Kim

Capítulo 8

8

Algo debo al suelo en que crecí,

más a la vida que me alimentó.

Pero más a Alá, quien dio

a mi cabeza dos mitades.

Me quedaría sin camisa ni zapatos,

amigos, pan o tabaco,

antes que perder por un instante

cualquiera de esas mitades.

«El hombre con dos mitades»

—Entonces, en el nombre de Dios, cambia el rojo por el azul —sugirió Mahbub refiriéndose al color hindú del vergonzoso turbante de Kim.

Kim contraatacó con un viejo dicho:

—«Cambiaré mi fe y mi ropa de cama, pero tú debes pagar por ello».

El comerciante rompió a reír con tantas ganas que a punto estuvo de caerse del caballo. En una tienda a las afueras de la ciudad realizaron el cambio, y Kim adoptó la apariencia, externa al menos, de un mahometano.

Mahbub alquiló una habitación frente a la estación de trenes, mandó a buscar una deliciosa comida, con los mejores dulces de almendra y requesón [nosotros lo llamamos balushai] y tabaco de picadura fina de Lucknow.

—Esta carne es mejor que la que comí con los sijs —comentó Kim sonriendo mientras se acomodaba— y, sin duda, no dan estos avituallamientos en mi madrasa.

—Tengo ganas de recibir noticias de esa madrasa. —Mahbub se llenaba la boca con grandes bolas de cordero especiado y frito en grasa con repollo y cebollas doradas de guarnición—. Pero primero cuéntame, al detalle y sin mentiras, la forma en que huiste. Porque, ¡oh, Amigo de Todo el Mundo! —se aflojó el cinturón a punto de reventar—, no creo que sea muy frecuente que un sahib, hijo de un sahib, huya de ese lugar.

—¿Cómo iban a hacerlo? No conocen el país. No fue nada —respondió Kim, e inició su relato. Cuando llegó a la parte del disfraz y el encuentro con la muchacha del bazar, Mahbub Alí perdió la compostura. Se reía con sonoridad y se palmeaba el muslo.

Shabash! Shabash! ¡Oh, bien hecho, renacuajo! ¿Qué dirá el sanador de turquesas cuando oiga todo esto? Bueno, despacio, escuchemos lo que aconteció luego, paso a paso, no omitas nada.

A continuación, paso a paso, Kim relató sus aventuras entre toses mientras el tabaco de intenso aroma le inundaba los pulmones.

—Yo dije… —empezó a decir Mahbub Alí con un gruñido—, dije que el poni se había soltado para jugar al polo. El fruto ya está maduro, salvo que debe aprender a medir las distancias con su paso, y a utilizar las varas de medición y las brújulas. Ahora escucha. He desviado el látigo del coronel para salvarte el pellejo, y eso no es un favor baladí.

—Cierto. —Kim dio una calada con serenidad—. Es cierto.

—Aunque también es cierto que este ir y venir no es nada conveniente.

—Eran mis vacaciones, hayyi. Fui esclavo durante varias semanas. ¿Por qué no iba a escapar si la escuela estaba cerrada? Además, viviendo con mis amigos y ganándome el pan, como hice con los sijs, he ahorrado al coronel sahib muchos gastos.

A Mahbub le temblaron los labios bajo el acicalado bigote mahometano.

—¿Qué son un par de rupias —el patán abrió la mano con gesto despreocupado— para el sahib coronel? Las gasta por interés, de ninguna forma por amor a ti.

—Eso —empezó a decir Kim con parsimonia— lo sé hace mucho tiempo.

—¿Quién te lo dijo?

—El mismísimo sahib coronel. No con tantas palabras, pero con la claridad suficiente para alguien que no tenga un tocho por cabeza. Sí, me lo dijo en el terén cuando íbamos hacia Lucknow.

—Me alegro. Entonces te contaré más, Amigo de Todo el Mundo, aunque al contártelo ponga mi cabeza en tus manos.

—Ya me la entregaste —dijo Kim con profunda satisfacción—, en Ambala, cuando me subiste a tu caballo después de que el tambor me pegara.

—Habla con más claridad. Todo el mundo puede contar mentiras salvo tú y yo. Porque bien podría ser que me entregaran tu cabeza con un simple gesto de mi dedo.

—Es algo que también sé —añadió Kim mientras colocaba el ascua en su cigarrillo—. Es un lazo que nos une con gran fuerza. De hecho, tu situación es más segura que la mía, porque ¿quién echaría de menos a un muchacho muerto a palos, o tirado a un pozo al borde del camino? Por otro lado, la mayoría de las personas de este lugar, de Simla y más allá de los pasos se preguntarían: «¿Qué ha sido de Mahbub Alí?», si lo encontraran muerto entre sus caballos. Además, no me cabe duda de que el sahib coronel haría sus averiguaciones. Aunque, insisto —Kim arrugó el rostro con expresión astuta—, el coronel no haría demasiadas preguntas para que las personas no empezaran a preguntarse: «¿Qué tiene que ver este sahib coronel con ese vendedor de caballos?». Pero yo, si viviera…

—Aunque seguramente vas a morir…

—Tal vez, pero digo que si viviera, yo y solo yo sabría que alguien había acudido de noche, como un vulgar ladrón, al soportal de Mahbub Alí en el caravasar, y que allí lo había asesinado. O bien antes o bien después, ese ladrón había registrado a fondo todas las alforjas y las suelas de sus sandalias. ¿Es eso algo que contar al coronel, o él me diría (recuerdo todavía cuando me envió a por una caja de cigarros que no había dejado olvidada): «Qué significa para mí Mahbub Alí»?

