Kim

Introducción

Introducción

I

Kim es una obra excepcional tanto en la vida y la trayectoria profesional de Rudyard Kipling como en la literatura inglesa. Vio la luz en 1901, doce años después de que Kipling hubiera dejado la India, el lugar que lo vio nacer en 1865 y el país con el que siempre se le relacionó. Sin embargo, un aspecto del libro más interesante aún es que se trata de la única obra de ficción extensa de Kipling en la que logra mantener el interés del lector y demuestra madurez. Aunque resulta una lectura entretenida en la adolescencia, también puede ser una lectura que suscite respeto e interés años más tarde, tanto para el lector de a pie como para el crítico literario. Las otras obras de ficción de Kipling son relatos (o recopilaciones de los mismos, como los dos Libros de la selva), u obras más extensas, plagadas de imperfecciones (como Capitanes intrépidos, La luz que se apaga y Stalky y Cía., obras cuyas cualidades, si bien interesantes, quedan eclipsadas a menudo por errores de coherencia, visión o valoración). Solo Joseph Conrad, otro maestro del estilo, puede equipararse a Kipling, coetáneo apenas unos años más joven, por haber descrito la experiencia del imperio con tanta intensidad, y aunque ambos artistas fueron notablemente diferentes en tono y estilo, transmitieron a un público británico esencialmente insular y provinciano el colorido, el sensual encanto y lo poético de la campaña británica en el extranjero. De ambos autores, fue Kipling —menos irónico, de técnica menos introspectiva y menos ambiguo que Conrad— quien tuvo un gran número de seguidores en sus primeros años. No obstante, para los lectores de literatura inglesa, ambos escritores han sido siempre una suerte de enigma: sus estudiosos han descubierto dos personalidades excéntricas, a menudo problemáticas, más dadas a la circunspección o incluso a la evitación que a la reflexión y al sometimiento.

Sin embargo, mientras las visiones más destacadas de Conrad con respecto al imperialismo versan sobre África en El corazón de las tinieblas (1902), los Mares del Sur en Lord Jim (1900) y Sudamérica en Nostromo (1904), la obra más relevante de Kipling se centra en la India, un territorio que Conrad jamás visitó ni trató en su literatura. Y en realidad, la India fue la más vasta, duradera y rentable de todas las posesiones coloniales de Gran Bretaña. Desde el momento en que la primera expedición británica llegó a ese país, en 1608, hasta que el último virrey británico abandonó el territorio en 1947, la India desempeñó un papel cada vez más importante e influyente en la vida británica, en el comercio y los negocios, en la industria, la política, las ideologías, la guerra y, a mediados del siglo , en la esfera cultural y creativa. En la literatura y el pensamiento británicos, la lista de grandes nombres relacionados con la India y que escribieron sobre ella es asombrosa, puesto que incluye a William Jones, Edmund Burke, William Makepeace Thackeray, Jeremy Bentham, James y John Stuart Mill, lord Macaulay, Wilfred Scawen Blunt, Harriet Martineau, E. M. Forster y, por supuesto, Rudyard Kipling. El papel de Kipling en la definición, la evocación y la formulación de lo que era la India para el imperio británico en su etapa de madurez, justo antes de que su estructura empezara a debilitarse y resquebrajarse, es de vital importancia.

Kipling no solo escribió sobre la India, él era de la India. Su padre, John Lockwood, un distinguido académico, profesor y artista, que es la persona en que se inspira el bondadoso conservador del museo de Lahore que aparece en el primer capítulo de Kim, era maestro en la India británica. Rudyard nació en ese país en 1865 y durante los primeros años de su vida habló indostaní y se asemejaba bastante al personaje de Kim: era un sahib con atuendo de nativo. A la sazón de seis años, su hermana y él viajaron a Inglaterra para iniciar su escolarización. Aunque la experiencia de sus primeros años en Inglaterra (al cuidado de una tal señora Holloway en Southsea) fue terrible y profundamente traumática, le proporcionó un imperecedero tema de inspiración: la relación entre la juventud y la autoridad hostil, que Kipling describió con gran complejidad y ambivalencia a lo largo de toda su vida. Más tarde, Kipling asistió a uno de los colegios privados de menor rango para hijos de funcionarios coloniales, el United Services College en Westward Ho! (el colegio más importante era Haileybury, pero estaba reservado a los miembros de las más altas esferas del funcionariado público colonial). Kipling regresó a la India en 1882. Su familia seguía allí, así que durante siete años, tal como relataba en su autobiografía póstuma Algo de mí mismo, trabajó como periodista en el Punjab: primero en la Civil and Military Gazette y más tarde en The Pioneer. Sus primeros relatos surgieron a raíz de esa experiencia y se publicaron en un ámbito local. Además, en esa época empezó a escribir poesía (o, mejor dicho, lo que T. S. Eliot llamó «versos»), compilada por primera vez en Departmental Ditties (1886). Kipling se marchó de la India en 1889 y no volvió a vivir allí, aunque, al igual que Proust, durante el resto de su vida alimentó su obra con los recuerdos de sus primeros años en la India. Más adelante, Kipling vivió durante un tiempo en Estados Unidos (y se casó con una estadounidense) y en Sudáfrica, pero se estableció en Inglaterra a partir del año 1900; finalizó Kim en Rottingdean, en Sussex, donde vivió hasta su muerte en 1936. No tardó en adquirir una gran popularidad y un gran número de lectores. En 1907 le fue concedido el premio Nobel. Sus amigos eran ricos y poderosos, entre ellos se contaban el rey Jorge V, Stanley Baldwin (primo del escritor) y Thomas Hardy. Asimismo, cabe destacar que muchos escritores de renombre (entre ellos, Henry James y Joseph Conrad) hablaban con respeto de él. Una vez finalizada la Primera Guerra Mundial (en la que murió su hijo John), su visión de la vida se ensombreció de manera considerable. Aunque seguía siendo un conservador imperialista, sus relatos de visión sombría sobre Inglaterra y su futuro, junto con excéntricos y casi teológicos cuentos sobre animales, anunciaban también un cambio en su reputación. Al morir, se le concedieron los honores que Gran Bretaña reservaba a sus más ilustres escritores. Enterrado en la Abadía de Westminster, sigue siendo una institución de las letras inglesas. Si bien es cierto que se mantuvo siempre un tanto al margen de la gran tendencia general, fue reconocido aunque despreciado, valorado aunque jamás canonizado por completo.

