LIBRO DÉCIMO – 1812
LIBRO DÉCIMO
CAPÍTULO I
Napoleón inició la guerra contra Rusia porque no podía evitar la tentación de ir a Dresde, sentirse halagado por los honores rendidos, dejar de vestir el uniforme polaco, resistirse al encanto de aquella mañana de junio, ni encolerizarse en presencia de Kuraguin y más tarde de Balashov.
Alejandro rechazó las negociaciones porque se sentía personalmente ofendido. Barclay de Tolly trataba de dirigir el ejército como podía para cumplir su deber y merecer la gloria de un gran jefe militar. Rostov atacó a los franceses porque no pudo evitar su deseo de galopar por campo abierto. Y así todos los que participaban en aquella guerra actuaban según sus cualidades y hábitos, según las condiciones y fines perseguidos. Todos tenían sus temores, su orgullo y sus alegrías, se indignaban y discutían creyendo saber lo que hacían. Estaban convencidos de actuar por sí mismos, aunque fuesen un instrumento de la historia y realizaban una empresa oculta para ellos, pero comprensible para nosotros. Esa es la suerte inmutable de los hombres de acción, que son menos libres cuanto más alto están en la jerarquía humana.
Los hombres de 1812 desaparecieron hace ya mucho; sus intereses personales se borraron del todo; ante nosotros solo queda el resultado de la época.
Pero admitamos que los europeos mandados por Napoleón debían penetrar en Rusia y perecer en sus tierras, y las acciones contradictorias, insensatas y crueles de quienes hicieron esa guerra es ahora comprensible.
La providencia obligó a esos hombres que iban tras sus fines personales a contribuir a un resultado único e inmenso del que no tenían la menor idea Napoleón, Alejandro, ni quienes participaron en la guerra.
Para nosotros es obvia la causa del desastre del ejército francés en 1812. Nadie negará que Napoleón fue derrotado porque comenzó demasiado tarde y sin preparación la campaña de invierno en el interior de Rusia, además del carácter de la guerra tras el incendio de las ciudades rusas y el odio del pueblo ruso hacia el enemigo. Pero entonces nadie podía prever, cosa hoy evidente, que eso causaría la muerte de ochocientos mil hombres del mejor ejército del mundo dirigido por el mejor capitán al enfrentarse al ejército ruso, dos veces más débil, inexperto, dirigido por militares inexpertos; nadie lo previó y todos los esfuerzos de los rusos fueron encaminados a impedir lo que podía salvar Rusia; por parte de los franceses, pese a la experiencia del llamado genio militar de Napoleón, todos los esfuerzos se encaminaban a Moscú para llegar allí a finales de verano, esto es, precisamente lo que sería su perdición.
Los historiadores franceses que han investigado los sucesos de 1812 dicen que Napoleón intuía el peligro de prolongar sus líneas, que buscó la batalla decisiva y que sus mariscales le aconsejaban que se detuviese en Smolensk; alegan otros argumentos para demostrar que ya se presentía el gran peligro de la campaña. Los historiadores rusos asegura en cambio que desde el principio de las operaciones existía un plan de guerra para atraer a Napoleón al interior de Rusia; unos atribuyen ese plan a Pfull, otros a un francés, otros a Toll, y otros al mismo Alejandro. Citan notas, proyectos y cartas en las que hay alusiones a ese tipo de campaña. Pero todas esas indicaciones de lo que sucedería, ya sean de los franceses o de los rusos, son ahora expuestas porque los sucesos lo han justificado. De lo contrario, estas alusiones habrían caído en el olvido, como la miríada de hipótesis y opiniones contradictorias de moda entonces, pero que no quedaron justificadas. Hay tantas suposiciones sobre cada acontecimiento que siempre hay quien asegura: «Dije entonces que esto ocurriría así», olvidando que entre todas las suposiciones las había totalmente opuestas.
Así, la suposición de que Bonaparte conocía el peligro de prolongar sus líneas y la de que los rusos planearan atraer a los franceses al interior del país pertenecen a esa categoría. Solo retorciendo los argumentos los historiadores pueden atribuir esos juicios a Napoleón y a sus mariscales y esos proyectos a los jefes rusos. Los hechos rebaten totalmente esas hipótesis. Durante la guerra, los rusos no mostraron deseos de atraer al enemigo al interior, sino que hicieron cuanto pudieron para detenerlo desde que pisó su tierra; Napoleón no tuvo miedo de prolongar sus líneas, sino que cada avance lo alegraba como si fuese una victoria y, contradiciendo las demás campañas, se afanó poco en buscar la confrontación.
Al estallar la guerra, los ejércitos rusos quedaron divididos, y el objetivo era reunirlos, aunque para replegarse y atraer al enemigo al interior no era necesaria esa reunión. El zar está en el ejército para infundir ánimos, defender cada centímetro de territorio ruso, no para replegarse. Se construye el campamento de Drissa según el plan de Pfull; eso significa que no se puede retroceder. El zar reprocha al general en jefe cada repliegue. El incendio de Moscú y la llegada del enemigo a Smolensk no entra en la cabeza de Alejandro y cuando los ejércitos se reúnen se indigna por el incendio de Smolensk y porque no se dé ante sus murallas la batalla decisiva.
Así pensaba el zar, pero los jefes militares y los rusos se indignan más aún cuando saben que sus ejércitos se repliegan hacia el interior.
Tras dividir al ejército ruso, Napoleón avanza hacia el interior y no presenta batalla cuando puede. En agosto llega a Smolensk y solo quiere avanzar, aunque ese movimiento resulta letal para él según vemos ahora.
Los hechos demuestran que Napoleón no previó los peligros de ir hacia Moscú y que ni Alejandro ni sus generales pensaron en atraerlo al interior, sino lo contrario. Atraer a Napoleón al interior no fue consecuencia de un plan que nadie creía posible, sino de una serie de asechanzas, objetivos y deseos de quienes participaban en la guerra, incapaces de adivinar que solo en eso radicaba la salvación de Rusia.
Todo sucede por azar. Los ejércitos son divididos al inicio de la campaña. Los rusos tratan de reagruparlos para dar la batalla y detener la invasión, pero evitan el encuentro con un enemigo más fuerte y se repliegan en ángulo agudo atrayendo al ejército francés a Smolensk porque los franceses avanzan entre ambos ejércitos. Entonces el ángulo es cada vez más agudo y los rusos se alejan más porque Barclay de Tolly, un escocés impopular a quien Bagration detesta, un subordinado suyo que manda el segundo ejército y retrasa la reunión con Barclay para no colocarse bajo su mando. Bagration evita durante mucho tiempo la reunión de las tropas aunque sea el objetivo de todos los jefes, pues cree que así pondría las suyas en peligro, y le conviene replegarse hacia la izquierda y el sur, acosando al enemigo por el flanco y la retaguardia y reforzando su ejército en Ucrania. Todo esto parece una estratagema de Bagration para no estar subordinado al alemán Barclay, a quien detesta y tiene una graduación menor.
El zar permanece junto al ejército para animar; pero su presencia y la indecisión para adoptar medidas, junto con el sinnúmero de consejeros y planes, agotan al primer ejército y finalmente se repliega.
Creen mejor detenerse en el campamento de Drissa; pero de pronto Paolucci, que quiere ser general en jefe, influye en Alejandro y los proyectos de Pfull son desechados y la dirección de la campaña es confiada a Barclay. Pero su poder queda limitado porque no inspira confianza.
Los ejércitos están divididos, no hay unidad de mando, Barclay no es popular. De toda esa confusión, la división del ejército y la impopularidad de Barclay surgen la indecisión, el temor al enfrentamiento, inevitable si los ejércitos hubiesen estado unidos y el jefe no hubiese sido Barclay, y el odio a los alemanes, sumado a una exaltación del espíritu patriótico.
Finalmente el zar abandona el ejército so pretexto de animar a la población de las capitales para incitarla a una guerra nacional. El viaje de Alejandro a Moscú triplica las fuerzas del ejército ruso.
El zar abandona el ejército para no coartar la acción del comandante en jefe y confía en que tome medidas. Pero la situación del comandante en jefe es confusa y débil. Bennigsen, el gran duque y los generales edecanes permanecen en el ejército para seguir sus movimientos y animarlo. Pero Barclay se siente menos libre bajo tantas miradas que también son las del zar; eso lo lleva a ser más prudente respecto a las acciones decisivas y evita el enfrentamiento.
Barclay se decanta por la prudencia. El gran duque heredero habla de traición y pide una batalla campal. Lubomirski, Branicky, Wlocky y otros atizan estos rumores y Barclay, so pretexto de enviar unos escritos al zar, envía a San Petersburgo a los generales edecanes polacos y se enfrenta a Bennigsen y al gran duque.
Finalmente, pese a la oposición de Bagration, los ejércitos se unen en Smolensk.
Bagration llega en su coche a la casa ocupada por Barclay. Este se pone la banda, lo recibe y le informa como a su superior. Bagration, mostrándose generoso, pese a ser superior en graduación, se pone bajo las órdenes de Barclay, pero no está de acuerdo con él. Por orden del zar, Bagration le remite informes y escribe a Arakchéyev:
El zar decidirá, pero no puedo seguir con el ministro [Barclay]. Por Dios, envíeme a cualquier sitio, deme siquiera el mando de un regimiento, pero no me tenga aquí. El Cuartel General está tan lleno de alemanes que un ruso no puede vivir aquí. No existe orden. Yo pensaba que servía lealmente al zar y a la patria, pero sirvo a Barclay y no deseo hacerlo.
Los Branicky, los Wintzingerode y demás envenenan las relaciones de ambos generales, que empeoran. Se hacen preparativos para atacar a los franceses delante de Smolensk. Envían a un general a inspeccionar las posiciones. Este general aborrece a Barclay, visita a un comandante de cuerpo de ejército amigo suyo y pasa el día con él, regresa al Cuartel General de Barclay y describe el futuro campo de batalla que no ha visto. Mientras se discute y se enreda sobre el futuro campo de batalla, mientras se busca a los franceses errando sus posiciones, ellos se topan con la división de Neverovski y llegan a los muros de Smolensk.
Para salvar las comunicaciones hay que librar una batalla inesperada junto a Smolensk. Mueren miles de hombres de ambos bandos.
Smolensk es abandonado contra de la voluntad del zar y del pueblo. Sus habitantes incendian la ciudad. Traicionados por el gobernador, dan ejemplo a todos los rusos, y huyen hacia Moscú sin pensar más que en su ruina y contagiando a todos su odio al enemigo. Napoleón avanza; el ejército ruso se repliega y se logra así lo que vencería a Napoleón.
CAPÍTULO II
Al día siguiente de la marcha de su hijo, el príncipe Nikolái Andréievich llamó a la princesa María a su despacho.
—Estarás contenta, ¿no? —dijo—. Has hecho que me enfade con mi hijo. Es lo que deseabas, ¿no? ¿Estás contenta…? Es lamentable… muy lamentable para un viejo débil como yo. Es lo que querías. Alégrate…
Tras aquella entrevista, la princesa María no vio a su padre en una semana. Estaba enfermo y no salía de su despacho.
A la princesa María le sorprendió que tampoco admitía en sus aposentos a mademoiselle Bourienne. Solo lo cuidaba Tijon.
Pasada esa semana, el príncipe salió de su despacho y reanudó su vida, poniendo gran celo en sus obras y jardines. Sus anteriores relaciones con mademoiselle Bourienne cesaron. Su forma de tratar a la princesa y su frialdad parecían decir: «¿Ves? Has inventado cosas contra mí; has mentido a tu hermano sobre mis relación con la francesa y me has enfrentado a él; ya ves que ahora no os necesito a ninguna.»
La princesa pasaba la mitad del día con Nikolenka dirigiendo sus estudios; le enseñaba ruso, música y conversaba con Dessalles. El resto del día lo dedicaba a sus libros, a la anciana niñera y a los peregrinos que iban a verla por la escalera de servicio.
Pensaba de la guerra lo que todas las mujeres; temía por su hermano, y sentía horror ante la crueldad de los hombres que se mataban entre sí, pero no comprendía el sentido; pensaba que era como todas, pese a que Dessalles, muy interesado por las operaciones militares, procuraba explicarle sus puntos de vista; aunque la gente de Dios narraba horrorizada el rumor que corría entre el pueblo sobre la llegada del Anticristo; pese a que Julie, ahora princesa Drubetskaya, había reanudado su carteo con ella y le escribía desde la capital cartas muy patrióticas.
Escribo en ruso, querida amiga, porque odio a los franceses y su idioma, que no puedo ni oír… En Moscú todos seguimos entusiasmados con nuestro amado zar.
»Mi pobre marido pasa penurias en posadas judías, pero las noticias que me envía me animan.
»Seguramente habrá oído hablar de la proeza de Rayevski, que exclamó con sus hijos abrazados: «¡Prefiero morir con ellos antes que retroceder!» No vacilaron aunque el enemigo fuese mucho más fuerte. Por lo demás, pasamos el tiempo como podemos. Las princesas Alina y Sophie pasan días enteros conmigo; las tres, como pobres viudas de maridos vivos, mantenemos conversaciones y preparamos hilas. Solo nos falta usted, mi amiga querida…, etcétera.
El principal motivo por el que la princesa María no entendía la guerra era que el viejo príncipe no quería admitirla; jamás hablaba de ella y, durante las comidas, se reía de Dessalles cuando la comentaba. El tono del príncipe era tan sereno y seguro que su hija creía cuanto decía sin ponerlo en duda.
El viejo príncipe estuvo muy emprendedor y animado durante el mes de julio. Hizo plantar un nuevo jardín y construir otro pabellón para los criados. Sin embargo, a la princesa María le preocupaba lo poco que dormía su padre; había abandonado la costumbre de acostarse en su despacho y cada día cambiaba de lugar. Hoy ordenaba que le preparasen su catre de campaña en la galería, mañana se tumbaba en el diván, otro día se quedaba en una butaca del salón, dormitando vestido, mientras un muchacho llamado Petrushka, no mademoiselle Bourienne, le leía un libro. Otras veces pernoctaba en el comedor.
La segunda carta del príncipe Andréi llegó el uno de agosto. Poco después de su marcha habían recibido la primera, en la cual el príncipe suplicaba perdón a su padre por cuanto le dijo y le rogaba que no le negase su cariño. El viejo contestó cariñosamente y alejó de su lado a la francesa desde entonces. La segunda carta del príncipe Andréi, escrita cerca de Vítebsk, tras la entrada de los franceses en la ciudad, describía la campaña en líneas generales; el príncipe añadía un plano y una serie de juicios sobre la guerra. Exponía a su padre los inconvenientes de vivir tan cerca del teatro de operaciones, en la línea del movimiento de las tropas, y le aconsejaba que fuesen a Moscú.
Cuando Dessalles comentó durante la comida los rumores sobre la caída de Vítebsk, el viejo príncipe recordó la carta.
—He recibido hoy una carta del príncipe Andréi. ¿No la has leído? —preguntó a la princesa María.
—No, mon père —repuso asustada.
No podía haberla leído porque ignoraba su existencia.
—Habla de esta guerra —prosiguió el príncipe con su sonrisa desdeñosa habitual cuando se refería al tema.
—Debe ser muy interesante —dijo Dessalles—. El príncipe puede conocer…
—¡Ah, es muy interesante! —comentó mademoiselle Bourienne.
—Vaya a buscarla —dijo el viejo príncipe a mademoiselle Bourienne—. La dejé en la mesita, debajo del pisapapeles.
Mademoiselle Bourienne se levantó.
—¡Ah, no! —gritó el viejo frunciendo el ceño—. Ve tú, Mijaíl Ivanovich.
Este fue al despacho pero en cuanto salió, el viejo príncipe miró inquieto a su alrededor, arrojó su servilleta sobre la mesa y lo siguió.
—No saben hacer nada; lo confunden todo.
Mientras estuvo fuera, la princesa María, Dessalles, mademoiselle Bourienne y el propio Nikolenka se miraron en silencio. El viejo príncipe volvió deprisa con Mijaíl Ivanovich; traía el plano del nuevo pabellón y la carta de su hijo. La puso a su lado y no permitió que fuese leída durante la comida.
Cuando pasaron al salón entregó la carta a su hija, extendió el plano de la nueva construcción, fijó en ella los ojos y ordenó que leyese en voz alta. Cuando la princesa concluyó, levantó los ojos hacia su padre, que miraba el plano, ajeno a todo lo demás.
—¿Qué piensa, príncipe, de lo que dice? —preguntó Dessalles.
—¿Yo…? ¿Yo…? —dijo el viejo príncipe, como si despertase y sin apartar la mirada del plano.
—Es posible que el teatro de operaciones se acerque tanto aquí…
—¡El teatro de operaciones! —rio el príncipe—. Ya he dicho y repito que el teatro de operaciones está en Polonia y que el enemigo no pasará el Niemen.
Dessalles miró asombrado al príncipe. Hablaba del Niemen cuando el enemigo estaba en el Dniéper. La princesa María, que no recordaba la posición geográfica del Niemen, creía que su padre tenía razón.
—Con el deshielo se hundirán en los pantanos polacos. Solo ellos no lo ven. —El príncipe pensaba en la campaña de 1807, que debía parecerle reciente—. Bennigsen debería haber entrado en Prusia antes y la campaña habría tomado otro derrotero…
—Pero, príncipe —objetó tímidamente Dessalles—, en la carta se habla de Vítebsk…
—¿En la carta? ¡Ah, sí! —se disgustó el príncipe—. Sí… sí —su rostro se ensombreció y calló—. Sí, dice que los franceses han sido vencidos en… pero, ¿qué río?
Dessalles bajó los ojos.
—El príncipe no dice nada de eso —repuso en voz baja.
—¿No lo dice? Pues no me lo he inventado.
Se hizo un silencio.
—Sí, sí… Ea, Mijaíl Ivanovich —dijo alzando la cabeza y mostrando el plano de las obras—. Explícame cómo vas a reformar esto.
Mijaíl Ivanovich se acercó al plano; el príncipe habló sobre el nuevo pabellón, miró con hosquedad a la princesa María y a Dessalles y se retiró.
La princesa María había observado la mirada de asombro del preceptor; se había percatado de su silencio y de que su padre hubiese olvidado la carta sobre la mesa. Pero temía hablar y preguntar a Dessalles el porqué de su turbación y silencio, e incluso pensarlo.
Esa tarde Mijaíl Ivanovich pidió a la princesa María, de parte del príncipe, la carta olvidada. La princesa se la entregó y, aunque no le gustaba hacerlo, preguntó a Mijaíl Ivanovich qué hacía su padre.
—Trabaja —sonrió este con respeto y cierta burla que hizo palidecer a la princesa—. Le preocupa el nuevo pabellón. Ha leído un rato y ahora —bajó la voz— está en el escritorio; seguramente se ocupa del testamento.
Últimamente una de las ocupaciones favoritas del príncipe era examinar los papeles para después de su muerte a los que él llamaba su testamento.
—¿Mandó que Alpatich fuese a Smolensk? —preguntó la princesa.
—¡Claro! Hace tiempo que aguarda.
CAPÍTULO III
Cuando Mijaíl Ivanovich volvió con la carta al despacho, el príncipe, con lentes y una visera para protegerse los ojos, estaba sentado entre unas velas ante el escritorio abierto. Con la mano separada sostenía papeles que leía con gesto solemne. Eran las glosas como él las llamaba que debían ser entregadas al zar tras su muerte.
Cuando Mijaíl Ivanovich entró, el anciano lloraba por el recuerdo de los tiempos en que había escrito lo que leía. Tomó la carta, se la metió en un bolsillo, ordenó los papeles y llamó a Alpatich, que aguardaba hacía tiempo.
Había anotado en una cuartilla cuanto debía hacer en Smolensk; caminando por el despacho, dio sus órdenes a Alpatich, que se había detenido junto a la puerta.
—Trae papel de cartas, ¿entiendes? Ocho manos. Ahí tienes el modelo, de canto dorado… Como este. Trae barniz y lacre según la nota de Mijaíl Ivanovich.
Dio unos pasos y miró las notas.
—Después entregarás al gobernador una carta sobre el alistamiento.
También se necesitaban cerrojos para las puertas del nuevo pabellón según un modelo que él mismo había imaginado. Encargó un cestillo de mimbre para guardar su testamento.
Los encargos y órdenes a Alpatich duraron dos horas, pero el príncipe seguía reteniéndolo. Por último se sentó y cerró los ojos. Alpatich hizo un ruidito.
—Vamos, vete. Si necesito ya te lo diré.
Alpatich salió. El príncipe se acercó al escritorio, miró dentro, tocó sus papeles, lo cerró y se sentó ante la mesa para escribir la carta al gobernador.
Era tarde cuando se levantó tras sellar la carta. Quería dormir, pero sabía que no podría conciliar el sueño porque le asaltaban sombríos pensamientos cuando se acostaba. Llamó a Tijon y recorrió con él varias habitaciones para decirle dónde poner la cama esa noche. Caminaba midiendo los rincones. Ninguno le gustaba y el peor de todos era su diván del despacho, que le atemorizaba tal vez por los penosos pensamientos que había tenido allí. El mejor era un rincón en la sala de los divanes, detrás del piano. Jamás había dormido allí.
Tijon llevó la cama del príncipe con ayuda del mayordomo y empezó a hacerla.
—Así no —gritó el príncipe.
Él mismo separó la cama un palmo más allá del rincón y la acercó de nuevo.
«Bueno, ya está todo en orden y podré descansar», pensó mientras Tijon lo desvestía.
El príncipe se desvistió frunciendo el ceño por el esfuerzo de quitarse el caftán y los pantalones; luego cayó pesadamente en el catre y miró con desdén sus piernas resecas y macilentas. No pensaba en nada; vacilaba por el esfuerzo de mover esas piernas para girarse en la cama. «¡Oh, qué fatiga! ¡Ojalá acaben pronto esos quehaceres y me dejen en paz!» Frunció los labios e hizo el esfuerzo repetido ya miles de veces. En cuanto lo hizo, la cama se movió hacia delante y atrás como casi todas las noches. Abrió los ojos, que se le habían cerrado.
—¡No me dejarán en paz, malditos! —refunfuñó contra alguien.
«Sí; aún hay algo importante que he guardado para ahora, en la cama… ¿Los pestillos? No, eso lo he dicho. Es algo que ha ocurrido en el salón… La princesa María dijo alguna estupidez. Y el idiota de Dessalles habló de algo. En el bolsillo… no recuerdo bien», reflexionó y preguntó:
—Tijon, ¿de qué hemos hablado durante la comida?
—Del príncipe Mijaíl…
—¡Calla! —el príncipe golpeó con la mano en la mesa—. Sí, la carta del príncipe Andréi. La princesa María la leyó y Dessalles dijo algo sobre Vítebsk. La leeré ahora.
Mandó sacar la carta y que le acercasen la mesita con la limonada y las velas; se puso los lentes y leyó. Entonces, en el silencio nocturno, al releer la carta a la débil claridad de las velas, comprendió su importancia.
«Los franceses están en Vítebsk, en cuatro jornadas pueden estar en Smolensk; a lo mejor han llegado ya.»
—¡Tijon! —El criado se levantó de un salto—. No, déjalo —gritó.
Puso la carta bajo el candelabro y cerró los ojos. Recordó el Danubio, un mediodía claro, los cañaverales, el campamento ruso, y él, un joven general sonrosado, sin arrugas, animoso y alegre, entrando en la tienda decorada de Potemkin. Otra vez se sintió sacudido por el sentimiento de envidia hacia el predilecto. Recordó las palabras de su primer encuentro con Potemkin. Vio delante a una mujer de estatura media, gruesa, de rostro redondo y un poco bilioso: la zarina, nuestra madre; recordaba su sonrisa y sus palabras cuando lo recibió por primera vez con cariño. También recordó aquel rostro en el ataúd; a su memoria acudió la colisión con Zubov, junto al ataúd de la zarina, por el derecho a besar su mano.
«¡Ah, regresar deprisa y corriendo a aquella época y que esta de ahora acabe ya para que me dejen en paz!»
CAPÍTULO IV
Lisia Gori, la hacienda del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonsky, se encontraba a sesenta kilómetros de Smolensk y a tres del camino de Moscú.
Aquella misma tarde, mientras el príncipe daba órdenes a Alpatich, Dessalles pidió una recepción a la princesa María. Le dijo que el príncipe estaba delicado, que ella no tomaba medidas para su seguridad y que la carta del príncipe Andréi daba a entender que Lisia Gori no era muy segura; así pues, aconsejaba con todo respeto a la princesa que enviase una carta a través de Alpatich al gobernador de la provincia de Smolensk pidiendo informes sobre la situación y el peligro que corría Lisia Gori. Dessalles escribió la carta y la princesa María la firmó; luego se la dieron a Alpatich ordenándole que la llevase al gobernador y que regresase cuanto antes en caso de peligro.
Recibidas las órdenes y rodeado de los suyos, Alpatich, con un sombrero de plumón blanco regalado por el príncipe, apoyado en un bastón, como el príncipe, se preparó para montar en el cabriolé tapizado de cuero y tirado por tres caballos blancos.
La campanilla estaba atada y los cascabeles rellenos de papel. El príncipe no permitía que sonasen en Lisia Gori. Alpatich adoraba las campanillas y los cascabeles en los viajes largos. Salieron a despedirlo sus subordinados, el administrador, el contable, la cocinera y la servidumbre, dos viejas, un recadero, los cocheros y otros criados.
Su hija colocó en el respaldo y en el asiento cojines de percal rellenos de plumón. Su cuñada le entregó un paquetito sin que nadie lo viese; un cochero lo ayudó a montar sosteniéndolo por el brazo.
—¡Bueno! ¡Cuánta agitación! ¡Mujeres! —dijo muy deprisa Alpatich, como el príncipe, resoplando como su jefe.
Se acomodó y, dadas las últimas órdenes para el trabajo, se descubrió la calva cabeza y se santiguó tres veces, cosa que no hacía el príncipe, por cierto.
—¡Si pasa algo… regresa enseguida, Yákov Alpatich! ¡Apiádate de nosotros, en nombre de Cristo! —aludió su mujer a los rumores sobre la guerra y la cercanía del enemigo.
—¡Mujeres! ¡Menuda agitación! —refunfuñó Alpatich, y arrancó contemplando los campos de centeno amarillo y cebada verde, o los negros barbechos, que empezaban a remover.
Según avanzaba, Alpatich admiraba la buena cosecha de primavera de ese año e hizo sus cálculos sobre la siembra y la recolección; se fijó en los campos de trigo donde habían empezado a cosechar tratando de recordar si había olvidado alguna orden del príncipe.
Se detuvo dos veces para dar de comer a los caballos y al anochecer del 4 de agosto llegó a la ciudad.
Por el camino había adelantado a algún convoy militar y tropas. Ya cerca de Smolensk oyó descargas lejanas, pero no se sorprendió. Lo que le extrañó fue ver cerca de la ciudad un campo de avena que los soldados segaban para forraje; tenían allí el campamento. Todo eso llamó la atención de Alpatich, pero lo olvidó para pensar en sus asuntos.
Hacía ya más de treinta años que los intereses de la vida de Alpatich se reducían a cumplir la voluntad del príncipe, y nunca había salido de ese círculo. Cuanto no se refería al cumplimiento de sus órdenes no le interesaba ni existía para él.
Llegó a Smolensk al anochecer del día 4 de agosto y fue en busca de alojamiento en la otra orilla del Dniéper, en el arrabal de Gatchensk, a la posada de Ferapontov, donde solía quedarse desde hacía treinta años. Doce años atrás, Ferapontov había comprado con la ayuda de Alpatich un bosque del príncipe y se había dedicado al comercio, así que ahora poseía una casa, posada y un negocio de harinas en la capital de la provincia. Ferapontov era un mujik moreno, gordo con una gran panza, de unos cuarenta años, rubicundo, de labios gruesos, nariz grande y abultada y unos bultos parecidos sobre unas cejas negras y fruncidas.
Se encontraba a la puerta de su tienda en chaleco y camisa; al ver a Alpatich, se acercó a él.
—Bienvenido, Yákov Alpatich. La gente se va de la ciudad y tú vienes.
—¿Por qué se van? —preguntó Alpatich.
—Eso digo yo. Son tontos. Temen a los franceses.
—¡Cuentos de mujeres! —gruñó Alpatich.
—Eso pienso yo, Yákov Alpatich. Creo que si se ha ordenado no dejarlos pasar, estamos seguros. Por cada carro los mujiks quieren cobrar tres rublos. ¡Menudos herejes!
Alpatich escuchaba distraído. Pidió el samovar y heno para los caballos. Después de tomar un té se acostó.
Aquella noche desfilaron tropas por la calle delante de la posada. Al día siguiente Alpatich se puso el caftán de los viajes a la ciudad y fue a resolver sus asuntos. La mañana era soleada y a las ocho hacía ya calor. Un buen día para la siega, pensó. Desde el amanecer se oían disparos en las afueras.
Hacia las ocho, se sumaron cañonazos a los disparos de fusil. Por las calles se apresuraban la gente y los soldados; pero, como siempre, circulaban los coches, los comerciantes estaban en sus tiendas y las iglesias continuaban con las misas. Alpatich fue a los comercios, las oficinas, a correos y a casa del gobernador. En todas partes se hablaba de la guerra y del enemigo, que ya atacaba la ciudad. Todos se preguntaban qué hacer y trataban de infundirse ánimos.
Junto a la casa del gobernador, Alpatich se topó con un grupo de cosacos y un carruaje del gobernador. En el porche vio a dos nobles, a uno de los cuales conocía. Era un antiguo comisario de policía.
—¡Cuando uno está solo, no hay problema, pero hablamos de una familia de trece personas y de sus bienes…! ¡Nos han arruinado y se llaman autoridades…! ¡Menuda autoridad…! ¡Yo acabaría con esos bandidos…!
—Bueno, basta —decía el otro.
—Me da igual si me oyen. No somos perros —dijo el antiguo policía, y vio a Alpatich—. ¡Hola, Yákov Alpatich! ¿Cómo estás aquí?
—Por orden del príncipe, vengo a ver al gobernador —repuso este levantando con orgullo la cabeza y metiendo la mano debajo de la solapa como siempre que nombraba al príncipe—. Me ha mandado a informarme sobre la situación.
—Ve y entérate —gritó el antiguo comisario—. ¡A lo que nos han llevado! Ni carros ni nada… Esta es la situación, ¿oyes? —señaló el origen de los disparos—. ¡Por su culpa moriremos todos…! ¡Bribones…! Nos han dejado a las puertas de la muerte… ¡Bandidos! —dijo bajando del porche.
Alpatich meneó la cabeza y entró en el edificio. En la antesala había comerciantes, mujeres y funcionarios que se miraban sin hablar. Se abrió la puerta del despacho; todos se levantaron y avanzaron. Un funcionario salió, habló algo con un comerciante, llamó a otro funcionario, un hombre grueso con una cruz al cuello, y lo llevó al despacho. Desapareció por la puerta evitando las miradas y las preguntas que pudiesen hacerle. Cuando salió de nuevo, Alpatich se abrió paso hacia él con las cartas en la mano.
—Para el señor barón de Asch, de parte del general en jefe príncipe Bolkonsky —dijo con voz solemne e importante para que el funcionario recogiese las cartas.
Minutos después, el gobernador recibió a Alpatich.
—Puedes decir al príncipe y a la princesa que yo no sabía nada. He actuado según las órdenes. Toma… —Entregó un papel a Alpatich—. Como el príncipe está enfermo, yo les aconsejaría que vayan a Moscú. Yo salgo ahora mismo. Diles…
Pero no terminó. En ese momento entró un oficial jadeante y sudoroso, que comenzó a hablar en francés con el gobernador, cuyo rostro reflejó temor.
—Puedes irte —saludó con la cabeza y se giró para interrogar al oficial.
Cuando Alpatich salió del despacho, se clavaron en él miradas ávidas, asustadas y tensas.
Alpatich corrió a la posada prestando oído al tiroteo más próximo y violento cada vez. El papel que le había entregado el gobernador decía:
Les aseguro que por ahora ningún peligro amenaza Smolensk ni es probable que suceda. El príncipe Bagration por un lado y yo por otro avanzamos para unirnos delante de la ciudad el día 22. Ambos ejércitos defenderán a sus compatriotas de la provincia confiada a usted para repeler a los enemigos de la patria o hasta que caiga el último soldado. Puede calmar a los habitantes de Smolensk porque quien es defendido por dos ejércitos tan valerosos puede estar seguro de su victoria. (Oficio de Barclay de Tolly al gobernador civil de Smolensk, barón de Asch, 1812.)
La gente recorría inquieta las calles. Algunos carros, cargados de enseres de cocina, sillas y armarios, salían de los patios de las casas y avanzaban por las calles. Delante de la casa contigua a la de Ferapontov había unos carros y varias mujeres sollozaban mientras se despedían. Un perro callejero daba vueltas en torno a los caballos ladrando sin cesar.
Alpatich, con paso más ligero de lo habitual, cruzó el patio y fue a sus caballos y a su carruaje. Despertó al cochero, que dormía, le ordenó enganchar y fue al vestíbulo. En la habitación de los dueños los niños lloraban y se oía la voz ronca y furiosa de Ferapontov. Alpatich tropezó al entrar con la cocinera, que salía corriendo como alma que lleva el diablo.
—¡Vaya paliza le dio a la patrona…! ¡Casi la mata! ¡Cómo la arrastraba!
—¿Por qué…? —preguntó Alpatich.
—Le pidió que se marchasen. Cosa de mujeres. «Sácanos de aquí», decía ella, «no dejes que muera con hijos pequeños, se han ido todos, ¿y qué hacemos nosotros?» Entonces él empezó a pegarle. ¡Cómo le pegaba y la arrastraba…!
Alpatich meneó aprobatoriamente la cabeza y para no oír más fue a la puerta de su habitación, que estaba frente a la de Ferapontov, donde había dejado sus compras.
—¡Eres un malvado, un asesino! —gritó una mujer flaca y pálida, que sostenía un niño en los brazos.
Con el pañuelo medio arrancado de la cabeza salió corriendo y fue al patio escaleras abajo; Ferapontov salió tras ella, pero al ver a Alpatich se ajustó el chaleco, se alisó el pelo con la mano, bostezó y regresó a la habitación detrás de Alpatich.
—¿Es que ya quieres irte? —preguntó.
Sin responder ni mirar a Ferapontov, Alpatich revisó las compras y preguntó cuánto debía.
—¡Ya arreglaremos cuentas! ¿Has visto al gobernador? —preguntó Ferapontov—. ¿Qué han decidido? —Alpatich contestó que no le había dicho nada concreto—. ¿Es que puedo llevarme todo lo que tengo? —dijo Ferapontov—. Piden siete rublos por un carro solo hasta Dorogobuzh. ¡Ya te digo que no son cristianos! Selivanov tuvo la suerte de vender el jueves harina al ejército a nueve rublos el costal. Bueno, ¿tomarás té?
Mientras enganchaban, Alpatich y Ferapontov tomaron té y charlaron sobre el precio de los cereales, la cosecha y el tiempo tan bueno para la siega.
—Parece que se ha calmado —Ferapontov se levantó tras haber bebido tres vasos de té—. Seguramente los nuestros han podido con ellos. Dijeron que no los dejarían pasar. Eso es que hay fuerzas… El otro día contaban que Matvrei Ivanich Platov los persiguió hasta el río Marina, y se ahogaron casi dieciocho mil franceses en un solo día.
Alpatich reunió sus compras, se las dio al cochero y pagó la posada. Desde el portalón se oyeron ruedas, cascos de caballos y cascabeles del tílburi a punto de salir.
Era media tarde y la mitad de la calle estaba en sombra; el sol pegaba con fuerza la otra. Alpatich miró por la ventana y se acercó a la puerta cuando se oyó un silbido lejano y un golpe. A continuación estalló el fragor continuo y confuso del cañoneo, que hizo retemblar todos los cristales.
Alpatich salió a la calle. Dos hombres corrían hacia el puente. Desde todas partes sonaban silbidos como el anterior, cañonazos y estallidos de granadas que caían en la ciudad. Pero apenas se oían esos ruidos ni atraían la atención de la gente, mucho más asustada por el cañoneo de las afueras. Era el bombardeo de Smolensk, ordenado por Napoleón a las cinco de la tarde; ciento treinta piezas de artillería disparaban sobre la ciudad. Al principio la gente no comprendió el porqué.
El estampido de las granadas y los proyectiles solo excitó la curiosidad en un primer momento. La mujer de Ferapontov, que gemía lastimeramente junto al cobertizo, calló y salió al portalón con el niño en brazos, mirando en silencio a la gente y atendiendo a los ruidos.
También salieron la cocinera y Ferapontov. Todos querían ver los proyectiles que silbaban sobre sus cabezas. Por la esquina aparecieron unas personas que charlaban sin preocuparse de nada.
—¡Menuda fuerza! —decía uno—. Ha destrozado el tejado.
—Ha escarbado la tierra como un cerdo —añadió otro—. Menuda explosión —rio—. Si no te llegas a apartar, te deja en el sitio.
La gente se les acercó y los hombres contaron que uno de los proyectiles había caído en una casa al lado de ellos. Mientras, las bombas pasaban con un zumbido lúgubre y las granadas con un silbido agradable, pero sin caer cerca.
Alpatich se instaló en su coche. Ferapontov estaba cerca del portalón.
—¿Qué miras tú? —gritó a la cocinera que, remangada y con una falda roja, se había acercado agitando los brazos desnudos y se había acercado contoneándose a una esquina para escuchar.
—¡Eso es un milagro! —exclamó la mujer; pero al oír la voz de su amo volvió a la casa estirándose la falda.
Se oyó entonces un silbido cercano, como el de un ave, de arriba abajo, relampagueó el fuego en la calle, se oyó un estallido y el humo nubló todo.
—¡Malvado! ¿Qué haces? —Ferapontov gritó corriendo hacia la cocinera.
En ese instante, las mujeres se pusieron a llorar, un niño asustado gimió y la gente, con el rostro pálido, se agolpó en silencio en torno a la cocinera. Solo se oían los lamentos de la mujer.
—¡Ay! ¡Amigos míos! ¡No me dejéis morir! ¡Amigos míos, no me dejéis morir…!
Cinco minutos después, la calle estaba desierta. La cocinera había sido trasladada a la cocina con una cadera rota por un casco de granada. Alpatich, su cochero, la mujer de Ferapontov, sus hijos y el portero se habían refugiado en el sótano, pendientes de los ruidos exteriores. El cañoneo, las granadas y los quejidos de la cocinera dominaban los demás ruidos. La dueña mecía al niño para calmarlo o preguntaba con voz triste a quienes entraban en el sótano por su marido, que se había quedado en la calle. Un dependiente dijo que había ido hacia la catedral, de donde estaban sacando a la virgen milagrosa de Smolensk.
Al anochecer se redujo el cañoneo. Alpatich salió del sótano y se detuvo en la puerta. El cielo se había oscurecido por el humo, a través del cual refulgía la luna creciente. Tras el ruido ensordecedor, parecía pesar sobre la ciudad un silencio interrumpido solo por los pasos, los gemidos, los gritos y el crepitar de los incendios.
También había callado la cocinera. La negra humareda de los incendios se levantaba y disipaba por dos lados. Por la calle pasaban los soldados con distintos uniformes corriendo en distintas direcciones como hormigas a las que hubiesen destruido sus hormigueros. Alpatich vio que algunos entraban en el patio de Ferapontov. Salió al portalón. Un regimiento retrocedía taponando la calle.
—¡La ciudad capitula! ¡Marchaos! —dijo un oficial al verlo, y gritó a los soldados—: ¡Vosotros! ¡Ya os enseñaré yo a entrar en los patios de las casas!
Alpatich entró en la casa, llamó al cochero y le ordenó partir. La familia de Ferapontov salió detrás de Alpatich y el coche. Al ver los incendios y la humareda visible en el crepúsculo, las mujeres gritaron. Como en respuesta, resonaron gritos y llantos en otras partes de la calle. Alpatich y el cochero desataron con manos temblorosas las riendas y los tirantes de los caballos.
Al salir por el portalón vieron en la tienda abierta de Ferapontov unos diez soldados que se llenaban las mochilas con bolsas de harina de centeno y pipas de girasol. En ese momento llegó Ferapontov y quiso gritar, pero se detuvo y, mesándose los cabellos, comenzó a reír como si sollozase.
—¡Llevaos todo! ¡Que no les quede nada a esos diablos! —gritó agarrando él mismo los sacos y tirándolos a la calle. —Al ver a Alpatich, gritó—: ¡Se acabó Rusia! ¡Se acabó, Alpatich! ¡Yo mismo quemaré todo! ¡Se acabó! —y fue al patio.
