Guerra y paz

LIBRO PRIMERO – 1805

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO I

—Bueno, príncipe, Génova y Lucca son solo posesiones de la familia Bonaparte. Que conste que si no me dice que estamos en guerra y se permite suavizar nuevamente todas las ofensas y atrocidades de ese Anticristo —pues así lo considero—, es que no lo conozco a usted, ya no es mi amigo ni mi fervoroso servidor, como asegura usted de sí mismo. Pero… sea bienvenido. Veo que se ha asustado. Siéntese a charlar.

Un día de julio de 1805, con estas palabras, Ana Pávlovna Scherer, dama de honor cercana a la emperatriz María Fiódorovna, saludó al príncipe Vasili Kuraguin, un prohombre repleto de títulos, el primero que había llegado a su fiesta. Ana Pávlovna tosía desde hacía días; era solo una grippe según ella —grippe era una palabra nueva que casi nadie utilizaba en San Petersburgo—.

Las tarjetas de invitación, enviadas por la mañana con un lacayo de librea roja, simplemente decían:

Si no tiene nada mejor que hacer, el señor conde —o bien mi príncipe—, y si la perspectiva de pasar la velada en casa de una pobre enferma no le asusta demasiado, estaría encantada de verlo en mi casa entre las 7 y las 10.

Annette Scherer.

—¡Dios santo, qué salida tan virulenta! —exclamó impertérrito el príncipe ante tal recibimiento mientras entraba con su uniforme cortesano recamado, medias de seda y zapatos de hebilla, el pecho condecorado y una expresión serena en su cara chata.

Hablaba un francés refinado, como el que nuestros abuelos hablaban y utilizaban para pensar, con el tono dulce y protector de alguien importante, envejecido en la alta sociedad y la corte. Se acercó a Ana Pávlovna, le hizo el besamanos con su calva perfumada y brillante inclinada, y se sentó tranquilamente en el diván.

—Ante todo, dígame cómo está, querida amiga. Tranquilíceme —dijo sin alterarse en un tono indiferente y casi irónico.

—No se puede estar bien cuando se sufre moralmente —replicó Ana Pávlovna—. ¿Puede estar una tranquila hoy en día teniendo corazón? Espero que me acompañe toda la velada.

—¿Y la fiesta del embajador de Inglaterra? Hoy es miércoles y tendré que pasarme. Mi hija vendrá a recogerme.

—Creí que cancelarían esa fiesta. Le confieso que todas estas fiestas y todos esos fuegos artificiales empiezan a resultar insulsos.

—La fiesta se habría cancelado si hubiesen sabido que así lo deseaba —repuso el príncipe, quien acostumbraba, como un reloj en funcionamiento, a decir cosas en las que ni él mismo deseaba que nadie creyese.

—No me torture. Bueno, ¿qué han decidido sobre el despacho de Novosiltsov? Usted lo sabe todo.

—¿Qué quiere que le diga? —repuso el príncipe con voz fría y cansada—.

¿Qué se ha decidido? Se ha decidido que Bonaparte ha quemado sus naves, y creo que nosotros estamos quemando las nuestras.

El príncipe Vasili siempre hablaba con indolencia, como un actor que declama su papel en una comedia más que conocida. En cambio, Ana Pávlovna Scherer, se mostraba animada y devota pese a sus cuarenta años.

Ser entusiasta ya era para la dama una verdadera posición social y, sin quererlo a veces, fingía entusiasmo solo por no defraudar las esperanzas de sus conocidos. La sonrisa comedida que siempre lucía Ana Pávlovna en el rostro, aunque no encajase con los rasgos ajados de su faz, expresaba, como en los niños mimados, que era consciente de su gracioso defecto, que no podía ni creía necesario enmendar.

En plena conversación política, Ana Pávlovna se irritó:

—¡Oh, no me hable de Austria! Tal vez no sepa nada, pero creo que Austria no desea ni ha deseado nunca la guerra. Nos traiciona. Únicamente Rusia debe salvar a Europa. Nuestro benefactor conoce su alta misión y la cumplirá; confío en ello. La misión más grandiosa del mundo le está reservada a nuestro amado y bondadoso zar; es tan virtuoso que Dios no lo dejará, para que cumpla su elevado destino. Aplastará la hidra de la rebelión, aún peor porque anida en ese asesino malhechor. Nosotros debemos redimir sin ayuda la sangre del justo… Y yo le pregunto… ¿En quién podemos confiar? Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá hacerlo la sublime elevación moral del zar Alejandro. Se han negado a evacuar Malta. Quiere ver claro y rebusca qué hay detrás de nuestros actos. ¿Qué han dicho a Novosiltsov?… Nada. No han comprendido, ni pueden, el altruismo de nuestro zar, que no desea nada para él y desea todo para el bien del mundo. ¿Y qué han prometido? Nada. ¡Y no cumplirán lo que prometieron! Prusia ya ha declarado que Bonaparte es invencible y que ni toda Europa puede vencerlo… Yo no me creo ni una palabra de Hartlenberg ni de Haugwitz. Esta famosa neutralidad prusiana no es más que una trampa. Solo creo en Dios y en el elevado destino de nuestro gran zar. ¡Él salvará a Europa…! —Aquí calló de repente Ana Pávlovna con una sonrisa irónica burlándose de su propio ardor.

—Creo —sonrió el príncipe— que si la hubiesen enviado a usted en lugar de a nuestro simpático Wintzingerode, habría obtenido el consentimiento del rey de Prusia. ¡Es tan elocuente! Bueno, ¿no me ofrece té?

—¡Ahora mismo! À propos —añadió con calma—, hoy vendrán a mi casa dos hombres muy interesantes: El vizconde de Mortemart, es aliado de los Montmorency por los Rohan. Es una de las mejores familias de Francia. Es uno de los auténticos y verdaderos emigrados. Además vendrá el abate Morio. ¿Conoce esa mente privilegiada? El zar lo ha recibido. ¿Lo conoce?

—Estaré encantado —dijo el príncipe. Después agregó con indolencia, como si recordase algo distinto, aunque su pregunta era el objeto de su visita—: Dígame, ¿es verdad que la emperatriz madre desea que nombren al barón Funke primer secretario en Viena? Es un pobre señor, este barón, según parece.

El príncipe Vasili trataba de obtener para su hijo el cargo que, a toda costa, deseaban conceder al barón por mediación de la zarina María Fiódorovna.

Ana Pávlovna entornó los párpados, como diciendo que ni ella ni nadie podía criticar lo que gustaba o no a la zarina.

—El señor barón de Funke ha sido recomendado a la emperatriz madre por su hermana. —dijo con voz triste y seca.

Al nombrar Ana Pávlovna a la zarina su semblante expresó una honda y sincera devoción, estima y tristeza a la vez, lo cual ocurría siempre que en la conversación hablaba de su protectora. Dijo que había querido mostrar al barón Funke su gran estima, y nuevamente sus ojos se tornaron tristes.

El príncipe calló fingiendo displicencia. Ana Pávlovna, con su habilidad femenina y de dama de la corte y con la rapidez de su intuición femenina, quiso castigar y consolar al príncipe por sus palabras sobre alguien recomendado a la zarina.

—Pero a propósito de su familia —añadió—, ¿sabe usted que su hija, con su presentación en sociedad, ha hecho las delicias de todo el mundo? La consideran hermosa como el día.

El príncipe se inclinó en muestra de respeto y agradecimiento.

—A veces pienso —prosiguió Ana Pávlovna tras un silencio y acercándose al príncipe con una sonrisa para mostrar que había terminado la conversación política y mundana para pasar a la íntima—, pienso lo injusto que es el reparto de los bienes en la vida. ¿Por qué la fortuna le ha concedido dos hijos (no cuento al menor, Anatole, que no me gusta) —añadió arqueando las cejas— dos hijos tan excelentes? Sinceramente, usted los aprecia menos que nosotros porque no se los merece.

Y sonrió con entusiasmo.

—¿Qué quiere? Lafater habría dicho que yo no tengo la disposición para ser padre —dijo el príncipe.

—No bromee. Quiero hablar con usted en serio. ¿Sabe que no estoy contenta con su benjamín? Le contaré —su rostro se entristeció de nuevo— que han hablado de él a Su Majestad y lo han compadecido…

El príncipe no dijo nada, pero la dama lo observaba en silencio, con aire interrogador, aguardando una respuesta. El príncipe Vasili frunció el ceño.

—¿Qué quiere que haga? —repuso—. Sabe que hice cuanto pude por su educación, y los dos han salido tontos. Hipólito es al menos un idiota tranquilo y Anatole uno inquieto. Es la única diferencia entre ellos —agregó con una sonrisa más artificial y más animado que de costumbre mientras en las arrugas en torno a su boca se esbozó algo inesperadamente vulgar y áspero.

—¿Por qué tienen hijos los hombres como usted? Si no fuese padre, no tendría reproches que hacerle —comentó Ana Pávlovna alzando pensativamente los ojos.

—Soy vuestro fiel esclavo, y solo a usted se lo puedo confesar. Mis hijos son los obstáculos de mi existencia. Es mi cruz. Así me lo explico yo. ¿Qué quiere…? —calló con expresión de sumisión al cruel destino. Ana Pávlovna meditó.

—¿No ha pensado en casar a su hijo pródigo, Anatole? —Luego añadió—: Dicen que las solteronas tienen la manía de los matrimonios. No es que yo sienta ya tal debilidad, pero estoy pensando en una personita que no está muy bien con su padre, una pariente nuestra, una princesa Bolkónskaya.

El príncipe Vasili no respondió, si bien captó su propuesta gracias a la memoria y rapidez de comprensión de los hombres de mundo, y se lo dio a entender moviendo la cabeza.

—Oh, ¿sabe que Anatole me cuesta cuarenta mil rublos al año? —dijo sin poder evitar, según parece, sus tristes pensamientos. Después calló—.

¿Qué sucederá en cinco años si las cosas siguen así? He aquí la ventaja de ser padre. ¿Es rica esa princesa?

—Su padre es rico y avaro. Vive en el campo. Es el famoso príncipe Bolkonsky. Cayó en desgracia en tiempos del difunto zar al que llamaban «rey de Prusia». Es un hombre muy inteligente, pero maniático y difícil. La pobre niña sufre más que las piedras. Tiene un hermano casado hace poco con Lisa Meinen. Es edecán de Kutúzov. Hoy vendrá aquí.

—Escuche, chère Annette —dijo el príncipe tomando de pronto la mano de su interlocutora y bajándola incomprensiblemente.

—Arrégleme ese asunto y seré su fidelísimo esclavo para siempre. La muchacha es de buena familia y rica. Eso me basta.

Con esos movimientos fáciles, familiares y graciosos que lo distinguían, tomó la mano de la dama de honor una vez más, la besó, la agitó en el aire un segundo y se acomodó en la butaca mirando a otra parte.

—Escuche —dijo Ana Pávlovna—. Hoy mismo hablaré con Lisa, La mujer del joven Bolkonsky. Tal vez lleguemos a un acuerdo. Será en su familia donde yo aprenda a ser una solterona.

CAPÍTULO II

El salón de Ana Pávlovna fue llenándose gradualmente. La alta sociedad de San Petersburgo, gente de muy diversa edad y carácter, pero de la misma clase, iba llegando. Estaba la hija del príncipe Vasili, la bella Helena, que venía a buscar a su padre para ir a la fiesta del embajador; llevaba traje de baile con la insignia de dama de honor. También estaba la joven princesa Bolkónskaya, conocida como la femme la plus séduisante de Pétersbourg, pequeña, casada el año anterior. Ahora no podía aparecer en las grandes recepciones debido a su embarazo, pero frecuentaba las veladas íntimas. También había llegado el príncipe Hipólito, hijo del príncipe Vasili, con Mortemart, presentado por él; y el abate Morio, y muchos más.

—¿No ha visto a ma tante o no la conoce aún? —preguntaba Ana Pávlovna a los recién llegados. Y con aire serio los conducía ante una viejecita vestida con un traje cargado de cintas, que había salido de otra estancia apenas empezaron a llegar los invitados.

Ana Pávlovna se los presentaba diciendo sus nombres y volviendo lentamente los ojos del invitado a ma tante. Luego se alejaba. Todos los recién llegados cumplieron la ceremonia de saludar a la desconocida tía, que a nadie interesaba y por quien no sentían curiosidad. Ana Pávlovna, solemne y triste, seguía sus saludos aprobándolos en silencio. Ma tante decía a todos lo mismo sobre su salud, la del interlocutor y la de Su Majestad, que estaba mejor a Dios gracias. Quienes se acercaban a saludar a la anciana no mostraban prisa por marcharse y se retiraban con una sensación de alivio tras cumplir un deber penoso que no se repetiría en toda la noche.

La joven princesa Bolkónskaya traía su labor en una bolsita de terciopelo bordada en oro. Su hermoso labio superior con una sombra de vello era muy corto con respecto a sus dientes, lo cual le daba mayor gracia cuando se alzaba o descendía sobre el inferior. Como sucede con las mujeres realmente atractivas, sus defectos —un labio corto y la boca siempre entreabierta— se antojaban una verdadera y particular belleza exclusiva de su poseedora. Contemplar a la bella futura mamá llena de salud y vitalidad, capaz de soportar su estado tan fácilmente era un deleite para todos. Tanto los viejos como los jóvenes aburridos y taciturnos sentían que al poco de hablar con ella también ellos adquirían sus cualidades. Quien le hablaba y veía en cada palabra su sonrisa jovial y los dientes relucientes se sentía especialmente ingenioso aquel día. Eso creían todos.

La princesa, su bolsa de labor en la mano, rodeó con pasos breves y rápidos la mesa; tras ajustarse alegremente el vestido, se sentó en un diván junto al samovar de plata, como si cuanto hacía fuese una salida por placer para ella y para quienes la rodeaban.

—Traje mi labor —dijo a todos abriendo la bolsa—. Mire, Annette, no me juegue una mala pasada —añadió volviéndose hacia la dueña de la casa—. Me ha escrito que era una velada íntima; vea cómo me he vestido. He traído mi labor.

Y extendió los brazos para mostrar su elegante vestido gris provisto de blondas y ceñido bajo el pecho con una cinta ancha.

—Soyez tranquille, Lise, vous serez toujours la plus jolie —repuso Ana Pávlovna.

—Sabe que mi marido me abandona. —siguió en el mismo tono volviéndose a un general—. Va a que lo maten. Dígame, ¿a qué viene esta horrible guerra? —dijo ahora al príncipe Vasili y, sin esperar respuesta, se puso a charlar con la hija del príncipe, la bella Helena.

—¡Qué persona tan deliciosa esta princesita! —comentó en voz queda el príncipe Vasili a Ana Pávlovna.

Poco después de la princesa entró un corpulento joven de cabellos cortos, lentes, calzones claros a la moda, cuello alto de encaje y frac de color castaño. Aquel joven era el hijo natural de un famoso dignatario en los tiempos de Catalina II, el conde Bezúkhov, que entonces estaba a las puertas de la muerte en Moscú. Jamás había ocupado cargo alguno, y regresaba del extranjero, donde se había educado. Era su primera recepción.

Ana Pávlovna lo recibió con el saludo reservado a los hombres de baja jerarquía. Pese al saludo dirigido como a alguien inferior, al ver entrar a Pierre, el semblante de Ana Pávlovna mostró la inquietud y el temor habituales cuando uno está ante algo enorme y fuera de lugar. Pierre era algo más corpulento que los demás hombres presentes; pero el temor de la anfitriona solamente podía deberse a su inteligente mirada de observador franco y tímido a la vez, que lo diferenciaba de los demás invitados.

—Qué amable es usted, señor Pierre, por haber venido a visitar a una pobre enferma —dijo Ana Pávlovna cambiando una asustada mirada con su tía, hacia quien llevaba al recién llegado.

Pierre musitó unas palabras ininteligibles y buscó a alguien con la mirada. Sonrió al saludar a la princesa como a una íntima conocida y se acercó a la tía. Los temores de Ana Pávlovna no eran infundados, pues Pierre solamente escuchó el final de la frase de la tía sobre la salud de Su Majestad y se alejó de ella. Ana Pávlovna, asustada, lo detuvo diciéndole: «¿Conoce al abate Morio? Es un hombre muy interesante…»

—Sí, he oído hablar de sus proyectos de paz perpetua; es muy hermoso, pero no lo creo posible…

—¿De veras…? —repuso Ana Pávlovna, por decir algo, y quiso regresar a sus deberes de anfitriona.

Pero Pierre cometió una nueva torpeza. Primero no atendió a la tía y se alejó de ella; ahora entretenía a la anfitriona, que debía cumplir con sus obligaciones. La cabeza inclinada y sus largas piernas separadas, demostraba a Ana Pávlovna por qué creía que los proyectos del abate eran una quimera.

—Luego hablaremos —sonrió Ana Pávlovna, separándose del joven, que carecía del conocimiento más elemental del mundo.

Volvió a sus ocupaciones de ama de casa: a mirar, escuchar y acudir adonde decaía la conversación. Era como el dueño de un telar, que camina de un lado a otro de su taller tras colocar en sus puestos a los obreros y, al ver un huso parado y oír el ruido extraño y fuerte de otro, los devuelve a la marcha conveniente. Ana Pávlovna paseaba por su salón yendo a un círculo demasiado silencioso, a otro demasiado locuaz, y con una palabra o un cambio de personas reanimaba el mecanismo de la conversación y lo dejaba de nuevo el mecanismo en su ritmo regular y correcto. Pero incluso así se notaba su temor por Pierre. No le quitó ojo de encima cuando se acercó a escuchar a Mortemart o cuando se dirigió al grupo del abate. Aquella velada era la primera en Rusia de Pierre, educado en el extranjero. Sabía que allí se congregaba toda la intelectualidad de San Petersburgo; sus ojos, como los de un niño en una tienda de juguetes, iban de aquí para allá. Temía perderse una conversación apasionante que pudiese escuchar. Observando las expresiones seguras y desenvueltas en los rostros de los invitados, esperaba oír algo realmente inteligente. Finalmente se acercó a Morio. La conversación le parecía interesante y se detuvo en el grupo del abate, esperando la ocasión para expresar su opinión, como les gusta hacer a los jóvenes.

CAPÍTULO III

La recepción de Ana Pávlovna estaba en pleno apogeo. Los husos sonaban constante e incesantemente por todos los rincones. Los invitados se habían establecido en tres grupos, salvo ma tante, a cuyo lado estaba una señora mayor de rostro afilado y lloroso, como ajena a aquella brillante reunión. El abate era el centro de uno, compuesto casi todo de hombres. En el otro, de jóvenes, se hallaba la bella princesa Helena, hija del príncipe Vasili, y la hermosa y sonrosada, aunque algo rechoncha para su edad, princesa Bolkónskaya. El tercer grupo lo formaban Mortemart y Ana Pávlovna.

El vizconde era joven y atractivo, de fisonomía y modales agradables; se creía una celebridad, aunque por educación permitía modestamente que la sociedad circundante lo aprovechase. Sin duda Ana Pávlovna lo ofrecía a sus invitados. Como un buen maître d’hôtel que sirve una carne que nadie comería si la viese en una cocina mugrienta como si fuese un plato soberbio y delicado, esa noche Ana Pávlovna «servía» a sus invitados —de primero al vizconde, de segundo al abate— como si fuesen manjares. El grupo de Mortemart habló enseguida del asesinato del duque de Enghien. El vizconde decía que el duque había sido víctima de su magnanimidad y que la cólera de Bonaparte se debía a causas especiales.

—Contez-nous cela, vicomte —medió Ana Pávlovna alegremente, pues creía que la frase sonaba algo a lo Luis XV—. Contez-nous cela, vicomte.

El vizconde se inclinó como si obedeciese y sonrió cortésmente. Ana Pávlovna hizo corro en torno al vizconde e invitó a que lo escuchasen.

—El vizconde ha conocido personalmente a monseñor —susurró a uno Ana Pávlovna—. El vizconde es un gran narrador —confesó a otro—. ¡Se nota que es una buena compañía! —dijo a un tercero. El vizconde fue así servido a los presentes con el aspecto más elegante y halagüeño para él, como un rosbif emplatado en caliente con una guarnición de verduras.

El vizconde, dispuesto a comenzar, sonreía con cortesía.

—Venga aquí, chère Hélène —dijo Ana Pávlovna a la princesa que era el centro de otro grupo.

La princesa Helena sonreía y se levantó con su inmutable sonrisa de bella mujer con la que había entrado en el salón. Con el frufrú de su traje de baile blanco adornado de terciopelo, radiante por la blancura de los hombros, el brillo de sus cabellos y los diamantes, pasó entre los hombres que le abrían paso; iba erguida sin mirar a nadie pero sonriendo a todos, como otorgando el derecho a admirar su hermoso talle, sus brazos torneados, la espalda y el pecho escotados a la moda. Se acercó a Ana Pávlovna llevando el esplendor de la fiesta. Helena era tan hermosa que no había en ella asomo de coquetería, sino que parecía abochornarse de su belleza, que descollaba victoriosa; era como si quisiese reducir sus efectos sin lograrlo.

—¡Qué gran persona! —comentaban quienes la veían. El vizconde sacudió los hombros y bajó la mirada, como impresionado por algo asombroso, mientras ella se sentaba delante y lo iluminaba con su sonrisa.

—Señora, temo por mis medios ante semejante audiencia —sonrió, inclinando la cabeza.

La princesa apoyó el brazo desnudo en el velador y no creyó preciso decir nada. Lo miraba sonriente. Durante la narración se mantuvo erguida. Contempló el bello brazo desnudo, el seno más bello incluso sobre el cual relucía el collar de diamantes; a veces ordenaba los pliegues del vestido; cuando el relato impresionaba a la audiencia, miraba a Ana Pávlovna e imitaba la expresión de la dama de honor para retomar rápidamente su propia calma y su hermosa sonrisa. Tras Helena se acercó también la joven princesa.

—Espéreme, voy a por mi labor —dijo—. Veamos, ¿en qué piensa? —Se giró hacia el príncipe Hipólito—. Tráigame mi bolsa.

Con una sonrisa y hablando con todos, la princesa hizo que todos se cambiasen de sitio y se puso cómoda.

—Ahora estoy bien —dijo pidiendo que empezase mientras reanudaba su labor.

El príncipe Hipólito, que había traído la bolsa, arrimó su butaca y se sentó junto a la joven. Le charmant Hippolyte llamaba la atención por la gran semejanza con su hermana y porque, pese a ello era increíblemente feo. Sus facciones eran las de su hermana; pero en ella estaban iluminadas por su alegre sonrisa satisfecha, joven e invariable, y por la belleza clásica del cuerpo; en cambio, en el hermano ese rostro estaba oscurecido por la idiotez y siempre mostraba un mal humor presuntuoso; su cuerpo era enjuto y débil. Los ojos, la nariz y la boca se contraían en una mueca de aburrimiento. Sus brazos y piernas jamás estaban en posición natural.

—¿No es una historia de aparecidos? —dijo sentándose junto a la princesa y poniéndose los impertinentes como si no pudiese hablar sin ellos.

—Para nada, mon cher —el narrador se sorprendió y encogió los hombros.

—Es que odio las historias de aparecidos —repuso Hipólito demostrando comprender sus propias palabras solamente después de proferirlas.

Dado el aplomo de su discurso, nadie comprendió si lo dicho era muy inteligente o una bobada. Vestía frac verde oscuro, calza de color cuisse de nymphe effrayée, según él mismo, medias de seda y zapatos de hebilla.

Le vicomte contó con gracejo la anécdota de moda: el duque de Enghien había ido en secreto a París para ver a mademoiselle George, en cuya casa coincidió con Bonaparte, que también gozaba de los favores de la célebre actriz. Napoleón se había desmayado como solía, lo cual lo puso a merced del duque, quien no había aprovechado la situación y aquella grandeza hizo que Bonaparte se vengase condenándolo a muerte.

El relato era ameno e interesante, sobre todo la parte que aludía al encuentro de ambos rivales; las damas parecieron perturbadas.

—Charmant —comentó Ana Pávlovna preguntando con los ojos a la pequeña princesa.

—Charmant —musitó esta última deteniendo su labor y mostrando que el interés y el encanto del relato le impedían continuar.

El vizconde apreció aquella alabanza y prosiguió con una sonrisa. Entonces Ana Pávlovna, que miraba siempre temible Pierre, vio que hablaba con ardor y en voz fuerte con el abate, así que decidió ir a aquel punto amenazado. Pierre había trabado conversación con el abate sobre el equilibrio político, y este último, interesado por el entusiasmo sincero del joven, le exponía su idea favorita. Escuchaban y hablaban con gran animación y espontaneidad y eso no gustó a Ana Pávlovna.

—Los medios son el equilibrio europeo y el derecho de gentes (ius gentium) —decía el abate—. Si un Estado poderoso como Rusia, considerado hasta ahora bárbaro, se pone al frente de esta alianza, cuya finalidad es equilibrar Europa, salvará al mundo.

—¿Y cómo hallará tal equilibrio? —comenzó Pierre.

Entonces llegó Ana Pávlovna y, mirando gravemente a Pierre, preguntó al italiano cómo le sentaba el clima de San Petersburgo. La fisonomía del italiano se mudó y su expresión se hizo meliflua, amable y atenta, lo cual era habitual cuando conversaba con las damas.

—Estoy tan impresionado por la espiritualidad y cultura de esta sociedad, pero sobre todo por su parte femenina que me hizo el honor de recibirme que aún no he pensado en ello —repuso.

Ana Pávlovna unió al grupo común al abate y a Pierre para tenerlos mejor vigilados.

CAPÍTULO IV

Entonces un nuevo invitado entró, el joven príncipe Andréi Bolkonsky, marido de la pequeña princesa. El príncipe Bolkonsky era un joven de estatura media, agraciado, de rostro enérgico, rasgos secos y marcados. Todo él era contraste con su esposa, tan vital, desde su mirada cansada y de tedio hasta su paso lento y uniforme. Parecía conocer a todos los presentes, y le fastidiaba tanto que hasta le aburría mirarlos y escucharlos. De todos esos rostros, el de su esposa era el que más le aburría. Se apartó de ella con una mueca que afeó su semblante, besó la mano de Ana Pávlovna y miró a los demás con ojos entornados.

—¿Se alista a la guerra, mi príncipe? —preguntó Ana Pávlovna.

—El general Koutouzoff —Bolkonsky acentuó a la francesa la última sílaba zoff— me ha solicitado como edecán…

—¿Y Lisa, su mujer?

—Irá al campo.

—¿No le parece un pecado privamos de su esposa?

—André —Lisa habló a su marido con el mismo tono mimoso que dedicaba a los extraños—. ¡Si supieses la historia que nos ha contado el vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte!

El príncipe Andréi entrecerró los ojos y se apartó. Pierre, que desde que entró no había apartado de él su mirada sonriente y amistosa, se le acercó y lo tomó del brazo. El príncipe puso una mueca de disgusto a quien lo sujetaba, pero al ver el rostro de Pierre le correspondió con una sonrisa inesperadamente bondadosa y agradable.

—¡Cómo! ¿Tú también en el gran mundo? —dijo.

—Sabía que iba a venir —repuso; y añadió en voz queda para no molestar al vizconde, que proseguía con su relato: —Iré a su casa a cenar. ¿Puedo?

—No, no puedes —rio el príncipe Andréi apretándole la mano para dar a entender que eso no se preguntaba. Quería añadir algo, pero entonces el príncipe Vasili se levantó con su hija y los hombres hicieron lo mismo para dejarles paso.

—Me perdonará, querido vizconde —dijo el príncipe Vasili al francés tirándole afectuosamente de la manga hacia la silla para que no se fuese. Esa dichosa fiesta del embajador me priva de un placer y lo interrumpe —y volviéndose a Ana Pávlovna: —Siento mucho abandonar esta magnífica velada.

Su hija, la princesa Helena se deslizó entre las sillas sosteniendo la cola del vestido y su sonrisa iluminó aún más su rostro. Al pasar delante de Pierre, él la miró con ojos temerosos y entusiastas.

—Es realmente bella —dijo el príncipe Andréi.

—Sí —asintió Pierre.

Al pasar a su lado, el príncipe Vasili tomó la mano de Pierre y volviéndose a Ana Pávlovna dijo:

—Domestíqueme a este oso. Hace un mes que vive conmigo y es la primera vez que lo veo en sociedad; es imprescindible para un joven que frecuente a mujeres inteligentes.

Ana Pávlovna prometió con una sonrisa ocuparse de Pierre, que era pariente del príncipe Vasili por línea paterna, según sabía ella.

La señora de mediana edad sentada junto a ma tante se levantó rápidamente y fue hacia el príncipe Vasili, alcanzándolo en el vestíbulo. Su rostro ya no fingía un interés inexistente; su cara bondadosa ahora solo indicaba ansiedad y miedo.

—Príncipe, ¿qué me dice de mi Boris? —preguntó cuando estuvo cerca pronunciando la “o” de Boris con un acento especial—. No puedo quedarme más en San Petersburgo. Dígame qué puedo contar a mi pobre hijo.

Aunque el príncipe Vasili la escuchaba forzadamente, casi sin educación, mostrando impaciencia, la señora le sonreía tierna y conmovedoramente. Lo agarraba del brazo, como para que no se marchase.

—Una palabra suya al zar y mi hijo entraría de inmediato en la Guardia.

—Créame que haré cuanto pueda, princesa —repuso el príncipe Vasili—. Sin embargo, me cuesta pedírselo al zar; le aconsejo que hable con Rumyantsev por medio del príncipe Golitsin; será lo mejor.

La señora era la princesa Drubetskaya, de una de las mejores familias del país, pero era pobre y estaba retirada de la sociedad hacía mucho y había perdido sus antiguas amistades. Había ido solamente para conseguir un nombramiento en la Guardia para su único hijo. Únicamente para encontrar al príncipe Vasili asistió a la velada de Ana Pávlovna; solamente por eso había escuchado la historia del vizconde. Las palabras del príncipe la asustaron. Su rostro, hermoso antaño, se mostró airado un instante; pero no duró. Sonrió de nuevo y agarró con más fuerza el brazo del príncipe.

—Escuche, príncipe —dijo—, jamás le he pedido nada ni volveré a hacerlo; no le he recordado la amistad que le brindó mi padre. Pero ahora, en nombre de Dios, lo conmino a que lo haga por mi hijo y lo consideraré mi benefactor —añadió con prisa—. No se enfade, prométamelo. Ya he hablado con Golitsin y se ha negado. Sea un buen chico. —concluyó tratando de sonreír con los ojos cuajados de lágrimas.

—Llegaremos tarde, papá —dijo la princesa Helena, que aguardaba en la puerta girando su hermosa cabeza sobre sus hombros de hermosura clásica.

La influencia en el mundo es un bien que debe ser vigilado para que no se escape. El príncipe Vasili lo sabía y también que si intercedía a favor de cuantos se lo pedían terminaría no solicitando nada para él. Aquello lo obligaba a recurrir rara vez a su propia influencia. Pero con la princesa Drubetskaya, tras la última exhortación, le remordió la conciencia porque le había recordado la verdad. Los primeros pasos de su carrera los debía al padre de la dama. Además, por su modo de actuar intuía que era una mujer de esas que no renuncian a una idea hasta verla realizada si se han empeñado en ella y, en caso contrario, vuelven a la carga cada día y en cada ocasión sin importarles hacer escenas. Aquello último lo hizo vacilar.

—Chère Ana Mijáilovna —dijo con su habitual familiaridad y cierto tedio en la voz—, casi me es imposible hacer lo que pide, pero en prueba de mi cariño y el respeto a la memoria siempre viva de su padre haré lo imposible. Su hijo entrará en la Guardia. Deme la mano. ¿Está contenta?