Los admiradores y acólitos de Kipling han hablado a menudo de sus descripciones de la India como si la India sobre la que él escribió fuera intemporal, inalterable y un escenario «imprescindible», un lugar casi tan poético como su verdadera concreción geográfica. En mi opinión, esta visión es una interpretación radicalmente mala de obras como Kim, El libro de la selva y los primeros volúmenes de relatos. Si la India de Kipling posee cualidades de lo esencial e inmutable es porque, por diversas razones, el autor la veía así. Al fin y al cabo, no suponemos que los últimos relatos de Kipling sobre Inglaterra o sus historias sobre la guerra de los Bóers versen sobre una Inglaterra o una Sudáfrica esenciales; más bien, conjeturamos, de forma correcta, que en sus relatos Kipling describía, y en cierto sentido reformulaba con imaginación, las sensaciones que le evocaban los lugares en momentos concretos. Lo mismo puede decirse de la India de Kipling, que debe interpretarse —como la interpretaremos en estas páginas— como un territorio dominado por Gran Bretaña durante trescientos años, y que en ese momento histórico empezaba a plantear los problemas del creciente malestar que acabaría en la descolonización y la independencia.

Por tanto, hay dos factores que deben estar presentes a la hora de leer Kim. El primero, nos guste o no, es que no deberíamos olvidar que su autor no solo escribe desde el punto de vista dominante de un hombre blanco que describe una posesión colonial, sino también desde la óptica de un sistema colonial cuya economía, funcionamiento e historia prácticamente habían adquirido la condición de hecho de la naturaleza. Esto suponía que a un lado de la línea divisoria colonial estaba la Europa cristiana blanca y que sus diversos países, sobre todo Gran Bretaña y Francia, aunque también Holanda, Bélgica, Alemania, Italia, Rusia, Estados Unidos, Portugal y España, controlaban aproximadamente el 85 por ciento de la superficie de la Tierra cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Al otro lado de la línea divisoria había una inmensa variedad de territorios y razas, todos ellos considerados de segunda fila, inferiores, dependientes o sometidos. La división entre blancos y no blancos, en la India y en cualquier otro lugar, era absoluta, como se comenta a lo largo de Kim: un sahib es un sahib, y ningún grado de amistad ni de camaradería puede cambiar las nociones elementales de la diferencia racial. Kipling no podría haber cuestionado esa diferencia, ni el derecho de los europeos blancos a gobernar, al igual que no podría haber participado en la polémica disputa por la cordillera del Himalaya.

El segundo factor es que Kipling era una entidad histórica, no menos que la mismísima India, por supuesto, aunque ante todo, era un artista de primer orden. Escribió Kim en un momento particular de su trayectoria profesional, en un período concreto de la cambiante relación entre el pueblo británico y el indio. Aunque Kipling se resistía a reconocerlo, la India ya estaba inmersa en la dinámica de oposición directa al mandato británico (el Partido del Congreso Indio se había creado en 1880, por ejemplo). De forma paralela, en la casta británica dominante de los funcionarios coloniales, tanto militares como civiles, se habían producido importantes cambios de actitud como resultado de la Gran Rebelión de 1857. Así pues, los británicos y los indios habían evolucionado juntos. Contaban con una historia interdependiente, a pesar de que la competencia, la animosidad y la compasión los mantenían separados y en algunas ocasiones los unían. La complejidad de una novela excepcional como Kim subyace en que se trata de una parte muy esclarecedora de esa historia, y por su abundancia de énfasis, inflexiones, inclusiones y exclusiones deliberadas, como cualquier obra de arte, se hace más interesante, porque Kipling no era un personaje neutral en la situación angloindia, sino un destacado actor de la misma.