La calle estaba llena de soldados que pasaban sin cesar, así que el coche de Alpatich no pudo avanzar y hubo de aguardar. La mujer de Ferapontov se había instalado con los niños en un carro aguardando también para irse.
Ya era noche cerrada. El cielo estaba cuajado de estrellas y la luna brillaba velada a veces por el humo. En la bajada del Dniéper el coche de Alpatich y el carro de la mujer de Ferapontov, que avanzaban con más vehículos entre filas de soldados, tuvieron que parar. Cerca del cruce donde habían parado ardían una casa y una tienda. El incendio había consumido todo; las llamas a veces desaparecían en el humo negro y a veces brillaban iluminando los rostros de cuantos se hallaban cerca.
Algunas figuras negras iban y venían; en el fragor del incendio se oían voces y gritos. Alpatich se apeó del coche y, viendo que necesitaría mucho tiempo para seguir, se acercó a contemplar el incendio. Algunos soldados se movían delante de las llamas; Alpatich se fijó en dos que, ayudados por un hombre con capote de frisa, llevaban al patio vecino troncos medio quemados. Otros cargaban brazadas de heno.
Se acercó a un grupo, cerca de un almacén envuelto en llamas. Las paredes ardían y la del fondo se había desmoronado mientras el techo colgaba con las vigas humeantes. La multitud esperaba ver cómo caía la techumbre, como Alpatich.
—¡Alpatich! —gritó una voz conocida.
—¡Padrecito! ¡Excelencia! —repuso Alpatich al reconocer la voz del príncipe Andréi.
Montado en un caballo negro y arrebujado en su capa, el príncipe miraba a Alpatich desde detrás de la gente.
—¿Cómo estás aquí? —le preguntó.
—Excel… Excelencia… —dijo Alpatich y rompió a llorar—. Excelencia… ¿es cierto que estamos perdidos? Padrecito…
—¿Por qué estás aquí? —repitió el príncipe.
Las llamas del incendio se reavivaron iluminando el rostro pálido y fatigado de su joven señor. Alpatich le contó el motivo de su estancia en Smolensk y las dificultades que tenía para regresar.
—¿Es cierto que estamos perdidos, Excelencia? —preguntó de nuevo.
El príncipe Andréi sacó su cuadernito de notas y, apoyado en una rodilla, escribió a lápiz unas líneas y arrancó la hoja. Era para su hermana.
«Smolensk se rinde —escribió—; en una semana el enemigo estará en Lisia Gori; marchaos ya a Moscú. Hazme saber cuándo os vais; envía un mensajero a Usviazh.»
Tras escribir la nota, explicó a Alpatich qué preparativos convenía hacer para la marcha del príncipe, la princesa María, Nikolenka y su preceptor, y cómo tenerlo al corriente de todo. Apenas había terminado cuando un jefe de Estado Mayor galopó hacia él.
—¿Es usted coronel? —gritó con acento alemán y una voz que el príncipe Andréi conocía—. Están quemando las casas en su presencia y, ¿qué hace? ¿Qué quiere decir esto? Tendrá que responder ante…
El que así hablaba era Berg, ahora ayudante del jefe de Estado Mayor del ala izquierda de infantería del primer ejército, un puesto muy bueno y lucido, como él decía.
El príncipe Andréi lo miró y siguió hablando con Alpatich.
—Diles que aguardaré la respuesta hasta el día 10; si ese día no tengo noticias de su partida, yo mismo dejaré todo e iré a Lisia Gori.
—Digo eso, príncipe —continuó Bergal reconocer al príncipe Andréi—, porque debo cumplir órdenes y siempre lo hago exactamente… Perdóneme, príncipe —se justificaba Berg de algo.
Algo crujió en el incendio; el fuego se redujo un momento; columnas de humo negro brotaron debajo de la techumbre; algo estalló entre las llamas y un objeto enorme cayó.
—¡Oh…! —gritó la muchedumbre al ver el techo cayendo con un fuerte olor a pan y galletas quemadas.
Las llamas se reavivaron e iluminaron las caras festivas y agotadas de los hombres que rodeaban el incendio.
Un hombre con capote alzó los brazos al cielo y gritó:
—¡Bravo! ¡Cómo arde! ¡Bien, muchachos…!
Algunos comentaron:
—¡Es el dueño!
—Ya sabes —dijo el príncipe Andréi a Alpatich—. Explica todo como te he dicho.
Y sin contestar a Berg, que permanecía callado a su lado, espoleó su montura y se dirigió a una callejuela cercana.
CAPÍTULO V
Perseguido por el enemigo, el ejército continuó su repliegue más allá de Smolensk. El 10 de agosto el regimiento mandado por el príncipe Andréi pasó frente al desvío que llevaba a Lisia Gori desde el camino principal. Hacía más de tres semanas que no llovía y el calor era sofocante. Cada día el cielo se cubría con unas nubecillas blancas que a veces cubrían el sol, pero al atardecer el cielo se despejaba y el sol se ponía en el horizonte entre una calima pardusca. Solo el rocío refrescaba la tierra de noche. La mies estaba sin segar, secándose y perdiendo el grano; los pantanos estaban secos; el ganado mugía hambriento sin hallar pasto en los prados agostados. Solo el rocío mantenía algo de frescor de noche y dentro de los bosques; pero no había alivio en el camino por donde avanzaban los soldados, ni de noche en los bosques que atravesaban. No había rocío en el camino polvoriento, cuya tierra estaba removida. Al amanecer se reanudaba la marcha: los convoyes y la artillería avanzaban sin ruido entre el polvo asfixiante no refrescado durante la noche, llegando hasta las llantas y los tobillos de la infantería. Parte de aquel polvo era aplastado por los pies y las ruedas; parte se elevaba sobre los soldados como una nube, se metía en los ojos, la nariz, las orejas y los cabellos, pero especialmente en los pulmones de hombres y bestias. Cuanto más alto estaba el sol, más ascendía la nube de polvo, cálido y traslúcido, y los hombres podían verlo mirando al cielo raso. El sol era un gran disco rojo. No soplaba aire y los hombres se ahogaban en aquella atmósfera inmóvil, se tapaban la nariz y la boca con pañuelos. Al llegar a una aldea, todos corrían a los pozos, se peleaban por el agua y se bebían hasta el lodo.
El príncipe Andréi, al frente de un regimiento, se preocupaba solo de sus hombres, de su bienestar y de la necesidad de dar y recibir órdenes. El incendio y la rendición de Smolensk habían marcado su vida. Un nuevo sentimiento de odio contra el enemigo le hacía olvidar su dolor. Entregado a las necesidades de su regimiento, se preocupaba de los soldados y oficiales, y se mostraba cariñoso con ellos. Sus hombres lo llamaban nuestro príncipe, se enorgullecían de él y lo querían. Pero esa bondad era solo para sus hombres, para Timojin y los nuevos, que nada sabían de su pasado ni lo comprendían. Cuando veía a algún antiguo compañero del Estado Mayor se ponía a la defensiva, colérico, irónico y desdeñoso. Abominaba cuanto recordase su pasado. En esa situación, trataba de no ser injusto y solo cumplía con su deber.
El príncipe Andréi lo veía todo sombrío, sobre todo después del 6 de agosto, cuando salieron de Smolensk, ciudad que, creía, podían y debían defender, después de que su padre enfermo tuviese que huir a Moscú dejando su amada Lisia Gori, que tanto había mimado, para ser saqueada. No obstante, aparte de los problemas generales pensaba en otras cosas, sobre todo en su regimiento. El 10 de agosto, la columna de su regimiento pasó a la altura de Lisia Gori; dos días antes el príncipe Andréi recibió la noticia de que su padre, su hijo y su hermana habían partido hacia Moscú. Aunque no tenía nada que hacer en Lisia Gori, quiso ir para renovar un dolor.
Hizo ensillar un caballo y fue a la aldea de su padre, donde había nacido y pasado su infancia. Al llegar al estanque donde las mujeres lavaban la ropa y charlaban vio todo desierto. En el agua flotaba una balsa medio sumergida. Fue a la casa del guarda, cuya puerta cochera estaba abierta. La hierba cubría los senderos, las terneras y los caballos vagaban por los jardines de estilo inglés. El príncipe Andréi fue al invernadero: los vidrios estaban rotos y se veían plantas secas y caídas de sus macetas. Llamó al jardinero Taras, pero nadie respondió. Al rodear el invernadero vio que la valla de madera tallada estaba rota y que habían arrancado las ramas de ciruelos con las frutas. Un viejo mujik estaba sentado en un banco verde trenzando unos lapti. El príncipe Andréi lo conocía y siempre lo había visto en esa postura.
Era sordo y no lo oyó. Ocupaba el sitio favorito del viejo príncipe; alrededor había algunas tiras de corteza sobre las ramas secas de un magnolio podado.
El príncipe Andréi se acercó a la casa. Varios tilos del viejo jardín habían sido talados. Una yegua y su potro deambulaban entre los rosales. Las ventanas de la mansión estaban tapiadas, excepto una del piso bajo. Al ver al príncipe, un chiquillo entró precipitadamente en la casa.
Alpatich había mandado fuera a su familia y se había quedado solo en Lisia Gori. En aquel momento leía las Vidas de santos; al saber que el príncipe Andréi estaba allí, salió de la casa con los lentes en la nariz. Corrió hacia el amo, abrochándose la chaqueta por el camino, y le besó las rodillas entre sollozos.
Después, irritado por su debilidad, informó al príncipe de lo sucedido. Las cosas de valor habían sido trasladadas a Bogucharovo. Habían sacado unos doscientos cincuenta quintales de trigo; las tropas habían segado el forraje y la cosecha de primavera, que era magnífica según Alpatich. Los campesinos estaban en la ruina; muchos se habían ido a Bogucharovo y pocos quedaban en Lisia Gori.
Sin escuchar hasta el fin, el príncipe Andréi preguntó:
—¿Cuándo se fueron mi padre y mi hermana?
Quería decir «cuándo se fueron a Moscú», pero Alpatich, creyendo que se refería a Bogucharovo, contestó que el día 7. Luego habló de asuntos relacionados con la propiedad y pidió órdenes.
—¿Quiere que demos avena a las tropas contra recibo? Aún quedan mil quinientos quintales.
«¿Qué contesto?», se preguntó el príncipe mirando la cabeza calva del viejo, que brillaba al sol, leyendo en su semblante que él mismo sabía que su pregunta era inoportuna y solo la hacía para ocultar su dolor.
—Entrégalos —contestó.
—Habrá visto el desorden del jardín —dijo Alpatich—; no pude evitarlo. Pasaron tres regimientos y acamparon aquí; en particular los dragones. He anotado el grado y el nombre del comandante para reclamar.
—¿Y tú qué harás? ¿Te quedarás si entra el enemigo? —preguntó el príncipe.
Alpatich miró al príncipe Andréi y, levantando un brazo con gesto solemne, dijo:
—Él es mi protector; hágase su voluntad.
Un nutrido grupo de campesinos y criados, descubiertos, se fue acercando por el prado al príncipe Andréi.
—Bueno, adiós —dijo él a Alpatich inclinándose—. Vete tú también; llévate lo que puedas y ordena a la gente que vaya a la finca de Riazán o a la de Moscú.
Alpatich se abrazó a una pierna del príncipe y rompió a llorar. Este lo apartó suavemente, espoleó el caballo y volvió al galope por una de las alamedas.
En las gradas del invernadero, el viejo de antes trenzaba sus lapti con la misma indiferencia de una mosca en el rostro de un difunto. Dos niñas salieron con las faldas plegadas llenas de ciruelas arrancadas de los árboles del invernadero; al ver al príncipe, la mayor de ellas agarró por la mano a la pequeña y se escondió tras un abedul dejando las ciruelas por la tierra.
El príncipe Andréi se volvió rápidamente para que no notasen que las había visto; le apenó aquella niña asustada; temía mirarla, pero el deseo de verla era irresistible. Lo invadió un nuevo sentimiento, dulce y manso, al ver a las niñas; supo que existían intereses ajenos a él, pero tan humanos y legítimos como los suyos. Las niñas solo deseaban una cosa: llevarse las ciruelas y comerlas sin ser descubiertas; el príncipe Andréi deseó que todo les fuese bien. No pudo evitar mirarlas otra vez. Ahora las niñas, creyéndose fuera de peligro, habían salido de su escondite y charlaban con sus vocecitas infantiles corriendo alegremente por el prado con sus pies desnudos y morenos.
Se sentía mejor tras salir del ambiente polvoriento del camino por donde se movían las tropas; no lejos de Lisia Gori se reunió con su regimiento durante un alto junto a la presa de un estanque. Era más de la una de la tarde y el sol, como un disco rojo y polvoriento, le quemaba la espalda a través de la casaca negra. El denso polvo se mantenía inmóvil sobre los soldados, que hablaban sin parar. No soplaba aire; al llegar cerca del estanque, el príncipe sintió el frescor del agua y el olor a barro; le habría gustado zambullirse pese a la suciedad. Desde el estanque llegaban risas y gritos; el agua, turbia y con verdín, había subido un poco de nivel y desbordaba la presa; en el centro del estanque había muchos hombres de cuerpos blancos, con manos, rostros y cuellos quemados por el sol. Aquella carne blanca, humana y desnuda que chapoteaba en aquel estanque sucio era como carpas en una pecera. El baño parecía alegre y por eso resultaba triste.
Un joven soldado rubio de la tercera compañía, a quien el príncipe Andréi conocía en persona, retrocedió para tomar carrerilla, se santiguó y se zambulló; un suboficial moreno, despeinado y con el agua hasta la cintura, contraía el torso musculoso y resoplaba echándose agua sobre la cabeza con las manos morenas, que se extiende por el brazo hasta el codo. Se daban cachetes unos a otros, chillaban, reían.
En la orilla, en la presa, por todas partes se veía aquella carne blanca, musculosa y fuerte. Timojin, un oficial de naricilla colorada, estaba secándose con una toalla; lo cohibía el príncipe Andréi, pero decidió hablarle:
—Da gusto, excelencia… Debería bañarse.
—El agua está sucia —el príncipe hizo un mohín.
—La limpiaremos en un momento. —Timojin corrió desnudo para dar las órdenes.
—El príncipe quiere bañarse.
—¿Qué príncipe? ¿El nuestro? —preguntaron muchos.
Todos se pusieron en movimiento, y apenas pudo el príncipe Andréi contenerlos. Decidió que sería mejor lavarse en el cobertizo.
«Carne… cuerpo, carne de cañón», pensaba mirando su cuerpo desnudo, y no se estremeció por el frío, sino por la repugnancia inconsciente y el horror de ver tantos cuerpos chapotear en el agua sucia del estanque.
El 7 de agosto, el príncipe Bagration, en su campamento de Mijaílovka, situado en el camino de Smolensk, escribió:
Señor conde Alexéi Andréievich:
(La carta era para Arakchéyev, pero Bagration sabía que la leería el zar y por eso meditaba bien cada palabra, de acuerdo con su capacidad.)
Imagino que el ministro lo habrá informado de la entrega de Smolensk al enemigo. Es penoso y triste; todo el ejército se desespera por haber tenido que abandonar nuestra plaza más importante. Yo se lo pedí personalmente y le escribí tratando de convencerlo, pero no accedió. Le juro por mi honor que Napoleón se hallaba entonces en una bolsa y podría haber perdido la mitad de su ejército sin conquistar Smolensk. Nuestras tropas lucharon y luchan. Con quince mil hombres he resistido más de treinta y cinco horas atacándolos; él no quiso resistir catorce. Es una vergüenza y un baldón para nuestro ejército; creo que ese hombre no merece vivir. Si él dice que nuestras bajas son numerosas, no es cierto, tal vez unas cuatro mil o ni eso. Y aunque fuesen diez mil, ¿qué podemos hacer? Es la guerra. En cambio, las pérdidas del enemigo son considerables…
¿Qué suponía quedarse dos días más? Al menos, el enemigo se habría marchado porque no le quedaba agua para los hombres ni para los animales. Me prometió no retroceder, pero me envió de repente una orden de operaciones anunciando que levantaba el campamento esa noche. Así no se puede hacer una guerra y podemos tener pronto al enemigo en Moscú…
Se dice que usted piensa en la paz. ¡Dios nos libre! ¡Hacer la paz tras tanto sacrificio y una retirada tan alocada! Pondría toda Rusia contra usted; todos sentiríamos vergüenza del uniforme. En este punto no queda más remedio que combatir mientras Rusia tenga fuerzas y sus hombres estén en pie…
Debe mandar uno solo, no dos. Su ministro quizá sea bueno en el Ministerio, pero como general no diré que es malo, solo que no sirve para nada. ¡Y a un hombre así se le confía el destino de nuestra patria!
…Confieso que el rencor me enloquece. Perdone que escriba con tanta osadía. Sin duda solo quien no quiera a nuestro zar y desee nuestra derrota puede aconsejar al ministro que firme la paz y se ponga frente al ejército. Solo digo la verdad: preparen milicias populares porque a este ritmo el ministro llevará a la capital a nuestros visitantes. El general edecán del zar, Wolzogen, es sospechoso para todo el ejército. Dicen que es más de Napoleón que nuestro, y él aconseja al ministro en todo. Personalmente soy cortés con él y obedezco como un cabo aunque sea mayor que él. Me duele, pero obedezco por amor a mi bienhechor el zar. Solo digo que apena que el zar confíe a esa gente la gloria de nuestro ejército. Figúrese que con nuestro repliegue hemos perdido más de quince mil hombres en los hospitales, que si hubiésemos atacado, no habría sucedido lo mismo. Por amor de Dios, piense en qué dirá nuestra madre Rusia: que tenemos miedo y entregamos nuestra buena y fiel patria a unos bribones y que infundimos un sentimiento de odio e ignominia en todos los súbditos. ¿Por qué debemos ser cobardes? ¿A quién debemos temer? Yo no soy el culpable de que el ministro sea vacilante, temeroso, torpe, tardo y otros muchos defectos. Todo el ejército llora por ello y lo vitupera…
CAPÍTULO VI
Entre las muchas subdivisiones de los fenómenos de la vida, uno puede separar entre aquellas en que prevalece el contenido o la forma. Entre estas últimas se incluye la vida de San Petersburgo, en particular la de sus salones, que no varía, frente a la vida en el campo, en el distrito, la provincia y en Moscú.
Desde 1805 los rusos han luchado con Bonaparte y se han reconciliado con él; han hecho y deshecho Constituciones, pero el salón de Ana Pávlovna y el de Helena Bezúkhov continuaban siendo como siete años atrás en el primero y cinco años en el segundo. En el salón de Ana Pávlovna comentaban con perplejidad los éxitos de Napoleón; veían en ellos, como en la sumisión de los príncipes europeos, una malvada conjura solo para incordiar y perturbar el círculo cortesano que representaba Ana Pávlovna. En cambio, en casa de Helena, visitada con frecuencia por Rumyantsev, que la consideraba una mujer de gran inteligencia, tanto en 1812 como en 1808 hablaban con entusiasmo de la gran nación francesa y del gran hombre, y lamentaban la ruptura con los franceses, que debía terminar con la paz en opinión de las personas que allí se congregaban.
Últimamente, tras la vuelta del zar dejando atrás al ejército, hubo cierto malestar en ambos salones y hubo muestras de hostilidad; pero las tendencias siguieron igual. En el círculo de Ana Pávlovna solo eran recibidos los más recalcitrantes legitimistas franceses; se exponía la patriótica idea de que no se debía acudir al Teatro Francés y que mantener a los artistas era tan caro como un cuerpo completo de ejército. Seguían las noticias militares y se comentaban los rumores ventajosos para el ejército ruso. En los salones de Helena, de orientación francesa, desmentían las versiones sobre la crueldad del enemigo y hablaban de las tentativas de Napoleón para alcanzar la paz. Censuraban a quienes preparaban el traslado a Kazán de la corte y de las instituciones de educación femeninas patrocinadas por la madre del zar. En el salón de Helena, el de Rumyantsev, el francés, la guerra era una serie de manifestaciones que terminarían con la paz; la opinión predominante era la de Bilibin, que vivía en San Petersburgo y visitaba siempre a la condesa Bezúkhov, Pues todo hombre inteligente debía ir allí. Según Bilibin no era la pólvora sino sus inventores quienes decidían las guerras. En ese círculo eran frecuentes las burlas ingeniosas y contenidas sobre el entusiasmo patriótico de Moscú, cuya noticia había llegado a San Petersburgo junto con el zar.
En cambio, en el círculo de Ana Pávlovna admiraban el entusiasmo moscovita y hablaban de él en el mismo tono que Plutarco de los antiguos. El príncipe Vasili, que ocupaba los puestos importantes de siempre, era el intermediario entre ambos círculos. Frecuentaba a ma bonne amie Ana Pávlovna e iba al salón diplomático de mi hija, sin embargo, debido al continuo cambio de salón, se equivocaba con frecuencia y decía en casa de Helena lo que debía decir en la de Ana Pávlovna, y viceversa.
Tras la llegada del zar, el príncipe Vasili, hablando de los asuntos militares en casa de Ana Pávlovna, criticó a Barclay de Tolly y mostró indecisión sobre a quién deberían nombrar general en jefe. Uno de los presentes, conocido como un hombre de mucho mérito contó que había visto ese día a Kutúzov, ahora jefe de las milicias de San Petersburgo, en las oficinas de reclutamiento y expuso con moderación la opinión de que Kutúzov sería el hombre que cumpliría todas las esperanzas.
Ana Pávlovna sonrió tristemente y objetó que Kutúzov solo había dado sinsabores al zar.
—Lo he dicho y repetido hasta el infinito en el Club de la nobleza —la cortó el príncipe Vasili—, pero nadie me hizo caso; dije que su elección no gustaría al zar. ¡Siempre con su manía de estar en la oposición! —continuó—. ¿Y ante quién? Por el deseo de imitar como monos ese absurdo entusiasmo de Moscú —erró el príncipe Vasili olvidando que si en casa de su hija Helena convenía censurar el entusiasmo de los moscovitas, en la de Ana Pávlovna debía admirarlo. Pero reaccionó a tiempo—. ¿Conviene que el conde Kutúzov, el general ruso más antiguo, permanezca en las oficinas de reclutamiento de milicias, sobre todo cuando fracasará en su empeño? ¿Se puede nombrar general en jefe a un hombre que no puede montar a caballo, se duerme en los Consejos y tiene costumbres libertinas? ¡Menudo recuerdo dejó en Bucarest! No hablo de sus cualidades militares, pero no se puede nombrar ahora mismo a un hombre decrépito y ciego. ¡Un general ciego! ¡Como para jugar al escondite…! ¡No ve a tres en un burro!
Nadie lo contradijo Vasili.
Esto era así el 24 de julio, aunque el día 29 Kutúzov recibió el título de príncipe. Eso podía significar que quisieran deshacerse de él; así pues, el razonamiento del príncipe Vasili seguía siendo acertado, aunque ahora no se apresurara en expresarlo. Pero el 8 de agosto se reunió un comité formado por el mariscal Saltikov, Arakchéyev, Vyazmitinov, Lopujin y Kochubéi para tratar la situación militar. El comité decidió que los fracasos nacían del desacuerdo del mando y, tras una discusión, propusieron a Kutúzov como comandante en jefe, aunque sabía la mala predisposición del zar hacia él. Ese día Kutúzov fue nombrado generalísimo de todos los ejércitos en todos los territorios ocupados por las tropas.
El 9 de agosto el príncipe Vasili se encontró en casa de Ana Pávlovna con l’homme de beaucoup de mérite, que rondaba a Ana Pávlovna porque deseaba ser nombrado director de un instituto femenino. El príncipe Vasili entró en el salón con aire triunfal, como quien ha logrado sus deseos.
—¡Y bien! Sabe la gran noticia. El príncipe Kutúzov es mariscal. No más disidencias. ¡Me siento tan feliz! —dijo—. ¡Por fin hay un hombre! —añadió mirando con aire serio e importante a cuantos lo rodeaban.
Pese a su deseo de conseguir su propósito, l’homme de beaucoup de mérite no pudo reprimirse y recordó al príncipe Vasili su opinión de días antes, lo cual era descortés para el príncipe Vasili, dicho en casa de Ana Pávlovna y en presencia de ella, que acogía con tanta alegría la noticia… Pero no pudo dominarse.
—Pero se dice que está ciego, príncipe —recordó al príncipe Vasili sus palabras.
—Vamos, ve bastante —replicó el príncipe tosiendo con la misma voz y la misma tosecilla con que resolvía las dificultades—. Vamos, ve bastante —repitió—. Lo que me alegra es que el zar le haya dado el mando supremo sobre todos los ejércitos y sobre todos los territorios, un poder nunca visto antes; es otro autócrata —concluyó con una sonrisa triunfal.
—¡Dios lo quiera! —dijo Ana Pávlovna.
L’homme de beaucoup de mérite, aún bisoño en la sociedad cortesana, creyó halagar a su anfitriona defendiendo su anterior opinión:
—Se dice —añadió— que el zar no ha concedido de buen grado esos poderes a Kutúzov. Dicen que se ruboriza como una damisela a quien le leen a Joconde al decirle: el soberano y la patria os conceden este honor.
—Quizá no lo hizo de grado —dijo Ana Pávlovna.
—¡Oh, no! —terció el príncipe Vasili—. Eso es imposible porque el zar sabía apreciarlo ya antes de concederle el título.
Ahora no podía dejar que dijesen nada contra Kutúzov. En opinión del príncipe Vasili, Kutúzov era excelente y lo adoraban todos.
—Dios quiera que el príncipe Kutúzov tome el poder y no deje que nadie le meta palos en las ruedas —suspiró Ana Pávlovna.
El príncipe Vasili comprendió a quién se refería ese «nadie». Susurró:
—Sé de buena fuente que el príncipe Kutúzov ha puesto como condición sine qua non que el príncipe heredero no esté en el ejército. ¿Sabe lo que le ha dicho al zar? —El príncipe Vasili repitió las palabras de Kutúzov al zar: «No podré castigarlo si comete una falta ni premiarlo si hace algo meritorio»—. ¡Oh! El príncipe Kutúzov es inteligentísimo, lo conozco hace mucho.
—Dicen también —terció l’homme de beaucoup de mérite, que carecía de tacto cortesano —que el Serenísimo ha puesto otra condición y es que tampoco esté el zar en el ejército.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, el príncipe Vasili y Ana Pávlovna le volvieron la espalda y, suspirando ante tamaña ingenuidad, se miraron con pena.
CAPÍTULO VII
Mientras esto ocurría en San Petersburgo, los franceses habían pasado Smolensk y avanzaban hacia Moscú. Thiers, historiador de Napoleón, trata de justificar a su héroe y afirma que Bonaparte fue arrastrado hacia Moscú a su pesar. Y tiene razón, como lo historiadores que tratan de explicar los hechos históricos por la voluntad de un solo individuo. Tiene la misma razón que los historiadores rusos al aseverar que Napoleón fue atraído a Moscú por la habilidad de los generales rusos. En tal caso, existe una ley retrospectiva que presenta el pasado como la preparación de un hecho sucedido y la reciprocidad, que complica todo. Un buen jugador que pierde una partida está convencido de que se debe a un error personal y lo busca en el inicio del juego, olvidando que en cada movimiento ha habido errores y no hay una jugada perfecta. Ese error sobre el que se concentra es visible solo para él porque el adversario aprovechó su fallo. ¡Pero el juego de la guerra es más complicado, pues se desarrolla en condiciones de tiempo, cuando no es la voluntad la que dirige las máquinas y todo deriva de los choques de diversas arbitrariedades!
Tras Smolensk, Napoleón busca la batalla más allá de Dorogobuzh, en Viazma, y luego en las proximidades de Tsarevo-Zaimishche; pero por circunstancias los rusos no pueden aceptar la batalla hasta Borodinó, a 112 kilómetros de Moscú,.
Después de la acción de Viazma, Napoleón ordena marchar sobre Moscú.
Moscou, la capitale asiatique de ce grand empire, la ville sacrée des peuples d’Alexandre, Moscou, avec ses innombrables églises en forme de pagodes chinoises: aquel Moscú alimentaba su imaginación. La etapa de Viazma a Tsarevo-Zaimishche la hizo Napoleón en un potro inglés, acompañado de su guardia, su escolta, sus pajes y sus edecanes. El jefe del Estado Mayor, Berthier, se había rezagado para interrogar a un prisionero ruso capturado por la caballería. Lelorme d’Ideville alcanzó a Napoleón y con el rostro satisfecho detuvo su cabalgadura.
—Eh bien? —preguntó Napoleón.
—Un cosaco de Platov. Dice que el cuerpo de ejército de Platov se une al grueso de las tropas y que Kutúzov ha sido nombrado general en jefe. ¡Muy inteligente y charlatán!
Napoleón sonrió. Ordenó que buscasen un caballo al cosaco y lo llevasen ante él. Deseaba conversar con él. Algunos edecanes se apresuraron y una hora después, Lavrushka, el siervo asistente de Denisov cedido por él a Rostov, vestido con chaqueta de ordenanza y montado a caballo, se acercó a Napoleón con su cara de golfo simpático. Napoleón ordenó que cabalgase a su lado y lo interrogó:
—¿Es usted cosaco?
—Sí, excelencia.
Al describir el momento, Thiers dice: «El cosaco ignoraba ante quién se hallaba, pues la llaneza de Napoleón no sugería a la imaginación oriental la presencia de un monarca, comenzó a hablar con familiaridad sobre las cosas de la guerra actual». Lavrushka, que se había emborrachado la víspera dejando a su amo sin cenar, fue azotado y enviado a buscar unos pollos a la aldea vecina, y así había caído prisionero de los franceses. Lavrushka era un criado basto y desvergonzado que había visto mucho y creía que debía proceder siempre con bajeza y astucia, siempre dispuesto a servir en todo a su amo mientras adivinaba sus debilidades, su presunción y fatuidad.
En presencia de Napoleón, a quien reconoció rápida y fácilmente, Lavrushka no se turbó en absoluto y trató de conquistar la benevolencia de sus nuevos amos.
Sabía que era Napoleón, y su presencia no lo cohibía más que Rostov o el sargento con su látigo porque ni el sargento ni Napoleón podían quitarle nada. Contó cuanto decían los asistentes, que era verdad. Pero cuando Napoleón le preguntó si los rusos pensaban vencer a Bonaparte, Lavrushka quedó pensativo.
Le pareció que era una trampa, como siempre piensa la gente como él. Frunció el ceño y calló.
—Quiere decir que si hay una batalla pronto —dijo por fin— pasará así. Pero si pasan tres días desde hoy, esa batalla se retrasará.
Lelorme d’ldeville tradujo sonriente las palabras de Lavrushka a Napoleón de la siguiente manera: «Si la batalla se produce antes de tres días, la ganarán los franceses, pero si es más tarde Dios sabe qué pasará».
Napoleón no sonrió, aunque parecía estar animado; mandó que le repitieran esas palabras. Lavrushka lo notó y, para contentarlo, fingió no conocerlo y dijo:
—Sabemos que vosotros tenéis a Bonaparte, que ha vencido a todos en el mundo. Pero lo nuestro es harina de otro costal —dijo y sin saber cómo ni por qué sus palabras destilaron un patriotismo fanfarrón.
El intérprete las transmitió a Napoleón sin la última parte. Bonaparte sonrió:
«El joven cosaco hizo sonreír a su poderoso interlocutor», comenta Thiers.
Tras unos pasos sin hablar, Napoleón se volvió a Berthier y le dijo que querría ver qué efecto produciría sur cet enfant du Don la noticia de que aquel enfant du Don hablaba con el mismo emperador, el que había escrito sobre las pirámides su nombre glorioso e inmortal.
Y así se hizo.
Lavrushka supuso que querían asombrarlo y que Napoleón pensaba que se asustaría al saberlo, así que fingió asombro, aturdimiento, desorbitó los ojos y puso la cara de cuando lo llevaban para flagelarlo. Y continúa Thiers: «En cuanto habló el intérprete de Napoleón, el cosaco, azorado, no dijo nada más y mantuvo la mirada fija sobre el conquistador cuyo nombre le había llegado a través de las estepas de Oriente. Había desaparecido su locuacidad, quedando un sentimiento de admiración ingenua y silenciosa. Napoleón, tras darle una recompensa, lo dejó libre como a un ave a la que devuelven a los campos donde nació».
Napoleón siguió soñando con aquel Moscú que cautivaba su imaginación, y el ave que, devolvieron a los campos que lo vieron nacer, galopó hasta la vanguardia inventando lo que no había ocurrido, pero que él contaría después. No deseaba relatar lo acontecido porque no le parecía de interés. Se unió a los cosacos; preguntó por su regimiento, que formaba parte del destacamento de Platov, y esa tarde dio con su amo Nikolái Rostov. Estaba en Yankovo y acababa de montar para dar un paseo con Ilin por las aldeas vecinas. Dio otro caballo a Lavrushka y se lo llevó.
CAPÍTULO VIII
La princesa María no estaba en Moscú ni fuera de peligro, como creía su hermano.
Tras el regreso de Alpatich de Smolensk, el viejo príncipe volvió a la realidad. Hizo reunir a los campesinos, los armó y escribió al general en jefe anunciándole su decisión de permanecer en Lisia Gori hasta el último instante y defenderse, quedando a su criterio tomar o no medidas para defender la finca, donde uno de los más viejos generales de Rusia sería prisionero o moriría; después dijo a los suyos que había decidido quedarse.
Al mismo tiempo dispuso todo para enviar a Moscú a la princesa, a Dessalles y al principito, que primero pararían en Bogucharovo. Asustada por la actividad febril de su padre tras el anterior abatimiento, la princesa María no quería dejarlo solo y, por primera vez en su vida, no lo obedeció. Se negó a irse y sufrió la ira de su padre. El príncipe le recordó aquello de lo que la acusaba sin motivo. Tratando de culparla de algo, dijo que lo atormentaba, que había sembrado la cizaña entre él y su hijo, que sospechaba sin motivo de él y que su fin era envenenarle la vida; finalmente, la echó de su despacho diciendo que le daba igual si se iba o no. Dijo que no quería saber nada de ella y mandó que desapareciese de su vista. Pero que no ordenase que la llevaran por la fuerza, lo cual la princesa temía, y que solo le prohibiese aparecer la alegró. Eso probaba que su padre estaba en el fondo contento de que no se fuese de Lisia Gori.
Al día siguiente, tras la marcha de Nikolenka, el viejo príncipe vistió muy temprano su uniforme de gala y se dispuso a visitar al general en jefe. El coche lo aguardaba. La princesa María lo vio salir con sus condecoraciones para pasar revista a los criados y a los campesinos armados. Sentada junto a la ventana, escuchaba a su padre en el jardín. De pronto, varias personas de expresión asustada corrieron por la avenida.
La princesa María corrió a la avenida. Un grupo de milicianos y criados venían mientras en el centro unos hombres arrastraban, sujetándolo bajo los brazos, a un viejito con su uniforme y sus condecoraciones. La princesa María corrió hacia él. En los claroscuros que dejaban las hojas de los tilos no pudo ver el cambio en el rostro de su padre. Solo vio que su habitual expresión severa y enérgica había dado paso a una profunda timidez y docilidad. Al ver a su hija, el príncipe movió los labios exánimes y emitió un ronquido. Era imposible comprenderle. Entre varios hombres lo llevaron a su despacho y lo tumbaron en el diván que tanto odiaba últimamente.
El médico fue llamado y le hizo una sangría diciendo que el príncipe estaba paralizado del lado derecho.
Cada vez era más peligroso estar en Lisia Gori, y al día siguiente llevaron al enfermo a Bogucharovo. El médico fue con ellos. Dessalles y el principito habían salido ya para Moscú.
El viejo Bolkonsky, paralizado, ni mejor ni peor que en Lisia Gori, estuvo en Bogucharovo tres semanas en la nueva casa que hizo construir el príncipe Andréi; yacía inconsciente como un cadáver mutilado. Murmuraba algo ininteligible moviendo las cejas y los labios, pero era imposible saber si comprendía lo que ocurría a su alrededor. Solo estaba claro que sufría y deseaba decir algo, pero nadie lo entendía. ¿Era un antojo del viejo príncipe enfermo y casi inconsciente que quería decir algo sobre la situación general o familiar?
El médico aseguraba que no significaba nada y que la causa era física; pero la princesa María pensaba que su padre quería decirle algo porque en su presencia siempre se inquietaba más. Sin duda sufría física y moralmente.
No había esperanza de curación y era imposible trasladarlo. ¿Qué ocurriría si moría en el camino? «Sería mejor acabar del todo», pensaba a veces la princesa María. Permanecía a su lado sin apenas dormir, y era terrible reconocer que lo observaba a menudo con la esperanza no de ver señales de mejoría, sino deseando hallar indicios del próximo fin.
Por raro que le resultara admitirlo, existía ese sentimiento. Pero lo que le horrorizaba era que desde la enfermedad de su padre y desde que por una esperanza inconcreta permaneció con él, parecían haber despertado en su alma los deseos y esperanzas personales latentes. Eran ideas que hacía años no acudían a su mente: la vida libre sin temer a su padre y hasta el amor y la posibilidad de la dicha personal la tentaban. Pese a sus esfuerzos por apartar esas ideas, siempre pensaba en cómo organizar su vida después de aquello. La princesa María sabía que eran tentaciones del diablo, que su arma era la oración. Se arrodillaba ante los iconos, recitaba las oraciones y miraba las imágenes. Sentía que estaba en aquel otro mundo de la vida, de la actividad difícil y libre, no en el mundo moral donde había estado encerrada hasta entonces y donde el mejor consuelo era la oración. No podía llorar ni rezar, y la abrumaban las preocupaciones de la vida cotidiana.
Bogucharovo comenzaba a ser peligroso. Decían que los franceses avanzaban; en una aldea cercana los merodeadores franceses habían arrasado una hacienda.
El médico insistía en llevar más lejos al enfermo; el mariscal de la nobleza envió a un funcionario para rogar a la princesa que saliesen cuanto antes. También el inspector de policía insistió diciendo que los franceses estaban a cuarenta kilómetros, que las proclamas francesas circulaban por las aldeas y que si la princesa no salía con su padre antes del 15 no respondía de nada.
La princesa decidió salir el 15. Los preparativos y las órdenes la ocuparon todo el día.
La noche del 14 al 15 la pasó en la habitación contigua a la del príncipe, sin desvestirse. Se despertó varias veces y escuchó la respiración trabajosa de su padre, cómo mascullaba, los crujidos de la cama, los pasos de Tijon y del doctor, que cambiaban de postura al enfermo. Se acercó varias veces a la puerta para escuchar; le pareció que el príncipe balbuceaba algo más alto y se movía más de lo habitual. No podía dormir; se acercaba a la puerta sin cesar, deseosa de entrar pero sin decidirse. Aunque el anciano no hablase, ella intuía cómo le disgustaban todas las expresiones de temor por él. Notaba con qué asco evitaba las miradas de su hija. Sabía que su aparición de noche, en momentos no habituales, lo irritaría.
Nunca le había parecido tan doloroso y terrible perderlo. Toda su vida la recordaba con él, todas sus palabras y sus actos, y en todos sentía de nuevo su amor paterno. A veces se mezclaban tentaciones diabólicas, pensaba cómo sería su vida libre y nueva tras su muerte. Horrorizada, rechazaba esos pensamientos. Al amanecer su padre se calmó y la princesa se durmió.
Despertó tarde. La lucidez del despertar le mostró lo que más le preocupaba de la enfermedad de su padre. Se levantó, atendió a lo que sucedía tras la puerta y, al oír un gemido, suspiró diciéndose que seguía igual.
—¿Qué puede pasar? ¿Qué quiero? ¡Quiero su muerte! —exclamó asqueada de sí misma.
Se vistió, se lavó, rezó y salió al porche. Los coches estaban listos, aunque sin caballos, mientras colocaban el equipaje en ellos.
Era una mañana gris y cálida. La princesa María se detuvo, horrorizada por su bajeza moral, tratando de ordenar su mente antes de entrar donde estaba su padre.
El médico bajó las escaleras y se le acercó.
—Hoy está mejor —dijo—. Venía a buscarla; se le puede entender algo y su cabeza parece más lúcida. Venga; la llama.
Al oír aquello, el corazón de la princesa María latió con tanta fuerza que palideció y se tuvo que apoyar en la puerta para no caer. Verlo, hablarle, estar ante él cuando su alma albergaba tentaciones culpables, era un tormento pavoroso y agradable.
—Venga —repitió el médico.
La princesa entró en la habitación y se acercó al lecho del enfermo, que yacía de espaldas con la cabeza muy alta; sus manitas huesudas, surcadas de venas azules, reposaban sobre el embozo; el ojo izquierdo estaba fijo; el derecho, ladeado; las cejas y los labios, inmóviles. Inspiraba piedad al verlo tan pequeño y flaco. Su rostro parecía disecado o con los rasgos desdibujados. La princesa María se acercó y le besó la mano. La izquierda del príncipe estrechó con tanta fuerza la suya que ella comprendió que la había esperado hacía mucho. El anciano agitó la mano y se le movieron con enfado cejas y labios.