Una gruesa columna de humo ascendió hasta el techo. Se hizo un largo silencio. A continuación, Mahbub Alí habló con admiración:

—¿Y con todas esas cosas en la cabeza te acostabas y te volvías a levantar entre todos los hijitos de los sahibs en la madrasa y aceptabas con docilidad los mandatos de tus profesores?

—Es una orden —respondió Kim de manera insulsa—. ¿Quién soy yo para discutir una orden?

—Un refinado hijo de Eblis —contestó Mahbub Alí—. Pero ¿qué es esa historia del ladrón y el registro?

—Es lo que vi la noche que mi lama y yo dormimos junto a tu casa en el caravasar de Cachemira —explicó Kim—. La puerta quedó abierta, y me parece que esa no es tu costumbre, Mahbub. El hombre llegó con la seguridad de alguien que sabía que no regresarías pronto. Yo tenía el ojo pegado a un agujero que había en un nudo del tablón. Lo registró todo como si estuviera buscando algo: ni una manta, ni estribos, ni bridas, ni cacharros de bronce… sino algo pequeño y muy bien escondido. De no ser así, ¿para qué iba a meter un alambre entre las suelas de tus sandalias?

—¡Ah! —exclamó Mahbub Alí, y sonrió con amabilidad—. Y tras ver esas cosas, ¿qué historia imaginaste, Pozo de la Verdad?

—Ninguna. Me llevé la mano al amuleto, que tengo siempre pegado a la piel, y, al recordar el pedigrí de un semental blanco que había descubierto al morder un pedazo de pan musulmán, me fui a Ambala con la sensación de que habían puesto sobre mis hombros una pesada carga. En ese momento, de haber podido elegir, hubiera entregado tu cabeza. Me hubiera bastado con decir a ese hombre: «Aquí tengo una nota, que no puedo leer, relacionada con un caballo». ¿Qué hubiera ocurrido entonces? —Kim miró de reojo a Mahbub sin levantar las cejas.

—Después de eso, puede que hubieras vuelto a beber agua en dos ocasiones, tal vez en tres. No creo que en más de tres —se limitó a responder Mahbub Alí.

—Es cierto. Eso se me pasó por la cabeza, pero sobre todo se me pasó por la cabeza que te aprecio, Mahbub. Por tanto, fui a Ambala, como ya sabes, pero (y esto no lo sabes) permanecí oculto entre la hierba del jardín para ver lo que el sahib coronel Creighton haría al leer el pedigrí del semental blanco.

—¿Y qué hizo? —fue lo único que preguntó Mahbub, pues Kim había acaparado la conversación.

—¿Das las noticias por amor o las vendes? —preguntó Kim.

—Compro y vendo. —Mahbub se sacó una moneda de cuatro anas del cinturón y la levantó en el aire.

—¡Ocho! —exclamó Kim, dejándose llevar de forma mecánica por el instinto de mercachifle de Oriente.

Mahbub rió y guardó la moneda.

—Es demasiado fácil negociar en ese mercado, Amigo de Todo el Mundo. Cuéntamelo por amor. Cada uno tiene la vida del otro en sus manos.

—Muy bien. Vi al sahib Jang-i-Lat [el comandante en jefe] llegar como invitado a una gran cena. Lo vi en el despacho del sahib Creighton. Vi cómo los dos leían el pedigrí del semental blanco. Oí las órdenes para iniciar una gran guerra, nada más y nada menos.

—¡Ah! —Mahbub asintió con la cabeza y la mirada enardecida—. El juego está bien jugado. Ahora la guerra ha terminado, y la mala hierba, eso esperamos, ha sido arrancada de raíz gracias a ti y a mí. ¿Qué hiciste luego?

—Convertí la noticia en señuelo para procurarme avituallamiento y hacer méritos entre los habitantes en una aldea cuyo sacerdote drogó a mi lama. Pero me quedé con la bolsa donde el anciano llevaba el dinero, y el brahmán no encontró nada. Así que a la mañana siguiente estaba furioso. ¡Ja, ja! ¡Y también saqué provecho de la noticia cuando caí en manos de ese regimiento blanco con su toro!

—Eso fue algo descabellado —dijo Mahbub con el ceño fruncido—. Las noticias no son para irlas tirando como tortas de bosta, sino para usarlas con moderación, como el bhang.

—Así lo creo ahora y, además, no me ayudó mucho. Pero ocurrió hace tiempo. —Hizo un gesto como de borrarlo todo de un plumazo con su mano de piel morena—. Desde entonces, y sobre todo en las noches transcurridas bajo el punka de la madrasa, he pensado largo y tendido en todo ello.

—¿Se me permite preguntar adónde puede haber llegado el pensamiento del nacido del cielo? —preguntó Mahbub, con un retorcido sarcasmo, mesándose su barba roja.