Tampoco deberíamos olvidar que, aunque la India consiguió la independencia (y quedó dividida) en 1947, la cuestión global de la interpretación de la historia india y la británica en el período posterior a la descolonización sigue siendo un tema de debate acalorado, aunque no siempre edificante. Por ejemplo, algunos indios sienten que el imperialismo dejó una huella indeleble en la vida india y la distorsionó. Por ello, tras varias décadas de independencia, y seguramente durante muchos más años, la economía india, sangrada por las necesidades y prácticas británicas, sufriría las consecuencias. Por el contrario, hay intelectuales británicos, personajes políticos e historiadores que opinan que renunciar al imperio —cuyos símbolos eran el canal de Suez, el golfo de Adén y la India— fue negativo para Gran Bretaña y negativo para los «nativos», que habían sufrido la decadencia en varios aspectos desde que el hombre blanco los había abandonado. Un hito en el constante debate sobre el pasado imperial fue la vívida controversia que iniciaron en 1984 Conor Cruise O’Brien en un artículo de The Observer y Salman Rushdie, que en un ensayo de fabulosa argumentación publicado en el segundo número de la revista Granta sugería que la moda que llamó «revival del Raj británico», promovida por el cine y la televisión de forma simultánea con la guerra de las Malvinas, era un intento de restablecer el prestigio, si no la misma realidad, del imperio hacía tiempo extinguido. Era la época en que se adaptó para la televisión la obra de M. M. Kaye Pabellones lejanos y el fabuloso relato de Paul Scott «El cuarteto del Raj» (que inspiró la serie La joya de la corona), mientras películas como Gandhi y Pasaje a la India fueron grandes éxitos de taquilla. O’Brien dio la réplica diciendo que este fenómeno no era más que el llanto de los antiguos pueblos colonizados, que intentaban obtener una injustificada compasión por los errores cometidos para enmendarse en el presente.

Si leemos Kim en la actualidad, vemos que trata más o menos el mismo conjunto de temas. ¿Presenta Kipling a los indios como inferiores o en cierto sentido iguales aunque diferentes? Sin duda alguna, un lector indio dará una respuesta centrada en algunos aspectos más que en otros (por ejemplo, en las visiones estereotipadas de Kipling sobre el carácter oriental, que algunos calificarían de racistas), mientras que los ingleses y muchos lectores estadounidenses subrayarían las cariñosas descripciones de la vida india en la Grand Trunk Road (la Gran Vía). Así pues, ¿cómo leer Kim, si debemos tener presente siempre que el libro es, al fin y al cabo, una novela, que contiene más de una historia que debemos recordar, que la experiencia imperial, aunque se ha considerado a menudo como una cuestión exclusivamente política, también fue una experiencia que penetró en la vida cultural y estética?

Algunos elementos de Kim sorprenderán a todos los lectores, al margen de la política y la historia. Se trata de una novela de abrumadora masculinidad, con dos hombres de un maravilloso atractivo —un muchacho que vive los primeros años de la edad adulta y un sacerdote anciano y esteta— como protagonistas. A su alrededor encontramos toda una serie de hombres, algunos de ellos compañeros, otros colegas y amigos, que componen la más importante y definitoria realidad de la novela. Mahbub Alí, el sahib Lurgan, el gran babu, así como el soldado retirado indio y su gallardo hijo el jinete de caballería, además del coronel Creighton, el señor Bennett y el padre Victor, por mencionar solo a unos cuantos de los numerosos personajes de esta obra colosal: todos ellos hablan la lengua que los hombres utilizan para comunicarse entre sí. Las mujeres de la novela se encuentran en inferioridad numérica, y todas están envilecidas o no son dignas de merecer la atención masculina. Son prostitutas, viudas ancianas o mujeres pertinaces y lozanas como la mujer de Shamlegh; según cree Kim, el hecho de que las mujeres lo acosen supone una dificultad para jugar al Gran Juego, que se juega mejor solo con hombres. Así que además de encontrarnos en un mundo masculino dominado por los viajes, el comercio, la aventura y la intriga, nos encontramos en un mundo célibe, en el que el romanticismo común de la ficción y la perdurable institución del matrimonio se han sorteado, evitado, casi ignorado. A lo sumo, las mujeres echan una mano: compran billetes de tren por encargo, cocinan, atienden a los enfermos y… molestan a los hombres.