La princesa se asustó y trató de adivinar sus deseos. Cuando ella cambió de posición para que el ojo izquierdo del príncipe viese su cara, el enfermo pareció calmarse y durante unos segundos no apartó de ella su mirada. Luego se movieron sus labios y lengua, se oyeron unos sonidos; habló tímidamente, mirándola con ojos suplicantes, temiendo que no lo comprendiese.
La princesa María lo miraba concentrada. El esfuerzo del enfermo para mover la lengua le hizo bajar los ojos y reprimir los sollozos que la ahogaban. El viejo dijo algo y lo repitió varias veces. La princesa no entendía, aunque se esforzaba por lograrlo; repetía, como preguntándole, las palabras que él decía.
—A… A… du… du… —repetía.
El médico creyó entender y preguntó, repitiendo las palabras: «¿La princesa está asustada?» Pero el enfermo sacudió negativamente la cabeza y dijo lo mismo.
—El alma… le duele el alma —intuyó y dijo la princesa.
Asintió el príncipe con un gemido, tomó la mano de su hija y la apretó contra distintos puntos de su pecho, como buscando uno concreto.
—¡Todos los pensamientos! Pienso… en ti… —murmuró de una más clara e inteligible, cuando estuvo convencido de que lo entendían.
La princesa apoyó la cabeza en la mano de su padre para ocultar sus lágrimas y sollozos. La mano del padre le acarició el cabello.
—Te llamé toda la noche… —musitó.
—Si lo hubiese sabido… —sollozó ella—. No me atreví a entrar —El anciano apretó su mano—. ¿No has dormido?
—No, no he dormido —movió ella negativamente la cabeza. Adaptándose al padre, trataba sin darse cuenta de hablar como él, por señas, fingiendo mover la lengua.
—Alma mía… querida… —la princesa no comprendió; pero por la expresión de sus ojos sabía que eran palabras tiernas, cariñosas, como nunca se las había dicho—. ¿Por qué no has venido?
«¡Y yo deseaba su muerte!», pensó ella. El anciano guardó silencio y susurró:
—Gracias, hija mía… amiga mía… por todo… por… todo… perdón… gracias… perdón… gracias.
Y lloró.
—Llamad a Andriushka —exclamó.
Su rostro adquirió una expresión tímida, infantil y desconfiada. Era como si supiese que la petición carecía de sentido; al menos eso imaginó la princesa.
—He recibido una carta de él —dijo María.
El anciano la miró asombrado.
—¿Dónde está?
—En el ejército, padre. En Smolensk.
El príncipe calló y cerró ojos. Después, como respuesta a sus dudas y para confirmar que había entendido todo y se acordaba bien de todo, movió afirmativamente la cabeza y abrió los ojos.
—Sí —dijo clara y lentamente—. Rusia está perdida. ¡Ellos la han perdido! Sollozó de nuevo y las lágrimas rodaron por sus mejillas. La princesa María también lloró mirando su cara.
El anciano cerró los ojos y sus sollozos cesaron; señaló con la mano sus ojos, y Tijon, que lo comprendió, se acercó para enjugárselos.
Después los abrió, dijo algo que nadie entendió durante mucho rato y que por fin comprendió Tijon y se lo comunicó a la princesa. Ella buscaba un sentido semejante a las palabras antes dichas: creía que su padre hablaba de Rusia, del príncipe Andréi, de ella, del nieto o de la muerte. Por eso no adivinaba lo que él decía.
—Ponte el vestido blanco, me gusta mucho —quería decir él.
Al comprenderlo, la princesa sollozó y el médico, tomándola del brazo, la condujo a la habitación que daba a la terraza, rogándole que se serenase y preparase la salida. Cuando la princesa María hubo salido, el príncipe habló de su hijo, de la guerra y del zar; arqueó las cejas, levantó la voz y sufrió su segundo ataque y último.
La princesa María se detuvo en la terraza; el día se había despejado, estaba hermoso y soleado. Pero ella no comprendía, ni sentía, ni pensaba más que en su amor hacia su padre; un amor que le parecía hasta entonces ignorado. Salió al jardín llorando y corrió al estanque por los senderos de los tilos plantados por el príncipe Andréi.
—¡Yo… yo… deseaba su muerte! ¡Sí… yo! ¡He deseado que todo acabase ya…! Quería quedarme tranquila. ¿Qué será de mí? ¿De qué me servirá la tranquilidad cuando él no exista? —murmuraba ajena a que pudiesen oírla mientras caminaba por el jardín, oprimiéndose el pecho, que se convulsionaba.
Tras dar una vuelta, ya cerca de la casa, se topó con mademoiselle Bourienne, que no quería irse de Bogucharovo, y con un desconocido. Era el mariscal de la nobleza del distrito, que venía a verla y persuadirla de partir rápidamente.
La princesa María escuchó sin comprender. Lo hizo entrar en el salón, lo invitó a comer y, excusándose ante él, se acercó a la puerta de su padre. En ese momento apareció el médico, con el rostro inquieto.
—Váyase, princesa, váyase.
La princesa María volvió al jardín, junto al estanque, y en un lugar donde nadie podía verla se sentó sobre la hierba. No sabía cuánto tiempo estuvo allí. Los pasos de una mujer por el sendero la hicieron volver en sí. Se levantó y vio a Duniasha, su doncella. De repente, como asustada por la presencia de su señorita, se detuvo.
—Por favor, princesa… el príncipe… —dijo Duniasha, alterada.
—Voy, voy en seguida —contestó la princesa sin dar tiempo a que la doncella concluyese.
Tratando de no mirar a Duniasha, corrió a la casa.
—La voluntad divina se ha cumplido, princesa, debe estar preparada para todo —le dijo el mariscal de la nobleza, que la aguardaba en la puerta.
—¡Déjeme! ¡No es verdad! —gritó ella con cólera.
El médico quiso detenerla, pero ella lo empujó y corrió hacia la puerta. «¿Por qué me detienen esos hombres de cara asustada? ¡No necesito a nadie! ¿Qué hacen aquí?»
Abrió la puerta y la deslumbró la luz del día en aquella habitación antes casi oscura. Había varias mujeres y su niñera. Todas se apartaron de la cama. Su padre yacía en el mismo sitio, pero el gesto severo de su rostro sereno la detuvo en el umbral.
«No, no ha muerto… ¡Es imposible!», pensó al acercarse; superando el horror que la atenazaba, apoyó sus labios en su mejilla. Pero se apartó y en un instante desapareció la ternura hacia él para dar paso al pavor por lo que tenía delante. «¡Ya no existe! ¡Aquí, donde él estaba, hay algo ajeno y hostil, un misterio terrible que me repele!» La princesa María se tapó el rostro con las manos y cayó en los brazos del médico.
Las mujeres lavaron el cuerpo y sujetaron la cabeza con un pañuelo para que la boca no quedara abierta; con otro pañuelo ataron las piernas, que se separaban, y vistieron el cadáver con el uniforme y las condecoraciones dejando cuerpecillo sobre la mesa. Dios sabe quién se preocupó de aquello que parecía hacerse solo. Al llegar la noche, los cirios ardían en torno al ataúd cubierto con un paño fúnebre; en el suelo habían puesto ramas de enebro y bajo la cabeza del muerto había una oración impresa; en un rincón, un pope leía los salmos.
Como los caballos que piafan y se encabritan ante un caballo muerto, así en torno al ataúd del príncipe se apretujaban extraños y familiares, el mariscal de la nobleza, el stárosta, mujeres; todos con la mirada fija y asustada se persignaban y besaban de rodillas la mano fría y rígida del viejo príncipe.
CAPÍTULO IX
Antes de instalarse el príncipe Andréi, Bogucharovo había sido una finca descuidada por su dueño; los campesinos eran distintos de los de Lisia Gori por su modo de hablar, su ropa y sus hábitos. Eran campesinos de la estepa. El viejo príncipe los alababa por su capacidad de trabajo cuando acudían a Lisia Gori para ayudar con la siega o para cavar zanjas y estanques, pero no los quería por su carácter asilvestrado.
Pese a las innovaciones del príncipe Andréi en Bogucharovo en forma de hospitales, escuelas y menos entregas en especie, las costumbres de aquellos hombres no parecían dulcificadas, sino que sus rasgos de carácter asilvestrado como decía el anciano Bolkonsky, habían aumentado. Entre ellos corrían rumores sobre la transferencia de todos ellos a los cosacos, sobre una nueva religión a la cual los obligarían a convertirse, sobre una carta del zar o el juramento a Pablo Petrovich en 1797 de que se había concedido la libertad, pero que los señores la habían revocado, sobre el zar Piotr Fiódorovich, que reinaría en siete años y en cuyo reinado habría libertad y vivir sería tan sencillo que no serían necesarias las leyes. Los rumores y noticias sobre la guerra, Bonaparte y la invasión formaban en aquellas mentes una vaga idea del Anticristo, de la libertad absoluta y el fin del mundo.
Bogucharovo estaba rodeado por grandes pueblos; unos pertenecían a la corona, otros a terratenientes que recibían tributo, aunque pocos vivían en sus tierras. Había pocos criados y menos los que sabían leer y escribir. Para los mujiks de la comarca eran más visibles y fuertes las corrientes misteriosas de la vida popular rusa cuya causa y sentido son inexplicables hoy en día. Este fenómeno fue el movimiento surgido entre los campesinos a favor de la migración hacia ciertos ríos cálidos veinte años atrás. Cientos de mujiks, algunos de Bogucharovo, se pusieron de pronto a vender su ganado y trasladarse con sus familias hacia el sureste. Como aves que migran allende los mares, estos campesinos iban con sus mujeres e hijos hacia el sureste, donde ninguno había estado nunca. Iban en caravanas o solos; unos pagaban su rescate y otros huían para llegar a los ríos cálidos. Muchos fueron castigados y deportados a Siberia; otros murieron de hambre y frío en el camino; otros regresaron; y el movimiento cesó sin motivo, como había empezado. Pero había en el pueblo corrientes subterráneas que se concentraban para transformarse en una nueva fuerza y manifestarse del mismo modo imprevisto y extraño, pero igual de sencilla y naturalmente, con la misma energía de antes. En 1812, para alguien que viviese cerca del pueblo, era evidente que esas corrientes existían, estaban arraigadas y se aproximaba su manifestación externa.
Al llegar a Bogucharovo, poco antes de morir el príncipe, Alpatich había notado cierta agitación; en contra de cuanto sucedía en un radio de sesenta kilómetros de Lisia Gori, de donde huían los campesinos dejando sus aldeas a los cosacos, en Bogucharovo animaban a establecer relaciones con los franceses, de quienes recibían mensajes. Así, los mujiks no se movían. Alpatich sabía por criados fieles a él que el campesino Karp, que recientemente había realizado unos traslados por cuenta de la corona e influía mucho en la comunidad, había vuelto con la noticia de que los cosacos asolaban las aldeas abandonadas y los franceses las respetaban. También supo que la víspera otro mujik había traído de la aldea de Vislujuvo, donde estaban los franceses, la proclama de un general francés anunciando que no se haría daño a la población y se pagaría cuanto se requisase si se quedaban en sus casas. Como prueba de ello, el mujik mostraba cien rublos en billetes, sin saber que eran falsos, entregados por los franceses a cuenta del heno que debía darles.
Y, lo más importante, Alpatich supo que el día en que había ordenado al stárosta reunir carros para llevar el equipaje de la princesa María, los campesinos se habían reunido esa mañana y habían decidido quedarse en sus casas. El tiempo apremiaba. El día de la muerte del príncipe, 15 de agosto, el mariscal de la nobleza había insistido en que la princesa se fuese de inmediato; era peligroso quedarse y él no podría responder después del 16. Se fue el día de la muerte del príncipe prometiendo regresar al día siguiente para ir a los funerales. Pero no pudo, pues llegaron noticias de un rápido avance de los franceses y apenas tuvo tiempo de sacar a su propia familia con cuanto poseía de valor.
El stárosta Dron, a quien el viejo príncipe llamaba Dronushka, administraba la comunidad de Bogucharovo desde hacía casi treinta años.
Era un mujik fuerte física y moralmente de los que, cumplida cierta edad, se dejan barba y viven hasta los sesenta o setenta años, sin cambiar de aspecto, ni canas, con toda la dentadura, fuertes y apuestos como si tuviesen treinta.
Había sido nombrado stárosta de Bogucharovo cuando la migración a los ríos cálidos, en la cual participó; desde entonces y durante veintitrés años había cumplido sus funciones sin tacha. Los campesinos lo temían más que al dueño. Los señores y el administrador lo respetaban y lo llamaban en broma «ministro». Durante ese tiempo ni una vez había enfermado ni se había emborrachado. Aunque pasase la noche despierto o realizase una labor extraordinaria, nunca mostraba cansancio. Era analfabeto, pero no olvidaba una cuenta, ni los puds de harina vendidos, ni una gavilla de cada desiatina de los campos de Bogucharovo.
A él Lo llamó Alpatich cuando llegó al devastado Lisia Gori el día del entierro del príncipe para ordenarle que preparase doce caballos para los coches de la princesa y dieciocho carros para el convoy que debía salir de Bogucharovo. Aunque los campesinos eran tributarios, la orden, creía Alpatich, no podía ser complicada, pues en Bogucharovo había doscientos treinta animales de tiro y la gente vivía con holgura. Pero Dron bajó en silencio los ojos. Alpatich nombró a los campesinos cuyos carros debía enviar.
Dron replicó que tenían ocupadas sus bestias en las labores; Alpatich nombró a otros, pero según el stárosta aquellos no tenían caballos; unos habían sido requisados para el ejército; otros estaban agotados, algunos habían muerto de hambre. El stárosta creía que era imposible reunir los caballos para el convoy e incluso para los coches de la princesa.
Alpatich miró a Dron y frunció el ceño. Dron era un stárosta ejemplar, pero Alpatich llevaba veinte años gobernando las fincas del príncipe Bolkonsky y era un administrador perfecto. Comprendía a la perfección las necesidades y los instintos de la gente con quien trabajaba y por eso era un gran administrador. Al mirar a Dron supo que sus respuestas reflejaban el estado de opinión entre los campesinos de Bogucharovo, que también influía en él. Sabía que Dron, enriquecido y odiado por la comunidad, vacilaba entre los señores y los campesinos. Esa vacilación era obvia en su mirada. Por esto Alpatich se le acercó con la frente arrugada.
—Escúchame, Dronushka; no me vengas con eso. Su excelencia el príncipe Andréi Nikoláyevich me ha ordenado personalmente que salgan todos de aquí y que no se quede nadie con el enemigo. Eso mismo manda el zar. Quien se quede aquí es un traidor al zar, ¿comprendes?
—Comprendo —musitó Dron sin levantar la mirada. Pero Alpatich no se conformó.
—¡Ay, Dron, creo que las cosas irán mal! —Alpatich meneó la cabeza.
—Como ordene —dijo Dron tristemente.
—¡Dron, se acabó! —Alpatich sacó la mano del chaleco e indicó el suelo bajo los pies del stárosta—. No solo veo a través y tres varas por debajo, lo veo todo —terminó sin dejar de mirar al suelo bajo Dron.
Dron se alteró; miró de reojo a Alpatich y volvió a bajar la mirada.
—Déjate de bobadas y que se vayan preparando los campesinos para ir a Moscú. Mañana temprano deben estar los carros tras el equipaje de la princesa. Y tú no te reúnas con ellos, ¿oyes?
Dron se arrojó entonces a los pies del administrador.
—Yákov Alpatich… ¡Líbrame del cargo! Toma las llaves y líbrame, por Cristo te lo pido.
—¡Basta! —exclamó Alpatich—. Veo a tres varas por debajo de ti —repitió. Sabía que su arte de apicultor, sus conocimientos sobre la siembra y su habilidad para contentar al príncipe durante veinte años le habían ganado fama de brujo; le atribuían el don de ver a tres varas por debajo de una persona.
Dron se levantó y quiso decir algo. Pero Alpatich lo interrumpió.
—¿Qué se os ha ocurrido? ¡Eh…! ¿Qué maquináis? ¿Eh?
—¿Qué puedo hacer? El pueblo está inquieto… Les digo…
—Eso es, les digo… ¿Se emborrachan? —preguntó Alpatich.
—Están como locos, Yákov Alpatich… Han traído otro barril y…
—Escucha. Iré a hablar con el comisario de policía; mientras, diles que dejen todo y preparen los carros.
—Sí, sí… está bien —dijo Dron.
Alpatich no insistió. Llevaba tiempo dirigiendo a los campesinos y sabía que para que obedecieran debía mostrar que ni pensaba que pudieran desobedecer. Por eso se conformó con la actitud de Dron, aunque estaba casi seguro de que no entregarían los carros sin ayuda de un destacamento de soldados.
Como esperaba, los carros no estuvieron por la tarde. Se había celebrado una reunión junto a la taberna y se decidió soltar los caballos en el bosque y no dar los carros. Sin contar nada a la princesa, Alpatich ordenó descargar su equipaje recién llegado de Lisia Gori, y preparar los caballos para el coche de la princesa María. Después fue a buscar a las autoridades.
CAPÍTULO X
Tras el entierro de su padre, la princesa María se encerró en sus aposentos y no recibía a nadie. La doncella fue hasta la puerta para avisar de que Alpatich había llegado y pedía órdenes sobre el viaje. Esto fue antes de la conversación de Alpatich con Dron. La princesa María se incorporó y, sin abrir la puerta, dijo que no iría a ninguna parte y que la dejasen en paz.
Las ventanas estaban orientadas al oeste. La princesa estaba echada, con el rostro hacia la pared, acariciando los botones de un cojín de cuero sin ver nada más. Su mente se concentraba en un punto: en lo irremisible de la muerte y en su vileza, de la que hasta entonces no se había percatado y se le acababa de revelar durante la enfermedad de su padre. Deseaba rezar, pero no se atrevía. En su estado de ánimo consideraba una osadía dirigirse a Dios. Así permaneció largo rato, quieta.
El sol se ponía en la otra parte de la casa alumbrando a través de las ventanas abiertas con sus oblicuos rayos toda la estancia y el cojín que contemplaba la princesa María. De pronto dejó de pensar. Se levantó, se peinó el cabello y fue a una ventana a respirar la frescura de la tarde despejada y ventosa.
«Sí, ahora te cuesta menos admirar el crepúsculo. Él ya no está y nadie puede impedírtelo», se dijo. Se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en el antepecho de la ventana.
Alguien la llamó con voz tierna y dulce desde el jardín y le besó la cabeza. La princesa la alzó. Era mademoiselle Bourienne, vestida de negro con un traje de encaje. Abrazó a la princesa y sollozó. La princesa María la miró y a su mente acudieron todos los sinsabores y celos de antaño. Recordó que su padre había cambiado de conducta con respecto a la francesa en los últimos meses y nunca la llamaba. ¡Qué injustos habían sido los reproches que le había hecho! «¿Puedo juzgar a nadie yo, que he deseado su muerte?», pensó.
La princesa María se dibujó la situación de mademoiselle Bourienne, a quien últimamente había alejado de sí, pero que dependía de ella y vivía en casa ajena. La compadeció; la miró con cariño y le tendió la mano. La otra rompió a llorar y a besar la mano de la princesa; le hablaba del gran dolor que ambas compartías. El único consuelo —decía— era poder compartirlo. Decía que los malentendidos debían desaparecer ante aquella pena; que seguía sintiéndose pura ante todos y que él vería su cariño y su fe desde otro lugar. La princesa escuchaba sin entender. Pero la miraba y oía el dulce sonido de su voz.
—Su situación, princesa, es doblemente terrible —añadió tras un silencio—. Comprendo que no pueda pensar en sí misma, pero por el cariño que siento, yo debo hacerlo por usted… ¿Ha visto a Alpatich? ¿Le habló de la partida?
La princesa María no contestó. No comprendía quién debía partir ni adónde. «¿Acaso se puede emprender algo ahora? ¿Pensar en algo? ¿No da todo igual?»
—¿Sabe que estamos en peligro, chère Marie? —siguió la otra—. Nos rodean los franceses y es peligroso salir. Si nos vamos, seguro que caeremos prisioneras, y Dios sabe…
La princesa la miraba sin comprender bien lo que decía.
—¡Oh! ¡Si supiesen qué poco me importa todo! —dijo—. No querría por nada del mundo alejarme de él… Alpatich me ha dicho algo sobre el viaje… Habla con él; yo no puedo ni quiero ocuparme de nada…
—Ya hablé con él; espera que podamos irnos mañana. Pero creo ahora que sería mejor quedarnos —dijo mademoiselle Bourienne— porque estará de acuerdo, chère Marie, en que sería terrible caer en manos de los soldados o de los campesinos sublevados.
Mademoiselle Bourienne sacó de su bolso una proclama del general francés Rameau, escrita en papel distinto del ruso, en ella invitaba a los aldeanos a quedarse en sus casas, pues las autoridades francesas los protegerían, y entregó el papel a la princesa.
—Creo que lo mejor sería acudir a ese general —dijo—, estoy segura de que sería usted tratada con el debido respeto.
La princesa leyó el mensaje y sollozó sin lágrimas.
—¿Quién te lo ha dado? —preguntó.
—Seguramente adivinaron por mi nombre que soy francesa —enrojeció mademoiselle Bourienne.
La princesa María se alejó de la ventana con el papel en la mano y, muy pálida fue al antiguo despacho del príncipe Andréi.
—Duniasha, llama a Alpatich, a Dronushka, a cualquiera, y di a Amelia Karlovna que no entre —añadió al oír la voz de mademoiselle Bourienne.
—¡Hay que salir, hay que salir cuanto antes! —decía esta, horrorizada al pensar que podía quedar a merced de los franceses.
«¡Si el príncipe Andréi llegara a saber que estoy en manos de los franceses! ¡Que la hija del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonsky pide protección al general Rameau y acepto su generosidad!» Aquella idea la horrorizaba. Temblaba y se encendía por una ira e indignación como nunca antes sintió.
Ahora veía lo dolorosas y sobre todo ofensivas que eran las circunstancias en que se hallaba. «Los franceses se instalarán en la casa, el general Rameau ocupará el despacho del príncipe Andréi; para divertirse revolverá y leerá sus cartas y sus papeles. Mademoiselle Bourienne le hará los honores de Bogucharovo; me asignarán un cuartucho por misericordia; los soldados profanarán la reciente tumba de mi padre para robar sus condecoraciones. Me contarán sus victorias sobre los rusos y fingirán acompañarme en mi dolor…»
La princesa María pensaba eso porque se sentía obligada a estar de acuerdo con las ideas de su padre y de su hermano, aunque todo le era igual en el fondo; no le importaba quedarse ni lo que pudiese sucederle; pero creía representar a su difunto padre y su hermano. Sin notarlo, pensaba y sentía como ellos. Lo que habrían dicho y hecho en esos momentos es lo que ella creía necesario. Entró en el despacho del príncipe Andréi y meditó la situación tratando de compenetrarse con sus ideas.
Las exigencias de la vida, que creía desaparecidas con la muerte de su padre, surgieron ante ella, sometiendo su voluntad con una fuerza nueva y desconocida.
Caminó por la habitación, inquieta y enrojecida, llamando tan pronto a Alpatich como a Mijaíl Ivanovich, a Tijon o a Dron. Duniasha, la vieja niñera y las doncellas no podían decir si eran justificadas las afirmaciones de mademoiselle Bourienne. Alpatich no estaba porque había ido a ver a las autoridades. Mijaíl Ivanovich, el arquitecto, apareció soñoliento y respondía con la misma sonrisa con la cual —durante quince años—, sin opinar, respondía al viejo príncipe, así que era imposible deducir nada de sus respuestas. El viejo ayuda de cámara, Tijon, exhausto y con las huellas de un dolor irreparable, respondía: «Estoy a sus órdenes, princesa»; y apenas dominaba los sollozos.
Finalmente entró en el despacho el stárosta Dron. Se inclinó ante la princesa y no pasó del umbral.
La princesa María dio unas vueltas más y se detuvo delante de él.
—Dronushka —dijo, viendo en él a un amigo, al Dronushka que cada año le traía de la feria de Viazma, adonde iba siempre, unas rosquillas especiales que le ofrecía sonriente—, ahora, después de nuestra desgracia… —y calló porque no tenía fuerzas para continuar.
—Todos estamos bajo la mano de Dios —suspiró él antes de callar.
—Dronushka, no sé adónde ha ido Alpatich, y yo tampoco sé a quién dirigirme. Dicen que no puedo salir; ¿es cierto?
—¿Por qué no, excelencia? Se puede salir…
—Dicen que es peligroso por el enemigo. Amigo, no puedo hacer nada ni entiendo nada; estoy sola y quiero salir esta noche o mañana temprano.
Dron calló y miró de reojo a la princesa.
—No hay caballos —dijo—. Se lo advertí a Yákov Alpatich.
—¿Que no hay caballos? —preguntó la princesa.
—¡Un castigo de Dios, excelencia! —musitó Dron—. Las tropas se han llevado unos… otros han reventado… ¡Llevamos un año tan malo! No hay alimento para los animales y nosotros mismos estamos a punto de morir de hambre. A veces pasamos tres días sin comer. No hay nada, estamos arruinados.
La princesa escuchaba atentamente.
—¿Arruinados los campesinos? ¿No tienen pan? —preguntó.
—Se mueren de hambre —dijo Dron—; y no hablemos de carros.
—¿Por qué no lo habías dicho, Dronushka? ¿No podemos ayudarlos? Haré todo lo que pueda…
A la princesa le sorprendía que en esos momentos, en que ella sufría tanto, hubiese ricos y pobres, y que los primeros no ayudasen a los necesitados. Había oído hablar del «grano de los señores» que solían dárselo a los campesinos necesitados; sabía que ni su padre ni su hermano habrían negado su ayuda a los campesinos; su único temor era repartir mal el trigo que quería entregar. Se alegraba de tener una preocupación para olvidar sin sentir vergüenza su dolor. Pidió a Dron detalles sobre las necesidades de los mujiks y sobre lo que pertenecía a los señores en Bogucharovo.
—Hay grano nuestro, de mi hermano, ¿verdad?
—El grano de los señores está intacto —se enorgulleció Dron—. Nuestro príncipe no había ordenado venderlo.
—Entrégalo a los campesinos y lo que necesiten. Lo autorizo en nombre de mi hermano.
Dron no respondió y suspiró.
—Repártelo todo si hay bastante. Dalo todo. Te lo ordeno en nombre de mi hermano, y diles que lo nuestro es suyo. Nada escatimaremos para ellos. Díselo.
Dron miraba a la princesa mientras hablaba.
—¡En nombre de Dios, madrecita! Ordene que otro se encargue de las llaves —dijo—. He servido durante veintitrés años y no me porté mal. ¡Líbreme en nombre de Dios!
La princesa no comprendía. Respondió que jamás había dudado de su fidelidad y que estaba dispuesta a hacer todo por él y los campesinos.
CAPÍTULO XI
Una hora después Duniasha entró para decir a la princesa que Dron había reunido a los campesinos junto al granero y deseaban hablar con su ama.
—Yo no los he llamado. Solo dije a Dronushka que les diese el trigo —contestó ella.
—Por Dios, princesa, madrecita, haga que los echen y no vaya a verlos. Es un engaño —dijo Duniasha—. Cuando vuelva Yákov Alpatich nos iremos… No vaya…
—¿Qué engaño? —se sorprendió la princesa.
—Sé lo que digo. No haga caso, por Dios; escúcheme. Si quiere, puede preguntar a la niñera. Dicen que no quieren marcharse de aquí, como usted ordenó.
—Debe de haber una confusión. No ordené eso… —dijo la princesa María—. Llama a Dronushka.
Dron confirmó las palabras de la doncella; los campesinos se habían reunido por orden de la princesa.
—¡Pero si no los he llamado! —dijo ella—. Te equivocas. Dije que les dieras el trigo.
Dron suspiró en silencio.
—Se irán, si usted lo quiere.
—No, iré a verlos —dijo la princesa.
Pese a las súplicas de Duniasha y de la niñera, la princesa María salió al porche con Dronushka, la doncella, la vieja niñera y Mijaíl Ivanovich.
«Habrán pensado que reparto trigo para que se queden mientras yo los abandono a los franceses. Voy a prometerles alojamiento y trabajo cerca de Moscú. Estoy segura de que el príncipe Andréi haría más si estuviese en mi lugar», pensaba mientras se acercaba a los campesinos reunidos junto al granero.
Anochecía. La muchedumbre se removió quitándose los gorros. La princesa se acercó enredándose en el vestido al caminar. La miraban tantos ojos jóvenes y viejos, todos los rostros tan distintos que no distinguió ninguno. Quería hablar a todos y no sabía por dónde empezar. Pero le infundió valor la conciencia de representar a su padre y su hermano, y empezó decidida.
—Me alegra que hayáis venido —dijo sin levantar los ojos mientras el corazón le latía rápida y violentamente—. Dronushka me ha dicho que la guerra os ha arruinado; es desgracia de todos, pero no escatimaré nada para ayudaros. Me voy de aquí, por el peligro… el enemigo está cerca… porque… Os doy todo, amigos… Os ruego que toméis el grano para que no paséis necesidades. Si os dicen que es para que os quedéis, no es verdad. Al contrario, os ruego que os vayáis con vuestras cosas a nuestra hacienda de Moscú; os alojarán y darán pan a todos y os prometo que no os faltará lo necesario —La princesa calló. Solo se oían suspiros—. No lo hago en mi nombre, sino en el de mi difunto padre, que fue un buen amo, y en nombre de mi hermano y de su hijo. Calló de nuevo y nadie la interrumpió.
—Compartimos desgracia y lo repartiremos todo a partes iguales. Lo mío es vuestro —añadió mirando a los más cercanos.
Todos la miraban con la misma expresión, cuyo sentido no comprendía. ¿Era curiosidad, devoción, reconocimiento o susto y desconfianza?
Una voz replicó desde atrás: «Estamos muy contentos con su bondad, pero no tomaremos el trigo de los amos.»
—¿Por qué? —preguntó la princesa María.
Nadie contestó; la princesa María paseó la mirada por la muchedumbre y vio que todos los ojos se bajaban al encontrarse con los suyos.
—¿Por qué no queréis? —repitió sin que nadie contestase.
La princesa María comenzaba a sentirse cohibida en aquel silencio; trataba de captar alguna mirada.
—¿Por qué no habláis? —preguntó a un viejo apoyado en su cayado—. Dime si crees que debe hacerse otra cosa, lo haré —dijo al captar su mirada.
Pero él, como enfadado, bajó del todo la cabeza y dijo:
—¿Por qué debemos aceptarlo? No necesitamos el trigo.
Desde distintos puntos se oyeron voces:
—¿Es que quiere que abandonemos todo? No estamos de acuerdo… no aceptamos. Lo sentimos, pero no queremos, no aceptamos. Vaya usted sola…
Una vez más se dibujó en aquellos rostros la misma expresión que no era curiosidad ni agradecimiento, sino de decisión colérica.
—No habéis entendido —replicó la princesa María sonriendo con tristeza—. ¿Por qué no queréis marchar? Os prometo alojamiento y manutención… aquí el enemigo os arruinará…
Pero su voz se vio sofocada por las voces de la muchedumbre.
—¡No queremos! ¡Que nos arruine! ¡No aceptamos su trigo! ¡No estamos de acuerdo!
La princesa María trataba de captar alguna mirada de la muchedumbre, pero nadie la miraba. Aquellos ojos la evitaban. Se sintió violenta.
—¡Qué lista! —decían algunas voces—. ¡Que vayamos a trabajar como esclavos para ella! ¡Claro! ¡Y dice que nos dará trigo!
La princesa María se retiró cabizbaja y entró en la casa. Tras repetir a Dron la orden de preparar los carruajes para la mañana siguiente, se retiró a sus aposentos y se quedó a solas.
CAPÍTULO XII
Aquella noche la princesa María pasó mucho tiempo sentada junto a la ventana de su habitación, escuchando las voces de los mujiks que llegaban desde la aldea. No pensaba en ellos, pero comprendía que por mucho que lo hiciese jamás los entendería. Seguía pensando en lo mismo: en su desgracia, que se había convertido en pasado tras la interrupción por las preocupaciones del momento. Ahora podía recordar, llorar y rezar. El viento había amainado con el crepúsculo, la noche estaba serena y fresca. A las doce las voces se apagaron. Un gallo cantó y apareció la luna llena tras los tilos; una calima empapada de rocío surgió de la tierra; la aldea y la casa quedaron silenciosas.
Por la mente de la princesa pasaban escenas recientes: la enfermedad y los últimos momentos de su padre. Se detenía ante ellas con triste alegría y solo rechazaba con horror la de su muerte porque sentía que no tenía fuerzas para revivirla, ni siquiera en su imaginación, en aquella hora tranquila y misteriosa de la noche. Las recordaba tan bien que le parecían presente, pasado y futuro.
Recordaba cuando su padre sufrió el ataque y lo llevaron a través del jardín de Lisia Gori mientras él farfullaba algo con lengua de trapo y movía las canosas cejas, mirando a su hija con timidez e inquietud.
«Quería decirme lo que me dijo el día de su muerte: no dejo de pensar en ello». La princesa rememoraba con todo detalle la víspera del día del ataque, cuando, presintiendo una desgracia, había permanecido junto a su padre contra la voluntad de él. No podía dormir y había ido con sigilo al invernadero, donde su padre dormía esa noche, había podido escucharlo cuando hablaba con Tijon con voz débil y agotada. Se notaba su deseo de hablar. «¿Por qué no me llamó? ¿Por qué no me dejó ocupar el puesto de Tijon? —pensaba la princesa—. Ahora ya no puede decir a nadie cuanto sentía. No volverá ni para él ni para mí el instante en que habría podido decir lo que quisiera y yo lo habría escuchado y comprendido.
«¿Por qué no entré? —pensó—. Tal vez me habría dicho lo mismo que el día de su muerte. También habló de mí esa noche con Tijon: preguntó por mí dos veces. Quería verme, y yo estaba detrás de la puerta. Sentía pena y tristeza por hablar con Tijon, que no lo comprendía. Mencionó a la difunta Lisa como si viviese. Había olvidado su muerte y Tijon le recordó que no vivía… Él gritó: ¡Imbécil! Sufría mucho. A través de la puerta pude oír cómo al tumbarse dijo: ¡Dios mío! ¿Por qué no entré? ¿Qué habría hecho él? ¿Qué arriesgaba yo? Seguro que habría consolado a mi padre y me habría dicho eso…»
La princesa María pronunció en voz alta las palabras de su padre el día de su muerte:
—¡Querida…!
Las repitió y rompió a llorar con lágrimas que la aliviaron. Veía su cara, no la que había conocido siempre, y que siempre había visto desde lejos, sino una tímida y débil, que vio por primera vez con sus arrugas y sus particularidades, mientras se inclinaba para oír lo que decía.
—Alma… mía —repitió.
«¿Qué pensaba al decirlo? ¿Qué piensa ahora?», se preguntó. Entonces vio a su padre delante, con la expresión que tenía en su ataúd: el rostro con un pañuelo blanco. Y el horror que sintió al tocarlo y convencerse de que no era él, sino algo misterioso y repugnante, volvió a invadirla. Quería pensar en otras cosas y rezar, pero no podía. Con ojos grandes y abiertos miraba la luna y las sombras, temía ver en cualquier momento su rostro muerto, pero el silencio reinante la encadenaba.
—¡Duniasha! —murmuró—. ¡Duniasha! —exclamó y corrió a la habitación de la servidumbre en busca de la niñera y las doncellas.
CAPÍTULO XIII
Recién llegados tras su cautiverio, Rostov e Ilin, acompañados por Lavrushka y un húsar, salieron el 17 de agosto del campamento de Yankovo, a quince kilómetros de Bogucharovo, para probar un nuevo caballo adquirido por Ilin y averiguar si había heno en las aldeas.
Bogucharovo llevaba tres días entre los dos ejércitos enemigos, así que la retaguardia rusa podía llegar con la misma facilidad que la vanguardia francesa. Como buen jefe de escuadrón, Rostov quería aprovechar las provisiones que aún quedaban allí antes que los franceses.
Rostov e Ilin iban de buen humor hacia Bogucharovo, donde esperaban hallar numerosa servidumbre y muchachas guapas. A ratos preguntaban a Lavrushka sobre Napoleón y se reían de sus palabras y a ratos ponían a galopar a sus monturas para probar el nuevo caballo. Rostov no sabía ni imaginaba que la aldea pertenecía a Bolkonsky, que había sido el prometido de su hermana. Tras la última galopada divisaron Bogucharovo. Rostov dejó atrás a Ilin y entró en la calle de la aldea.
—¡Has salido antes! —gritó Ilin.
—Siempre salgo antes en el prado y aquí. —Rostov acarició a su potro del Don, cubierto de espuma.
—Excelencia, yo en mi francés —dijo desde atrás Lavrushka, que llamaba francés a su montura —habría podido ganarle, pero no quise disgustarlo.
Se acercaron al paso a los graneros, junto a los cuales se congregaban muchos mujiks. Algunos se descubrieron; otros miraron a los jinetes sin hacerlo. Dos viejos altos, arrugados y de barba rala, salieron cantando de la taberna tropezando y se acercaron sonriendo a los oficiales.
—¡Hola, buenos mozos! —rio Rostov—. ¿Hay heno?
—Cómo se parecen entre ellos… —observó Ilin.
—La animada… la feliz ter… tu… lia —cantó uno de los campesinos sonriendo.
Un mujik salió del grupo y se acercó a Rostov.
—¿De qué bando sois? —preguntó.
—Franceses —rio Ilin—. Y este es Napoleón —señaló a Lavrushka.
—¿Sois rusos entonces? —volvió a preguntar el campesino.
—¿Hay muchos aquí? —se interesó uno de mediana estatura.
—Muchos —repuso Rostov—. ¿Qué hacéis reunidos? ¿Hay una fiesta?
—Son los viejos que se reúnen por asuntos de la comunidad —repuso el mujik.
En ese momento se acercaban desde la mansión dos mujeres y un hombre con un gorro blanco.
—La del vestido rosa es para mí, que no me la quiten —Ilin se fijó en Duniasha, que se acercaba a ellos.
—¡Ya veremos! —Lavrushka le guiñó un ojo a Ilin.
—¿Qué quieres, guapa? —Ilin sonrió.
—La princesa ordena preguntar de qué regimiento son y cómo se llaman.
—Es el conde Rostov, jefe del escuadrón, y tu seguro servidor.
El mujik borracho seguía cantando y sonriendo, sin dejar de mirar a Ilin, que charlaba con la chica.
Detrás de Duniasha, Alpatich, con el gorro en la mano, se acercó a Rostov.
—¿Puedo molestar a Su Señoría? —preguntó con respeto y cierto desdén por la juventud del oficial y metiéndose una mano por la abertura del chaleco—. Mi ama, la hija del general en jefe Nikolái Andréievich Bolkonsky, fallecido el 15 de este mes, tiene ciertas dificultades debido a la ignorancia de esta gente —señaló a los campesinos—, y le pide que vaya a visitarla… ¿No quiere apartarse un poco? —preguntó con una sonrisa triste—. Es violento hablar delante de… —Alpatich señaló a los dos campesinos que no cesaban de dar vueltas alrededor de ellos como moscones.
—¡Eh, Alpatich! ¡Eh, Yákov Alpatich…! Bueno… Perdona… en nombre de Cristo… ¿Ah…? —decían los mujiks sonriendo.
Rostov miró a los borrachos, y sonrió.
—¿Tal vez esto le divierte a usted? —preguntó gravemente Yákov Alpatich señalando a los viejos con la mano que no tenía bajo el chaleco.
—No es divertido —Rostov se apartó—. ¿De qué se trata?
—Estos salvajes no permiten salir de la finca a la señora y amenazan con soltar los caballos. Tenemos cargado el equipaje desde esta mañana y la señora no puede irse.
—¡No puede ser! —exclamó Rostov.
—Tengo el honor de decirle la verdad —confirmó Alpatich.
Rostov se apeó, entregó su caballo al ordenanza y fue con Alpatich a la casa pidiendo al administrador detalles de lo sucedido. En efecto, el oferta de entregar el grano a los mujiks por parte de la princesa, sus explicaciones con Dron y la asamblea habían enredado todo tanto que el stárosta entregó las llaves, se unió a los campesinos y no respondía a las llamadas de Alpatich. Por la mañana, cuando la princesa ordenó enganchar, se reunieron los mujiks junto a los graneros y dijeron que no la dejarían salir de la aldea, que había orden de no huir y que desengancharían los caballos. Alpatich fue a persuadirlos para que no lo hiciesen, pero Karp le respondió, pues Dron no se destacaba, que no podían dejarla salir, que tenían órdenes a ese respecto y que si se quedaba la servirían como antes, obedeciéndola en todo.