—¡Amigo mío, mi benefactor! No esperaba menos de usted sabiendo lo bueno que es. —El príncipe trató de irse—. Aguarde, dos palabras… una vez en la guardia… —calló un instante—. Usted tiene buenas relaciones con Mijaíl Ilariónovich Kutúzov, recomiéndele a Boris como edecán. Entonces estaré tranquila y…

El príncipe Vasili sonrió.

—Eso no se lo prometo. No imagina cómo asedian a Kutúzov desde que lo nombraron comandante en jefe del ejército. Él mismo me ha dicho que todas las damas de Moscú se han conjurado para recomendarle a sus hijos como edecanes.

—Prométamelo; no dejaré que se vaya, mi querido benefactor.

—Papá —repitió en el mismo tono la hija—, llegamos tarde.

—Bueno, au revoir, adiós. Ya ve…

—¿Hará entonces la recomendación mañana mismo al zar?

—Claro; pero no le prometo lo de Kutúzov.

—No, prométamelo, Basile —dijo ya a sus espaldas Ana Mijáilovna con una sonrisa de joven coqueta que debió ser habitual en ella antaño pero que ahora no se adecuaba a su rostro ajado.

Olvidaba sin duda su edad y por costumbre sacaba sus antiguos recursos femeninos. En cuanto salió el príncipe, su semblante recuperó la anterior expresión fría y fingida. Volvió al círculo donde el vizconde proseguía sus relatos fingiendo una vez más escucharlo, aguardando la ocasión de marcharse, pues el motivo de su visita estaba cumplido.

CAPÍTULO V

—¿Y qué piensa de esa última comedia de la coronación de Milán? ¿Y la nueva comedia de los pueblos de Génova y Lucca, que acuden a presentar sus respetos a Bonaparte? ¡El señor Bonaparte sentado en un trono felicitando a las naciones! ¡Adorable! ¿No es de locos? Se diría que todos han perdido la cabeza.

El príncipe Andréi sonrió con ironía mirando fijamente a Ana Pávlovna.

—«Dieu me la donne, gare à qui la touche!» Dicen que ha sido muy bello que pronunciase estas palabras —añadió; y las repitió en italiano—: Dio mi l’ha dato. Guai a chi la tocchi.

—Espero —continuó Ana Pávlovna— que haya sido la gota que colme el vaso. Los reyes ya no soportan a este hombre que todo lo amenaza.

—¿Los reyes? No hablo de Rusia. —dijo cortésmente el vizconde—. ¡Los reyes, señora! ¿Qué hicieron por Luis XVI, por la reina, por la señora Isabel? Nada —prosiguió animándose—. Créame, sufren el castigo por su traición a la causa de los Borbones. ¿Los reyes? Envían embajadas a cumplimentar al usurpador.

Y con un suspiro desdeñoso cambió de postura. El príncipe Hipólito, que observaba al vizconde con sus anteojos, se volvió hacia la princesa y le pidió una aguja para dibujarle sobre la mesa el escudo de los Condé, y le explicó el escudo como si ella hubiese preguntado.

—Bâton de gueules, engrêlé de gueules d’azur; maison Condé —dijo.

La princesa escuchaba con una sonrisa.

—Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia las cosas llegarán demasiado lejos —prosiguió el vizconde con el aire de quien no escucha a los demás y sigue solamente sus propias ideas en un asunto que conoce mejor que nadie—. Con los complots, la violencia, el exilio, las ejecuciones, la sociedad, la buena sociedad francesa, quedará destruida para siempre, y entonces…

Alzó los hombros y abrió los brazos. Pierre quiso decir algo, pues la conversación le interesaba, pero Ana Pávlovna se lo impidió.

—El zar Alejandro —dijo con la tristeza que siempre imprimía a sus palabras cuando hablaba de la familia del zar— ha declarado que dejará que los franceses elijan su forma de gobierno. No dudo que la nación sin el usurpador acudirá al rey legítimo —añadió tratando de ser amable con el emigrado realista.

—Lo dudo —dijo el príncipe Andréi—. Monsieur le vicomte cree con razón que las cosas han ido demasiado lejos. Creo que será difícil regresar al pasado.

—Por lo que he oído casi toda la nobleza se ha puesto del lado de Napoleón —Pierre se ruborizó al intervenir.

—Eso dicen los bonapartistas —replicó el vizconde sin mirar a Pierre.

—Ahora cuesta conocer la opinión social de Francia.

—Bonaparte lo dijo —rebatió el príncipe Andréi con una sonrisa. Sin duda el vizconde no le gustaba y, aunque no lo mirase, sus palabras se dirigían a él.— «Les he señalado el camino de la gloria —repitió las palabras de Napoleón—. No lo han querido; les he abierto mis antecámaras y se han precipitado en masa…» No sé en qué momento ha tenido derecho de decirlo.

—Ninguno —repuso el vizconde.

—Tras el asesinato del duque, hasta los menos imparciales dejaron de verlo como a un héroe. Si ha sido un héroe para algunos —continuó—, a partir del asesinato del duque hay un mártir más en el cielo y un héroe menos en la tierra.

Ana Pávlovna y los demás aún no habían tenido tiempo de apreciar con una sonrisa las palabras del vizconde cuando Pierre intervino. Ana Pávlovna, aunque previese que el joven diría algo inconveniente, no pudo evitarlo.

—La ejecución del duque de Enghien era una necesidad de Estado —dijo Pierre—; yo veo grandeza de ánimo en que Napoleón no haya temido de cargar él solo con la responsabilidad.

—Dieu! Mon Dieu!—murmuró aterrorizada Ana Pávlovna.

—¿Cómo, monsieur Pierre, considera grandeza de alma el asesinato?

—sonrió la princesa acercándose la labor.

—¡Ah! ¡Oh! — exclamaron varios.

—Capital! —dijo en inglés el príncipe Hipólito golpeándose la rodilla con la palma de la mano. El vizconde se encogió de hombros.

Pierre miraba triunfalmente a los oyentes por encima de sus lentes.

—Digo eso porque los Borbones han huido de la revolución dejando al pueblo entregado a la anarquía —prosiguió con desesperada decisión—; Napoleón fue el único que comprendió la revolución y la derrotó. Por eso, y por el bien común, no podía detenerse ante la vida de nadie.

—¿No quiere pasar a esa otra mesa? —preguntó Ana Pávlovna.

Pierre no contestó y prosiguió su discurso, cada vez más animado.

—Sí, Napoleón es grande porque se situó por encima de la revolución, reprimió sus abusos y tomó su parte buena: la igualdad de los ciudadanos, la libertad de expresión y de prensa. Solamente por eso se hizo con el poder.

—Eso sería si lo hubiese devuelto al rey legítimo tras conseguir ese poder sin asesinar a nadie —dijo el vizconde—. Entonces yo lo llamaría gran hombre.

—No podía hacerlo. El pueblo le entregó el poder para librarse de los Borbones y porque lo veía como a un gran hombre. La revolución fue una gran empresa —prosiguió Pierre mostrando con aquellas ideas atrevidas y provocadoras su juventud y el deseo de expresar con celeridad cuanto pensaba.

—¿La revolución y el regicidio una gran empresa?… Después de esto… ¿No quiere pasar a la otra mesa? —repitió Ana Pávlovna.

—Rousseau’s Contrat social! —sonrió con calma el vizconde—. No hablo del regicidio, sino de las ideas.

—Sí, las de saqueo, matanzas y regicidio —interrumpió la voz irónica.

—Claro que fueron excesos. Pero la revolución no es eso solamente. Lo importante son los derechos del hombre, la supresión de los prejuicios, la igualdad de los ciudadanos. Napoleón ha mantenido estas ideas.

—Libertad e igualdad —se burló el vizconde decidiéndose a mostrar al joven lo simple de sus palabras— son palabras ampulosas en duda hace tiempo. ¿Quién no ama la libertad y la igualdad? Nuestro Señor las predicaba. ¿Son más felices los hombres tras la revolución? No. Nosotros queríamos libertad y Bonaparte la ha destruido.

El príncipe Andréi sonreía a Pierre, al vizconde y a la anfitriona. Ana Pávlovna, pese a sus hábitos sociales, se aterró ante las embestidas de Pierre, pero al ver que esas sacrílegas palabras no enojaban al vizconde, y cuando se convenció de que no se podía cambiar lo dicho, se animó y decidió apoyar al vizconde y atacar a Pierre.

—Mais, mon cher monsieur Pierre —dijo—, ¿cómo considera grande a quien ha hecho matar al duque, no como tal, sino como persona, sin culpa ni causa?

—Yo le preguntaría cómo explica el 18 de Brumario —añadió el vizconde—. ¿No es un engaño? Es un escamoteo que no se parece en nada a la forma de actuar de un gran hombre.

—¿Y los prisioneros de África a quienes ejecutó? —protestó la princesa—. ¡Es horrible! —Se encogió de hombros.

—Es un plebeyo por más que diga usted —sentenció el príncipe Hipólito.

Pierre no sabía a quién responder y sonreía a todos. Sin embargo, su sonrisa no era como la de los demás, sino que hacía desaparecer la expresión seria y huraña de su semblante dando paso a otra infantil y bondadosa, tal vez ingenua, que parecía disculparse.

El vizconde, que lo veía por primera vez, supo que aquel jacobino no era tan terrible como sus palabras.

Todos callaban.

—¿Cómo quieren que conteste a todos a la vez? —preguntó el príncipe Andréi—. Además, creo que se debe distinguir en los actos de un hombre de Estado entre los del hombre privado, los del jefe militar y los del emperador.

—Claro —Pierre se alegró del auxilio.

—Es innegable —continuó el príncipe Andréi— que, como hombre, Napoleón fue grande en el puente de Arcola o en el hospital de Jaffa, donde dio la mano a los apestados, pero… otros actos difícilmente son justificables.

El príncipe Andréi, que había querido paliar las impertinencias de Pierre, se levantó para salir e hizo una seña a su esposa.

El príncipe Hipólito se puso entonces en pie y detuvo a todos pidiendo con un gesto que se sentaran:

—¡Ah! Hoy me han contado una encantadora anécdota moscovita. Debo deleitarlos con ella. Perdone, vizconde, debo contarla en ruso. De lo contrario, se perderá la chispa de la historia.

Y se puso a hablar en ruso con el acento de los franceses que llevan un año en Rusia. Su vivacidad e insistencia pidiendo atención hizo que todos se detuvieran.

—En Moscú hay una señora muy tacaña, une dame. Tenían que seguirla dos lacayos tras la carroza, ambos altos porque le gustaba así. Tenía además una doncella aún más alta. Dijo… —El príncipe Hipólito calló para pensar; se veía que se topaba con dificultades—. Dijo… «Chica, ponte la librea y sigue a la carroza para hacer visitas.»

El príncipe Hipólito rio aquí antes de que sus oyentes tuviesen motivos para imitarlo, lo cual impresionó desfavorablemente al narrador. Aun así, algunos sonrieron, entre otros la señora mayor y Ana Pávlovna.

—Salió la dama cuando se levantó un vendaval y la chica perdió el sombrero. Se despeinó…

No pudo contenerse más y terminó entre carcajadas:

—Y todos lo supieron…

Así terminó la anécdota. Aunque nadie comprendía por qué debía contarla en ruso, Ana Pávlovna y los demás apreciaron el tacto del príncipe Hipólito por terminar con las desagradables y poco amables opiniones de Pierre. Tras la anécdota, la charla giró en torno a comentarios breves y dispersos sobre el baile o el espectáculo pasado y futuro, y sobre cuándo y dón0de se verían de nuevo.

CAPÍTULO VI

Tras dar las gracias a Ana Pávlovna por su encantadora velada, los invitados comenzaron a despedirse.

Pierre era torpe, grueso, más alto que la media, ancho, con unas manazas rojas; no sabía entrar en un salón y menos aún salir ni decir unas palabras amables de despedida. También era distraído. Al levantarse confundió con su sombrero el tricornio con plumas de un general y estuvo tirando de las plumas hasta que su dueño le pidió que se lo devolviese. Sin embargo, estas distracciones y no saber cómo entrar en un salón o cómo comportarse quedaban compensadas por su expresión bondadosa, sencilla y por su modestia. Ana Pávlovna se dirigió a él para expresarle con dulzura que lo perdonaba por las opiniones vertidas y lo despidió diciendo: «espero que nos veamos de nuevo y también que cambie usted de ideas, querido monsieur Pierre».

Pierre no respondió; se inclinó y sonrió a todos sin querer decir nada o tal vez que «las opiniones son opiniones, pero ya veis que soy un chico excelente y simpático». Todos, Ana Pávlovna incluida, lo comprendieron.

El príncipe Andréi salió al vestíbulo. Mientras ofrecía los hombros al lacayo que le ponía la capa, escuchaba con apatía las bromas de su mujer y el príncipe Hipólito, que también salían. El príncipe Hipólito estaba junto a la princesa embarazada y la miraba sin cesar con sus anteojos.

—Retírese, Annette; puede resfriarse —se despidió la princesita de Ana Pávlovna—. Ha parado —añadió en voz queda.

Ana Pávlovna había podido hablar con Lisa de su proyecto de boda entre Anatole y la cuñada de la princesita.

—Cuento con usted, querida —susurró Ana Pávlovna—. Escríbale y cuénteme cómo verá el padre la cosa. Au revoir —dijo antes de abandonar el vestíbulo.

El príncipe Hipólito se acercó a la princesita y le cuchicheó algo arrimando su rostro al de ella.

Su lacayo y el de la princesa aguardaban con un abrigo y un chal a que terminasen de charlar atendiendo a la conversación en francés, que no comprendían, como si la entendieran, aunque no querían demostrarlo. La princesa hablaba con su eterna sonrisa y escuchaba riendo.

—Me alegra no haber ido a la fiesta del embajador —dijo el príncipe Hipólito—. Son tediosas… Gran velada, ¿verdad?

—Dicen que el baile será precioso —repuso la princesa levantando el labio superior sombreado por el vello—. Estarán las damas más hermosas de la sociedad.

—No todas porque no estará usted —rio con alegría el príncipe Hipólito; luego tomó el chal del lacayo y se lo puso a la princesa.

Distraída o voluntariamente (imposible saberlo) prolongó un tiempo aquel gesto sin retirar sus manos después de poner el chal, como si estuviese abrazándola. La princesa se apartó graciosamente con una sonrisa, se giró y miró a su marido. El príncipe Andréi tenía los párpados entornados; parecía cansado y con sueño.

—¿Ya está lista? —preguntó a su mujer envolviéndola con su mirada.

El príncipe Hipólito se puso el abrigo, que le llegaba hasta los talones según la moda y lo entorpecía. Corrió escaleras abajo tras la princesa, a quien un lacayo ayudaba a subir al carruaje.

—Princesse, au revoir —gritó, tropezando con las palabras lo mismo que con los pies.

La princesa se recogió el vestido y desapareció en la negrura de la carroza; su marido se ajustó el sable. So pretexto de ayudar, el príncipe Hipólito incordiaba a todos.

—¿Me permite, señor? — dijo en tono seco el príncipe Andréi hablando en ruso al príncipe Hipólito, que le cortaba el paso—. Te espero, Pierre —añadió con la misma voz, pero afable y cariñosa.

El cochero tiró de las riendas y el carruaje se puso en marcha. El príncipe Hipólito reía con convulsiones en el vestíbulo mientras aguardaba al vizconde, a quien había prometido llevar a su casa.

—Pues sí, querido, su princesita está muy bien, muy bien —dijo el vizconde arrellanándose en el coche—. Pero que muy bien —se besó las puntas de los dedos—. Y completamente francesa.

Hipólito resopló y rio.

—Y usted sabe que es terrible con su airecillo inocente —continuó el vizconde—. Lo lamento por el pobre marido, ese oficialucho que se las da de príncipe reinante.

Hipólito volvió a resoplar y dijo riendo:

—Y usted decía que las damas rusas no valen tanto como las francesas. Hay que saber cómo tratarlas.

Pierre, que había llegado primero, entró al despacho del príncipe Andréi como alguien de confianza y, según acostumbraba, se tumbó enseguida en el diván, sacó de la estantería el primer libro que encontró (Comentarios de César), lo abrió por la mitad y comenzó a leer apoyado en los codos.

—¿Qué has hecho con mademoiselle Scherer? ¡Seguro que acabará enfermando de verdad! —exclamó el príncipe Andréi entrando en el despacho mientras se frotaba las manos blancas y finas.

Pierre se volvió tan repentinamente que hizo crujir el diván; miró al príncipe Andréi, sonrió y agitó la mano.

—No; el abate era muy interesante, pero no comprende bien las cosas… Creo que es posible la paz perpetua, pero no sé cómo decir… no con el equilibrio político…

Sin duda al príncipe Andréi no le interesaba aquella conversación abstracta.

—Mon cher, no siempre se puede decir ni en todas partes lo que uno piensa. ¿Has decidido algo? ¿Entrarás en la caballería o serás diplomático? —preguntó el príncipe tras un silencio.

Pierre se sentó en el diván sobre las piernas dobladas.

—Aún no lo sé; no me gusta ninguna de las dos opciones.

—Pero tendrás que decidirte. Tu padre espera.

Pierre había sido enviado al extranjero a los diez años con un abate como preceptor; allí estuvo hasta los veinte; cuando regresó a Moscú, su padre despidió al abate y dijo al joven: «Ve a San Petersburgo, mira bien y escoge; yo aceptaré todo; toma una carta para el príncipe Vasili y dinero; escríbeme y te ayudaré en lo que sea». Pierre llevaba tres meses buscando carrera, pero ninguna le gustaba. De esto hablaba ahora el príncipe Andréi. Pierre se pasó la mano por la frente.

—Seguramente es masón —se refirió al abate de la velada.

—Todo eso son fantasías —lo cortó el príncipe Andréi—. Ahora hablemos de tus asuntos. ¿Has estado en la caballería?

—No estuve; pero he pensado algo y quiero hablarle de eso. Estamos en guerra contra Napoleón; si fuese una guerra por la libertad, lo comprendería y me alistaría el primero; pero ayudar a Inglaterra y Austria contra el hombre más grande del mundo… No está bien.

El príncipe Andréi se encogió de hombros ante el comentario pueril de Pierre; quería darle a entender que no podía responder a esa memez. En realidad era difícil responder de otro modo a semejante ingenuidad.

—No habría guerras si todos la hicieran solo por convicción.

—¡Eso sería admirable! —repuso Pierre.

El príncipe Andréi sonrió.

—Sí, posiblemente sería admirable, pero nunca sucederá…

—Dígame —preguntó Pierre—, ¿por qué va usted a la guerra?

—¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy… —calló un momento y siguió—: ¡Voy porque mi vida aquí no me gusta!

CAPÍTULO VII

Se oyó el frufrú de ropa femenina en la habitación contigua. El príncipe Andréi se sobresaltó como si acabase de despertar y su rostro recobró la expresión que tenía en casa de Ana Pávlovna. Pierre quitó las piernas del diván. La princesa entró en el despacho. Llevaba un vestido para estar en casa, fresco, aunque elegante como el otro. El príncipe Andréi se levantó y le acercó educadamente una butaca.

La princesa habló en francés como siempre mientras se acomodaba presurosa y rápidamente en el sillón.

—A menudo me pregunto por qué no se habrá casado Annette. ¡Qué tontos son todos ustedes, messieurs, por no haberse casado con ella! Perdonen, pero no conocen a las mujeres… ¡Cómo le gustan las discusiones, monsieur Pierre!

—Sí, y no paro de discutir hasta con su marido. No entiendo su deseo de ir a la guerra —Pierre habló a la princesa sin reparos como suele ocurrir a los hombres jóvenes cuando hablan a una joven.

La princesa dio un respingo. Sin duda Pierre la había tocado en lo más vivo.

—¡Eso mismo me pregunto yo! —exclamó—. No comprendo por qué los hombres son incapaces de vivir sin guerra. ¿Y por qué las mujeres no queremos ni necesitamos nada? Juzgue usted mismo; siempre se lo digo… Andréi es edecán del tío; tiene una posición como no hay otra; todos lo conocen y aprecian. Estos días, en casa de los Apraksin, oí a una señora: «¿Es ese el famoso príncipe Andréi?» Ma parole d’honneur —y rio—. Lo reciben en todas partes. ¡Podría ser edecán del Emperador! Su Majestad le habla con mucha cortesía. Annette me comentó que sería fácil conseguirlo. ¿Qué piensa?

Pierre miró al príncipe Andréi. Comprendió que la conversación no le gustaba y calló.

—¿Cuándo se va? — preguntó.

—¡Ah! No me hable de esta partida, no me la mencione. No quiero oír hablar de ella —dijo la princesa en el tono voluble y presumido con el cual hablaba al príncipe Hipólito en el salón y que desentonaba en aquel círculo familiar donde Pierre parecía uno más.

—Pensando que debo cortar todas esas relaciones tan agradables, hoy… Además, ¿sabes, Andréi? —la princesa hizo una seña a su marido—, Tengo miedo, tengo miedo —se estremeció.

El marido la miró como si le sorprendiese que hubiese otra persona allí además de Pierre, y preguntó con una gélida cortesía a su mujer:

—¿De qué tienes miedo, Lisa? No comprendo…

—¡Qué egoístas sois los hombres! ¡Todos sois egoístas! Me abandona por un capricho, Dios sabe por qué, y quiere recluirme sola en el campo.

—No olvides que con mi padre y mi hermana —dijo en voz queda el príncipe Andréi.

—Igual da; sola y sin mis amigos… Y quiere que no tenga miedo.

El tono de su de voz era gruñón y, al levantarse, el labio no daba ya al rostro su habitual expresión sonriente, sino la de un animalillo, una ardilla. La princesa calló, como si le apurase hablar de su estado delante de Pierre, cuando todo giraba precisamente en torno a eso…

—Sigo sin comprender de qué tienes miedo —dijo lentamente el príncipe sin apartar la mirada de su esposa.

La princesa se ruborizó y agitó los brazos.

—No, Andréi, digo que has cambiado tanto…

—Tu doctor te ha dicho que te retires pronto —atajó el príncipe Andréi—; deberías irte a la cama.

La princesa no respondió; su labio sombreado de vello tembló; el príncipe Andréi se levantó y paseó por el despacho encogiéndose de hombros.

Atónito, Pierre miraba con ingenuidad por encima de sus lentes al príncipe y a su mujer; quiso levantarse, pero lo pensó mejor y permaneció sentado.

—¿Qué más me da que esté aquí monsieur Pierre? —dijo de pronto la princesita con el semblante contraído en una mueca lacrimosa—. Andréi, hace tiempo que quería preguntártelo, ¿por qué has cambiado tanto conmigo? ¿Qué te he hecho? Te vas a la guerra sin compadecerte de mí. ¿Por qué?

—¡Lisa! —exclamó él. La palabra contenía súplica, amenaza y la certidumbre de que ella misma lamentaría lo dicho.

Pero la princesa siguió:

—Me tratas como a un enfermo o a un niño. Lo veo. ¿Eras así hace seis meses?

—Lisa, no sigas, por favor —dijo el príncipe en tono más expresivo.

Pierre, cada vez más nervioso, se levantó fue hacia la princesa. Parecía que no soportaba ver las lágrimas y que iba a llorar también.

—Cálmese, princesa. Le aseguro que solo son aprensiones suyas, pero… yo sé… porque… porque… Pero, perdóneme; sobran los extraños… Cálmese… Adiós…

El príncipe Andréi lo sujetó por el brazo para detenerlo.

—No, espera, Pierre. La princesa es tan amable que no me privará del placer de una velada contigo.

—Solo piensa en sí mismo —dijo la princesa con lágrimas de rabia.

—¡Lisa! —exclamó con sequedad el príncipe Andréi; su tono de voz daba a entender que su paciencia se había agotado.

El enfado, esa semejanza con la ardilla en el rostro de la princesa, se transformó de repente en una expresión de temor que despertaba piedad y compasión; miró de reojo a su marido y su semblante reflejó la actitud humillada y tímida de un perro que agita rápida y débilmente el rabo entre las patas.

—Mon Dieu, mon Dieu! —dijo y se acercó al marido para besarle la frente mientras se agarraba con una mano el pliegue del vestido.

—Bonsoir, Lise. —El príncipe Andréi se levantó y besó educadamente su mano como a una desconocida.

CAPÍTULO VIII

Ambos amigos permanecían en silencio, ninguno de los dos se preocupó por iniciar la conversación. Pierre miraba constantemente al príncipe Andréi, que se frotaba la frente con su diminuta mano.

—Vamos a cenar —suspiró levantándose para ir a la puerta.

Entraron en el comedor, decorado con muebles nuevos, lujosos y elegantes. Todo, la mantelería, el servicio de plata, la porcelana y la cristalería, tenía el aspecto de nuevo habitual en los hogares de los recién casados. En medio de la cena, el príncipe Andréi apoyó los codos en la mesa; reflejaba un nerviosismo que Pierre jamás había visto en él y que, como hombre que tiene algo clavado en el corazón hace tiempo y decide soltarlo, dijo:

—Nunca te cases, amigo mío; te lo aconsejo. No te cases antes de poder decirte a ti mismo que has hecho cuanto era posible para dejar de amar a la mujer escogida antes de verla como realmente es; de lo contrario, errarás cruelmente y sin remedio… Cásate cuando ya seas un viejo inútil… De otro modo, se marchitará todo lo bueno y noble que tengas; todo se desperdigará en naderías. ¡Sí, sí, sí! No me mires así. Si ambicionas hacer algo en el futuro, verás a cada paso que todo ha terminado para ti y está cerrado, salvo el salón donde te verás igual que un lacayo de corte y un idiota… Pero, ¡para qué hablar…! —Sacudió la mano.

Pierre se quitó las lentes, lo cual cambió su cara, que revelaba aún más bondad, y contempló al amigo con asombro.

—Mi esposa —prosiguió el príncipe Andréi— es una mujer excelente; es una de esas raras mujeres con quienes no corre peligro el honor de un hombre; sin embargo, ¿lo que daría por estar ahora soltero? Eres la primera y única persona a quien se lo cuento, y lo hago porque te quiero.

Hablando así, el príncipe Andréi se semejaba incluso menos al Bolkonsky de antes, repantigado en los sillones de Ana Pávlovna, mascullando con los párpados semicerrados frases en francés. Cada músculo de su delgado rostro vibraba ahora agitado; los ojos, antes impasibles e indiferentes, despedían rayos. Sin duda cuanto más impasible parecía en su vida cotidiana, más energía despedía cuando se irritaba.

—No comprendes por qué hablo así —siguió—; sin embargo es la historia de la vida. Hablabas de Bonaparte y su carrera —añadió, si bien Pierre no se había referido a Bonaparte—. Hablabas de él, pero cuando Bonaparte trabajaba, cuando avanzaba paso a paso hacia su meta, era libre y solo tenía delante un objetivo que alcanzó. Pero apenas te atas a una mujer, pierdes la libertad; eres como un preso encadenado. Tu esperanza y energía te ahogan, y te atormenta el arrepentimiento. Reuniones, chismes, bailes, vanidades y nulidad son el círculo vicioso que me atrapa. Ahora voy a la guerra, a la mayor que haya existido, y no sé nada ni sirvo para nada. Soy muy amable y muy cáustico —continuó el príncipe Andréi—, en casa de Ana Pávlovna me escuchan. Y esta necia sociedad sin la que no puede pasarse mi esposa, esas mujeres… ¡Si supieses cómo son todas las mujeres distinguidas y, en general, las mujeres! Mi padre está en lo cierto. El egoísmo, la vanidad, la necedad, la nulidad en todo, eso son las mujeres cuando se quitan la careta. Cuando las ves en sociedad parece que valen algo, pero lo cierto es que no valen nada. No te cases, amigo mío, no lo hagas —concluyó el príncipe.

—Me parece absurdo que se vea un incapaz y crea fracasada su vida —dijo Pierre—. Tiene todo por delante. Y usted…

No terminó la frase. Su voz denotaba cuánto consideraba al amigo y lo mucho que esperaba de él en el futuro.

«¿Cómo puede hablar así?», pensaba Pierre. El príncipe Andréi era para él un dechado de perfecciones, pues reunía en su grado más alto las cualidades de las que él carecía y que podían resumirse en fuerza de voluntad. Pierre siempre había admirado las aptitudes del príncipe Andréi, su modo calmado de tratar a los hombres de toda clase, su gran memoria y lo mucho que había leído (todo lo leía, todo lo sabía y tenía una idea sobre todo) y sobre todo su facilidad para centrarse en el trabajo y aprender. A veces le sorprendía la incapacidad del príncipe para la filosofía idealista (por la cual Pierre se inclinaba), pero eso no se le antojaba un defecto, sino un punto fuerte.

Incluso en las relaciones más amistosas y sencillas, el halago y la alabanza son como la grasa que hace girar el eje de las ruedas.

—Soy un hombre acabado —dijo el príncipe Andréi. —¿Para qué hablar de mí? Mejor hablemos de ti —añadió y enmudeció sonriendo a sus ideas consoladoras.

El rostro de Pierre reflejó de inmediato esa sonrisa.

—¿Para qué hablar de mí? —preguntó Pierre curvando sus labios en una sonrisa desenfadada—. ¿Quién soy yo? ¡Soy un bastardo! —dijo ruborizándose. Había hecho sin duda un gran esfuerzo para pronunciar la palabra—. Soy un bastardo. Sin nombre, sin fortuna… En realidad… —no terminó la frase—. Ahora que soy libre me siento perfectamente, pero no sé por dónde empezar. Querría pedirle consejo.

El príncipe Andréi lo contempló con cariño, aunque en esa mirada de amistad y afecto imperaba la conciencia de su superioridad.

—Te quiero porque eres el único ser vivo en nuestro mundo. Todo es fácil para ti y puedes escoger lo que quieras, no importa. Serás bueno allí donde estés… pero te lo advierto… deja de ir con Kuraguin y de llevar esa vida. Las juergas no son lo tuyo y…

—¿Qué quiere, mon cher —dijo Pierre encogiéndose de hombros—. Las mujeres, amigo, las mujeres.

—No comprendo —repuso Andréi—. Les femmes comme il faut son harina de otro costal, pero las femmes de Kuraguin, les femmes et le vin, no lo comprendo.

Pierre vivía en casa del príncipe Vasili Kuraguin y compartía la vida disoluta de su hijo, Anatole, la vida del muchacho a quien querían casar con la hermana del príncipe Andréi para enderezarlo.

—¿Sabe? —dijo Pierre como si se le acabase de ocurrir algo—. Hace tiempo que lo pienso; con esa vida no puedo decidirme ni reflexionar; sufro jaquecas, estoy sin blanca… Hoy me ha invitado, pero no iré.

—Dame tu palabra de que no irás más.

—¡Palabra!

CAPÍTULO IX

Era más de la una cuando Pierre salió de casa de su amigo. Era la típica noche verano de San Petersburgo. Pierre tomó un coche con la intención de ir a su casa, pero al acercarse sintió que era imposible dormir una noche que más parecía un crepúsculo o el alba que una noche. Se veían a lo lejos las calles desiertas. De camino, Pierre recordó que en casa de Anatole Kuraguin iban a reunirse esa noche sus habituales compañeros de juego. Luego vendría la habitual juerga que siempre terminaba con una de las diversiones favoritas de Pierre. «Estaría bien ir a casa de Kuraguin», pensó y recordó la palabra dada al príncipe Andréi de no frecuentarlo.

Pero, como suele pasar a los hombres sin carácter, sintió de pronto un deseo tan vivo de disfrutar una vez más de aquella vida disipada y bien conocida que decidió ir. Pensó entonces que la palabra dada no era válida, pues antes de hacer la promesa al príncipe Andréi había prometido al príncipe Anatole ir con él. «En definitiva —pensó— todas estas palabras son un convencionalismo sin sentido, sobre todo teniendo en cuenta que mañana uno puede morir, o puede ocurrir algo tan asombroso que ya no exista nada, ni el honor ni el deshonor.» Aquellos razonamientos, que destruían todas sus decisiones y las suposiciones, eran habituales en Pierre, así que se dirigió a casa de Kuraguin.