Es más, el mismo Kim, aunque en la novela pasa de los trece a los dieciséis o diecisiete años, sigue siendo un niño, con la pasión infantil por las artimañas, las travesuras, los ingeniosos juegos de palabras, la inventiva. Al parecer, Kipling sintió durante toda su vida cierta autocompasión hacia el niño que fue, acuciado por el mundo adulto de dominantes maestros de escuela y sacerdotes (el señor Bennett es un ejemplo especialmente despreciable de ello), cuya autoridad debe tenerse siempre en cuenta; hasta que otra figura de poder, como el coronel Creighton, aparece y trata al joven con una compasión comprensiva, aunque no menos autoritaria. La diferencia entre la escuela San Javier, a la que Kim acude durante algún tiempo, y su servicio en el Gran Juego (el servicio secreto británico en la India) no estriba en la mayor libertad que otorga este último; bien al contrario, las exigencias del Gran Juego son más rigurosas. La diferencia se encuentra en el hecho de que el primero impone una autoridad fútil, mientras que las exigencias del Gran Juego requieren de Kim una disciplina emocionante y precisa, a la que, de forma paradójica, él cede. Desde el punto de vista de Creighton, el Gran Juego es una suerte de economía política de control, en el que, tal como le cuenta en una ocasión a Kim, el mayor pecado es la ignorancia, el no saber. Sin embargo, para Kim, el Gran Juego no puede percibirse en todos sus complejos patrones, aunque puede disfrutarse al máximo como una especie de travesura prolongada. Los escenarios en los que Kim pone en práctica sus artimañas, regatea y conversa con los adultos, con los amigables y los hostiles por igual, son indicativos del inagotable caudal de Kipling a la hora de disfrutar como un niño del mero placer momentáneo de participar en un juego, en cualquier juego.

No obstante, no deberíamos dejarnos confundir por estos placeres infantiles. No entran en contradicción, en absoluto, con el propósito político global del control británico sobre la India y el resto de los dominios de Gran Bretaña en el extranjero. Un ejemplo perfecto de esta extraña mezcolanza (quizá para nosotros) de diversión y resuelta seriedad política es el concepto que tiene lord Baden-Powell de la organización de los boy scouts, que se creó e inició su andadura entre 1907 y 1908. Como contemporáneo casi exacto de Kipling, B. P., como llamaban a lord Baden-Powell, hablaba marcado por una gran influencia de los muchachos de Kipling en general y de Mowgli en particular. Tal como entendemos sus ideas sobre la «muchachología», B. P. introdujo esas imágenes directamente en un gran esquema de autoridad imperial que culminaba en la gran estructura boy scout, que «fortifica la muralla del imperio». La reciente investigación de Michael Rosenthal, contenida en su excelente libro The Character Factory: Baden-Powell’s Boy Scouts and the Imperatives of Empire, confirma, sin lugar a dudas, esa notable conjunción de diversión y servicio, ideada para producir generación tras generación de leales servidores del imperio: pequeños de clase media, vivarachos, ávidos e ingeniosos. Al fin y al cabo, Kim no solo es irlandés, sino que pertenece a una casta social inferior, y esas condiciones, a ojos de Kipling, hacen más atractiva su candidatura para el servicio. B. P. y Kipling coinciden en otros dos puntos importantes: que los muchachos deben concebir la vida y el imperio como elementos gobernados por leyes inviolables, y que el servicio es más agradable cuando se concibe como algo menos parecido a un relato —lineal, continuo, temporal— y más parecido a un campo de juegos: multidimensional, discontinuo y espacial. El historiador J. A. Mangan lo resume de forma brillante en su reciente libro The Games Ethic and Imperialism.

Con todo, Kipling posee una perspectiva tan amplia y tiene una sensibilidad tan poco corriente ante la variedad de posibilidades humanas que da rienda relativamente suelta a otra de sus predilecciones emocionales. Compensa el régimen de la ética del servicio presente en Kim con el personaje del lama y con lo que representa para Kim, y viceversa. Pues, aunque desde el principio de la novela el servicio secreto está dispuesto a llamar a filas a Kim, el habilidoso muchacho ya se ha sentido cautivado por el hecho de convertirse en el chela (discípulo) del lama, incluso en el momento inicial del primer capítulo. No obstante, esa relación casi idílica entre dos compañeros posee una interesante genealogía. Al igual que numerosas novelas de la literatura estadounidense (Huckleberry Finn, Moby Dick y El cazador de ciervos son las primeras que nos vienen a la memoria), Kim celebra la amistad entre dos hombres en un entorno difícil y en ocasiones hostil. Aunque el territorio fronterizo estadounidense y la India colonial son escenarios bastante distintos, ambos confieren mayor prioridad a lo que ha dado en llamarse «creación de vínculos afectivos masculinos» frente a las relaciones domésticas o amorosas entre hombre y mujer. Algunos críticos han especulado sobre la soterrada motivación homosexual de esas relaciones, aunque también existe la motivación cultural que se asocia, desde hace tiempo, con los lances transitorios protagonizados por un aventurero (con su esposa o madre, si es que existen, en la seguridad del hogar) y sus compañeros, como Jasón u Odiseo, o incluso, como ejemplo más claro, los más cautivadores Don Quijote y Sancho Panza, en la búsqueda de un sueño especial. Sobre el terreno, dos hombres pueden viajar juntos con mayor facilidad, y pueden acudir al rescate de su compañero de forma más creíble, que si los acompañara una mujer. Al menos, eso es lo que ha mantenido la larga tradición de historias de aventuras: desde Odiseo y su tripulación hasta el Llanero Solitario y Tonto, Holmes y Watson, Batman y Robin.