Mientras Rostov e Ilin se acercaban al galope por el camino, la princesa María daba orden de enganchar para salir pese a los ruegos de Alpatich, la niñera y las doncellas. Al ver a los jinetes, a los que tomaron por franceses, los postillones habían huido y la casa se llenó de llantos femeninos.
—¡Padrecito! ¡Padrecito! ¡Dios te ha enviado! —decían voces emocionadas cuando Rostov cruzó el vestíbulo.
Rostov fue conducido al salón, donde la princesa María permanecía desconcertada y agotada. No comprendía quién era ese joven, qué hacía allí, ni qué ocurriría. Al ver su rostro ruso y percatarse con las primeras palabras de que era un hombre de su ambiente, lo miró con sus ojos profundos y luminosos y habló entre titubeos de emoción. Para Rostov aquel encuentro era novelesco: «Una chica indefensa, deshecha por el dolor, sola, a merced de unos mujiks rebeldes y zafios. ¿Qué casualidad me ha traído aquí? ¡Qué dulce y noble son su rostro y sus palabras!», pensaba Rostov al mirarla y escuchar su tímido relato.
Cuando ella contó lo ocurrido al día siguiente de la muerte de su padre, le tembló la voz. Apartó el rostro, como si temiese despertar la compasión de Rostov, y lo miró con gesto interrogativo y temeroso. Rostov tenía lágrimas en los ojos. La princesa María lo notó y miró al joven agradecida, con aquella luminosa mirada que hacía olvidar su fealdad.
—No puedo expresar, princesa, lo feliz que estoy de que una casualidad me haya traído aquí a ponerme a su disposición —Rostov se levantó—. Dispóngase a partir; le doy mi palabra de que nadie osará molestarla si me permite acompañarla —y saludó con el mismo gesto que a las damas de sangre real.
Con aquel tono Rostov quería demostrar que, aun siendo feliz por haber conocido a la princesa, no quería aprovechar su desventura para estrechar relaciones con ella.
La princesa María lo comprendió y valoró.
—Le estoy muy agradecida —le dijo en francés—; espero sea solamente un malentendido y no haya culpables —Y se echó a llorar—. Perdóneme —dijo.
Rostov frunció el ceño, hizo otra inclinación y salió.
CAPÍTULO XIV
—Es guapa, ¿verdad? La mía, la del vestido rosa, es encantadora, se llama Duniasha…
Pero al observar el rostro de su compañero, Ilin calló al notar que su héroe y jefe estaba de otro talante. Rostov miró malhumorado a Ilin y se encaminó rápidamente a la aldea sin mediar palabra.
—¡Ya verán esos bandidos! ¡Ya les enseñaré yo! —se decía mientras Alpatich alargaba el paso para no correr y se unía al húsar.
—¿Qué decisión ha tomado? —le preguntó.
Rostov se detuvo y, apretando los puños con gesto amenazante, fue hacia Alpatich.
—¿Decisión? —gritó—. ¡Qué decisión, viejo! ¿A qué esperas? Los campesinos se amotinan, ¿y no sabes imponerte? Eres otro traidor como ellos… Os conozco bien… ¡Os desollaré a todos!
Como si temiese desfogar en vano su rabia, dejó a Alpatich y siguió caminando. El administrador reprimió el sentimiento de ofensa y lo siguió trotando sin dejar de exponer sus consideraciones. Dijo que los campesinos estaban furiosos, que sería peligroso llevarles la contraria sin un destacamento militar cerca y que mejor sería buscar primero tropas.
—¡Ya les daré yo tropas…! ¡Yo les llevaré la contraria! —decía Nikolái fuera de sí, invadido ira insensata, brutal, y necesitando desahogarse.
Sin pensar en lo que haría, fue hacia la multitud con paso rápido y firme. Cuanto más avanzaba, más sentía Alpatich que aquel acto insensato podía salir bien. Lo mismo pensaban los campesinos al verlo venir con energía y decisión, con el rostro contraído por la rabia.
Desde que llegaron los húsares a la aldea y mientras Rostov se entrevistaba con la princesa, habían surgido las desavenencias y la confusión entre la multitud. Algunos decían que los oficiales eran rusos y podían ofenderse por no haber dejado salir a la princesa. Dron opinaba eso. Pero Karp y otros se enfrentaron con el antiguo stárosta cuando lo dijo.
—¿Durante cuántos años has vivido a nuestra costa? —gritó Karp—. ¡A ti te da igual! Desentierras tu bolsa y te la llevas… ¿Te importa que nuestras casas se arruinen?
—¡Dicen que hay orden de no abandonar las casas ni llevarse nada! — comentó otro.
Un viejito se acercó entonces furioso a Dron:
—Tu hijo tenía que irse como soldado, pero te dio pena y en vez de enviarlo a él alistaste a mi Vanka. ¡Ah, moriremos algún día!
—¡Eso! ¡Moriremos!
—¿Qué decís? Yo no me voy de aquí —dijo Dron—. ¡Ni hablar! ¡Menuda tripa has echado…!
Los dos campesinos altos hablaban de lo suyo.
Cuando Rostov, seguido por Ilin, Lavrushka y Alpatich, se acercó al grupo, Karp, avanzó con una sonrisa leve y los dedos en el cinturón. Dron, en cambio, retrocedió a las últimas filas; los demás se apretujaron unos contra otros.
—¡Eh, vosotros! —Rostov se acercó rápidamente—. ¿Quién es el stárosta?
—¿El stárosta? ¿Para qué lo quiere…? —preguntó Karp.
Pero antes de concluir un bofetón le dobló la cabeza e hizo volar el gorro.
—¡Gorros fuera! ¡Traidores! —gritó a plena voz Rostov—. ¿Y el stárosta? —gritó de nuevo.
—El stárosta… llama al stárosta. Dron Zajarich, lo llaman —dijeron algunos y todos se descubrieron.
—No intentamos sublevarnos, cuidamos el orden —dijo Karp.
Desde varios puntos comenzaron a hablar al mismo tiempo muchas voces.
—¡Lo habían decidido los viejos! Son ustedes muchos a mandar…
—¿Aún tenéis ganas de hablar…? ¡Esto es una revuelta…! ¡Bandidos! ¡Traidores! —gritó Rostov enfurecido asiendo a Karp por el cuello del caftán—. ¡Atadlo! —exclamó, aunque allí no había nadie para atar a Karp, excepto Lavrushka y Alpatich.
Lavrushka corrió hacia Karp y le dobló los brazos a la espalda —¿Ordena que llamemos a los nuestros, que están detrás de la cuesta? —preguntó Lavrushka.
Alpatich se volvió a los campesinos y llamó a dos para que maniatasen a Karp. Los mujiks salieron dócilmente de las filas y se quitaron los cinturones.
—¿Y el stárosta? —preguntó Rostov.
Dron, con el semblante ceñudo y pálido, salió.
—¿Eres tú el stárosta? ¡Átalo, Lavrushka! —gritó Rostov, como si esa orden no pudiera hallar obstáculos.
Otros dos campesinos salieron para maniatar a Dron, quien se quitó el cinturón y se lo entregó como para ayudarlos.
—¡Y vosotros! —Rostov se volvió a los mujiks—. Id ahora mismo a vuestras casas y que no vuelva a oír ni rechistar.
—No hemos hecho nada malo… Fue una estupidez… una tontería… Ya decía yo que no estaba bien… —se reprocharon mutuamente algunas voces.
—Ya os lo decía yo… ¡No está bien! —dijo Alpatich volviendo a sus funciones.
—¡Por nuestra tontería, Yákov Alpatich! —decía la gente.
El grupo de campesinos se dispersó. Condujeron a los dos mujiks maniatados al patio de los señores. Detrás iban los dos borrachos.
—¡Eh! ¡Te miro y no te veo! —dijo uno de ellos a Karp—. ¿Acaso se puede hablar así con los señores? ¿Qué creías?
—Eres un imbécil —confirmó otro—. Un completo imbécil.
Dos horas después, los carros estaban en el patio ya listos. Algunos campesinos, muy animados, sacaban el equipaje de la casa y lo colocaban. Dron, libre por deseo de la princesa María, de pie en el patio, daba órdenes a los campesinos.
—¡Así no! ¡Eso queda mal! —dijo un mujik muy alto de rostro redondo y alegre, agarrando un cofre de manos de una doncella—. Vale dinero, ¿eh? Si lo pones de cualquier forma o debajo de una cuerda puede rozarse. Eso no me gusta. Todo tiene que quedar en orden; ponlo debajo de la arpillera y cúbrelo con paja. Así…
—¡Cuántos libros! —exclamó el que sacaba las estanterías de la biblioteca del príncipe Andréi—. ¡Cuántos libros! Tú, quita de en medio. Cómo pesan…
—Sí, han escrito mucho, no se iban de juerga —comentó el mujik alto de cara redonda guiñando un ojo y señalando los diccionarios de encima.
Rostov, que no quería imponer su amistad a la princesa, prefirió quedarse en la aldea esperando que ella saliese. Cuando vio que el carruaje de la princesa abandonaba la casa, montó a caballo y la acompañó hasta el camino ocupado por las tropas rusas, a unos doce kilómetros de Bogucharovo; en la posada de Yankovo se despidió respetuosamente de ella y por primera vez le besó la mano.
Cuando la princesa le agradeció que la hubiese salvado, según decía, Rostov se ruborizó y dijo:
—¡Oh, no me abochorne! Cualquier policía habría hecho lo mismo. Si solo tuviésemos que pelear con los mujiks, el enemigo no habría penetrado en Rusia —añadió tratando de cambiar de tema—. Estoy encantado de haberla conocido. Adiós, princesa; le deseo felicidad y consuelo. Espero verla en circunstancias más felices. Si no quiere ruborizarme, no me agradezca nada.
Aunque no con palabras, la princesa dio las gracias con su resplandeciente expresión de gratitud y ternura. No podía creer que no hubiese motivos para estarle agradecida. Para ella era obvio que sin él habría caído en manos de los campesinos sublevados y de los franceses y que, para salvarla, él había arrostrado grandes peligros; sin duda era un alma elevada y sensible que supo comprender su situación y su dolor. No se apartaban de su imaginación sus ojos nobles y bondadosos, humedecidos cuando ella lloró al contarle su desdicha.
Cuando se despidió y quedó a solas, la princesa María notó que lloraba y entonces, no por primera vez, se preguntó si lo amaba.
De camino a Moscú, aunque la situación no era alegre, Duniasha, que iba con ella, notó que varias veces se asomaba a la ventanilla y sonreía alegre y tristemente por algo.
«¿Y qué si me he enamorado de él?», pensaba la princesa María.
Por mucho que le costase reconocer que quería a un hombre que quizá jamás se enamoraría de ella, se consoló pensando que nadie lo sabría y no sería culpable amando a alguien toda su vida por primera y única vez.
Recordaba sus miradas, su interés, sus palabras, y aquella felicidad no le parecía tan imposible. Era entonces cuando Duniasha la veía asomarse a la ventanilla. «Y pensar que tenía que venir a Bogucharovo en ese momento, y que su hermana hubiese roto con el príncipe Andréi», se decía ella viendo en aquello la mano divina.
La impresión que produjo la princesa María a Rostov fue muy buena. Le alegraba recordarla, y cuando sus compañeros bromeaban diciendo que había ido en busca de heno y había encontrado a una de las herederas más ricas de Rusia, Rostov se enfadaba porque acariciaba la idea de casarse con la dulce y agradable princesa, dueña de una inmensa fortuna.
Personalmente, no podía desear una esposa mejor. Su boda colmaría la felicidad de su madre, arreglaría la situación económica de su padre y haría feliz a la princesa María, según pensaba Nikolái.
Pero estaba Sonia. ¿Y la palabra dada? Por eso se enfadaba Rostov cuando sus compañeros bromeaban sobre la princesa Bolkónskaya.
CAPÍTULO XV
Cuando Kutúzov aceptó el mando de los ejércitos recordó al príncipe Andréi y le ordenó presentarse en el Cuartel General.
Este llegó a Tsarevo-Zaimishche el mismo día y en el momento en que Kutúzov pasaba revista por primera vez las tropas. Se detuvo en la aldea cercana a la casa del pope, donde estaba el carruaje del general en jefe, y se sentó en un banco a aguardar al Serenísimo, como llamaban ahora a Kutúzov. Al otro lado de la aldea se oía el sonido de música militar y al gentío que gritaba «hurras» al nuevo general en jefe. A diez pasos del príncipe Andréi dos asistentes, un mayordomo y un correo aprovechaban la ausencia de su señor y el buen tiempo. Un teniente coronel de húsares, bajito, moreno, con un gran bigote y patillas largas, llegó a caballo y preguntó al príncipe Andréi si el Serenísimo se alojaba allí y si regresaría pronto.
Él contestó que no era del Estado Mayor y que acababa de llegar. El teniente coronel de húsares se dirigió a un asistente engalanado, que respondió con el desdén de los asistentes de los generales en jefe hacia los oficiales:
—¿El Serenísimo? No tardará seguramente. ¿Qué desea?
El teniente coronel sonrió bajo el bigote al escuchar el tono, se apeó, dio las riendas del caballo a su ordenanza y se acercó a Bolkonsky con un saludo. El príncipe le dejó sitio en el banco y el recién llegado se sentó junto a él.
—¿También usted espera al general en jefe? Dicen que recibe a todos. ¡Gracias a Dios! Porque con los comesalchichas todo fatal. Por eso Ermolov ha pedido que lo asciendan a alemán. Quizá ahora los rusos podamos hablar también. El demonio sabrá qué hacían. Solo sabían replegarse. ¿Ha hecho usted la campaña? —preguntó.
—He tenido ese placer —repuso el príncipe Andréi—; no solo de tomar parte en el repliegue, sino de perder cuanto tenía y más quería, por no hablar de las fincas y la casa paterna… He perdido a mi padre, muerto de dolor. Soy de Smolensk.
—¡Ah…! ¿Es usted el príncipe Bolkonsky? ¡Encantado de conocerlo! Soy el teniente coronel Denisov, más conocido por Vaska.
Denisov estrechó la mano de Bolkonsky mientras estudiaba su rostro con peculiar cordialidad:
—He oído hablar de la muerte de su padre… —Tras un silencio prosiguió—: ¡Tenemos una guerra de escitas! Todo eso está muy bien, pero no para quienes reciben los golpes… Así que es el príncipe Andréi Bolkonsky —y meneó la cabeza—. Me alegro mucho de conocerlo —añadió y volvió a darle la mano.
El príncipe Andréi conocía a Denisov por lo que Natacha le había contado sobre su primer pretendiente. Ese recuerdo lo llevó agradable y dolorosamente a las sensaciones olvidadas que aún persistían en lo más hondo de su corazón. Los últimos días había experimentado sensaciones dolorosas como el abandono de Smolensk, su visita a Lisia Gori y la noticia de la muerte de su padre, así que los antiguos recuerdos carecían de la fuerza de antaño si regresaban.
Para Denisov el nombre de Bolkonsky evocó un pasado lejano y poético cuando, tras la cena y las canciones de Natacha, se había declarado a una niña de quince años, sin saber lo que hacía. Sonrió al recordar esa época, su amor a Natacha, y volvió a lo que le preocupaba exclusiva y apasionadamente: un plan de campaña ideado por él mientras servía en los puestos avanzados de la retaguardia. Lo había presentado a Barclay de Tolly y ahora quería proponérselo a Kutúzov. Se basaba en que la línea enemiga se extendía demasiado y que se debía actuar cortando las comunicaciones de los franceses en lugar de atacar de frente cerrándoles el paso.
Empezó a exponer su proyecto al príncipe Andréi.
—Es imposible defender toda esa línea. No pueden. Yo la romperé si me dan quinientos hombres. Es seguro. Solo hay un sistema: recurrir a las guerrillas.
Denisov se puso en pie y gesticulando explicó su proyecto a Bolkonsky.
Estaba en plena exposición cuando gritos vagos, incoherentes, mezclados con la música y las canciones, llegaron desde donde pasaban revista. Toda la aldea se llenó de gritos y trote de caballos.
—¡Es él! —exclamó un cosaco que hacía guardia a la entrada de la casa. Bolkonsky y Denisov fueron al portal donde había un grupito de soldados y vieron a Kutúzov en un caballo bayo avanzando por el camino. Lo acompañaba un séquito de generales. Barclay iba casi a su lado. Varios oficiales corrían detrás y a los lados, gritando»¡hurra!».
Los edecanes entraron al galope en el patio. Kutúzov espoleaba el caballo, que avanzaba con lentitud bajo su peso, inclinaba la cabeza y se llevaba la mano al gorro blanco de caballero de la Guardia con ribete rojo y sin visera. Al llegar junto a la guardia de honor compuesta por granaderos, casi todos condecorados, los miró unos instantes en silencio y se volvió hacia el grupo de generales y oficiales. Su expresión se tornó socarrona y encogió los hombros con extrañeza.
—¡Replegarse siempre con hombres así! —dijo. —Bueno, hasta la vista, señores —y enfiló con su caballo al portal pasando por delante del príncipe Andréi y Denisov.
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron a sus espaldas.
Desde que lo vio la última vez el príncipe Andréi, Kutúzov había engordado aún más; estaba inflado, pero su ojo blanco, la cicatriz y gesto de cansancio que él conocía bien seguían iguales. Llevaba su levita de uniforme, una bandolera de la que colgaba la fusta, y se balanceaba pesadamente sobre su montura.
—Uf… —resolló al entrar en el patio. Se veía en su rostro la alegría de quien piensa descansar tras las fatigas del desfile militar. Sacó el pie izquierdo del estribo y pasó la pierna sobre la silla, oscilando el cuerpo y arrugado el rostro por el esfuerzo; dobló la rodilla, carraspeó y se apoyó en los brazos de los cosacos y ayudantes que lo sujetaban.
Se ajustó la levita, miró a su alrededor y se detuvo en el príncipe Andréi sin reconocerlo al parecer, y se encaminó con paso desigual a la entrada.
—Uf… —resolló de nuevo y miró al príncipe Andréi. Segundos más tarde, la visión de esa cara debió unirse al recuerdo de su persona, como es frecuente en los ancianos—. ¡Hola, príncipe! ¿Qué tal? ¡Bienvenido! Vamos… —dijo con aire cansado sin dejar de mirar a su alrededor; y subió los peldaños, que crujieron bajo su peso.
Se desabrochó la levita y se sentó en el banco del porche.
—Dime, ¿cómo está tu padre?
—Ayer supe que había muerto —repuso el príncipe Andréi. Kutúzov miró al príncipe Andréi con ojos asustados y muy abiertos; después se descubrió y se persignó.
—¡Dios lo tenga en su gloria! ¡Hágase su voluntad con todos nosotros! —suspiró. Después guardó silencio—. Lo quería y estimaba, y comparto tu dolor.
Abrazó al príncipe Andréi con fuerza contra su voluminoso pecho y lo retuvo largo rato. Al separarse de él, Bolkonsky notó que los labios de Kutúzov temblaban y había lágrimas en sus ojos. Suspiró y apoyó ambas manos en el banco para levantarse.
—Vamos dentro y hablaremos —dijo.
Pero, Denisov, que se acobardaba tan poco ante los jefes como ante el enemigo, subió decididamente los peldaños con ruido de espuelas, pese a que varios ayudantes tratasen de impedírselo con susurros. Kutúzov, con las manos apoyadas en el banco, miró con disgusto a Denisov, quien se presentó y manifestó que debía comunicarle algo de suma importancia para la patria. Kutúzov lo miró y con un gesto contrariado retiró las manos del banco y cruzándolas sobre el vientre repitió:
—¿Por la patria? Bien, ¿qué es? Di.
Denisov se sonrojó como una chica, cosa rara en aquella cara bigotuda y madura de bebedor. Exponer su proyecto de cortar la línea enemiga de operaciones entre Smolensk y Viazma. Denisov había vivido mucho tiempo en la región y la conocía. Su plan parecía bueno, sobre todo por la convicción con que lo exponía. Kutúzov miraba sus pies y a ratos echaba una ojeada al patio de la isba vecina, como si esperase algo desagradable de allí. Y de la isba salió un general con una cartera bajo el brazo.
—¿Qué, ha terminado? —Kutúzov cortó a Denisov en medio de su exposición.
—Sí, Alteza Serenísima —repuso el general.
Kutúzov sacudió la cabeza, como diciendo: «¿Cómo un hombre solo puede hacer tanto?», y siguió escuchando a Denisov.
—Doy mi palabra de honor de oficial ruso de que cortaré las comunicaciones de Napoleón —decía Denisov.
—¿Es pariente tuyo el jefe de intendencia Cyril Andréievich Denisov?
—lo cortó Kutúzov.
—Es mi tío.
—¡Vaya! Éramos amigos —comentó Kutúzov—. Bueno; quédate aquí, en el Estado Mayor, y mañana hablaremos.
Despidió con un movimiento de cabeza a Denisov, se giró y alargó la mano hacia los documentos que le traía Konovnitsin.
—¿Puede entrar en la habitación? —dijo el general de servicio—. Hay que estudiar los planos y firmar documentos.
Un edecán que acababa de salir informó de que todo estaba listo en la casa; pero Kutúzov quería entrar una vez resuelto todo, y frunció el entrecejo.
—No; di que pongan una mesita y lo veré aquí —dijo—. Tú no te vayas —se dirigió al príncipe Andréi.
Este se quedó en el porche escuchando al general. Durante el informe distinguió al otro lado de la puerta un cuchicheo de mujeres y el frufrú de faldas de seda. Miró varias veces allí y vio a una mujer gruesa, sonrosada y guapa, vestida con un traje de seda rosa y un pañuelo violeta; sostenía una bandeja y esperaba la entrada del general en jefe. En voz baja, el ayudante de Kutúzov explicó a Bolkonsky que era la dueña de la casa, la mujer del pope, que quería brindar el pan y la sal a Kutúzov. Su marido había salido a su encuentro con la cruz, en la iglesia, y ella lo recibía en casa. «Es muy guapa», sonrió el ayudante. Kutúzov se giró al oírlo. Escuchaba el informe del general de servicio sobre lo crítico de las posiciones de Tsarevo-Zaimishche, como había escuchado a Denisov, como siete años atrás escuchó las decisiones del Consejo Superior de Guerra en vísperas de Austerlitz. Escuchaba porque tenía oídos y porque, pese al tapón de algodón de uno, podía oír; pero sin duda nada de cuanto pudiese exponer el general le sorprendía o interesaba, puesto que sabía cuanto iba a decirle. Escuchaba porque no podía hacer otra cosa, como cuando asistía a un tedeum en acción de gracias.
Lo dicho por Denisov era acertado y sensato. Cuanto decía el general era aún más acertado y sensato; pero Kutúzov despreciaba los conocimientos y la inteligencia sin duda; sabía que otro factor decidiría el éxito de la campaña, algo al margen de todo eso.
El príncipe Andréi observaba la expresión del general; pero pudo ver solo aburrimiento y curiosidad por los susurros de las mujeres tras la puerta, y el deseo de guardar las apariencias. Kutúzov desdeñaba la inteligencia, el saber y el sentimiento patriótico de Denisov, pero no los despreciaba por la inteligencia, el saber y el sentimiento, sino por otro motivo. Los desdeñaba por sus años y su experiencia. La única orden que dio por su cuenta durante el informe era sobre el merodeo de las tropas rusas. Al concluir el informe, el general le presentó un escrito de indemnización de un terrateniente por permitir a los soldados segar en sus campos avena verde, haciendo responsables a los jefes militares.
Kutúzov chasqueó la lengua y sacudió la cabeza al oírlo.
—¡Al fuego! Y también todos los escritos referidos a eso. Que sieguen el trigo, que quemen la leña y les aproveche. No lo ordeno ni lo autorizo, pero tampoco puedo castigarlo. No puede ser de otro modo: no se puede hacer una tortilla sin cascar los huevos.
Miró el escrito una vez más y añadió meneando la cabeza:
—¡Oh, ese formulismo alemán!
CAPÍTULO XVI
—¡Bueno, ya está todo! —exclamó Kutúzov al firmar el último documento.
Se levantó fatigosamente; alisó las arrugas de su grueso cuello blanco y se dirigió a la puerta con expresión contenta.
La rubicunda mujer del pope agarró la bandeja, la cual no pudo presentar a tiempo pese a los largos preparativos. Se la ofreció a Kutúzov haciendo una reverencia. El general en jefe entornó los párpados y le acarició la barbilla a la mujer.
—¡Qué guapa eres! —dijo—. ¡Gracias, querida!
Sacó de un bolsillo del pantalón unas monedas de oro y las depositó en la bandeja.
—¿Y cómo vivís? —preguntó mientras iban al cuarto que le habían destinado.
La mujer del pope lo acompañó con una sonrisa que profundizaba los hoyuelos de sus mejillas. El edecán fue a buscar al príncipe Andréi, que se había quedado en la terraza, y lo invitó a comer. Media hora después Kutúzov lo llamó. Tumbado en un diván, el general en jefe seguía con la casaca desabrochada. Tenía en la mano un libro francés, al ver a Bolkonsky lo cerró y puso el cortapapeles para marcar la página. Les chevaliers du Cygne, obra de de Genlis, leyó el príncipe Andréi en la cubierta.
—Bueno, siéntate aquí y hablemos —dijo Kutúzov—. Es muy triste. Pero recuerda, amigo, yo soy para ti un padre, un segundo padre…
El príncipe Andréi contó a Kutúzov cuanto sabía de los últimos momentos de su padre y lo que había visto en Lisia Gori.
—¡A qué situación… nos han llevado! —dijo entonces Kutúzov, turbado; lo narrado le recordaba con claridad la situación de Rusia—. ¡Que den tiempo! —añadió con ira. Y para zanjar aquella conversación que lo emocionaba, añadió—: Te hice llamar para tenerte cerca.
—Gracias, Alteza —repuso el príncipe Andréi—, pero no creo que sea útil para los Estados Mayores —dijo con una sonrisa que no pasó desapercibida.
Kutúzov lo miró.
—Sobre todo —prosiguió el príncipe Andréi—, me he acostumbrado a mi regimiento. Valoro a los oficiales y creo que me aprecian. Sentiría abandonarlos. Si no acepto el honor de estar junto a usted, créame…
En el rostro de Kutúzov se dibujó una expresión inteligente, bonachona y maliciosa a un tiempo.
—Lo siento —cortó a Bolkonsky—; te necesito, pero tienes razón. Aquí no es donde necesitamos hombres. Siempre sobran consejeros, pero faltan hombres de verdad. Las unidades no serían lo que son si todos los consejeros sirviesen en los regimientos como tú. Me acuerdo de ti desde Austerlitz… Sí, te recuerdo bien, con la bandera.
El semblante de Bolkonsky se alegró al oír aquello. Kutúzov le tiró de la mano y le tendió la mejilla para que se la besase; el príncipe Andréi vio lágrimas en los ojos del general. Aunque supiese que Kutúzov tenía la lágrima fácil y lo trataba con tanto cariño a fin de mostrar empatía en su dolor, el recuerdo de Austerlitz agradó y halagó.
—Sigue tu camino y que Dios te acompañe; sé que vas por el camino del honor —calló—. ¡Cómo te eché de menos en Bucarest! Necesitaba mandar a alguien…
Kutúzov se refirió entonces a la guerra con Turquía y a la paz concertada.
—Me han llovido críticas por la guerra y por la paz… Pero todo llega a su tiempo. Tout vient à point à qui sait attendre. Sin embargo, allí había tantos consejeros como aquí… —y volvió a un tema que lo preocupaba sin duda—. ¡Oh, los consejeros! Si hubiésemos escuchado a todos en Turquía, no habríamos logrado la paz y la guerra seguiría. Se quiere hacer todo corriendo y eso no es bueno. Kamensky estaría perdido de no haber muerto. Asaltaba las fortalezas con treinta mil hombres.
Conquistar una fortaleza es fácil; lo difícil es ganar la campaña, y para eso no hay que asaltar ni atacar, solo se necesitan paciencia y tiempo. Kamensky envió a los soldados contra Ruschuk; y yo he conquistado más fortalezas que él con tiempo y paciencia, y he obligado a los turcos a comer carne de caballo. —Meneó la cabeza—. Créeme, a los franceses les ocurrirá lo mismo —Kutúzov se animó golpeándose el pecho—. Los obligaré a comer carne de caballo.
De nuevo le brillaron los ojos.
—Pero habrá que dar batalla, ¿no? —preguntó el príncipe Andréi.
—Sí, será necesario si todos quieren. No habrá más remedio… Créeme que no hay nadie más fuerte que estos dos guerreros: la paciencia y el tiempo. Ellos harán todo. Pero los consejeros n’entendent pas de cette oreille-là, voilà le mal. Unos quieren y otros no. ¿Qué hacer entonces? —preguntó, esperando respuesta—. ¿Qué harías tú? —repitió, y sus ojos brillaron con expresión profunda e inteligente—. Te lo diré —añadió porque el príncipe Andréi no respondía—. Te diré qué se hace y lo que yo hago. Dans le doute, mon cher, abstiens-toi —y calló un instante—. Abstiens-toi —dijo pausadamente—. Bueno… ¡Adiós, querido! Recuerda que lamento tu pérdida con toda mi alma y que para ti no soy ni Serenísimo, ni príncipe, ni comandante en jefe, sino un padre. Si necesitas algo, acude a mí. Adiós, querido.
Lo abrazó y besó de nuevo. Casi antes de que hubiese salido el príncipe Andréi, Kutúzov suspiró y retomó Les chevaliers du Cygne, de de Genlis.
Sin poder explicar cómo ni por qué, el príncipe Andréi volvió a su regimiento tras la entrevista tranquilo sobre la situación general y sobre las personas en quienes había confiado. Cuantos menos rasgos personales observaba en Kutúzov, que no perdía la pasión y en vez de inteligencia, que une hechos y deduce consecuencias, sabía contemplar con calma la serie de fenómenos y más tranquilo estaba con respecto a los hechos futuros.
«No tendrá nada suyo. No inventará nada nuevo, ni emprenderá nada —pensaba el príncipe Andréi—, pero escuchará y recordará todo, o pondrá todo donde corresponda. No impedirá nada que sea útil ni permitirá nada malo. Comprende que hay algo más fuerte e importante que su voluntad: el curso inevitable de los hechos; sabe verlo, conoce su importancia, y sabe abstenerse de intervenir y prescindir de su propia voluntad, orientada en otra dirección. Creemos en él porque es ruso, aunque lea a de Genlis y cite proverbios franceses; y porque su voz tembló al decir: ¡Adónde nos han llevado! Se emocionó al asegurar que obligaría al enemigo a comer carne de caballo».
Aquel sentimiento, opuesto a consideraciones cortesanas, era compartido más o menos por todos y en él se fundamentaba el apoyo popular al nombramiento de Kutúzov.
CAPÍTULO XVII
Cuando el zar partió de Moscú, la vida de la ciudad fluía a su ritmo habitual, tan parecido al de siempre que costaba las anteriores jornadas de entusiasmo patriótico; costaba creer que Rusia estaba en peligro y que los socios del Club Inglés fuesen hijos de la patria dispuestos a todo sacrificio. De los días de entusiasmo patriótico general durante la estancia del zar en la capital solo se recordaba la exigencia de hombres y dinero, que tras las ofertas había cobrado rápidamente forma legal y oficial hasta ser inevitable.
Al acercarse el enemigo, la opinión de los moscovitas sobre su situación se frivolizó en vez de hacerse más seria, como sucede siempre a quien ve un gran peligro. Cuando el peligro se acerca, hablan dos voces en el corazón del hombre con la misma fuerza: una pide sensatamente que se reflexione sobre la naturaleza del peligro y cómo evitarlo. La otra, más sensatamente aún, dice que es demasiado triste y duro pensar en el peligro cuando el hombre no puede prevenir todo y salvarse, así que es mejor olvidar las cosas penosas hasta que lleguen, y pensar en las agradables. Si está solo, el hombre suele escuchar la primera voz; pero cuando está con otros, escucha la segunda. Y eso ocurría a los habitantes de Moscú. Nunca se habían divertido tanto como aquel año.
Los pasquines de Rostopchín —que mostraban en la parte superior una taberna, al tabernero y al comerciante moscovita Karpushka Chiguirin, quien, tras ser reclutado y estando ebrio, al escuchar que Bonaparte quería tomar Moscú, se enfadó e insultó a todos los franceses, salió de la taberna y en la puerta, bajo el águila de la bandera, arengó al pueblo— eran leídos y comentados, como los últimos versos de Vasili Lvovich Pushkin.
En el Club se reunían a leerlos y a muchos les gustaba cómo se burlaba Karpushka de los franceses diciendo que se hincharían de coles, reventarían de comer gachas, se asfixiarían tomando «schi», que eran todos enanos y que una campesina rusa con una horca acabaría con tres de ellos. Algunos no aprobaban ese tono estúpido y ordinario.
Se comentaba que Rostopchín había expulsado de Moscú a los franceses y a los extranjeros, entre ellos a los espías y agentes de Napoleón; pero eso se contaba para poder citar las ingeniosas palabras de Rostopchín al despedirlos.
Los extranjeros eran enviados en una barcaza a Nizhni-Novgorod, y Rostopchín había dicho: «Rentrez en vous-même, entrez dans la barque et n’en faites pas une barque de Charon».
Decían que todas las oficinas públicas habían sido evacuadas de Moscú y añadían la broma de Shinshin de que solo por eso Moscú debía estar agradecida a Napoleón. Contaban que el regimiento ofrecido por Mamonov costaría ochocientos mil rublos, y que Bezúkhov había gastado más en sus milicianos; pero la gente decía que lo mejor del gesto de Bezúkhov era que él iba a ponerse el uniforme y desfilar a caballo frente a su regimiento sin cobrar nada a quienes lo mirasen.
—No perdonan a nadie —dijo Julie Drubetskoi reuniendo y apretando un puñado de hilos con sus dedos ensortijados.
Julie iba a partir de Moscú al día siguiente y ofrecía una velada de despedida.
—Bezúkhov est ridicule, ¡pero es tan bueno y simpático! ¿Qué placer hay en ser tan caustique?
—¡Multa! —dijo un joven uniformado, a quien Julie llamaba mon chevalier y la acompañaba a Nizhni-Novgorod.
En las veladas de Julie, como en otros salones de la capital, se había decidido hablar solo en ruso; los que por despiste hablaban en francés debían pagar una multa a favor del comité de socorro.
—Otra multa por el galicismo —dijo un escritor ruso—. «Qué placer hay en ser» no es correcto en ruso.
—No perdona usted una —sonrió Julie al joven uniformado sin atender a la observación gramatical—. Por lo de caustique soy culpable y pagaré, y también por el gusto de decirle la verdad. Pero por el galicismo no —y miró al escritor—. No tengo dinero ni tiempo para tomar un profesor y aprender el ruso, como el príncipe Golitsin.
Luego exclamó:
—¡Ah! ¡Ahí está él! Quand on… ¡Oh, no! No me pillará usted otra vez.
—¡Vaya! Cuando hablan del sol, ven sus rayos —sonrió amablemente a Pierre—. Hablábamos de usted —continuó con aquella agilidad para la mentira de las mujeres mundanas—. Decíamos que su regimiento de milicias será mejor que el de Mamonov.
—No me hable de mi regimiento —dijo Pierre—. ¡Estoy harto! —Besó la mano de la dueña de la casa y se sentó a su vera.
—Lo mandará usted mismo, ¿no? —Julie cruzó una mirada de burlona con el joven miliciano.
Pero este ya no era tan cáustico delante de Pierre y su expresión fue más de asombro por el sentido de la sonrisa de Julie. Pese a sus distracciones y su amabilidad, la personalidad de Pierre cortaba cualquier intento de burla delante de él.
—No —rio Bezúkhov riendo, y lanzó una mirada a su cuerpo grande y grueso—. Los franceses harían blanco en mí y, además, no me veo montando a caballo…
Entre las personas de quienes se hablaba en el salón de Julie se habló también de los Rostov.
—Dicen que sus asuntos van muy mal —comentó Julie—. ¡Y el conde es tan poco juicioso! Los Razumovski querían comprar la casa y la hacienda de Moscú, pero tardarán porque pide mucho.
—Pues yo creo que la venta va a efectuarse uno de estos días —dijo alguien—, aunque me parece una locura comprar algo ahora en Moscú.
—¿Por qué? —preguntó Julie—. ¿Cree que hay peligro para la ciudad?
—¿Por qué se marcha usted entonces?
—¿Yo? ¡Qué pregunta tan rara! Me marcho porque… porque todos lo hacen y yo no soy una Juana de Arco ni una amazona.
—Sí, claro, claro, deme más trapitos.
—Si supiese llevar bien sus asuntos podría saldar todas las deudas —insistió el joven miliciano a propósito de los Rostov.
—Es un buen hombre, pero muy pauvre sire. ¿Y por qué se quedan en Moscú tanto tiempo? Tenían pensado ir al campo. Nathalie está bien, ¿no? —preguntó Julie a Pierre con una sonrisa maliciosa.
—Esperan al hijo menor —dijo Pierre—. Ingresó en los cosacos de Obolenski y ha ido a Bielaia-Tzerkov, donde están formando el regimiento. Han conseguido que lo destinen al mío; lo esperan en cualquier momento. El conde quería marcharse, pero su mujer se empeña en quedarse en Moscú hasta que vuelva el hijo.
—Los vi anteayer en casa de los Arjarov. Nathalie está muy guapa y alegre. Cantó una romanza. ¡Qué fácilmente pasa todo para ciertas personas!
—¿Qué pasa pronto? —preguntó Pierre, malhumorado. Julie sonrió.
—¿Sabe, conde, que caballeros como usted solo se ven en las novelas de Suza?
—¿Qué caballero? ¿Por qué? —Pierre enrojeció.
—Pero, bueno, querido conde. C’est la fable de tout Moscou. Je vous admire, ma parole d’honneur.
—¡Multa! ¡Multa! —exclamó el joven miliciano.
—¡Bueno, bueno! No se puede decir nada. ¡Qué aburrimiento!
—¿Cuál es la fábula de todo Moscú? —Pierre se levantó enfadado.
—Bueno, conde, lo sabe.
—No sé nada —dijo Pierre.
—Sé que es muy amigo de Nathalie Rostov y por eso… yo siempre he sido más amiga de Vera. Cette chère Vera…
—Non, madame —dijo Pierre malhumorado—. Jamás me he tenido por caballero de la señorita Rostov; hace casi un mes que no paso por su casa; pero no comprendo la crueldad…
—Qui s’excuse, s’accuse —Julie sonrió sacudiendo los hilos de la mano, y cambió de tema:
—He sabido hoy que la pobre María Bolkónskaya llegó ayer a Moscú… ¿Sabe que perdió a su padre?
—¿Qué me cuenta? ¿Dónde está? Me gustaría mucho verla —dijo Pierre.
—Ayer fui a visitarla. Hoy o mañana irá con su sobrino a la finca de aquí cerca.
—¿Y cómo está? —preguntó Pierre.
—Muy triste. ¿Y sabe quién la salvó? ¡Toda una novela! Nikolái Rostov. La tenían cercada, querían matarla e hirieron a varios criados. Pero Rostov la salvó…
—¡Otra novela! —dijo el joven militar—. Sin duda esta huida general ha sido pensada para que todas las solteronas se casen; Catiche por un lado, la princesa Bolkónskaya por otro.
—Sabe, yo creo que está un petit peu amoureuse du jeune homme.
—¡Multa! ¡Multa! ¡Multa!
—Pero ¿cómo puede decirse eso en ruso?
CAPÍTULO XVIII
Cuando Pierre regresó a casa le dieron dos pasquines de Rostopchín traídos ese día.
El primero contaba que el rumor de que el conde Rostopchín prohibía salir de Moscú era falso, que el conde estaba contento de que las damas y las mujeres de los comerciantes se marchasen. «A menos miedo, menos chismes —decía un pasquín—. Pero respondo con mi vida que esos bribones no entrarán en Moscú». Las palabras revelaron a Pierre que los franceses llegarían a Moscú. El segundo decía que el Cuartel General ruso estaba en Viazma y que el conde Vitgenstein había derrotado a los franceses; sin embargo, como muchos ciudadanos deseaban armarse, había en el arsenal armas aguardándoles: sables, pistolas y fusiles baratos.
El tono de ambos pasquines no era tan burlón como los anteriores de Chiguirin. Pierre quedó pensativo ante ellos. Sin duda aquella nube borrascosa que él anhelaba con todo su corazón y le inspiraba también un terror involuntario en su ánimo se acercaba.