Pierre dejó el coche al llegar al portal iluminado de la casona donde vivía Kuraguin, junto al cuartel de la Guardia Montada; la puerta estaba abierta y se adentró. El vestíbulo estaba vacío; todo era una caos de botellas vacías, capas y chanclos; olía a vino; a lo lejos se oía el ruido de conversaciones y gritos.

El juego y la cena habían terminado, pero los invitados seguían allí. Pierre se quitó la capa y entró en la primera sala, donde estaban los restos de la cena y un lacayo apuraba furtivamente los vasos creyendo que no lo veían. De la tercera sala llegaba un gran ruido de risas, gritos de voces conocidas y el gruñido de un oso. Ocho jóvenes se movían preocupados junto a la abierta ventana, otros tres jugaban con un osezno al que uno de ellos arrastraba con una cadena y atemorizaba así a los demás.

—¡Apuesto cien rublos por Stevens! —gritaba uno

—¡Pero no hay que sujetarlo! —exclamó otro.

—Yo apuesto por Dólokhov —dijo un tercero.

—¡Cierra el trato, Kuraguin!

—Dejad ya al oso. Atención a la apuesta.

—Todo de un trago o pierdes— gritó el cuarto.

—¡Yákov, trae una botella! —gritó el dueño de la casa, un joven alto y apuesto, que permanecía en el centro del grupo con la camisa desabrochada—. Señores, ahí está nuestro querido amigo Petrushka —dijo volviéndose hacia Pierre.

Un hombre de mediana estatura y ojos celestes gritaba desde la ventana con una firmeza y calma sorprendentes entre las voces vacilantes por el vino:

—Ven aquí, haz de árbitro de la apuesta.

Dólokhov era un oficial del regimiento Semionovsky, célebre jugador y espadachín que vivía con Anatole. Pierre sonreía mirando alegremente a su alrededor.

—No entiendo nada. ¿De qué se trata?

—Esperad. No está borracho. Traed una botella —dijo Anatole y, tomando un vaso de la mesa, fue a Pierre.

—Lo primero, bebe.

Pierre vació varios vasos; miraba a los borrachos apiñados junto a la ventana escuchando su conversación. Anatole seguía sirviendo vino y le contaba que Dólokhov había apostado con un inglés, Stevens, oficial de marina allí presente, que podía vaciar una botella de ron sentado en un alféizar del tercer piso con las piernas fuera.

—¡Vamos! ¡Acaba la botella! —dijo Kuraguin sirviéndole el último vaso—. Si no, no te dejaré tranquilo.

—No quiero más. —Pierre apartó a Anatole y fue a la ventana.

Dólokhov sujetaba al inglés del brazo y exponía claramente las condiciones de la apuesta, dirigiéndose sobre todo a Anatole y a Pierre.

Dólokhov era un joven de estatura media, cabellos rizados y claros ojos azules. Tendría unos veinticinco años, no usaba bigote, como todos los oficiales de infantería, por lo cual su boca —el rasgo más característico de su rostro— aparecía del todo descubierta. La curvatura sinuosa de sus labios era muy notable; en el centro, el labio superior descendía resueltamente en cono agudo sobre el inferior, más grueso, y en las comisuras se formaba constantemente algo semejante a dos sonrisas, una a cada lado; todo el conjunto, en especial su mirada firme, atrevida e inteligente, producía tal impresión que difícilmente podía pasar inadvertido su rostro. Dólokhov carecía de fortuna, de toda relación social con las altas esferas, pero, aunque Anatole derrochaba miles de rublos, supo, pese a vivir con él, hacerse respetar de tal modo que todos los amigos estimaban más a Dólokhov que a Anatole. Dólokhov jugaba a todo y ganaba casi siempre. Y aunque bebía en abundancia, jamás perdía la lucidez de su mente. Kuraguin y Dólokhov eran entonces dos celebridades en el mundo de los juerguistas disolutos de San Petersburgo.

Se trajo una botella de ron; dos lacayos, aturdidos y asustados, ensordecidos por los gritos y consejos de los señores que los rodeaban, desmontaban el marco de la ventana, que impedía sentarse en el alféizar exterior.

Anatole fue hacia la ventana con aire imperioso. Quería romper algo. Apartó a los lacayos y tiró del marco; como se resistía, rompió los cristales.

—Tú, forzudo— dijo a Pierre.

Pierre agarró los travesaños de roble, tiró de ellos y los desencajó con estrépito.

—Sácalos o creerán que me agarro —dijo Dólokhov.

—El inglés presume… ¿Eh… bien? —decía Anatole.

—Bien. —Pierre miró a Dólokhov, quien iba con una botella de ron en la mano hacia la ventana, desde donde se veía el cielo claro confundido con las luces vespertinas y del amanecer.

Con la botella de ron en la mano, Dólokhov saltó a la ventana y gritó a los que estaban en la sala:

—¡Atención! —Todos callaron—. Apuesto —dijo en francés para que el inglés lo entendiese y él no dominaba bien su lengua—, apuesto cincuenta imperiales, y cien si quiere —añadió volviéndose al inglés.

—No, cincuenta —dijo este.

—Apuesto cincuenta imperiales a que me bebo toda la botella sin sacarla de la boca sentado en el alféizar —se inclinó y señaló un saliente en pendiente del muro fuera de la ventana— sin sujetarme a nada… ¿Vale así?

—Sí —respondió el inglés.

Anatole se volvió al inglés, lo agarró por un botón del frac y, mirándolo desde arriba, pues el inglés era bajito, le repitió en su idioma las condiciones de la apuesta.

—Un momento —gritó Dólokhov golpeando con la botella en la ventana para llamar la atención—. Un momento, Kuraguin. Si alguno hace lo mismo, le doy cien imperiales. ¿Entendido?

El inglés asintió con la cabeza sin que pudiera saberse si aceptaba o no la nueva apuesta. Anatole no soltaba al inglés, aunque este asentía para hacerle entender que había comprendido todo, y le tradujo las palabras de Dólokhov. Un joven delgado con el uniforme de húsar de la Guardia, que esa noche había perdido todo su dinero, se subió a la ventana, se inclinó y miró abajo.

—¡Oh!… ¡Oh!… ¡Oh!… —exclamó al ver las losas de la acera—. ¡Quieto todo el mundo! —gritó Dólokhov y sacó de la ventana al oficial, que saltó con torpeza al suelo y tropezó con las espuelas.

Dólokhov puso la botella en el alféizar para poder agarrarla fácilmente. Lenta y prudentemente se encaramó a la ventana. Bajó las piernas, apoyó las manos en los extremos de la ventana, observó el lugar, soltó las manos, se sentó, se desplazó a derecha e izquierda y agarró la botella. Anatole trajo un par de candelabros que depositó en el alféizar, pese a que la noche era clara. La espalda de Dólokhov, con su camisa blanca y el cabello rizado, estaba iluminada por ambos lados. Todos se arracimaron junto a la ventana. El inglés estaba delante mientras Pierre sonreía en silencio. El asistente más mayor avanzó irritado y asustado para sujetar a Dólokhov por la camisa.

—Señores, esto es una locura, se matará —dijo el hombre, el más sensato de los presentes sin duda, pero Anatole lo detuvo.

—No lo toques; podrías asustarlo y caería… ¿Qué pasaría entonces?

Dólokhov se giró, y se acomodó nuevamente apoyándose en las manos.

—Si alguien vuelve a intervenir —pronunció nítidamente las palabras a través de sus labios finos y fruncidos —lo tiraré yo mismo. ¿Entendido?

Dicho esto se volvió, soltó las manos, agarró la botella, se la acercó a los labios echando atrás la cabeza y levantó el brazo libre para hacer contrapeso. Uno de los lacayos que barría los cristales se detuvo, agachado, sin quitar ojo a la ventana y a la espalda de Dólokhov. Anatole tenía los ojos muy abiertos y se mantenía erguido. El inglés miraba de soslayo con los labios alargados. El que había tratado de detener a Dólokhov se fue a un rincón y se tumbó en un diván con el rostro hacia la pared. Pierre se cubrió el rostro con las manos y sonrió débilmente aunque estuviese horrorizado. Todos callaban. Pierre separó sus manos de los ojos. Dólokhov seguía en la misma posición con la cabeza tan echada atrás que los rizos de la nuca rozaban el cuello de la camisa; la mano que tenía la botella se iba levantando, temblorosa por el esfuerzo. La botella se iba vaciando mientras la cabeza se inclinaba hacia atrás. «¿Por qué dura tanto?», pensó Pierre. Le parecía que había transcurrido más de media hora. Dólokhov echó de repente hacia atrás la espalda y su mano tembló con tanta fuerza que podía haber perdido el equilibrio del cuerpo, que descansaba sobre el alféizar; todo su cuerpo se movió, la mano y la cabeza temblaron por el esfuerzo. Alzó una mano para asirse al saliente, pero la bajó nuevamente. Pierre cerró los ojos con intención de no mirar más. Entonces sintió que todo se agitaba a su alrededor y miró. Dólokhov seguía sentado en el alféizar con el semblante pálido y alegre.

—¡Vacía!

Arrojó entonces la botella al inglés, que la recogió con agilidad. Dólokhov saltó de la ventana apestando a ron.

—¡Bravo, magnífico! ¡Menuda apuesta! ¡Al diablo! —gritaban desde distintas partes.

El inglés sacó la bolsa y contó el dinero mientras Dólokhov se mantenía callado con el ceño fruncido. Pierre subió a la ventana.

—¡Señores! ¿Quién quiere apostarse algo conmigo? Haré lo mismo que él —gritó— Y sin apuesta. Que me traigan una botella. Lo haré, que la traigan.

—Dejadlo, dejadlo —sonrió Dólokhov.

—¿Te has vuelto loco? ¿Crees que te vamos a dejar? Te mareas hasta en la escalera —gritaron varios.

—¡Me la beberé! ¡Dadme una botella de ron! —gritó Pierre que, con la decisión del borracho, golpeó una silla e intentó encaramarse a la ventana.

Trataron de sujetarlo por los brazos, pero era tan fuerte que tiraba a gran distancia a quienes pretendían acercarse.

—Así no podremos con él —dijo Anatole—. Un momento, trataré de engañarlo. Escucha. Acepto la apuesta, pero mañana, ahora vámonos todos a…

—¡Vamos! —gritó Pierre—. Vamos y nos llevamos a Mishka… —diciendo esto abrazó a Mishka, el oso, lo levantó y comenzó a bailar con el animal por la estancia.

CAPÍTULO X

El príncipe Vasili cumplió la palabra dada a la princesa Drubetskaya en la velada de Ana Pávlovna e intercedió por su único hijo, Boris. Informaron al zar y fue nombrado subteniente de la Guardia en el regimiento Semionovsky como merced especial. Sin embargo y pese a todos los pasos y ruegos de Ana Mijáilovna, Boris no fue nombrado edecán ni ingresó en el Estado Mayor de Kutúzov. Poco después de aquella velada, Ana Mijáilovna regresó a Moscú y fue directamente a casa de unos familiares ricos, los Rostov, donde se quedaba cuando estaba en la ciudad, y con quienes había vivido y crecido desde niño su adorado hijo, que recién ascendido a subteniente de infantería iba a la Guardia. Esta había salido de San Petersburgo el 10 de agosto. Boris, que permaneció en Moscú para equiparse, debía incorporarse a su unidad de camino a Radzivilov.

En el hogar de los Rostov se celebraba el santo de Natalia, la madre, y de la hija pequeña. Desde la mañana llegaban y partían sin cesar numerosos carruajes con visitantes a la casona —conocida en todo Moscú— de la condesa Rostova, en la calle Povarskaya. La condesa y su hija mayor recibían en el salón a los visitantes que se sucedían continuamente.

La condesa tenía unos cuarenta y cinco años, tipo oriental, rostro delgado, avejentada por los muchos partos, pues había tenido doce hijos. Sus movimientos lentos y su pausado modo de hablar debidos a sus escasas fuerzas le daban un aire grave que inspiraba respeto. Como persona de la casa, la princesa Ana Mijáilovna Drubetskaya también se hallaba en el salón y ayudaba a recibir a las visitas y charlaba con ellas.

Los jóvenes estaban en las habitaciones posteriores y no creían preciso participar en la recepción. El conde recibía a las visitas y las despedía invitando a todos a comer.

—Le estoy muy agradecido, mon cher o ma chère —decía mon cher o ma chère sin distinciones ni matices, ya fueran personas superiores o inferiores a él— le estoy muy agradecido en mi nombre y en de las festejadas. No falte a la comida o me ofendería, ma chère! Se lo ruego en nombre de toda la familia, mon cher! Repetía las palabras a todos sin excepción ni cambiar nada, con la misma expresión en el rostro lleno, sonriente, bien rasurado, con idénticos apretón de manos y saludo breve e igual. Tras acompañar a una visita, el conde regresaba a quienes permanecían en el salón, acercaba su butaca con aire juvenil de persona a quien gusta vivir y sabe hacerlo; las piernas separadas, las manos sobre las rodillas y se balanceaba sintiéndose importante; hablaba del tiempo, intercambiaba consejos sobre higiene en ruso y en un francés macarrónico pero jactancioso. Nuevamente acompañaba a otra visita con gesto cansino, pero firme en el cumplimiento de su deber, mientras se alisaba el cabello ralo canoso, y la invitaba a comer. Al regresar del vestíbulo, a veces pasaba por la galería de flores y la antecocina hasta un salón de paredes de mármol donde ponían una mesa para ochenta personas; contemplaba a los camareros que llevaban las cubertería de plata y la porcelana, aderezaban las mesas y desplegaban los manteles de damasco, y llamaba a Dmitri Vasílievich, un noble a cargo de los asuntos del conde.

—Mtenka —decía— procura que todo salga bien. Está bien, vale… —repetía mirando con placer la mesa gigantesca y alargada—. Lo más importante es el servicio. Eso es… —suspiraba satisfecho y se marchaba al salón.

—¡María Lvovna Karagina y su hija! —anunció el lacayo de la condesa abriendo la puerta del salón.

La condesa recapacitó mientras tomaba un poco de rapé de una tabaquera dorada con un retrato de su marido.

—Las visitas me han dejado agotada —dijo—. La recibiré, pero será la última. Es muy orgullosa. Hazlas pasar —dijo al criado tristeza, como si dijese: «¡Mátame!»

Entraron en el salón entre un frufrú de telas una señora alta, gruesa y altiva con una muchacha de cara redonda y sonriente…

—Querida condesa, hace tanto tiempo… Ha estado en cama, la pobre niña… En el baile de los Razumovski… Y la condesa Apraksine… He sido tan feliz…

Dio comienzo el animado murmullo de voces femeninas que se interrumpían unas a otras mezcladas con el frufrú de los vestidos y el ruido de sillas. Era una de esas conversaciones que continúan a la espera de una pausa para levantarse entre ruido de vestidos y decir: Estoy encantada… La salud de mamá… Y la condesa Apraskine… y de nuevo, con los mismos rumores, ir al vestíbulo, tomar el abrigo de pieles o la capa y partir. La conversación giraba en torno a la novedad del día: la enfermedad del acaudalado y viejo conde Bezúkhov, uno de los hombres más atractivos en la época de Catalina, y en torno a Pierre, su hijo natural que tan mal se había comportado en la velada de Ana Pávlovna Scherer.

—Compadezco al pobre conde —dijo la visitante— su salud es tan frágil… y ahora lo matará el disgusto que le da su hijo.

—¿De qué se trata? —preguntó la condesa, como si lo ignorase, aunque se lo hubiesen contado quince veces ya.

—¡Es la educación moderna! El joven vivió solo en el extranjero y ahora ha cometido atrocidades en San Petersburgo que, según dicen, la policía lo ha expulsado.

—¿De veras? —preguntó la condesa.

—Iba con malas compañías —terció la princesa Ana Mijáilovna—. Se conoce que el hijo del conde Vasili, él y un tal Dólokhov han hecho Dios sabrá qué. Ha castigado a los dos. A Dólokhov con la degradación y el hijo de Bezúkhov fue deportado a Moscú. En cuanto a Anatole Kuraguin… su padre pudo taparlo, pero también lo han expulsado de San Petersburgo.

—¿Qué han hecho? — preguntó la condesa.

—Son unos bandidos, sobre todo ese Dólokhov —aseguró la visita—. Es hijo de María Ivánovna Dólokhova, una dama respetable. ¡Y miren! Figúrense que los tres consiguieron un oso, lo llevaron en el coche y fueron a casa de unas actrices. Tuvo que acudir la policía para calmarlos. Entonces agarraron a un comisario de barrio, lo ataron a la espalda del oso y empujaron al animal al Moika; la fiera se puso a nadar con el comisario encima.

—Ma chère! ¡Habría que ver la cara del pobre hombre! —se rio el conde.

—¡Qué espanto! ¡No es de risa, conde!

También las señoras rieron a su pesar.

—A duras pena lograron salvar al infeliz —continuó la visitante—. ¡El hijo del conde Cyril Vladímirovich Bezúkhov se divierte así! —añadió—. Decían que estaba tan bien educado y era tan inteligente… Ya ven la educación en el extranjero y sus consecuencias. Espero que no lo reciba nadie aquí a pesar de toda su fortuna. Quisieron presentármelo, pero me negué en redondo… ¡Tengo hijas!

—¿Por qué dice que es tan rico? —preguntó la condesa apartándose de las jóvenes, que fingieron no escuchar—. El conde solo tiene hijos naturales… y dicen que también Pierre lo es.

La visita hizo un gesto de desdén.

—Creo que tiene veinte hijos naturales.

La princesa Ana Mijáilovna intervino deseando destacar sus relaciones y su conocimiento del mundo.

—Se lo explicaré —dijo a media voz con aire de importancia—. Ya sabe la reputación del conde Cyril Vladímirovich… Ni él mismo sabe los hijos que tiene, pero Pierre es su ojito derecho.

—¡Era tan guapo el año pasado! —aseguró la condesa—; jamás he visto un hombre tan apuesto.

—Ahora ha cambiado mucho —dijo Ana Mijáilovna.

—Pues les decía —siguió— que, por parte de su mujer, el príncipe Vasili es heredero de los bienes, pero el padre adora a Pierre, se ha ocupado de su educación y ha escrito al zar… así que cuando muera (cosa que se espera de un momento a otro, y Lorrain ha llegado de San Petersburgo) nadie sabe quién recibirá su fortuna, Pierre o el príncipe Vasili. Cuarenta mil siervos y varios millones. Lo sé porque me lo ha dicho el príncipe Vasili. Además, Cyril Vladímirovich es tío segundo mío por parte de madre; es el padrino de Boris —añadió como si no tuviese importancia.

—El príncipe Vasili llegó ayer a Moscú. Me han dicho que viene de inspección —dijo la visita.

—Sí, pero, entre nous —añadió la princesa— es un pretexto. Ha venido para estar al lado del príncipe Cyril Vladímirovich, que está muy grave.

—De todos modos, ma chère, es irónico —terció el conde; y viendo que la visita no lo escuchaba se volvió hacia las señoritas—: Imagino la cara del policía.

Imitó los movimientos del agente agitando los brazos y rio nuevamente con una risa sonora y profunda que sacudió su corpachón; así suelen reír quienes siempre han comido bien y bebido mejor.

—Les ruego que no olviden que los esperamos a comer —concluyó.

CAPÍTULO XI

Se hizo el silencio. La condesa miró a la visitante con sonrisa amable, sin ocultar que no lamentaría que se fuese. La hija ya se ajustaba el vestido mirando interrogativamente a su madre, cuando en la estancia contigua se oyó cómo varios niños corrían hacia la puerta del salón y el estrépito de una silla tirada. Irrumpió en el salón una niña de unos trece años que llevaba algo envuelto en su faldita de muselina. Se detuvo en medio de la habitación. Sin duda estaba allí por casualidad, por no haber calculado el impulso de la carrera. Casi simultáneamente aparecieron en la puerta un estudiante con uniforme de cuello color frambuesa, un oficial de la Guardia, una joven de quince años y un chico rechoncho y rubicundo con chaqueta de niño.

El conde se puso en pie y abrió los brazos para acoger a la niña.

—¡Aquí está! —rio—. ¡Hoy es su fiesta, ma chère, su fiesta!

—Ma chère, todo tiene su momento —la condesa fingió enfado—. La mimas demasiado, Elie —se volvió al marido—. Hola, ma chère, felicidades —dijo la visitante—. ¡Qué niña tan deliciosa! —añadió dirigiéndose a la madre.

La niña, feúcha, pero vivaz, tenía ojos negros, una boca grande y los hombros se le habían escapado del corpiño por la carrera que había revuelto sus rizos negros echándolos atrás; los brazos eran delgados y sus piernas, enfundadas en pantalones de encaje, no ocultaban sus piececitos calzados con escarpines; tenía esa edad encantadora en que ya no se es niña y aún no se es una joven. Esquivó al padre y fue hacia su madre y ocultó la carita enrojecido en los encajes de su mantilla y rio pese a las severas observaciones. Reía por algo, hablando entre risas de la muñeca que acababa de sacarse de debajo de la falda.

—¿Ve?… la muñeca… Mimí… mira —Natacha no pudo seguir de lo cómica que le parecía la situación y cayó sobre su madre con una risa tan fuerte y sonora que hasta la ceremoniosa visitante rio.

—Vete con tu monstruo —la madre la rechazó fingiendo enfado, y dijo a la visitante—: Es mi hija pequeña.

Natacha levantó un instante la cara de la mantilla de su madre, la miró desde arriba con los ojos bañados en lagrimas por la risa y lo ocultó de nuevo.

La visitante creyó oportuno participar en la escena familiar.

—Dime, querida —preguntó—, ¿qué eres tú para Mimí? Su madre, ¿verdad?

A Natacha no le gustaron el tono indulgente ni la pregunta pueril, y miró gravemente a la dama.

Mientras, los jóvenes habían entrado en el salón esforzándose por contener educadamente el desenfado y la alegría que se pintaban en sus caras: Boris, oficial, hijo de la princesa Ana Mijáilovna; Nikolái, estudiante, hijo mayor de la condesa; Sonia, sobrina del conde, de quince años, y Petrushka, el hijo menor. Se veía que en las habitaciones de donde habían salido con tanto bullicio la charla era más animada que la de aquí sobre los chismes de la ciudad, el tiempo y la comtesse Apraksine. A ratos se miraban unos a otros y pugnaban por contener la risa.

Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, eran de la misma edad, amigos de la infancia, guapos pero de belleza diferente. Boris era alto y rubio, de rasgos finos, regulares y tranquilos. Nikolái no era alto, tenía el pelo rizado y sobre el labio superior ya despuntaba el bozo negro. A su rostro de mirada franca asomaban la impetuosidad y la pasión.

Nikolái se ruborizó al entrar. Sin duda buscaba algo que decir y no sabía qué. Boris, en cambio, se calmó enseguida y en tono risueño contó tranquilamente que conoció a la muñeca Mimí cuando era aún joven y no tenía la nariz rota, pero que en cinco años había envejecido tanto que tenía la cabeza agrietada. Miró entonces a Natacha, que apartó los ojos y miró a su hermano pequeño, que con los ojos semicerrados temblaba de risa, incapaz de aguantar más, y de un salto huyó corriendo del salón con sus ágiles piernas. Boris no rio.

—Creo que también quieres irte, maman. ¿Necesitas el coche? —preguntó sonriendo a su madre.

—Sí, ve y haz que lo preparen —sonrió ella.

Boris salió en silencio tras Natacha. El muchacho rechoncho fue tras ellos enfadado, como disgustado por haber sido estorbado en sus ocupaciones.

CAPÍTULO XII

Los únicos jóvenes que permanecían en el salón, sin contar a la joven visitante y la hija mayor de la condesa (que era cuatro años mayor que su hermana y que se comportaba ya como una persona adulta), eran Nikolái y Sonia. La sobrina del conde era una joven morena, menuda, de rostro dulce y mirada sombreada por unas largas pestañas; una trenza negra le daba dos vueltas en torno a la cabeza, y la piel de la cara, el cuello y los brazos desnudos y delgados aunque fuertes y gráciles era de color aceitunado. La armonía de sus movimientos, la agilidad y donaire de sus miembros y maneras ladinas y reservadas recordaban a una bella gata, aún joven, que prometía ser preciosa. Creía adecuado sonreír para dar a entender que tomaba parte en la conversación; sin embargo, sus ojos bajo las pestañas largas y espesas miraban al cousin, que partía para el ejército, con una adoración juvenil y apasionada que no podía ocultar con su sonrisa; sin duda la gatita se había acurrucado solo para poder saltar y jugar más con su cousin en cuanto Boris y Natacha saliesen del salón.

—Sí, ma chère —dijo el viejo conde volviéndose hacia la visitante y señalando a su hijo Nikolái—. Su amigo Boris ha sido ascendido a oficial y no quiere ser menos que él por la amistad que los une. Deja la universidad y a este viejo para irse al ejército, ma chère. Y eso que su nombramiento para la Dirección de los archivos era cosa hecha. ¿No es eso amistad? —preguntó el conde.

—Dicen que ya está declarada la guerra —comentó la dama.

—Eso dicen hace tiempo —repuso el conde—; dicen, dicen, y después todo queda igual. Ma chère; eso es amistad —repitió—. Será húsar.

No sabiendo qué decir, la visitante asintió con la cabeza.

—No lo hago por amistad —exclamó Nikolái ruborizado y defendiéndose como si fuese blanco de una calumnia—. No es por eso, sino porque siento vocación por el servicio de las armas.

Se volvió hacia su prima y la hija de la visitante; ambas lo miraban con una sonrisa aprobatoria.

—Hoy come con nosotros Schubert, el coronel del regimiento de húsares de Pavlogrado. Estaba aquí de permiso y lo trae. ¿Qué puedo hacer? —El conde se encogió de hombros tomándose a broma algo que le dolía de veras.

—Ya te he dicho, papá —repuso el hijo— que no iré si no me das permiso. Pero sé que solo valgo para el servicio militar. No soy diplomático ni funcionario. Soy incapaz de ocultar mis sentimientos. —Miró a Sonia y a la otra señorita con la coquetería de quien sabe que es joven y apuesto.

La gatita parecía lista a poner en juego su naturaleza felina sin dejar de mirarlo.

—Ya está bien —dijo el viejo conde—. Enseguida se acalora… Ese Bonaparte enloquece a todos; todos piensan en cómo llegó de subteniente a Emperador. Bueno, Dios quiera… —añadió sin ver la sonrisa burlona de la visitante.

Los mayores comenzaron a hablar de Bonaparte. Julie, la hija de madame Karagina, se volvió hacia el joven Rostov.

—Es una pena que no estuviese el jueves en casa de los Arjarov. ¡Cómo me aburrí sin usted! —sonrió dulcemente.

Halagado, el joven se acercó a Julie con una fascinadora sonrisa juvenil y trabó conversación con ella, también sonriente, sin darse cuenta de que así clavaba el cuchillo de los celos en el corazón de Sonia, que había enrojecido sin perder su sonrisa fingida. Pero volvió los ojos hacia ella a mitad de la conversación. Sonia lo miró con rabia y pasión y, ahogando las lágrimas sin perder la sonrisa forzada, se levantó y salió. La animación de Nikolái se desvaneció. Aguardó la primera pausa en la conversación y salió en busca de Sonia con el semblante serio.

—¡Qué cierto es que los secretos de esta juventud están cosidos con hilo blanco! —Ana Mijáilovna señaló a Nikolái, que salía en ese momento—. Cousinage, dangereux voisinage —añadió.

—Sí —asintió la condesa en cuanto el rayo de sol que trajeron los jóvenes hubo desaparecido—. ¡Cuántos sufrimientos e inquietudes hay que soportar para sentir ahora la alegría de mirarlos! Pero ahora hay más temores que alegrías; una siempre tiene miedo… Es una edad tan peligrosa para las muchachas y los jóvenes… — añadió respondiendo a una pregunta que nadie hacía aunque la atormentase.

—Todo depende de la educación— dijo la visitante.

—Tiene razón. Gracias a Dios, a día de hoy soy amiga de mis hijos y gozo de su confianza —repuso la condesa repitiendo el error de tantos padres que creen que sus hijos no tienen secretos para ellos—. Sé que siempre seré la confidente de mis hijas y que si mi hijo Nikolái cometiese una travesura debido a su carácter, lo cual es inevitable en un joven, no sería como la de esos señores de San Petersburgo.

—¡Ah, sí! ¡Son buenos chicos! —repitió el conde, que arreglaba lo más complicado encontrándolo todo bueno—. Ya lo ve, quiere ser húsar. ¿Qué le vamos a hacer, ma chère?

—¡Qué criatura tan deliciosa su niña! —dijo la visitante—. ¡Es como la pólvora!

—Sí, como la pólvora —repitió el conde—. Se parece a mí. ¡Y su voz! Aunque sea mi hija, le diré que será una cantante, una nueva Salomoni. Tenemos un profesor italiano que le imparte clases.

—¿No es demasiado joven? Dicen que es malo para la voz empezar a esa edad.

—¡Oh, no, no lo es! —replicó el conde—. Nuestras madres se casaban a los doce o trece años.

—Ahora está enamorada de Boris. ¿Qué les parece? —sonrió dulcemente la condesa mirando a la madre de Boris. Después, como respondiendo al pensamiento que la atormentaba, siguió—: Ya ven, si la tuviese sujeta, si la frenase… Dios sabe lo que haría a escondidas —la condesa insinuaba que se besarían—. Así sé cada palabra suya. Ella viene a mi dormitorio por la noche y me lo cuenta. Quizá le consiento, pero creo que es mejor así. He tratado con más severidad a la mayor.

—Por supuesto; a mí me han educado de otra manera —terció con una sonrisa la hija mayor, la condesa Vera.

Contrariamente a lo que suele suceder, la sonrisa no embellecía su rostro, pues parecía poco natural y desagradable.

Vera, la mayor, era guapa, inteligente, fue buena alumna y estaba bien educada; su voz era agradable y cuanto decía era sensato y venía al caso. Pero extrañamente tanto la visitante como la condesa la miraron asombradas de que hablase así y las incomodó.

—Siempre pasa con los hijos mayores; queremos hacerlos extraordinarios —dijo madame Karagina.

—¿Por qué ocultarlo, ma chère? La condesa se pasaba con Vera —dijo el conde—. Pero, pese a todo es una gran muchacha —añadió con un guiño aprobatorio a Vera.

Los visitantes se levantaron y se despidieron tras prometer que irían a la comida.

—¡Qué modales! ¡Creí que no se iban! —dijo la condesa tras acompañarlas fuera.

CAPÍTULO XIII

Cuando Natacha salió corriendo de la sala fue al invernadero. Allí se detuvo a escuchar las conversaciones y aguardar a Boris. Comenzaba a impacientarse, pataleaba, a punto de llorar porque no venía, cuando oyó los pasos tranquilos del joven. Natacha se escondió rápidamente tras las macetas.

Boris se detuvo en medio del invernadero, miró a su alrededor, se sacudió una mota de la manga del uniforme, se acercó al espejo y contempló su rostro. Natacha lo miraba desde su escondite, espiándolo. Boris permaneció un rato ante el espejo, sonrió y fue a una puerta. Natacha quiso llamarlo, pero se arrepintió. «Que me busque», se dijo.

