No podía decirse que sus moradores se afanasen por quitar las manchas, pero tampoco daba sensación de abandono. El aroma a manzanas frescas inundaba el vestíbulo, donde había pieles de lobo y de zorro colgadas.

El tío llevó a los jóvenes a un saloncito con mesa plegable y sillas de caoba, luego a una sala con mesa redonda de abedul y un diván, finalmente a su despacho, con su diván raído, una alfombra vetusta y retratos de Suvorov, de los padres del amo de la casa y de él uniformado. El despacho apestaba a tabaco y a perros.

El tío les rogó que se sintiesen en su propia casa y se retiró. Rugai, con el lomo embarrado, entró, se acomodó en el diván y se puso a limpiarse con la lengua y los dientes. Del despacho salía un pasillo donde había un biombo con las telas rotas. Detrás se oían risas y susurros femeninos. Natacha, Petia y Nikolái se quitaron los abrigos y se acomodaron en el diván. Petia, con la cabeza en el brazo, se durmió enseguida. Natacha y Nikolái no hablaban. Les ardía la cara, tenían hambre y estaban muy alegres. Se miraron. Tras la cacería y en casa, Nikolái creía innecesario manifestar la superioridad masculina con respecto a su hermana; Natacha le guiñó el ojo y ambos rompieron a reír sin motivo.

Poco después, el tío regresó con un chaquetón, calzón azul y botas de media caña. Natacha recordó aquella ropa de su tío, que la había sorprendido en Otrádnoie, no tenía nada que envidiar a la levita o al frac. También Mijaíl Nikanorovich estaba contento, y lejos de ofenderse por la risa de los hermanos, pues no se le pasaba por la cabeza que se burlasen de él, se unió a ellos.

—¡Bravo, condesita! ¡Nunca he visto una muchacha igual! —dijo dando a Nikolái una pipa de larga boquilla y tomando otra corta para él, que sujetó con tres dedos como solía—. ¡Todo el día a caballo como un hombre, y ahí la tienes!

Poco después se abrió la puerta; debía de ser una criada descalza a juzgar por el ruido. Apareció entonces una mujer de unos cuarenta años, gruesa, guapa, rubicunda, doble papada y labios carnosos; llevaba una bandeja grande bien surtida. Con dignidad amable y acogedora, derramando simpatía en la mirada y en sus movimientos, miró a los huéspedes y los saludó. Pese a su gordura, que la obligaba a caminar erguida adelantando el vientre y el pecho, y tener la cabeza hacia atrás, el ama de llaves se movía con soltura. Se acercó a la mesa, dejó la bandeja y con sus blancas manos regordetas ordenó las botellas, aperitivos y dulces. Hecho esto, se apartó y con la sonrisa en los labios se detuvo en la puerta. «Aquí me tienen. ¿Comprendes ahora a tu tío?», parecía decirle a Nikolái. ¿Cómo no? Él y Natacha comprendían al tío, y el ceño y la sonrisa feliz y satisfecha de sus labios cuando entró Anísya Fiódorovna. En la bandeja había setas marinadas, galletas de centeno y leche cuajada, miel natural y miel hervida, manzanas, nueces frescas tostadas, vodka y licores caseros. Luego, Anísya Fiódorovna trajo mermeladas hechas con azúcar y miel, jamón y un pollo recién asado.

Todo lo había escogido y preparado ella; todo tenía su aroma y su sabor. Todo recordaba su frescura, su limpieza y su grata sonrisa.

—Coma, señorita —le ofrecía a Natacha un plato y otro.

Natacha comió de todo; no creía haber visto ni comido nunca un dulce tan aromático, unas galletas, una miel con nueces y un pollo tan exquisitos.

Anísya Fiódorovna se retiró; Rostov y su tío charlaron durante la cena, entre sorbos de licor de guindas, sobre la caza y las jornadas que vendrían, sobre Rugai y los perros de Ilaguin. Natacha, con los ojos brillantes, escuchaba sentada en el canapé. Había tratado de despertar a Petia para que comiese, pero el muchacho masculló algo sin abrir siquiera los ojos. Natacha estaba tan alegre y se sentía tan bien en aquel ambiente nuevo para ella que temía que el coche de Otrádnoie llegase demasiado pronto. Tras un silencio, frecuente en quienes reciben a alguien por primera vez, y como respondiendo a los pensamientos de sus huéspedes, su tío dijo:

—Así se va acabando mi vida… Cuando muera, las cosas claras y siempre adelante, no quedará nada. ¿Para qué pecar?

Al decir esto, su rostro se mostró expresivo y hasta bello. Nikolái recordó las cosas admirables que había oído a sus padres y vecinos sobre él. Tenía fama de hombre estrafalario pero noble y muy desprendido en toda la comarca; recurrían a él como juez de paz, y le confiaban secretos como albacea. Lo habían elegido juez y para otros cargos, pero él rehusaba siempre aceptar un empleo público. Pasaba el otoño y la primavera en sus campos, montando a caballo; en invierno se quedaba en casa y en verano pasaba horas tumbado en su jardín.

—¿Por qué no acepta algún cargo público, tío?

—Lo tuve y lo dejé. No va conmigo ni entiendo de eso. Eso para vosotros, a mí me falta cabeza. La caza es distinta —y gritó—: ¡Abrid esa puerta! ¿Por qué la habéis cerrado?

La puerta del fondo del pasillo conducía a la sala de caza, nombre de la habitación de los cazadores. Alguien fue allí rápidamente con los pies descalzos y una mano abrió la puerta. De allí llegaron las notas de una balalaika tocada con destreza. Hacía rato que Natacha tenía el oído atento; ahora salió al pasillo para oír mejor.

—Es Mitka, mi cochero… le compré una balalaika. Me gusta oírla —dijo el tío.

Siempre que volvía de cazar, Mitka tocaba en la habitación de los cazadores.

—¡Toca muy bien! —dijo Nikolái con involuntaria negligencia, como si le abochornase confesar que le gustaban aquellos sonidos.

—¿Cómo que muy bien? —le reprochó Natacha, que notó el tono de su hermano—. ¡Es increíble! ¡Una delicia!

Las setas, la miel y los licores del tío le habían parecido los mejores del mundo, y la música que llegaba desde la habitación de los cazadores le pareció una maravilla.

—¡Otra vez, por favor! —exclamó Natacha desde la puerta cuando terminó la canción.

Mitka afinó el instrumento y sonó la Barina con variaciones bien matizadas. El tío escuchaba con la cabeza inclinada y una sonrisita. El motivo de Barina se repitió, la balalaika estaba afinada y volvía a los mismos acordes sin que los oyentes se hartasen de escuchar. Anísya Fiódorovna entró y apoyó su corpulento cuerpo en el quicio de la puerta.

—¿Lo oye? —preguntó a Natacha con una sonrisa semejante a la del tío—. Toca de maravilla.

—En ese pasaje no lo hace bien —observó el tío—. Aquí es mejor un trémolo, eso es, un trémolo.

—¿Es que sabe tocar? —preguntó Natacha.

—Mira si las cuerdas de la guitarra están bien, Anísiushka… —sonrió el tío—. Hace mucho que no la toco. La tengo abandonada.

Anísya Fiódorovna salió con paso ligero y trajo la guitarra.

El tío sopló el polvo del instrumento; tamborileó en la caja con sus dedos finos, afinó las cuerdas y se acomodó. Con gesto teatral, separando mucho el codo izquierdo y guiñando el ojo a Anísya Fiódorovna, tocó un acorde limpio; después, pausada y tranquilamente, comenzó con ritmo muy lento la canción Por la calle empedrada. El motivo de la canción, su compás y su sentido sonaron en el alma de Nikolái y Natacha en correspondencia con la alegría contenida que desprendía Anísya Fiódorovna, que salió de allí riendo con el rostro encendido oculto con su pañuelo. El tío tocaba con energía, mirando el lugar donde estuvo Anísya Fiódorovna. Sonreía levemente, sonrisa que se acentuaba con el ritmo de la canción y en los trémolos mejor conseguidos.