Por centésima vez se preguntó: «¿Debo incorporarme al ejército o aguardar? «Tomó la baraja que había sobre la mesa e hizo un solitario.
«Si me sale —se dijo barajando las cartas y levantando los ojos—, si sale…, quiere decir… ¿qué quiere decir…?»
No había terminado de contestarse cuando oyó la voz de la mayor de las princesas preguntándole si podía entrar.
«Entonces significa que debo ir al ejército», concluyó Pierre —Entre —añadió volviéndose hacia la puerta.
Solo la mayor de las princesas, la de talle largo y rostro pétreo, vivía aún en casa de Pierre, las dos menores se habían casado.
—Perdóneme, mon cousin, si molestó —dijo con emoción y reproche—. Pero hay que tomar una decisión. ¿Qué ocurrirá? Todos se marchan y el pueblo se subleva. ¿Nosotros nos quedamos?
—Al contrario, ma cousine, parece que todo va bien —bromeó Pierre como siempre que hablaba con la princesa para disimular la confusión que le producía ser el bienhechor de ella.
—Sí, todo va bien… ¡Qué forma de ir bien las cosas! Varvara Ivánovna me ha contado lo bien que se distinguen nuestras tropas. No hay motivos de orgullo. El pueblo está revuelto y no obedece. Hasta mi criada me contesta con grosería. Pronto nos pegarán. No se puede andar por las calles; y lo peor es que el día menos pensado se presentan los franceses. ¿A qué esperamos? Solo pido, mon cousin, que ordene llevarme a San Petersburgo. No puedo vivir sometida a Bonaparte.
—Pero, calma, ma cousine. ¿De dónde saca esas noticias? Ocurre todo lo contrario…
—No me someteré a Napoleón. Los demás, que hagan lo que quieran… Y si usted no quiere hacerlo…
—Claro que lo haré; ahora mismo daré la orden.
La princesa estaba molesta por no tener con quien enfadarse. Se sentó en una silla.
—No la han informado bien —añadió Pierre—. En la ciudad todo está tranquilo y no hay peligro. Mire, acabo de leer esto… —mostró los pasquines—. Dice el conde que responde con su vida de que el enemigo no entrará en Moscú.
—¡Ah! —se irritó la princesa—. Ese conde suyo es un hipócrita, un miserable; él mismo incita a la rebeldía. ¿No escribió en esos estúpidos pasquines había que agarra a todos por el copete y llevarlo a la cárcel? Menuda bobada. La gloria y el honor, dice, serán de quien lo haga. Y ya ve sus buenas palabras. Varvara Ivánovna me ha contado que el pueblo casi la mata por hablar en francés…
—Eso no tiene importancia… Se toma demasiado a pecho las cosas — dijo Pierre, y se dedicó al solitario.
El solitario salió bien, pero Pierre se quedó en Moscú, que estaba casi vacía; lo invadía la misma inquietud, indecisión, el mismo temor y alegría, mientras aguardaba algo espantoso.
Al atardecer del día siguiente la princesa se marchó y el administrador se presentó a Pierre para decirle que no tenía dinero para equipar el regimiento sin vender una finca. El administrador trató de explicarle que lo del regimiento lo arruinaría. Al oírlo, Pierre apenas disimuló una sonrisa.
—Bueno, véndala —dijo—, ¿qué vamos a hacer? Ahora no puedo echarme atrás.
Cuanto peor era la situación general y la suya propia, mejor le parecía y más inminente veía la catástrofe en ciernes. Casi todos sus amigos se habían marchado. También Julie y la princesa María; de sus amigos íntimos solo quedaban los Rostov, pero Pierre no los visitaba.
Para distraerse, ese día fue a la aldea de Vorontsovo para ver un globo que estaba construyendo Leppich para destruir al enemigo, y otro de pruebas que soltarían al día siguiente. El globo no estaba terminado, pero Pierre sabía que se construía por deseo del zar y por ello el conde Rostopchín había recibido la siguiente carta:
En cuanto Leppich esté dispuesto, preparen una buena tripulación de hombres seguros e inteligentes para la barquilla, y envíe un correo al general Kutúzov para advertirle. Yo ya le he avisado de ello.
Le ruego que recomiende a Leppich que esté pendiente del lugar donde debe aterrizar la primera vez para no equivocarse y caer en manos enemigas. Es indispensable coordinar sus movimientos con el general en jefe.
Al regresar, Pierre atravesó la plaza Bolotnaia y vio a una multitud congregada en torno al patíbulo. Estaban azotando a un cocinero francés acusado de espionaje. El castigo había concluido y el verdugo desataba del potro a un hombre gordo, de patillas rojas, medias azules y chaquetón verde, que gemía. Otro criminal muy delgado estaba junto a él. Ambos debían ser franceses a juzgar por su aspecto. Con aire asustado y dolorido, semejante al francés delgado, Pierre se abrió paso entre el gentío.
—¿Qué pasa? ¿Quiénes son? ¿Por qué los castigan? —preguntaba.
Pero la atención del público, funcionarios, tenderos y mercaderes, mujiks y mujeres con abrigos y pellizas estaba tan concentrada en el patíbulo que nadie respondió. El hombre grueso se levantó; frunció el entrecejo, se encogió de hombros y se puso su chaquetón sin mirar a su alrededor, tratando de mostrarse entero. Pero sus labios temblaron y, reprochándose su debilidad, lloró como los hombres maduros y excitables. La gente se puso a hablar en voz alta y Pierre creyó que lo hacían para ahogar sus sentimientos de piedad.
—Es el cocinero de no sé qué príncipe…
—Se ve, misié, que la salsa rusa es agria para los franceses… Le ha dejado mal sabor de boca —dijo un funcionario arrugado que estaba junto a Pierre cuando el hombre lloró.
El funcionario miró a su alrededor para ver el efecto de su broma; algunos rieron, otros miraron asustados al verdugo, que estaba desnudando al segundo condenado.
Pierre resopló, arrugó el ceño y volvió al coche sin dejar de murmurar cosas sin sentido. Durante el camino se estremeció y lanzó exclamaciones en voz alta hasta que el cochero le preguntó:
—¿Ordena algo, Excelencia?
—¿Adónde vas? —le gritó Pierre cuando entraron en la Lubianka.
—¿No me ordenó que fuésemos a la residencia del general gobernador?
—¡Necio! ¡Burro! —Pierre insultó al cochero, cosa rara—. ¡Te dije a casa! ¡Y deprisa, pánfilo! Debo irme hoy mismo —añadió ya para sí mismo.
El espectáculo de los franceses azotados y del gentío asistiendo al castigo lo había llevado a la conclusión de que no podía permanecer más en Moscú; quería ir cuanto antes al ejército y le creía haber dicho al cochero sus intenciones o que este debería haberlas adivinado.
Ya en casa avisó a Eustafievich, el otro cochero que lo sabía todo, entendía todo y era conocido en todo Moscú, de que esa noche partiría hacia Mozhaisk, al ejército, y que debía mandar allí sus caballos de silla. No se podía hacer todo el mismo día y, siguiendo el consejo de Eustafievich, Pierre aplazó la partida al día siguiente para preparar los tiros de repuesto.
Tras unos días de mal tiempo, el 24 amaneció raso y, después de almorzar, Pierre salió de Moscú. Esa noche, al cambiar los caballos en Perjushkovo, Pierre supo que se había librado una importante batalla. Contaban que en Perjushkovo la tierra había temblado con los cañonazos. Pierre preguntó quién había ganado, pero nadie le supo responder. Fue la batalla de Shevardinó, del día 24. Pierre llegó a Mozhaisk al alba.
Todas las casas allí estaban ocupadas por las tropas, y en la posada, donde estaban su caballerizo y el cochero, no había sitio; todo estaba plagado de oficiales.
En Mozhaisk y más allá solo se veían soldados a pie o montados, cosacos, infantería, carros, armazones y artillería. Pierre quería avanzar, y cuanto más se alejaba de Moscú y más se metía entre las tropas, más inquieto e impaciente estaba, y experimentaba una sensación nueva y de júbilo como nunca. Era un sentimiento como el que había experimentado en el palacio de Slobodski cuando llegó el zar: que había que emprender algo y sacrificar algo. Ahora entendía que cuanto hace la dicha humana, las comodidades de la vida, las riquezas y la propia vida no era nada comparado con… eso. Pierre no podía percatarse. No trataba de buscar explicación de por quién y para qué quería sacrificar todo. No le preocupaba la causa del sacrificio, sino que el propio sacrificio despertaba aquel sentimiento.
CAPÍTULO XIX
El día 24 se libró la batalla de Shevardinó; el 25 no disparó ni un tiró y el 26 tuvo lugar la batalla de Borodinó.
¿Para qué y cómo se dieron y aceptaron ambas batallas? ¿Para qué tuvo lugar la de Borodinó? Carecía de sentido para los franceses y para los rusos. Su resultado fue y debía ser la inminente caída de Moscú, lo cual temían los rusos más que nada en el mundo; y para los franceses, la pérdida inminente de todo su ejército, lo cual también temían más que nada. Ese resultado era obvio ya; sin embargo, Napoleón no evitó la batalla y Kutúzov la aceptó.
Era como si para Napoleón, tras recorrer dos mil kilómetros por el interior del país, debía de estar claro que, al aceptar la batalla, se arriesgaba a perder una cuarta parte de su ejército e ir a una derrota segura. Para Kutúzov debía estar igual de claro que al aceptar la batalla y arriesgar también él otra cuarta parte de su ejército, se perdería Moscú. Para Kutúzov, era una evidencia matemática, la misma que tendría jugando a las damas con un peón de menos y cambiase sabiendo que la derrota es segura.
Cuando mi adversario tiene dieciséis fichas y yo catorce, solo soy más débil que él en un octavo; pero cuando hayamos cambiado ambos otras trece piezas, él será tres veces más fuerte que yo.
Antes de la batalla de Borodinó, las fuerzas rusas eran de cinco a seis con respecto a las del enemigo; tras la batalla quedaron en uno a dos; es decir, antes de la batalla eran cien mil contra ciento veinte mil; después, cincuenta contra cien. No obstante, el taimado y ducho Kutúzov aceptó la batalla y el genial adalid, como llamaban a Napoleón, la libró y así perdió la cuarta parte de sus hombres y alargó más su línea de comunicaciones. Si ocupando Moscú, como Viena, Napoleón pensaba concluir la campaña, hay muchas pruebas en contra. Cuentan los historiadores que Napoleón quiso detenerse ya en Smolensk, que comprendía el peligro de alargar sus comunicaciones y sabía que ocupar Moscú no significaba concluir la campaña, pues después de Smolensk veía en qué estado lo dejaban las ciudades rusas ni recibía respuesta a sus repetidas manifestaciones de que deseaba iniciar conversaciones.
Con la batalla de Borodinó, Napoleón y Kutúzov actuaban de un modo insensato, no eran dueños de sus actos; los historiadores han aportado pruebas bien urdidas para demostrar la previsión y el genio de los jefes que, de todos los instrumentos inconscientes de los hechos mundiales, fueron los más dóciles y menos conscientes.
Los antiguos dejaron modelos de poemas épicos en que los héroes acaparan el interés de la historia; y no nos habituamos a que hoy en día carezca de sentido ese tipo de historia.
En cuanto a cómo se libraron las batallas de Borodinó y la anterior de Shevardinó, existe una explicación conocida y falsa. Los historiadores son unánimes al describir los hechos como sigue:
«Tras su retirada de Smolensk, el ejército ruso buscaba la posición más ventajosa para la batalla campal y la encontró cerca de Borodinó.
»Los rusos fortificaron antes esa posición, a la izquierda del camino de Moscú a Smolensk, casi en ángulo recto, entre Borodinó y Utitsa, donde se desarrolló la batalla.
»Delante de esta posición se dispuso una avanzada sobre Shevardinó para vigilar al enemigo; el día 24 Napoleón atacó y tomó esa avanzada; el 26 se lanzó contra todo el ejército ruso dispuesto en el campo de Borodinó.»
Eso escriben los historiadores, y es inexacto, como podrá comprobarlo fácilmente quien estudie el sentido de la acción.
Los rusos no buscaron la mejor posición, sino que durante el repliegue abandonaron posiciones mejores que la de Borodinó; no se detuvieron en ninguna porque Kutúzov no quería aceptar una posición no escogida por él y porque la batalla campal no parecía inevitable; además carecía de fuerzas, ya que Miloradovich se retrasaba con sus milicias, además de otras causas. El caso es que algunas posiciones anteriores a la de Borodinó, donde se libró la batalla, eran mejores sin siquiera poder llamarse posiciones; eran cualquier otro lugar del imperio ruso que pudiera señalarse al azar con un alfiler sobre el mapa.
Los rusos no fortificaron las posiciones del campo de Borodinó, a la izquierda y en ángulo recto del camino, donde tuvo lugar la batalla; ni siquiera pensaron hasta el 25 de agosto de 1812 que el encuentro pudiese ocurrir allí. Prueba de ello es que al día 25 no había obras de defensa en ese punto y las que se iniciaron el 25 no estaban terminadas el 26; otra prueba es la situación de Shevardinó, delante del lugar donde se libró la batalla, elección sin sentido. ¿Por qué fue mejor fortificado ese reducto que otro? ¿Por qué lo defendieron el día 24 hasta tarde, con gran esfuerzo y perdiendo seis mil hombres? Para observar al enemigo bastaba una patrulla de cosacos. La tercera prueba de que no se había previsto la posición de la batalla y de que Shevardinó no era su punto avanzado es que Barclay de Tolly y Bagration estaban convencidos, hasta el día 25, de que constituía el flanco izquierdo de la posición y que Kutúzov, en su informe escrito en la batalla, calificó Shevardinó como flanco izquierdo de la posición. Cuando después se escribieron partes de la batalla, se inventó para justificar los errores del general en jefe, que siempre debe ser infalible, la afirmación extraña y errónea de que el reducto era un puesto avanzado, siendo en realidad un punto fortificado del flanco izquierdo, y que la batalla de Borodinó había sido aceptada por los rusos en una posición fortificada y escogida de antemano, cuando fue en un lugar imprevisto y apenas fortificado.
Las cosas ocurrieron como sigue: la posición se escogió a lo largo del Kolocha, río que divide el camino general no en ángulo recto, sino agudo, así que el flanco izquierdo estaba en Shevardinó y el derecho cerca de la aldea de Novoie; el centro era Borodinó, en la confluencia de los ríos Kolocha y Voina. Esta posición, cubierta por el Kolocha, corresponde a un ejército que desee detener a un enemigo que avanza sobre Moscú por el camino de Smolensk. Es algo obvio para quien mire el campo de Borodinó olvidando el desarrollo de la batalla.
Napoleón, que el día 24 había alcanzado la aldea de Valúyevo, no descubrió, según dicen, las posiciones rusas de Utitsa a Borodinó porque no existían. No descubrió el puesto avanzado del ejército ruso porque, al perseguir a la retaguardia rusa en el flanco izquierdo, se topó con Shevardinó e, inesperadamente para los rusos, hizo cruzar a sus tropas al otro lado del Kolocha. Los rusos retiraron su ala izquierda de la posición que querían de ocupar y ocuparon otra que no prevista ni fortificada. Al pasar a la margen izquierda del Kolocha, a la izquierda del camino, Napoleón desplazó toda la futura batalla de derecha a izquierda con respecto a los rusos, colocándola entre Utitsa, Semionovskoie y Borodinó, en un campo nada ventajoso como posición y donde se desarrollaría la batalla del día 26.
Si el día 24 Napoleón no hubiese llegado por la tarde al Kolocha y no hubiese aplazado el ataque hasta la mañana siguiente, nadie habría dudado que Shevardinó era el flanco izquierdo de la posición rusa, y la batalla se habría librado como se esperaba. Entonces se habría defendido con mayor tesón Shevardinó como flanco izquierdo ruso; se habría atacado a Napoleón en el centro o en la derecha y la batalla campal habría tenido lugar el día 24 en una posición fortificada y prevista. Pero como el ataque al flanco izquierdo ruso se realizó esa tarde tras el repliegue de la retaguardia, esto es, después del combate de Gridnieva, y como los jefes rusos no podían o no tuvieron tiempo de librar la batalla la tarde del 24, la primera y principal fase de la batalla de Borodinó estaba perdida desde el 24 y había desembocado en la derrota del día 26.
Tras la pérdida de Shevardinó, la mañana del día 25, había quedado descubierto el flanco izquierdo y los rusos tuvieron que replegar el ala izquierda y fortificarla estuviera donde estuviese y deprisa.
Por otra parte, el 26 de agosto las tropas rusas estaban protegidas por fortificaciones débiles y no acabadas. Aquello se agravó porque los generales rusos no tuvieron en cuenta la pérdida de la posición en el flanco izquierdo y el desplazamiento de todo el campo de batalla de derecha a izquierda y mantuvieron sus posiciones desde la aldea Novoie hasta Utitsa, de modo que en plena batalla tuvieron que desplazar sus tropas de derecha a izquierda. Así, la batalla de Borodinó no se produjo como se ha descrito para tapar los errores de los generales y reducir la gloria del ejército y el pueblo rusos. La batalla de Borodinó no tuvo lugar en una posición elegida y fortificada con fuerzas rusas muy inferiores; la batalla de Borodinó, debido a la pérdida de Shevardinó, tuvo que ser aceptada por los rusos en campo abierto, sin apenas fortificaciones y unas fuerzas dos veces inferiores a las francesas; se libró en unas condiciones en que era inconcebible no solo combatir diez horas seguidas y dejar la batalla sin resolver, sino también evitar durante tres horas la derrota total y la desbandada.
CAPÍTULO XX
El 25 por la mañana Pierre salió de Mozhaisk. En la cuesta escarpada que conducía fuera de la ciudad y ante la catedral situada a la derecha, cuyas campanas anunciaban los oficios, Pierre se apeó del carruaje y continuó a pie. Detrás bajaba un regimiento de caballería con sus cantores. Frente a este subía un convoy de carros con los heridos de la víspera. Los conductores, mujiks, gritaban y fustigaban a los caballos yendo de un lado a otro. Los carros, con tres o cuatro heridos cada uno, algunos tumbados y otros sentados, brincaban sobre las aceras de piedras de la pendiente pronunciada. Los heridos, envueltos en trapos, cadavéricos, con los labios y el ceño fruncidos, se asían al borde de los carros, saltaban y chocaban entre sí. Casi todos contemplaban con curiosidad infantil e ingenua el sombrero blanco y el frac verde de Pierre.
El cochero de Pierre increpaba a los convoyes de heridos para que se quedasen En fila. El regimiento de caballería, que bajaba desde la montaña con sus cantores, llegó hasta el carruaje de Pierre estrechando aún más el paso. Pierre se arrimó al borde del camino excavado en la montaña. El sol no llegaba por la vertiente, hacía frío y el ambiente era húmedo. Sobre la cabeza de Pierre brillaba una clara mañana de agosto y se oían las campanas. Un carro de heridos se detuvo al borde del camino, junto a Pierre. El carretero, un mujik con lapti, acudió resollando a su carro, calzó las ruedas traseras con una piedra y arregló los arreos del caballo. Un viejo soldado herido, con el brazo vendado, que iba detrás del carro, se agarró con la mano sana y miró a Pierre.
—Y bien, paisano, ¿nos dejarán aquí, o nos llevarán a Moscú? —preguntó.
Pierre iba distraído y no oyó la pregunta; miraba al regimiento que se cruzaba con el convoy de heridos y al carro detenido junto a él, sobre el que iban dos heridos sentados y uno tumbado.
Uno de los soldados del carro estaba herido en la cara. Tenía la cabeza envuelta en trapos y una de las mejillas se había hinchado como la cabeza de un bebé; tenía torcidas lado la boca y la nariz. El soldado miraba a la catedral y se persignaba. El otro, un joven rubio y blanco con rostro delicado y exánime, miraba con una sonrisa a Pierre. El tercero estaba echado sobre el vientre, con la cara oculta. Los cantantes de la caballería pasaban al lado mismo del carro:
¡Oh! Ha perdido… la cabeza… viviendo en otro país…
Era una tonada alegre y bailable de soldados. Como en respuesta, pero con otra alegría, el sonido metálico de las campanas resonaba en la altura. Y con otro tipo de alegría, los rayos del sol acariciaban la cima frente a la vertiente. Abajo, donde se había detenido el carro de los heridos con su caballo jadeante junto a Pierre, todo seguía húmedo, lúgubre y triste.
El soldado de la mejilla hinchada miró irritado a los cantantes.
—¡Cómo presumen! —les reprochó.
—Ya no se contentan con soldados; he visto mujiks —dijo a Pierre el soldado que iba detrás del carro—. Ya no distinguen… Quieren caer encima con todo el pueblo. De Moscú se trata. Quieren acabar ya.
Pese a la oscuridad de las palabras, Pierre comprendió el sentido y asintió con la cabeza.
El camino quedó expedito. Pierre bajó la cuesta y continuó. Miraba a ambos lados del camino buscando caras conocidas; pero ninguna le sonaba; eran de militares de distintas armas que miraban atónitos su sombrero blanco y su frac verde.
Cuatro kilómetros más y se topó con el primer conocido: un doctor con mando en el ejército. Viajaba en una carretela con un colega. Al reconocerlo, ordenó a un cosaco sentado en el pescante que frenase.
—¡Conde! ¡Excelencia! ¿Qué hace aquí? —preguntó.
—Quería ver todo esto…
—Sí, habrá mucho que ver…
Pierre se apeó y charló con el doctor explicándole su intención de ir a la batalla.
El doctor le aconsejó que se dirigiese al Serenísimo.
—Dios sabe dónde está; nadie lo sabe —dijo el doctor cambiando una mirada con su joven colega—. Además, el Serenísimo lo conoce y lo recibirá. Hágalo así.
El doctor parecía cansado y apresurado.
—Entonces, cree que… ¡Ah! Quería preguntarle dónde está la posición —dijo Pierre.
—¿La posición? No es de mi competencia. Cuando pase Tatarinovo verá que están cavando trincheras. Suba a la colina; desde allí se ve todo.
—¿Se ve desde allí…? Si usted…
Pero el doctor lo cortó acercándose a su carretela.
—Lo acompañaría, pero le juro que estoy hasta aquí —se indicó la garganta—. Voy a ver al comandante del cuerpo… ¡Ya sabe cómo se hacen las cosas…! Mire, conde, mañana será la batalla y hay que calcular al menos veinte mil heridos por cada cien mil hombres… Y ni para seis mil tenemos parihuelas, catres, practicantes, médicos o medicamentos. Es verdad que tenemos diez mil carros; pero necesitamos otras cosas. Y así nos tiene: arréglatelas como puedas.
Pensar que de aquellos miles de hombres sanos, jóvenes o viejos, que habían contemplado su sombrero, veinte mil morirían, tal vez los que tenía delante, impresionó a Pierre.
«A lo mejor mueren mañana. ¿Por qué piensan en algo que no sea la muerte?» De repente, por una asociación de ideas, imaginó la bajada de la cuesta de Mozhaisk, los carros de los heridos, las campanas, los rayos del sol y las tonadas de los soldados de caballería.
«Los jinetes van a la batalla, se cruzan con los heridos y no piensan en lo que les aguardan; pasan ante los heridos y les guiñan el ojo. Y veinte mil van a morir. ¡Y les maravilla mi sombrero! ¡Qué raro es todo!» Pensaba Pierre mientras iba a Tatarinovo.
Junto a la casa de un terrateniente, a la izquierda del camino, había varios coches, furgones, asistentes y centinelas. Era el Cuartel del Serenísimo.
Pero él no estaba ni había casi nadie del Estado Mayor. Todos habían ido a la iglesia, donde se celebraba un tedeum. Pierre continuó hacia Gorki.
Una vez subida la cuesta, al entrar en la callecita de la aldea, Pierre vio a los mujiks de las milicias con cruces en los gorros y camisas blancas, que trabajaban sudorosos a la derecha del camino, sobre un montículo de hierba, mientras reían y charlaban animadamente.
Unos cavaban con palas, otros llevaban la tierra en carretillas sobre unas tablas; otros estaban mano sobre mano.
Dos oficiales daban órdenes. Al ver a esos mujiks divertidos por la novedad de su estado militar, Pierre recordó a los heridos de Mozhaisk y comprendió lo que quería decir el soldado con su frase: “Quieren caer encima con todo el pueblo”. Ver a aquellos mujiks barbudos trabajando en el campo de batalla, lejos de sus tierras, con aquellas botas a las que no estaban hechos, el cuello sudoroso, medio desnudos, mostrando las clavículas, impresionó a Pierre más que cuanto había visto y oído hasta entonces sobre la importancia y solemnidad del momento que vivían.
CAPÍTULO XXI
Pierre se apeó del coche, pasó entre los campesinos que trabajaban y subió al montículo desde donde, según el doctor, podía divisar el campo de batalla.
Eran las once y el sol, a la izquierda y a espaldas de Pierre, alumbraba a través del aire puro, el panorama que se extendía como un gigantesco anfiteatro.
A lo alto, hacia la izquierda, cortando ese anfiteatro, serpenteaba el camino de Smolensk, que cruzaba la aldea de Borodinó con su iglesia blanca situada a quinientos pasos delante del montículo. Más allá el camino iba por un puente y continuaba entre subidas y bajadas hacia la aldea de Valúyevo, donde se encontraba Napoleón, que se distinguía a seis kilómetros. Detrás de Valúyevo, el camino se adentraba en un bosque que amarilleaba en el horizonte. En ese bosque de abedules y abetos brillaba la cruz y el campanario del lejano monasterio de Kolotski. En aquella distancia, a derecha e izquierda del bosque y del camino, se veía el humo de las fogatas y las masas de tropas rusas y francesas. A la derecha, a lo largo del Kolocha y el Moskova, el terreno era accidentado y lleno de desfiladeros. Entre dos de ellos se veían las aldeas de Bezubovo y Zajarino. A la izquierda, el terreno era llano, con cultivos y la aldea de Semionovskoie, aún humeante tras haber sido incendiada.
Cuanto Pierre veía a ambos lados era tan indefinido que no respondía a lo que él imaginaba. No veía ningún campo de batalla como esperaba, solo llanuras, tropas, bosques, campos, fogatas, aldeas, montículos y arroyos. Pese a que examinó todo, no vio las posiciones ni pudo distinguir las tropas rusas de las enemigas.
«Tendré que preguntar a alguien que lo sepa», se dijo, y acudió a un oficial que contemplaba con curiosidad su vigorosa figura tan poco castrense.
—Perdone, ¿qué aldea es la de ahí delante?
—Burdinó… o algo así —dijo el oficial dirigiéndose a su camarada.
—Borodinó —lo corrigió el otro.
El oficial se acercó a Pierre, satisfecho de la oportunidad de conversar un rato.
—¿Están allí los nuestros? —preguntó Pierre.
—Sí, y un poco más lejos los franceses. ¡Mire, allí puede verlos! —dijo.
—¿Dónde? —preguntó Pierre.
—Se ven a ojo desnudo. Ahí están.
El oficial señaló los humos a la izquierda, detrás del río, y en su rostro se dibujó una expresión seria que Pierre había visto ya en muchos hombres.
—¡Ah! ¡Son los franceses! ¿Y allí…? —Pierre señaló la izquierda del montículo, donde había tropas.
—Son los nuestros.
—¡Ah, los nuestros! —Pierre indicó un montículo con un gran árbol, junto a una aldea hundida en un barranco; también allí había fogatas y se veía algo negro.
—Él otra vez —el oficial miró Shevardinó—. Ayer era nuestro y hoy es suyo.
—¿Dónde está nuestra posición entonces?
—¿La posición? —el oficial sonrió—. Puedo decírselo porque yo he construido casi todas nuestras fortificaciones. Nuestro centro está en Borodinó —señaló la aldea de la iglesia blanca—; aquí está el paso sobre el Kolocha. Allí, donde se ven unos montones de heno, están el puente y nuestro centro. Ese es nuestro flanco derecho —señaló a la derecha, lejos del barranco—. Por allí pasa el Moskova y cerca hemos construido tres fortificaciones. Ayer el flanco izquierdo… —el oficial calló—. Es difícil de explicar… Ayer, nuestro flanco izquierdo estaba allí, en Shevardinó, donde está ese roble; pero lo hemos desplazado hacia atrás, ¿ve esa aldea humeante? Está ahora en Semionovskoie; y ahí —señaló el montículo de Raievski—. Pero no es probable que la batalla se libre allí. Él quiere engañarnos, y por eso ha pasado sus tropas a este lado del río; seguro que tratará de envolvernos dejando el Moskova a su derecha. Pero mañana muchos de nosotros no lo contaremos en todo caso —sentenció el oficial. Un viejo suboficial, que se le había acercado mientras hablaba, aguardaba en silencio el final del discurso. Pero, disgustado por las palabras del oficial, lo cortó:
—Hay que ir a buscar banastas —dijo.
El oficial pareció turbado, como si comprendiese que podían pensar que al día siguiente caerían muchos, pero que no convenía decirlo.
—Envía a la tercera compañía —dijo—. Y usted, ¿quién es? ¿Un doctor?
—No, vengo para ver… —repuso Pierre.
Y siguió hacia abajo, volviendo a pasar ante los milicianos.
—¡Ah! ¡Malditos! —murmuró el oficial, que lo seguía con la nariz tapada y alejándose de los mujiks.
—¡Ahí están…! La traen… ¡Ya vienen…! —dijeron algunas voces; muchos oficiales, soldados y milicianos corrieron al camino.
La procesión había salido de la iglesia y subía por la cuesta de Borodinó. Delante, sobre el camino polvoriento, iban las filas de los infantes, descubiertos y con el fusil bajado. Detrás de la infantería sonaban cantos religiosos.
Los soldados y los milicianos corrieron con la cabeza descubierta, dejando atrás a Pierre.
—¡Traen a Nuestra Santa Madre! ¡Nuestra Protectora…! ¡La Virgen de Iverisk!
—¡Es la Santa Madre de Smolensk! —explicó alguien.
Los milicianos de la aldea y los que trabajaban en la batería tiraron las palas y corrieron hacia la procesión. Detrás del batallón que avanzaba por la carretera iban los popes con sus casullas; uno era viejo y llevaba un gorro alto; lo acompañaban varios clérigos y chantres. Detrás de ellos, soldados y oficiales llevaban un gran icono enmarcado de rostro negro; lo habían sacado de Smolensk y desde entonces iba con el ejército. Detrás, delante y alrededor del icono, los militares corrían y se inclinaban con las cabezas descubiertas.
El icono se detuvo en lo alto del cerro. Los hombres que lo llevaban sobre toallas fueron reemplazados. Los diáconos encendieron los incensarios y comenzó el tedeum. Los rayos del sol caían a plomo; una brisa agitaba los cabellos de las cabezas y las cintas que adornaban el icono. El canto no era muy sonoro. Muchos oficiales, soldados y milicianos descubiertos rodeaban la imagen. Detrás del pope y del sacristán, en un espacio libre, estaban los dignatarios: un general calvo condecorado con la cruz de San Jorge, pegado casi al pope y sin santiguarse, debía ser alemán, aguardaba con paciencia el fin de la ceremonia, a la que consideraba necesario asistir para estimular el patriotismo del pueblo ruso. Otro general, con pose militar, sacudía una mano delante del pecho y miraba a su alrededor. Pierre, que se mantenía entre los mujiks, identificó entre las personalidades a varios conocidos. Pero no los miraba a ellos; toda su atención estaba en los rostros serios de los soldados y milicianos que contemplaban el icono. En cuanto los sacristanes entonaron como por costumbre el «Santa Madre, salva a tus esclavos del infortunio» y el pope y el diácono cantaron «Acudimos a ti para nuestra defensa como a una muralla inquebrantable», reapareció en todos los semblantes una conciencia idéntica sobre la solemnidad del momento que Pierre había observado al bajar la cuesta de Mozhaisk y en muchos más rostros vistos esa mañana; las cabezas se inclinaban con más frecuencia; los hombres sacudían los cabellos, suspiraban y se golpeaban el pecho al persignarse.
De pronto la muchedumbre que rodeaba a la imagen se echó atrás empujando a Pierre. Un personaje, seguramente importante por la prisa con que le dejaban paso, se acercó al icono.
Era Kutúzov, que estaba inspeccionando las posiciones. De regreso a Tatarinovo se acercó para asistir al oficio. Pierre lo reconoció por aspecto distinto de todos los demás.
Con una larga levita sobre su cuerpo grueso, la espalda encorvada, la cabeza canosa descubierta y el ojo blanco exánime en el rostro hinchado, Kutúzov entró con paso vacilante en el círculo de los oficiales y se detuvo detrás del pope. Se santiguó y tocó casi con la mano el suelo al inclinar la cabeza con un hondo suspiro. A sus espaldas estaban Bennigsen y el séquito. Pese a la presencia del general en jefe, que atrajo la atención de los oficiales, los soldados y milicianos continuaron rezando.
Cuando acabó el tedeum Kutúzov se acercó al icono, se arrodilló inclinándose hasta el suelo, y tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse debido a su peso y su debilidad. Su cabeza se balanceaba por el esfuerzo. Se puso en pie finalmente y con expresión ingenua e infantil alargó los labios, besó el icono y se inclinó tocando la tierra con la mano. Los generales lo imitaron, después los oficiales y finalmente los soldados y milicianos, ansiosos y conmovidos, resollando entre empellones.
CAPÍTULO XXII
Tambaleándose a causa de los empellones, Pierre miraba a su alrededor.
—¡Conde Piotr Cyrilovich! ¿Usted por aquí? —gritó alguien y Pierre miró atrás.
Boris Drubetskoi, frotándose las rodilleras sucias del pantalón, pues posiblemente también él había besado la imagen, se acercó sonriente. Iba vestido con elegancia y cierto aire marcial; llevaba una levita y la fusta a la bandolera, como Kutúzov.
Mientras, Kutúzov fue a la aldea y se sentó a la sombra de la casa más cercana en una banqueta que un cosaco había traído corriendo y que otro había cubierto con una alfombrilla.
Un numeroso y brillante séquito lo rodeaba.
El icono continuó su procesión acompañado de la multitud; Pierre se detuvo a unos treinta pasos de Kutúzov mientras charlaba con Boris.
Pierre le contó a Drubetskoi que quería ir a la batalla y ver las posiciones.
—Le diré lo que le conviene —dijo Boris—. Le haré todos los honores del campamento. Lo verá mejor desde el otro lado, donde estará el general Bennigsen. Soy su asistente. Puedo hablarle y, si quiere recorrer las posiciones, puede acompañarnos. Ahora iremos al flanco izquierdo; después regresaremos; hágame el honor de aceptar mi hospitalidad esta noche; jugaremos una partida. Conoce a Dmitri Serguéievich, ¿no? Está aquí —señaló la tercera casa de Gorki.
—Pero yo quería ver el flanco derecho. Dicen que está bien fortificado —dijo Pierre—. Me gustaría ver toda la posición desde el río Moskova.
—¡Oh, eso se puede hacer luego! Lo principal es el flanco izquierdo…
—Bien… ¿Dónde está el regimiento del príncipe Bolkonsky? ¿Podría indicármelo? —preguntó Pierre.
—¿De Andréi Nikoláyevich? Pasaremos delante; puedo llevarlo.
—¿Qué pasa con el flanco izquierdo?
—Lo cierto, entre nous, Dios sabe cómo está nuestro flanco izquierdo —dijo Boris bajando la voz—. El conde Bennigsen tenía pensado algo distinto; quería fortificar ese otro montículo de un modo muy diferente… pero —Boris se encogió de hombros— el Serenísimo no lo quiso… O quizá le dijeron algo…
Boris no terminó porque se acercó Kaisarov, edecán de Kutúzov.
—¡Ah! ¡Paisi Serguéievich! —exclamó con una sonrisa Boris volviéndose a Kaisarov—. Estoy tratando de explicar al conde la posición. Es asombroso cómo el Serenísimo pudo adivinar los planes de los franceses—. ¿Se refiere al flanco izquierdo?
—Sí, así es. Nuestro flanco izquierdo es ahora mucho más fuerte. Aunque Kutúzov había expulsado del Estado Mayor al personal superfluo, Boris se las arregló para quedarse en el Cuartel General, colocado a las órdenes del conde Bennigsen, que lo consideraba inapreciable, como cuantos lo conocían.
En el mando del ejército había dos partidos: el de Kutúzov y el de Bennigsen, jefe del Estado Mayor. Boris era del segundo y nadie sabía mejor que él, sin dejar de mostrar un servil respeto hacia Kutúzov, hacer ver que el viejo lo hacía mal y que el peso lo llevaba Bennigsen.
Ahora llegaba el momento de la batalla, que debía acabar con Kutúzov y dar el poder a Bennigsen o demostrar que este había preparado todo si Kutúzov vencía. En todo caso, al día siguiente habría recompensas, cambios, ascensos, promoción de nuevos oficiales, de modo que Boris estaba muy nervioso.
Después de Kaisarov llegaron otros conocidos de Pierre, que no tenía tiempo para contestar a las preguntas sobre Moscú y escuchar cuanto le contaban. Todos los rostros estaban animados o inquietos. A Pierre le pareció que la animación se debía a motivos personales. No olvidaba la expresión observada en otros rostros que no manifestaban intereses personales, sino cuestiones generales relacionadas con la vida y la muerte.
Kutúzov reconoció a Pierre entre el grupo que lo rodeaba.
—Díganle que venga a verme —le dijo a un edecán.
Este transmitió el deseo del Serenísimo y Pierre se aproximó adonde Kutúzov estaba sentado. Antes de que llegase, se acercó al general en jefe un soldado de milicias. Era Dólokhov.
—¿Cómo está ese aquí? —preguntó Pierre.
—Es un bribón que se mete en todas partes —le dijeron—. Lo han degradado y tiene que hacerse valer. Ha traído unos proyectos. Ayer estuvo en las avanzadas enemigas por la noche… Es todo un valiente…
Pierre se descubrió y se inclinó con respeto ante Kutúzov.
—He pensado que si exponía este proyecto a Su Alteza, podría despedirme o decirme que ya sabe de qué se trata —decía Dólokhov—. No pierdo nada con ello…
—Bien, bien.
—Si tengo razón, seré útil a la patria por la que estoy dispuesto a morir.
—Bien, bien…
—Si necesita un hombre dispuesto a dejarse la piel, acuérdese de mí… Tal vez pueda serle útil…
—Bien, bien… —sonrió Kutúzov mirando a Pierre con el ojo entrecerrado.
Entonces Boris, con su habilidad cortesana, se colocó junto a Pierre, cerca del general en jefe, y con naturalidad, como continuando una conversación, dijo:
—Los milicianos se han puesto camisas limpias y blancas para prepararse a morir. ¡Qué heroísmo, conde!
Boris Drubetskoi lo decía para que lo oyese el Serenísimo. Sabía que Kutúzov atendería a sus palabras; en efecto, se volvió.
—¿Qué dices de los milicianos?
—Se preparan para morir mañana, Serenísimo; se han puesto sus camisas blancas.
—¡Ay…! ¡Qué pueblo maravilloso e incomparable! —dijo Kutúzov y meneó la cabeza cerrando el ojo—. ¡Un pueblo incomparable! —suspiró.
—¿Y quiere oler la pólvora? —preguntó a Pierre—. Es agradable su olor. Tengo el honor de ser admirador de su esposa. ¿Está bien? Mi campamento está a su disposición. —Como sucede a menudo a los viejos, Kutúzov miró a su alrededor como si hubiese olvidado lo que tenía que decir.
De repente recordó lo que buscaba y llamó a Andréi Serguéievich Kaisarov, hermano de su ayudante.
—¿Cómo son esos versos de Marin? Los que escribió sobre Guerakov: «Serás maestro en el Cuerpo de…». Recítalos —dijo Kutúzov con intención de divertirse.
Kaisarov los declamó… El Serenísimo movía la cabeza al ritmo de los versos.
Cuando Pierre se apartó de Kutúzov, Dólokhov se le acercó y lo tomó del brazo.
—Me alegro mucho de verlo, conde —dijo en voz alta con decisión y gravedad, ajeno a la presencia de extraños—. En vísperas de un día en que solo Dios sabe quién quedará vivo, me alegra poder decirle que lamento el equívoco ocurrido entre nosotros y desearía que no me guarde rencor. Le ruego que me perdone.
Pierre miraba con una sonrisa a Dólokhov, sin saber qué decir. Dólokhov lo abrazó y besó con los ojos llenos de lágrimas.
Boris cambió unas palabras con su general, y el conde Bennigsen invitó a Pierre a ir con él hasta la línea de combate.
—Le interesará verla —dijo.
—Sí, me interesará —repitió Pierre.
Media hora después, Kutúzov fue a Tatarinovo. Bennigsen fue a inspeccionar las posiciones con su séquito y Pierre.