Sonia apareció por la otra puerta en cuanto salió Boris. Estaba muy sofocada murmurando palabras rabiosas entre lágrimas. Natacha reprimió su impulso de acudir a ella y permaneció mirando lo que sucedía, como si ella fuese invisible. Experimentaba un placer nuevo y especial. Sonia murmuraba algo con los ojos puestos en la puerta del salón.

Nikolái apareció en el umbral.

—¿Qué te ocurre, Sonia? ¿Es posible esto? —Corrió hacia ella.

—¡Nada, nada, déjame! —Sonia sollozó.

—No; sé qué es.

—Pues si lo sabes, bien, ve con ella.

—¡Sonia, una palabra! ¿Es posible que suframos los dos por una tontería? —Nikolái tomó su mano. Sonia no la retiró y dejó de llorar.

Natacha, quieta y casi sin respirar, miraba con ojos brillantes. «¿Qué pasará ahora?», pensaba.

—Sonia, no me importa nada en el mundo; tú eres todo para mí —dijo Nikolái—. Te lo demostraré.

—No me gusta que hables así.

—Pues no lo haré más. Perdóname, Sonia.

La atrajo y la besó.

«¡Ah, qué bien!», pensó Natacha. Sonia y Nikolái salieron del invernadero, los siguió y llamó a Boris.

—Boris, venga —dijo con aire de importancia y malicioso—. Tengo que decirle algo. Aquí, aquí.

Lo llevó al invernadero, al mismo sitio entre las macetas tras las que se ocultó. Boris la seguía sonriente.

—¿De qué se trata? —preguntó.

Ella se puso nerviosa; miró a su alrededor, y reparando en su muñeca, tirada en un macetero, la tomó en sus manos.

—Bésela —dijo.

Boris, con ojos atentos y cariñosos, miró el rostro animado de la muchacha y no respondió.

—¿No quiere? Venga aquí —se adentró entre las flores y tiró la muñeca—. Más cerca, más —susurró. Agarró al oficial por el revés de las mangas; en su rostro encendido se veía la solemnidad y el temor—. Y a mí… ¿quiere besarme? —murmuró en un bisbiseo mirándolo de reojo, sonriendo y a punto de llorar de emoción.

Boris se ruborizó.

—¡Qué dislate! —dijo inclinándose hacia ella y enrojeciendo más, sin moverse, aguardando.

Ella saltó sobre una maceta, de modo que ganó en estatura al joven, lo rodeó con los brazos delgados y desnudos, echó hacia atrás los cabellos con un movimiento de cabeza y le besó los labios.

Se deslizó luego entre las macetas y se detuvo bajando la cabeza.

—Natacha —dijo Boris—, sabe que la amo, pero…

—¿Está enamorado de mí? —lo interrumpió ella.

—Sí lo estoy… pero, le ruego… no volvamos a hacer esto… Esperemos cuatro años… Entonces pediré su mano.

Natacha meditó.

—Trece, catorce, quince, dieciséis… —contó con los deditos—. ¡Bien!

¿Decidido?

Una sonrisa alegre y tranquila iluminó su animado rostro.

—Decidido— dijo Boris.

—¿Para siempre? —añadió. —¿Hasta la muerte?

Lo tomó del brazo, el rostro radiante de felicidad, y salió lentamente hacia la sala de los divanes.

CAPÍTULO XIV

Después de recibir a las visitas, la condesa estaba tan cansada que dio órdenes de no admitir ninguna más. Encargó al portero que invitase a comer a quienes viniesen a felicitarla.

La condesa quería charlar a solas con su amiga de la infancia, la princesa Ana Mijáilovna, a quien no veía desde que esta regresó de San Petersburgo. Ana Mijáilovna, con su rostro atractivo, marchito por las lágrimas, se acercó al sillón de la condesa.

—Seré sincera contigo —dijo—; apenas nos quedan muchos amigos viejos… por eso valoro tanto tu amistad.

Ana Mijáilovna miró a Vera y calló. La condesa estrechó la mano de su amiga.

—Vera —dijo volviéndose a su hija mayor, que sin duda no era la predilecta—, no os dais cuenta de nada, ¿no ves que sobras aquí? Ve con tus hermanas o…

Vera sonrió con desdén, pero no pareció ofenderse.

—Si me lo hubieses dicho antes, me habría ido, maman. —Se fue a su cuarto.

Al cruzar el salón de los divanes vio junto a las ventanas a dos parejas sentadas simétricamente. Se detuvo y sonrió desdeñosamente. Sonia estaba muy cerca de Nikolái, que le copiaba unos versos, sus primeros. Boris y Natacha sentados junto a la otra ventana callaron cuando entró Vera. Sonia y Natacha la miraron con expresión culpable y feliz.

Era conmovedor y divertido contemplar a esas chiquillas enamoradas, pero aquello no gustó a Vera.

—¿Cuántas veces os he pedido que no toquéis mis cosas? —dijo—. Tenéis vuestros cuartos.

Y recogió el tintero que estaba utilizando Nikolái.

—Un momento —pidió mojando la pluma.

—No sabéis hacer nada bien —prosiguió Vera—. Hace poco entrasteis en el salón de un modo que avergonzasteis a todos.

Lo que decía era justo; ninguno replicó, y los cuatro se miraron. Vera se detuvo en la habitación con el tintero en la mano.

—¿Qué secretos puede haber a vuestra edad entre Natacha y Boris y entre vosotros? Todo eso son bobadas.

—¿A ti qué más te da, Vera? —dijo dulcemente Natacha, como intercediendo.

Aquel día se sentía más bondadosa y cariñosa con todos que nunca.

—Es una bobada —repitió Vera—, me avergonzáis. ¡Qué secretos ni que…!

—Cada cual tiene sus secretos, nosotros no nos metemos contigo y con Berg —replicó acaloradamente Natacha.

—Creo que me dejáis tranquila porque nunca actúo mal. Le diré a mamá cómo te portas con Boris.

—Natalia Ilinishna se porta bien conmigo —terció Boris—, no puedo quejarme.

—Déjelo, Boris. Es usted tan diplomático… —aquella palabra estaba de moda entre los muchachos, que le daban un particular sentido—. Hasta es aburrido —dijo Natacha con voz temblorosa e irritada—, ¿por qué no me dejará tranquila? Jamás lo comprenderás —continuó volviéndose a Vera— porque nunca has amado a nadie. No tienes corazón, no eres más que una Madame de Genlis (este apodo, que consideraban muy ofensivo, era cosa de Nikolái) y te encanta mortificar a los demás. Coquetea con Berg cuanto quieras —concluyó.

—Seguro que yo no corro detrás de un joven cuando hay visitas…

—¡Bien, ya has conseguido lo que te proponías! —terció Nikolái—. Has dicho cosas desagradables y nos has disgustado a todos. Vámonos al cuarto de los niños.

Como una bandada de pájaros asustados, los cuatro se levantaron y salieron.

—A mí me han dicho cosas desagradables; pero yo no he dicho nada a nadie —concluyó Vera.

—¡Madame de Genlis! ¡Madame de Genlis! —gritaron los cuatro tras la puerta.

La hermosa Vera, que producía a todos la misma fastidiosa impresión, sonrió sin parecer ofendida por nada de lo dicho. Se acercó al espejo y se arregló el chal y el cabello. Ver su hermoso rostro la dejó aún más fría y tranquila.

La conversación continuaba en el salón.

—Ah, chère —decía la condesa—, tampoco en mi vida es todo color rosa… ¿Acaso no veo que con nuestro tren de vida nuestra fortuna poco durará? La culpa de todo la tienen el club y su tolerancia. ¿Vivimos y descansamos cuando salimos al campo? Teatros, cacerías y Dios sabe qué más. Pero no hablemos de mí. Dime, ¿cómo lo has conseguido? Annette, a menudo me asombro de que vayas sola en un coche de Moscú a San Petersburgo a tu edad y que visites a todos los ministros, a todos los personajes; sabes tratar a todos. ¿Cómo lo has logrado? Yo no podría hacer nada de eso.

—¡Ay, amiga! —repuso la princesa Ana Mijáilovna—. Dios no quiera que un día sepas lo duro que es enviudar, sin apoyo y con un hijo al que adoras. Se aprende de todo —prosiguió con cierto orgullo—. El pleito me enseñó. Si tengo que ver a algún personaje, escribo una nota: La princesa de tal desea ver a fulano, y yo misma voy en coche de alquiler dos, tres, cuatro veces, hasta que lo consigo. Poco me importa lo que piensen de mí.

—¿Cómo lo has hecho? ¿A quién has hablado de Boris? —preguntó la condesa—. Tu hijo es oficial de la Guardia y Nikolái no pasa de cadete. No hay quien se encargue de gestionarlo. ¿A quién se lo has pedido?

—Al príncipe Vasili. Estuvo muy amable. Accedió sin hacerse rogar y lo recomendó al zar —se entusiasmó la princesa Ana Mijáilovna sin mencionar las humillaciones que había sufrido para ello.

—¿Ha envejecido el príncipe Vasili? —preguntó la condesa—. No lo veo desde las funciones de teatro en casa de los Rumyantsev. Supongo que se me habrá olvidado. Me cortejaba. —sonrió la condesa al recordarlo.

—Sigue siendo el mismo —dijo Ana Mijáilovna—. Amable, obsequioso. Las grandezas no le han trastocado. «Lamento no poder hacer más por usted, querida princesa; a sus órdenes», me dijo. Es un hombre excelente, un buen pariente. Tú, Nathalie, sabes el amor que siento por mi hijo. No sé qué haría por su felicidad. Pero mis asuntos van fatal —prosiguió Ana Mijáilovna pesarosa en voz baja—, tan mal que estoy en una situación realmente terrible. Mi dichoso pleito consume cuanto tengo, y no avanza. Puedes creerme, pero, à la lettre, no tengo ni diez kopeks y no sé con qué pagaré el equipo de Boris —sacó el pañuelo y se puso a llorar—. Necesito quinientos rublos y tengo un billete de veinticinco. Así estoy… Ahora, mi única esperanza es el conde Cyril Vladímirovich Bezúkhov. Si no quiere ayudar a su ahijado, porque es padrino de Boris, y asignarle una suma, mis esfuerzos habrán sido vanos. No podré equiparlo.

La condesa lloró y reflexionó en silencio.

—A menudo pienso, y puede ser un pecado —continuó—, que el conde Cyril Vladímirovich Bezúkhov vive solo… con una gran fortuna… ¿Para qué vive? Para él la vida es penosa; en cambio, Boris está en el amanecer de la vida.

—Es muy probable que deje algo a Boris —dijo la condesa.

—Dios sabe, chère amie. ¡Estos grandes señores son tan egoístas! Aun así iré a su casa con Boris y le diré sin rodeos cómo está la cosa. Que piensen de mí lo que quieran, me da igual si está en juego el porvenir de mi hijo.

—La princesa se levantó—. Son las dos y vosotros coméis a las cuatro, tendré tiempo de ir.

Con los modales de una práctica dama de San Petersburgo que sabe aprovechar el tiempo, Ana Mijáilovna llamó a su hijo y salió con él a la antesala.

—Adiós, querida —dijo a la condesa, que fue con ella hasta la puerta—. Deséame éxito —añadió en voz baja para que no la oyese su hijo.

—¿Va a casa del conde Cyril Vladímirovich Bezúkhov, ma chère? —preguntó el conde, que salía del comedor—. Si está mejor, diga a Pierre que lo invito a comer. A veces me visitaba y bailaba con las chicas. No olvide invitarlo, ma chère. Vamos a ver cómo se luce hoy Taras. Dice que jamás hubo en la casa del conde Orlov un ágape como el que tendremos nosotros.

CAPÍTULO XV

—Mon cher Boris —dijo la princesa Ana Mijáilovna cuando el coche de la condesa Rostova que los llevaba cruzó la calle cubierta de paja y entró en el gran patio del conde Cyril Vladímirovich Bezúkhov—, mon cher Boris —repitió la madre sacando la mano del abrigo desgastado y poniéndola con gesto tímido y cariñoso sobre el brazo del hijo—, sé cariñoso y atento. El conde Cyril Vladímirovich es tu padrino y tu porvenir depende de él. No lo olvides, mon cher, sé tan amable como tú sabes…

—Si supiese que iba a sacar algo más que una humillación… —replicó el hijo fríamente—. Pero he prometido hacerlo y lo haré por ti.

Había un carruaje frente a la escalinata, pero el portero examinó de pies a cabeza a madre e hijo, que entraron directamente y sin hacerse anunciar en el vestíbulo de vidrieras, entre dos filas de estatuas colocadas en sus nichos. Al ver el vetusto abrigo de Ana Mijáilovna preguntó a quién deseaban ver, si a las condesas o al conde. Al responderle ellos que al conde, informó que su excelencia había empeorado y no recibía a nadie.

—Ya podemos irnos —dijo Boris en francés.

—Mon cher —le rogó la madre tocando nuevamente la mano de su hijo, como si así pudiese calmarlo o animarlo.

Boris calló y miró a su madre con gesto interrogativo antes de quitarse el abrigo.

—Amigo —Ana se volvió al portero y siguió con voz dulce—, sé que el conde Cyril Vladímirovich está muy grave… por eso he venido… Soy pariente suya y no molestaré, amigo… Pero he de ver al príncipe Vasili Serguéievich, que vive aquí. Anúnciame, por favor.

El portero tiró con mal humor de la campanilla y se apartó.

—La princesa Drubetskaya para el príncipe Vasili Serguéievich —gritó al criado vestido de frac, medias y zapatos de hebilla, que acudió al rellano superior y miraba desde lo alto de la escalera.

La madre arregló lo mejor que pudo los pliegues de su vestido de seda teñida, se miró en el gran espejo de Venecia colgado en la pared y avanzó con decisión por la alfombra de la escalera con sus zapatos ajados.

—Mon cher, me has prometido… —dijo a su hijo tocándolo en el brazo.

Boris la seguía dócilmente, cabizbajo.

Entraron en la sala, una de cuyas puertas conducía a los aposentos del príncipe Vasili.

Madre e hijo habían llegado al centro de la estancia e iban a preguntar el camino al viejo criado que se había levantado al verlos entrar, cuando giró el picaporte de bronce de una de las puertas. Salió entonces el príncipe Vasili, vestido con una chaqueta de terciopelo y una sola condecoración. Lo acompañaba un señor de cabello negro y buen aspecto. Era Lorrain, el célebre médico de San Petersburgo.

—Entonces es seguro —preguntó el príncipe.

—Prince, «errare humanum est», mais… —el médico pronunció con acento francés el latín.

—C’est bien, c’est bien…

Al ver a Ana Mijáilovna y su hijo, el príncipe Vasili, despidió al médico con un saludo; en silencio pero con gesto interrogatorio, fue hacia ellos. Boris notó que en los ojos de su madre se dibujaba un hondo dolor y sonrió levemente.

—En qué circunstancias tan tristes nos vemos, príncipe… Dígame, ¿cómo se encuentra nuestro querido enfermo? —preguntó Ana Mijáilovna como si no fuese consciente de la mirada fría y ofensiva que le dedicaban.

El príncipe Vasili la miró con aire atónito, y se volvió hacia Boris, que lo saludó educadamente.

Luego se volvió de nuevo hacia Ana Mijáilovna sin responder al saludo, y contestó a su pregunta con moviendo la cabeza y los labios queriendo decir:

«No hay esperanza».

—¿Es posible? —exclamó Ana Mijáilovna—. ¡Oh, es terrible! Asusta pensar… —y añadió señalando a Boris—: Es mi hijo. Quería agradecerle personalmente…

Boris saludó correctamente de nuevo.

—Crea, príncipe, que el corazón de una madre jamás olvidará lo que hizo por nosotros.

—Me alegra haber podido complacerla, querida Ana Mijáilovna —dijo el príncipe Vasili ajustando la chorrera y dándose más importancia ante su protegida en Moscú que en la velada de Annette Scherer en San Petersburgo—. Trate de servir fielmente y de ser digno de la carrera de las armas —conminó a Boris—. Me alegro… ¿Está de permiso? —preguntó con indiferencia.

—Aguardo órdenes para dirigirme a mi nuevo destino, excelencia —repuso Boris sin mostrar disgusto por la rudeza del príncipe ni deseos de trabar conversación, pero con tanta tranquilidad y respeto que el príncipe lo miró fijamente.

—¿Vive con su madre?

—Vivo en casa de la condesa Rostova —contestó Boris. Y añadió—: Excelencia.

—Es el Iliá Rostov que se casó con Natalia Shinshina —aclaró Ana Mijáilovna.

—Lo sé, lo sé —dijo el príncipe Vasili en tono monótono—. ¡Jamás he podido entender cómo Natalia decidió casarse con ese oso relamido! Una persona del todo estúpida y ridícula. Y jugador, según dicen.

—Pero un buen hombre, mi príncipe —Ana Mijáilovna sonrió con ternura, como dando a entender que el conde Rostov merecía esa opinión, pero que ella pedía indulgencia para el pobre viejo—. ¿Qué dicen los médicos?

—preguntó tras un breve silencio expresando nuevamente un hondo dolor con su rostro lacrimoso.

—Hay poca esperanza —dijo el príncipe.

—¡Y yo que habría querido dar las gracias de nuevo a mi tío por todo el bien que nos ha hecho a Boris y a mí! Es su ahijado —añadió como si creyese que la noticia alegraría al príncipe.

Este reflexionó unos segundos y frunció el ceño. Ana Mijáilovna comprendió que lo consideraba un rival para el testamento del conde y se apresuró a calmarlo.

—Si no fuese por mi sincero afecto y devoción por el tío… —marcó estas últimas palabras—; conozco su carácter noble y su rectitud, pero las condesas se quedan solas con él… son tan jóvenes… —inclinó la cabeza y dijo a media voz—: ¿Ha cumplido sus últimos deberes, príncipe? ¡Cuánto valen esos últimos momentos! Eso no le hará daño; debe estar preparado si se encuentra tan mal. Las mujeres, príncipe —sonrió con dulzura—, sabemos cómo abordar esas cosas. Es preciso que lo vea, por mucho que me apene, pero ya estoy hecha a sufrir.

El príncipe comprendió, como en la velada de Annette Scherer, que sería difícil librarse de Ana Mijáilovna.

—¿No agotará al enfermo esa, querida Ana Mijáilovna? Esperemos hasta la tarde, el médico anuncia una crisis.

—Pero príncipe…, no se puede aguardar llegados a cierto punto. Piense, se trata de la salud de su alma… ¡Ah! Es terrible, los deberes de un cristiano…

La puerta de una de las habitaciones interiores se abrió y apareció una de las princesas, sobrinas del conde. Tenía aspecto sombrío y gélido; su cuerpo, del cuello a la cintura, asombraba por su largura en comparación con las piernas.

El príncipe Vasili se giró a ella.

—¿Cómo sigue?

—Igual. Y qué quiere con ese ruido… —dijo la princesa mirando a Ana Mijáilovna como a una desconocida.

—¡Ah, querida, no la reconozco! —exclamó con una feliz sonrisa Ana Mijáilovna acercándose a pasitos a la sobrina del conde—. Acabo de llegar y estoy para ayudarla a cuidar de «mi tío»… Imagino cuánto ha sufrido —añadió levantando sus ojos compasivos.

La princesa no dijo nada ni sonrió y se retiró de inmediato. Ana Mijáilovna se quitó los guantes con gesto vencedor y se sentó en un sillón e invitó al príncipe Vasili a sentarse junto a ella.

—Boris —sonrió a su hijo—, yo pasaré a ver al conde, mi tío; tú, mon ami, ve con Pierre y no te olvides de la invitación de los Rostov. Lo invitan a comer. Supongo que no irá —dijo al príncipe.

—Al contrario —repuso el príncipe, malhumorado a todas luces—. Me alegrará mucho que me libre de este joven. No hace nada aquí y el conde no ha preguntado ni una vez por él.

Se encogió de hombros. Un criado acompañó a Boris al vestíbulo y lo condujo por otra escalera a la habitación de Pierre Cyrilovich.

CAPÍTULO XVI

Pierre, después de todo, no había logrado encontrar un puesto que le gustase en San Petersburgo y fue expulsado de allí por mala conducta. El relato del salón de la condesa de Rostov era cierto. Pierre había ayudado a atar al comisario a la espalda del animal. Había llegado a Moscú unos días atrás y, como siempre, se alojaba en casa de su padre. Aunque supusiese que en Moscú se conocía el escándalo y que las damas que rodeaban a su padre —hostiles con él— aprovecharían la ocasión para envenenar al conde, el día de su llegada fue a los aposentos paternos. Al entrar en la sala donde solían congregarse las princesas las saludó. Estaban sentadas con sus labores mientras una leía un libro en voz alta. Eran tres. La mayor, muy acicalada, de cintura alta y aire severo, la que vio Ana Mijáilovna, leía a las demás. Las menores, de mejillas rosadas y guapas, se distinguían solo por un lunar que una de ellas tenía sobre el labio, lo cual la hacía más atractivo, bordaban en bastidor. Pierre fue recibido como un muerto o un apestado. La mayor de las princesas calló y lo miró sin hablar, con ojos asustados. La segunda adoptó la misma expresión. La más joven, la del lunar, más alegre y chistosa, se inclinó sobre su labor para ocultar la sonrisa, seguramente provocada por la escena que le parecía cómica. Tiró entonces por debajo del bastidor de los hilos y se inclinó como para estudiar el dibujo, reprimiendo a duras penas la risa.

—Bonjour, ma cousine —saludó Pierre—. ¿No me reconoce?

—Lo conozco demasiado.

—¿Cómo está el conde? ¿Podría verlo? —preguntó Pierre con su habitual torpeza, pero sin turbarse.

—El conde sufre moral y físicamente, y parece que usted trata de darle más dolores morales.

—¿Puedo ver al conde? —repitió Pierre.

—¡Hum!… Si quiere rematarlo, puede verlo. Olga, ve a ver si el caldo del tío está listo; ya es la hora de su almuerzo —añadió mostrando así a Pierre que ellas estaban muy ocupadas cuidando a su padre mientras que él únicamente lo atormentaba.

Olga salió. Pierre permaneció unos segundos de pie, miró a las hermanas y se despidió:

—Entonces iré a mi cuarto. Avísenme cuando pueda verlo.

Salió y oyó a sus espaldas una risa sonora, no fuerte, de la hermana del lunar.

Al día siguiente llegó el príncipe Vasili. Se alojó en casa del conde y llamó a Pierre para decirle:

—Mon cher, si se comporta aquí como en San Petersburgo, terminará muy mal; es todo lo que le digo. El conde está muy, muy enfermo y no debes verlo para nada.

Desde entonces nadie se había ocupado de Pierre, que pasaba días enteros solo en su cuarto en el piso de arriba.

Cuando Boris entró, Pierre recorría a zancadas la habitación. Se detenía a veces en un rincón, hacía un gesto amenazador a la pared como si quisiese ensartar con la espada a un enemigo invisible, miraba seriamente por encima de los lentes y volvía a caminar, pronunciando palabras incomprensibles, los hombros encogidos y los brazos separados.

—Inglaterra ha vencido —arrugaba el entrecejo y señalaba a alguien con el dedo—. El señor Pitt, como traidor a la nación y al derecho de gentes, es condenado a…

Iba a dictar su sentencia contra Pitt (entonces creía ser Napoleón, imaginaba que había realizado la peligrosa travesía del paso de Calais y conquistado Londres en compañía de su héroe), pero vio en su cuarto a un joven oficial esbelto y apuesto. Se detuvo. Pierre había dejado a Boris siendo un niño de catorce años y no lo recordaba. Pero con su característica espontaneidad le tendió la mano y sonrió amistosamente.

—¿Se acuerda de mí? —dijo Boris tranquilamente con una sonrisa cordial—. He venido con mi madre a visitar al conde. Parece que no está bien.

—Sí, parece que se encuentra mal. No lo dejan tranquilo un segundo —repuso Pierre tratando de recordar quién era.

Boris veía que Pierre no lo reconocía, pero no creyó necesario presentarse y, sin apuro, lo miró fijamente a los ojos.

—El conde Rostov le ruega que vaya a comer a su casa —dijo tras un silencio largo e incómodo para Pierre.

—¡Ah! ¡El conde Rostov! —exclamó Pierre—. Entonces… ¿usted es su hijo Iliá? Figúrese que al principio no lo había reconocido. ¿Recuerda cuando íbamos de paseo a Vorobyovy Gori con madame Jacquot…? Hace ya tanto…

—Se equivoca —contestó Boris con una sonrisa osada y burlona—. Soy Boris, el hijo de la princesa Ana Mijáilovna Drubetskaya. El padre de Rostov es quien se llama Iliá; su hijo es Nikolái, y no conozco a ninguna madame Jacquot.

Pierre agitó las manos y la cabeza como si una nube de mosquitos o de abejas lo atormentase.

—¡Ah, qué mal estoy! Confundo todo. ¡Tengo tantos parientes en Moscú! Usted es Boris… Por fin hemos podido entendernos. ¿Qué piensa de la expedición de Boulogne? Los ingleses lo pasarán mal si Napoleón cruza el canal. Lo creo muy posible. ¡Si Villeneuve no falla!

Boris no sabía nada de la expedición de Boulogne, no leía periódicos y oía el nombre de Villeneuve por primera vez.

—En Moscú nos preocupan más los chismes y las comidas que la política —dijo con voz tranquila y burlona—. No sé ni pienso nada sobre ese asunto. Moscú se ocupa de rumores —repitió—, y ahora solo hablan de usted y del conde.

Pierre sonrió con bondad, como si temiese que su interlocutor fuese a decir algo que después pudiese lamentar. Pero Boris hablaba con precisión, claridad y sequedad, mirándolo a los ojos.

—En Moscú solo se chismorrea —siguió—. Todos preguntan a quién dejará el conde su fortuna, aunque tal vez nos entierre él a todos, cosa que le deseo de corazón.

—Sí, todo esto es muy triste… —murmuró Pierre. Aún temía que el oficial se metiese sin darse cuenta en una conversación embarazosa para él.

—Y usted debe pensar —Boris enrojeció levemente sin alterar su voz ni su postura— que todos tratan de conseguir algo de un hombre tan rico.

«¡Ya empezamos!», pensó Pierre.

—Para evitar confusiones, quería decirle que se engañaría si nos contase a mi madre y a mí entre esas personas. Somos pobres, pero yo, puesto que su padre es rico, no me considero pariente suyo, y ni mi madre ni yo pediremos nada ni lo aceptaremos.

Pierre tardó en comprender, pero cuando lo hizo saltó del diván, tomó la mano de Boris y, aún más ruborizado que él, empezó a hablar torpemente con vergüenza y fastidio:

—¡Qué extraño!… Es que yo… Pero quién podía pensar… Sé bien…

Boris lo interrumpió de nuevo:

—Me alegra haberlo dicho todo; tal vez haya sido desagradable para usted, pero perdone —calmó a Pierre en lugar de ser serenado por él—. Espero no haberlo ofendido. Tengo a gala ser franco… Ahora, ¿qué debo decir? ¿Irá a comer con los Rostov?

Cumplido su deber, salvada la difícil situación y tras colocar en ella a su interlocutor, Boris se hizo de nuevo tan agradable como antes.

—Escuche —Pierre recobró la calma—. Es usted asombroso. Lo que acaba de decir está… muy bien. No me conoce. ¡Hace tanto que no nos vemos…! Éramos dos críos… Puede creer que yo… Lo comprendo bien. Yo no haría algo así; no tendría valor, pero está muy bien. Me alegra mucho haberlo conocido. ¡Es curioso lo que suponía de mí! —sonrió tras un breve silencio—. Pues nos conoceremos mejor —dijo estrechando la mano de Boris y añadió—: Aún no he podido ver al conde una sola vez. No me ha llamado… me apena como ser humano… ¿y qué puedo hacer?

—¿Cree entonces que Napoleón conseguirá pasar su ejército? —sonrió Boris.

Pierre comprendió que Boris deseaba cambiar de tema y, como él también quería, se puso a explicar las ventajas y dificultades de la empresa de Boulogne.

Un lacayo acudió a llamar a Boris de parte de la princesa. Su madre se marchaba. Pierre prometió ir a la comida para afianzar su amistad con Boris, le estrechó con fuerza la mano mirándolo afectuosamente a los ojos a través de sus lentes…

Pierre siguió un rato paseando cuando Boris hubo salido, pero sin herir con la espada al enemigo invisible, sino sonriendo al recordar a aquel joven simpático, inteligente y decidido.

Como suele ocurrir en la juventud, sobre todo cuando se está solo, sentía una ternura instintiva por Boris y se prometió trabar una buena amistad con él.

Mientras, el príncipe Vasili despedía a la princesa Ana Mijáilovna, de cuyo rostro bañado de lágrimas no apartaba un pañuelo.

—¡Es terrible! —decía—. Por más que me cueste, cumpliré mi deber. Vendré a velarlo; no podemos dejarlo así; cada minuto es oro. No comprendo a qué esperan las princesas. ¡Dios me ayudará a encontrar el modo…! Adieu, mon prince, que le bon Dieu vous soutienne…!

—Adieu, ma bonne —respondió el príncipe Vasili apartándose de ella.

—¡Ay! Está fatal —dijo la madre al hijo ya en el coche—. Casi no conoce a nadie.

—Maman, no comprendo, ¿cuáles son sus relaciones con Pierre? —inquirió.

—El testamento lo dirá todo; nuestra suerte también depende de él…

—Pero ¿por qué crees que puede dejarnos algo?

—¡Ay, cielo! Él es tan rico y nosotros tan pobres…

—Pero, maman, eso no es motivo suficiente…

—¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué mal está el pobre! —repetía la madre.

CAPÍTULO XVII

Después de que Ana Mijáilovna se marchó con su hijo a la casa del conde Cyril Vladímirovich Bezúkhov, la condesa Rostova continuó sentada a solas enjugándose los ojos con el pañuelo. Finalmente tocó la campanilla.

—¡Cómo, querida! —se enojó con la doncella, que la había hecho aguardar varios minutos—. Si no quiere atenderme, le encontraré otro puesto.

La condesa estaba abatida por el dolor y la humillante pobreza de su amiga. Ese era el motivo de su malhumor, que manifestaba siempre llamando «querida» a la doncella y tratándola de usted.

—Perdón —dijo la sirvienta.

—Diga al conde que lo espero.

El conde se acercó balanceándose a su mujer con su habitual aire culpable.

—Bueno, condesita: ¡qué sauté au madère de ortegas tendremos hoy, ma chère! Lo he probado. Los mil rublos que pagué por Taras los doy por bien empleados.

Se sentó junto a su esposa, y comenzó a revolverse el cabello gris con los codos garbosamente apoyados en las rodillas.

—¿Qué ordena la condesa?

—Pues, verás, querido… Pero, ¿qué es ese lamparón? —dijo señalando el chaleco—. Seguro que es del sauté… —sonrió—. Lo que pasa, conde, es que necesito dinero.

Su rostro se entristeció.

—¡Oh, condesa! —El conde sacó la cartera.

—Necesito mucho, conde; necesito quinientos rublos —y frotó el chaleco de su marido con un pañuelo de batista.

—Ahora, ahora… ¡Eh! ¿Quién hay ahí? —gritó con la voz de quien está seguro de que la persona a quien llaman acudirá a la llamada—. ¡Que venga Mitenka!

Mitenka, el hijo de familia noble criado en casa del conde y cuyos asuntos llevaba ahora, entró en silencio.

—Querido… —dijo el conde al joven, que avanzaba con respeto—. Tráeme… —reflexionó— setecientos rublos. Eso es. Pero escucha. No me los traigas sucios y rotos como el otro día; tráeme billetes nuevos, que son para la condesa.

—Sí, Mitenka…, que estén limpios —la condesa suspiró tristemente.

—Excelencia, ¿cuándo desea que se los traiga? —preguntó Mitenka.