—¡Es maravilloso, tío! ¡Otra vez! —gritó Natacha cuando Mijaíl Nikanorovich terminó. Saltó de su asiento, abrazó a su tío y lo besó—. ¡Nikolenka! ¡Nikolenka! —dijo a su hermano como si le preguntase: ¿qué es esto?

También Nikolái estaba entusiasmado con el arte del tío, que repitió la canción. De nuevo apareció en la puerta Anísya Fiódorovna con su sonrisa, y detrás de ella otros… «Cuando va por agua fresca, grita la muchacha: ¡aguarda!», tocaba el tío; después hizo una hábil variación, interrumpió un acorde y movió los hombros.

—Sigue, querido, sigue, tío —le rogó Natacha como si estuviese en juego su vida.

El tío se levantó. Era como si fuese dos hombres: uno serio y otro alegre; el hombre serio sonrió mirando al alegre y el alegre hizo un gesto ingenuo y ceremonioso, como si fuera a empezar a bailar.

—A ver, sobrina —invitó a Natacha con la mano que había tocado el último acorde.

Natacha se quitó el chal, dio unos pasos y, con las manos en la cintura, movió rítmicamente los hombros y se detuvo frente a él.

¿Dónde, cómo y cuándo esa condesita educada por una institutriz francesa émigrée había absorbido el aire ruso que respiraba ese espíritu, esos gestos que el pas de châle debería haber desplazado hacía tiempo? Pero el espíritu y los gestos eran rusos, inimitables, que no se estudian, eran lo que el tío esperaba de ella. Cuando Natacha se detuvo, sonriendo con una alegría orgullosa y traviesa, se desvaneció el temor que se había apoderado de Nikolái y de los demás a que no saliese airosa. Ahora la admiraban.

Hizo todo tan bien que Anísya Fiódorovna, que enseguida le había tendido el pañuelo para aquella danza, rio hasta llorar al ver cómo la joven condesa, delicada, graciosa, tan ajena a ella, educada entre seda y terciopelo, comprendía lo que había en Anísya, en el padre de Anisia, en su tío, en su madre y en cualquier ruso.

—¡Bravo, condesita! ¡Bravo! —gritó Mijaíl Nikanorovich cuando acabó la danza—. ¡Mira la sobrina! ¡Vaya! Ahora solo falta escoger un buen mozo para marido.

—Ya está elegido —sonrió Nikolái.

—¿Ah, sí? —el tío la miró. Natacha asintió con la cabeza sonriendo.

—¡Y qué marido! —dijo.

Pero surgieron en ella otras ideas y sentimientos. ¿Qué significaba la sonrisa de Nikolái al decir «ya está elegido»? ¿Estaba contento o no? «Cree que mi Bolkonsky no aprobaría ni entendería nuestra alegría. Pero lo entendería todo. ¿Dónde estará ahora? —pensó Natacha poniéndose seria—. No lo pienses, no debes pensarlo», se dijo, y se sentó junto a su tío con una sonrisa y le rogó que tocara alguna otra cosa.

El tío tocó otra canción; luego vino un vals y, finalmente, inició su canción favorita sobre cazadores: «La nieve, por la noche, caía sin cesar…»

Mijaíl Nikanorovich cantaba como el pueblo, con el convencimiento de que todo el sentido de las canciones está en la letra y que la melodía viene sola, que no existe sin la letra, y solo marca el compás. Por eso, el motivo musical inconsciente, como el del ave, era tan hermoso cantado por el tío. Natacha estaba entusiasmada con las canciones de su tío. Decidió que dejaría el arpa y estudiaría guitarra. Se la pidió al tío y enseguida dio con los acordes de una canción. A eso de las diez llegaron tres hombres a caballo y dos carruajes desde Otrádnoie. El enviado explicó que los condes, al no saber dónde estaban sus hijos, se encontraban muy preocupados. Llevaron a Petia dormido y lo colocaron en uno de los carruajes. Natacha y Nikolái se acomodaron en otro. El tío abrigó a Natacha y se despidió de ella con ternura. Los acompañó a pie hasta el puente, que debían rodear para cruzar el río, y ordenó a los cazadores que fuesen por delante con linternas.

—¡Hasta la vista, querida sobrina! —gritó en la oscuridad.

Su voz no era la que Natacha conocía, sino la que había entonado la canción de la nieve.

En la aldea que brillaban luces rojizas y el aire olía a humo.

—¡Es encantador el tío! —dijo Natacha ya en el camino.

—Sí —contestó Nikolái—. ¿Tienes frío? —preguntó.

—No. Estoy muy bien, estoy perfectamente —repuso ella, perpleja.

Callaron largo rato. La noche era húmeda y oscura. No se veían los caballos; solo se oía su chapoteo en el fango invisible.

¿Qué sucedía en aquel espíritu infantil y sensible que percibía y asimilaba las impresiones de la vida? ¿Cómo se acomodaban en su alma? En todo caso, Natacha se sentía feliz. Se acercaban a la casa cuando cantó La nieve, una melodía que había buscado durante todo el camino y finalmente encontró.

—¿Lo conseguiste? —dijo Nikolái.

—¿En qué pensabas ahora, Nikolái? —preguntó ella.

Les gustaba preguntarse eso el uno al otro.

—¿Yo? —dijo Nikolái tratando de recordar—. Primero pensaba que Rugai, el perro, se parece al tío. Si fuese un hombre no tendría al tío por buen corredor, sino por su buen carácter. ¡Qué fácil es vivir con él! ¿Y tú?

—¿Yo? Espera… Primero, que creemos ir a casa, pero que solo Dios sabe adónde vamos en esta oscuridad; y que llegamos y no vemos Otrádnoie, sino un país mágico… Luego pensaba que… No, eso es todo.

—Lo sé, has pensado en él —sonrió Nikolái y Natacha lo notó por su voz.

—No —repuso ella, aunque realmente pensaba en el príncipe Andréi y en cuánto le habría agradado el tío—. Además, todo el camino vengo diciéndome: ¡Qué bien estuvo Anísiushka!

Nikolái volvió a oír su risa feliz, sonora y espontánea.

—¿Sabes? —dijo Natacha—. Creo que nunca seré tan feliz ni estaré tan tranquila como ahora.

—¡Qué bobada! Son memeces, chiquilladas —exclamó Nikolái; y pensó: «¡Mi Natacha es un cielo! Jamás tendré una amiga como ella. ¿Por qué se casa? ¡Pasearíamos siempre juntos!»

«¡Qué cielo es Nikolái!», pensó Natacha.

—¡Ah! ¡Hay luz en el salón! —señaló las ventanas que brillaban en la negrura de la noche, húmeda y aterciopelada.

CAPÍTULO VIII

El conde Iliá Andréievich había renunciado a su cargo de mariscal de la nobleza por los gastos extra que suponía, pero incluso así la situación no mejoraba. Natacha y Nikolái oían a menudo conversaciones secretas e inquietantes de sus padres sobre la venta de la rica casa de los Rostov y de otras propiedades cerca de Moscú. El conde ya no era mariscal de la nobleza ni estaba obligado a grandes recepciones, y la vida en Otrádnoie era más modesta que en años precedentes. Pero la casa de campo y los pabellones siempre estaban llenos de gente y más de veinte personas se sentaban a la mesa cada día. Todos vivían hacía tiempo con la familia, unos casi como miembros y otros porque se consideraba que debían vivir en la casa del conde. Era el caso de Dimmler, el músico, y su mujer; Vogel, maestro de baile, con su familia; la vieja señorita Bielova y muchos más; los profesores de Petia, la antigua institutriz de las señoritas y algunos que creían mejor y más conveniente vivir a expensas del conde que en su casa. Ya no se daban las grandes recepciones de antaño, pero en la casa se mantenía el tren sin el cual los condes no podían imaginar la vida. Continuaban las partidas de caza, mayores desde que regresó Nikolái; tenían quince cocheros y cincuenta caballos; continuaban los caros regalos para los aniversarios y otras fiestas, las comidas de gala para todo el distrito, las partidas de whist y de boston, en las que el conde perdía cientos de rublos cada día al permitir que viesen sus cartas, de modo que los vecinos consideraban las partidas con él una renta lucrativa y saneada.