CAPÍTULO XXIII
Bennigsen bajó desde Gorki por el camino general hacia el puente indicado a Pierre por el oficial desde lo alto del montículo, que era el centro de la posición junto al cual había pilas de hierba segada que olía a heno. Entraron por el puente a la aldea de Borodinó; allí giraron a la izquierda y, dejando atrás tropas y cañones, llegaron a un montículo donde los milicianos excavaban trincheras. Era un lugar que aún no había sido bautizado, y que más tarde sería llamado reducto de Raievski o batería del montículo.
Pierre no prestó atención al lugar; ignoraba que para él sería el más memorable de todo Borodinó. Después fueron a Semionovskoie, de donde los soldados se llevaban las últimas vigas de isbas y cobertizos; tras subir y bajar por los campos de centeno que parecían arrasados por el granizo, salieron a un camino abierto por la artillería hacia las fortificaciones que se construían en los surcos de los campos.
Bennigsen se detuvo para contemplar el reducto de Shevardinó, que era ruso la víspera, donde había algunos jinetes. Los oficiales afirmaban que allí estaba Napoleón o Murat. Todos observaban al grupo de jinetes. Pierre también, tratando de adivinar cuál de esos hombres apenas visibles era Napoleón. Finalmente, los jinetes descendieron del montículo y desaparecieron.
Bennigsen se volvió a un general y le explicó la posición de los rusos. Pierre escuchó a Bennigsen, poniendo toda su alma para comprender el plan de la batalla inminente, pero vio que no alcanzaba su intelecto para tanto. No comprendía nada. Bennigsen calló y, al percatarse de la atención de Pierre, le dijo:
—Me imagino que esto no le interesa…
—¡Oh, no! Al contrario, me parece interesantísimo —mintió Pierre.
Desde allí siguieron hacia la izquierda por un camino que serpenteaba entre el bosque de abedules. Allí, una liebre de lomo oscuro y patas blancas saltó al camino delante del grupo; asustada por los caballos, brincó por el camino ante los ojos y la risa de los hombres; cuando algunos gritaron, se apartó con otro salto y se desvaneció en el bosque. Tras caminar dos kilómetros, salieron a un calvero donde estaban las tropas del cuerpo de ejército de Tuchkov, encargadas de defender el ala izquierda.
En el extremo del flanco izquierdo, Bennigsen habló con gran ardor y dio una orden que a Pierre le pareció importante.
Ante las tropas de Tuchkov se alzaba una colina no ocupada; Bennigsen señaló el error diciendo que era una locura no ocupar un punto que dominaba el territorio y colocar las tropas debajo. Algunos generales estuvieron de acuerdo. Uno de ellos dijo con gran ardor bélico que los habían enviado al matadero. Bennigsen ordenó que se ocupase el lugar y se hizo responsable.
La orden referida al flanco izquierdo hizo dudar más a Pierre sobre su capacidad para entender el arte militar. Comprendía y apoyaba a Bennigsen y a los generales que criticaban la posición de los soldados al pie de la colina; pero por eso mismo no podía comprender cómo había cometido un error tan palmario quien había situado allí a los soldados.
Pierre ignoraba que aquellas tropas no habían sido situadas allí para defender la posición, como creía Bennigsen, sino que habían sido colocadas en un punto escondido para tender una emboscada y allí debían quedarse sin ser vistas para poder caer sobre el enemigo cuando avanzase. Bennigsen tampoco lo sabía y dispuso las tropas según sus consideraciones sin informar al general en jefe.
CAPÍTULO XXIV
Al atardecer despejado del 25 de agosto el príncipe Andréi yacía apoyado sobre un codo en un cobertizo destruido de la aldea de Kniazkovo, en un extremo de la posición ocupada por su regimiento. Por un hueco de un boquete contemplaba la hilera de abedules viejos con las ramas inferiores taladas, los campos con haces de avena, los arbustos y el humo de las fogatas de las cocinas de campaña coronándolos.
Aunque su vida le parecía mezquina, inútil y triste, se conmovía como siete años atrás, en vísperas de la batalla de Austerlitz.
Había recibido y transmitido las órdenes para el combate del día siguiente. Había hecho ya todo. Pero los pensamientos más simples y claros, los más angustiosos, no lo dejaban tranquilo. Sabía que la batalla del día siguiente sería la peor de su vida; por primera vez, sin relación con nada terrenal ni con la repercusión sobre otros, pensando solo en él y en su vida, la idea de morir fue una certidumbre sencilla y terrorífica. Con esa idea, lo que antes le preocupaba y atormentaba se iluminó con una luz fría y blanca, sin sombras ni perfiles. Toda su vida le parecía proyectada en una linterna mágica, contemplada como a través de un cristal. De pronto, veía ahora a la luz del día todas esas imágenes pintadas. «Sí, esas son las imágenes falsas que me han agitado, me han apasionado y me han hecho sufrir», se decía rememorando las principales escenas de la linterna mágica de su vida y observándolas ahora bajo esa luz fría y blanca de la idea clara de la muerte. «Son las imágenes mal pintadas que yo creí cautivadoras: la gloria, el bien público, el amor de una mujer, la patria. ¡Qué grandes se me antojaban! ¡Con cuánto sentido! Y qué simples, pálidas y vulgares son ahora a la luz blanca de esta mañana que empieza para mí». Tres penas de su vida lo atormentaban: el amor por una mujer, la muerte de su padre y la invasión francesa, que se había adueñado de media Rusia. «¡El amor…! Esa muchacha me parecía llena de fuerzas misteriosas. ¡Cuánto la quería! Hacía proyectos poéticos basados en el amor, en la dicha con ella… ¡Qué chiquillo era! —dijo en voz alta e iracunda—. ¡Cómo no! Creía en un amor ideal, que me sería fiel el año de mi ausencia. Como la paloma de la fábula, se marchitó al verse lejos de mí. ¡Pero fue todo mucho más simple…! ¡Todo fue asquerosamente simple y repugnante!
«También mi padre construía en Lisia Gori; creía que todo era suyo, la tierra, su vida, los mujiks, pero llegó Napoleón y lo apartó de un empellón como a una ramita y sin conocerlo hundió su obra y su vida. La princesa María dice que es una prueba del cielo… ¿Para qué sirve cuando él ya no existe? ¡Él ya no está…! ¿Para quién es la prueba? La patria… la pérdida de Moscú. Mañana me matarán; quizá no sea un francés, sino uno de los nuestros, como el que ayer me descargó el fusil junto a la oreja. Vendrán los franceses, me agarrarán por los pies y la cabeza y me tirarán a una fosa para que no apeste. Luego nacerán nuevas formas de vida que otros conocerán; pero no yo, pues ya no existiré.»
Contempló la hilera de abedules con sus hojas amarillas y verdes y su corteza blanca brillando al sol. «¡Morir! ¡Si me matan mañana…! ¡Si dejo de existir! Y que todas estas cosas sigan aquí y yo no esté ya…» Se imaginaba su ausencia. Los abedules con sus colores y sombras, las nubes, el humo de las fogatas, todo parecía transformarse en algo terrible y amenazador. Sintió un escalofrío en la espalda; se levantó, salió de donde estaba y se puso a caminar. Detrás se oyeron voces.
—¿Quién está ahí? —preguntó el príncipe Andréi.
El capitán Timojin, el de la nariz roja, exjefe de la compañía de Dólokhov y ahora jefe de un batallón por falta de oficiales, se acercó. El ayudante y el pagador del regimiento lo seguían.
El príncipe Andréi se les acercó, escuchó lo que decían sobre el servicio, dio unas órdenes y ya iba a dejarlos marchar, cuando oyó una voz conocida.
—Que diable! —exclamó al tropezar con una vara. Su propietario había tropezado contra algo.
El príncipe Andréi miró al exterior y vio a Pierre acercarse; había estado a punto de caer. Al príncipe Andréi siempre le agobiaba encontrar a gente de su mundo, especialmente a Pierre, que le recordaba los momentos amargos de su última estancia en Moscú.
—¡Hola! ¿Qué te trae por aquí? No te esperaba.
La expresión de sus ojos y todo su semblante destilaban hostilidad. Pierre lo notó.
Se acercaba al cobertizo con buen ánimo, pero al ver el rostro del príncipe Andréi se sintió turbado y violento.
—He venido… sabe… esto me parece muy interesante —dijo Pierre, que aquel día había repetido muchas veces esa expresión—. Quería ver la batalla.
—Sí, sí. ¿Y qué dicen de la guerra los hermanos masones? ¿Cómo van a impedirla? —se burló el príncipe Andréi—. ¡Bueno! ¿Qué hay por Moscú? ¿Qué hace mi gente? ¿Han llegado por fin? —preguntó gravemente.
—Sí. Me lo dijo Julie Drubetskoi. Fui a visitarlos, pero no los encontré; se habían marchado al campo.
CAPÍTULO XXV
Los oficiales querían retirarse, pero el príncipe Andréi los invitó a tomar el té, como para no quedarse a solas con su amigo. Trajeron banquetas y té. Los oficiales contemplaban asombrados la corpulencia de Pierre y escucharon sus relatos de Moscú y la situación de la tropa, cuya línea había visto. El príncipe Andréi callaba y su semblante era tan rudo que Pierre prefirió al bonachón de Timojin.
—¿Has comprendido entonces la disposición de nuestras tropas? —lo cortó el príncipe Andréi.
—No soy militar y no puedo decir que haya comprendido todo; pero tengo una idea de la situación general.
—¡Y bien! Está usted más avanzado que nadie —comentó el príncipe Andréi.
—¡Ah! —se sorprendió Pierre sin dejar de mirar al príncipe Andréi—. ¿Y qué me dice del nombramiento de Kutúzov?
—Que me alegró mucho —contestó Bolkonsky—. Es todo lo que sé…
—¿Y qué opina de Barclay de Tolly? Dios sabe lo que se dice de él en Moscú. ¿Qué piensa de él?
—Pregúntales a ellos —el príncipe Andréi señaló a los oficiales.
Pierre, con su la sonrisa que todos dedicaban a Timojin, se volvió hacia él.
—Con la llegada del Serenísimo hemos visto la luz, Excelencia —dijo este tímidamente mirando a su coronel.
—¿Por qué? —preguntó Pierre.
—Aunque solo sea por el pienso y la leña. Al retirarnos de Sventsiani no nos dejaron tocar la leña, ni el heno ni nada. Nos vamos y él se queda con todo. ¿No, Excelencia? —preguntó al príncipe Andréi—. En nuestro regimiento procesaron a dos oficiales por actos similares. Pero con el Serenísimo todo se simplificó. Hemos visto la luz…
—¿Y por qué lo prohibían?
Timojin miró a su alrededor sin saber qué responder. Pierre repitió la pregunta al príncipe Andréi.
—Para no arruinar el país que dejábamos al enemigo —dijo este con rabia e ironía—. Un razonamiento sensato: no se puede permitir el saqueo ni que las tropas merodeen. Y en Smolensk se pensó también que los franceses podían rebasarnos porque sus fuerzas eran superiores. Pero él no comprendió —gritó con voz aguda que no pudo reprimir— que luchábamos por primera vez en defensa de nuestra tierra, que las tropas estaban animadas como nunca he visto, que durante dos días habíamos repelido a los franceses multiplicando nuestras fuerzas con esos triunfos. Ordenó el repliegue y todas las pérdidas y los esfuerzos fueron en balde. No fue un traidor; quería hacer todo de la mejor manera, tenía calculado todo y por eso no sirve. No sirve ahora porque reflexiona con muchos escrúpulos, con demasiada exactitud, como buen alemán. Cómo te diría… Por ejemplo, tu padre tiene un lacayo alemán; es bueno, cumple el servicio y satisface mejor que tú mismo las exigencias de su señor. Pero si tu padre está enfermo de muerte, apartarás al criado y con tus propias manos atenderás a tu padre y, aunque seas torpe e inexperto, lo harás mejor que él, que podrá valer mucho, pero es un extraño. Eso pasó con Barclay. Mientras Rusia estaba sana y fuerte, un extranjero podía servirla y él era un buen ministro; pero cuando está en peligro, necesita a uno de los suyos. Y vosotros, en el Club, lo llamasteis traidor. Pero la consecuencia de haberlo calumniado es que después lo conviertan en un héroe o en un genio, lo cual sería aún más injusto. Es solo un alemán honesto y cumplidor…
—Pero cuentan que es un excelente jefe militar, ¿no? —preguntó Pierre.
—No entiendo qué significa eso de «excelente jefe militar» —se burló el príncipe Andréi.
—Pues el que prevé todas las contingencias… y adivina los planes del adversario —explicó Pierre.
—¡Eso es imposible! —rebatió el príncipe Andréi, como si fuese una cuestión resuelta hace tiempo.
Pierre lo miró con asombro.
—Pero se dice que la guerra es como el ajedrez.
—Sí —dijo el príncipe Andréi—, pero en el juego puedes reflexionar cuanto quieras antes de cada jugada; en cierto modo estás fuera de las condiciones temporales; y con la certeza de que un caballo vale más que un peón o que dos peones son más fuertes que uno solo; pero en la guerra, un batallón a veces es más fuerte que una división y otras más débil que una compañía. Nadie conoce la fuerza relativa de las tropas. Si algo dependiese de las órdenes de los Estados Mayores, me habría quedado allí y daría órdenes en lugar de tener el honor de servir en el regimiento, con estos señores. Porque creo que el día de mañana depende de nosotros, no de ellos… El éxito en una batalla jamás depende de las posiciones, el armamento o el número, y menos que nada de las posiciones.
—¿De qué entonces?
—Del sentimiento en mí, en él —señaló a Timojin— y en cualquier soldado.
El príncipe Andréi miró a Timojin, que miraba asustado y confuso a su jefe. El príncipe hablaba ahora con emoción en contraste con su anterior reserva. Sin duda que no podía retener las ideas que lo asaltaban.
—Vence la batalla quien está firmemente decidido a ganarla. ¿Por qué perdimos en Austerlitz? Nuestras bajas casi igualaban a las francesas; pero nos dijimos pronto que habíamos perdido la batalla porque no había motivo para luchar allí y perdimos. Todos querían dejar cuanto antes el campo de batalla: «Hemos perdido, ¡huyamos!» Si hubiésemos aguantado hasta la noche, Dios sabe qué habría ocurrido. Pero mañana no lo diremos. Hablas de nuestras posiciones, que si el flanco izquierdo es débil, que si el derecho es demasiado amplio; pero eso son bobadas; nada de eso es importante. ¿Qué nos espera mañana? Cien millones de casualidades tendrán que resolverse en un instante; se decidirá si somos nosotros o ellos quienes huyen, quiénes matan o mueren. Lo demás es juego. Quienes te han acompañado a las posiciones no contribuyen a la marcha general de las cosas; la obstaculizan. Solo se ocupan de sus mezquinos intereses.
—¡En este momento! —reprochó Pierre.
—Sí, en este momento —repitió el príncipe Andréi—. Para ellos es solo una buena ocasión para minar el terreno al enemigo y hacerse con una nueva cruz o banda. Te diré qué ocurrirá mañana: cien mil rusos y cien mil franceses se han unido para luchar y lo harán, y el que luche con más ardor y se reserve menos vencerá. Si quieres te diré que mañana, por mucho que líen las cosas los de arriba, ganaremos pase lo que pase; ¡mañana ganaremos la batalla!
—¡Es verdad, Excelencia; la verdad auténtica! —dijo Timojin—. No es hora de pensar en nuestras vidas. No lo creerá, pero los soldados de mi batallón no han querido vodka: dicen que hoy no es día para beber.
Todos callaron y los oficiales se levantaron. El príncipe Andréi salió con ellos a dar las últimas órdenes a su edecán. Cuando los oficiales se fueron, Pierre se le acercó. Quería reanudar la conversación, cuando en el camino sonaron los cascos de tres caballos no muy lejos del cobertizo. Al mirar allí, el príncipe Andréi reconoció a Wolzogen y a Klausevitz, con quienes iba un cosaco. Pasaron cerca de ellos charlando; Pierre y el príncipe Andréi oyeron las siguientes frases:
—Der Krieg muss im Raum verlegt werden. Der Ansicht kann ich nicht genug Preis geben —decía uno.
—O ja —dijo el otro—, der Zweck ist nur den Feind zu schwächen, so kann man gewiss nicht den Verlust der Privat-Personen in Achtung nehmen.
—O ja —confirmó el primero.
—Eso, im Raum verlegen! —repitió el príncipe Andréi resoplando con la nariz cuando los jinetes se alejaron—, im Raum. Yo tenía a mi padre, a mi hijo y a mi hermana en Lisia Gori. Pero eso a él le da igual. Ya ves lo que te decía. Estos señores alemanes no ganarán la batalla mañana; solo empantanarán todo cuanto puedan porque en sus cabezas teutonas solo hay razonamientos que no valen nada. No tienen en el corazón lo único necesario para mañana, lo que tiene Timojin. Le han entregado toda Europa y ahora vienen a darnos lecciones. ¡Excelentes maestros! —concluyó.
—¿Cree que venceremos en la batalla de mañana? —preguntó Pierre.
—Sí —dijo distraídamente el príncipe Andréi—. Haría una sola cosa si pudiese: no haría prisioneros. ¿Para qué? Es demasiado caballeresco. Los franceses han arruinado mi casa y destruirán Moscú; me han ofendido en todo momento. Son mis enemigos y los considero unos delincuentes. Timojin y el ejército piensan lo mismo, que se debe acabar con ellos. Si son enemigos, no pueden ser amigos, pese a lo que digan en Tilsitt.
—Sí, estoy de acuerdo en todo. —Pierre lo miró con ojos brillantes.
La cuestión que había inquietado a Pierre desde que salió de Mozhaisk le pareció resuelta. Comprendía ahora el sentido y la importancia de esa guerra y de la batalla inminente. Cuanto había visto ese día, la expresión grave de las personas con quienes se había cruzado, parecía iluminarse con una nueva luz. Comprendió el calor latente, como se dice en física, del patriotismo en las personas que había visto y que explicaba por qué todos se preparaban a morir con calma y naturalidad.
—No se deben hacer prisioneros —continuó el príncipe Andréi—. Eso cambiaría la guerra y la haría menos cruel. Hemos jugado a hacer la guerra y está mal; fuimos magnánimos y generosos como la dama que se desmaya al ver el sacrificio de un ternero; es tan buena que no puede ver sangre, pero se come con buen apetito el ternero cuando se lo sirven. Se habla de derechos de guerra, de generosidad, de parlamentarios, de compadecer a los desventurados… ¡Bobadas! En 1805 vi la generosidad y lo que significan los parlamentarios. Nos engañaron y nosotros a ellos. Saquean casas ajenas; ponen en circulación billetes falsos… matan a mis hijos y a mi padre… ¡Y hablan de las reglas de guerra y de generosidad con el enemigo! ¡No se deben hacer prisioneros; hay que matar e ir a morir! Quien piense así tras haber sufrido como yo…
El príncipe Andréi, que creía que le daba igual que conquistasen o no Moscú, como habían hecho con Smolensk, calló al notar un espasmo que le oprimía la garganta… Dio unos pasos, pero sus ojos brillaban y los labios le temblaban cuando continuó.
—Si no existiese la hipócrita generosidad en la guerra, solo la haríamos cuando merece la pena ir a una muerte segura; no habría guerra porque Pavel Ivanich ha ofendido a Mijaíl Ivanich. Pero una guerra como esta habría que hacerla como es debido: los ejércitos no serían tan numerosos. Esos westfalianos y ciudadanos de Hesse que siguen a Napoleón no habrían venido a Rusia ni nosotros hubiésemos luchado en Austria y Prusia sin saber el motivo. La guerra no es un intercambio de cumplidos, sino lo más odioso del mundo; hay que comprenderla bien, y no jugar. Debe aceptarse esa terrible necesidad. Todo se reduce a eso. Si se rechazan los engaños y las falacias, la guerra se hará con todas sus consecuencias y no será un juego; de lo contrario, es el pasatiempo favorito de personas ociosas y baladíes… El estamento militar es el más digno.
»¿Y qué es la guerra? ¿Qué se necesita para triunfar en el arte militar? ¿Cuáles son los hábitos de los militares? El objetivo de la guerra es el asesinato, sus métodos son el espionaje, la traición y su eco…, la ruina de los habitantes de un país, saquearles para sostener a los ejércitos, el engaño y la mentira que son llamados arte militar. La clase militar se basa en la ausencia de libertad, es decir, la disciplina, la ociosidad, la ignorancia, la crueldad, el libertinaje y la embriaguez. Y a pesar de todo esto, es la clase más alta, respetada por todos. Los reyes, salvo el de China, visten uniforme militar; y quien más gente mata, mayores recompensas obtiene… Se reúnen, como nos veremos mañana, para matarse unos a otros: se matan, dejan malheridos a miles (incluso exageran el número) y proclaman la victoria suponiendo que cuantos más muertos, mayor es el mérito. ¡Cómo puede mirar y escuchar Dios todo esto desde arriba! —se exaltó el príncipe Andréi—.
»Amigo, últimamente la vida me es penosa. Creo que empiezo a comprender demasiado y el hombre no puede catar la fruta del árbol prohibido… Aunque será por poco tiempo —añadió—. Veo que tienes sueño. Yo también debo dormir. Ve a Gorki —dijo.
—¡Oh, no! —Pierre lo miró asustado y lleno de cariño.
—¡Vete, vete! Antes de una batalla hay que dormir —repitió el príncipe Andréi. Se acercó a él, lo besó y lo abrazó—. Adiós. Vete —dijo—. No sé si nos vernos de nuevo. No… —y entró en el cobertizo.
Era ya de noche, y Pierre no pudo ver si la expresión de su amigo era colérica o no.
Permaneció inmóvil preguntándose si debía seguir a Bolkonsky o volver. «No me necesita —pensó—. Sé que ha sido nuestro último encuentro». Suspiró y regresó a Gorki.
Ya en el cobertizo, el príncipe Andréi se tumbó sobre una alfombra, pero no se durmió.
Cerró los ojos. Las imágenes se sucedían; se detuvo con placer y un rato en una de ellas. Rememoró una velada en San Petersburgo. Natacha le contaba con alegría y emoción, que el verano anterior fue a buscar setas a un bosque muy grande y se perdió. Describía la profundidad del bosque, lo que sentía, su conversación con un apicultor con quien se topó por casualidad… Se interrumpía sin cesar para decir: «No, no puedo, lo cuento mal, no puede comprenderme…» Y, por más que él dijese que la entendía, Natacha dudaba; estaba disgustada por su narrativa, notaba que no podía describir la sensación poética experimentada el día que se perdió en el bosque. «Era adorable aquel viejo… y el bosque estaba tan umbrío… había tanta bondad en él… No lo sé contar», decía nerviosa y encendida. El príncipe Andréi sonreía ahora al rememorarlo como sonrió entonces, cuando la miraba a los ojos. «La comprendía bien —pensó—. Y no solo eso, sino esa espiritualidad, la sinceridad y gracia de su ser, era lo que tanto amaba… y me hacía tan feliz». Recordó entonces cómo había terminado aquel amor.
«Él no necesitaba eso; no veía ni comprendía nada; solo veía en ella a una joven bonita a la cual no se dignó unir a su suerte. ¿Y yo…? Él vive aún alegre y contento.»
Como si le hubiesen acercado un hierro al rojo, el príncipe Andréi se puso en pie y se puso a pasear delante del cobertizo.
CAPÍTULO XXVI
El 25 de agosto, la víspera de la batalla de Borodinó, el prefecto del palacio imperial francés, M. de Beausset, y el coronel Fabvier se reunieron con Napoleón en su campamento de Valúyevo. El primero venía de París y el segundo de Madrid.
M. de Beausset, vestido con uniforme palaciego, ordenó que llevasen un paquete para el emperador y luego entró en la antecámara de la tienda de Napoleón lo abrió mientras hablaba con los edecanes.
Fabvier se detuvo junto a la tienda con unos generales que conocía.
Napoleón no había salido de su cámara y estaba aseándose. Volvía entre resoplidos y carraspeos su gruesa espalda y su carnoso pecho bajo el cepillo con que lo frotaba su ayuda de cámara. Otro, sujetando el frasco de colonia, rociaba el cuerpo bien cuidado del emperador y lo hacía como si solo él conociese la cantidad y el lugar donde hacerlo. El cabello corto de Napoleón estaba mojado y le caía sobre la frente; su rostro, abotagado y amarillento, expresaba bienestar físico.
—Con firmeza, venga… —Se encogía mientras hablaba al ayuda de cámara que lo friccionaba.
El edecán, que había entrado en el dormitorio para informar sobre el número de prisioneros de la víspera, permanecía en la puerta, esperando la orden de retirarse. Napoleón lo miró con el ceño fruncido.
—¡Nada de prisioneros! —repitió las palabras del edecán—. Se dejan machacar. Peor para el ejército ruso… —dijo—. Con firmeza, venga —continuó, encorvándose y ofreciendo los hombros—. ¡Está bien! Haga entrar al señor de Beausset y a Fabvier —dijo despidiendo al edecán con un movimiento de cabeza.
—Oui, Sire. —El edecán desapareció tras la puerta. Los dos ayudas de cámara lo vistieron, y Napoleón, con su uniforme azul de la Guardia, fue con paso decidido a la cámara vecina.
De Beausset preparaba el regalo que traía de parte de la emperatriz; lo había colocado sobre dos sillas, frente a la puerta por donde debía entrar el emperador, pero él se había vestido tan pronto y había entrado tan rápido que lo encontró con los preparativos.
Napoleón comprendió lo que hacían y supo que no habían acabado. No quiso privarlos del placer de la sorpresa; fingió no ver a M. de Beausset y llamó a Fabvier. Escuchó con la frente arrugada y sin hablar lo que le contaba sobre el valor y la fidelidad de sus tropas que combatían en Salamanca, en la otra punta de Europa, con el único propósito de ser dignas de su emperador y solo temiendo disgustarlo. El resultado de la batalla había sido negativo. Napoleón hizo irónicas observaciones durante el relato de Fabvier dando por hecho que sin él no podían ser de otro modo.
—Debo remediarlo en Moscú —dijo—. À tantôt… —añadió llamando a M. de Beausset, que había cubierto todo con un velo ahora que la sorpresa estaba lista. De Beausset hizo el saludo cortesano exclusivo de los viejos servidores de los Borbones, y avanzó tendiéndole un pliego.
Napoleón se volvió a él con gesto alegre y le tiró de la oreja.
—Se ha dado prisa —dijo—. Encantado de verlo. ¿Qué se dice en París? —Su expresión se transformó en un gesto de ternura.
—Señor, todo París lamenta su ausencia —replicó De Beausset.
Aunque Napoleón sabía que De Beausset respondería eso o algo parecido, y aunque en sus momentos lúcidos supiese que era mentira, le agradó oírlo, y se dignó tocarle la oreja otra vez.
—Me molesta haberle obligado a hacer un camino tan largo —dijo.
—Señor, no esperaba menos que encontrarlo a las puertas de Moscú. —dijo De Beausset.
Napoleón sonrió, y la cabeza miró a su derecha. Un edecán fue hasta él con una tabaquera de oro y se la ofreció.
—Sí, eso está bien para usted, que le gusta viajar —dijo llevándose el rapé a la nariz—. En tres días verá Moscú. Probablemente usted no esperaba ver una capital asiática; será un viaje agradable.
De Beausset saludó agradecido por esa atención a su espíritu viajero, que entonces ignoraba poseer.
—¡Ah! ¿Y eso? —preguntó Napoleón al ver que los cortesanos miraban algo cubierto con el velo.
De Beausset, con la habilidad de los palaciegos, dio dos pasos atrás sin volver la espalda y retiró el velo.
—Un regalo de parte de la emperatriz.
Era el retrato pintado en colores vivos por Gérard del hijo nacido de Napoleón y la hija del emperador de Austria, a quien todos llamaban, no se sabe el motivo, «rey de Roma».
Era el retrato de un niño guapo de cabello rizado y mirada como la del Jesús de la Madona Sixtina; el pintor lo había pintado jugando al boliche con una bola como el globo terrestre, y un bastoncito como un cetro.
Aunque la intención del pintor no era evidente, representar al rey de Roma perforando el globo terrestre con un bastoncito era una clara alegoría que había gustado mucho a quienes habían visto el cuadro en París y a quienes lo hacían ahora.
—Le Roi de Rome —Napoleón señaló el retrato con un gesto de la mano—. ¡Admirable!
Con la facilidad para cambiar de expresión de los italianos, se acercó al cuadro con aire tierno y pensativo.
Sabía que cuanto hiciese y dijese en ese momento sería historia. Y le pareció que lo mejor ante la imagen de su hijo que jugaba con el globo terrestre era mostrar ternura paterna. Sus ojos se humedecieron. Avanzó, echó un vistazo hacia una silla, que se movió hacia él, se sentó frente al retrato, hizo un gesto y todos salieron dejándolo a solas con sus pensamientos.
Así estuvo un rato y, sin saber él por qué, tocó con los dedos las rugosidades del retrato, se levantó y llamó a De Beausset y al oficial de servicio. Ordenó que colocaran el retrato delante de su tienda para que la vieja Guardia pudiese contemplar al rey de Roma, hijo y heredero de su adorado emperador.
Tal como esperaba, mientras desayunaba con M. de Beausset, quien se había ganado esa honra, se oían las voces arrobadas de oficiales y soldados.
—Vive l’Empereur! Vive le roi de Rome! Vive l’Empereur! —gritaban. Después del desayuno, delante de M. de Beausset, Napoleón dictó la orden del día para el ejército.
—¡Breve y enérgica! —comentó cuando él mismo leyó el documento escrito de una vez y sin enmiendas. Decía:
¡Soldados! Esta es la batalla que tanto ansiabais. La victoria depende de vosotros y es imprescindible para nosotros, pues nos proporcionará cuanto necesitamos: alojamiento y un rápido regreso a la patria. Actuad como en Austerlitz, en Friedland, Vítebsk y Smolensk. ¡Que la posteridad recuerde orgullosa vuestros hechos en la gran batalla del Moskova, y diga de cada uno de vosotros: estuvo en la batalla por Moscú!
—Del Moskova —repitió Napoleón e invitando a un paseo a M. de Beausset, salió hacia donde estaban ensillados los caballos.
—Su Majestad es muy bondadoso —dijo De Beausset por la invitación.
No sabía montar a caballo y le daba miedo; además, habría preferido dormir. Pero Napoleón meneó la cabeza y De Beausset tuvo que seguirlo.
Cuando el emperador salió de su tienda redoblaron los gritos de la Guardia congregada ante el retrato. Napoleón frunció el ceño.
—Quítenlo de ahí —dijo con gesto majestuoso y gracioso—. Es demasiado joven para ver un campo de batalla.
De Beausset cerró los ojos, inclinó la cabeza y suspiró para dar a entender hasta qué punto sabía comprender y valorar las palabras de Napoleón.
CAPÍTULO XXVII
Cuentan los historiadores que Napoleón permaneció la jornada del 25 de agosto a caballo estudiando el terreno, discutiendo los proyectos que presentaban sus mariscales y dando órdenes a sus generales.
La línea original de las tropas rusas a lo largo del Kolocha estaba rota y sobre todo el flanco izquierdo había retrocedido tras la toma de Shevardinó el 24. Esa zona del frente no estaba fortificada ni defendida ya por el río; frente a ella se extendía un espacio raso y descubierto. Para cualquiera, fuese o no militar, era obvio que los franceses atacarían ese punto de la línea rusa. Para alcanzar esa conclusión no había que discurrir mucho, ni eran necesarias tanto ir y venir de Napoleón y sus mariscales, ni esa capacidad especial y superior llamada genialidad que atribuían a Napoleón sus admiradores. Pero los historiadores que han descrito ese suceso y quienes entonces rodeaban a Napoleón y él mismo no lo veían así.
Napoleón recorría el campo, observaba el terreno y aprobaba o desaprobaba con la cabeza sin compartir con los generales que lo rodeaban las ideas en que basaba su decisión, limitándose a transmitir sus conclusiones en forma de órdenes.
Tras escuchar la propuesta de Davout, a quien llamaban duque de Eckmühl, de que debían rebasar el ala izquierda de los rusos, Napoleón contestó que no sin más explicaciones. Pero cuando el general Compans, a cargo de atacar las avanzadas, propuso avanzar con su división por el bosque, Napoleón accedió, aunque el duque de Elchingen, es decir Ney, señaló que moverse por el bosque era peligroso y podía desordenar la división.
Tras estudiar el terreno situado frente a Shevardinó, Napoleón reflexionó unos minutos y señaló los puntos donde al día siguiente debían colocar dos baterías para cañonear las fortificaciones rusas y los lugares cercanos donde debió situarse la artillería de campaña.
Dadas estas y otras muchas órdenes, regresó a la tienda y dictó la orden de operaciones para la batalla.
Esta orden, de la que hablan entusiasmados los historiadores franceses y con gran respeto los demás, era:
«Al amanecer, las dos nuevas baterías colocadas durante la noche sobre el llano ocupado por el duque de Eckmühl dispararán contra las baterías enemigas de enfrente.
«Al mismo tiempo, el jefe de artillería del primer cuerpo, general Pernety, con 30 cañones de la división de Compans y todos los obuses de las divisiones de Dessaix y Friant, avanzarán, dispararán y lanzarán granadas contra la batería enemiga:
• 24 cañones de la artillería de la Guardia
• 30 cañones de la división de Compans
• 8 de las divisiones de Friant y Dessaix
Total: 62 cañones.
»El jefe de artillería del tercer grupo, general Foucher, situará los morteros de los cuerpos 3° y 8°, un total de 16, en los flancos de la batería que debe cañonear las fortificaciones de la izquierda; esto sumará 40 cañones contra ese flanco.
»El general Sorbier atacará con los obuses de la artillería de la Guardia una u otra fortificación cuando se le ordene.
»El príncipe Poniatowski se dirigirá a la aldea cruzando el bosque durante el cañoneo y rebasará las posiciones enemigas.
»El general Compans cruzará el bosque para hacerse con la primera fortificación.
»Iniciada así la batalla, se ordenará actuar según los movimientos del enemigo.
»El cañoneo del ala izquierda se iniciará al oír el cañoneo del flanco derecho.
»Los tiradores de la división de Morand y los de la división del virrey abrirán fuego a discreción apenas adviertan el inicio del ataque del flanco derecho.
»El virrey ocupará la aldea de Borodinó y cruzará sus tres puentes siguiendo la línea de las divisiones de Morand y Gérard, quienes se dirigirán bajo su mando hacia el reducto y se unirán con las demás tropas del ejército.
»Le tout se fera avec ordre et méthode, tratando de conservar en reserva el mayor número posible de tropas.
»Hecho en el campo imperial de Mozhaisk, el 6 de septiembre de 1812.»
Esta orden confusa y embrollada, si se nos permite opinar sobre las órdenes de Napoleón sin el temor a su genio, constaba de cuatro puntos, cuatro disposiciones. No obstante, ninguna se cumplió ni pudo ser cumplida.
En la orden se decía que las baterías situadas en el punto escogido por Napoleón, más los cañones de Pernety y Foucher, un total de 102 piezas, dispararían sus obuses contra las fortificaciones y reductos rusos. Esto no era posible porque, desde los sitios señalados por Napoleón, los proyectiles no llegaban a los rusos y los 102 cañones dispararon para nada hasta que un oficial los adelantó desobedeciendo la orden de Napoleón.
La segunda disposición era que Poniatowski, yendo hacia la aldea a través del bosque, rebasaría el ala izquierda rusa. Eso era imposible porque Poniatowski, al ir hacia la aldea por el bosque, se topó con Tuchkov, que le cerró el paso y así no pudo rebasar las líneas rusas.
La tercera disposición era que el general Compans cruzaría el bosque para apoderarse de la primera fortificación. La división de Compans no conquistó la primera fortificación porque fue repelida, pues al salir del bosque sus hombres debían formar bajo un fuego de metralla, no previsto por Napoleón.
La cuarta disposición era que el virrey ocuparía Borodinó y cruzaría sus tres puentes siguiendo la línea de las divisiones de Morand y Friant —no se sabe hacia dónde ni cuándo debían avanzar—, que irían bajo su mando hacia el reducto y se unirían a las otras tropas.
Se deduce no de ese confuso período, sino de los intentos del virrey para cumplir las órdenes, que debía avanzar por la izquierda a través de Borodinó hacia el reducto; las divisiones de Morand y de Friant debían avanzar simultáneamente desde el frente que ocupaban.
Este punto, como toda la orden de operaciones, no se cumplió. Una vez que el virrey cruzó Borodinó, fue repelido hacia el Kolocha y no pudo avanzar más. Las divisiones de Morand y Friant no conquistaron el reducto, sino que fueron repelidas, y la caballería no pudo conquistarlo hasta el final de la batalla, lo cual no previó Napoleón.
Por tanto, ni un punto de la orden se cumplió ni pudo ser cumplido. Pero como la orden decía que, iniciada la batalla, se darían órdenes según los movimientos del enemigo, podría creerse que Napoleón dio las órdenes oportunas y necesarias durante la batalla. Pero esto no fue así ni pudo serlo porque durante la batalla Napoleón estaba tan lejos del campo, como se supo más tarde, que no podía saber cómo iba la acción ni se pudo cumplir durante la misma una sola de sus órdenes.
CAPÍTULO XXVIII
Muchos historiadores aseguran que los franceses no vencieron en la batalla de Borodinó porque Napoleón estaba resfriado o, de lo contrario, sus órdenes previas al choque y durante la acción militar habrían sido aún más geniales y los rusos habrían desaparecido Y la faz del mundo habría cambiado. Para los historiadores que creen y admiten que Rusia se ha formado por la voluntad de Pedro el Grande, y Francia se transformó de República en Imperio y los ejércitos franceses marcharon contra Rusia por voluntad de Napoleón, es lógico y coherente aseverar que Rusia conservó su potencia porque el día 26 Napoleón estaba acatarrado.
Si dependía de Napoleón presentar o no batalla en Borodinó, hacer esto o aquello, sin duda el resfriado, que influía en su voluntad, pudo causar la salvación de Rusia y, por ello, el ayuda de cámara que el día 24 olvidó dar al emperador las botas impermeables salvó a Rusia. Así pues, esta conclusión es tan indiscutible como la de Voltaire cuando bromeó sin saberlo que la noche de San Bartolomé se debió a una indigestión de Carlos IX.
Pero quienes no admiten que Rusia se haya formado por la voluntad de Pedro I, o que el Imperio francés y la guerra contra Rusia se debieran a la voluntad de Napoleón, ese razonamiento es inexacto, ilógico y contrario al espíritu humano. Si nos preguntamos la causa de los sucesos históricos podemos contestar que están escritos porque depende de la coincidencia de las sinrazones humanas, de quienes participan, y que la influencia de Napoleón sobre estos hechos es externa y ficticia.
Por rara que parezca, la suposición de que la noche de San Bartolomé, ordenada por Carlos IX, solo le pareció haberla ordenado, y que la batalla de Borodinó, que se saldó con ochenta mil vidas, no se debió a la voluntad de Napoleón, que solo imaginaba haber dado la orden pese a que él había decretado iniciar la batalla y vigilaba su curso; por extraña que parezca la suposición, la dignidad humana que dice que cualquier ser humano no es al menos inferior al gran Napoleón obliga a aceptar esta solución al problema, confirmada por investigaciones históricas.
Napoleón no disparó ni mató a nadie en la batalla de Borodinó, sino sus soldados. No era él quien mataba a los hombres.
Los soldados del ejército francés no fueron a matar soldados rusos en la batalla de Borodinó por orden de Napoleón, sino porque lo deseaban. Todo aquel ejército de franceses, italianos, alemanes y polacos, hambriento y andrajoso, débil por las marchas, sentía frente al ejército que le cortaba el paso a Moscú que se había escanciado el vino y había que beberlo. Si Napoleón les hubiese prohibido entonces luchar contra los rusos, lo habrían matado y habrían ido contra los rusos porque para ellos era una necesidad.
Cuando escuchasen la orden de Napoleón, que los consolaba de sus heridas y de la muerte recordándoles lo que diría la posteridad de quien estuvo en la batalla de Moscú, todos gritarían: Vive l’Empereur! Vive l’Empereur! como habían hecho ante el retrato del niño que perforaba el mundo con un bastoncito y como ante cualquier desatino que les dijesen. Ya solo podían gritar Vive l’Empereur! Vive l’Empereur! y luchar para encontrar en Moscú el alimento y el reposo del guerrero. Así pues, la orden de Napoleón no motivó que matasen a sus semejantes.
Tampoco dirigió Napoleón la marcha de la batalla, pues ninguna de sus órdenes se cumplió y durante la batalla no supo lo que ocurría delante de él. Por eso, que los hombres se matasen no fue voluntad de Napoleón, sino que se debió a causas ajenas a él; fue la voluntad de cientos de miles de hombres que participaban en una obra común. A Napoleón solo le parecía que aquello era por su voluntad; y por eso el problema de si estaba o no resfriado no tiene más interés para la historia que el catarro del último soldado de intendencia.