Por su parte, el piadoso gurú de Kim pertenece, además, a la categoría de peregrinación o búsqueda religiosa común a todas las culturas. Sabemos que Kipling era admirador de Los cuentos de Canterbury de Chaucer y de El progreso del peregrino de Bunyan, aunque Kim se asemeja mucho más a la obra de Chaucer que a la de Bunyan. Kipling comparte la capacidad de observación del poeta inglés del siglo para el detalle díscolo, el personaje peculiar, la estampa realista de la vida, el divertido enfoque de las debilidades y placeres humanos. Sin embargo, a diferencia tanto de Chaucer como de Bunyan, Kipling se muestra menos interesado en la religión por sí misma (aunque no dudamos en ningún momento de la piedad del lama) en comparación con el colorido local, la escrupulosa atención al detalle exótico y la realidad del Gran Juego, que todo lo abarca. Con todo, la grandeza del logro de Kipling es que sin desmerecer al anciano, ni menospreciar en ningún sentido la pintoresca sinceridad de su búsqueda, lo sitúa con firmeza en la órbita protectora del dominio británico en la India. Esto queda simbolizado en el primer capítulo cuando el anciano conservador del museo británico regala al lama sus anteojos. Se trata de un acto que incrementa el prestigio espiritual de ese hombre y su autoridad, y consolida la razón y la legitimidad del benévolo dominio de Gran Bretaña.

En mi opinión, han sido numerosos los lectores de Kipling que han malinterpretado, e incluso negado, esa visión. Sin embargo, no debemos olvidar que el lama depende de Kim para obtener sustento y orientación, y que el logro de Kim reside en no haber traicionado los valores del lama ni haberse relajado en su misión como aprendiz de espía. A lo largo de la novela, Kipling deja claro que el lama, pese a ser un hombre sabio y bondadoso, necesita la juventud de Kim, su orientación y su ingenio. Hay incluso un momento de reconocimiento explícito por parte del lama sobre su absoluta necesidad del muchacho en la cuestión religiosa. Se produce hacia el final del capítulo 9, cuando, en Benarés, el lama cuenta la jâtaka, la parábola del joven elefante («nuestro mismísimo Señor») que libera al elefante anciano (Ananda), mortificado por un grillete que no se abre en la pata. Sin duda, el lama considera a Kim su salvador. Más adelante, después de un fatídico enfrentamiento con los agentes rusos que alientan la insurrección contra Gran Bretaña, Kim ayuda al lama y este ayuda al muchacho. Entonces se produce una de las escenas más conmovedoras de todas las obras de ficción de Kipling. El lama dice: «Niño, he vivido de tu fuerza como un viejo árbol vive de la cal de un nuevo muro». A su vez, Kim se siente conmovido por el amor hacia su gurú. Sin embargo, jamás descuida sus deberes en el Gran Juego, aunque confiesa al anciano que lo necesita para «otras cosas».

Sin duda, esas «otras cosas» son la fe y la firme determinación. Puesto que en una de sus principales tendencias narrativas, Kim regresa de forma constante a la idea de una búsqueda: el viaje del lama en pos de la de redención de la Rueda de la Vida, cuya compleja representación pictórica lleva encima, y la búsqueda de Kim de un puesto permanente en el servicio colonial. En mi opinión, Kipling no trata con condescendencia la búsqueda del anciano. Lo sigue dondequiera que vaya en su deseo de liberarse de «las vanas ilusiones del cuerpo» y, sin duda, su búsqueda forma parte de nuestro compromiso con la dimensión asiática de la novela. Kipling nos presenta dicha dimensión tan desprovista de falso exotismo que podemos creer en el respeto del novelista por la peregrinación del lama. Además, este personaje inspira interés y aprecio a casi todo el mundo. No es un charlatán, ni un falso mendigo, ni un timador. Cumple con su palabra al conseguir el dinero para la educación de Kim; se reúne con Kim en los momentos convenidos y en los lugares acordados; sus palabras se escuchan con veneración y devoción. En un fragmento de especial belleza del capítulo 14, Kipling cuenta por boca del lama «un fantástico y magnífico relato de brujería y milagros» sobre maravillosos acontecimientos acaecidos en las montañas tibetanas que lo vieron nacer, acontecimientos que el novelista, con cortesía, se abstiene de repetir. A través de este recurso, el escritor transmite que el anciano hombre santo tiene una vida tal que no puede reproducirse en prosa narrativa inglesa.

Con todo, la búsqueda del lama y la enfermedad de Kim al final de la novela se resuelven al mismo tiempo. Los lectores de muchos otros relatos de Kipling estarán familiarizados con lo que el crítico J. M. S. Tompkins ha llamado, no sin razón, «el tema de la curación». Al igual que ocurre en esas otras historias, la narración de Kim avanza de modo inexorable hacia una gran crisis. En una escena inolvidable, Kim ataca a los asaltantes extranjeros que osan golpear al lama, el mapa talismán del anciano queda desgarrado tras el ataque y, a partir de ese instante, ambos yerran por las montañas privados de tranquilidad y con la salud mermada. Kim, por supuesto, espera librarse de su carga: el legajo de documentos que ha robado al espía extranjero. Por su parte, el lama tiene muy presente, incluso hasta hacerse insoportable, lo mucho que debe esperar antes de poder alcanzar sus metas espirituales. En esta estremecedora situación, Kipling presenta a una de las dos grandes mujeres incorregibles de la novela: la mujer de Shamlegh (la otra es la anciana viuda de Kulu), a quien abandonó hace tiempo su sahib «quirlistiano», y que, pese a ello, es fuerte, vital y apasionada. (Este episodio recuerda a uno de los relatos más conmovedores de Kipling, Without Benefit of Clergy, que versa sobre el aprieto en que se ve una mujer amada, aunque nunca desposada, por un difunto hombre blanco).