—Ya sabe que… Pero no se preocupe —rectificó al ver que el conde comenzaba a respirar acelerada y trabajosamente, señal de un arranque de ira—.

Olvidaba que… ¿Desea que se los traiga ahora mismo?

—Sí, tráelos, y dáselos a la condesa. ¡Mitenka es una joya! —sonrió el conde—. No hay nada imposible para él. Odio esa palabra; todo debe ser posible.

—¡Ay, conde! ¡El dinero, cuántas penas en el mundo por su culpa! —suspiró la condesa—. Y ese dinero me hace muchísima falta…

—Usted, condesa, es una famosa dilapidadora. —El conde besó la mano de su mujer y regresó a su despacho.

Cuando Ana Mijáilovna volvió de su visita a Bezúkhov, la condesa tenía el dinero en billetes nuevos sobre la mesa, debajo de un pañuelo. Ana Mijáilovna la notó turbada.

—¿Qué ocurre, amiga? —preguntó la condesa.

—¡Ay, cómo está! No lo reconocerías. Está fatal… Lo he visto un momento y no he podido ni decir dos palabras…

—Annette, te pido por Dios que no rechaces esto —dijo de repente la condesa sonrojada, lo cual le daba un raro aspecto a su rostro ya no joven, delgado y grave, al sacar el dinero de debajo del pañuelo.

Ana Mijáilovna supo de inmediato qué era y se inclinó para poder abrazar con comodidad a la condesa en el momento preciso.

—Es para Boris, para su equipo, de mi parte…

Ana Mijáilovna la abrazó llorando y también lloró la condesa. Ambas lloraban porque eran amigas y buenas, porque —amigas desde niñas— debían ocuparse de algo tan soez como el dinero. Lloraban por su juventud pasada… Pero eran lágrimas placenteras para ambas.

CAPÍTULO XVIII

La condesa Rostova, sus hijas y numerosos invitados estaban ya en el salón. El conde había llevado a los hombres a su despacho para mostrarles su colección de pipas turcas. A ratos salía a preguntar: «¿No ha venido?». Esperaban a María Dmitrievna Ajrosimova, a quien en sociedad llamaban le terrible dragon, dama famosa por su espíritu recto, su sencillez y franqueza, que no por su linaje ni su fortuna. La familia imperial conocía a María Dmitrievna; la conocía todo Moscú y todo San Petersburgo; era admirada en ambas ciudades pese a que se burlasen a sus espaldas de su rudeza y se contasen anécdotas a su costa. No obstante, todos la estimaban y temían.

En el despacho se hablaba entre humo de la guerra, declarada en un manifiesto, y sobre el reclutamiento. Nadie había leído el manifiesto, pero sabían que había sido decretado. El conde se sentaba en una otomana, entre dos fumadores que discutían. El conde no fumaba ni discutía, pero inclinaba la cabeza a un lado y a otro, miraba a los fumadores complacido y escuchaba la conversación provocada por él entre dos vecinos.

Uno de ellos era un civil con el rostro arrugado, rasurado, bilioso y flaco, viejo pero vestido como un joven a la última moda. Sentado en la otomana sobre las piernas, como si fuese de la casa, tenía la pipa de ámbar en un ángulo de la boca y aspiraba convulsivamente el humo con los ojos entrecerrados. Era el viejo solterón Shinshin, primo de la condesa, cuya mala lengua era conocida en todos los salones moscovitas. Al hablar parecía rebajarse al nivel de su interlocutor. El otro era un oficial de la Guardia, joven, de piel rosada, impecable, abotonado y repeinado. Tenía su boquilla de ámbar en el centro de los labios rosados; apenas aspiraba el humo y lo dejaba salir después de su hermosa boca en anillos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento Semionovsky, con quien iría Boris para incorporarse a su destino y con el cual Natacha embromaba a Vera, su hermana mayor, llamando a Berg su novio. Sentado entre ambos, el conde escuchaba atento. Su diversión predilecta, después de su adorado boston, era escuchar cuando enfrentaba a dos charlatanes.

—¿Así que, padrecito, mon très honorable Alphonse Karlich —se burló Shinshin uniendo como solía las expresiones rusas populares con las más escogidas frases francesas—, que vous comptez vous faire des rentes sur l’État, obtener una renta a costa de su compañía?

—No, Piotr Nikoláyevich, solo quiero probar que en caballería hay muchas menos ventajas que en infantería. Considere, Piotr Nikoláyevich, mi situación…

Berg siempre hablaba con precisión, serena y correctamente. Su conversación solía girar sobre sí mismo; cuando hablaban de algo que no fuese él, callaba con calma. Y no hablaba aunque aquello durase horas sin experimentar ningún embarazo ni hacer que lo sintiesen los demás. Pero si la conversación le tocaba, hablaba sin parar y con evidente placer.

—Considere mi situación, Piotr Nikoláyevich. En caballería solo recibiría doscientos rublos trimestrales, aun siendo teniente y ahora cobro doscientos treinta —dijo mirando a Shinshin y al conde con una sonrisa cordial, pues le parecía obvio que su éxito fuese siempre la principal meta de todos—. Por otra parte, en la infantería siempre se está más a la vista y hay más vacantes. Y con doscientos treinta rublos puedo ahorrar y enviar algo a mi padre —concluyó expulsando una voluta de humo.

—La balance y est… comme dit le proverbe: el alemán haría la trilla hasta con el revés del hacha —Shinshin se pasó la boquilla de ámbar al otro lado de la boca y guiñó un ojo al conde, que rompió a reír.

Al ver que Shinshin estaba conversando, los demás invitados se acercaron para escuchar. Berg, sin atender a la indiferencia o a la ironía, siguió explicando que el paso a la Guardia le proporcionaba un grado de ventaja sobre sus compañeros de cuerpo, que en la guerra podían matar al capitán; entonces él, el más antiguo de la compañía, podría sustituirlo fácilmente, pues todos lo querían en el regimiento y su padre estaba muy contento de él. Berg se explayaba al contar aquello y ni sospechaba que los demás pudiesen tener sus propios intereses. Pero cuanto contaba era tan simpático e ingenuo y el candor de su egoísmo juvenil era tan obvio que desarmaba a sus oyentes.

—Bien, querido, da igual caballería o infantería, se abrirá camino en todas partes, se lo vaticino —recapituló Shinshin dándole unas palmaditas en la espalda y quitando las piernas del diván.

Berg sonrió. El conde, seguido de los invitados, fue a la sala.

Eran los instantes previos a una comida de gala, cuando los reunidos que esperan ser llamados para el aperitivo no entablan largas conversaciones pero creen necesario moverse y charlar para no mostrar impaciencia por sentarse a la mesa; es cuando los dueños de la casa miran a ratos a la puerta y luego entre sí, y los invitados tratan de adivinar en esas miradas a quién o qué esperan: quizá a un pariente importante que se retrasa o un plato que no está listo.

Pierre llegó poco antes de pasar al comedor. Se sentó en el primer sillón que encontró, en medio del salón, cortando el paso. La condesa trataba de que hablase, pero él solo miraba inocentemente alrededor, como buscando a alguien, y respondía con monosílabos a las preguntas de la dama. Estorbaba y era el único que no se percataba. La mayoría de los invitados, que conocían la historia del oso, miraban al joven corpulento y apacible. Al verlo tan torpe y modesto, se sorprendían de que fuese el autor de la broma.

—¿Ha llegado hace poco? —le preguntó la condesa.

—Oui, Madame —contestó él sin cesar de mirar alrededor.

—¿Aún no ha visto a mi marido?

—Non, Madame —sonrió sin motivo.

—Creo que estuvo hace poco en París. Debe ser muy interesante.

—Mucho.

La condesa miró a Ana Mijáilovna comprendió que le pedían entretener a Pierre, así que se sentó a su lado y le habló de su padre. Pero este, como a la condesa, solo respondía con monosílabos. Los invitados conversaban entre ellos.

«Los Razumovski… Ha sido encantador… Es usted tan buena… La condesa Apraksine…», se oía por doquier.

La condesa se levantó y fue a la sala…

—¡María Dmitrievna! —dijo en voz alta.

—¡La misma! —repuso una grave voz femenina, y María Dmitrievna entró en la sala.

Todas las señoritas, y hasta las señoras, excepto las mayores, se levantaron. María Dmitrievna se paró en la puerta. Desde lo alto de su maciza figura, la cabeza erguida con sus rizos grises, estudió a los invitados y arregló con calma las anchas mangas de su vestido. María Dmitrievna había cumplido los cincuenta y hablaba siempre en ruso.

—Os felicito a ti, querida, y a tus hijos —dijo con voz fuerte y grave que se imponía sobre todos los sonidos—. Y tú, viejo pecador —se volvió hacia el conde, que le besaba la mano—, supongo que te aburres en Moscú; aquí no puedes hacer correr a los perros… ¡Qué quieres, padrecito! Los pajarillos crecen —señaló a las chicas— y nos guste o no hay que buscarles novios… ¿Cómo está mi cosaco?

María Dmitrievna llamaba así a Natacha, que había ido hacia ella alegremente y sin temor para besarle la mano.

—Sé que eres un diablillo, pero te quiero —añadió acariciándola con una mano.

Sacó de su bolsón unos pendientes de rubíes ovalados y los entregó a la radiante y rubicunda Natacha; entonces se apartó de ella y fue a Pierre:

—¡Acércate, querido! Ven —intentaba que su voz fuese dulce y agradable—, ven, querido… —Y con gesto amenazador se arremangó nuevamente.

Pierre se acercó, mirándola inocentemente a través de sus lentes.

—¡Acércate, querido! Yo era la única que le decía la verdad a tu padre cuando lo merecía; en cuanto a ti, es Dios quien lo manda.

Calló. Todos guardaban silencio, expectantes, pues presentían que aquello era la introducción.

—Vaya pieza, sobran los comentarios, muchacho… Su padre a las puertas de la muerte y él se divierte atando a un comisario a la espalda de un oso. ¡Qué vergüenza, querido! Mejor sería que fueses a la guerra.

Se apartó de Pierre y dio su brazo al conde, que reprimía la risa.

—Bueno, creo que es hora de ir a la mesa, ¿no? —dijo María Dmitrievna.

El conde y la recién llegada abrieron la marcha. Los siguió la condesa del brazo de un coronel de húsares, un hombre necesario, pues Nikolái debía ir a su regimiento con él. Les seguían Ana Mijáilovna y Shinshin. Berg daba el brazo a Vera. Nikolái iba con la risueña Julie Karagina. Seguían otras parejas por la sala. Al final de todos, los niños, sus preceptores e institutrices. Los camareros se pusieron en marcha, hubo un ruido de sillas y los invitados, al compás de la música que sonaba en la galería, se sentaron. La música de la orquesta del conde se mezcló con el tintineo de cuchillos y tenedores, la conversación de los comensales y los pasos de los camareros.

La condesa se sentaba a una de las cabeceras de la mesa; a su derecha estaba María Dmitrievna y Ana Mijáilovna y otros convidados a su izquierda. En el otro extremo, el conde tenía a su izquierda al coronel y a su derecha a Shinshin, seguidos de otros señores. A un lado de la mesa estaban los jóvenes más mayores: Vera con Berg, Pierre y Boris juntos; al otro lado, los niños, los preceptores y las institutrices. El conde miraba por encima de las copas de cristal de roca, botellas y fruteros, a su mujer tocada con cofia y cintas azules; servía el vino a sus invitados sin olvidarse de sí mismo. La condesa no olvidaba su papel de anfitriona y, desde detrás de las piñas, miraba al marido, cuya cabeza calva y rostro le parecían diferenciarse como nunca de su cabello cano.

La charla de las mujeres era silenciosa y regular; los hombres daban voces fuertes, especialmente el coronel de húsares, que comía y bebía sin mesura, cada vez más colorado hasta que el conde lo puso de ejemplo a los demás. Berg, aseguraba con una sonrisa a Vera que el amor no era un sentimiento terrenal, sino divino. Boris decía a su nuevo amigo Pierre los nombres de los invitados mientras miraba a Natacha, que se sentaba enfrente. Pierre hablaba poco, observaba las caras desconocidas y comía con apetito. Desde las dos sopas, escogió la de tortuga, y la empanada hasta las ortegas, no dejó pasar un plato, ni un vino que hacía surgir misteriosamente el mayordomo sobre el hombro del vecino con la botella envuelta en una servilleta diciendo: «Madeira seco», «Tokay» o «vino del Rin». Acercaba a su mano la primera copa de las cuatro que tenía delante con el monograma del conde, bebía con fruición y contemplaba satisfecho a los invitados. Natacha estaba enfrente y miraba a Boris como suelen hacer las chicas de trece años al muchacho que han besado por primera vez y de quien están enamoradas. A veces la misma se posaba en Pierre, que veía los ojos de aquella joven divertida y alegre y tenía ganas de reír también sin saber el motivo.

Nikolái se sentaba lejos de Sonia, junto a Julie Karagina, a quien narraba algo con idéntica sonrisa involuntaria. Sonia trataba de sonreír, pero los celos la martirizaban y ora palidecía ora se ruborizaba y atendía a la conversación de Nikolái y Julie. La institutriz miraba intranquila en torno a ella, como si fuese a rechazar un ataque si alguien molestaba a los niños. El preceptor alemán trataba de memorizar los nombres de los platos, los postres y los vinos para describirlo con detalle en su carta a su familia, que vivía en Alemania, y se enojaba cuando el mayordomo, la botella envuelta en una servilleta, pasaba sin detenerse. El alemán arrugaba el entrecejo y se afanaba para que los demás supiesen que él no quería aquel vino; que si estaba irritado era porque nadie parecía comprender que no necesitaba aquel vino para calmar la sed o por gula, sino por conocer más.

CAPÍTULO XIX

En la mesa de los hombres, la charla se iba animando cada vez más. El coronel contaba que el manifiesto con la declaración de guerra ya había sido publicado en San Petersburgo, que un correo había llevado un ejemplar al general en jefe, y que él lo había visto.

—¿Y por qué tenemos que hacer la guerra a Bonaparte? —dijo Shinshin—. Ya le ha zurrado la badana a Austria. Me temo que esta vez nos tocará a nosotros.

El coronel, un alemán robusto, alto, sanguíneo, militar veterano y patriota, se sintió ofendido.

—Porque el zar, señor mío —dijo con fuerte acento alemán en mal ruso—, sabe lo que debe hacer. Ha dicho en el manifiesto que no puede quedarse indiferente ante el peligro que amenaza a Rusia, la seguridad del imperio, su dignidad y la santidad de las alianzas —marcó la palabra alianzas como si ahí radicase todo el sentido de la cuestión.

Con la infalible memoria que lo distinguía, repitió las primeras líneas del manifiesto:

—«… y como el deseo y único objeto del soberano es instaurar la paz en Europa sobre unos cimientos sólidos, ha enviado al extranjero parte de sus tropas y hará nuevos esfuerzos para alcanzar tal propósito.» Esos son los motivos, señor —sentenció vaciando el vaso de vino y pidiendo del conde una mirada aprobatoria.

—Connaissez-vous le proverbe? Jerome, Jerome, quédate en casa y cuida tus husos —dijo Shinshin frunciendo el ceño con una sonrisa—. Cela nous convient à merveille. A Suvórov lo derrotaron à plate couture, y ¿dónde están los Suvórov ahora? Je vous demande un peu —terminó pasando del ruso al francés constantemente.

—Debemos luchar hasta la última gota de sangre —el coronel golpeó la mesa— y morir por nuestro zar. Solo así irá todo bien. Y razonar lo menos posible, ¿no? —se volvió al conde—. Eso pensamos los viejos húsares. Y usted, joven y húsar, ¿qué piensa? — ahora se dirigía a Nikolái, que al oír hablar de la guerra había abandonado a su interlocutora y era todo ojos y oídos, atento a las palabras del coronel.

—Estoy de acuerdo con usted —repuso Nikolái con pasión haciendo girar el plato y cambiando los vasos con decisión, como si corriese un grave peligro—. Creo que los rusos debemos morir o vencer —añadió dándose cuenta, como los demás, de que sus palabras eran demasiado fervorosas para el momento y, por tanto, inoportunas.

—Es hermoso lo que acaba de decir —suspiró Julie a su lado.

Sonia temblaba, roja hasta las orejas, el cuello y los hombros, mientras Nikolái hablaba.

Pierre atendió al coronel y movió la cabeza aprobando.

—Eso está bien.

—¡El joven es un verdadero húsar! —El coronel golpeó de nuevo la mesa.

—¿Por qué hacen tanto ruido? —preguntó desde el otro extremo la voz grave de María Dmitrievna—. ¿Por qué golpeas la mesa? —dijo al húsar—.

¿Contra quién te irritas? Te crees frente a los franceses, ¿no?

—Digo la verdad —sonrió el coronel.

—La guerra, la guerra —gritó el conde de un extremo al otro de la mesa—. Mi hijo va a la guerra, María Dmitrievna; se nos va.

—Yo tengo cuatro hijos en el ejército y no me quejo. Todo está en manos de Dios. Unos mueren junto a la estufa y a otros Dios los trae sanos y salvos de la batalla —dijo ella con voz grave desde el otro extremo de la mesa.

—Así es.

Las conversaciones se concentraron una vez más: por un lado las damas y por otro los caballeros.

—A que no lo preguntas, a que no te atreves —decía a Natacha su hermano pequeño.

—¡Sí que lo haré! —repuso ella.

Tenía el rostro encendido por haber decidido algo divertido. Se levantó y miró a Pierre, frente a ella, como pidiéndole que escuchase, luego miró a su madre:

—¡Mamá! —su voz infantil resonó sobre de la mesa.

—¿Qué quieres? —se alarmó la condesa adivinando que era una travesura y agitó la mano con un gesto amenazante.

Las conversaciones cesaron.

—Mamá, ¿qué hay de postre? —preguntó con más decisión Natacha.

La condesa quería enfadarse y no podía. María Dmitrievna levantó un grueso dedo amenazador.

—¡Cosaco! —dijo severamente.

La mayoría de los invitados miraban a los más mayores sin comprender.

—Ya verás… —comenzó la condesa.

—¡Mamá! ¿Habrá postre? —repitió Natacha con voz resuelta, segura de que su audacia sería bien recibida.

Sonia y Petia sofocaban la risa.

—Veis que he preguntado —susurró Natacha baja a su hermano y a Pierre, a quien miró de nuevo.

—Habrá helado, pero no para ti —dijo María Dmitrievna.

Natacha comprendió que no había que temer, por lo cual no se asustó siquiera ante María Dmitrievna.

—María Dmitrievna, ¿de qué es el helado? No me gusta el de mantecado.

—De zanahoria.

—No es cierto… María Dmitrievna, ¿de qué es el helado? ¡Quiero saberlo! —casi gritó.

María Dmitrievna y la condesa rieron, no por la respuesta de María Dmitrievna, sino por la audacia y el desparpajo de aquella niña que podía portarse así con María Dmitrievna y se atrevía a hacerlo.

Natacha continuó hasta que le dijeron que el helado era de piña. Antes se sirvió champán; la música sonó nuevamente, el conde besó a la condesa y los comensales la felicitaron y brindaron con el conde, con los niños y unos con otros. Los camareros se pusieron en marcha una vez más, se produjo nuevamente el ruido de sillas y en el mismo orden, pero con los rostros más rubicundos, los comensales regresaron al salón y al despacho del conde.

CAPÍTULO XX

Una vez separadas las mesas de juego, se organizaron las partidas de boston y los invitados del conde se repartieron entre los dos salones, el despacho del conde y la biblioteca.

El conde, con las cartas en la mano extendidas en abanico, se esforzaba contra la costumbre de sestear y se reía de todo. Animados por la condesa, los jóvenes se reunieron en torno al clavicordio y el arpa. Ante los ruegos de todos, Julie fue la primera en tocar unas variaciones en el arpa y, con otras muchachas, pidió a Natacha y a Nikolái que cantaran algo, pues sus dotes musicales eran célebres. Natacha, a quien se dirigían como a un adulto, se mostraba orgullosa y al mismo tiempo intimidada.

—¿Qué vamos a cantar? —preguntó.

—El manantial —respondió Nikolái.

—De acuerdo. Boris, ven —dijo Natacha—. ¿Dónde está Sonia? —Se volvió, y al no ver a su amiga corrió a buscarla.

No la encontró en su cuarto y fue a la habitación de los niños. Tampoco estaba allí; Natacha supuso que Sonia debía estar en el corredor, sentada en el arcón donde los jóvenes de la casa Rostov derramaban sus penas. Sonia, sin importarle su vaporoso vestido de muselina rosa, estaba sobre el edredón a rayas y sucio del aya, puesto sobre el arcón; sollozaba con el rostro entre las manitas sacudiendo convulsivamente los hombros desnudos y delicados. El rostro de Natacha, animado y radiante todo el día, se demudó; sus ojos se quedaron fijos, las comisuras de sus labios cayeron mientras le temblaba el cuello.

—¿Qué pasa, Sonia… qué tienes? ¡Oh!…

Natacha abrió la boca, lo cual la afeó del todo, y lloró como un niño sin motivo, solo porque lloraba su amiga. Sonia quería levantar la cabeza y responder, pero no lo conseguía, así que escondió su rostro más. Natacha se sentó en el edredón azul y abrazó a su amiga entre lágrimas. Finalmente Sonia se levantó con un esfuerzo, se enjugó las lágrimas y habló:

—Nikolái se va en una semana. Ya está… la orden… Me lo ha dicho él mismo… Pero aun así yo no lloraría —le mostró un papel que llevaba en la mano: unos versos escritos por Nikolái—. No lloraría… Pero tú no puedes… nadie puede comprender… qué alma tiene…

Lloró nuevamente al recordar aquella alma tan bella

—Tú eres feliz… No te envidio… Te quiero y quiero a Boris —dijo—, es simpático… para vosotros no hay obstáculos. Pero Nikolái es mi cousin… se necesita la autorización del metropolitano… y es imposible. Además, si mamá… —Sonia consideraba a la condesa su madre, y la llamaba así— dirá que arruino la carrera de Nikolái, que soy una malagradecida… que no tengo sentimientos, y yo… lo juro —se santiguó— la quiero tanto a ella y a todos vosotros… solo a Vera… Por qué, ¿qué le he hecho? Estoy tan agradecida a todos que me sentiría feliz sacrificándolo todo… pero no tengo nada…

Sonia no pudo continuar y de nuevo escondió el rostro entre las manos y el edredón. Natacha fue serenándose, pero en su semblante se adivinaba que comprendía el dolor de su amiga.

—¡Sonia! —dijo, como intuyendo la causa—. Hablaste con Vera después de la comida, ¿a que sí?

—Sí. Nikolái había escrito estos versos y yo copié otros; Vera los encontró sobre la mesilla de mi cuarto y ha dicho que se los enseñaría a mamá… que soy una desagradecida y que mamá jamás permitirá que Nikolái se case conmigo, que se casará con Julie. Ya ves cómo está con ella todo el día… ¿Por qué, Natacha? —Lloraba más que antes. Natacha la incorporó; la abrazó en cuanto pudo para calmarla entre lágrimas.

—Sonia, no la creas, querida. ¿Recuerdas lo que hablamos entonces con Nikolenka en la sala de los divanes después de cenar? Decidimos lo que debía ocurrir. Yo ya no me acuerdo, pero tú recordarás que todo iría bien y que todo era posible. Mira, el hermano del tío Shinshin se ha casado con una prima carnal, y nosotros somos primos segundos. Boris dice que es posible. Se lo he contado todo. ¡Es tan inteligente y tan bueno! —prosiguió Natacha—. No llores más, Sonia, tesoro —la besó riendo—. Vera es mala, no le hagas caso. Todo irá bien, verás cómo no le cuenta nada a mamá. El mismo Nikolái lo dirá antes… ni siquiera piensa en Julie.

Natacha seguía besándole la cabeza. Sonia se incorporó y la gatita revivió, brillaron sus ojos y estaba dispuesta a mover la cola, a saltar sobre sus patas y jugar con la madeja como le correspondía.

—¿Lo crees de verdad? ¿Lo juras? —dijo recomponiéndose el vestido y el cabello.

—Sí, lo juro —repitió Natacha ayudando a recoger un mechón de pelo de la trenza de su amiga.

Ambas rieron.

—Cantemos El manantial.

—Vamos.

—Sabes, ese gordo de Pierre, el que estaba sentado enfrente de mí, me hace reír —dijo entonces Natacha—. ¡Me divierto mucho! —corrió por el pasillo.

Sonia se sacudió la pelusa, escondió los versos en el corpiño, cerca de las clavículas, y corrió alegremente tras Natacha a la sala de los divanes con el rostro encendido. A petición de los invitados, los jóvenes cantaron a cuatro voces El manantial, que gustó mucho a todos; Nikolái cantó a continuación una romanza que había aprendido:

Por la noche, en el idílico resplandor de la luna,

el amante deja que sus fantasías vaguen libremente:

¡Siente que hay alguien en el mundo que todavía piensa en él!

Y que ella, con sus hermosos dedos, acaricia las cuerdas del arpa

que lleva su dulce música sobre el prado.

Suena para él, corazón pleno de amor, clama por él…

Uno o dos días y todo seguirá siendo felicidad…

Pero, ay, pobre amigo, para entonces ya no estarás entre los vivos.

Apenas terminado el canto, los jóvenes se prepararon para el baile y los músicos removieron los pies entre carraspeos.

Pierre permanecía sentado en el salón. Shinshin había empezado a charlar con él porque había llegado del extranjero; trataba de política; Pierre se aburría, pese a que acudieron más invitados.

Cuando arrancó la música Natacha entró en el salón, se acercó a Pierre y le dijo:

—Mamá me ha ordenado que lo invite a bailar.

—Confundo las figuras —dijo él—, pero si quiere ser mi maestra… —y le tendió su gruesa mano a la muchacha delgada, bajándola mucho.

Las parejas se disponían a bailar y los músicos afinaban los instrumentos. Pierre se sentó junto a su damisela. Natacha se sentía feliz. Bailaba con un mayor recién vuelto del extranjero delante de todos y hablaba con él como si fuese adulta. Llevaba un abanico que le había dejado una señorita para que lo sostuviese y, con la postura más mundana que solo Dios sabía cómo y cuándo la había aprendido, se abanicaba y sonreía tras el abanico hablando con su pareja…

—¿Qué les parece? ¡Mírenla! —exclamó la condesa cruzando la sala y señalando a su hija.

Natacha se ruborizó:

—¡Mamá! No sé por qué lo dices… ¿Qué tiene de extraño?

A la mitad de la tercera «escocesa», hubo estrépito de sillas en el despacho del conde. María Dmitrievna y la mayoría de los invitados —los más importantes y mayores— se levantaron, estiraron las piernas después de tanto tiempo sentados, devolvieron billeteros y monederos a sus bolsillos y fueron al salón. María Dmitrievna y el conde, ambos con semblante alegre, iban a la cabeza. El conde dobló el brazo para ofrecérselo a María Dmitrievna con cortesía, imitando un paso de ballet. Se irguió de nuevo; sonreía de forma singular, astuta y apuesta; cuando terminó la última figura del baile, aplaudió a los músicos y gritó al primer violín:

—¡Semión! Ahora Daniel Kupor. ¿Lo recuerdas?

Era el baile predilecto del conde y lo bailaba de joven. Daniel Kupor era una figura de la «anglaise».

—Mirad a papá —gritó Natacha, que parecía no recordar que bailaba con un mayor, inclinando la cabecita rizada hacia sus rodillas y riendo de modo que llenó el salón.

Todos miraban con una sonrisa al valiente viejo que se movía junto a su imponente pareja, más alta que él; doblaba los brazos al compás, erguía los hombros, giraba, brincaba dando taconazos con una sonrisa cada vez más amplia, como si preparase a los espectadores para lo que vendría. Apenas se oyeron las alegres y movidas notas de Daniel Kupor, parecidas a las de ciertas danzas rusas, las puertas del salón se llenaron de alegres rostros de sirvientes; en una parte los hombres, en la otra, las mujeres que se acercaban con una sonrisa a ver cómo se divertía su señor.

—¡Es un águila nuestro padrecito! —dijo en alto la vieja niñera en el umbral de una puerta—. ¡Un águila!

El conde bailaba bien, y lo sabía; pero no así su dama, que tampoco quería bailar. Su corpachón se mantenía recto y, los robustos brazos lánguidos, pues había dejado su bolso a la condesa; puede decirse que bailaba solo su severo y hermoso rostro. Lo que expresaba la oronda figura del conde se reflejaba en el semblante de María Dmitrievna, en el aleteo de su nariz y una sonrisa cada vez más abierta. Pero si el conde, animado por el baile, cautivaba a los espectadores con sus ágiles e inesperadas piruetas y los saltitos de sus rápidos pies, también seducía Dmitrievna, que casi sin esfuerzo movía los hombros, redondeaba los brazos en las vueltas y taconeaba. Todos le reconocían mérito debido a su complexión y su seriedad habitual. El baile se animaba. Las parejas que tenían enfrente no llamaban la atención ni lo intentaban. Todos miraban al conde y a María Dmitrievna. Natacha tiraba de la manga y del vestido a todos, que contemplaban a los bailarines sin necesidad de que se lo indicasen, y les pedía que admirasen a su padre.

En los intervalos de la danza, el conde inhalaba, agitaba la mano y gritaba a los músicos que tocasen con más energía. Y con más energía y soltura giraba el conde sobre las puntas de los pies y sobre los talones alrededor de María Dmitrievna; finalmente la llevó a su silla y en el último paso levantó ágilmente una pierna hacia atrás; con una sonrisa inclinó el rostro sudoroso y giró el brazo derecho entre aplausos y risas, sobre todo por parte de Natacha. Los bailarines se detuvieron respirando trabajosamente, y se enjugaron con los pañuelos de batista.

—Así se bailaba en nuestra época, ma chère —dijo el conde.

—Vaya con Daniel Kupor —Repuso María Dmitrievna con un largo y hondo suspiro recogiéndose las mangas.

CAPÍTULO XXI

Mientras en la sala de los Rostov bailaban la sexta «anglaise» al ritmo de una orquesta que ya desafinaba por el agotamiento de los músicos, los camareros y cocineros preparaban la cena, el conde Bezúkhov tuvo su sexto ataque. Los médicos aseguraron que no había curación posible. Confesaron al moribundo, le administraron los sacramentos, se preparó la extremaunción y la casa se sumió en la confusión e inquietud de momentos así. Los empleados de pompas fúnebres se ocultaban fuera, al otro lado del portal, entre carruajes que llegaban, pues esperaban un entierro lleno de boato. El general gobernador de Moscú, a quien sus ayudantes informaron en todo momento sobre el estado del conde, acudió personalmente aquella tarde a despedirse del conde Bezúkhov, el célebre dignatario de Catalina II.

La lujosa sala de recepción estaba atestada. Todos se levantaron con respeto cuando el general gobernador salió de los aposentos tras haber pasado media hora a solas con el enfermo; apenas devolvió los saludos y trató de pasar deprisa ante los médicos, sacerdotes y familiares que miraban fijamente. El príncipe Vasili, más delgado y pálido que de costumbre en aquellos días, lo acompañaba cuchicheándole algo.

Tras acompañar al general gobernador, el príncipe Vasili se sentó en la sala con las piernas cruzadas, a solas, el codo en la rodilla, la mano cubriéndole los ojos, y así permaneció un rato; luego se levantó y, con paso rápido mirando con inquietud a su alrededor, cruzó un largo pasillo y fue a la parte trasera de la casa, donde vivía la princesa más mayor. Quienes estaban en la sala apenas iluminada cuchicheaban entre sí y callaban mirando con ojos curiosos la puerta de la habitación del moribundo, que se abría con un ligero chirrido cuando salía o entraba alguien.