El 26 de agosto el resfriado de Napoleón era menos importante que nunca, y las afirmaciones de los historiadores de que eso influyó en las malas disposiciones dadas frente a las anteriores, y en las órdenes durante la batalla, que fueron peores que otras, carecen de base.
La orden de operaciones no era peor que las anteriores con las cuales venció en otras batallas. Las imaginarias órdenes durante la batalla eran las mismas de siempre. Pero han parecido peores porque la batalla de Borodinó fue la primera que no ganó Napoleón. Las órdenes más excelentes y lúcidas parecen malas y todo militar las criticará cuando no se gane una batalla; en cambio las más mediocres parecen magníficas y corren ríos de tinta para demostrar las excelencias de órdenes pésimas cuando se logra la victoria.
La orden de operaciones de Weyrother para la batalla de Austerlitz fue un dechado de perfección; pero ha sido condenada por exceso de perfección, por su exceso de pormenores.
En la batalla de Borodinó, Napoleón fue el representante del poder tan bien o mejor que en otras batallas. No hizo nada perjudicial para la acción, se atuvo a las opiniones razonables, no se complicó ni se contradijo, no se asustó ni abandonó el campo; con su tacto y experiencia, cumplió tranquila y dignamente su papel de jefe imaginario.
CAPÍTULO XXIX
Al regresar de un segundo reconocimiento de las líneas, Napoleón dijo preocupado:
—Las piezas del ajedrez están en el tablero, el juego comenzará mañana.
Pidió un ponche y llamó a De Beausset. Habló con él de París y los cambios que pensaba realizar en la maison de l’lmpératrice, asombrando a su interlocutor por su excelente memoria sobre todos los detalles de la corte.
Se interesaba por minucias; bromeó sobre la afición a los viajes de De Beausset y charló como un cirujano seguro de sí mismo mientras se remanga y atan al enfermo en la mesa de operaciones. «Todo está en mis manos y lo tengo definido en mi cabeza. Cuando llegue el momento, actuaré como nadie; ahora puedo bromear, y cuanto más lo haga y más tranquilo esté, más seguros, tranquilos y admirados de mi genio debéis estar vosotros.»
Tras su segundo vaso de ponche, Napoleón se retiró aguardando el asunto del día siguiente.
Estaba tan interesado en la próxima acción que no podía dormirse; aunque empeorase su catarro por la humedad nocturna, a las dos de la madrugada salió a la parte grande de la tienda sonándose con gran ruido. Preguntó si los rusos se habían marchado; le dijeron que las fogatas enemigas continuaban en los mismos lugares. Él aprobó con la cabeza. El edecán de servicio entró en la tienda.
—Y bien, Rapp, ¿cree que haremos buenos negocios hoy? —le preguntó.
—Sin ninguna duda, señor —contestó Rapp.
Napoleón lo miró.
—¿Recuerda, señor, lo que me dijo en Smolensk haciéndome un gran honor? El vino está escanciado, hay que beberlo.
Napoleón frunció el ceño y permaneció sentado con la cabeza apoyada en la mano.
—Este pobre ejército —dijo de pronto— ha menguado mucho desde Smolensk. La fortuna es toda una cortesana, Rapp; siempre lo he dicho y ahora lo experimento. Pero la Guardia, Rapp, ¿está intacta?
—Sí, señor —repuso Rapp.
Napoleón tomó una pastilla y consultó el reloj. No tenía sueño y aún era noche cerrada; tampoco podía dar nuevas órdenes para matar el tiempo, pues todas habían sido dadas y se estaban cumpliendo.
—¿Han repartido las galletas y el arroz entre los regimientos de la Guardia? —preguntó gravemente.
—Sí, señor.
—¿Pero el arroz?
Rapp contestó que había transmitido las órdenes sobre el arroz, pero Napoleón sacudió la cabeza, desconfiando de que sus órdenes se hubiesen cumplido. Un lacayo entró con un vaso de ponche. Pidió otro para Rapp y se bebió el suyo a sorbitos.
—No tengo gusto ni olfato —dijo—. Este resfriado me tiene harto. Y hablan de la medicina. ¿Qué medicina es esta que no cura un resfriado? Corvisart me dio estas pastillas, pero no sirven. ¿Qué pueden curar los médicos? Es imposible curar nada. Nuestro cuerpo es una máquina de vivir. Es su naturaleza, dejad que la vida se defienda ella sola y conseguirá más que si la paralizan a base de remedios. Nuestro cuerpo es como un reloj que debe funcionar un tiempo; el relojero no puede abrirlo ni manejarlo más que a ciegas y con los ojos vendados. Nuestro cuerpo es una máquina de vivir y punto.
Y ya en la vía de las definiciones que tanto le gustaban, Napoleón dijo:
—¿Sabe qué es el arte militar? Consiste en ser más fuerte que el enemigo en un momento. Voilà tout.
Rapp no contestó.
—Mañana nos veremos las caras con Kutúzov —continuó Napoleón.
—Veremos. Recuerde Braunau. Él mandaba el ejército y, en tres semanas, ni una sola vez montó a caballo para inspeccionar las fortificaciones. Veremos ahora.
Consultó de nuevo el reloj. Eran las cuatro. Seguía desvelado; había terminado el ponche y no había nada que hacer. Se levantó, paseó, se puso una levita, el sombrero y salió de la tienda. La noche era negra y húmeda. Una neblina caía de lo alto. Las fogatas ardían débilmente cerca, en la Guardia francesa; a lo lejos, a través del humo, se veía el resplandor de las rusas. Todo estaba en calma; se oía claramente el rumor de las tropas francesas ya en movimiento para ocupar sus posiciones.
Napoleón deambuló delante de su tienda mirando los fuegos y escuchando a los soldados; al pasar junto al centinela de gorro alto que estaba de guardia a la puerta de la tienda y se había erguido al ver al emperador, se detuvo ante él.
—¿Desde cuándo estás en el servicio? —preguntó con la mezcla de rudeza cariñosa y familiar con que se dirigía a los soldados.
El centinela contestó.
—¡Ah ¡Uno de los veteranos…! ¿Habéis recibido arroz en el regimiento?
—Sí, majestad.
Napoleón movió la cabeza y se alejó.
A las cinco y media se fue en su caballo a la aldea de Shevardinó. Ya clareaba, el cielo estaba despejado y había una sola nube en el este. Las fogatas se apagaban en la débil luz del día.
A la derecha sonó un cañonazo sordo y aislado. Tras unos minutos hubo un segundo cañonazo y un tercero sacudió el aire; el cuarto y el quinto tronaron próximos y solemnes a la derecha.
El eco de las primeras detonaciones aún no había muerto cuando estallaron otras en un estruendo general.
Napoleón y su séquito llegaron a Shevardinó. El emperador descabalgó. El juego se había iniciado.
CAPÍTULO XXX
Ya en Gorki, tras dejar al príncipe Andréi, Pierre ordenó a su palafrenero que dispusiese los caballos y lo despertase al alba. Después se durmió detrás de un tabique, en un rincón cedido por Boris.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, la isba estaba vacía. Los cristales de las ventanitas temblaban. El palafrenero lo sacudía por el hombro para despertarlo.
—¡Excelencia! ¡Excelencia! —Zarandeó a Pierre sin mirarlo. Parecía haber perdido toda esperanza de conseguirlo.
—¿Qué pasa? ¿Es la hora? ¿Ha empezado ya? —preguntó Pierre abriendo los ojos.
—Escuche los cañonazos, estos señores se han ido, hasta el Serenísimo —dijo el palafrenero, que había sido soldado.
Pierre se vistió y corrió fuera de la isba. El día estaba despejado, alegre y fresco; se notaba la humedad del rocío. El sol acababa de salir detrás de una nube y alumbraba los tejados, el polvo del camino mojado por el rocío, los muros de las isbas, las aberturas de las vallas y los caballos de Pierre. En el patio se oía el cañoneo. Un ayudante y un cosaco pasaron al trote.
—¡Es la hora, conde! ¡Es la hora! —gritó el ayudante.
Pierre mandó al palafrenero que llevase el caballo tras él y fue al montículo desde donde la víspera había contemplado el campo de batalla. Allí había un nutrido grupo de militares; los oficiales conversaban en francés; en medio estaba la cabeza canosa de Kutúzov, con la nuca hundida en los hombros, con su gorra blanca con un ribete rojo. Miraba el camino general con el catalejo.
Pierre subió al montículo y se admiró de la belleza frente a él. Era el mismo panorama del día anterior, pero ahora estaba cubierto de tropas y humo; los rayos del sol, que surgían por detrás y a la izquierda de Pierre, iluminaban el aire matinal con su luz dorada y rosácea las sombras alargadas y oscuras. Los bosques que bordeaban aquel panorama, como tallados en una gema verde y amarilla, destacaban en el horizonte por la línea de sus copas; entre ellas, tras Valúyevo, se veía la carretera de Smolensk llena de tropas. Lo campos dorados se extendían entre sotos de árboles jóvenes. Se veían tropas por doquier: enfrente, a la derecha y a la izquierda. Todo estaba animado, era majestuoso e inusitado. Pero lo que más sorprendió a Pierre fue ver el campo de batalla, la aldea de Borodinó y las cañadas a ambos lados del Kolocha.
En Borodinó, sobre las orillas del Kolocha y a la izquierda, donde desemboca el Voina, la niebla se disipaba y cuando salía el sol teñía y perfilaba cuanto se veía a través de luz. La niebla se había mezclado con el humo y a través de él penetraba la luz matinal reflejada en el agua, en el rocío o en las bayonetas de los soldados que se apiñaban en las orillas del río y en el pueblo. Se vislumbraba a través de la neblina la iglesia blanca, los tejados de las isbas, grupos de soldados, las cajas verdes de las municiones y los cañones. Todo se movía o eso parecía porque la niebla y el humo se extendían sobre aquel espacio. En las hoyas que cubría la niebla cerca de Borodinó, y más arriba, a la izquierda de la línea de combate, entre bosques, campos, depresiones y en las alturas, surgían chorros de frecuentes o solitarios humo, a veces aislados y otras veces amontonados, que crecían, se arremolinaban y fundían.
El humo de los disparos y sus sonidos constituían la máxima belleza de cuanto se veía, por raro que parezca.
«¡Puff!», surgía una humareda redonda, densa, grisácea y lechosa; después se oía el disparo.
«¡Puff! ¡Puff!», se elevaron dos humaredas mezclándose; «¡Bum! ¡Bum!» a continuación y confirmaba lo que habían visto los ojos.
Pierre se giró a ver el primer humo, que había dejado de mirar cuando era una bolita; ahora lo sustituían globos de humo que se extendían a un lado y nacían tres más, cuatro, siempre con iguales intervalos, y les respondían esos sonidos firmes y seguros. Parecía que esos humos corrían; otras veces era como si estuviesen quietos y corrían delante de ellos los bosques, los campos y las bayonetas brillantes. A la izquierda, entre campos y matojos, se levantaban columnas de humo; más cerca, en las depresiones y los bosques, surgían nubecillas de humo de los fusiles, que no llegaban a formar un globo y redondearse, les seguían ecos más débiles. Era el frecuente traqueteo de los fusiles, cuyo sonido era más irregular y pobre que el cañoneo. Pierre deseó hallarse entre las humaredas, las bayonetas brillantes, el movimiento y el ruido de los disparos. Miró a Kutúzov y su séquito para comparar sus impresiones con las de ellos. Como él, todos contemplaban el campo de batalla y creyó que también sentían lo mismo. Todos los semblantes reflejaban el calor latente que Pierre ya había observado y comprendió tras su conversación con el príncipe Andréi.
—Ve y que Cristo te acompañe —dijo Kutúzov a uno de los generales que estaban a su lado sin quitar ojo al campo de batalla.
Recibida la orden, el general pasó por delante de Pierre para descender.
—¡Al vado! —dijo el general a uno de los oficiales del Estado Mayor que le preguntaba adónde iba.
«Y yo también”, pensó Pierre y siguió al general, que montó en el caballo que le ofrecía un cosaco. Pierre se acercó a su palafrenero, que sujetaba los caballos; preguntó por el más manso y montó. Asió las crines y apretó con los talones el vientre del animal; notó que los lentes se resbalaban, pero no quería soltar las crines ni las bridas; galopó así detrás del general entre las sonrisas de los oficiales de Estado Mayor que lo miraban desde el montículo.
CAPÍTULO XXXI
Bajada la cuesta, el general giró bruscamente a la izquierda. Al perderlo de vista, Pierre galopó entre las filas de soldados de infantería que marchaban delante de él. Trató de salir por la izquierda o la derecha, pero lo rodeaban por doquier los soldados, con expresión inquieta, ocupados en una labor invisible pero importante, según parecía. Miraban con gesto malhumorado e interrogador a aquel hombre de sombrero blanco que los arrollaba con su caballo sin motivo.
—¿Qué hace en medio del batallón? —gritó uno.
Otro empujó con la culata al caballo. Pierre se apretó contra el arzón y apenas pudo contener al animal, que salió delante de los soldados, donde había más espacio.
Ante él había un puente y soldados que disparaban y otros apostados. Pierre se acercó. Se hallaba en el puente que salvaba el Kolocha, entre Gorki y Borodinó, que ahora atacaban los franceses tras ocupar Borodinó. Pierre vio el puente y que, entre los haces de heno que había visto la víspera a ambos lados del puente y en el prado, los soldados hacían algo entre el humo. Pese al fuego de la fusilería, no pensó que estaba en el campo de batalla. No oía las balas que silbaban a su alrededor, ni los proyectiles que pasaban sobre él; no veía al enemigo en la orilla de enfrente y tardó en ver a los muertos y heridos, pese a que muchos caían cerca. Miraba a su alrededor con una sonrisa.
—¿Qué hace ése delante de la línea? —gritó alguien.
—¡Ve a la derecha! ¡A la izquierda! —gritaron otras voces.
Pierre fue a la derecha y se topó con un ayudante del general Raievski, a quien conocía. Este miró enfadado a Pierre, dispuesto a gritarle; pero al reconocerlo lo saludó con la cabeza.
—¡Usted! ¿Cómo aquí? —preguntó y siguió.
Pierre, que se sentía fuera de lugar y temía molestar una vez más, fue detrás.
—¿Qué pasa aquí? ¿Puedo ir con usted? —preguntó.
—Ahora —repuso el ayudante, que se había acercado a un grueso coronel de pie en un prado para transmitirle una orden.
Hecho esto, se volvió a Pierre.
—¿Qué hace aquí, señor conde? —preguntó con una sonrisa—. ¿Sigue sintiendo curiosidad?
—Sí —repuso Pierre.
El ayudante giró su caballo y continuó.
—Aquí van las cosas bien, gracias a Dios —dijo—. Pero en el flanco izquierdo de Bagration la batalla está que arde.
—¿De verdad? ¿Dónde está? —preguntó Pierre.
—Venga al montículo. Desde allí se ve bien y la cosa es soportable —dijo el ayudante—. ¿Viene?
—Voy con usted. —Pierre buscó a su palafrenero.
Vio a los heridos que caminaban por sus propios pies o los trasladaban en parihuelas. En ese pradito con hileras de heno aromático, por donde había pasado la víspera, yacía un soldado con la cabeza torcida en una postura violenta y el chacó en el suelo.
—¿Por qué no lo han recogido? —preguntó Pierre, pero calló al ver el gesto severo del ayudante que miraba al mismo lugar.
Pierre no encontró a su palafrenero y siguió con el ayudante hacia el montículo donde estaba Raievski. Su caballo seguía trabajosamente a su compañero y daba sacudidas.
—No está acostumbrado a montar, conde —dijo el ayudante.
—No, es que… salta mucho —replicó Pierre.
—¡Oh…! ¡Está herido encima de la rodilla! —dijo el ayudante—. Habrá sido una bala. Lo felicito, conde, le baptême de feu.
Tras pasar entre el humo que cubría al sexto cuerpo, por detrás de la artillería adelantada que ensordecía con sus disparos, llegaron a un soto silencioso y fresco que olía a otoño. Pierre y el ayudante descabalgaron y se acercaron al montículo.
—¿Está aquí el general? —preguntó el ayudante.
—Estaba hace poco. Se ha ido allí —le señalaron hacia la derecha.
El ayudante se giró hacia Pierre como si no supiese qué hacer ahora con él.
—No se preocupe usted. Iré hacia el montículo, si se puede —dijo Pierre.
—Vaya; desde allí podrá ver todo sin peligro; luego iré a buscarlo.
Pierre fue hacia la batería mientras el ayudante se alejaba. No volvió a verlo y más tarde supo que el hombre había perdido un brazo ese día.
El montículo al que Pierre subió era el lugar que los rusos llamarían después baterías del montículo o batería de Raievski y los franceses la grande redoute, la fatale redoute, la redoute du centre en cuyas cercanías cayeron decenas de miles de hombres y los franceses consideraban la clave de la posición.
El reducto era un altozano en tres de cuyos lados se habían cavado zanjas. En el terreno rodeado por estas había diez cañones que disparaban a través de unas aspilleras abiertas en el parapeto. En esa línea había más cañones que disparaban sin cesar. Un poco más atrás estaba la infantería.
Cuando Pierre subió no pensó que ese rodeado de zanjas desde donde disparaban unos cañones era el lugar más importante de la batalla; se le antojó uno de sus lugares más insignificantes porque estaba allí.
Cuando llegó a la cumbre, Pierre se sentó en un extremo de la zanja que rodeaba la batería y contempló con una sonrisa lo que sucedía a su alrededor. A veces se levantaba con la misma sonrisa, procuraba no molestar a los soldados que se ocupaban de los cañones y corrían delante de él con cargas y proyectiles y deambulaba por la batería. Los cañones disparaban uno tras otro con estampidos ensordecedores y cubriendo todo de polvo y humo.
Frente a la angustia de los soldados de la infantería de cobertura, allí reinaba una animación común que unía a todos.
La aparición de Pierre, con su figura corpulenta y tan poco castrense con su sombrero blanco, sorprendió a los artilleros. Al pasar delante de él, los soldados lo miraban extrañados y con temor. El oficial jefe de la batería, un hombre alto, picado de viruelas y con largas piernas, se le acercó como si fuese a examinar un cañón y lo miró con curiosidad.
Otro oficial de cara redonda, casi un niño, probablemente recién salido de la academia, que ponía toda su alma en atender los dos cañones que le habían confiado, se acercó con aire severo y le dijo a Pierre:
—Perdone, señor, le ruego que deje libre el paso; no puede estar aquí.
Los soldados también lo miraban al principio con desagrado. Cuando vieron que aquel hombre de sombrero blanco no hacía nada malo y permanecía sentado al borde del terraplén, o dejaba pasar educadamente a los soldados, deambulaba por la batería al alcance de las balas con la misma calma que si estuviese en un parque, abandonaron el sentimiento de perplejidad hostil y fueron sintiendo una simpatía cariñosa y burlona, como la que sienten los soldados hacia los animales que viven con ellos. Admitieron a Pierre en su familia y lo apodaron «nuestro señor». Reían cariñosamente y bromeaban a su costa hablando de él.
Una granada cayó a dos pasos de Pierre, que miró a su alrededor sonriendo mientras se sacudía la tierra.
—¿Por qué no tiene miedo, señor? —le preguntó un soldado ancho de hombros y dientes blancos y fuertes que brillaban en su rostro colorado.
—¿Lo tienes tú? —preguntó Pierre.
—¿Y quién no lo tiene? —repuso el soldado.
—Las balas no respetan a nadie. Como acierte, te saca las tripas. ¿Cómo no vas a tenerle miedo? —rio.
Algunos soldados de rostros simpáticos rodearon a Pierre. No esperaban que hablase como todos, y el descubrimiento los alegró.
—¡Nosotros somos soldados! Pero es raro ver a un señor aquí. ¡Vaya con el señor!
El oficial joven gritó a los soldados que rodeaban a Pierre:
—¡A vuestros puestos!
Sin duda cumplía sus funciones por primera o segunda vez; por eso se mostraba exacto y formulista ante sus subordinados y superiores.
Sobre el campo se intensificaba el cañoneo y los disparos de fusil, especialmente a la izquierda, en las posiciones defendidas por Bagration. Pero desde donde estaba Pierre no se distinguía nada por la humareda. Además, Pierre observaba a los hombres de la batería. La primera excitación que le causó el aspecto y el fragor del campo de batalla dejó paso a otros sentimientos, sobre todo desde que vio al soldado muerto en el prado. Sentado en el borde de la fortificación, contemplaba los rostros de quienes lo rodeaban.
A las diez habían tenido que llevarse a unos veinte hombres de la batería y dos cañones estaban destrozados. Los proyectiles caían allí cada vez con más frecuencia y llegaban balas perdidas; pero los hombres no prestaban atención y seguían con sus bromas y sus conversaciones.
—¡Atención! —gritó un soldado al oír una granada acercarse silbando.
—No es para nosotros. Es para la infantería —rio otro por encima del parapeto al ver que la granada había pasado de largo y caía entre las tropas de cobertura.
—¿La conoces? —se burló un soldado de un campesino, que se había inclinado al oír el proyectil.
Algunos soldados se reunieron junto al terraplén para ver qué ocurría.
—Han retirado las avanzadas —señaló uno por encima del parapeto.
—Se repliegan.
—¡Vosotros a lo vuestro! —gritó un viejo suboficial—. Si se repliegan es porque tendrán que hacer algo allí.
Agarró a un soldado por los hombros y lo empujó con la rodilla. Se oyeron risas.
—¡Al quinto cañón! ¡A recuperarlo! —gritó alguien desde el extremo de la batería.
—¡Todos a la vez! —se oyeron las voces de quienes cambiaban la pieza.
—Casi se llevan el sombrero de nuestro señor —dijo el soldado bromista mostrando los dientes—. ¡Qué mala! —añadió refiriéndose a una granada que había acertado en una rueda y en la pierna de un compañero.
—¡Eh, vosotros, los listos! —señalaba otro soldado a los milicianos que entraban agachados en la batería para llevarse a los heridos—. ¿Tenéis miedo, cuervos?
—¡Cuervos! —gritaron otros a los que vacilaban ante un artillero con la pierna arrancada por un proyectil. ¿No os gustan nuestras gachas?
—Se ve que no —se rieron algunos de los milicianos.
Pierre advirtió de que tras el estallido de cada proyectil y cada baja, aumentaba la animación de los soldados.
Como salida de una nube, se encendía en la expresión de aquellos hombres cada vez más a menudo y como para contrarrestar lo que ocurría, la luz de un fuego que se avivaba.
Pierre ya no contemplaba el campo de batalla ni le interesaba lo que allí sucedía; contemplaba ese fuego que aumentaba y también lo embargaba a él.
A las diez se replegó la infantería situada ante los cañones, entre las matas y a orillas del riachuelo de Kamienka. Desde lo alto de la batería los veían llevarse a los heridos sobre los fusiles. Un general llegó al montículo con su séquito. Tras hablar con el coronel y mirar con ira a Pierre, bajó de allí y ordenó a las tropas de cobertura tras la batería que se tirasen al suelo para no ser tan vulnerables a los proyectiles. Luego se oyeron tambores y voces de mando a la derecha de la batería, y los soldados avanzaron.
Pierre miró por encima del parapeto. Le llamó la atención el rostro de un oficial pálido y joven, vuelto de espaldas hacia los soldados, que miraba inquieto a su alrededor con la espada en la mano.
La infantería desapareció entre el humo y se oyeron sus gritos y disparos. Minutos después sacaron numerosos heridos y parihuelas. Llovían los proyectiles sobre la batería; algunos soldados yacían en el suelo. Junto a los cañones, los servidores se movían más animados; nadie se fijaba en Pierre. Dos veces le gritaron que se apartase. El jefe de la batería, con el ceño arrugado, pasaba a zancadas de una pieza a otra. El oficial joven, más encendido, daba órdenes a los soldados con más celo. Los artilleros se pasaban las cargas y cumplían su misión con valor. Saltaban como movidos por resortes.
La nube que amenazaba tormenta estaba encima y en todos los rostros ardía el fuego cuyo estallido aguardaba Pierre; ahora, junto al jefe de la batería, oyó que el oficial joven decía con la mano en la visera:
—Mi coronel, tengo el honor de comunicarle que solo nos quedan ocho cargas. ¿Ordena continuar el fuego?
—¡Metralla! —gritó el jefe y continuó mirando por encima del parapeto.
De repente el joven oficial gritó, se encogió y cayó sentado en la tierra como un ave herida en el vuelo. Todo se le antojó a Pierre extraño, confuso y sombrío.
Los proyectiles silbaban y hacían blanco en el parapeto, en los soldados y en los cañones. Pierre, que no los oía antes, solo percibía eso ahora. De un lado de la batería, hacia la derecha, corrían unos soldados entre «¡hurras!», pero no avanzaban, sino que retrocedían, le pareció a Pierre.
Un proyectil acertó en el borde del parapeto, junto a Pierre, levantando una nube de tierra. Delante pasó una bola negra y se incrustó en algo. Los milicianos que habían entrado en la batería retrocedieron corriendo.
El jefe gritó:
—¡Fuego de metralla!
Un suboficial se acercó al coronel y, con el susurro aterrado de un mayordomo al anunciar a su señor que no queda más vino de la marca que pide, dijo que se habían acabado las cargas.
—¡Lo que están haciendo esos bribones! —gritó el coronel volviéndose a Pierre.
Tenía el rostro sudoroso y encendido; sus ojos refulgían bajo el ceño fruncido.
—¡Corre a las reservas! —gritó a un soldado evitando mirar a Pierre.
—¡Trae cajas de municiones!
—Yo iré —dijo Pierre.
El coronel avanzó a grandes zancadas hasta el otro extremo de la batería.
—¡No disparéis…! ¡Esperad! —ordenó.
El soldado a quien había mandado en busca de municiones tropezó con Pierre.
—¡Eh, señor, no debe estar aquí! —y corrió cuesta abajo.
Pierre corrió tras él dando un rodeo para evitar el lugar donde yacía el joven oficial.
Tres proyectiles volaron sobre él y cayeron delante, por los lados y detrás. Pierre bajó corriendo. «¿Adónde voy?», pensó al llegar a las verdes cajas. Se detuvo sin saber si debía regresar o seguir. Entonces un temblor lo arrojó al suelo y el resplandor de una gran llamarada lo cegó. A un estampido tremendo le siguieron varias explosiones. Cuando volvió en sí, estaba sentado con las manos apoyadas en la tierra; la caja de municiones ya no estaba; solo quedaban unas tablas quemadas y trapos sobre la hierba chamuscada. Un caballo salió corriendo arrastrando los restos de las varas; el otro yacía en tierra, como Pierre, y jadeaba lastimeramente.
CAPÍTULO XXXII
Espantado y ajeno a la realidad, Pierre se puso en pie de un salto y corrió hacia la batería, como único refugio que podía salvarlo de los horrores circundantes.
Cuando entró en la trinchera notó que no sonaban disparos, pero que unos hombres hacían algo. No tuvo tiempo de comprender quiénes eran. Vio al coronel, que parecía mirar abajo, de bruces sobre el parapeto. Un soldado que recordaba de antes trataba de deshacerse de otros hombres que lo rodeaban sujetándolo por el brazo y gritaba: «¡Hermanos!». Vio más cosas extrañas.
Pero no tuvo tiempo de comprender que el coronel estaba muerto, que quien gritaba «¡hermanos!» era un prisionero y que delante de él habían matado a otro soldado con una bayoneta. Apenas entró en la batería, un hombre delgado, macilento, sudoroso, con uniforme azul y con la espada en la mano fue hacia él gritando algo. Con un instintivo movimiento de defensa, tratando de evitar el choque porque ambos corrían sin verse, Pierre lo agarró por el cuello y el hombro. Era un oficial francés que dejó caer la espada y sujetó a Pierre por el cuello.
Durante unos segundos se miraron con ojos asustados y confusos, sin saber qué habían hecho ni qué hacer. «¿Soy yo el prisionero o es él?», pensaban ambos. Pero el oficial francés debió de creer que el prisionero era él, pues la mano de Pierre lo apretaba cada vez más debido al miedo cerval. El francés quiso decir algo cuando un proyectil silbó sobre los dos, y Pierre tuvo la sensación de que se le había llevado la cabeza por la rapidez con que la inclinó.
Pierre se agachó y soltó al oficial francés. Sin pensar nada más, el francés corrió a la batería; Pierre fue cuesta abajo, tropezando con muertos y heridos que lo agarraban por las piernas según le pareció. No había llegado al llano cuando vio que iba a su encuentro una masa de soldados rusos; subían hacia la batería, caían, tropezaban y gritaban animados. Era el famoso ataque cuya gloria se atribuyó a Ermolov diciendo que solo su valor y la suerte estuvieron tras un acto tan heroico. En ese ataque esparcía sobre el montículo las cruces de San Jorge que llevaba en el bolsillo.
Los franceses que se habían apoderado de la batería huyeron. Los rusos rechazaron entre «¡hurras!» al enemigo tan lejos de la batería que fue difícil contenerlos.
Retiraron de la batería a los prisioneros, entre los cuales había un general francés herido al que rodearon los oficiales. Muchos soldados heridos rusos y franceses, con los semblantes demudados por el dolor, andaban, se arrastraban o eran llevados en angarillas fuera de la batería. Pierre subió al montículo, donde estuvo más de una hora sin ver a ningún miembro de aquella familia que poco antes lo había adoptado. Eran muchos los muertos desconocidos, pero identificó a varios; el joven oficial seguía sentado y encogido como antes, en un charco de sangre. El soldado rubicundo se movía aún, pero no lo retiraban.
Pierre corrió abajo.
«Ahora cesará todo y se horrorizarán de lo que han hecho», pensaba mientras seguía a las filas de camillas que se alejaban del campo de batalla.
El sol, cubierto por el humo, aún estaba alto; a la izquierda, hacia Semionovskoie, algo sucedía entre la humareda. El trueno de los disparos de fusil y los cañonazos aumentaba como un hombre que grita con sus últimas fuerzas.
CAPÍTULO XXXIII
La acción principal de la batalla se desarrolló en dos kilómetros y medio, entre Borodinó y las fortificaciones de Bagration. Fuera de allí, al mediodía, los rusos pusieron en acción la caballería de Uvarov; más allá de Utitsa, Poniatowski chocó con Tuchkov, pero fueron acciones aisladas y débiles comparadas con lo que sucedía en el centro del campo de batalla.
La acción principal de la batalla se desarrolló del modo más simple entre Borodinó y las fortificaciones de Bagration, cerca del bosque, en un terreno descubierto y visible por ambas partes. La batalla comenzó con un cañoneo recíproco.
Cuando el humo cubrió todo el campo, protegidas las divisiones de Dessaix y Compans, estas atacaron las fortificaciones izquierdas rusas; los regimientos del virrey avanzaron por la izquierda sobre Borodinó.
Shevardinó, donde se hallaba Napoleón, estaba a un kilómetro de las fortificaciones rusas y a más de dos de Borodinó. Por eso, no podía ver lo que ocurría allí, pues el humo de los disparos se mezclaba con la niebla y cubría todo. Los soldados de la división de Dessaix avanzaban hacia las primeras posiciones rusas y solo fueron visibles cuando descendieron al barranco que los separaba de las fortificaciones rusas. El humo de fusiles y artillería se hizo allí tan denso luego que ocultó la otra ladera del barranco. A través del humo se divisaba algo negro, probablemente soldados, y el brillo de las bayonetas. Pero desde Shevardinó no se distinguía si avanzaban o no, si eran rusos o franceses.
El sol se levantó y lanzaba sus rayos al rostro de Napoleón, que miraba las fortificaciones cubriéndose los ojos con la mano. El humo invadía las posiciones enemigas, y a veces parecía que el humo se movía o que los soldados avanzaban. A ratos se oían gritos entre los disparos, pero era imposible comprender lo que ocurría.
Napoleón miraba a través de un catalejo desde el alto; veía humo y hombres, a veces suyos y a veces rusos. Pero no se percataba de dónde estaba lo que acababa de ver.
Bajó del alto y caminó de un lado a otro. A veces se detenía a escuchar el cañoneo y miraba el campo de batalla.
Era imposible comprender lo que ocurría desde donde estaba Napoleón ni algunos de sus generales, sino en las avanzadas, donde tan pronto se veían rusos y franceses, soldados muertos y vivos, hombres espantados o frenéticos. Aparecían, disparaban, chocaban unos contra otros, gritaban y retrocedían sin saber qué hacer.
Desde el campo de batalla galopaban hacia Napoleón los ayudantes que había mandado y oficiales de órdenes de sus mariscales, que traían informes sobre la batalla. Eran informes falsos, pues en una batalla es imposible decir qué sucede en un momento, además de que muchos de aquellos ayudantes no llegaban al terreno del combate, sino que hablaban de oídas, y mientras recorrían los dos o tres kilómetros que los separaban de Napoleón, las circunstancias habían cambiado y la noticia era falsa. Un ayudante llegó de parte del virrey anunciando la caída de Borodinó y el puente de Kolocha en manos francesas. Preguntó si Napoleón ordenaba cruzar el río. Este ordenó que sus tropas se situaran en la otra orilla y aguardasen. Pero en ese momento el puente había sido recobrado por los rusos, que lo habían incendiado, hecho en que había participado Pierre al comienzo de la batalla.
Otro ayudante anunció a Napoleón que el ataque de las fortificaciones había sido rechazado, que Compans fue herido y Davout había muerto. En realidad ese sector fue conquistado por otra unidad y Davout estaba ligeramente herido. Según esos informes, Napoleón daba órdenes que habían sido cumplidas antes de que él las diese o que no podían ejecutarse.
Los mariscales y generales más cerca del campo de batalla pero que no intervenían y solo a veces estaban al alcance de los disparos tomaban decisiones sin consultar al emperador hacia y desde dónde disparar, hacía dónde debía ir la caballería y en qué dirección debían huir los soldados. Pero esas órdenes, como las de Napoleón, pocas veces se ejecutaban. Solía ocurrir lo contrario de lo ordenado. Los soldados a quienes mandaban avanzar, al verse bajo la metralla retrocedían; los que tenían orden de permanecer en sus puestos, al ver aparecer a los rusos, retrocedían o avanzaban, y la caballería francesa perseguía al enemigo sin haber recibido orden de hacerlo. Así, dos regimientos de caballería atravesaron el barranco de Semionovskoie y pronto giraron y regresaron a sus posiciones. Los soldados de infantería avanzaban a veces a un punto distinto del ordenado.
Las órdenes para mover cañones, desplazar tropas de infantería, disparar o lanzar la caballería contra los rusos las daban los jefes de unidad, que no pedían consejo a nadie.
No temían el castigo por incumplir una orden o haberla dado por propia iniciativa, pues en un combate el hombre se juega lo que más aprecia: su vida, y a veces parece que la salvación está en la fuga y otras en el avance. Esos hombres actuaban según el momento; en realidad, esos movimientos hacia delante y atrás no alteraban la situación. Aquellas incursiones y choques apenas los perjudicaban, pues el daño, la muerte y la mutilación los causaban los proyectiles y las balas. En cuanto salían del espacio donde volaban balas y proyectiles, los jefes que estaban detrás de ellos los reorganizaban mediante la disciplina, y así los llevaban de nuevo a la zona del fuego, donde el miedo a morir les hacía olvidar todo y se movían según el estado de ánimo de la multitud.
CAPÍTULO XXXIV
Davout, Ney y Murat, los generales de Napoleón, estaban cerca del fuego e intervenían a veces en la batalla y ponían en acción a grandes grupos de soldados disciplinados. Sin embargo, al contrario que en todas las batallas anteriores, en lugar de la esperada noticia de la huida del enemigo, los grupos ordenados regresaban en desorden y atemorizados. Se reorganizaban, pero sus filas se iban diezmando.
A mediodía Murat envió un edecán a Napoleón para solicitar refuerzos. Napoleón estaba sentado al pie del montículo y bebía un ponche cuando el edecán de Murat le aseguró que los rusos serían masacrados si se utilizaba otra división.
—¿Refuerzos? —dijo Napoleón, estupefacto, como si no entendiese la palabra, mirando al edecán, un apuesto joven de largo cabello negro rizado como Murat.
«¡Refuerzos! —pensó—. ¿Qué refuerzos pueden pedir si tienen a medio ejército lanzado contra el flanco ruso más débil y no fortificado?»
—Diga al rey de Nápoles que aún no es mediodía y no lo veo claro en mi tablero. Vamos… —dijo gravemente.
El edecán suspiró sin separar su mano de la visera y regresó galopando hacia donde mataban hombres.
Napoleón se levantó; llamó a Caulaincourt y Berthier y charló con ellos sobre cosas sin relación con la batalla.
Cuando la conversación empezaba a interesar a Napoleón, los ojos de Berthier se detuvieron en un general que galopaba hacia el montículo seguido por su séquito. Era Bélliard. Descabalgó, se acercó a Napoleón y, en voz alta y enérgica, expresó la necesidad de refuerzos. Juraba por su honor que los rusos serían aniquilados con una división más.
Napoleón se encogió de hombros y siguió paseando. Bélliard, con voz alta y animada, hablaba con los generales del séquito imperial que lo habían rodeado.
—Es usted muy vehemente, Bélliard. —Napoleón se acercó al general—. Es fácil engañarse en el calor del combate. Vaya a mirar e infórmeme.
Cuando se hubo marchado Bélliard, llegó un nuevo enviado de otro sector del frente.
—Eh bien! qu’est-ce qu’il y a? —preguntó Napoleón con tono irritado por los repetidos impedimentos.
—Señor, el príncipe… —comenzó el ayudante.
—¿Pide refuerzos? —se encolerizó Napoleón.
El ayudante asintió con la cabeza y se dispuso a exponer su informe. Pero el emperador se apartó de él, dio unos pasos, se detuvo y llamó a Berthier.
—Hay que dar reservas —dijo separando los brazos—. ¿A quién enviamos? ¿Qué piensa? —preguntó a Berthier, al pájaro al que ha convertido en águila, como lo llamaría después.
—Majestad, ¿enviamos a la división de Claparède? —sugirió este, que se sabía de memoria todas las divisiones, regimientos y batallones.
Napoleón asintió con la cabeza.
Un edecán galopó hasta la división de Claparède. Poco después, la joven Guardia, que se hallaba detrás del montículo, se puso en marcha. Napoleón miró en silencio.
—¡No! —dijo inesperadamente a Berthier—. No puedo enviar la división de Claparède. Que vaya la de Friant.
Pese a que no existía ventaja si iba la división de Friant en lugar de la de Claparède, y aunque era sin duda una pérdida de tiempo detener una división ya en marcha para enviar otra, la orden se cumplió. Napoleón no veía que para sus tropas era como el médico que perjudica con sus medicinas, cosa que él comprendía y censuraba con acierto en los demás.
La división de Friant también desapareció entre el humo del campo de batalla. De todas partes llegaban edecanes al galope y, como si se hubiesen puesto de acuerdo, todos pedían refuerzos porque los rusos no abandonaban sus posiciones y hacían un fuego infernal que diezmaba las tropas francesas.
Meditabundo, Napoleón permanecía sentado en una silla plegable.
M. de Beausset, aficionado a los viajes y hambriento desde la mañana, se le acercó y le propuso que fuese a almorzar.
—Confío en que ya puedo felicitar a Su Majestad por la victoria —dijo.
Napoleón negó con la cabeza. Suponiendo que el gesto se refería a la victoria, no a la comida, M. de Beausset observó en tono desenfadado pero respetuoso, que no hay motivos que impidan comer cuando es posible.
—Allez vous… —exclamó Napoleón taciturno y le dio la espalda.
Una sonrisa feliz de sincera pena y entusiasmo se dibujó en el semblante de M. de Beausset, que se retiró hacia los generales.
Napoleón experimentaba un sentimiento como el de un afortunado jugador que dilapida su dinero ganando siempre, y de pronto, cuando ha calculado todos los riesgos del juego y sus posibilidades, comprende que cuanto más meditada es la jugada, más segura es la pérdida.
Las tropas, los generales, los preparativos, la orden de operaciones eran los de siempre; la proclamation courte et énergique era la misma, como él; lo sabía, como sabía que ahora tenía más experiencia y habilidad que antaño; el enemigo también era el de siempre: el de Austerlitz y Friedland. Pero el temible impulso del brazo alzado caía sin fuerza como por arte de magia.
Los procedimientos anteriores, siempre exitosos: la concentración de baterías sobre un mismo punto, el ataque de la reserva para romper la línea enemiga, la carga de caballería de hombres de hierro todo había sido ya utilizado; pero lejos de proporcionar la victoria, llegaban de todas partes las mismas noticias: generales muertos o heridos, necesidad de refuerzos, imposibilidad de desalojar a los rusos y desorganizar sus filas.