—Se te permite —respondió Kim, y le devolvió la pelota con el mismo tono—. Dicen en Nucklao que ningún sahib debe reconocer un error ante su hombre negro.

Mahbub se golpeó el pecho con la mano, porque llamar a un patán «hombre negro» [kalad admi] es un insulto a su estirpe. Luego hizo memoria y rió.

—Hable, sahib, su hombre negro escucha.

—Pero no soy un sahib —replicó Kim—, y reconozco haber cometido un error al maldecirte, Mahbub Alí, ese día en Ambala en que pensé que un patán me había traicionado. Estaba aturdido, porque acababan de atraparme y quería matar a ese tambor de casta baja. Hayyi, ahora entiendo que fue una decisión acertada, y veo ante mí, con claridad, el camino hacia un servicio de provecho. Me quedaré en la madrasa hasta madurar.

—Bien dicho. Ante todo, es importante aprender las distancias, los números y el uso de la brújula para ese juego. Hay alguien que espera en lo alto de las montañas para enseñártelo.

—Aprenderé sus enseñanzas con una condición: que se me conceda mi tiempo de libertad sin cuestionarlo cuando la madrasa esté cerrada. Pide eso al coronel en mi nombre.

—Pero ¿por qué no pedírselo al coronel en la lengua de los sahibs?

—El coronel está al servicio del gobierno. Una orden basta para que se traslade, y debe pensar en su propio ascenso. (¡Fíjate en cuánto he aprendido ya en Nucklao!). Además, hace solo tres meses que conozco al coronel. Hace seis años que conozco a Mahbub Alí. ¡Pues, bueno!, iré a la madrasa, aprenderé en la madrasa y seré un sahib en la madrasa. Pero cuando la madrasa esté cerrada, seré libre e iré con mi pueblo. Si no, ¡moriré!

—¿Y cuál es tu pueblo, Amigo de Todo el Mundo?

—Esta enorme y hermosa tierra —respondió Kim agitando una mano por la diminuta habitación de adobe, donde la lámpara de aceite ardía en su hornacina con intensidad y traspasaba el humo del tabaco con su luz—. Y además, volveré a ver a mi lama. Y además, necesito dinero.

—Eso es lo que necesita todo el mundo —comentó Mahbub con tosquedad—. Te daré ocho anas, porque de las pezuñas de los caballos no se saca mucho dinero, y deben bastarte para varios días. En cuanto a todo lo demás, estoy encantado, y no hace falta hablarlo más. Date prisa en aprender, y en tres años, o puede que menos tiempo, serás de ayuda, incluso para mí.

—¿Acaso he sido un estorbo hasta ahora? —preguntó Kim con una risita infantil.

—No me repliques —gruñó Mahbub—. Eres mi nuevo mozo de cuadras. Ve a dormir con mis hombres. Están cerca del extremo norte de la estación, con los caballos.

—Me echarán al extremo sur de la estación a palos si llego sin autorización.

Mahbub se palpó el cinturón, mojó el pulgar en una pastilla de tinta china y lo presionó sobre un pedazo de terso papel de fabricación local. Los hombres conocían esa huella de líneas toscas con la cicatriz que la cruzaba en diagonal desde Balj hasta Bombay.

—Esto basta como prueba para mi capataz. Yo iré por la mañana.

—¿Por qué camino? —preguntó Kim.

—Por el camino que sale de la ciudad. Solo hay uno, y luego regresaremos con el sahib Creighton. Te he ahorrado una paliza.

—¡Por Alá! ¿Qué es una paliza cuando uno puede perder la cabeza?

Kim se desplazó con sigilo en la noche, rodeó casi por completo el edificio, manteniéndose pegado a la pared, y se alejó de la estación un kilómetro y medio, más o menos. Luego dio una vuelta bastante grande y se tomó un tiempo para regresar, pues necesitaba inventar una historia por si alguno de los criados de Mahbub le hacía preguntas.

Estaban acampados en una parcela de tierra baldía junto a la vía del tren y, como eran nativos, no habían descargado los vagones en los que viajaban las bestias de Mahbub, que se encontraban entre una consigna de caballos de raza nativa comprados por la compañía de tranvías de Bombay. El capataz, un mahometano desgarbado con ojos de tísico, se apresuró a desafiar a Kim, pero se contuvo al ver la huella dactilar de Mahbub.

—El hayyi me ha honrado dándome trabajo —dijo Kim con irritación—. Si esto lo pones en duda, espera a que llegue por la mañana. Mientras tanto, hacedme sitio junto al fuego.

A continuación se oyó el consabido balbuceo inútil de todos los nativos de casta baja que se produce en cualquier ocasión. El murmullo fue acallándose, y Kim se tumbó junto al grupito de seguidores de Mahbub, prácticamente debajo de las ruedas de uno de los vagones con caballos, con una manta prestada como cubierta. A decir verdad, una cama entre cascotes y restos de balasto en una noche húmeda no habría sido del gusto de muchos chicos blancos. Sin embargo, Kim se sentía encantado. El cambio de escenario, alrededores y trabajo eran como oxígeno para su naricilla, y pensar en las pulcras y blancas camas de San Javier, alineadas bajo los punkas, le producía un placer tan intenso solo comparable a la repetición de las tablas de multiplicar en inglés.