Apresado como en una red, el conde no quería creer que se iba enredando más y más. No tenía fuerzas para romper la red ni para desenredarla lentamente y con paciencia. El corazón de la condesa sentía que sus hijos estaban amenazados con la ruina; sabía que no era culpa del conde, que no podía dejar de ser como era y que él sufría por ello aunque lo ocultase y buscaba el modo de remediar su ruina y la de sus hijos. Desde su punto de vista femenino la única solución era el matrimonio de Nikolái con una rica heredera. La condesa sabía que era la última esperanza, y que si Nikolái rechazaba el partido que le había buscado, habría que despedirse de la posibilidad de remediar el desastre. El partido era Julie Karagina, hija de padres buenos y virtuosos, a quien los Rostov conocían desde niña y que, fallecido su último hermano, era una de las más ricas herederas.

Así pues, la condesa escribió a la señora Karagina a Moscú proponiéndole el matrimonio de sus hijos, y recibió una respuesta favorable. La señora Karagina decía que consentía en dicho matrimonio, pero que todo dependía de su hija. La señora Karagina proponía que Nikolái fuese a Moscú.

La condesa Rostova dijo varias veces con lágrimas en los ojos a Nikolái que, tras las bodas de sus dos hijas, deseaba verlo casado; solo así moriría tranquila. Después daba a entender que tenía en perspectiva a una muchacha excelente y quería conocer la opinión de su hijo sobre el matrimonio.

En otras ocasiones alababa a Julie y aconsejaba a Nikolái que fuese a Moscú a divertirse. Nikolái entreveía los propósitos de su madre y un día la hizo confesar abiertamente. La condesa le explicó que la única esperanza de remediar la situación familiar era su matrimonio con la señorita Karagina.

—Mamá, si yo amase a una muchacha sin fortuna, ¿me exigirías sacrificar mi cariño y mi honor por el dinero? —preguntó sin calcular la crueldad de su pregunta, deseando solo poner de manifiesto su nobleza de espíritu.

—No me has entendido —dijo la madre sin saber cómo justificarse—. Nikolái, yo deseo tu felicidad —añadió, comprendiendo que mentía, rompió a llorar.

—Mamá, no llores y dime solamente lo que lo deseas; sabes que daría mi vida, daría todo para que estés tranquila —dijo Nikolái—. Sacrificaré todo por ti, hasta mis sentimientos.

Pero la condesa no quería plantear así la cuestión. No deseaba sacrificar a su hijo y habría preferido sacrificarse ella por él.

—No me has entendido, no hablemos más de ello. —Se enjugó las lágrimas.

«Sí, a lo mejor ame a una chica pobre —pensaba Nikolái—; ¿por qué debo sacrificar mi corazón y mi honor por el dinero? Me asombra que mamá haya podido decirme algo así. Entonces, no puedo amar a Sonia porque es pobre —se dijo—, no puedo corresponder a su cariño devoto y fiel. Con ella sería más feliz que con una Julie cualquiera, que solo es una muñeca. No puedo mandar en mi corazón. Si amo a Sonia, eso es para mí lo más fuerte y está sobre todo.»

Y no fue a Moscú. La condesa no volvió a insistir en el tema del matrimonio, y con pena, y a veces con rabia, veía el acercamiento entre Sonia, pobre y sin dote, y su hijo. Se lo reprochaba a sí misma, pero no podía evitar estar descontenta con Sonia y se lo hacía notar con regañinas inmotivadas o tratándola sin motivo de «usted». Lo que más disgustaba a la condesa era que Sonia, la pobre sobrina de los ojos negros, fuese tan dulce, tan buena y agradecida a sus protectores y amase con tanta fidelidad, constancia y abnegación a Nikolái que era irreprochable.

Finalizaba el permiso de Nikolái. Habían recibido desde Roma la cuarta carta del príncipe Andréi diciendo que estaría de camino a Rusia, pero el clima cálido de Italia le había abierto de repente la herida obligándolo a demorar su regreso hasta principios del año siguiente. Natacha seguía enamorada de su prometido, tranquila con ese amor y accesible a las alegrías. Pero a los cuatro meses de separación, la embargó la tristeza de un modo que invencible. Se compadecía de sí misma, lamentaba perder tanto tiempo sin pena ni gloria cuando ella se sentía tan capaz de amar y de ser amada.

La alegría no reinaba en la casa de los Rostov.

CAPÍTULO IX

Llegó la Navidad sin que sucediese nada especial, salvo la misa solemne y las felicitaciones de vecinos y criados y los trajes nuevos para todos. Pero los veinte grados bajo cero, la ausencia de viento y el sol cegador de día y la luz de las estrellas de la noche hacían necesario celebrar la fecha como fuese.

Al tercer día de fiestas, toda la familia se dispersó por las habitaciones después de comer; eran el momento más tedioso de la jornada. Nikolái, que esa mañana había visitado a algunos vecinos, se durmió en el salón de los divanes; el viejo conde descansaba en su despacho; Sonia estaba sentada ante la mesa redonda de la sala y copiaba un dibujo; la condesa hacía un solitario; Nastasia Ivánovna, el bufón se había unido a dos viejas junto a la ventana. Natacha entró, se acercó a Sonia, miró lo que hacía, fue hacia su madre y se detuvo sin hablar.

—¿Por qué andas así? ¿Qué necesitas? —preguntó la condesa.

—Lo necesito a él… Ahora, en este momento —dijo muy seria Natacha con los ojos brillantes.

La condesa levantó la cabeza y miró a su hija.

—No me mires, mamá, o lloraré.

—Ven, quédate un rato conmigo —dijo la condesa.

—Mamá, lo necesito a él. ¿Por qué debo consumirme así?

Su voz se cortó. Las lágrimas anegaron sus ojos y se giró bruscamente para que no la viesen y salió de la estancia. Cruzó el saloncito de los divanes y allí reflexionó unos segundos antes de ir a la habitación de las doncellas. La criada vieja reñía a una joven que había entrado corriendo del patio, muerta de frío.

—¡Ya basta de juegos! —decía—. Cada cosa a su tiempo.

—Déjala, Kondratievna —terció Natacha—. Ve, Mavrushka, ve.

Dejando que saliese la chica, Natacha fue a la antecámara. Un criado viejo y dos jóvenes jugaban a las cartas, y se levantaron cuando entró ella interrumpiendo la partida. «¿Qué puedo hacer con ellos?», se preguntó Natacha.

—Nikita, por favor, ve… («¿dónde lo envío?»). Ve al corral y tráeme un gallo; tú, Misha, tráeme avena.

—¿Cuánta? —preguntó Misha de buena gana.

—Ve rápido —dijo el viejo.

—Fiódor, tráeme un poco de yeso.

Al pasar delante del aparador mandó que preparasen el samovar, aunque no fuese la hora.

El mayordomo, Foka, era el hombre más hosco de la casa. A Natacha le gustaba probar su autoridad sobre él. Foka no la creyó y fue a preguntar si era verdad.

—¡Vaya con la señorita! —Foka fingió enfadarse con ella.

Nadie en la casa daba tantas órdenes ni tanto trabajo como ella. No podía ver a nadie quieto sin mandarle algo. Era como si quisiese probar si alguno se resistía, se enfadaba con ella. Pero todos cumplían sus órdenes con más placer que las de otro.

«¿Qué haré? ¿Adónde puedo ir?», pensaba Natacha caminando por el pasillo.

—Nastasia Ivánovna, ¿qué nacerá de mí? —preguntó al bufón vestido con su sempiterno batín.

—Pulgas, saltamontes y cigarras —respondió él.

«Dios mío, siempre lo mismo. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer?» Subió la escalera para buscar a Vogel, que vivía en el piso de arriba con su mujer. En casa de Vogel se hallaban dos institutrices que tenían sobre la mesa platos con pasas, nueces y almendras. Hablaban sobre si era más barato vivir en Moscú o en Odesa. Natacha se sentó, escuchó un rato la conversación con rostro serio y pensativo y se levantó.