—La vida toca a su fin y no se pueden pasar sus límites —decía un pope anciano a una señora sentada junto a él que lo escuchaba plácidamente.

—¿No será ya tarde para la extremaunción? —preguntó ella añadiendo a sus palabras el título eclesiástico como si careciese de opinión sobre el asunto.

—Es un gran sacramento, hija —replicó el pope acariciándose la cabeza en la cual solo quedaban unos mechones de cabello cano.

—¿Quién era ese? ¿El general gobernador de la plaza? —preguntaban en otro rincón.

—¡Parece muy joven…!

—Pues tiene más de sesenta. Dicen que el conde no conoce ya a nadie… que van a darle la extremaunción.

—Conocí a un señor a quien se la dieron siete veces.

La segunda de las princesas salió de los aposentos del enfermo con los ojos bañados en lágrimas y se aposentó junto al doctor Lorrain, que estaba sentado bajo el retrato de Catalina II, el codo apoyado en una mesa, en una postura elegante.

—Muy bueno —respondió el médico a una pregunta sobre el tiempo—, Muy bueno, princesa, Moscú parece el campo.

—N’est-ce pas? —suspiró la princesa—. ¿Puede beber?

Lorrain quedó pensativo.

—¿Ha tomado la medicina?

—Sí.

El médico consultó su reloj.

—Tome un vaso con agua hervida y ponga una pizca. —indicó con sus dedos afilados lo que significaba una pizca de crémor tártaro…

—No sabe de nadie que haya sobrevivido a un tercer ataque —comentaba un médico alemán a un edecán.

—¡Era un hombre tan apuesto hace poco! —dijo este—. ¿A quién irá toda esta fortuna ahora? —cuchicheó.

—No faltarán voluntarios —sonrió el alemán.

Todos se giraron hacia la puerta, que se abrió para dejar paso a la segunda princesa, que llevaba la poción ordenada por Lorrain al enfermo.

El doctor alemán se acercó a Lorrain.

—¿Llegará a mañana? —preguntó en un francés macarrónico.

Lorrain apretó los labios y negó con un dedo nervioso delante de la nariz.

—Esta noche como mucho —susurró con una discreta sonrisa que revelaba su satisfacción por comprender y expresar sin rodeos la situación del enfermo. Y se alejó.

Mientras, el príncipe Vasili abrió la puerta de la habitación de la princesa.

La estancia estaba a media luz, solo dos lamparillas ardían ante los iconos; olía a incienso y flores. Toda la estancia estaba llena de mueblecitos, mesitas y armaritos; detrás de un biombo se veía la colcha blanca de una cama alta y mullida. Ladró un perrito.

—¿Es usted, mon cousin?

La princesa se levantó, se arregló el cabello, que incluso ahora llevaba alisados como pegados al cráneo y cubiertos de cera.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.

—Estoy tan asustada…

—Nada; sigue igual. He venido a hablarte de algo serio, Catiche —dijo el príncipe con aire cansado sentándose en la butaca dejada por ella.

—¡Qué calor! Siéntate aquí, Hablemos.

—Creí que había sucedido algo —dijo la princesa tomando asiento frente al príncipe con su eterna expresión severa—. Me gustaría dormir, mon cousin, pero no puedo.

—¿Qué pasa, querida? —preguntó el príncipe Vasili tomándole la mano y doblándola hacia abajo.

Sin duda ese «¿qué pasa?» se refería a muchas cosas que los dos comprendían sin necesidad de hablar.

La princesa, con su pecho seco y largo comparado con las piernas, miraba directa y fríamente al príncipe con sus ojos saltones y grises. Meneó la cabeza, suspiró y miró los iconos. Su gesto podría expresar pena y devoción o agotamiento y esperanza en un descanso próximo. El príncipe Vasili vio fatiga.

—¿Crees que todo esto es más fácil para mí? Estoy reventado como un caballo de posta. pese a todo, debo hablarte muy en serio, Catiche.

El príncipe Vasili calló. Sus mejillas temblaron a ambos lados, lo cual le dio una desagradable expresión que nadie conocía en los salones. Tampoco sus ojos eran los de siempre: miraba con irónica insolencia o con temor.

La princesa, que acariciaba con sus manos enjutas al perrito tumbado en sus rodillas, miraba directamente al príncipe Vasili; pero sin duda no preguntaría aunque tuviese que aguardar hasta el amanecer.

—Ya ves, querida princesa y prima Catalina Semiónovna —siguió el príncipe Vasili con esfuerzo, reanudando el hilo de sus palabras—: en momentos así hay que pensar en todo. En el futuro, en vosotras… Os quiero como a mis hijos y lo sabes.

La princesa lo contemplaba con la misma mirada opaca y fija.

—Pero debo pensar también en mi familia —prosiguió irritado el príncipe Vasili sin mirarla y apartando la mesita—. Catiche, sabes que vosotras, las tres hermanas Mamontov, y mi mujer sois las herederas directas del conde. Sé que te apena pensar y hablar de esto; tampoco para mí es fácil; pero tengo más de cincuenta y debo estar preparado para todo. ¿Sabes que he mandado llamar a Pierre porque el conde lo exigió señalando su retrato?

El príncipe miró a la princesa como preguntándole, pero no pudo comprender si había entendido o solo lo estaba mirando…

—Solo le pido a Dios, mon cousin, que sea misericordioso con él y permita a su bella alma abandonar tranquilamente esta…

—Sí, eso está bien —continuó el príncipe Vasili con impaciencia frotándose la calva y acercando la mesita antes apartada—. Pero, bueno… Se trata, y lo sabes, de que el pasado invierno el conde otorgó un testamento por el que deja todo a Pierre en perjuicio de sus herederos directos y de nosotros…

—¡Será que ha escrito pocos testamentos! —replicó con calma la princesa—. No puede legar nada a Pierre. Es un hijo ilegítimo.

—Ma chère —dijo de pronto el príncipe Vasili acercando la mesita y hablando más rápido—; ¿y si ha escrito al zar pidiéndole la autorización para reconocer a Pierre? Comprende que con los méritos del conde, su petición será atendida…

La princesa sonrió como quienes creen saber algo mejor que aquel con quien hablan.

—Te diré más. —El príncipe Vasili le tomó la mano—. La carta está escrita y el zar sabe que existe, aunque no se haya enviado aún. Lo importante es saber si fue destruida o, cuando todo haya terminado —el príncipe Vasili suspiró dando a entender qué quería decir con terminado— se abrirán los papeles del conde, el testamento y la carta serán entregados al zar y seguramente se respete su deseo. Pierre, como hijo legítimo, lo recibirá todo.

—¿Y lo nuestro? —sonrió la princesa con ironía, como si creyese que todo era posible menos aquello.

—Pero, mi pobre Catiche, está más claro que el agua. Pierre será el único heredero legal de todo, y vosotras no recibiréis nada. Tú debes saber si el testamento y la carta han sido escritos o destruidos. Si por algún motivo han sido olvidados, debes saber dónde están y encontrarlos, porque…

—¡Es lo que faltaba! —cortó la princesa con una sonrisa sarcástica sin variar la expresión de sus ojos—. Soy mujer, y según vosotros las mujeres somos tontas, pero sé bien que un hijo ilegítimo no puede heredar… Un bâtard —añadió creyendo que traduciendo esta palabra convencería al príncipe de su desatino.

—¿No lo entiendes, Catiche? ¡Con lo inteligente que eres! ¿No ves que si el conde ha escrito al zar solicitando la legitimación de su hijo Pierre, él ya no será Pierre, sino el conde Bezúkhov y según el testamento todo será suyo? Si el testamento y la carta no desaparecen, no te queda nada salvo el consuelo de haber sido virtuosa et tout ce qui s’en suit. Esto es seguro.

—Sé que el testamento está escrito y también que es inválido. Creo que me tomas por tonta, mon cousin —dijo ella con el tono de quien está seguro de haber dicho algo ingenioso y ofensivo.

—Querida princesa Catalina Semiónovna —dijo el príncipe Vasili impaciente— no he venido aquí para cambiar palabras desagradables, sino para hablarte como a alguien de la familia, una buena y legítima pariente; para hablar de tus intereses. Te repito por enésima vez que si la carta al zar y el testamento a favor de Pierre están entre los papeles del conde, tú y tus hermanas no veréis nada; si no me crees, cree al menos a quienes saben de estos asuntos; acabo de hablar con Dmitri Onufrich, el abogado de la familia, y me lo ha dicho.

Algo pareció cambiar en la mente de la princesa. Sus delgados labios palidecieron, aunque sus ojos seguían siendo los de antes, y su voz se entrecortó tanto que ella misma se sorprendió.

—¡Lo que faltaba! —dijo—. No quise nada antes ni lo quiero ahora.

Arrojó de sus rodillas al perrito y se arregló la falda.

—Así se agradece a quienes han sacrificado todo por él —prosiguió—.

¡Magnífico! ¡Muy bien! No necesito nada, príncipe.

—Sí, pero no estás sola; tienes hermanas —replicó este.

Pero la princesa no lo escuchaba.

—Sí, lo sabía hace tiempo; pero olvidaba que en esta casa solo puede esperarse infamia, envidia, intriga y el peor desagradecimiento…

—¿Sabes o no dónde está el testamento? —preguntó el príncipe Vasili con mejillas temblorosas.

—Sí, era una tonta que creía en los seres humanos; los amaba y me sacrificaba por ellos. Pero solo los malvados, los villanos, medran. Sé de dónde viene esta intriga.

La princesa quiso levantarse, pero el príncipe Vasili la sujetó por la mano. Catalina parecía alguien que acaba de perder en un minuto su confianza en toda la humanidad; miraba con rabia a su interlocutor.

—Aún estamos a tiempo. Catiche, recuerda que todo esto se hizo por casualidad, en un momento de rabia; pero después se ha olvidado. Nuestro deber es reparar su error, aliviar sus últimas horas sin permitir que se cometa una injusticia, que no muera con la idea de que ha hecho desdichadas a las personas que…

—Que han sacrificado todo por él —terminó la princesa tratando de levantarse, pero el príncipe no se lo permitió—, aunque él jamás supo apreciarlo. No, mon cousin —suspiró—, siempre recordaré que en este mundo no hay que esperar recompensas, que no hay ni honor ni justicia… que hay que ser malo y urdidor.

—Bueno, cálmate. Conozco tu buen corazón.

—Mi corazón ya no es bueno.

—Lo conozco —repitió el príncipe—, valoro tu amistad y querría que tú tuvieses de mí la misma opinión que yo de ti. Cálmate y seamos razonables. aún hay tiempo; tal vez veinticuatro horas, tal vez una… Cuéntame lo que sepas del testamento, y sobre todo dónde está, tú debes saberlo. Lo sacaremos ahora mismo y lo mostraremos al conde. Sin duda lo olvidó y querrá destruirlo. Tú comprendes que solo deseo cumplir su voluntad; para eso estoy aquí. He venido para ayudaros a él y a vosotras.

—Ahora comprendo todo —dijo la princesa—. Sé quién ha preparado esta intriga.

—No se trata de eso.

—Es su protegée, su querida princesa Ana Mijáilovna, a quien no querría tener ni de criada; es esa mujer ruin e infame.

—No perdamos un segundo.

—¡No me digas! El pasado invierno esa mujer entró en esta casa y contó al conde horrores sobre nosotras, en especial sobre Sophie, que no puedo ni repetirlos, que el conde enfermó y pasó dos semanas sin querer vernos. Sé que fue entonces cuando escribió ese maldito papel… pero creí que no tendría validez.

—Nous y voilà. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Está en la cartera de cuero labrado que hay bajo su almohada. Ahora lo sé —dijo la princesa sin contestar—. Si tengo algún pecado, uno mortal, es el odio a esa arpía —prosiguió la princesa casi gritando—. ¿Qué busca aquí? Pero se lo diré todo. ¡Ya llegará la hora!

CAPÍTULO XXII

Mientras en el salón y en los aposentos de la princesa se conversaba así, el coche que llevaba a Pierre y a Ana Mijáilovna, que creyó necesario acompañarlo, entró en el patio del conde Bezúkhov. Cuando las ruedas del carruaje giraron sin ruido sobre la paja extendida bajo las ventanas, Ana Mijáilovna dedicó a su compañero palabras de ánimo. Al ver que durante el trayecto se había dormido en un rincón, lo despertó. Pierre se apeó detrás de Ana Mijáilovna y pensó en el encuentro que le aguardaba con su padre moribundo. Notó que el carruaje no paraba ante la entrada principal, sino ante la de servicio. Al bajar vio a dos hombres vestidos como menestrales que se apartaron aprovechando la oscuridad de las paredes. Pierre se detuvo y en la negrura circundante vio a varios hombres como los anteriores, pero ni Ana Mijáilovna, ni el lacayo, ni el cochero que debían haberlos visto se fijaron en ellos. Así debe ser, razonó Pierre. Siguió a Ana Mijáilovna, que subió con pasos rápidos por la escalera de piedra angosta y mal iluminada y apremiaba a Pierre, que iba detrás sin comprender por qué debía ver al conde y menos aún el porqué de entrar por la escalera de servicio. Dada la resolución y la prisa de Ana Mijáilovna, pensó que así debía ser. A mitad de la escalera casi los derribaron unos hombres que bajaban con unos cubos pisando muy fuerte. Se pegaron a la pared para dejar pasar a Pierre y Ana Mijáilovna sin mostrar sorpresa al verlos.

—¿Están aquí los aposentos de las princesas? —preguntó Ana Mijáilovna a uno de ellos.

—Sí, la puerta de la izquierda, señora —repuso el lacayo con voz fuerte y audaz, como si ahora todo se permitiese.

—Tal vez el conde no me haya llamado —dijo Pierre al llegaron al descansillo—. Será mejor que vaya a mi habitación.

Ana Mijáilovna se detuvo para esperar a Pierre.

—Ah, mon ami! —dijo con la voz y el gesto con que había hablado a su hijo esa mañana—. Créame que sufro tanto como usted, pero sea un hombre. —añadió rozando la mano de Pierre.

—¿Y si me voy? —preguntó Pierre mirando con cariño a Ana Mijáilovna.

—Ay, amigo mío, olvide todo el mal que os hayan podido hacer, piense que es su padre…, tal vez agonizante —suspiró—. Le he querido enseguida como a mi hijo. Confíe en mí, Pierre. No olvidaré sus intereses —contestó ella, y avanzó más deprisa.

Pierre no comprendía nada y se convenció de que todo debía ser así y siguió sin rechistar a Ana Mijáilovna, que ya abría la puerta.

La puerta daba al pasillo de la entrada de servicio. En un rincón había un viejo sirviente de las princesas haciendo calceta. Pierre jamás había estado en aquella zona de la casa y ni siquiera sospechaba la existencia de esas habitaciones. Ana Mijáilovna preguntó a una criada que la adelantó con una botella sobre una bandejita cómo estaban las princesas y condujo a Pierre por un pasillo embaldosado. La primera puerta a la izquierda del pasillo iba a los aposentos de las princesas. La criada de la botella, con la prisa, pues todo se hacía con prisa en la casa, no había cerrado la puerta; al pasar, Pierre y Ana Mijáilovna miraron sin querer al interior de la estancia; allí charlaban, sentados muy juntos, la mayor de las princesas y el príncipe Vasili; este, al reconocer a los que pasaban, mostró impaciencia y se echó atrás; la princesa cerró la puerta con un golpe.

Aquel gesto no correspondía a la forma de ser de la princesa; el miedo en el rostro del príncipe Vasili tampoco correspondía a su digna actitud; Pierre se detuvo entonces y miró a través de los lentes a Ana Mijáilovna, que no pareció extrañada, sino que sonrió levemente y suspiró, como diciendo que se esperaba cuanto ocurría.

—Sea un hombre, amigo, yo velaré por sus intereses —contestó ella y continuó por el pasillo.

Pierre no sabía de qué se trataba y menos aún qué era eso de “velar por sus intereses”, pero creía que todo debía ser así. El pasillo los llevó a una sala en penumbra que daba al recibidor del conde. Era una de esas habitaciones frías y lujosas que ya conocía Pierre, aunque siempre había llegado por la entrada principal. En una de ellas había una bañera vacía y la alfombra tenía salpicaduras de agua. Al entrar, un criado y un sacristán con un incensario salían de puntillas y no repararon en los recién llegados. Entraron en el recibidor —que conocía Pierre— con dos ventanales de estilo italiano que daban al jardín de invierno y decorado con un gran busto y un retrato de tamaño natural de la emperatriz Catalina.

En el salón seguían los mismos de antes, en las mismas posturas, y bisbiseando. Todos callaron para mirar a Ana Mijáilovna, con su rostro pálido y lloroso, y Pierre, que la seguía dócilmente cabizbajo.

El semblante de Ana Mijáilovna reflejaba la convicción de que había llegado el momento decisivo. Entró con cara de dama petersburguesa atareada, sin soltar a Pierre, y más decidida que por la mañana. Presentía que si iba con la persona a quien el moribundo quería ver sería bien recibida. Paseó la mirada por los presentes. Al ver al confesor del conde se le acercó con pasitos como si hubiese menguado y recibió respetuosamente su bendición y luego la de otro pope.

—¡Alabado sea Dios! ¡Llegamos a tiempo! —dijo al pope—. Todos los parientes teníamos tanto miedo… Este joven es el hijo del conde —añadió en voz baja—. ¡Qué momento tan terrible!

Dicho esto, se acercó al doctor.

—Querido doctor —dijo—, este joven es el hijo del conde… ¿Hay esperanzas?

El doctor alzó los ojos y los hombros con gesto rápido sin hablar. Ana Mijáilovna lo imitó. Después suspiró cerrando casi los ojos y se acercó a Pierre. Le habló con respeto y melancólica ternura.

—Confíe en su misericordia —murmuró y le señaló un diván para que se sentase y la esperase; a continuación se encaminó sin ruido a la puerta a la que todos miraban y desapareció tras de ella.

Decidido a obedecer a su guía, Pierre fue al diván indicado. Apenas desapareció Ana Mijáilovna, notó que todas las miradas se dirigían a él con algo más que curiosidad y compasión. Todos susurraban y lo señalaban con los ojos, temerosos e incluso obsequiosos. Le mostraban un respeto que hasta entonces nadie había mostrado. Una dama a quien no conocía y que hablaba con el pope se levantó de su sitio para cedérselo. El edecán recogió del suelo un guante que Pierre había dejado caer y se lo dio. Los médicos callaron y se apartaron para dejarle sitio. Pierre quiso sentarse en otro diván para no molestar a la señora, quiso recoger el guante y evitar a los médicos, que no le cortaban el paso; pero se percató de que no habría sido correcto y que, desde esa noche, era alguien sujeto a un ritual terrible, por todos previsto, y que debía resignarse por ello a recibir y aceptar favores de todos. Tomó en silencio el guante que le ofrecía el edecán, se sentó en el lugar de la señora, puso sus manazas sobre las rodillas, colocadas simétricamente como una estatua egipcia, y se dijo que aquello debía ser así y que, para estar en su puesto y no cometer tonterías, no debía actuar por iniciativa propia sino obedecer la voluntad de quienes lo guiaban.

Dos minutos después el príncipe Vasili, uniformado, con tres condecoraciones en el pecho, la cabeza erguida y pomposo continente, entró. Parecía haber adelgazado desde esa mañana; sus ojos, más agrandados que de ordinario, pasaron revista al público. Al darse cuenta de la presencia de Pierre se acercó a él, le tomó la mano, cosa inaudita hasta entonces, y la sacudió vigorosamente hacia abajo, como para comprobar su resistencia.

—Valor, valor, amigo. Ha pedido verle. Está bien —y mostró intención de alejarse.

Pero Pierre creyó necesario preguntar:

—¿Cómo está?… —calló, indeciso, no sabiendo si debía hablar del moribundo como «conde», pues «mi padre» le daba vergüenza.

—Ha sufrido un ataque hace una media hora. Valor, amigo.

Pierre estaba tan confuso que, al oír «ataque», pensó que lo habían golpeado y miró atónito al príncipe Vasili; después comprendió que el «ataque» se refería a la enfermedad. El príncipe Vasili se dirigió al doctor Lorrain y fue de puntillas a la puerta. Como no sabía caminar así, el resultado fueron unos saltitos que le sacudieron todo el cuerpo. Luego pasó la mayor de las princesas. Detrás de ella, los popes, sacristanes y criados. Se oía movimiento tras la puerta; por último, con el mismo rostro demudado, pero firme en el cumplimiento de su deber, salió Ana Mijáilovna —La bondad divina es inagotable. El sacramento de la extremaunción va a empezar. Venga —le dijo a Pierre tocándole la mano.

Pierre cruzó el umbral pisando la espesa alfombra. Notó que el edecán, la desconocida y un criado entraban después, como si no necesitasen ahora permiso para hacerlo.

CAPÍTULO XXIII

Pierre conocía bien aquella recámara dividida por un arco, con columnas y revestida de tapices persas. En una parte de la habitación, tras las columnas, había una cama alta de caoba tras unas cortinas de seda; en la otra, un retablo lleno de iconos. Esa zona estaba bien alumbrada, como las iglesias en los oficios nocturnos. Bajo la cornisa iluminada del retablo había un diván largo con almohadones blanquísimos y lisos, que sin duda acababan de mudar. Allí, cubierto hasta la cintura por una manta de color verde, yacía la figura bien conocida por Pierre: su padre, el conde Bezúkhov. Tenía la misma melena de león cana sobre la ancha frente, las mismas arrugas profundas características y nobles de su bello rostro cobrizo. Lo habían colocado debajo de los iconos. Sus gruesas manos reposaban sobre la manta. En la derecha, con la palma hacia abajo, tenía un cirio entre el índice y el pulgar que lo ayudaba a sostener un viejo criado inclinado detrás del respaldo. Lo rodeaban los popes con sus radiantes ropajes y sus cabellos largos; tenían sus cirios encendidos y oficiaban con calma. Un poco detrás estaban las dos princesas menores con sus pañuelos en las manos, delante de ellas, Catiche, con aire malvado y decidido, que no apartaba los ojos de los iconos como diciendo que no respondía de sí misma si miraba a otra parte. Ana Mijáilovna, con gesto triste y benévolo para todos, y la dama desconocida se detuvieron junto a la puerta. El príncipe Vasili estaba en la otra parte, cerca del diván, tras una silla tallada y forrada de terciopelo cuyo respaldo había vuelto hacia él para apoyar la mano izquierda con la que sostenía el cirio, con la derecha se santiguaba; alzaba los ojos cuando se llevaba los dedos a la frente. Su rostro reflejaba piedad y sumisión a la voluntad divina. «Si no comprendéis estos sentimientos, peor para vosotros», parecía expresar.

Detrás del príncipe estaban el edecán, el doctor y los criados. Como en la iglesia, las mujeres estaban separadas de los hombres. Reinaba el silencio, todos se santiguaban; solo se oía la lectura de los salmos y el canto sereno y grave; cuando las voces se detenían, movimiento de pies y suspiros. Ana Mijáilovna, con el aire de quien sabe lo que se debe hacer, cruzó la alcoba para darle un cirio a Pierre. Este lo encendió, pero se santiguó con la mano que lo había recogido debido a la distracción.

Sofía, la princesa más joven, la risueña del lunar, lo miraba. Sonrió, escondió el rostro en el pañuelo y así estuvo un rato. Después, miró nuevamente a Pierre, y casi rio. Al parecer no podía mirarlo sin reír; como no podía dejar de mirarlo, se escondió tras una columna para evitar la risa. Las voces callaron entonces a mitad del oficio. Los popes cambiaron unas palabras. El viejo criado que sostenía la mano del conde se levantó y miró a las damas. Ana Mijáilovna se adelantó e inclinándose sobre el enfermo hizo una seña a Lorrain. El doctor francés, apoyado en una columna, no llevaba el cirio y mantenía la actitud respetuosa del extranjero que, pese a su distinta religión, comprende la importancia de la ceremonia y la aprueba. Con paso silencioso se acercó al enfermo, sujetó la mano que reposaba sobre la manta verde y le buscó el pulso. Quedó pensativo y sirvieron una bebida al conde. A su alrededor hubo cierta agitación, luego cada cual volvió a su sitio y continuó el oficio. Durante la interrupción, Pierre observó que el príncipe Vasili dejaba el respaldo de la silla y, con gesto de saber lo que hacía, y pobre de quién no lo comprendiese, pasó ante el enfermo sin detenerse; se acercó a la mayor de las princesas, y ambos fueron al fondo de la estancia, a la cama cubierta por cortinas. El príncipe y la princesa salieron luego por la puerta del fondo. Antes de terminar el oficio estaban en sus sitios. Pierre no dio más importancia a aquello que a lo demás, pues creía que cuanto pasaba aquel día era necesario.

Terminaron las letanías y se oyó la voz de un pope felicitando respetuosamente al enfermo por haber recibido los sacramentos. El conde seguía inerte. Todos se agitaron; se oían pasos y murmullos, sobre los que destacaba el de Ana Mijáilovna. Pierre oyó que decía:

—Hay que llevarlo a la cama, aquí sería imposible…

Los médicos, las princesas y los criados rodearon al enfermo, de modo que Pierre ya no veía el rostro cobrizo y la melena cana que había tenido delante durante toda la ceremonia, si bien veía otros rostros. Por los movimientos prudentes de las personas Pierre adivinó que rodeaban el diván para levantar y trasladar al moribundo.

—Sujétate a mi brazo… así lo dejarás caer —oía Pierre el susurro temeroso de un criado—, por abajo… otro más… —seguían las voces. La respiración trabajosa, el ruido de pasos se hacía cada vez más rápido, como si el cuerpo pesase demasiado para quienes lo transportaban.

Ana Mijáilovna estaba entre los portadores; durante un momento aparecieron ante Pierre entre las cabezas y espaldas de los hombres el pecho ancho y robusto sin ropa y los hombros del enfermo. Vio cómo lo levantaba la gente que lo sostenía por las axilas, luego surgió la cabeza leonina y de cabello rizado cano. Aquella cabeza, de frente muy amplia, pómulos salientes, boca hermosa y sensual, mirada regia y fría, no parecía alterada por la muerte inminente. Era como la que había visto tres meses atrás, cuando el conde lo envió a San Petersburgo; pero esta vez se balanceaba desvalida al paso desigual de los portadores, y su mirada perdida no sabía en qué fijarse.

Hubo un revuelo alrededor de la alta cama; los portadores se alejaron. Ana Mijáilovna tocó el brazo de Pierre y le dijo:

—Venga.

Pierre se acercó con ella a la cama donde, de acuerdo con los sacramentos recién administrados, habían colocado al enfermo en solemne postura. Unas almohadas mantenían su cabeza erguida y tenía las manos simétricamente puestas sobre la colcha de seda verde. Cuando Pierre se acercó, el conde lo miraba directamente con una mirada cuyo sentido e importancia son incomprensibles. Podía significar solo una mera necesidad de poner los ojos en algo, o quizá significaba demasiado. Pierre se detuvo sin saber qué hacer y se giró con gesto interrogante hacia Ana Mijáilovna, que lo había llevado allí. Ella le hizo una seña rápida con los ojos indicando que besase la mano del enfermo. Pierre extendió con cuidado la cabeza para no engancharse en la colcha, siguió el consejo y posó sus labios en la mano ancha y carnosa. Pero no se movieron ni la mano ni un músculo del conde. Pierre miró a su mentora preguntando con los ojos qué hacer. Esta le indicó con un gesto la butaca que había junto al lecho. Pierre se sentó obedientemente y continuó preguntando con la mirada si había hecho lo debido. Ana Mijáilovna aprobó con la cabeza. Pierre retomó su postura ingenua y simétrica de estatua egipcia, lamentando que su torpe corpachón ocupase tanto espacio, y se afanaba para no parecer tan grande. Miró al conde, que miraba hacia el punto donde estuvo Pierre cuando se hallaba de pie. Ana Mijáilovna expresaba con sus gestos que comprendía la enternecedora importancia de aquel último encuentro entre ambos. Aquello duró dos minutos que a Pierre se le antojaron una hora. De repente un temblor contrajo los músculos y las arrugas del rostro del enfermo, fue intensificándose y torció la boca de la cual salían sonidos confusos y roncos. Solo entonces comprendió Pierre la inminencia del fallecimiento. Ana Mijáilovna miraba a los ojos del enfermo, tratando de averiguar sus deseos. Señalaba a Pierre y a la bebida, susurró el nombre del príncipe Vasili e indicó la colcha. Pero en sus ojos y su rostro se dibujaba la impaciencia. Se esforzaba para mirar al criado que no se apartaba de la cabecera.

—Quiere girarse —murmuró este, y se acercó para girar el pesado cuerpo del enfermo hacia la pared. Pierre se levantó para ayudarlo.

Mientras volvían al conde, uno de sus brazos cayó hacia atrás y él hizo un vano esfuerzo por moverlo. Bien porque sintió la mirada temerosa de Pierre sobre el brazo inerte, bien por algún pensamiento que tuvo, el conde se miró la mano, la expresión temerosa de Pierre, de nuevo el brazo, y en su rostro se dibujó una débil sonrisa de dolor nada acorde con sus rasgos y que parecía burlarse de su propia impotencia. Ante aquella inesperada sonrisa, Pierre se acongojó, y un picor en la nariz y las lágrimas le oscurecieron los ojos. Suspiró cuando el enfermo estuvo girado hacia la pared.

—Está dormido —dijo Ana Mijáilovna a Pierre al ver que una princesa acudía a sustituirla—. Vámonos.

Pierre salió.

CAPÍTULO XXIV

El recibidor estaba vacío. Solo quedaban el príncipe Vasili y la mayor de las princesas, que estaban sentados bajo el retrato de Catalina II, mientras hablaban animadamente. Al ver a Pierre y Ana Mijáilovna callaron. Pierre creyó notar que la princesa guardaba algo y musitaba:

—No soporto a esa mujer.

—Catiche ha mandado servir té en el saloncito. —dijo el príncipe Vasili a Ana Mijáilovna—. Mi pobre Ana Mijáilovna, vaya a tomar algo o no aguantará.

A Pierre no le dijo nada, pero le estrechó el brazo por debajo del hombro con sentimiento. Pierre y Ana Mijáilovna pasaron a la salita.

—Nada restablece tanto como una taza de este excelente té ruso tras una noche en vela —decía Lorrain de pie en el saloncito circular, ante la mesa con el servicio de té y una cena fría.

El médico bebía en una taza de porcelana china sin asa. Quienes estuvieron esa noche en la casa del conde Bezúkhov se habían reunido alrededor de la mesa para reponer fuerzas. Pierre recordaba aquel saloncito circular con sus espejos y mesitas. Cuando se celebraban fiestas en casa del conde, como Pierre no sabía bailar prefería sentarse allí y contemplar a las damas en traje de noche, con diamantes y perlas en los escotes desnudos, cuando cruzaban la estancia bien iluminada y se miraban en los espejos, los cuales reflejaban sus figuras muchas veces. Ahora habían dispuesto en esa sala, apenas iluminada por dos velas, una mesa con el servicio de té y varios platos bastos. Los allí reunidos, personas diversas con aspecto poco festivo, hablaban en voz queda y con cada movimiento y cada palabra expresaban que ninguno olvidaba lo que estaba ocurriendo y lo que ocurriría en la alcoba del enfermo. Pierre no comió pese al hambre. Se volvió a su mentora para pedirle consejo y vio que iba de puntillas a la sala contigua donde estaban el príncipe Vasili y la princesa Catiche. Pierre se figuró que aquello era necesario y la siguió. Ana Mijáilovna estaba junto a Catiche. Ambas hablaban al unísono en voz queda, pero con tono alterado.