«Soy muy mayor —pensó en la duermevela—. Cada mes que pasa me vuelvo un año mayor. Era muy joven, y un necio por si fuera poco, cuando llevé el mensaje de Mahbub a Ambala. Incluso cuando estaba con ese regimiento de blancos, era muy joven y pequeño, y un ignorante. Pero ahora aprendo a diario, y dentro de tres años, el coronel me sacará de la madrasa y me dejará volver al camino con Mahbub para ir en busca de pedigrís de caballos, o tal vez pueda viajar solo. O tal vez me encuentre con el lama y viaje con él. Sí, eso es lo mejor. Avanzar otra vez como chela, con mi lama, cuando él regrese a Benarés».

Los pensamientos eran cada vez más lentos e inconexos. Estaba sumergiéndose en el dulce país de los sueños cuando oyó un susurro, tenue y agudo, de un volumen más alto que el murmullo monótono alrededor del fuego. Provenía de detrás de las placas metálicas del vagón que transportaba los caballos.

—Entonces, ¿no está aquí?

—Dónde iba a estar si no de jarana en la ciudad. ¿Quién busca a una rata en un estanque de ranas? Vamos. No es nuestro hombre.

—No debe atravesar los pasos una segunda vez. Esa es la orden.

—Contrata a un par de mujeres para que lo droguen. No son más que un par de rupias, y no quedarán pruebas.

—Salvo las mujeres. Debe ser algo más seguro, y recuerda que su cabeza tiene un precio.

—Sí, pero la policía tiene el brazo largo, y estamos lejos de la frontera. ¡Si ahora estuviera en Peshawar!

—Sí… en Peshawar —repitió con sorna el otro hombre—. Peshawar, llena de los de su misma sangre, de refugios y de mujeres detrás de cuyas ropas se ocultará. Sí, Peshawar y Jehannum serían igual de convenientes.

—Entonces, ¿cuál es tu plan?

—¡Qué tonto eres!, ¿es que no te lo he contado ya más de cien veces? Hay que esperar hasta que se acueste, y luego… Un tiro certero. Los vagones están entre nosotros y nuestra presa. Debemos volver a cruzar las vías y seguir por nuestro camino. No sabrán de dónde ha llegado el tiro. Hay que esperar aquí al menos hasta el amanecer. ¿Qué clase de faquir eres que te debilitas por un rato de vigilancia?

«¡Ajá! —pensó Kim con los ojos bien cerrados—. Una vez más se trata de Mahbub. ¡No hay duda de que el pedigrí de un semental blanco no es algo que convenga vender a los sahibs! O puede que Mahbub haya vendido otras noticias. ¿Y ahora qué hay que hacer, Kim? No sé dónde se aloja Mahbub, y si regresa antes del amanecer, le dispararán. Eso no te beneficia, Kim. Además, no es un asunto que incumba a la policía. No beneficiaría a Mahbub —soltó una risita casi audible—, y no recuerdo ninguna lección de Nucklao que pueda servirme. ¡Por Alá! Aquí está Kim y allí están ellos. Para empezar, Kim tiene que levantarse e irse, para no levantar sospechas. Las pesadillas interrumpen el sueño, así que…».

Se apartó la manta de la cara, y se levantó de pronto lanzando un terrible alarido ininteligible, característico de los asiáticos sobresaltados por una pesadilla.

—¡Urrr, urrr, urrr! ¡Ya-la-la-la! Narain! ¡El churel! ¡El churel!

Un churel es el malvado fantasma de una mujer que ha muerto durante el parto. Acecha en los caminos solitarios, tiene los pies vueltos del revés y conduce a los hombres al tormento.

El aullido tembloroso de Kim fue aumentando de volumen hasta que al final se puso en pie de un salto y avanzó sonámbulo y tambaleante, mientras el campamento al completo le insultaba por haberlo despertado. A unos veinte metros de la vía, volvió a tumbarse, y se guardó bien de que los hombres que susurraban oyeran sus gruñidos y gemidos mientras se recuperaba. Pasados unos minutos, se arrastró hasta el camino y se escabulló en la espesa oscuridad.

Avanzó con cuidado hasta que llegó a una alcantarilla, y se escondió en su interior, con la barbilla a la altura de la piedra de albardilla. Desde allí podría vigilar todo el tránsito nocturno sin ser visto.

Pasaron dos o tres carros con su tintineo de cascabeles al dirigirse hacia las afueras; un policía con tos y un caminante apresurado o dos que iban cantando para ahuyentar a los malos espíritus. Luego se oyeron las pisadas de las patas herradas de un caballo.

«¡Ah! Ese sí que parece Mahbub», pensó Kim cuando la bestia se asustó al ver la cabecita que asomaba por la alcantarilla.

—¡Eh, Mahbub Alí! —susurró—, ¡acércate con cuidado!

Mahbub refrenó el caballo y la bestia estuvo a punto de levantarse sobre las patas traseras. Al final la obligó a inclinarse sobre la alcantarilla.

—Nunca más volveré a traer un caballo herrado a una misión nocturna —dijo Mahbub—. Se les meten en las pezuñas todos los desperdicios y clavos de la ciudad. —Descabalgó para levantar la pata delantera al caballo y, de esta forma, colocó la cabeza a un palmo de la de Kim—. Abajo, mantente abajo —murmuró—. La noche tiene mil ojos.