—La isla de Madagascar —dijo—. Ma-da-gas-car —pronunció claramente cada sílaba; y salió sin responder a las preguntas de Schoss.

Petia estaba arriba con su preceptor preparando unos fuegos artificiales que encenderían por la noche.

—¡Petia! ¡Petia! —gritó Natacha—. ¡Llévame abajo!

El chico corrió hacia ella y le ofreció la espalda. Natacha montó, rodeó con sus brazos el cuello de su hermano y Petia se puso a correr.

—No, no hace falta… la isla de Madagascar —saltó al suelo y bajó las escaleras.

Como si hubiese recorrido su reino y probado su poder, convencida de que todos se sometían, pero que seguía aburrida como antes, Natacha regresó a la sala. Allí tomó su guitarra, se sentó en un rincón oscuro detrás de un armarito, y rasgueó las cuerdas con una frase de ópera oída en San Petersburgo junto al príncipe Andréi. Para los demás los acordes carecían de sentido, pero en la imaginación de Natacha la frase musical le traía recuerdos. Permanecía sentada detrás del armarito con los ojos en la franja de luz que caía de la despensa. Se ensimismó en sus recuerdos. Sonia cruzó el salón con una copa en la mano. Natacha la miró, miró la puerta abierta de la despensa y le pareció que había visto antes a Sonia con la copa y la luz que salía de allí. «Sí, todo pasó antes y fue igual», pensó Natacha.

—¿Qué estoy tocando, Sonia? —gritó Natacha pasando el dedo sobre el bordón.

—¡Ah! ¡Estás aquí! —se sobresaltó Sonia—. No sé. ¿La Tempestad? —preguntó tímidamente, temiendo equivocarse.

«Sí, se estremeció igual. Se acercó como ahora y sonrió con timidez… ¡Todo eso fue así! Y yo pensé… entonces, que le faltaba algo.»

—No; es el coro de Los Aguadores, ¿lo oyes? —cantó el tema del coro para que Sonia lo recordara—. ¿Adónde ibas? —preguntó.

—A cambiar el agua de la copa. Ya casi he terminado el dibujo.

—Siempre estás ocupada, y yo no sé —dijo Natacha—. ¿Y Nikolái?

—Creo que durmiendo.

—Ve a despertarlo, Sonia. Dile que lo llamo para cantar —y pensó en el significado de lo sucedido; sin resolver el problema ni lamentarlo, fue la imaginación a los días en que estaban juntos y él la miraba con ojos enamorados.

«¡Oh, que venga cuanto antes! Tengo tanto miedo de que no llegue… y yo me hago vieja. Ya no encontrará en mí lo que hay ahora. Puede que llegue hoy, ahora. A lo mejor ha llegado ya y me aguarda en el salón. A lo mejor llegó ayer y lo he olvidado.» Se levantó, dejó la guitarra y fue al salón. Toda la familia estaba sentada en torno a la mesa de té, con los preceptores, las institutrices y los huéspedes.

Los criados permanecían en pie, atentos al servicio, pero no estaba el príncipe Andréi.

—¡Natacha! —dijo Iliá Andréievich al verla—. Ven y siéntate a mi lado. Natacha se detuvo junto a su madre y miró en torno a ella, como buscando algo.

—Mamá, dámelo ya —y se esforzó de nuevo por reprimir las lágrimas.

Se sentó en su sitio y escuchó la conversación de los adultos y de Nikolái, que también había acudido. «Dios mío, las mismas caras y conversaciones, papá sostiene su taza como siempre y sopla igual», pensaba, horrorizada por el asco que sentía contra la familia por ser como siempre.

Después del té, Nikolái, Sonia y Natacha fueron al saloncito de los divanes, a su rincón favorito, donde siempre trababan las conversaciones más íntimas.

CAPÍTULO X

—¿No te ocurre a veces que piensas que ya ha pasado todo lo bonito y no queda nada más? —preguntó Natacha a su hermano cuando se acomodaron—. ¿Y que sientes tristeza en lugar de aburrimiento?

—¡Y que lo digas! —repuso él—. A veces todos están felices, todo va bien, y yo pienso que todo es tedio y que todos deberían morir. Un día, en el regimiento no salí de paseo, fuera tocaban música… Y me sentí tan triste…

—¡Oh! Lo sé —corroboró Natacha—. También me ocurrió a mí cuando era pequeña. ¿Te acuerdas? Me castigaron por unas ciruelas; vosotros estabais bailando y yo me quedé en el estudio, sola, llorando. Nunca lo olvidaré. Estaba triste y sentía lástima de todos y de mí misma. Y lo gracioso es que yo no tenía la culpa. ¿Te acuerdas?

—Sí —dijo Nikolái—. Recuerdo que fui a verte para consolarte, ¿sabes? Sentía remordimiento. Éramos tan ingenuos… Yo tenía un payaso de juguete y quise dártelo. ¿Te acuerdas?

—¿Y recuerdas hace más tiempo aún —sonrió Natacha pensativa—, cuando éramos muy niños, el día en que nos llamó el tío a su despacho, en la vieja casa? Todo estaba oscuro, llegamos y había allí…

—Un negro —terminó Nikolái sonriendo—. ¿Cómo no iba a recordarlo? Sigo sin saber si era negro, si lo soñamos o si nos lo contaron.

—Era gris y tenía los dientes blancos. Estaba de pie y nos miraba.

—¿Te acuerdas, Sonia? —preguntó Nikolái.

—Sí, algo recuerdo —repuso ella tímidamente.

—A veces he preguntado a mamá y a papá —dijo Natacha—. Dicen que no había ningún negro… ¡Pero tú lo recuerdas!

—¡Por supuesto! Como viese ahora sus dientes blancos.

—¡Qué raro! Es como un sueño. Me gusta recordar.

—¿Recuerdas cuando empezamos a jugar con unos huevos de Pascua en el salón y de repente entraron dos viejas y se pusieron a rodar por el suelo también? ¿Ha ocurrido, sí o no? ¿Recuerdas lo bien que lo pasábamos?

—Sí. ¿Y cuando papá disparó la escopeta en el porche de la casa?

Se interrumpían, felices al evocar recuerdos poéticos de la infancia, no los recuerdos tristes de la vejez; evocaban las impresiones de un pasado lejano, cuando la fantasía y realidad se entrelazan. Y reían los tres disfrutando.

Aunque sus recuerdos fueran comunes, Sonia no llegaba tan lejos. No recordaba muchas cosas que ellos sí, y las que recordaba no le despertaban el sentimiento poético de los dos hermanos. Se alegraba por ellos y trataba de participar. Solo intervino cuando Natacha y Nikolái recordaron la llegada de Sonia. Contó que había sentido miedo de Nikolái porque llevaba cordones en la chaqueta y la niñera le decía que la coserían dentro.

—Recuerdo que me dijeron que habías nacido bajo una col —dijo Natacha—. No me atrevía a dudarlo, pero sabía que era mentira y me incomodaba.

En la puerta del fondo apareció una criada.

—Señorita, han traído el gallo —anunció en voz baja.

—Ya no hace falta, Paulina; di que se lo lleven.

Dimmler entró cuando estaban en plena conversación; se acercó al arpa, situada en un rincón, la desenfundó y el instrumento emitió un sonido discordante.

—Eduard Karlich, toque mi nocturno favorito del señor Field —dijo la condesa desde la otra sala.

Dimmler arrancó unos acordes y, volviéndose a Natacha, Nikolái y Sonia, dijo:

—¡Qué tranquilos están los jóvenes!

—Estamos filosofando —contestó Natacha y continuó la conversación. Ahora hablaban de sueños.

Dimmler se puso a tocar. Natacha se acercó en silencio a la mesa, tomó el candelabro, lo sacó de la habitación y volvió a su sitio. La habitación y el rincón donde estaban sentados, quedó en penumbra, pero por los ventanales penetraba la luz plateada de la luna llena.