—Disculpe, princesa; sé lo que se debe y lo que no se debe hacer —decía la mayor de las princesas, tan fuera de sí como cuando había cerrado la puerta de su habitación poco antes.

—Pero, querida princesa —repuso con dulzura y obstinación Ana Mijáilovna, cortando a la princesa el paso hacia la alcoba del conde—, ¿no será muy duro para nuestro pobre tío ahora que tanto necesita reposar? Hablarle de algo terrenal cuando su alma ya está preparada…

El príncipe Vasili estaba sentado en su actitud familiar, con las piernas cruzadas; sus mejillas temblaban con violencia y al bajar parecían ensancharse; no obstante, fingía no estar interesado en la conversación de las damas.

—Veamos, mi buena Ana Mijáilovna, deje hacer a Catiche. Ya sabe cuánto la quiere el conde.

—No sé lo que pone en este papel —dijo la princesa volviéndose al príncipe Vasili y mostrando la cartera de cuero que llevaba en la mano—. Solo sé que el testamento auténtico está en su despacho; esto es solo un papel olvidado…

Catiche intentó esquivarla, pero Ana Mijáilovna le cerró el paso una vez más.

—Lo sé, mi querida y buena princesa —dijo Ana Mijáilovna aferrando la cartera con tanta energía que no se veía la posibilidad de que la soltase fácilmente—. Querida princesa, se lo ruego… apiádese de él… Je vous en conjure…

La princesa calló. Solo oía el rumor del esfuerzo por adueñarse de la cartera. Sin duda si hubiese dicho algo, no habrían sido halagos para Ana Mijáilovna. Esta sujetaba con fuerza la cartera, si bien su voz conservaba su habitual calma y suavidad.

—Pierre, acérquese, amigo. Creo que él no es un extraño en el consejo de familia, ¿no verdad, príncipe?

—¿Por qué calla, mon cousin? —gritó de pronto Catiche con tanta fuerza que se oyó en la sala contigua y sobresaltó a todos—. ¿Por qué calla cuando Dios sabe quién se mete en nuestros asuntos sin importarle provocar escenas junto a la habitación de un moribundo? ¡Intrigante! —susurró tirando con rabia de la cartera con todas sus fuerzas. Ana Mijáilovna dio unos pasos para no soltar la cartera y lo logró.

—¡Oh! —exclamó el príncipe Vasili indignado y atónito. Se levantó—.

C’est ridicule. Voyons, dejen esa cartera. Se lo digo a las dos.

La princesa Catiche abandonó la presa.

—¡Y usted también!

Pero Ana Mijáilovna hizo caso omiso.

—Déjela —le dijo—. Yo asumo toda la responsabilidad. Iré yo mismo y le preguntaré. Yo… y esto debe bastarle.

—Mais, mon prince —le rebatió Ana Mijáilovna—, dele un minuto de reposo después del sacramento. Pierre, diga qué opina —habló al joven, que se acercó mirando asombrado el semblante de la princesa, ajena a todo recato, y las temblorosas mejillas del príncipe.

—Sepa que será responsable de todas las consecuencias —dijo secamente el príncipe Vasili—. No sabe lo que hace.

—¡Infame! —gritó la princesa Catiche abalanzándose sobre Ana Mijáilovna y quitándole la cartera.

El príncipe bajó la cabeza y se abrió de brazos cuando la puerta, la terrible puerta que tanto miraba Pierre y que siempre se abría suavemente, lo hizo con gran ruido y golpeó la pared. La segunda de las princesas apareció en el umbral gesticulando.

—¿Qué hacen? —gritó fuera de sí—. Se nos va y me dejan sola.

Catiche dejó caer la cartera. Ana Mijáilovna se inclinó rauda, agarró el objeto en disputa y corrió al dormitorio del conde. La mayor de las princesas y el príncipe Vasili volvieron en sí y la siguieron. Poco después Catiche, el rostro pálido y seco, salió mordiéndose el labio inferior. Al ver a Pierre su rostro expresó una rabia incontenida:

—Puede estar contento —le espetó—. Es lo que esperaba.

Ocultó el rostro en el pañuelo entre sollozos y corrió fuera. Detrás de la princesa apareció el príncipe Vasili. Trastabilló hasta el diván donde se había sentado Pierre y se dejó caer a su lado con el rostro cubierto por las manos. Pierre notó su palidez y el temblor de la mandíbula, como si tuviese fiebre.

—¡Oh, amigo! —murmuró tomando el brazo de Pierre con una voz franca y débil que Pierre jamás le había oído—. ¡Somos pecadores y embusteros! Y, ¿para qué en definitiva? Voy a cumplir sesenta, amigo, y ya… Todo se termina con la muerte, todo. La muerte es terrible —y rompió a sollozar.

Ana Mijáilovna salió la última y se acercó a Pierre con pasos lentos y quedos.

—¡Pierre! —dijo.

Él la miró sin comprender. La princesa le besó la frente mojándola con sus lágrimas. Después dijo:

—Ya no está.

Pierre la miró a través de sus lentes.

—Vamos, lo llevaré. Trate de llorar. Nada desahoga tanto como las lágrimas.

Acompañó al joven al salón en penumbra. Pierre estaba contento de que nadie pudiese verle el rostro. Ana Mijáilovna se alejó y al regresar lo halló dormido con la cabeza apoyada en el brazo.

A la mañana siguiente, Ana Mijáilovna dijo a Pierre:

—Oui, mon cher, es una gran pérdida para todos. No hablo de usted. Pero Dios le dará fuerzas porque es joven y, espero, tiene una inmensa fortuna. Aún no han abierto el testamento. Lo conozco y sé que eso no le hará perder la cabeza. Pero le impone deberes, y hay que ser un hombre.

Pierre callaba.

—Tal vez más tarde le diré que de no haber estado yo, Dios sabe qué habría pasado. Sepa que mi tío el conde me prometió anteayer no olvidar a Boris. Pero no le ha quedado tiempo. Espero, querido amigo, que escuchará el deseo de su padre. Pierre no entendía nada, y miraba a la princesa Ana Mijáilovna con aire tímido y sonrojo.

Tras su conversación con Pierre, Ana Mijáilovna fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana les narró a ellos y a todos sus conocidos los detalles de la muerte del conde Bezúkhov. Decía que había muerto como ella querría morir, que su fin había sido emotivo y virtuoso, que la última entrevista del padre con el hijo había sido tan conmovedora que lloraba al recordarla, que ignoraba cuál de los dos se había portado mejor en aquel trance: el padre, que se acordaba de todos en su postrer momento y decía al hijo palabras enternecedoras, o Pierre, a quien apenaba ver tan afectado por mucho que tratase de mostrarse indiferente para no disgustar al moribundo.

—Es lamentable, pero sienta bien; eleva el espíritu ver a hombres como el anciano conde y su digno hijo. —comentaba.

En cuanto al comportamiento de la princesa y del príncipe Vasili, lo relató sin aprobarlo, pero con sigilo y en secreto.

CAPÍTULO XXV

En Lisia Gori, la finca del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonsky, esperaban la llegada del joven príncipe Andréi y de su esposa cualquier día. Sin embargo, esto no había alterado el estricto orden de la vida en la mansión del viejo príncipe. El general en jefe, Nikolái Andréievich, a quien la sociedad había apodado rey de Prusia, no se movía de Lisia Gori, donde vivía con su hija, la princesa María, y su señorita de compañía, mademoiselle Bourienne, desde que fue exiliado allí reinando Pablo I. Si bien el nuevo zar le permitió regresar a la capital, el príncipe Nikolái no quiso abandonar su finca alegando que si alguien lo necesitaba podía recorrer las ciento cuarenta verstas entre Moscú y Lisia Gori, pues él no necesitaba nada ni a nadie. Sostenía que existían solo dos causas de los vicios humanos: el ocio y la superstición, frente a solo dos virtudes: la actividad y la inteligencia. Él se ocupaba personalmente de la educación de su hija y, para desarrollar en ella las dos virtudes capitales le enseñaba álgebra y geometría, y había organizado su vida con una sucesión constante de tareas. Él siempre estaba ocupado escribiendo sus memorias, resolviendo problemas de matemáticas superiores, torneando tabaqueras, laborando en el jardín o vigilando las continuas obras en su propiedad. Dado que la condición esencial de la actividad es el orden, había llevado este al grado último de precisión. Entraba al comedor siguiendo un ritual estricto cada día a la misma hora exacta. Era brusco y exigente con quienes lo rodeaban, desde su hija hasta los criados; así pues, aunque no fuese cruel, despertaba un temor reverente que difícilmente podría lograr el más cruel de los hombres. Aunque viviese retirado sin influir en los asuntos estatales, los gobernadores de la provincia en que se hallaba la finca consideraban un deber presentarse ante él y, como el arquitecto, el jardinero o la princesa María, aguardaban con paciencia la hora fijada en que el príncipe recibía. Quienes aguardaban en aquella sala sentían el mismo respeto y temor cuando se abría la amplia y alta puerta del despacho y surgía la pequeña figura del anciano con su peluca empolvada, sus manos pequeñas y resecas, sus cejas canas y caídas que, cuando fruncía el ceño, ensombrecían el brillo de unos ojos inteligentes y juveniles.

La mañana del día en que llegarían los jóvenes príncipes entró la princesa María a la hora de siempre en la sala de espera para el saludo matinal de rigor; se persignó con temor y rezó en silencio. Cada día al entrar rezaba para que la entrevista fuese bien.

El viejo criado empolvado que estaba en la sala se levantó sin hacer ruido y dijo a la princesa con voz baja:

—Puede pasar.

Se oía el sonido cadencioso de un torno al otro lado. La princesa empujó la puerta con cuidado; esta se abrió fácil y silenciosamente, y ella se quedó en el umbral. El príncipe trabajaba con el torno; giró la cabeza para verla y siguió con su labor.

El enorme despacho estaba atestado de objetos utilizados sin cesar. La larga mesa, sobre la que reposaban libros y planos, las grandes librerías acristaladas con sus llaves puestas, el alto pupitre para escribir de pie con un cuaderno abierto, el torno con las herramientas listas y las virutas por todas partes revelaban una actividad incansable, diversa y ordenada. Los movimientos de un pie pequeño y calzado con una bota tártara bordada en plata, más la presión firme de la mano fina revelaban el vigor tenaz de una vejez con salud. Tras haber dado unas vueltas más, el anciano apartó el pie del pedal, limpió la herramienta y la colocó en una bolsa de cuero junto al torno; luego se acercó a la mesa y llamó a su hija. Jamás bendecía a sus hijos y simplemente ofreció su mejilla, áspera y aún no rasurada, a la joven y le dijo mirándola con severidad, ternura y atención:

—¿Estás bien?… Siéntate.

Tomó el cuaderno de geometría, escrito de su puño y letra, y acercó su sillón con el pie.

—Para mañana —dijo buscando la página e indicando el párrafo con su dura uña.

La princesa se inclinó sobre el cuaderno.

—Aguarda, tienes carta —añadió, y sacó de la bolsa unida a la mesa un sobre escrito con letra de mujer.

Al verlo, el rostro de la princesa se encendió y lo tomó con rapidez.

—¿Es de Eloísa? —preguntó el príncipe mostrando con su sonrisa fría unos dientes amarillentos pero fuertes.

—Sí, es de Julie —contestó la princesa sonriendo tímidamente.

—Te daré otras dos, y leeré la tercera —dijo severamente el príncipe—. Me temo que escribís muchas bobadas. Leeré la tercera.

—Lea esta, mon père —dijo la princesa, más ruborizada aún y tendiéndole la carta.

—He dicho la tercera —replicó el príncipe rechazando la carta. Se apoyó en la mesa y acercó el cuaderno lleno de figuras geométricas—. Bien, señorita —comenzó inclinándose junto a la princesa hacia el cuaderno y colocando un brazo sobre el respaldo del asiento, de modo que ella se sentía totalmente rodeada por el olor a tabaco y el aliento de viejo que conocía desde hacía mucho—. Estos triángulos son similares: mira el ángulo ABC.

La princesa miraba con miedo los brillantes ojos tan cerca de ella; su rostro se cubría de manchas rojas revelando que no entendía nada y que el miedo no le permitía comprender las explicaciones de su padre por claras que fuesen. ¿Era culpa del maestro o de la alumna? Cada día se repetía la situación: se le nublaba la vista, no veía ni oía; sentía únicamente el rostro delgado de su severo profesor, su aliento y su olor, y solo pensaba en salir cuanto antes y regresar a su habitación para comprender el problema. El anciano se impacientaba, apartaba la silla en la que se sentaba, la acercaba, se afanaba para no perder la paciencia, pero casi siempre se irritaba, insultaba e incluso estampaba el cuaderno contra el suelo.

La princesa erró la respuesta:

—¡Eres una idiota! —gritó el príncipe retirando el cuaderno y girándose con rapidez; pero se levantó, paseó por el despacho, posó una mano sobre el cabello de su hija y se sentó nuevamente.

Se acercó a ella y continuó su explicación.

—No puede ser, princesa —dijo cuando la joven cerró el cuaderno y estaba a punto de irse—. Las matemáticas son una gran cosa, querida. No quiero que seas como nuestras damiselas de cabeza hueca. Te acostumbrarás y te gustarán —aseguró acariciándole las mejillas—. Te quitarán las tonterías de la cabeza.

La princesa quería irse, pero el padre la detuvo con una seña y recogió de la mesa un libro nuevo sin abrir aún.

—Ten; tu Eloísa te envía La clave del Misterio; es un libro religioso. Yo no me meto con ninguna religión… Le he echado un vistazo; tómalo. Ahora vete.

Le dio una palmadita en la espalda y cerró la puerta tras ella.

La princesa María regresó a su habitación con la expresión triste y temerosa que siempre tenía y afeaba aún más su rostro enfermizo y nada agraciado. Se sentó ante su escritorio lleno de retratos, miniaturas, cuadernos y libros. Ella era tan caótica como metódico era su padre. Dejó el cuaderno de geometría y abrió la carta. Era de su íntima amiga de la niñez, de aquella Julie Karagina que asistió a la fiesta de los Rostov. Julie escribía en francés:

«Estimada y excelente amiga, ¡qué horrible y triste es la distancia! Por más que me diga que la mitad de mi vida y felicidad eres tú y que, pese a la distancia que nos separa, nuestros corazones están unidos con lazos inquebrantables, el mío no soporta el destino. Estoy rodeada de placer y distracciones, pero no puedo evitar cierta pena en lo más hondo de mi corazón desde que nos separamos. ¿Por qué no estamos juntas, como este verano, en tu salón, en el diván azul de nuestras confidencias? ¿Por qué no puedo encontrar nueva fuerza como hace tres meses en tu mirada dulce y penetrante que tanto amo y creo tener ante mí mientras te escribo?»

Al llegar aquí, la princesa María suspiró y se contempló en un espejo situado a su derecha. El espejo reflejaba un cuerpo feo y débil y un rostro enjuto. «Me adula», pensó y prosiguió la lectura. Los ojos, siempre tristes, se desviaban con desesperación al espejo sobre todo ahora. Pero Julie no la adulaba. En realidad sus ojos, grandes, profundos y luminosos como si emitiesen rayos de cálida luz, eran tan hermosos que a menudo pese a la fealdad de su cara eran más atractivos que cualquier belleza. Sin embargo, ella jamás se había fijado en su expresión, la que tenían cuando no pensaba en sí misma.

Como suele ocurrir, en cuanto se miraba en un espejo, su rostro adoptaba una expresión artificial y forzada. Prosiguió la lectura:

«Todo Moscú no habla más que de guerra. Uno de mis hermanos ya está en el extranjero y el otro con la Guardia, que se encamina a la frontera. Nuestro amado zar ha salido de San Petersburgo, lo que se interpreta como un deseo de exponer su valiosa vida a los riesgos de la guerra. Dios quiera que el monstruo corso que aniquila la paz europea sea abatido por el ángel que el Todopoderoso en su misericordia nos ha dado por soberano. Dejando a mis hermanos, esta guerra me deja sin alguien muy caro para mí, hablo del joven Nikolái Rostov, que no ha podido soportar la inacción y ha dejado la universidad para unirse al ejército en su impaciencia. Te confieso, querida María, que pese a su juventud, su marcha al ejército me ha causado un gran dolor. El joven, de quien te hablé este verano, reúne una nobleza y juventud que apenas se encuentra entre nuestros viejos de veinte años; posee sinceridad y corazón, es tan puro y poético que mis relaciones con él, aunque breves, han sido una de las mayores dichas de mi pobre corazón, que tanto ha padecido. Algún día te contaré nuestra despedida y lo que hablamos el día de que partió. Son cosas demasiado recientes… ¡Ay, querida amiga! ¡Dichosa tú que ignoras estas alegrías y estas penas tan terribles! ¡Dichosa tú porque las penas son siempre más fuertes que las alegrías! Sé que el conde Nikolái es aún joven para que llegue a ser algo más que un amigo para mí, pero esta amistad, este cariño tan poético y puro, son necesarios para mi corazón. Pero no hablemos de eso. La noticia del día en Moscú es la muerte del viejo conde Bezúkhov y su herencia. Fíjate que a las tres princesas casi no les ha dejado nada, al príncipe Vasili nada y ha dejado todo a Pierre, que ha sido reconocido como hijo legítimo y, por tanto, conde Bezúkhov, dueño de la mayor fortuna de Rusia. Dicen que el príncipe Vasili ha desempeñado un penoso papel en esta historia y que ha regresado a San Petersburgo avergonzado.

»Te confieso que apenas entiendo esto de los legados y testamentos; solo sé que, desde que ese joven a quien conocíamos por Pierre es el conde Bezúkhov y dueño de una de las grandes fortunas de Rusia, me divierte observar cómo han cambiado el tono y la actitud de las mamás llenas de hijas casaderas y de esas mismas hijas con respecto a ese señor, que, dicho sea de paso, siempre me pareció un pobre diablo. Como desde hace dos años la gente me atribuye prometidos, a quienes ni conozco muchas veces, los ecos matrimoniales de Moscú ya me tienen por la condesa Bezúkhov. Comprenderás que no tengo ningunas ganas de ello. Y a propósito de matrimonios, hace unos días la «tía universal», Ana Mijáilovna, me ha confesado en secreto un proyecto matrimonial para ti. Se trata nada menos que del hijo del príncipe Vasili, Anatole, a quien quieren situar casándolo con una mujer rica y distinguida, y los parientes te han escogido a ti. No sé cómo lo verás, pero he creído que debía avisarte. Dicen que es guapo y mala persona; es cuanto he podido averiguar, pero basta de parloteo. Termino mi segunda hoja. Mamá me llama para ir a comer a casa de los Apraksin. Lee el libro que te envío y que es lo último aquí. Aunque tiene cosas inabarcables para la pobre mente humana, es libro admirable y su lectura serena y eleva el alma.

»Adiós. Mis respetos a tu señor padre y mis cumplidos a mademoiselle Bourienne. Te mando un cariñoso abrazo.

»Julie

P. S.: Dame noticias de tu hermano y de su esposa.»

La princesa reflexionó un rato, sonrió pensativa y su rostro se transformó con la luz de sus ojos. Después se levantó y con paso torpe fue al escritorio. Tomó un papel y su mano redactó esta respuesta:

«Estimada y excelente amiga, tu carta del día 13 ha sido una gran alegría para mí. Sigues queriéndome, mi poética Julie. La ausencia que tanto lamentas no te ha afectado como es habitual. Te quejas de la ausencia, ¿qué debo decir yo, si osara quejarme, privada de quienes me son caros? ¡Oh, sin el consuelo de la religión la vida sería triste! ¿Por qué supones en mí una severa mirada al hablar de tu cariño por ese joven? En este punto solo soy rígida conmigo misma. Comprendo esos sentimientos en el prójimo y, si no puedo aprobarlos, tampoco los repruebo porque jamás los he experimentado. Solo creo que el amor cristiano, al prójimo y a los enemigos es más meritorio, dulce y hermoso que cualquier sentimiento que puedan causar los ojos de un joven a alguien poético y apasionado como tú.

»La noticia de la muerte del conde Bezúkhov ya nos había llegado y afectó mucho a mi padre. Dice que era el penúltimo representante del gran siglo y que ahora le toca a él, pero que hará cuanto pueda para aplazarlo. ¡Dios nos libre de semejante desgracia! No comparto tu opinión sobre Pierre, a quien conocí siendo niños. Siempre me ha parecido un gran corazón, la cualidad que más valoro en las personas. En cuanto a su herencia y a la participación del príncipe Vasili, es triste para ambos. Ay, querida amiga, las palabras de nuestro Salvador, que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios, son terriblemente ciertas; compadezco al príncipe Vasili y aún más a Pierre. Tan joven y abrumado por tanta riqueza, ¡cuántas tentaciones se le presentarán! Si me preguntasen qué deseo más en el mundo, diría que ser más pobre que el pordiosero más impecune. Gracias, querida amiga, por el libro que me envías y que causa sensación entre vosotros. Ya que dices que contiene cosas buenas a las que no puede llegar la débil mente humana, creo que será vano dedicarse a una lectura impenetrable que por ese motivo no puede darnos fruto. Jamás he comprendido la pasión de algunos por confundir sus ideas dedicándose a libros místicos que solo siembran dudas en el espíritu, perturban la imaginación y exaltan de forma contraria a la sencillez cristiana. Leamos a los Apóstoles y los Evangelios. No tratemos de desentrañar sus misterios porque, ¿cómo osaremos nosotros, pobres pecadores, iniciarnos en los terribles y sagrados secretos de la Providencia mientras habitemos este cuerpo que interpone un velo entre nosotros y el Eterno? Estudiemos los nobles principios que nuestro Salvador nos dejó como guía; tratemos de conformarnos con ellos y seguirlos; debemos convencernos de que cuantas menos consintamos a nuestro débil espíritu humano, más nos amará Dios, que rechaza toda ciencia no procedente de él; que cuanto menos tratemos de ahondar en lo que él no nos ha enseñado, antes nos lo descubrirá mediante su espíritu divino.

»Mi padre no me ha hablado de pretendientes; solo me ha dicho que había recibido una carta y esperaba la visita del príncipe Vasili. En cuanto al proyecto matrimonial a mí referido, querida y buena amiga, te diré que el matrimonio es una institución divina con la que hay que conformarse en mi opinión. Por penoso que sea para mí ese paso, si el Todopoderoso me impone ser esposa y madre, trataré de cumplirlo lo más fielmente que pueda sin molestarme en examinar mis sentimientos hacia la persona que Dios guste darme por marido.

»He recibido una carta de mi hermano anunciándome su llegada a Lisia Gori con su mujer. Será una alegría breve, pues nos abandona para participar en esa terrible guerra a la que nos arrastran. Dios sabe cómo y para qué. No solo habláis de guerra vosotros, en el centro de los negocios y del mundo, el rumor de la guerra empieza a oírse también aquí, entre las labores del campo y de la paz que los moradores de la ciudad suponen en estos pagos, Mi padre solo habla de marchas y contramarchas que no entiendo; anteayer, durante mi habitual paseo por la calle del pueblo presencié una escena espantosa… Un convoy de mozos salidos de aquí para el ejército… Era de ver el estado de las madres, las mujeres y los hijos de esos hombres que partían, y escuchar los sollozos de todos. Es como si la humanidad hubiese olvidado las leyes del divino Salvador, que predicaba amor y el perdón de las ofensas, y como si el mayor mérito de los hombres consista en matarse unos a otros.

»Marie»

—¡Ah! Enviando el correo, princesa; yo ya he enviado el mío. He escrito a mi pobre madre —dijo rápidamente con agradable y sonora voz la sonriente mademoiselle Bourienne aportando un aire insustancial al ambiente sombrío de la princesa—. Princesa, debo avisarla —bajó la voz—. El príncipe ha discutido… —dijo, contenta de escucharse—, ha discutido con Michel Ivánov. Está de muy mal humor, muy mohíno. Tenga cuidado, ya sabe…

—¡Ah! Querida amiga —la cortó la princesa María—, le he pedido que nunca me avise del humor de mi padre. No me permito juzgarlo y no quisiera que otros lo hagan.

La princesa consultó su reloj y, al ver que habían pasado cinco minutos de la hora en que comenzaba la lección de clavicordio, fue con aire temeroso al saloncito, pues de doce a dos el príncipe reposaba y la princesa María debía tocar el clavicordio.

CAPÍTULO XXVI

Sentado en su silla, el ayuda de cámara cabeceaba atento a los ronquidos del príncipe en su despacho. A través de las puertas cerradas llegaban desde la otra parte de la casa, repetidos por vigésima vez, los complicados pasajes de la sonata de Dussek.

Se detuvieron entonces frente a la puerta principal un carruaje y una carreta; del primero se apeó el príncipe Andréi, que ayudó a su esposa y la dejó pasar delante. El viejo Tijon apareció con su peluca en la puerta de la sala, anunció en voz queda que el príncipe dormía y cerró. Tijon sabía que ni la llegada del hijo ni ningún acontecimiento, por extraordinario que fuese, debían alterar el orden.

El príncipe Andréi lo sabía también, pues consultó el reloj para comprobar que los hábitos de su padre no habían cambiado desde que se vieron por última vez y se volvió hacia su mujer:

—Se levantará en veinte minutos —dijo—. Vamos a ver a la princesa María.

La princesita había engordado últimamente, pero sus ojos y su labio sonriente con un leve bozo siempre se alzaba del mismo modo alegre y gracioso.

—Pero qué palacio —dijo a su marido mirando con la expresión con que se felicita al anfitrión de un baile—. Allons, vite, vite…

Miraba con una sonrisa a Tijon, a su marido y al camarero que los acompañaba:

—¿Es María quien practica? Vayamos en silencio. Hay que darle una sorpresa.

El príncipe Andréi la siguió cortés pero tristemente.

—Has envejecido, Tijon —dijo al viejo, que le besó la mano.

Antes de llegar a la sala de donde procedían las notas, apareció por una puerta lateral la hermosa y rubia francesa. Mademoiselle Bourienne parecía encantada.

—¡Ah! ¡Qué alegría para la princesa! —exclamó—. ¡En fin! Debo avisarla.

—No, no, por favor… Usted es mademoiselle Bourienne, la conozco por la amistad que profesa a mi cuñada —repuso la princesa besándola—. ¿No nos espera?

Se acercaron a la puerta del salón de los divanes tras la cual se oía el pasaje repetido. El príncipe Andréi se detuvo frunciendo el ceño como si esperase algo desagradable.

La princesa entró. La música se interrumpió y se oyó un grito y los pasos pesados de la princesa María y unos sonoros besos. Cuando el príncipe Andréi entró, las princesas, que solo se habían visto con ocasión de la boda, estaban abrazadas besándose en los mismos sitios que alcanzaron en un primer momento. Mademoiselle Bourienne estaba a su lado con las manos sobre el corazón; sonreía encantada, lista para reír y llorar. El príncipe Andréi se encogió de hombros y arrugó la frente como los entendidos en música cuando oyen una nota falsa. Las mujeres se separaron. Como si temiesen retrasarse, se tomaron las manos y se besaron de nuevo; se separaron, se juntaron y repitieron los besos y, lo que asombró al príncipe Andréi, rompieron a llorar sin dejar de besarse. Mademoiselle Bourienne lloraba. El príncipe Andréi se sentía cohibido, pero a ambas mujeres les parecía tan natural llorar que jamás habrían imaginado aquel encuentro de un modo distinto.

—Ah, chère…! Ah, Marie…! —hablaron vez riendo—. ¡He soñado esta noche…! Entonces no nos esperabas… ¡Ay! María, has adelgazado… Y has reanudado…

—He reconocido de inmediato a la princesa —terció mademoiselle Bourienne.

—¡Y yo que no sospechaba! —exclamó la princesa María—. ¡Ah! ¡Andréi…! No te había visto.

El príncipe Andréi besó a su hermana estrechándole las manos y le dijo que seguía siendo la llorica de siempre. La princesa María se volvió hacia su hermano y se detuvo en él, entre lágrimas, con la mirada cariñosa, tierna y cálida de sus ojos, hermosos, grandes y resplandecientes en ese momento.

La princesa Lisa hablaba sin cesar. El labio superior descendía rápidamente a cada momento y tocaba el rosado labio inferior abriéndose en una sonrisa que brillaba en sus dientes y ojos. La princesa Lisa relató un accidente sucedido en el campo, junto al monte de Spasskoïe y que, en su estado, podría haber sido una calamidad. Entonces dijo que había dejado su ropero en San Petersburgo y que solo Dios sabía lo que se pondría aquí; que Andréi había cambiado mucho; que Kitty Odintzova se había casado con un viejo; que efectivamente había un pretendiente para la princesa María, pero que ya hablarían luego. La princesa María miraba en silencio a su hermano con amor y pesar. Sin duda sus ideas iban por otro camino que las de su cuñada. Durante el relato de las últimas fiestas en San Petersburgo, se volvió a su hermano:

—¿Te vas entonces a la guerra, Andréi? —suspiró. Lisa también suspiró.

—Mañana —repuso Andréi.

—Me deja aquí, y Dios sabe por qué, cuando podría haber ascendido…

La princesa María seguía pensando; se volvió a su cuñada y señaló su vientre con ternura:

—¿Es seguro? —preguntó.

El rostro de la princesa Lisa cambió.

—Sí, seguro —suspiró—. —Ah, es terrible…

Descendió su labio, acercó su rostro al de su cuñada y lloró.

—Necesita descansar —el príncipe Andréi frunció el entrecejo—. ¿A que sí, Lisa? Llévala a tu habitación, yo iré a ver a padre. ¿Sigue igual?

—Igual. No sé cómo lo encontrarás tú —contestó alegremente la princesa.

—¿Las mismas horas y paseos por las avenidas del parque? ¿Y el torno?

—prosiguió el príncipe Andréi con una imperceptible sonrisa reveladora de que, pese a su amor y respeto, comprendía las debilidades de su padre.

—Las mismas horas, el mismo torno y las matemáticas y mis lecciones de geometría —sonrió la princesa María, como si la geometría fuese de lo más ameno de su vida.

Pasados los veinte minutos que faltaban para que se levantase el viejo príncipe, Tijon fue a llamar al príncipe joven. El anciano hacía una excepción en sus costumbres por la llegada del hijo.

Ordenó que fuese llevado a sus aposentos, mientras se vestía para la comida. El príncipe iba a la moda antigua, con caftán y la cabeza empolvada. Cuando el príncipe Andréi entró en la alcoba de su padre con el rostro y un talante sin asomo del desdén y el tedio que expresaba en los salones, sino con la animación que mostraba al hablar con Pierre, el viejo estaba ante el tocador en una butaca de cuero, cubierto por un batín, mientras Tijon se ocupaba de su cabeza.

—¡Hola, guerrero! ¿Quieres conquistar a Bonaparte? —dijo sacudiendo la cabeza empolvada apenas lo permitían las manos de Tijon, que le trenzaba el cabello—. A ver si al menos tú le zurras porque, si no, seremos sus súbditos ¡Buenos días! —le ofreció su mejilla.

El viejo estaba de buen humor tras su siesta antes de comer. Solía decir que el sueño después de comer es plata, y el de antes es oro. Miraba a su hijo bajo sus cejas espesas y caídas. El príncipe Andréi se acercó y lo besó donde indicaba. No contestó al tema favorito del padre; le gustaba mofarse de los militares del momento, en especial de Bonaparte.

—Sí, padre; he venido con mi mujer, que está embarazada —dijo siguiendo con una mirada alegre y respetuosa el movimiento de cada rasgo del rostro paterno—. ¿Cómo se encuentra?

—Amigo, solo los tontos y los libertinos arrojan su salud por la borda; tú ya me conoces; me ocupo en algo desde la mañana hasta la noche, soy moderado en todo, así que estoy bien.

—¡Alabado sea Dios! —sonrió el hijo.