—Dos hombres te esperan detrás de los vagones de caballos. Te dispararán cuando estés durmiendo, porque tu cabeza tiene un precio. Lo he oído mientras dormía junto a los caballos.

—¿Los has visto? Estate quieto, ¡rey de los demonios! —Eso se lo chilló con furia al caballo.

—No.

—¿Uno iba vestido como de faquir?

—Uno le dijo al otro: «¿Qué clase de faquir eres que te debilitas por un rato de vigilancia?».

—Bien. Vuelve al campamento y acuéstate. No moriré esta noche.

Mahbub volvió a montar, dio media vuelta y desapareció. Kim se arrastró por la alcantarilla hasta llegar al lugar que estaba justo delante del sitio donde se había apostado por segunda vez, cruzó las vías como una comadreja y volvió a acomodarse bajo la manta.

«Al menos Mahbub ya está avisado —pensó satisfecho—. Sin duda hablaba como si hubiera estado esperándolo. No creo que esos dos hombres puedan sacar provecho de la vigilancia de esta noche».

Transcurrió una hora y, pese a poner todo el empeño del mundo en mantenerse despierto toda la noche, se durmió profundamente. De tanto en tanto, pasaba rugiendo un tren nocturno sobre las vías de acero a unos seis metros de donde él se encontraba. Sin embargo, Kim hacía gala de la impasibilidad oriental ante el ruido, y ni siquiera todo ese ajetreo lograba perturbar su sueño.

Mahbub no estaba en absoluto dormido. Le molestaba sobremanera que las personas ajenas a su tribu, a las que no afectaban las intrigas en las que se veía involucrado de vez en cuando, lo persiguieran para quitarle la vida. Su primer y natural impulso fue cruzar el tramo de vía de más adelante, retroceder y, tras dar caza por la espalda a quienes deseaban su bienestar, sesgar sus vidas sin dilación. No obstante, reflexionó con tristeza que, de hacerlo así, otro departamento del gobierno, que no tenía relación alguna con el coronel Creighton, podría exigirle explicaciones que serían difíciles de dar. Además, le constaba que más allá de la frontera del sur, la aparición de un cadáver o dos provocaba un gran revuelo. No se había encontrado en esa clase de aprietos desde que había enviado a Kim a Ambala con el mensaje, y tenía la esperanza de haber acabado por fin con cualquier sospecha.

Entonces tuvo una idea brillantísima.

—Los ingleses dicen siempre la verdad —comentó en voz alta—, por tanto, a nosotros, los de este país, siempre nos toman el pelo. ¡Que Alá se apiade de mí si digo la verdad a un inglés! ¿Para qué está la policía del gobierno si a un pobre kabulí le roban los caballos de sus propios vagones? ¡La situación es tan mala como en Peshawar! Debería poner una reclamación en la estación. Mejor todavía, ¡me quejaré a un joven sahib de los ferrocarriles! Se muestran entusiastas en su trabajo y, si atrapan a los ladrones, queda constancia de que han cumplido con honores sus deberes.

Ató el caballo a la entrada de la estación, y llegó al andén con paso decidido.

—¡Buenas, Mahbub Alí! —exclamó un joven ayudante del superintendente de tráfico local que estaba esperando para realizar su recorrido por la vía. Era un joven de rostro caballuno, alto, de cabello hirsuto, ataviado con un deslucido traje de lino blanco—. ¿Qué hace aquí? ¿Ha venido a vender sus jacas?

—No, no estoy preocupado por mis caballos. He venido a buscar a Lutuf Ullah. Tengo un vagón cargado al final de la vía. ¿Podrían entrar a robar en él sin que se enterasen los funcionarios del ferrocarril?

—No lo creo, Mahbub. Puede poner una reclamación contra nosotros si ocurre.

—He visto a dos hombres acuclillados debajo de las ruedas de uno de los vagones durante casi toda la noche. Pero los faquires no roban caballos, así que no le he dado más vueltas. He decidido ir a ver a Lutuf Ullah, mi socio.

—¿Qué diantre ha hecho? ¿Y no se ha preocupado más por lo que ha visto? Créame, es una suerte que le haya encontrado. Qué pinta tenían esos dos, ¿eh?

—No eran más que faquires. Puede que solo se hayan llevado un poco de grano de uno de los vagones. Hay muchos a lo largo de la vía. El Estado no echará de menos esa cantidad. He venido aquí en busca de mi socio, Lutuf Ullah…

—Ahora no importa su socio. ¿Dónde están sus vagones de caballos?

—A este lado de la vía, un poco más allá de donde fabrican los focos para los trenes.

—¡La garita del cambio de agujas! ¡Sí!

—Y en la vía más cercana al camino, a mano derecha, mirando en esta dirección. Pero, en cuanto a Lutuf Ullah, es un hombre alto con la nariz rota y que tiene un galgo persa… ¡Oiga!

El chico había salido a toda prisa para despertar a un joven y entusiasta policía, puesto que, según dijo, los ferrocarriles habían sufrido bastantes hurtos en la estación de mercancías. Mahbub Alí soltó una risita que quedó oculta tras su barba teñida.