—¿Sabéis qué pienso? —Natacha se acercó a Nikolái y a Sonia, mientras Dimmler, terminada la canción, permanecía sentado pulsando débilmente las cuerdas y preguntándose si debería tocar algo nuevo—. Cuando uno empieza a recordar pasa el tiempo recordándolo todo, hasta lo que era antes de nacer.

—Eso es la metempsicosis —aseguró Sonia, que siempre fue buena estudiante y recordaba todo—. Los egipcios creían que nuestras almas eran de los animales y volvían a ellos.

—No creo que estuviesen en ningún animal —dijo Natacha en voz queda aunque la música hubiese cesado—. Estoy segura de que éramos ángeles, que estábamos en algún sitio y también aquí, que por eso recordamos todo…

—¿Puedo unirme a ustedes? —preguntó en voz baja Dimmler, sentándose junto a ellos.

—Si hubiésemos sido ángeles, ¿por qué caeríamos en un estado inferior? No es posible —dijo Nikolái.

—No inferior, ¿quién ha dicho que caigamos en un estado inferior? ¿Por qué sé lo que era antes? —replicó Natacha—. El alma es inmortal… Entonces, si viviré siempre, también he vivido antes, he vivido toda la eternidad.

—Sí, pero es difícil imaginar la eternidad —aseguró Dimmler, que se les había acercado con una sonrisa amable y desdeñosa, pero ahora hablaba con el mismo tono serio de ellos.

—¿Por qué? —terció Natacha—. Hoy es, mañana será, siempre será; ayer y anteayer eran…

—¡Natacha! Ahora te toca a ti. Cántame algo —se oyó a la condesa—. Estáis ahí sentados como conspiradores.

—¡Mamá, no me apetece cantar! —dijo Natacha, pero se levantó en seguida.

Nadie, ni Dimmler, que no era joven, deseaba interrumpir la conversación y abandonar aquel rincón. Pero Natacha se levantó y Nikolái se sentó al clavicordio. Natacha se situó en el centro de la estancia, en el punto con mejor acústica, y entonó la romanza preferida de su madre.

Había dicho que no le apetecía cantar, pero hacía tiempo que no cantaba tanto ni tan bien como aquella noche. El conde Iliá Andréievich la escuchaba desde el despacho donde conversaba con Mitenka y, como un alumno que se da prisa en terminar sus lecciones para correr a jugar, dio las últimas órdenes y quedó callado. También Mitenka escuchaba sin hablar, sonriendo, de pie ante el conde.

Nikolái no apartaba los ojos de Natacha y respiraba al mismo ritmo que ella. Sonia pensaba en la gran diferencia entre ella y su amiga; comprendía que no podía ser, por poco que fuese, tan encantadora como su prima. La condesa escuchaba con su sonrisa feliz y triste, con lágrimas en los ojos y meneaba a ratos la cabeza. Pensaba en su hija, en su propia juventud y en lo ilógico y temible del matrimonio de Natacha con el príncipe Andréi.

Dimmler, sentado junto a la condesa, escuchaba con los ojos cerrados.

—¡Oh, condesa! —dijo—. ¡Tiene talento para cantar en cualquier escenario europeo! Tanta suavidad, dulzura y vigor…

—Temo por ella —dijo la condesa sin pensar en su interlocutor. Su instinto maternal le decía que había algo vehemente en Natacha que impediría su felicidad.

Natacha aún estaba cantando cuando Petia irrumpió en el salón con su entusiasmo de catorce años, anunciando la llegada de los disfrazados.

Natacha calló.

—¡Idiota! —gritó y corrió a una silla, se dejó caer y se puso a sollozar sin poder detenerse durante mucho rato—. No es nada, mamá; Petia me ha asustado —trataba de sonreír; pero seguía llorando con la garganta oprimida.

Los criados, disfrazados de osos, turcos, posaderos, grandes señoras y cómicos, aparecieron trayendo el frío y la alegría. Al principio se ocultaban unos tras de otros en la antecámara; después fueron entrando con timidez hasta que iniciaron sus canciones, sus danzas y sus juegos de Navidad.

La condesa fue reconociendo los rostros; después de reirse un rato de los disfraces, se retiró al salón. El conde, sonriendo con alegría, se quedó animándolos. Los jóvenes habían desaparecido.

Media hora después entraron nuevos disfrazados; una anciana con miriñaque, que era Nikolái; una turca, Petia; Dimmler se había vestido de payaso, Natacha de húsar y Sonia de circasiano con bigote y cejas pintados con un corcho quemado.

Fueron acogidos por los no disfrazados con asombro, como si no los reconociesen y alabaron sus disfraces; los jóvenes creían que sus disfraces eran tan buenos que debían enseñárselos a más gente.

Nikolái quería aprovechar el buen estado del camino y pasear a todos en su trineo, así que propuso ir con diez criados disfrazados a la casa del tío.

—No, no… molestarías al viejo —dijo la condesa—; además, allí no hay sitio. Si queréis ir a algún sitio, id a casa de la Meliukova.

La señora Meliukova era una viuda con varios hijos de varias edades, también con sus institutrices, que vivía a cuatro kilómetros de los Rostov.

—¡Buena idea, ma chère! —aseguró el conde—. Me disfrazo y voy con vosotros. Divertiré a Pachette.

Pero la condesa se opuso; aquellos días le había dolido una pierna. Se decidió que Iliá Andréievich no podía salir; pero que si Luisa Ivánovna, es decir, Schoss, quería acompañarlas, las jóvenes podían ir a casa de Meliukova. Sonia, tímida y vergonzosa como siempre, fue la más tenaz en suplicar a Luisa Ivánovna.

Era la mejor disfrazada; el bigote y las cejas pintadas le sentaban muy bien. Todos aseguraban que estaba guapísima y ese día se sentía animada y enérgica en contra de lo habitual. Una voz en su interior le decía que si su destino no se decidía ese día, jamás se decidiría, y con traje de hombre parecía otra. Luisa Ivánovna aceptó y media hora más tarde llegaban al porche cuatro trineos con campanillas y cascabeles, chirriando sobre la nieve helada. Natacha fue la primera en dar la nota alegre a la festividad navideña; júbilo que aumentó al ir pasando a otro y llegó al colmo cuando salieron de la casa al frío glacial para ocupar los trineos entre charlas, risas y gritos.

Había dos trineos de servicio; el tercero era el del conde, con su caballo de Orel en el centro, y el cuarto, el de Nikolái, que llevaba un caballito de pelo largo y negro como guía. Nikolái, con su traje de señora y su capa de húsar, permanecía de pie sobre el trineo sujetando las riendas.

La noche estaba tan despejada que a la luz de la luna se veían brillar las herraduras y los ojos de los caballos que miraban asustados el bullicioso grupo reunido bajo el tejadillo del porche.

Natacha, Sonia, Schoss y dos muchachas se sentaron en el trineo de Nikolái; en el trineo del viejo conde iba Dimmler con su esposa y Petia; en los otros, los criados disfrazados.

—¡Ve delante, Zajar! —gritó Nikolái al cochero de su padre para adelantarlo en el camino.

El trineo del viejo conde, donde se sentó Dimmler y otros disfrazados, arrancó entre crujido de patines, que parecían haberse adherido a la nieve, y tintineo de campanillas. Los caballos de refresco se apretaban a las varas y removían una nieve dura y brillante como azúcar.

Siguió Nikolái y luego arrancaron los otros dos. Primero avanzaron a un trote lento por el camino angosto. Mientras pasaban por el jardín, los árboles desnudos proyectaban su sombra sobre el camino tapando la luz de la luna, pero al salir de la finca, la llanura nevada, inundada por el resplandor nocturno, se extendió ante ellos como un diamante de reflejos azulados. El primer trineo dio una sacudida, como el que conducía Nikolái y los siguientes. Rompiendo el silencio de la noche continuaron en fila.

—¡Huellas de liebre! ¡Cuántas! —sonó la voz de Natacha en el aire frío e inmóvil.

—¡Qué bien se ve, Nikolái! —dijo Sonia.

Nikolái se inclinó hacia Sonia para verle mejor la cara: una nueva, divertida, con bigote y cejas pintadas, iluminada por la luna, que emergía de las pieles de marta.