Se aprecia un leve atisbo de tensión sexual entre Kim y la lozana mujer de Shamlegh, aunque pronto se disipa, pues Kim y el lama reemprenden el camino. Entonces, ¿cuál es el proceso de curación que deben experimentar Kim y el anciano lama antes de poder descansar? Se trata de una pregunta difícil e interesante y, a mi parecer, solo puede responderse tras una pausada reflexión, pues Kipling demuestra la misma cautela al no conducir la narración hacia los confines de una resolución patriotera e imperialista. Debemos tener en cuenta que, pese a haber pasado largo tiempo con Kim y el anciano monje, Kipling no hace que se abandonen con impunidad a las satisfacciones específicas de hacer méritos por un simple trabajo bien hecho. No cabe duda de que esa cautela es una buena práctica novelística. No obstante, existen otros imperativos, emocionales, culturales y estéticos. Kim debe obtener una posición acorde con una identidad por la que ha luchado con terquedad. No ha sucumbido a los trucos de prestidigitador del sahib Lurgan y ha reivindicado el hecho de «ser Kim»; ha mantenido la condición de sahib al tiempo que es un muchacho que corretea con gracilidad por bazares y tejados; ha jugado bien el juego, ha prestado servicio a Gran Bretaña arriesgando en cierta forma su vida; ha rechazado a la mujer de Shamlegh. ¿Dónde podemos situarlo, por así decirlo? ¿Y dónde podemos situar al adorable y anciano clérigo?

Para tratar estas cuestiones, Kipling trama la enfermedad de Kim y, como consecuencia, la desolación del lama. Por otro lado, también utiliza el recurso factible de hacer que el incontenible babu, improbable devoto de Herbert Spencer y mentor nativo y secular de Kim en el Gran Juego, aparezca para garantizar el éxito de las hazañas del protagonista. Gracias a este personaje, Kim entrega sin peligro el paquete de documentos incriminatorios que probarán las maquinaciones franco-rusas y las pícaras triquiñuelas de un príncipe indio. Entonces, Kim empieza a sentir, en palabras de Otelo, que «ya no tiene ocupación»:

Durante todo ese tiempo sintió, aunque no pudiera expresarlo con palabras, que su alma se había desengranado del espacio que lo rodeaba. Era una rueda dentada no adherida a maquinaria alguna, al igual que la rueda de engranajes de una barata moledora de azúcar, abandonada en algún rincón de Beheea. Las brisas lo abanicaban, los loros le chillaban, el barullo procedente de la poblada casa que tenía detrás —riñas, órdenes y reprimendas— retumbaba en sus oídos ensordecidos.

De hecho, Kim ha muerto para este mundo, al igual que un héroe de epopeya, ha descendido a una especie de inframundo, desde el que, si emerge, se levantará más fuerte que antes.

En resumen, la brecha entre Kim y «este mundo» debe cerrarse. Ahora bien, aunque no debemos considerar el fragmento que sigue como la culminación artística de Kipling, el papel que desempeña en la presentación de intenciones de la novela es fundamental. El fragmento tiene la estructura de respuesta que esclarece, de forma gradual, la cuestión que plantea Kim: «Soy Kim. ¿Y qué es Kim?». Esto es lo que ocurre:

No quería llorar, no había sentido menos deseos de llorar en toda su vida, pero, con una facilidad pasmosa, unas estúpidas lágrimas le corrieron por la nariz, y con un chasquido prácticamente audible sintió que las ruedas de su ser volvían a engranarse con el mundo exterior. Las cosas que, un segundo antes, habían pasado sin sentido por el globo ocular adquirieron las proporciones adecuadas. Los caminos servían para andarlos, las casas para habitarlas, el ganado para pastorearlo, los campos para cultivarlos, y los hombres y las mujeres para conversar con ellos. Todos eran reales y verdaderos, con los pies plantados en el suelo, perfectamente comprensibles, arcilla de su arcilla, ni más ni menos.

Poco a poco, Kim empieza a sentirse uno consigo mismo y con el mundo. Kipling desarrolla aún más este tema:

A un kilómetro de distancia, detrás de una joven higuera sagrada, había un carro de bueyes vacío, posado en una pequeña loma —que, por así decirlo, era un puesto de observación que dominaba algunas terrazas recién aradas—. Los párpados, bañados por la suave brisa, le pesaban cada vez más a medida que se aproximaba a la atalaya. El suelo era de tierra limpia, sin esos hierbajos que, aún en vida, ya están medio muertos. Era la tierra esperanzadora que contiene el germen de toda vida. La sintió entre los dedos de los pies, la apisonó con las palmas de las manos y, articulación a articulación, suspirando lujosamente, se tumbó cuan largo era a la sombra del carro inmovilizado con unos listones de madera. Y la madre tierra fue tan leal como la sahiba. Respiró a través de él para insuflarle la vitalidad que había perdido tras haber estado tanto tiempo en cama, alejado de sus beneficiosas corrientes. La cabeza inerte reposaba en su seno, y las manos abiertas se entregaban a su fuerza. El árbol de múltiples raíces que se alzaba sobre él, e incluso la madera muerta talada por el hombre y situada a su vera, sabían lo que él buscaba, como no lo sabía ni él mismo. Yació horas y horas sumido en un sopor más profundo que el sueño.