«Irán dando fuertes pisotones con sus botas, harán ruido y se preguntarán por qué no están los faquires. Son unos muchachos muy inteligentes el sahib Barton y el sahib Young».

Permaneció de brazos cruzados durante un par de minutos, esperando verlos correr a toda prisa por la vía, listos para la acción. Un tren ligero entró con suavidad a la estación, y Mahbub alcanzó a ver al joven Barton en la cabina.

«He cometido una injusticia con ese chico. No es un ningún tonto —pensó Mahbub Alí—. ¡Tomar el tren para atrapar a un ladrón es una nueva estrategia!».

Cuando Mahbub Alí llegó a su campamento al amanecer, nadie creyó que valiera la pena informarle de lo ocurrido durante la noche. Nadie, salvo un pequeño mozo de cuadras que acababa de entrar al servicio del gran hombre, a quien Mahbub convocó en su diminuta tienda para que lo ayudara a embalar unas cosas.

—Lo sé todo —anunció Kim entre susurros mientras se agachaba sobre las alforjas—. Llegaron dos sahibs en el terén. Yo iba corriendo en la oscuridad a ese lado de la vía mientras el terén avanzaba con lentitud. Se abalanzaron sobre dos hombres escondidos bajo este vagón. (Hayyi, ¿qué hago con este montón de tabaco? ¿Lo envuelvo en papel y lo coloco bajo el saco de la sal? Bien). Y los redujeron. Pero uno de los hombres golpeó a uno de los sahibs con un cuerno de ciervo de faquir —Kim se refería a las negras astas de antílope, que son la única arma de un faquir—, y corrió la sangre. Así que el otro sahib, que primero dejó a su atacante sin sentido, golpeó al agresor del cuerno con un revólver que había caído de manos del primer sahib. Bramaban enfurecidos, como si se hubieran vuelto locos.

Mahbub sonrió con una resignación divina.

—¡No! No se trata tanto de un dewani [locura o un caso para el tribunal civil, la palabra puede utilizarse en ambos sentidos] como de un nizamut [caso criminal]. ¿Has dicho un revólver? Eso son diez años enteros entre rejas.

—Entonces, los dos se quedaron quietos, pero creo que estaban prácticamente muertos cuando los subieron al terén. Se les tambaleaba la cabeza sola. Y hay muchísima sangre en la vía. ¿Vienes a verlo?

—Ya he visto sangre antes. La cárcel es un lugar seguro, allí darán nombres falsos y nadie los encontrará en mucho tiempo. Eran enemigos míos. Nuestros destinos penden de un hilo. ¡Menuda historia para el sanador de perlas! Ahora ocúpate de las alforjas y los cacharros de cocina. Descargaremos los caballos y nos marcharemos a Simla.

Con rapidez —como entienden los orientales la rapidez, entre largas explicaciones, conversaciones plagadas de blasfemias y pronunciadas con parsimonia, con despreocupación, entre cientos de comprobaciones por pequeños detalles olvidados—, el caótico campamento se levantó y llevó a media docena de erguidos e inquietos caballos por el camino de Kalka bajo el frío del alba bañada por la lluvia. Kim, considerado como el favorito de Mahbub Alí por todos los que querían estar a bien con el patán, no era requerido para trabajar. Avanzaron por los tramos más sencillos, y se detenían cada pocas horas en algún refugio del camino. Son muchos los sahibs que viajan por el camino de Kalka, y, como dice Mahbub Alí, todo joven sahib que se precie se considera experto en caballos, y aunque esté hasta arriba de deudas con el prestamista, debe fingir que va a comprar un ejemplar. Esa era la razón por la que un sahib tras otro, que pasaban en sus transportes, se detenían y hablaban con desparpajo sobre los caballos. Algunos llegaron a descender de sus coches para palpar las patas de los animales; hacían preguntas estúpidas o, por mera ignorancia de la lengua vernácula, insultaban groseramente al imperturbable vendedor.

—Cuando negocié por primera vez con sahibs, y eso fue en la época en que el sahib coronel Soady era gobernador del Fuerte Abazai e inundó el campamento del comisario por venganza —confesó Mahbub a Kim mientras el muchacho rellenaba su pipa a la sombra de un árbol—, no sabía hasta qué extremo eran idiotas, y eso me enfureció. Así… —Y contó a Kim la historia sobre el origen de una expresión, mal empleada de forma inocente, que multiplicó el regocijo del muchacho—. Ahora entiendo, no obstante —exhaló el humo con cachaza—, que a ellos les ocurre lo mismo que a todos los hombres: para ciertas cuestiones son inteligentes, y para otras son unos zotes. Es una tremenda necedad utilizar la palabra incorrecta para dirigirse a un desconocido, pues, aunque el corazón no albergue intención alguna de ofensa, ¿cómo iba a saberlo el desconocido? Es más probable que se apreste a averiguar la verdad con una daga.

—Cierto, dices verdad —afirmó Kim con solemnidad—. Los necios hablan de un gato cuando una mujer va a alumbrar, por ejemplo. Lo he oído.