«Antes era Sonia», pensó y la miró más de cerca con una sonrisa.

—¿Decía algo, Nikolái?

—Nada —respondió él y se volvió a los caballos.

El camino, que los patines de los trineos habían dejado como aceitoso, estaba lleno de huellas de ganchos, visibles a la luz de la luna; los caballos tiraban de las riendas y aceleraban. El caballo de la izquierda sacudía los tirantes con la cabeza inclinada; el caballo de tiro se balanceaba y levantaba las orejas como preguntando: «¿Hay que empezar o es pronto?» Delante, lejos, se distinguía en la nieve el trineo de Zajar, que se alejaba con el repiqueteo de su campanilla. Se oían los gritos, las risas y las voces de los disfrazados.

—¡Amigos! —gritó Nikolái tirando de las riendas con una mano y apartando el látigo con la otra.

El aire que les azotaba el rostro y por el galope de los caballos podía notarse la velocidad del trineo. Nikolái volvió el rostro. Los otros trineos se acercaban entre gritos, risas y restallar de látigos. El caballo de tiro no acortaba el paso y prometía acelerar cuando fuese necesario.

Nikolái alcanzó al primer trineo; bajaron una cuesta y se adentraron en un camino trillado que pasaba por un prado junto al río.

«¿Por dónde vamos? —pensó Nikolái—. Será el prado Kosoy. Pero esto es algo nuevo que nunca he visto. No es el prado Kosoy ni la cuesta de Diomkino. ¡Dios sabe qué será! Algo nuevo y mágico. Da igual, que sea lo que sea.» Gritando a sus caballos, se puso a la altura del primer trineo.

Zajar retuvo su tiro y volvió el rostro con escarcha hasta las cejas. Nikolái lanzó su trineo a todo galope. Zajar alargó los brazos, hizo chasquear la lengua y también salió disparado.

—¡Aguanta, señor! —dijo.

Ambos trineos iban emparejados a toda velocidad, y los cascos de los caballos golpeaban cada vez más rápido. Nikolái aumentaba la distancia. Zajar, sin cambiar de posición, levantó la mano con las riendas y los brazos tendidos.

—¡No se saldrá con la suya, señor! —gritó a Nikolái.

Nikolái puso sus caballos al galope y adelantó a Zajar. Los animales levantaban una nube de nieve fina y seca que golpeaba a los viajeros en la cara. En sus oídos resonaba el golpeteo de las pezuñas, las patas de los caballos se entrecruzaban cada vez más rápido mezclándose con las sombras del trineo adelantado. Se oía el chirrido de los trineos sobre la nieve y los gritos de las mujeres.

Nikolái frenó y miró a su alrededor. La misma llanura, las mismas estrellas, la misma claridad de la luna que todo lo llenaba.

«Zajar grita que vaya a la izquierda; ¿por qué? —pensó Nikolái—. ¿No vamos a casa de las Meliukova? ¿Es esto Meliukova? ¡Sabe Dios dónde estaremos y lo que nos ocurra! ¡Pero es extraño y está muy bien lo que nos ocurre!»

Volvió la cabeza para mirar el trineo.

—Mira, tiene blanco el bigote y las pestañas —dijo alguien de bigote y cejas finos sentado entre otros disfrazados atractivos y desconocidos.

«Diría que es Natacha —pensó Nikolái—, y esa otra es Schoss, aunque puede que no. No sé quién es ese circasiano del bigote, pero lo quiero.»

—¿Tenéis frío? —preguntó.

Nadie respondió. A sus espaldas sonaron risas. Dimmler, desde los trineos de detrás, gritó algo, probablemente muy divertido, pero ininteligible.

—¡Sí, sí! —contestaron entre risas varias voces.

«Esto es un bosque encantado con sombras negras, cambiantes y diamantinas; con una gran escalinata de mármol y techos de plata de palacio mágico; se oye el grito de unos animales.”

«¿Y si esto fuese Meliukova? Es muy extraño que después de ir a la aventura hayamos llegado a Meliukova», pensó Nikolái.

Efectivamente, estaban en Meliukova; varios criados aparecieron en el portal con velas encendidas y caras risueñas.

—¿Quién es? —preguntaron desde la escalera.

—¡Disfrazados de la casa del conde! Los he reconocido por los caballos —repuso otra voz.

CAPÍTULO XI

Pelagueia Danilovna Meliukova era una mujer gruesa y enérgica. Con lentes y envuelta en un amplio chal, estaba en el salón con sus hijas, a quienes trataba de distraer. Vertían cera fundida y miraban las sombras de las figuritas resultantes, cuando se oyó un fuerte rumor de pasos y voces animadas en el recibidor.

Húsares, damas, brujas, payasos y osos, tosiendo y secándose los rostros escarchados entraron al salón, donde se encendieron más velas. El payaso Dimmler y la señora Nikolái iniciaron El baile. Rodeados por las niñas, los enmascarados, ocultando el rostro y disimulando la voz, saludaban a la dueña de la casa y fueron acomodándose por el salón.

—¡Oh! ¡No se os reconoce…! ¡Esta es Natacha! ¡Mirad a quién se parece! ¡No sé a quién me recuerda! ¡ Karlich, qué bien está! No lo habría reconocido. ¡Cómo baila! Dios mío, qué circasiano… ¡Qué bien le sienta a Soniushka! ¿Y esos? ¡Vaya! Han animado esto. ¡Retirad las mesas, Nikita, Vania! ¡Y nosotras que estábamos tan tranquilas…!

—¡Ja, ja, ja…! ¡El húsar! ¡Parece un chico con esas piernas…! ¡Qué risa! —decían las voces.

Natacha, la favorita de las jóvenes Meliukova, desapareció con ellas en habitaciones de atrás. Desde allí empezaron a pedir corcho, batas y trajes de hombre, que brazos desnudos recogían de los criados por la puerta entornada. Diez minutos después, las jóvenes Meliukova se unían a los disfrazados.

Pelagueia DanIlovna ordenó que despejasen el salón y preparasen comida para todos; sin quitarse los lentes, conteniendo la sonrisa, iba entre los disfrazados estudiándolos sin reconocer a nadie, ni a los Rostov o a Dimmler, sino a sus propias hijas disfrazadas de hombre con trajes y uniformes de la casa que no reconocía.

—¿Quién es? —preguntó volviéndose a una institutriz y señalando a una de sus hijas, disfrazada de tártaro de Kazán—. Parece Rostov. Y usted, señor húsar, ¿en qué regimiento sirve? —dijo a Natacha—. Sirva pasteles de fruta al turco; su ley no se lo prohíbe —dijo al encargado del ambigú.

A veces, al mirar la forma extraña y cómica de bailar de los visitantes, seguros de que nadie los reconocía, de modo que creían innecesario andarse con cuidado, Pelagueia Danilovna se tapaba el rostro con su pañuelo y su corpachón temblaba con una risa bonachona que no podía contener.

—¡Mi Sasha! ¡Es mi Sasha! —decía.

Después de las danzas y los corros, Pelagueia Danilovna reunió a todos en un gran círculo. Pidió un anillo, cuerda y un rublo y organizó unos juegos.

Una hora después los trajes estaban desordenados y arrugados; los bigotes y cejas pintados con corcho chorreaban con el sudor. Pelagueia Danilovna fue reconociendo a la gente, admirando los disfraces, sobre todo los de las señoritas, y agradeciendo a todos haberla divertido tanto. La cena de los señores se sirvió en el comedor y los criados fueron obsequiados en el salón.

Durante la cena, una solterona que vivía allí contaba que lo más terrible era tratar de conocer el futuro en la sauna.

—¿Por qué? —preguntó la mayor de las Meliukova.

—Usted no iría; se necesita ser muy valiente…

—Yo iré —dijo Sonia.

—Cuente lo ocurrido a una señorita —pidió la menor de las Meliukova.

—Una vez —comenzó la solterona— una señorita fue con un gallo y dos cubiertos y se sentó en el lugar señalado. Al rato oyó el rumor de un trineo con cascabeles… Se acercaba. Imaginó que alguien venía, se giró y vio a un hombre vestido de oficial que entró y se sentó frente a ella, donde estaba el otro cubierto.