—Dios no tiene nada que ver. Cuenta —añadió volviendo a su tema favorito—. Cuéntame cómo os han enseñado los alemanes a luchar contra Bonaparte según esa nueva ciencia vuestra que se llama estrategia.

El príncipe Andréi sonrió.

—Permítame, padre, que me recupere —su sonrisa mostraba que las debilidades del anciano no le impedían respetarlo y amarlo—. Aún no nos hemos instalado.

—No es verdad —exclamó el viejo sacudiendo su trenza para comprobar que estuviese bien hecha y agarrando a su hijo por el brazo—. Los aposentos de tu mujer están listos; la princesa María la llevará; tienen cháchara para rato, para eso son mujeres. Me alegra verla aquí. Tú siéntate y cuenta. Comprendo lo del ejército de Mijelson y lo que hace Tolstoi… el desembarco simultáneo… Pero, ¿qué hará el ejército del Sur? Sé que Prusia es neutral. ¿Y Austria? —El viejo príncipe se levantó y comenzó a pasear seguido de Tijon, que iba dándole las distintas prendas de su atuendo—. ¿Y Suecia? ¿Cómo cruzarán Pomerania?

Al ver la insistencia del padre, el príncipe Andréi respondió con apatía al principio, pero se animó y a mitad de la conversación comenzó a mezclar, según acostumbraba, el ruso con el francés y le expuso el plan de la campaña proyectada. Contó que un ejército de 90.000 hombres debía amenazar a Prusia para que abandonase su neutralidad y llevarla a la guerra; que parte de ese ejército se uniría en Stralsund al ejército sueco; que 220.000 austríacos con 100.000 rusos actuarían en Italia y el Rin; que 50.000 rusos y otros tantos ingleses desembarcarían en Nápoles, que un ejército de 500.000 hombres en total atacaría a los franceses desde varios puntos. El viejo príncipe no mostraba interés por aquello; era como si no lo oyese, y continuaba vistiéndose sin dejar de moverse; lo interrumpió tres veces de improviso. La primera vez lo detuvo para exclamar:

—¡El blanco, el blanco!

Eso significaba que Tijon no le había dado el chaleco que quería; se paró de nuevo a preguntar:

—¿Dará a luz pronto? —meneó la cabeza y añadió con reprobación—:

¡No está bien! Continúa.

La tercera vez, cuando el príncipe Andréi terminaba, el viejo canturreó con voz cascada y desafinada: Malbrough s’en va-t-en guerre, Dieu sait quand reviendra…

El hijo sonrió.

—Yo no apruebo el plan; solo se lo cuento. Napoleón ha trazado el suyo y no será peor que este.

—Bueno, no me has contado nada nuevo —pensativo, el viejo musitó con rapidez—: «Dieu sait quand reviendra». Ve al comedor.

CAPÍTULO XXVII

El príncipe entró empolvado y rasurado en el comedor a la hora fijada; allí aguardaban su nuera, la princesa María, mademoiselle Bourienne y el arquitecto del príncipe, quien era admitido a la mesa debido a un capricho suyo, si bien por su posición social aquel plebeyo no podía aspirar a tal honor. El príncipe, que siempre había distinguido las clases sociales y no admitía a su mesa ni a distinguidos funcionarios de la provincia más que en raras ocasiones, quería probar con el arquitecto Mijaíl Ivanovich, que se sonaba tímidamente con su pañuelo a cuadros en un rincón, que todos los hombres son iguales, de modo que a menudo decía a su hija que Mijaíl Ivanovich no era inferior en nada a ellos. Y en la mesa el príncipe se volvía con más frecuencia hacia el silencioso Mijaíl Ivanovich que hacia los otros.

En el comedor de altos techos, como el resto de la casa, los lacayos y camareros, erguidos detrás de cada silla, aguardaban la entrada del príncipe; el mayordomo seguía los preparativos con la servilleta en el brazo, daba indicaciones a los lacayos sin dejar de mirar inquieto el reloj de pared y la puerta por donde debía entrar su señor. El príncipe Andréi contemplaba un gran cuadro de marco dorado, nuevo para él; contenía el árbol genealógico de los Bolkonsky; estaba frente a otro cuadro, también con un gigantesco marco, que debía de ser el retrato chapucero, sin duda de un pintor doméstico, de un príncipe coronado, seguramente un descendiente de Rurik, el primero del linaje de los Bolkonsky. El príncipe Andréi miraba el árbol genealógico meneando la cabeza y sonriendo con el gesto con que se mira un retrato ridículo.

—¡Cómo lo reconozco en esto! —dijo a la princesa María acercándosele.

Ella miró asombrada a su hermano. No comprendía por qué sonreía. Cuanto hacía su padre era para ella motivo de veneración sin posibilidad de crítica.

—Todos tienen su talón de Aquiles —continuó el príncipe Andréi—. ¡Caer en este ridículo, con su gran inteligencia!

La princesa María, incapaz de comprender el osado razonamiento de su hermano, iba a replicar cuando sonaron en el despacho los esperados pasos. El príncipe siempre entraba rápida y alegremente, como para contraponer sus movimientos presurosos al estricto orden imperante en la casa. En ese momento el reloj de péndulo dio dos campanadas y el de la sala contigua respondió con su vocecilla fina. El príncipe se detuvo; sus ojos animados, severos y brillantes bajo sus pobladas cejas miraron a los invitados y se detuvieron en la princesa Lisa. Ella experimentó entonces la sensación de un cortesano al entrar la familia real: ese era el temor y respeto que imponía el viejo a cuantos se acercaban a él. Acarició la cabeza de la joven princesa y le dio unas palmaditas en la nuca con mano torpe.

—Estoy contento. —La miró a los ojos y se sentó en su sitio—. Siéntense, Mijaíl Ivanovich; siéntese.

Señaló a su nuera un sitio a su vera. El camarero colocó una silla para ella.

—¡Oh! Te has dado demasiada prisa y no está bien —dijo el viejo aludiendo al estado de gravidez de la princesa.

Rio con una risa seca, fría y desagradable, como siempre, solo con la boca, no con los ojos.

—Debes pasear mucho, cuanto más mejor —comentó.

La princesa Lisa no escuchaba o no deseaba hacerlo. Callaba y parecía confusa. El príncipe le preguntó por su padre y ella empezó a hablar con una sonrisa. Le preguntó sobre amistades comunes; ella, más animada, le narró los sucesos y murmuraciones de la ciudad y le transmitió saludos de los conocidos.

—La condesa Apraksine, la pobre, ha perdido a su marido y ha llorado más agua que lleva el río. —contó la joven cada vez más animada.

Pero conforme iba animándose, el príncipe la miraba con mayor dureza y, de repente, como si la hubiese estudiado ya lo suficiente para hacerse una idea clara sobre su personalidad, se volvió hacia Mijaíl Ivanovich.

—Pues sí, Mijaíl Ivanovich, nuestro Bonaparte lo va a pasar mal. El príncipe Andréi —hablaba siempre de su hijo en tercera persona— me ha contado las fuerzas reunidas contra él. ¡Y nosotros que lo consideramos siempre un cero a la izquierda!

Mijaíl Ivanovich, que ignoraba en absoluto que hablarían de Bonaparte en ese sentido, comprendió que él era necesario para abrir la conversación predilecta; miró con sorpresa al joven príncipe sin saber lo que seguiría.

—¡Oh! Es un gran táctico —dijo el príncipe a su hijo señalando al arquitecto.

La conversación retornó a Napoleón o a los generales y hombres de Estado del momento.

El viejo príncipe no solo parecía convencido de que los actuales gobernantes eran unos muchachos ignorantes de los rudimentos del arte militar y estatal, y de que Bonaparte era un francesillo despreciable que triunfaba únicamente porque no se había nunca enfrentado con un Potemkin o a un Suvorov; creía que en Europa no había ninguna dificultad política ni guerra, que aquellos hechos eran un simple guiñol que los actuales gobernantes representaban para matar el tiempo. El príncipe Andréi soportaba con alegría las pullas de su padre sobre la gente de ahora y sentía verdadero placer pinchándolo para oírlo.

—Lo de antes siempre parece bueno —dijo—. ¿No cayó Suvorov en la trampa que le tendió Moreau, y no supo salir de ella?

—¿Quién ha dicho eso? ¿Quién? —gritó el príncipe—. ¡Suvorov! —Apartó con violencia su plato, que Tijon recogió rápidamente—. ¿Suvorov?… Reflexiona, príncipe Andréi, solo hubo dos: Federico y Suvorov… ¡Moreau! Moreau habría caído prisionero si Suvorov hubiese tenido las manos libres; pero tenía encima a los del HofKriegs-Wurst-Schnaps-Rat, los del Alto Mando de la salchicha y el aguardiente. Ya verás lo que son esos del HofKriegs-Wurst-Schnaps-Rat. Suvorov no pudo con ellos, ¿cómo va a poder Mijaíl Kutúzov? No, amigo; vuestros generales no bastan contra Bonaparte. Hay que recurrir a los franceses que no reconocen a los suyos y caen sobre ellos. Hemos enviado a un alemán, Pahlen, a Nueva York, a América, en busca del francés Moreau —aludió a la oferta realizada ese año a Moreau para se pusiese al servicio de los rusos—. Lo que faltaba por ver. ¿Es que eran alemanes los Potemkin, los Suvorov y los Orlov? No, amigo, o todos vosotros habéis perdido la cabeza, o la he perdido yo. Que Dios os ampare, ya veremos. ¡Para vosotros Bonaparte se ha convertido en un gran capitán! ¡Hum…!

—Yo no creo que todas las medidas adoptadas sean buenas —replicó el príncipe Andréi—. Lo que no comprendo es cómo puede juzgar a Bonaparte tan a la ligera. Ríase cuanto guste, pero es un gran capitán con todo.

—¡Mijaíl Ivanovich! —gritó el viejo príncipe al arquitecto, que confiaba en que lo hubiesen olvidado y estaba distraído con la comida—. ¿No le he dicho que Bonaparte es un gran táctico? También él lo dice.

—Por supuesto, excelencia —repuso el arquitecto. El príncipe rio de nuevo con su risa fría.

—Bonaparte ha nacido de pie. Sus soldados son excelentes y al principio solo batalló contra los alemanes. ¿Quién no los ha derrotado? Desde que el mundo es mundo todos los han derrotado, y ellos a nadie más que a sí mismos. Así es como Bonaparte se ha ganado su fama.

El príncipe se puso a desgranar los errores cometidos por Bonaparte según él en las distintas campañas y hasta en los asuntos de estado. Su hijo no lo contradecía, aunque pese a todas las razones en contra, sin duda era tan incapaz como el viejo príncipe de cambiar de parecer.

El príncipe Andréi escuchaba sin interrumpir, atónito de que aquel anciano aislado en el campo desde hacía años conociese y criticase con tanto detalle los últimos sucesos militares y políticos de Europa.

—¿Crees que un viejo como yo no comprende la actual situación? —concluyó—. ¡Pues lo tengo todo aquí! No duermo por las noches. Bueno, ¿dónde está tu gran capitán? ¿Dónde ha demostrado serlo?

—Sería largo de explicar —respondió el hijo.

—Pues vete con tu Bonaparte. Mademoiselle Bourienne, voilà encore un admirateur de votre goujat d’empereur —gritó en excelente francés.

—Vous savez que je ne suis pas bonapartiste, mon prince.

—Dieu sait quand reviendra… —desafinó el príncipe, y abandonó la mesa con una risa aún más desafinada.

La princesa Lisa permaneció en silencio durante la discusión y el resto de la comida, mirando asustada a la princesa María y al suegro. Cuando todos se hubieron levantado de la mesa, tomó a su cuñada por el brazo y la llevó a otra habitación.

—Tu padre es todo un carácter —dijo—. Tal vez por eso me asusta.

—¡Oh! ¡Es tan bueno! —le contestó la princesa María.

CAPÍTULO XXVIII

El príncipe Andréi debía marcharse al día siguiente al atardecer. Su padre no alteró sus hábitos y se fue a dormir después de comer. La princesa Lisa estaba con su cuñada. El príncipe Andréi, vestido con ropa de viaje y sin charreteras, preparaba con su ayuda de cámara las maletas en sus aposentos. Tras inspeccionar él mismo el carruaje y la colocación del equipaje, ordenó que preparasen los caballos. En la habitación solo quedaron los objetos que llevaría el príncipe: una arqueta, un neceser de plata, dos pistolas turcas y una espada de Ochakov, regalo de su padre. El príncipe Andréi cuidaba con esmero estos objetos: todo estaba nuevo, limpio, en sus fundas y atado con cintas.

Al partir o cambiar de vida, los hombres capaces de reflexionar sobre sus actos se sumen en pensamientos graves. En tales circunstancias se suele rememorar el pasado y se trazan planes para el futuro. En ese momento el rostro del príncipe Andréi expresaba ternura y ensimismamiento. Caminaba rápidamente con las manos a la espalda por su habitación, de aquí para allá, mirando hacia delante y meneando la cabeza. ¿Le costaba ir a la guerra? ¿Le apenaba dejar a su mujer? Quizá ambas cosas, pero sin duda no deseaba que lo viesen así. Oyó pasos en el vestíbulo, separó raudo las manos, se detuvo junto a la mesa, como si estuviese cerrando la arqueta, y retomó su habitual expresión de calma impenetrable. Era la princesa María con sus andares pesados.

—Me han dicho que has ordenado enganchar —dijo sin resuello, pues había acudido corriendo—, y yo que quería hablar contigo a solas. Sabe Dios cuánto tiempo estaremos separados. ¿No te molesta que haya venido? ¡Has cambiado tanto, Andriusha! —añadió como para justificar su pregunta.

Sonrió al llamar así a su hermano. Era obvio que le resultaba raro pensar que aquel hombre apuesto, de aire grave, era Andriusha, el chico delgado y travieso que había sido su compañero de la infancia.

—¿Y Lisa? —preguntó él dedicando una sonrisa a sus palabras.

—Está tan agotada que se ha dormido en el diván de mi habitación. ¡Ay! ¡Andréi tienes una alhaja de esposa! —dijo sentándose en el diván frente a su hermano—. Es toda una niña graciosa y alegre. ¡Le he tomado mucho cariño!

El príncipe Andréi no habló, pero la expresión irónica y desdeñosa de su rostro no pasó inadvertida para su hermana.

—Hay que ser tolerante con las debilidades, Andréi. ¿No las tenemos todos? Recuerda que ha sido educada y ha vivido en un entorno mundano, y que su situación actual no es la mejor. Hay que ponerse en el lugar de los demás; tout comprendre, c’est tout pardonner. Piensa en lo triste que debe ser para la pobre separarse del marido y quedarse sola en el campo y en su estado después de la vida que tenía. Es durísimo.

Al mirar a su hermana, el príncipe Andréi sonreía como cuando oímos hablar a alguien a quien creemos conocer a fondo.

—Tú vives aquí y no te parece terrible esa vida —comentó.

—Yo soy distinta. ¡Para qué hablar de mí! No deseo ni puedo desear otra vida porque es la única que conozco. Pero, Andréi, piensa lo que tiene que ser para una joven mundana enterrarse en el campo durante los mejores años de su vida, y sola porque papá siempre está ocupado y yo… ya me conoces… soy pobre en recursos para distraer a alguien hecho a la mejor sociedad. Solo mademoiselle Bourienne…

—No me gusta nada esa Bourienne… —la cortó el príncipe Andréi.

—¡Oh, no! Es muy buena y cariñosa… ¡Además es tan desdichada! No tiene a nadie en el mundo. Lo cierto es que no la necesito, más bien me estorba. Ya sabes que siempre he estado un poco asilvestrada, y más ahora. Me gusta la soledad… Mon père la quiere mucho… Siempre es bueno y cariñoso con ella y Mijaíl Ivanovich porque ambos le están obligados. Según Stern, amamos a los hombres más por el bien que les hacemos que por el que esperamos de ellos. Mon père la recogió huérfana de la calle, es muy buena. A papá le gusta cómo lee. Por las noches le lee en voz alta y lo hace muy bien.

—La verdad, María, a veces me pregunto si te hace sufrir el carácter de papá —dijo de pronto el príncipe Andréi.

Al principio la princesa María se sorprendió, luego le asustaron aquellas palabras.

—¿A mí?… ¿A mí?… ¿Sufrir yo? —vaciló.

—Siempre fue duro, pero me parece que ahora es más —prosiguió el príncipe Andréi con intención de alterar o probar a su hermana hablando a la ligera del padre.

—Tú eres bueno en todos los sentidos, André; pero tu mente es orgullosa y eso es un grave pecado —dijo ella siguiendo sus propios pensamientos más que la conversación—. ¿Es que se puede juzgar a un padre? Si así fuese, ¿puede existir un sentimiento que no sea la veneración hacia alguien como mon père? ¡Estoy tan contenta, tan dichosa con él! Ojalá todos fuesen tan felices como yo.

El hermano hizo un gesto de incredulidad.

—Solo me apena algo de veras, André: las ideas religiosas de papá. No sé cómo alguien de su talento no vea lo que está claro como el agua y yerre así. Es mi único dolor. Pese a todo, últimamente atisbo una mejoría. Es menos cáustico e incluso ha recibido a un monje y ha hablado largo y tendido con él.

—Temo, querida, que el monje y tú gastaréis saliva en vano —dijo el príncipe Andréi con ternura y burla al mismo tiempo.

—Ah! mon ami, ruego sin cesar a Dios y espero que me escuche —dijo ella con timidez; después añadió—: Debo pedirte algo.

—¿Qué?

—Prométeme que no te negarás. No te costará esfuerzos ni es indigno de ti, pero para mí será un consuelo. Prométemelo, Andriusha —dijo introduciendo la mano en su bolso y tomando algo, que no mostró aunque fuese el objeto de la petición, como si no pudiese sacar aquello de la bolsa antes de arrancar la promesa —dirigió al hermano una mirada tímida y suplicante.

—Aunque me costara un gran esfuerzo… —respondió el príncipe Andréi como si adivinase de qué se trataba.

—Piensa lo que gustes. Sé que eres como mon père. Piensa lo que gustes, pero hazlo por mí, te lo ruego. El padre de nuestro padre, el abuelo, lo llevó siempre en sus campañas… —seguía sin sacar de la bolsa lo que tenía—. ¿Me lo prometes entonces?

—Claro, ¿de qué se trata?

—André, te bendigo con esta imagen; prométeme que jamás te la quitarás… ¿Me lo prometes?

—Si no pesa mucho ni me tira del cuello… para complacerte… —dijo él, pero se arrepintió al ver el dolor reflejado en el rostro de su hermana por su broma—. Me siento muy feliz, querida —añadió.

—Aunque no lo quieras, te salvará y te hallarás a ti mismo, pues la verdad y la paz solo en él residen —dijo con voz trémula por la emoción mostrando con solemnidad a su hermano una vieja imagen ovalada del Salvador, de rostro ennegrecido, marco de plata y cadena finamente labrada del mismo metal.

María se persignó, besó la imagen y se la dio a su hermano.

—Hazlo por mí, André, te lo suplico…

Sus grandes ojos irradiaban bondad y dulzura iluminando el rostro enjuto y enfermizo y embelleciéndolo. Él quiso tomar la imagen, pero ella lo detuvo. Andréi comprendió. Se persignó y besó la medalla. Su rostro expresaba ternura y burla, aunque estaba emocionado en el fondo.

—Merci, mon ami.

María le besó frente y se sentó en el diván. Ambos guardaron silencio.

—Antes te decía, Andréi, que fueses bueno y generoso, como lo has sido siempre; no seas severo con Lisa. Es buena y agradable, y su situación es triste ahora…

—Masha, creo que no te he dicho nada de mi mujer; ni que le reproche algo o que esté enfadado con ella. ¿Por qué me dices eso entonces?

El rostro de la princesa se cubrió de manchas rojas y calló como si se sintiese culpable.

—Yo no dije nada… Pero ya te han hablado, y eso me apena.

Las manchas rojas en la frente, las mejillas y el cuello de la princesa María se intensificaron. Quería decir algo, pero no podía. El hermano había adivinado que después de la comida la princesa Lisa había llorado manifestando sus sentimientos sobre un mal parto; temía el nacimiento y se lamentaba de su suerte, de su suegro y de su marido. Después de llorar se durmió. El príncipe Andréi se compadeció de su hermana.

—Masha, nunca he reprochado, reprocho ni reprocharé nada a mi esposa; pero puedo decirte también que nada tengo que reprocharme con respecto a ella; siempre será así en cualquier circunstancia. Pero si quieres saber la verdad… si soy feliz… ¡No! No lo soy. ¿Es feliz ella? Tampoco. ¿Por qué? No lo sé…

Dicho esto, se acercó a su hermana y le besó la frente. Sus ojos se iluminaron con una luz inteligente y bondadosa, rara en él, pero no miraba a su hermana; sus ojos se perdían en la penumbra de la puerta abierta, por encima de la cabeza de María.

—Vayamos a verla. Hay que decirle adiós. Mejor ve tú antes; despiértala y yo iré enseguida. ¡Petrushka! —llamó a su ayuda de cámara—. Ven a llevarte estas cosas; esto va en el pescante y eso, a la derecha.

La princesa María fue a la puerta. Allí se detuvo:

—André, si tienes fe, te habrías dirigido a Dios para que te dé el amor que no sientes, y él habría escuchado tu oración.

—Es posible —repuso él—. Ve, Masha. Yo iré enseguida.

Cuando iba a los aposentos de su hermana, el príncipe Andréi se topó con mademoiselle Bourienne en la galería que unía ambas alas del edificio. Mademoiselle Bourienne sonrió con admiración e ingenuidad. Era la tercera vez ese día que tropezaba con aquella sonrisa en lugares recoletos de la casa.

—¡Ah! Creía que estaría en su habitación —ella enrojeció sin motivo aparente bajando la mirada.

El príncipe Andréi la miró con severidad y un sentimiento de rabia. No le dijo nada, pero se fijó en la frente y los cabellos de la mujer sin mirarla a los ojos; lo hizo con tanto desprecio que la francesa se alejó sin decir nada, ruborizada. Cuando el príncipe llegó a las habitaciones de su hermana, Lisa se había despertado y se oía su vocecita alegre que hablaba sin descanso, como para recuperar el tiempo perdido.

—No, figúrate, la vieja condesa Zouboff con peluca y dentadura postiza, como si quisiese desafiar a los años… ¡Ja, ja, ja! ¡Marie!

Había oído ya cinco veces a su mujer hablar de la condesa Zubova, siempre con la misma risa. Entró sin hacer ruido. La princesa, menuda, sonrosada y gruesa, estaba sentada en una butaca con la labor en las manos y parloteaba rememorando San Petersburgo e incluso frases oídas allí. El príncipe Andréi se le acercó, le acarició el cabello y preguntó si había descansado del viaje. Ella respondió y reanudó su charla.

El carruaje, tirado por seis caballos, estaba al pie de la escalinata. Era una oscura tarde otoñal. El cochero apenas si veía la lanza del vehículo. Criados con faroles iban y venían por la escalinata. Los ventanales de la casona estaban iluminados. Los criados que querían despedir al joven príncipe aguardaban en la antecámara. Los familiares se habían reunido en la sala: Mijaíl Ivanovich, mademoiselle Bourienne, la princesa María y la princesa Lisa.

El padre había llamado al príncipe Andréi para conversar los dos a solas. Todos los esperaban.

Cuando el príncipe Andréi entró en el despacho paterno, el viejo príncipe estaba sentado delante del escritorio con su batín blanco. Solo recibía a su hijo con esa prenda, y llevaba los lentes mientras escribía. Giró entonces la cabeza:

—¿Te vas? —Continuó escribiendo.

—Vengo a despedirme.

—Bésame aquí —el anciano señaló una mejilla—. ¡Gracias, gracias!

—¿Por qué me da las gracias?

—Porque no pierdes el tiempo, no te agarras a las faldas de tu mujer y antepones el servicio. Gracias, gracias. —Continuó escribiendo con movimientos tan nerviosos que saltaban gotitas de tinta—. Si tienes algo que decirme, dilo: puedo atenderte y escribir —añadió.

—Es sobre mi esposa… Siento dejarle esta carga…

—Déjate de bobadas y dime lo que necesitas.

—Cuando llegue el momento del alumbramiento, llame a un accoucheur de Moscú para que la asista…

El viejo príncipe se detuvo y miró severamente a su hijo como si no entendiese.

—Sé que nadie podrá ayudarla si la naturaleza no lo hace —dijo el príncipe Andréi, confuso —. Sé que solo hay un mal parto de un millón, pero eso es lo que desea y yo también. Le han contado tantas cosas… ha tenido sueños y está asustada.

—¡Hum…, hum…! —murmuró el padre sin soltar la pluma—. Lo haré.

Firmó la carta; después se volvió rápidamente hacia su hijo y rio.

—¿Van mal las cosas, eh?

—¿A qué se refiere, padre?

—¡A tu mujer! —sentenció breve y enérgicamente el padre.

—No comprendo —dijo Andréi.

—No tiene remedio, hijo; todas son iguales; uno no puede descasarse. Pero tranquilo, que no diré nada. Y tú… ya lo sabes.

Tomó en su mano pequeña y huesuda la del hijo, la sacudió mirándolo a los ojos como si lo traspasase, y rio nuevamente con su risa fría.

El hijo suspiró para dar a entender que el padre lo había comprendido. El viejo escribía y doblaba las cartas, tomaba el lacre con su habitual rapidez y lo dejaba, como el sello y el papel.

—¡Qué hacer! ¡Es muy guapa! Lo haré todo, tranquilo —dijo entrecortadamente sin interrumpir su tarea.

Andréi calló. Le gustaba y disgustaba al mismo tiempo sentirse comprendido por su padre. El viejo se levantó y le dio una carta.

—Escucha —dijo—, no te preocupes por tu mujer; se hará cuanto se pueda. Esta carta es para Mijaíl Ilariónovich. Le pido un buen puesto para ti y que no te tenga durante mucho tiempo como edecán; es un mal destino. Dile que me acuerdo de él y lo quiero. Cuéntame cómo te acoge, y si te recibe bien, sigue a su servicio. El hijo de Nikolái Andréievich Bolkonsky no puede servir a nadie por caridad. Ahora ven aquí —hablaba tan deprisa que no terminaba la mitad de las palabras; pero el hijo estaba acostumbrado y lo comprendía. Lo llevó al escritorio, levantó la tapa y sacó un cuaderno escrito con su letra apretada y picuda—. Lo natural es que yo muera primero; aquí están mis memorias para que sean enviadas al zar cuando yo muera. Aquí hay un billete del Monte de Piedad y una carta; es un premio para quien escriba la historia de las guerras de Suvorov; envíalo a la academia. Estos son mis apuntes; léelos cuando haya muerto; hay cosas útiles.

Andréi no dijo a su padre que probablemente aún viviría mucho. Sabía que no era necesario.

—Lo haré, padre —repuso.

—Bien. Adiós entonces —le dio la mano para que la besase y lo abrazó—. Recuerda, príncipe Andréi, que si te matan será muy doloroso para mí que ya soy viejo… —calló un momento y prosiguió con voz aguda; —pero si me entero de que no te has portado como corresponde al hijo de Nikolái Bolkonsky, sentiré… vergüenza —casi chilló.

—Podía haber callado eso, padre. —Andréi sonrió. El anciano guardó silencio.

—Quería pedirle algo más, padre; si me matan y tengo un hijo, quiero que se quede con usted como le dije ayer; quiero que se eduque a su lado… por favor.

—¿Que no se lo entregue a tu mujer? —rio el anciano.

Estaban frente a frente, en silencio. Los ojos sagaces del padre estaban fijos en los del hijo. La parte inferior del rostro del anciano tembló.

—Ya nos hemos dicho adiós… ¡Vete! —dijo de pronto—. ¡Vete! —se enfadó abriendo la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntaron las princesas al ver al príncipe Andréi y a su padre, que apareció un momento, gritando como enfadado, con su batín, sin peluca y con los lentes.

El príncipe Andréi simplemente suspiró.

—Pues bien —dijo volviéndose a su mujer; este «pues bien» sonaba irónico y frío, como si dijese: «Monta tu número».

—André, déjà? —preguntó ella, pálida y mirando con temor a su marido.

Él la abrazó. Lisa gritó y se desmayó sobre su hombro. Andréi la separó con suavidad mirándole la cara, y la dejó con cuidado en una butaca.

—Adieu, Marie —le susurró a su hermana. Se besaron agarrándose las manos y él salió rápidamente.

La princesa Lisa quedó en la butaca. Mademoiselle Bourienne le frotaba las sienes. La princesa María sostenía a su cuñada sin apartar su hermosa triste mirada de la puerta que se había cerrado tras el príncipe Andréi y se persignó.

Como si fuesen disparos, se oía desde el despacho la frecuencia y la fuerza con que se sonaba el viejo príncipe. Cuando el hijo hubo salido, se abrió la puerta del despacho y surgió en el umbral la figura severa del anciano envuelto en su batín blanco.

—¿Se ha ido? Bien… —dijo lanzando una severa mirada a la princesa desmayada. Meneó la cabeza con aire de reproche y dio un portazo.

Aunque en la narración se utiliza el término emperador (título oficial del zar desde 1721 en Rusia), en la novela lo llamaremos por el nombre popular ruso, zar, que deriva de la palabra latina César.

A propósito.

Querida Annette.

La mujer más fascinante de San Petersburgo. También podemos entender la frase como “La mujer más seductora o atractiva de San Petersburgo”.

Mi tía.

Quédese tranquila, Lisa, usted será siempre la más guapa.

Mayordomo, jefe de comedor.

¡Ah! Veamos. Cuéntenoslo, vizconde.

Querida Helena.

El encantador Hipólito.

Querido.

Una varidad de rosa.

Encantador.

Adiós.

Reprodujo las palabras de Bonaparte en su coronación: Dios me la da, ¡ay de quien la toque!

Bastón de gules angrelado de gules de azur; casa Condé.

El señor vizconde.

¡Por Dios! ¡Dios mío!

Señor Pierre.

¡Capital!

El contrato social de Rousseau.

Pero, mi querido señor Pierre…

Una dama.

Adiós, princesa.

Caballeros.

Mi palabra de honor.

Buenas noches, Lisa.

Las mujeres como es debido… las mujeres de Kuraguin, las mujeres y el vino.

Querida.

Entre nosotros.

La condesa Apraksine.

Mamá.

Primo.

Los primos están peligrosamente juntos.

Literalmente, al pie de la letra.

Querida amiga.

Mi príncipe, errare humanum est (errar es humano), pero…

Está bien, está bien…

Buenos días, prima.

¡Adiós, mi príncipe, que Dios os bendiga!

Adiós, querida.

Salteado al vino de Madeira.

Mi muy honorable Alphonse Karlich.

Que cuenta con ganar una renta del Estado.

Ahí está el equilibrio… como dice el proverbio.

Sí, señora.

No, señora.

¿Conoce el proverbio?

Eso nos va como anillo al dedo.

Completamente.

Le pido un poco.

Inglesa.

¿Verdad?

Un bastardo.

Y todo lo demás.

Protegida.

Henos aquí.

Se lo suplico.

Es ridículo. Veamos.

Pero, mi príncipe.

150 km.

Padre.

Vamos, deprisa, deprisa…

Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá… (Es la versión española tradicional de esta canción francesa de principios del siglo xviii, que dice en su versión original: «Dios sabe cuándo vendrá»).

Mademoiselle Bourienne, he aquí otro admirador del granuja de su emperador.

Ya sabe que no soy bonapartista, mi príncipe.

Comprenderlo todo es perdonar.

Gracias, amigo mío.

Partero, comadrón.

Kutúzov.

André, ¿ya?

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Lleva Guerra y paz contigo