—Por tanto, en una situación como en la que tú te encuentras, te corresponde recordar esto con dos mentalidades distintas. Entre los sahibs, jamás olvides que eres un sahib; entre las gentes del Hind, recuerda siempre quién eres… —Hizo una pausa y sonrió de forma misteriosa.

—¿Qué soy yo? ¿Musulmán, hindú, jaino o budista? Es un verdadero entuerto.

—Eres un descreído, sin lugar a dudas y, por tanto, estarás condenado. Eso dicta mi ley, o eso creo yo. Pero también eres mi Amigo de Todo el Mundo, y te tengo en alta estima. Eso dice mi corazón. Esta cuestión de los credos es como los caballos. El hombre sabio sabe que los caballos son buenos, que se puede sacar provecho de todos, y en cuanto a mí, aunque soy un buen suní y odio a los hombres de Tirah, podría pensar lo mismo de todos los credos. Ahora bien, una yegua de Kathiawar sacada de los arenales de su lugar de nacimiento y llevada al oeste de Bengala acabará desplomándose… De nada sirve un semental de Balj (y no habría mejores caballos que los de Balj, si no tuvieran tan cargadas las espaldas) en los vastos desiertos del norte, comparado con los camellos bactrianos que allí he visto. Por tanto, mi sentir es que los credos son como los caballos. Cada uno tiene cierto valor en su propio país.

—Pero mi lama dice algo totalmente distinto.

—¡Oh, es un viejo soñador de Bhotiyal! Me siento algo celoso, Pequeño Amigo de Todo el Mundo, de que vieras tanta valía en un hombre tan poco conocido.

—Es cierto, hayyi, pero al contemplar su valía, en mi corazón florece el amor por él.

—Y en su corazón el amor por ti, según tengo entendido. Los corazones son como los caballos. Van y vienen a su antojo, y se rebelan al bocado y la espuela. Da un grito a Gul Sher Jan para que ate con más fuerza las riendas de ese semental zaino. No quiero que se arme una pelea de caballos en todas las paradas de descanso, y encerraremos al caballo pardo y al negro enseguida… Ahora escúchame; ¿es necesario para el bienestar de tu corazón ver a ese lama?

—Es parte de mi obligación —dijo Kim—. Si no lo veo, y si lo apartan de mí, saldré de esa madrasa de Nucklao y, cuando me haya ido, ¿quién volverá a encontrarme?

—Es cierto. Jamás ha existido un potro enjaezado con más laxitud que tú. —Mahbub hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—No tengas miedo. —Kim habló como si pudiera haberse esfumado de un momento a otro—. Mi lama ha dicho que vendrá a visitarme a la madrasa…

—Un mendigo y su cuenco en presencia de esos jóvenes sa…

—¡No todos! —interrumpió Kim con un grito—. Muchos de ellos tienen los ojos azulados y las uñas ennegrecidas por la sangre de la casta baja. Son hijos de mehteranis, cuñados del bhungi [barrendero].

No es necesario recorrer todo el árbol genealógico, pero Kim dejó claro lo que quería decir, y lo hizo con desgana mientras masticaba un trozo de caña de azúcar.

—Amigo de Todo el Mundo —empezó a decir Mahbub apartando la pipa que el muchacho tenía que limpiar—, he conocido a muchos hombres, mujeres y niños, y no pocos sahibs. En todos los días de mi existencia nunca había conocido un diablillo como tú.

—¿Y por qué? Si yo siempre te digo la verdad.

—Tal vez ese sea el porqué, porque este es un mundo de peligros para el hombre honesto. —Mahbub Alí hizo fuerza para levantarse del suelo, se ciñó el cinturón y se dirigió hacia los caballos.

—¿O mejor te la vendo?

El tono con que lo preguntó provocó que Mahbub se detuviera en seco y se volviera.

—¿Qué nueva diablura…?

—Ocho anas y te lo cuento —respondió Kim sonriendo—. Atañe a tu tranquilidad.

—¡Oh, Shaitan! —Mahbub entregó el dinero.

—¿Recuerdas aquel asuntillo de los ladrones en la oscuridad, en Ambala?

—Puesto que iban en busca de mi cabeza, no lo he olvidado en absoluto. ¿Por qué?

—¿Recuerdas el caravasar de Cachemira?

—Estoy a punto de darte un buen tirón de orejas, sahib.

—No hará falta, patán. El segundo faquir, al que los sahibs golpearon hasta dejar inconsciente, era el hombre que fue a registrar tu soportal en Lahore. Le vi la cara cuando lo subían al vagón. Era el mismo hombre.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Oh, irá a la cárcel, y estará a buen recaudo durante unos años. No hay necesidad de contar más de lo necesario de una sola vez. Además, antes no necesitaba dinero para dulces.

Allah kerim! —exclamó Mahbub Alí—. Me pregunto si algún día te dará por vender mi cabeza por un puñado de dulces.