Otras veces, tras dos o tres órdenes y unas cuantas frases, los mariscales y edecanes acudían con felicitaciones y rostros alegres anunciando la captura de cuerpos de ejército, de montones de banderas y águilas enemigas, cañones y material; Murat solo pedía permiso para lanzar la caballería y apoderarse de todos los servicios de retaguardia. Así había ocurrido en Lodi y en Marengo, en Arcola, en Jena, Austerlitz o en Wagram. Pero ahora estaba ocurriendo algo inusitado a sus ejércitos.
Pese a las noticias que anunciaban la conquista de les flèches, Napoleón veía que aquello no se parecía a otras batallas. Veía que quienes lo rodeaban, hombres avezados en el arte militar, compartían el sentimiento. Todos esos rostros estaban tristes y evitaban mirarse. Solo De Beausset no comprendía la importancia de lo que ocurría; pero Napoleón, con su dilatada experiencia bélica, conocía el significado de una batalla no ganada por el ejército que ataca tras ocho horas de esfuerzo. Sabía que era un encuentro perdido y, en esos momentos, cualquier casualidad podía significar el fin para él y su ejército.
Al recordar la extraña campaña de Rusia, en la que no se había ganado ni una batalla, en la cual durante dos meses no se habían tomado banderas, cañones, ni cuerpos de ejército, cuando veía los semblantes preocupados de quienes lo rodeaban y escuchaba sus informes de que los rusos resistían, lo invadía un sentimiento terrible, como el que experimentaba en sueños. Acudían a su mente los malhadados incidentes que podían acabar con él. Los rusos podían atacar su ala izquierda, destruir el centro, podía matarlo una bala perdida. Todo era posible. En otras batallas solo había pensado en la posibilidad del éxito; ahora imaginaba probabilidades desgraciadas y esperaba todas. Era como un sueño en el cual un hombre ve a un forajido que se arroja sobre él y lo golpea sabiendo que lo puede matar; pero su mano sin fuerzas cae como un trapo mientras lo deja indefenso el horror de una muerte inevitable.
Este horror despertó en Napoleón la noticia de que los rusos atacaban el ala izquierda del ejército francés. Estaba sentado debajo del montículo, con la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre las rodillas. Berthier se acercó y propuso que se dirigiese a la línea de combate para ver la situación de la batalla.
—¿Qué? ¿Qué dice? —exclamó Napoleón—. Ordene que me traigan un caballo.
Montó a caballo y fue a Semionovskoie.
Entre la humareda de pólvora que se disipaba, allí por donde pasaba, entre charcos de sangre, yacían hombres y caballos aislados o en montones. Ni Napoleón ni sus generales habían visto jamás tal horror, tantos cadáveres en tan poco espacio. El cañoneo, que no había cesado en diez horas seguidas dañando los oídos, daba un aspecto especial a la visión, como la música en los tableaux vivants. Napoleón, que había subido a la colina de Semionovskoie, divisó por entre la humareda hileras de hombres con uniformes a los que no estaba acostumbrado. Eran los rusos.
Se hallaban detrás de Semionovskoie y del montículo En filas cerradas, todas sus baterías disparaban sin descanso y cubrían de humo la línea de combate. No era una batalla, sino una matanza continua que no podía conducir a nada ni a rusos ni a franceses. Napoleón detuvo su caballo y cayó de nuevo en aquella pasiva meditación de la cual lo había sacado Berthier. No podía detener aquello, a su alrededor, y todos creían guiado y dirigido por su mano. Por primera vez, debido al fracaso, su obra le pareció terrible e inútil.
Uno de los generales se le acercó y le propuso con respeto que enviase a la vieja Guardia. Ney y Berthier, que estaban cerca, se miraron y sonrieron con desdén ante la insensata propuesta. Napoleón agachó la cabeza y guardó silencio.
—No dejaré que aniquilen a mi Guardia a 800 leguas de Francia —dijo finalmente y, volviendo grupas, partió para Shevardinó.
CAPÍTULO XXXV
Kutúzov, con la cabeza reclinada y el cuerpo desplomado en el mismo banco, cubierto por una alfombra donde lo había visto Pierre esa mañana, no daba órdenes; se limitaba a aceptar o rechazar las que le proponían.
«Sí, que hagan eso», respondía. «Sí, ve a verlo», decía bien a uno y a otro de quienes se acercaban; o bien: «No lo hagas, mejor es esperar.»
Escuchaba los informes que llegaban y daba órdenes cuando lo pedían los subordinados. Pero no parecía interesado por las palabras, sino por la expresión de los semblantes o el tono de voz de quienes le hablaban. Su experiencia militar le enseñaba y su mente de anciano le hacía entender que un solo hombre no puede dirigir a cientos de miles de personas que luchan con la muerte. Sabía que las batallas no se resuelven por las órdenes del general en jefe, por el sitio que ocupan las tropas, por el número de cañones de las bajas, sino por eso llamado espíritu y moral del ejército. Así pues, trataba de cuidar esa fuerza y guiarla hasta el límite de su poder.
La expresión de Kutúzov era de una atención tranquila y concentrada, que apenas podía dominar el cansancio de su cuerpo viejo.
A las once de la mañana le dijeron que les flèches ocupadas por los franceses habían sido reconquistadas y que el príncipe Bagration estaba herido. Kutúzov exclamó y movió la cabeza.
—Ve a ver al príncipe Piotr Ivanovich y entérate de lo ocurrido —dijo a un edecán.
Luego habló al príncipe de Würtemberg, que estaba a sus espaldas.
—¿No quiere asumir el mando del segundo ejército, alteza?
Tras la partida del príncipe, y sin tiempo de llegar a Semionovskoie, uno de sus edecanes regresó para pedir refuerzos al Serenísimo.
Kutúzov hizo un mohín y ordenó a Dojturov asumir el mando del segundo ejército, diciendo al príncipe que volviese a su lado, pues, dijo, no podía prescindir de él en momentos como aquel. Cuando llegó la noticia de la captura de Murat, los oficiales del Estado Mayor felicitaron a Kutúzov.
—Esperen, señores —sonrió—. La batalla está ganada y la captura de Murat no es excepcional. Pero mejor será aguardar antes de celebrarlo.
Aun así, envió a un edecán para que anunciase esa noticia a las tropas.
Cuando llegó Scherbinin del flanco izquierdo para comunicar que los franceses habían conquistado les flèches y Semionovskoie, Kutúzov, por el ruido de la batalla y el semblante de Scherbinin, supo que las noticias no eran buenas; se levantó como para estirar las piernas y se llevó aparte al recién llegado.
—Acércate a ver si se puede hacer algo —dijo a Ermolov.
Kutúzov estaba en Gorki en el centro de las posiciones rusas. El ataque de Napoleón contra el flanco izquierdo había sido rechazado varias veces. En el centro, los franceses no habían pasado de Borodinó. Desde el flanco izquierdo, la caballería de Uvarov los había repelido.
A las tres de la tarde, cesaron los ataques franceses. Kutúzov veía una tensión máxima en los semblantes de quienes acudían del campo de batalla y de quienes estaban a su alrededor. Estaba satisfecho del éxito de la jornada, mayor de lo esperado. Pero le fallaban las fuerzas físicas. Varias veces dobló la cabeza como si se le cayese y se adormiló. Le sirvieron la comida.
Wolzogen, el edecán del zar a quien el príncipe Andréi había oído decir que era necesario im Raum verlegen la guerra y a quien detestaba Bagration, llegó durante la comida. Venía de parte de Barclay de Tolly para informar sobre el flanco izquierdo. Barclay de Tolly, al ver la desbandada de los heridos y la desorganización de la retaguardia, decidió, tras sopesarlo todo, que la batalla estaba perdida y envió a su favorito para decírselo a Kutúzov.
El general en jefe, que mascaba con dificultad el pollo asado, contempló a Wolzogen con una jubilosa mirada burlona.
Con paso negligente y el desdén pintado en los labios, Wolzogen se acercó al Serenísimo, tocándose la visera. Le mostraba cierta apatía para dar a entender, como militar de carrera, dejaba a los rusos que convirtiesen en un ídolo a un viejo inútil, pero que sabía bien con quién trataba. «Der alte Herr (así llamaban en confianza los alemanes a Kutúzov) macht sich ganz bequem», pensó mirando los platos ante Kutúzov y le informó sobre el flanco izquierdo, tal y como Barclay ordenó y como él mismo había visto y entendido.
—Nuestras posiciones están en manos enemigas y no podemos evitarlo porque nos faltan tropas. Los soldados huyen y es imposible contenerlos.
Kutúzov dejó de mascar. Sorprendido, como si no comprendiese lo que Wolzogen decía, lo miró fijamente. Al observar la emoción des alten Herrn, Wolzogen sonrió:
—No me creía con derecho de ocultarle lo que he visto… Las tropas están desorganizadas…
—¿Lo ha visto? ¿Lo ha visto usted…? —Kutúzov frunció el ceño; se levantó y se acercó a Wolzogen—. ¿Cómo osa… señor mío, cómo osa… decirme eso a mí? ¡No sabe nada! —Se atragantaba y hablaba con gestos amenazadores—. Diga al general Barclay que sus noticias son falsas y que yo, el general en jefe, sé mejor que él cómo va la batalla.
Wolzogen intentó refutar algo, pero Kutúzov lo cortó.
—El enemigo ha sido repelido en el flanco izquierdo y derrotado en el derecho. Si no ha visto bien, señor, no hable de lo que no sabe. Vaya a ver al general Barclay y hágale saber mi propósito de atacar mañana al enemigo —concluyó Kutúzov.
Todos callaban; solo se oía la respiración jadeante del viejo general.
—Han sido repelidos en todas partes, y doy las gracias a Dios y a nuestro ejército. El enemigo está vencido y mañana lo expulsaremos de nuestra tierra —Kutúzov se persignó y sollozó.
Wolzogen se encogió de hombros, torció los labios y se retiró, asombrado über diese Eingenomenheit des alten Herrn.
—¡Aquí tienen a mi héroe! —Kutúzov se volvió a un general guapo, grueso, de cabello negro, que subía al montículo. Era Raievski, que todo el día había permanecido en el punto más importante del campo de Borodinó.
Según Raievski las tropas se mantenían en sus posiciones y los franceses no se atrevían a atacar.
Tras escucharlo, Kutúzov preguntó:
—¿No cree, como los otros, que estamos obligados a retirarnos?
—Al contrario. Alteza, en los asuntos confusos siempre es el más pertinaz quien gana, y en mi opinión…
—¡Kaisarov! —llamó Kutúzov a su edecán—. Siéntate y escribe la orden de operaciones para mañana. Y tú —dijo a otro— ve a la línea de combate y anuncia que atacaremos mañana.
Mientras tenía lugar esta conversación con Raievski y Kutúzov dictaba la orden, Wolzogen volvía, enviado por Barclay, a decir que el general Barclay de Tolly deseaba la confirmación escrita de la orden del general en jefe.
Sin mirar a Wolzogen, Kutúzov mandó escribirla, pues el antiguo general en jefe la deseaba tener para evitar su responsabilidad personal.
Y por ese vínculo misterioso e impalpable que mantenía en todas las tropas ese estado de ánimo llamado «moral del ejército», que es nervio principal de la guerra, las palabras de Kutúzov y sus órdenes sobre la batalla del día siguiente llegaron al mismo tiempo a todo el ejército.
No eran las mismas palabras ni la orden lo que se transmitía por toda esa cadena. Ni siquiera se contaban unos a otros en diversos confines del ejército nada parecido a lo dicho por Kutúzov. Pero el sentido de sus palabras se extendía; lo que él dijo no era producto de astutas consideraciones, sino la proyección de los sentimientos que albergaba el corazón del general en jefe, como el corazón de todo ruso.
Al saber que al día siguiente atacarían al enemigo y al oír entre los superiores la confirmación de lo que todos deseaban creer, aquellos hombres exhaustos y vacilantes se consolaban y animaban.
CAPÍTULO XXXVI
El regimiento del príncipe Andréi estaba entre las reservas inactivas hasta después de la una de la tarde, detrás de la aldea de Semionovskoie, bajo el fuego de la artillería. A las dos el regimiento había perdido más de doscientos hombres y recibió la orden de avanzar por los campos de avena, entre la aldea de Semionovskoie y el montículo donde estaba situada la batería; durante de la mañana habían muerto miles de hombres, y a última hora se había concentrado sobre ellos el fuego enemigo.
Sin moverse ni disparar un tiro, el regimiento perdió un tercio más de sus hombres. Más adelante, hacia la derecha, entre el humo que no se disipaba, los cañones disparaban y desde la cortina de humo que cubría el terreno zumbaban los proyectiles y las granadas.
A veces los proyectiles y granadas pasaban de largo durante un cuarto de hora, como en una tregua; pero otras el regimiento perdía unos cuantos hombres en un minuto y había que retirar constantemente muertos y heridos.
A cada descarga, los que no habían sido alcanzados tenían menos posibilidades de salir ilesos. El regimiento estaba repartido en columnas con intervalos de trescientos pasos; pese a ello todos compartían el mismo estado de ánimo. Estaban silenciosos y taciturnos. Rara vez conversaban y las palabras cesaban cuando sonaba un estampido o los gritos pidiendo las camillas. Buena parte del tiempo, y según lo ordenado, los soldados estuvieron sentados en la tierra. Uno se quitaba el chacó y deshacía los pliegues para rehacerlos, después se descalzaba, ajustaba los peales y se calzaba; otro limpiaba la bayoneta con arcilla seca desmenuzada; otro se aflojaba y se ajustaba el correaje; más allá, algunos construían casitas con paja; todos parecían absortos en sus ocupaciones. Cuando uno caía herido o muerto y aparecían las camillas, cuando volvían los soldados, o se veía al enemigo a través del humo, nadie prestaba atención. Pero si la caballería o la artillería pasaban cerca, cuando se oía el movimiento de la infantería rusa, resonaban por doquier animosas expresiones. Pero eran hechos extraños no relacionados con la batalla los que más llamaban la atención. El interés de esa gente, moralmente extenuada, parecía concentrado sobre los objetos corrientes. Una batería pasó delante. Un caballo de refuerzo enredó el tirante de una caja de munición en uno de los armones y por doquier gritaron:
—¡Eh, tú! ¡Cuidado con el caballo…! ¡Suéltalo! ¡Se caerá…! ¡Eh…! No ven.
Otra vez, la atención se dirigió a un perrillo oscuro con la cola levantada, que venía no se sabía de dónde y se mezcló entre las filas; de pronto, asustado por una granada que estalló muy cerca, aulló y corrió fuera con el rabo entre patas. Todo el regimiento gritó y rio.
Pero las distracciones duraban un momento, y aquellos hombres llevaban más de ocho horas sin comer, quietos, sometidos al horror de la muerte, y sus semblantes se tornaban más pálidos y taciturnos.
También lo estaba el príncipe Andréi, como todos en su regimiento. Con las manos a la espalda y cabizbajo deambulaba por el prado hasta un campo de avena. Nada tenía que hacer u ordenar. Todo se hacía solo. Retiraban a los muertos del frente, se llevaban a los heridos y las filas se cerraban. Si los soldados se alejaban, volvían corriendo a sus puestos. El príncipe Andréi, creyendo su obligación animar a sus hombres y servir de ejemplo, permaneció entre las filas hasta que se convenció de que nada podía enseñar. Toda su alma, como ocurría a cada soldado, estaba concentrada sin notarlo en el esfuerzo de no pensar en el horror de la situación. Caminaba arrastrando los pies, rozando la hierba y mirando el polvo de las botas. Daba zancadas tratando de pisar las huellas dejadas por los segadores, contaba sus pasos calculando cuántas veces debía pasar de un lugar a otro para hacer un kilómetro; a veces cortaba una flor de ajenjo de la linde, la frotaba entre las manos y aspiraba su aroma intenso y amargo. No quedaba nada del esfuerzo intelectual de la víspera. No pensaba en nada. Escuchaba ya harto el mismo ruido, distinguiendo los proyectiles de los disparos de fusil, observaba los rostros conocidos de los soldados del primer batallón y esperaba. «Esa… también es para nosotros», pensaba al oír el zumbido procedente de la zona cubierta por el humo. «¡Una… otra! ¡Otra más! ¡Ese acertó…!» Se detuvo y miró a la formación. «¡No! ¡Pasó…! ¡Esta cae!», y caminaba tratando de alargar las zancadas para llegar a la linde en dieciséis pasos.
Un silbido y un estallido. Un proyectil se hundió en la tierra seca no lejos de él. Un temblor involuntario le recorrió la espalda. Miró a las filas de soldados. Muchos habrían caído seguramente. Un grupo numeroso se concentraba en el segundo batallón.
—Señor edecán —gritó—, que no se amontonen.
El edecán cumplió la orden y se acercó al príncipe Andréi. Por la otra parte avanzaba, a caballo, el comandante del batallón.
—¡Cuidado! —gritó un soldado, asustado.
Como un pájaro que vuela silbando y se posa, casi sin ruido, una granada cayó a dos pasos del príncipe Andréi, junto al caballo del comandante. El caballo relinchó, se levantó sobre las patas traseras y se apartó de un salto que casi tiró al comandante. El susto del animal se contagió a los hombres.
—¡A tierra! —gritó el edecán tumbándose. El príncipe Andréi siguió en pie, indeciso. La granada, humeante, giraba como una peonza entre él y el edecán, tumbado en tierra, al borde del sembrado y el prado junto a la mata de ajenjo.
«¿Es la muerte?», se preguntó el príncipe Andréi mirando con envidia la hierba, la mata de ajenjo y el humo que se desprendía de la granada.
«No puedo ni quiero morir. Amo la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire…», pensó y recordó que lo miraban.
—Es una vergüenza, señor oficial, que…
No terminó. Sonó un estallido seguido por un ruido como de cristales rotos y el olor de la pólvora. El príncipe Andréi giró sobre sí mismo y cayó de bruces en tierra bocabajo.
Algunos oficiales corrieron hacia él. Por el lado derecho del vientre manaba un chorro de sangre que se extendía sobre la hierba.
Acudieron varios milicianos con una camilla y se detuvieron detrás de los oficiales. El príncipe Andréi estaba tendido bocabajo con el rostro sobre la hierba y respiraba trabajosamente.
—¿Qué hacéis ahí parados? ¡Deprisa!
Los mujiks se acercaron y lo agarraron por las piernas y los hombros; pero él gimió lastimosamente; los milicianos se miraron y lo dejaron.
—¡Ponedlo en la camilla! ¡No importa! —ordenó alguien. Lo levantaron por segunda vez y lo colocaron en la camilla.
—¡Dios mío! ¿Es posible…? ¡Ha sido en el vientre! ¡No sale de esta! ¡Dios mío! —decían los oficiales.
—Me ha rozado la oreja… ¡Por poco…! —comentó el edecán.
Los mujiks habían levantado las parihuelas sobre los hombros y se marcharon por el sendero hacia el puesto de socorro.
—¡Eh…! ¡Al paso…! ¡No seáis brutos! —Un oficial detuvo a los milicianos, que iban con paso desigual y sacudían las parihuelas.
—¡Ponte tú, Fedor! —dijo el miliciano que iba delante.
—¡Bien! ¡Así va bien! —dijo satisfecho el de atrás igualando el paso.
Al verlos venir, Timojin fue hacia las parihuelas y exclamó:
—¡Excelencia! ¡Príncipe!
El príncipe Andréi abrió los ojos, miró a quien hablaba desde las parihuelas, en las cuales se hundía profundamente su cabeza, y cerró los párpados.
Los milicianos lo llevaron al soto donde estaban los puestos de socorro: tres tiendas en un calvero entre los abedules. Más adentro estaban los furgones y los caballos. Mientras estos comían su avena, los gorriones picoteaban el grano que caía al suelo. Los cuervos graznaban impacientes y volaban en torno a los árboles al olor de la sangre. Alrededor, en un espacio de dos hectáreas, yacían hombres ensangrentados, con distintos uniformes, unos tumbados, otros sentados y otros de pie. En torno a los heridos se agolpaban los camilleros con semblantes abatidos y atentos, a quienes los oficiales trataban en vano de hacer regresar a sus puestos. Haciendo caso omiso de las órdenes, los soldados permanecían apoyados en los palos de las parihuelas, con las miradas fijas, como tratando de comprender la importancia de lo que ocurría ante sus ojos. De las tiendas llegaban gemidos y gritos desgarradores. A veces salían corriendo los practicantes en busca de agua e indicaban los heridos que debían llevar adentro. Los heridos que aguardaban turno junto a las tiendas gemían, gritaban, lloraban, juraban, pedían vodka, y algunos deliraban.
Dejando atrás a los heridos sin vendar, el príncipe Andréi fue acercado a una de las tiendas y sus camilleros se detuvieron, esperando órdenes.
Él abrió los ojos y no comprendió lo que sucedía a su alrededor. Recordó el prado, el ajenjo, los campos, la granada que giraba humeante y su deseo de vivir. A dos pasos de él un suboficial arrogante y corpulento de cabello negro, de pie y apoyado en un palo, con la cabeza vendada, vociferaba y atraía la atención de todos. Estaba herido en la cabeza y la pierna. Alrededor, varios heridos y camilleros escuchaban sus palabras.
—Cuando los echamos de allí, lo abandonaron todo… ¡Hemos hecho prisionero hasta el rey! —gritaba mirando a su alrededor—. Si hubiesen llegado las reservas, os aseguro que no habríamos dejado uno vivo. Es verdad lo que os digo…
El príncipe Andréi lo miró y sintió consuelo. «¿No es igual ahora? — pensó—. ¿Qué me ocurrirá allí, y qué hubo aquí? ¿Por qué lamento tanto dejar la vida? Había algo en esta vida que nunca comprendí y que sigo sin comprender.»
CAPÍTULO XXXVII
Uno de los doctores, con las manos pequeñas llenas de sangre, salió de la tienda. Sujetaba el cigarro con el pulgar y el meñique para no mancharlo. Levantó la cabeza y a miró a los lados, por encima de los heridos. Quería descansar un poco. Meneó la cabeza a derecha e izquierda, suspiró y bajó los ojos.
—¡Voy! —contestó al practicante que señalaba al príncipe Andréi, y ordenó que lo llevasen a la tienda.
De entre los heridos que aguardaban salió un sordo rumor.
—Hasta en el otro mundo solo vivirán los señores —dijo alguien.
Colocaron al príncipe Andréi en una mesa desocupada que limpiaba un practicante. El príncipe Andréi no podía ver lo que sucedía. Los gemidos procedían de todas partes; los dolores de la cadera, la espalda y el vientre no le permitían prestar atención. A su alrededor veía cuerpos desnudos y sanguinolentos que llenaban toda la tienda, haciéndole recordar que unas semanas antes, un cálido día de agosto, esos cuerpos llenaban el estanque del camino de Smolensk. Eran los mismos cuerpos, esa chair à canon cuya vista parecía predecir entonces lo de ahora y que tanto horror le provocó.
En la tienda había tres mesas; dos estaban ocupadas; depositaron al príncipe Andréi en la tercera. Lo dejaron solo un momento y pudo ver sin querer lo que sucedía en las otras. En la más cercana había un tártaro tendido, seguramente un cosaco a juzgar por el uniforme tirado en el suelo. Entre cuatro soldados lo sujetaban. Un médico con lentes cortaba algo en su espalda morena y musculosa.
—¡Uf! —parecía gruñir el paciente, que levantó el rostro, negro, de pómulos salientes y nariz chata.
Enseñando su dentadura blanca, quiso liberarse entre tirones y gritos estridentes y prolongados. En la otra mesa, había un hombre alto y corpulento con la cabeza echada atrás. Su cabello rizado y la forma de la cabeza le parecieron al príncipe Andréi extrañamente conocidos. Algunos enfermeros lo sujetaban echados sobre su pecho. Una de sus piernas largas y fornidas se contraía con un temblor febril. Aquel hombre lloraba ente convulsiones y parecía ahogarse. Dos médicos, uno de ellos pálido y tembloroso—, hacían algo con la otra pierna ensangrentada.
Cuando hubo terminado con el tártaro, al que taparon con un capote, el médico de los lentes se acercó al príncipe Andréi secándose las manos.
Miró su rostro y se volvió.
—¡Desnudadlo, vamos! —dijo a los enfermeros.
El príncipe Andréi evocó sus primeros recuerdos infantiles, cuando el enfermero le desabrochó con mano presurosa el uniforme y le quitó la ropa.
El médico se inclinó sobre la herida, la tocó, suspiró y llamó a alguien con una seña. El dolor del vientre dejó inconsciente al príncipe Andréi. Al volver en sí le habían extraído huesos de la cadera rota, le habían sajado la carne desgarrada y le habían vendado la herida. Le rociaron la cara con agua fría; cuando abrió los ojos, el médico se inclinó sobre él, sin decir nada lo besó en la boca y se alejó.
Tras tanto sufrimiento, el príncipe Andréi sintió un gran bienestar. Los mejores y más felices momentos de su vida acudieron como una realidad, no como algo pasado, sobre todo los de la infancia, cuando lo desnudaban y lo metían en la cama, cuando su niñera le cantaba para dormirlo, cuando con la cabeza en las almohadas se sentía feliz solo por vivir.
En torno al herido cuya cabeza le había parecido conocida se movían los médicos. Lo levantaban y trataban de calmarlo.
—Dejádmela ver… —sollozaba sometiéndose al sufrimiento.
Al escuchar esos gemidos, el príncipe Andréi quiso llorar. Bien porque moría sin gloria, porque lamentaba separarse de la vida, bien por sus recuerdos infantiles, porque sufría con el dolor ajeno, por los lastimeros gemidos del hombre a su lado, deseaba llorar con las lágrimas bondadosas y casi alegres de los niños.
Mostraron al herido la pierna cortada, aún calzada y con un coágulo de sangre.
—¡Oh! —sollozó como una mujer.
Un médico, que estaba delante del herido tapándole la cara, se apartó.
«¡Dios mío! ¿Cómo es posible? ¿Por qué está aquí?», pensó el príncipe Andréi. En el desdichado que sollozaba y a quien habían amputado una pierna acababa de reconocer a Anatole Kuraguin. Lo sostenían por debajo de los brazos y le ofrecían un vaso de agua, cuyo borde no alcanzaba con los labios hinchados y temblorosos.
“¡Es él! Sí. Ese hombre está relacionado conmigo por algo íntimo y doloroso —pensó el príncipe Andréi, sin reconocer aún claramente a quien tenía delante —. ¿Qué relación hay entre ese hombre y mi infancia y mi vida?”, se preguntaba sin hallar respuesta. De pronto, un nuevo e inesperado recuerdo que no pertenecía al mundo de la infancia pura y amorosa acudió a la mente del príncipe Andréi. Recordó a Natacha tal como la había visto por primera vez en el baile de 1810, con su cuello grácil, los brazos delgados, el rostro radiante, asustado y pronto al entusiasmo. Y su amor y ternura por ella se despertaron en su alma con más fuerza que nunca. Ahora recordaba bien el vínculo existente con aquel hombre que, a través de las lágrimas que brotaban de sus ojos hinchados, lo miraba turbiamente.
El príncipe Andréi lo recordó ahora todo: y una exaltada piedad y amor hacia aquel hombre llenó su corazón feliz.
El príncipe Andréi no pudo contenerse y lloró dulces lágrimas por el prójimo, por sí mismo, por errores ajenos y propios.
«La misericordia, el amor al prójimo, a quienes nos aman, y nos odian, el amor a nuestros enemigos. El amor que Dios predicó, el que me enseñaba la princesa María y no comprendía. Por eso lamentaba abandonar la vida, eso quedaría en mí si viviese. Pero ahora es tarde, lo sé.»
CAPÍTULO XXXVIII
El terrorífico aspecto del campo de batalla, sembrado de cadáveres y heridos, más su pesadez de cabeza, la noticia de que veinte generales a quienes conocía habían sido heridos o muertos y la conciencia de la debilidad de su brazo, antes poderoso, impresionaron a Napoleón, que normalmente se complacía observando los muertos y heridos para medir su propia fuerza de ánimo.
Ese día el aspecto del campo de batalla había vencido la fuerza moral en la cual fundamentaba su mérito y grandeza; se retiró rápidamente y regresó al montículo de Shevardinó.
Permanecía sentado en una silla plegable, con aspecto amarillento, grueso, pesado, con ojos turbios, la nariz colorada y ronco. Escuchaba involuntariamente y sin levantar los ojos, los cañonazos. Esperaba con angustia el fin de la acción, de la cual se consideraba partícipe pero que no podía detener.
El sentimiento humano predominó un instante sobre la imagen artificial de la vida a cuyo servicio había estado tanto tiempo. Los sufrimientos y la muerte que había visto en el campo de batalla lo abrumaban.
La pesadez de la cabeza y del cuerpo le recordaban que también él podría sentir dolor y morir. Ya no deseaba Moscú, la victoria o la gloria porque, ¿qué más gloria podía ansiar?; solo deseaba una cosa: sosiego, calma y libertad. Pero cuando se vio en Semionovskoie, el jefe de la Artillería le propuso colocar unas baterías allí para intensificar el fuego sobre las tropas rusas frente a la aldea de Kniazkovo.
Napoleón consintió y ordenó que le informasen sobre los resultados.
Un edecán le comunicó que, según sus órdenes, habían colocado doscientos cañones contra los rusos, pero el enemigo resistía.
—Nuestro fuego destruye sus filas, pero resisten —explicó.
—¡Quieren más aún…! —dijo Napoleón con voz ronca.
—Sire? —preguntó el ayudante, que no había entendido bien.
—Quieren más aún. Deles —repitió Napoleón con voz ronca y en entrecejo fruncido.
Aunque no diese órdenes, hacían lo que él deseaba; las daba creyendo que los demás lo esperaban. Regresó a su mundo anterior, artificial y de imágenes de grandeza quimérica; de nuevo, como el caballo que gira la noria e imagina que hace algo para sí mismo, representó mansamente el papel triste, cruel, penoso e inhumano que le correspondía.
Su inteligencia y conciencia se vieron oscurecidas entonces y después mucho más que las de los demás actores; pero hasta el fin de su vida no pudo comprender el bien, la belleza, la verdad o el significado de sus actos, contrarios al bien y a la verdad, apartados de los sentimientos humanos para comprender su sentido. No podía negar sus actos, ensalzados por medio mundo, y debía renunciar a la verdad, al bien y lo humano.
Al recorrer el campo de batalla lleno de muertos y mutilados por su voluntad, él creía, calculaba cuántos rusos habían caído por cada francés. Se engañaba y se alegraba de que por cada francés hubiese cinco rusos. Ese día escribió en una carta a París que el campo de batalla ha sido soberbio porque había cincuenta mil cadáveres. Incluso en Santa Helena escribió, en el silencio de la soledad, que aprovecharía su tiempo libre para contar sus hazañas de armas:
La guerra de Rusia debió ser la más popular de los tiempos modernos; era la guerra del buen sentido y de los intereses reales, del descanso y la tranquilidad de todos: una guerra pacífica y conservadora.
Se hacía por una buena causa: para terminar con todo riesgo e iniciar la seguridad. Surgía un nuevo horizonte, se desarrollarían nuevos trabajos por el bienestar y la prosperidad general. El sistema europeo se había fundado y solo había que organizarlo.
Satisfecho de estos grandes puntos y tranquilo, también yo habría tenido mi Congreso y mi Santa Alianza. Son ideas que me han robado. En esa reunión de grandes soberanos, habríamos tratado nuestros intereses en familia, y habríamos contado con todos los pueblos, como el servidor al dueño.
Europa pronto habría sido una sola nación y cada cual, viajando por todas partes, se habría hallado siempre en una patria común.
Yo habría pedido la libertad de navegación por todos los ríos, los mares y la reducción de todos los ejércitos permanentes a la custodia de los soberanos.
Al volver a Francia, a la patria grande, fuerte, magnífica, tranquila y gloriosa, habría proclamado sus límites inmutables, pues las guerras posteriores solo serían defensivas, cualquier nuevo engrandecimiento sería antinacional. Habría asociado a mi hijo al Imperio; mi dictadura habría terminado para iniciar su reinado constitucional.
¡París habría sido la capital del mundo y los franceses la envidia de las naciones!
Mi vejez y mi descanso habrían sido dedicados, junto a la emperatriz y mientras duraba la educación real de mi hijo, a visitar como una pareja de campesinos con nuestros caballos los rincones del imperio, perdonando culpas, escuchando quejas y sembrando monumentos y obras buenas.
Aquel hombre destinado al triste y servil papel de verdugo de pueblos creía que el objetivo de sus actos era el bienestar de las naciones, que era capaz de dirigir millones de destinos humanos y darles la felicidad gracias al poder.
De los cuatrocientos mil hombres que pasaron el Vístula la mitad eran austríacos, prusianos, sajones, polacos, bávaros würtembergueses, mecklemburgueses, españoles, italianos y napolitanos. Un tercio del ejército imperial propiamente dicho estaba compuesto de holandeses, belgas, habitantes de las orillas del Rin, piamonteses, suizos, genoveses, toscanos, romanos, habitantes de la 32ª división militar, Bremen, Hamburgo, y demás; apenas ciento cuarenta mil hombres hablaban francés. La expedición de Rusia costó menos de cincuenta mil hombres a la Francia actual; en las diversas batallas de su retirada de Vilna a Moscú, el ejército ruso perdió cuatro veces más que el francés, el incendio de Moscú costó la vida a cien mil rusos, muertos en los bosques de frío e inanición; finalmente, en su marcha de Moscú al Oder, también el ejército ruso fue diezmado por las inclemencias del invierno; al llegar a Vilna solo contaba con cincuenta mil hombres, y en Kalich no llegaban a dieciocho mil.
Creía que la guerra contra Rusia había sido por su voluntad, y el horror no lo impresionaba. Aceptaba la responsabilidad de lo sucedido y su espíritu justificaba el hecho de que, entre los cientos de miles de hombres que habían sucumbido, había menos franceses que bávaros y otras nacionalidades.
CAPÍTULO XXXIX
Decenas de miles de hombres vestidos con distintos uniformes yacían muertos en diversas posturas sobre los campos y prados de los señores Davidov y campesinos de la corona; allí los mujiks de Borodinó, Gorki, Shevardinó y Semionovskoie habían recogido durante siglos sus cosechas y apacentado sus animales.
En torno a las ambulancias, en una hectárea, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. Multitud de heridos y no heridos de varias unidades marchaban hacia Mozhaisk y otros, igual de numerosos, hacia Valúyevo. El miedo estaba pintado en todos los rostros. Otros, agotados y hambrientos, guiados por sus jefes, iban adelante. Finalmente, otros permanecían en sus puestos y aún disparaban.
Sobre aquellos campos, antes bellos y alegres, se extendía la niebla y se sentía la humedad y el olor acre a salitre y sangre. Se había nublado y comenzaba a lloviznar sobre los muertos y heridos y sobre aquellos hombres asustados, agotados y titubeantes, que dudaban. Aquella llovizna parecía decir: «¡Basta! ¡Hombres, parad…! ¡Meditad…! ¡Qué hacéis!»
Los hombres de ambos bandos, hambrientos y agotados, dudaban si era aún necesario exterminarse; en las caras se veía la vacilación, y todos se preguntaban: «¿Por qué? ¿Para qué tengo que matar y ser matado? Matad vosotros si queréis, haced lo que os dé la gana. Yo no quiero más». Al atardecer esa idea se había apoderado de todas las mentes. Aquellos hombres podían horrorizarse de lo que hacían, abandonarlo todo y huir adonde fuese.
Aunque al final de la batalla todos sentían el horror de lo hecho, aunque les habría gustado poner fin a todo, sus actos eran movidos por una fuerza incomprensible y misteriosa; los artilleros, sudorosos, polvorientos y cubiertos de sangre, reducidos a un tercio rotos, por el cansancio, cargaban, apuntaban y prendían las mechas; los proyectiles volaban con la misma rapidez y crueldad destrozando cuerpos. Así seguía aquella obra terrible no debida a la voluntad de los hombres sino a la de quien todo lo rige.
Quien hubiese visto la desorganizada retaguardia rusa habría dicho que con un esfuerzo mínimo de los franceses el ejército ruso habría desaparecido. Quien hubiese visto la retaguardia de los franceses habría afirmado que con un pequeño esfuerzo de los rusos acabarían con ellos. Pero ninguno hizo ese esfuerzo, y las llamas de la batalla se iban apagando.
Los rusos no hicieron ese esfuerzo porque no habían iniciado el ataque. Al principio del combate estaban en el camino de Moscú para cortar el paso al enemigo; cuando terminó el encuentro estaban como al principio.
Aunque su objetivo hubiese sido expulsar de sus posiciones a los franceses, no habrían podido hacer ese último esfuerzo porque sus tropas estaban destrozadas; no había ni una unidad que no hubiese sufrido graves pérdidas; sin haber retrocedido, los rusos habían perdido la mitad de sus hombres.
Los franceses, tras quince años de victorias, seguros de que Napoleón era invencible, creyendo haber conquistado parte del campo sin que hubiera más que un cuarto de sus fuerzas y que los veinte mil hombres de la Guardia permanecían intactos, habrían podido hacer fácilmente ese esfuerzo. Los franceses, que atacaron al ejército ruso para desalojarlo, deberían haber hecho el esfuerzo porque mientras los rusos cortasen el camino de Moscú, el objetivo de los franceses no se cumpliría y sus empeños y pérdidas habrían sido inútiles.
Pero los franceses tampoco hicieron ese esfuerzo. Algunos historiadores aseguran que Napoleón solo tenía que hacer entrar en acción a su vieja Guardia para ganar la batalla. Hablar de lo que habría ocurrido es como hablar sobre lo que pasaría si el otoño se convierte en primavera. Eso era imposible.
Napoleón no utilizó su Guardia porque no podía hacerlo. Los generales, los oficiales y los soldados del ejército francés sabían que era imposible hacerlo porque no lo permitía la baja moral del ejército.
No solo Napoleón experimentaba ese sentimiento del brazo levantado que cae inerte como en un sueño; los generales y los soldados del ejército francés, participantes o no en la batalla, con la experiencia de otros combates en los que con un esfuerzo diez veces menor el enemigo había huido tenían la misma sensación de horror ante un enemigo que, tras perder la mitad de sus efectivos, seguía tan amenazador al final de la batalla como al principio.
La fuerza moral del ejército francés, el atacante, estaba minada. Los rusos no obtuvieron en Borodinó una de esas victorias que se miden con telas atadas a unos palos y se llaman banderas, o por el espacio que ocupan las tropas; consiguieron una victoria moral, la que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de la propia debilidad. La invasión francesa, como una bestia que recibe una herida mortal, sentía su fracaso. Pero no podía detenerse, como el ejército ruso no podía dejar de ceder. Tras el golpe, el ejército francés aún podía arrastrarse hasta Moscú. Pero allí, sin nuevos esfuerzos de los rusos, moriría desangrado por la herida recibida en Borodinó.
El resultado directo de la batalla de Borodinó fue la huida sin motivo de Napoleón de Moscú, la retirada por el camino de Smolensk, la pérdida de un ejército de quinientos mil hombres y la caída de la Francia napoleónica, sobre la cual se había alzado la mano de un enemigo que la superaba por sus cualidades morales.
El hombre de mucho mérito.
Moscú, la capital asiática de este gran imperio, la ciudad sagrada de los pueblos de Alejandro; Moscú, con sus innumerables iglesias en forma de pagodas chinas.
Sobre este muchacho del Don.
Los caballeros del cisne.
Todo llega a quien sabe esperar.
No oyen de este lado, ahí radica el problema.
Ante la duda, querido, abstente.
Recapacite, monte en la barca y no la convierta en una barca de Caronte.
Cáustico.
Cuando se…
Pobre, señor.
Es la fábula de todo Moscú. Lo admiro, le doy mi palabra.
Esta querida Vera…
Quien se excusa, se acusa.
Un poquito enamorada de este joven.
¡Qué diablos!
Es necesario llevar la guerra a los mapas. No puedo insistir lo suficiente sobre esto.
Sí, el objetivo es debilitar al enemigo, así que las bajas no importan.
¡Reubicadlo en el espacio, en la región!
En el espacio.
Hasta pronto.
Todo se hará con orden y método.
La casa de la emperatriz.
Eso es todo.
El bautismo de fuego.
El gran reducto, el reducto fatal, el reducto central.
¡Y bien! ¿Qué le pasa?
Vaya usted…
La proclamación corta y enérgica.
Se refiere a las fortificaciones, en este caso rusas.
Cuadros vivos.
Reubicar en el espacio, en la región.
El señor mayor se pone cómodo.
De los señores mayores.
Por estos augurios del señor mayor.