—¡Oh! —gritó Natacha abriendo mucho los ojos—. Pero, ¿él hablaba?

—Habló como una persona. Empezó a cortejarla, y debía hablarle hasta el canto del gallo. Pero ella estaba asustada y se cubría la cara con las manos. Entonces él la agarró y menos mal que acudieron las chicas…

—¿Para qué las asusta? —terció Pelagueia Danilovna.

—Mamá, si tú misma fuiste a que te adivinasen el futuro.

—¿Y cómo se adivina el futuro en el granero? —preguntó Sonia.

—Pues si vas al granero ahora y escuchas, oír golpes es mala señal; oír cómo se aventa el trigo es un buen augurio. También suele ocurrir…

—Mamá, cuéntanos lo que oíste en el granero.

—Ya lo he olvidado —Pelagueia Danilovna sonrió—. Además, ninguno de vosotros va a ir.

—Iré yo, Pelagueia Danilovna; si me lo permite —dijo Sonia.

Como antes, cuando jugaban al anillo, a la cuerda o al rublo, tampoco ahora se apartaba Nikolái de Sonia y la miraba con ojos distintos; le parecía haberla conocido por primera vez por los bigotes pintados. Sonia estaba alegre y bonita aquella noche, como nunca la había visto él.

«Ella es así y yo he sido tonto», pensaba al ver los ojos brillantes y la sonrisa impetuosa y feliz de ella, nueva para él, que le formaba unos adorables hoyuelos en las mejillas, sobre el falso bigote.

—No le temo a nada —dijo Sonia—. ¿Puedo ir?

Se levantó. Le indicaron dónde estaba el granero y que debía estar en silencio y escuchar. Le dieron su abrigo; se lo echó encima y miró a Nikolái.

«¡Es deliciosa! —se dijo él—. ¿En qué pensaba yo?» Sonia salió para ir al granero y Nikolái se apresuró en salir al porche principal so pretexto de que hacía calor, cosa cierta por el gran número de personas reunidas en la sala.

Fuera hacía el mismo frío; el aire estaba inmóvil; la luna era la misma, pero había más claridad; su luz era intensa y arrancaba destellos a la nieve que no se deseaba mirar al firmamento para ver las estrellas auténticas. El cielo estaba negro y hosco, mientras que en la tierra todo era alegría.

«¡Bobo! ¿Qué he esperado hasta ahora?», se decía Nikolái; salió al porche y rodeó la casa por el sendero a la entrada del servicio. Sabía que Sonia pasaría por allí. A mitad del camino, un montón de leña cubierto de nieve proyectaba una sombra; en la otra parte, las ramas enredadas de los tilos se reflejaban en la nieve. El sendero iba al granero, cuyas paredes de troncos y cuyo tejado nevado brillaban bajo la luna como si fuesen de piedras preciosas. Un árbol crujió en el jardín y volvió el silencio; Nikolái no creía respirar aquel aire gélido, sino una fuerza eterna, joven y alegre.

Alguien descendía por la escalera de servicio; se oyó el crujido del último escalón cubierto de nieve, y la voz de la solterona:

—Todo derecho, señorita; por el sendero, pero no mire atrás.

—No tengo miedo —respondió Sonia; y sus pies, calzados con finos zapatos, la llevaron hacia Nikolái entre los crujidos de la nieve.

Sonia iba con su abrigo de piel. Estaba a dos pasos de él cuando lo vio. También a ella le parecía distinto. Nikolái llevaba su disfraz; sus cabellos estaban enmarañados y sonreía con una sonrisa nueva para ella. Sonia corrió hacia él.

«Parece otra, pero es la misma», Nikolái miró el rostro de la muchacha, iluminado por la luna. Pasó sus manos entre las pieles que cubrían la cabeza de Sonia y la abrazó, besó sus labios sombreados por el bigote con olor a corcho quemado. Sonia lo besó en los labios y, soltando sus manitas, colocó en ellas sus mejillas.

«¡Sonia…! ¡Nikolái!», se dijeron.

Corrieron al granero y cada uno regresó a la casa por un camino diferente.

CAPÍTULO XII

Llegado el momento de irse de casa de Pelagueia Danilovna, Natacha, que se percataba siempre de todo, hizo pasar a Luisa Ivánovna al trineo de Dimmler; ella pasó también y dejó a Sonia y Nikolái con las muchachas.

Nikolái llevaba el trineo con cuidado, sin preocuparse de adelantar a nadie; a ratos miraba a Sonia buscando a través de las cejas y el bigote, a la claridad de la luna que cambia todo, a la Sonia de antaño y a la de ahora, de quien había decidido no separarse más. La miraba con insistencia; al recordar el olor de corcho quemado y la sensación de los besos, respiraba el aire helado hasta el fondo de sus pulmones; al ver la tierra que pasaba a los lados del trineo, y el cielo brillante se sentía en un país de maravilla.

—Sonia, ¿está bien? —preguntaba de cuando en cuando.

—Sí —respondía ella—, ¿y tú?

A mitad de camino, Nikolái dejó al cochero los caballos y fue un momento al trineo de Natacha.

—¡Natacha! Me he decidido con Sonia —susurró en francés.

—¿Se lo has dicho? —preguntó su hermana, animada y feliz.

—¡Qué rara se te ve con ese bigote y esas cejas, Natacha! ¿Estás contenta?

—¡Sí, mucho! Empezaba a enfadarme contigo. No te lo decía, pero te portabas mal con ella. ¡Tiene un corazón de oro! Estoy muy contenta, Nikolái. A veces soy mala, pero me avergonzaba ser feliz y que Sonia no lo fuese —prosiguió—. Ahora estoy muy contenta, pero ve con ella.

—¡No, un momento! ¡Qué graciosa estás ahora! —Nikolái la miró fijamente porque también creía ver algo nuevo en su hermana, una gracia y una ternura nunca vistas—. Natacha, ¿a que es mágico?

—Sí —contestó ella—, has hecho muy bien.

«Si la hubiese visto antes como es ahora —pensó Nikolái—, le habría preguntado hace mucho qué hacer y habría hecho lo que ella me ordenase. Todo iría bien.»

—Entonces estás contenta. Y yo hice bien, ¿no?

—¡Oh, sí! Has hecho requetebién. Hace poco me enfadé con mamá porque decía que ella quería pescarte. ¿Cómo puede decir algo así? Casi nos peleamos. No permitiré que nadie diga ni piense nada malo de Sonia porque solo tiene buenas cualidades.

—Entonces, todo está bien —Nikolái miró el rostro de su hermana para ver si mentía; y bajó entre crujidos de nieve y corrió a su trineo.

El circasiano, feliz y sonriente, con el bigote pintado y ojos brillantes, lo miraba bajo la capucha de piel que le cubría la cabeza. Era Sonia, que sería seguramente su feliz y amante esposa.

Llegados a casa, tras contar a la condesa cómo había ido la visita a las Meliukova, las jóvenes se retiraron. Se quitaron los disfraces y, sin limpiarse los bigotes, pasaron largo rato charlando sobre lo felices que eran. Hablaban de sus vidas cuando estuviesen casadas, de sus maridos, que serían buenos amigos, y de la felicidad futura. En la mesa de Natacha había varios espejos dispuestos por Duniasha desde el día anterior.

—¿Cuándo será todo esto? Temo que nunca… ¡Sería demasiada dicha! —Natacha se levantó y se acercó a los espejos.

—Siéntate, Natacha, tal vez lo veas —dijo Sonia.

Natacha encendió una vela y se sentó.

—Veo a alguien con bigotes —Natacha vio su propia cara en el espejo.

—No hay que reírse de eso, señorita —dijo Duniasha.

Con la ayuda de la doncella y de Sonia, Natacha encontró la posición entre los espejos. En su rostro apareció una expresión grave y seria; calló y permaneció sentada largo rato mirando las velas que se alejaban desde el espejo suponiendo que veía un ataúd o a él, al príncipe Andréi. Pero, por mucho que quisiera tomar una mancha o sombra por una figura humana o un ataúd, no vio nada; parpadeó y se retiró de los espejos.