Mientras Kim duerme, el lama y Mahbub discuten sobre el destino del muchacho. Los dos hombres saben que se ha curado, así que solo queda planificar su vida. Mahbub quiere que regrese al servicio del gobierno. Sin embargo, con la pasmosa ingenuidad que lo caracteriza, el lama sugiere a Mahbub que debería unirse a él, en calidad de gurú, y al chela en su peregrinación por el buen camino. La novela concluye cuando el lama revela a Kim que todo ha salido bien, pues, como dice:

Vi todo el Hind, desde Ceilán, en la costa, hasta las montañas, y mis rocas pintadas de Such-zen; vi todos los campos y todos los pueblos, hasta el más pequeño, donde hayamos podido descansar. Los vi todos a la vez y en un solo lugar; porque estaban dentro de mi alma. Con ello supe que mi alma había trascendido la ilusión del tiempo, el espacio y las cosas. Con ello supe que era libre.

Sin duda, todo esto suena un tanto a jerigonza, pero no debemos despreciarlo en absoluto. La visión enciclopédica que el lama tiene de la libertad se asemeja, de modo sorprendente, al Instituto Topográfico de la India del coronel Creighton, en el que anota sin falta la existencia de cualquier campo y poblado. La diferencia es que lo que podría haber sido un inventario positivista de los lugares y pueblos incluidos en el dominio británico se ha convertido, por la generosa inclusión del lama, en una visión redentora y, por el bien de Kim, terapéutica. Gracias a ello, todo encaja. Además, Kim se encuentra en el eje central, su espíritu errante ha vuelto a engranarse con las cosas «con un chasquido prácticamente audible». Por así decirlo, la metáfora mecánica del alma «encarrilada» en las vías viola, en cierto sentido, la elevada y edificante situación que Kipling intenta describir, pero para un escritor inglés que sitúa en un vasto país como la India la vuelta a la tierra de un joven muchacho blanco, la figura es adecuada. Al fin y al cabo, las líneas de ferrocarril indias eran de factura británica y sin duda garantizaron un mayor control del lugar que en épocas anteriores.

Con todo, deberíamos subrayar que otros escritores antes que Kipling habían recurrido a esa escena en que un personaje «vuelve a asirse a la vida», en particular George Eliot en Middlemarch y Henry James en Retrato de una dama, el segundo con una clara influencia del primero. En ambos casos, la heroína (Dorothea Brooke en un caso e Isabel Archer en otro) se siente sorprendida, cuando no pasmada, por la revelación repentina de la traición de su amante. Dorothea descubre a Will Ladislaw, que, según parece, flirtea con Rosamund Vincy, esposa de Lydgate. Por su parte, Isabel intuye los devaneos entre su esposo, Gilbert Osmond, y madame Merle. Ambas revelaciones están seguidas por una larga noche de padecimientos, de forma similar a la enfermedad de Kim. A continuación, las mujeres despiertan con un nuevo concepto de sí mismas y del mundo. Puesto que las situaciones de ambas novelas son bastante similares, la experiencia de Dorothea Brooke puede aplicarse para describir ambas. La heroína contempla el mundo más allá de «la angosta celda de su calamidad» y ve

[…] los campos en lontananza, al otro lado de las verjas de la entrada. En el camino había un hombre con un fardo a la espalda y una mujer que llevaba un bebé […] sintió la vastedad del mundo y las múltiples vigilias de los hombres dedicadas al trabajo y la resistencia. Formaba parte de esa vida involuntaria y palpitante, y no podía ni contemplarla desde su lujoso refugio como mera espectadora, ni apartar la vista y dejarse cegar por sus quejas egoístas (Middlemarch, capítulo 80).

Tanto Eliot como James idearon estas escenas no solo como despertares morales, sino como momentos en los que la heroína supera a su torturador, y de hecho lo perdona, al verse a sí misma dentro del esquema más general de las cosas. Parte de la estrategia de Eliot, en este caso, consiste en que los planes de Dorothea para ayudar a sus amigos se vean justificados; la escena de la revelación es, por tanto, una confirmación del impulso de estar dentro del mundo, de estar comprometida con él. En Kim, Kipling aplica la misma táctica, con la salvedad de que define el mundo como un entorno favorable para que un alma se encierre en él. La totalidad del fragmento de Kim que he citado con anterioridad destila una suerte de triunfalismo moral desarrollado por su marcada incidencia en el propósito, la voluntad, el voluntarismo: las cosas adquieren la proporción adecuada, los caminos están pensados para ser andados, las cosas son perfectamente comprensibles, están plantadas con solidez en la tierra, etcétera. «Las ruedas» del ser de Kim avanzan por el párrafo al tiempo que vuelven a «engranarse con el mundo exterior». En consecuencia, el conjunto de movimientos se ve reforzado y consolidado por el hecho de que la madre tierra bendice a Kim cuando el muchacho se acuesta junto al carro: «Respiró a través de él para insuflarle la vitalidad que había perdido». Kipling transmite un poderoso deseo, casi instintivo, de devolver el niño a su madre en una relación preconsciente, casta y asexual.