Kim recordará mientras viva ese largo y pausado viaje desde Ambala, a través de Kalka y los cercanos Jardines de Pinjore hasta Simla., Una crecida repentina del río Gugger se llevó a un caballo (muy valioso, sin duda), y Kim estuvo a punto de ahogarse entre los guijarros que llevaba la corriente. Más adelante, los caballos salieron corriendo desbocados a causa de un elefante del Gobierno, y como estaban muy bien alimentados por la hierba del lugar, costó un día y medio volver a reunirlos. Luego se encontraron con Sikandar Jan, que llevaba unos jamelgos invendibles —restos de su cuadra—, y Mahbub, que poseía más conocimiento del trato con los caballos en una sola uña que Sikandar Jan en todas sus tiendas, se vio forzado a comprarle dos de los peores, y eso supuso ocho horas de laboriosa diplomacia y una incalculable cantidad de tabaco. Sin embargo, fue todo una pura delicia. El tortuoso camino, que ascendía para luego descender en picado, y se aproximaba serpenteando a los ramales de las montañas; el rubor del alba proyectado sobre las lejanas nieves; los cactus con sus brazos dispuestos en una infinidad de hileras en las rocosas laderas; el murmullo de un millar de torrentes de agua; la cháchara de los monos; los solemnes cedros del Himalaya, que ascendían en sucesión con sus ramas caídas; la panorámica de las llanuras que se extendían a sus pies; el incesante tañido de los cuernos de los tonga y la repentina revelación de sus caballos cuando tomaban una curva; las paradas para las oraciones (Mahbub cumplía con religiosidad las abluciones, y los cánticos cuando el tiempo no apremiaba); los parlamentos nocturnos en los lugares de descanso, cuando los camellos y los bueyes rumiaban con solemnidad y de forma simultánea, y los impasibles arrieros hablaban de las nuevas del camino. Todas esas cosas henchían de vida el corazón de Kim, que daba saltos en su pecho.

—Pero cuando ha terminado el canto y el baile —dijo Mahbub Alí—, llega el sahib coronel, y eso no es bueno.

—¡Es una buena tierra!, ¡una tierra hermosísima esta del Hind!, y la tierra de los cinco ríos es la más hermosa de todas —exclamó Kim medio canturreando—. Viajaré al interior de este país si Mahbub Alí o el coronel me levantan la mano. Cuando me haya ido, ¿quién me encontrará? Hayyi, ¿no está allí la ciudad de Simla? ¡Por Alá, qué ciudad!

—El hermano de mi padre, que era un anciano cuando el sahib Mackerson era un recién llegado en Peshawar, recordaba cuando todavía había solo dos casas allí.

Condujo a los caballos por el camino principal hasta el bazar de Simla, que quedaba más abajo: la madriguera que asciende desde el valle hasta el ayuntamiento en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Un hombre que sepa orientarse en ese lugar puede burlar a la policía de la capital veraniega de la India; sus galerías, callejones y escondrijos están comunicados entre sí con gran ingenio. Allí viven los que proporcionan los placeres a la ciudad de la alegría: jhampanis que empujan los rickshaws de las bellas damas que salen de noche y juegan hasta el amanecer; vendedores de víveres, de aceite, de antigüedades, leñadores, sacerdotes, rateros y funcionarios nativos del gobierno. Allí los cortesanos hablan de asuntos que se supone son secretos absolutos del Consejo de la India, y allí se reúnen todos los «sub-subagentes» de la mitad de los estados del país. Además, allí alquiló Mahbub Alí una habitación, mucho mejor protegida que su soportal de Lahore, en la casa de un vendedor de reses mahometano. También era un lugar donde se obraban milagros, porque allí entró, en la penumbra, un mozo de cuadras mahometano y, una hora después, salió un muchacho euroasiático —el tinte de la muchacha de Lucknow era el de mejor calidad— con un atuendo que le sentaba fatal.

—He hablado con el sahib Creighton —anunció Mahbub Alí—, y, por segunda vez, la Mano de la Amistad ha desviado el Látigo de la Calamidad. Dice que has perdido seis días en el camino, y que es demasiado tarde, por tanto, para enviarte a cualquier escuela de las montañas.

—El sahib coronel todavía no está al corriente de ese acuerdo. Tienes que alojarte en casa del sahib Lurgan hasta que llegue la hora de partir a Nucklao.

—Preferiría alojarme contigo, Mahbub.

—No eres consciente del honor que se te hace. Te lo pide el sahib Lurgan en persona. Te dirigirás a las montañas y llegarás por el camino hasta la cima, y allí olvidarás durante un tiempo que me has visto o que has hablado conmigo, Mahbub Alí, el que vende caballos al sahib Creighton, a quien tú no conoces. Recuerda esta orden.

Kim asintió con la cabeza.

—Bien —accedió—, y ¿quién es ese tal sahib Lurgan? No, no. —Entendió el significado de la mirada de doble filo de Mahbub—. En realidad, nunca he oído ese nombre. ¿Es por casualidad… —bajó el tono de voz— uno de nosotros?

—¿Qué quiere decir con eso de «nosotros», sahib? —respondió Mahbub Alí con el tono que se utiliza con los europeos—. Yo soy patán, usted es sahib e hijo de sahib. El sahib Lurgan tiene una tienda entre las demás tiendas europeas. Toda Simla lo sabe. Pregunte allí… y, Amigo de Todo el Mundo, es alguien a quien hay que obedecer hasta el último parpadeo de sus pestañas. Los hombres dicen que hace magia, pero eso a usted no le importa. Suba a la montaña y pregunte. Aquí empieza el Gran Juego.

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