—¿Por qué los demás ven y yo no? —dijo—. Ponte tú, Sonia; hoy tienes que ver por fuerza. Hazlo por mí… ¡Tengo tanto miedo…!

Sonia se sentó ante los espejos, buscó la posición y miró.

—Sí, Sofía Alexandrovna verá —susurró Duniasha—. Usted se ríe de esto.

Sonia lo oyó y a Natacha, que decía en voz baja:

—Sé que verá; también vio el año pasado.

Durante tres minutos todas callaron. «Verá…», susurró Natacha; pero no terminó la frase. Sonia apartó el espejo y se tapó los ojos.

—¡Natacha! —exclamó.

—¿Has visto? ¿Qué has visto? —Natacha sostuvo el espejo. Sonia no había visto nada; quería parpadear y levantarse cuando oyó la voz de Natacha decir: «Verá». No quería mentir a Natacha ni a Duniasha y se cansaba de estar allí; no sabía cómo ni por qué había gritado y se había tapado los ojos.

—¿Lo has visto? —Natacha le apretó el brazo.

—Sí…, espera… yo… lo he visto —dijo Sonia. No sabía si Natacha se refería a él, al príncipe Andréi o a Nikolái.

Entonces pensó: «¿Por qué no decir que lo he visto? Otros ven. ¿Quién puede saber si he visto o no?»

—Sí; lo he visto —dijo.

—¿Cómo, cómo estaba? ¿Tumbado o sentado?

—No, he visto… primero no había nada; después lo he visto tumbado.

—¿Andréi tumbado? ¿Enfermo? —Natacha miró a Sonia con ojos asustados.

—¡Oh, no! Al contrario; tenía la cara alegre y se giró hacia mí. —Mientras hablaba creyó que lo había visto de verdad.

—¿Y luego? Cuenta, Sonia.

—Después no he visto bien, había algo azul y rojo…

—¡Sonia! ¿Cuándo volverá? ¿Cuándo lo veré? ¡Qué miedo tengo por él, por mí, por todo…! —dijo Natacha.

Sin responder a Sonia, que intentaba consolarla, se tumbó en la cama. Mucho después de que apagasen las velas, seguía inmóvil en la cama, los ojos abiertos, mirando la luz de la luna a través de los cristales helados.

CAPÍTULO XIII

Al terminar la Navidad, Nikolái confesó a su madre su amor por Sonia y su intención de casarse con ella. La condesa, que observaba las relaciones entre Sonia y su hijo desde hacía tiempo, lo esperaba; escuchó a Nikolái y le contestó que podía casarse con quien quisiera, pero que ni ella ni su padre darían su bendición a ese matrimonio.

Nikolái sintió que su madre estaba disgustada con él por primera vez y que no cedería pese a todo su cariño. Fríamente y sin mirar a su hijo, llamó al conde. Cuando él acudió, la condesa, que quería contarle sucintamente y con calma lo que ocurría, en presencia de Nikolái, rompió a llorar y salió de la estancia. El viejo conde rogó a Nikolái que renunciase, pero él contestó que no podía traicionar la palabra dada. Su padre, confuso y suspirando, dio por terminada la conversación para ir en busca de su esposa. Cuando el conde discutía con su hijo lo dominaba la conciencia de su culpa ante él por la mala administración de sus bienes; no podía enfadarse con Nikolái por rechazar un partido más rico y casarse con Sonia, que carecía de dote. Eso le recordaba que si su situación económica no fuese tan comprometida, no podría desear para Nikolái mejor esposa que Sonia y que él era culpable de la ruina, él y su Mitenka con sus incorregibles hábitos.

Los condes no hablaron más de ese matrimonio con su hijo; pero días después la condesa llamó a Sonia y, con una crueldad que ninguna de las dos esperaba, le reprochó su ingratitud y que hubiese seducido a su hijo con malas artes. Sonia escuchó cabizbaja las crueles palabras de la condesa sin comprender qué quería de ella. Estaba dispuesta a sacrificarlo todo por sus bienhechores; la idea del sacrificio era su favorita, pero en aquel caso no sabía por quién y cómo debía sacrificarse. No podía dejar de amar a la condesa y a la familia Rostov, pero tampoco podía dejar de amar a Nikolái sabiendo que la felicidad de él dependía de ese amor. Permanecía silenciosa y triste, sin contestar nada. Nikolái no pudo soportarlo y fue a hablar con su madre.

Tan pronto le suplicaba que los perdonase a él y a Sonia y que consintiese su matrimonio como amenazaba con casarse en secreto si perseguían a la muchacha. La condesa, con una frialdad nunca vista por su hijo, repuso que era mayor de edad, que el príncipe Andréi se casaba sin el consentimiento de su padre y él podía hacer lo mismo, pero que ella no reconocería a esa enredadora por hija.

Enfurecido al oír tratar así a Sonia, Nikolái alzó la voz y dijo a su madre que nunca habría pensado que le forzase a vender su cariño y que por última vez decía… Pero no tuvo tiempo de pronunciar la palabra que su madre esperaba con terror y que habría quedado entre ellos como un cruel recuerdo. No pudo pronunciarla porque Natacha entró por la puerta tras la cual había escuchado.

—Nikolái, no digas bobadas, ¡cállate! ¡Te digo que te calles! —gritó para ahogar la voz de su hermano—. ¡Mamá… no es así…! Mamá, pobrecita —dijo a su madre que, sintiéndose al borde de la ruptura, lo miraba asustada pero que no quería ni podía ceder por obstinación o por el altercado—. Vete, Nikolenka, yo se lo explicaré… Mamá, escúchame, déjame hablar.

Sus palabras eran incoherentes, pero obtuvieron el resultado apetecido por Natacha.

La condesa ocultó el rostro en el pecho de su hija entre sollozos. Nikolái se levantó y salió con las manos en la cabeza.

Natacha se encargó de la reconciliación y lo hizo de tal modo que la condesa prometió a su hijo no perseguir a Sonia; Nikolái aseguró que no haría nada sin que sus padres lo supiesen.

Con la intención de arreglar sus asuntos en el regimiento, pedir el retiro y regresar para casarse con Sonia, Nikolái, triste, serio y peleado con sus padres pero, según creía, enamorado, partió para incorporarse al regimiento en los primeros días de enero.

Tras su marcha, la casa de los Rostov quedó sumida en la tristeza. La condesa enfermó.

Sonia estaba triste por la marcha de Nikolái, y más por la hostilidad de la condesa. El conde estaba más que preocupado por sus asuntos, que requerían medidas radicales. Debía la casa de Moscú y la hacienda vecina a la capital; para ello debía ir a Moscú, pero la salud de la condesa los obligaba a retrasar el viaje.

Natacha, que al principio había soportado la ausencia del príncipe Andréi, se iba inquietando e impacientando. La atormentaba pensar que sus mejores días, que habría podido quererlo, se perdían. Las cartas del príncipe la irritaban. Le parecía ofensivo que mientras ella vivía pensando en Bolkonsky, él tuviese una vida interesante, visitase países e hiciese amistades. Cuanto más entretenidas eran las cartas, mayor era su despecho, y contestarlas no era un placer, sino una obligación. No sabía escribir porque no admitía la posibilidad de expresar en una carta nada de lo que solía decir de palabra, con su sonrisa y su mirada. Sus cartas eran secas, clásicas y monótonas. No les daba importancia, y en los borradores la condesa debía corregirle las faltas de ortografía.

La condesa no se reponía, pero tampoco se podía aplazar más el viaje a Moscú. Había que preparar el ajuar, vender la casa; además, esperaban en Moscú al príncipe Andréi. Su padre, el príncipe Nikolái Andréievich, pasaba allí el invierno y Natacha estaba convencida de que su prometido ya había llegado.

La condesa se quedó en el campo y el conde, con Sonia y Natacha, partió para Moscú a últimos de enero.

Mi querida mamá.

Tu obediente hijo.

Emigrante.

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