Sin embargo, mientras la descripción de Dorothea e Isabel se enmarca de manera inevitable en una «vida palpitante e involuntaria», se retrata a Kim retomando de forma voluntaria las riendas de la vida que hasta entonces había controlado. A mi parecer, la diferencia es fundamental. Lo que supone la percepción de agudeza renovada que tiene Kim de la autoridad, el «encierro» y la solidez es, en gran medida, una función de la condición de sahib en la India colonial. La naturaleza y los ritmos involuntarios de la salud restablecida llegan a Kim después, y solo después, de que Kipling introduzca el primer gesto histórico-político. Las mujeres europeas o las estadounidenses en Europa tienen el mundo allí para ser redescubierto; no es necesario que nadie en particular lo dirija ni que ejerza su soberanía en él. No ocurre lo mismo en la India, que se sumiría en el caos y la insurrección si no se anduviera de forma correcta por los caminos, no se habitaran las casas de forma apropiada, o no se conversara con hombres y mujeres en el tono adecuado.

En uno de los más brillantes ensayos críticos de Kim, Mark Kinkead-Weekes sugiere que se trata de una pieza inigualable en el grueso de la obra de Kipling, porque lo que el autor había ideado sin duda como resolución de la novela en realidad no funciona. Kinkead-Weekes habla de un triunfo artístico que trasciende incluso las intenciones del autor:

[La novela] es el resultado de una peculiar tensión entre diferentes visiones: la obstinada fascinación por el caleidoscopio de la realidad externa en sí misma; la negatividad que se impregnaba en las actitudes, distintas en cada persona y, en ocasiones, distintas en uno mismo, y, por último, resultado de lo anterior pero en su faceta más intensa y creativa, el victorioso logro de un anti-yo tan poderoso que se convertía en piedra de toque para todo lo demás: la creación del lama. Esto implicó imaginar un punto de vista y una personalidad prácticamente en el otro extremo de la de Kipling. Con todo, esa personalidad se explora en una profundidad tal que no puede más que actuar como catalizador ideado para una síntesis más profunda. A partir de ese reto en concreto —evitar la obsesión personal mediante una investigación más profunda que una simple visión objetiva de la realidad externa, que permite a Kipling ver, pensar y sentir más allá de sí mismo— surgió una nueva visión de Kim, más inclusiva, compleja, humanizada y madura que la de cualquier otra obra del autor.

Pese a lo mucho que podamos estar de acuerdo con algunos puntos de esta interpretación de extraordinaria agudeza, contiene, en mi opinión, un elemento demasiado ajeno a la historia para ser aceptada. Sí, el lama es una especie de anti-yo, y sí, Kipling demuestra cierta empatía a la hora de ponerse en la piel de otro. Pero no, Kipling jamás olvida que Kim es una pieza inseparable de la India británica: el Gran Juego continúa, con Kim como parte de él, sin importar cuántas parábolas idee el lama.

Por descontado, tenemos derecho a leer Kim como una de las novelas pertenecientes a la gran literatura universal, al margen, hasta cierto punto, de su carga de circunstancias históricas y políticas. Aun así, no debemos olvidar las conexiones que contiene con la realidad de su tiempo, y que Kipling observó con tanto cuidado. Sin duda, Kim, Creighton, Mahbub, el babu e incluso el lama ven la India como la veía Kipling: como parte del imperio británico. Y también sin duda, Kipling plasma esta visión hasta el mínimo detalle cuando Kim reafirma sus prioridades británicas, mucho antes de que aparezca el lama para darle su bendición.

A continuación, analizaremos Kim con mayor detenimiento, como parte integral de la historia interdependiente de la India y de Gran Bretaña en la India.

II

Los lectores de la mejor obra de Kipling han intentado, con frecuencia, salvar al autor de sí mismo. A menudo, esta defensa ha servido para confirmar la conocida opinión de Edmund Wilson sobre Kim:

Ahora bien, lo que el lector suele esperar es que Kim se dé cuenta, al final, de que está entregándose al sometimiento de los invasores británicos, a los que siempre ha considerado su propio pueblo [Wilson se refiere al final de la novela, cuando Kim regresa al servicio secreto británico en calidad de agente del imperialismo, y actúa así contra los indios entre los que ha vivido y con los que ha trabajado] y que el resultado sea un conflicto de lealtades. Kipling ha establecido para el lector —y lo ha hecho con un importante efecto dramático— el contraste entre Oriente, con su misticismo y su sensualidad, sus extremos en santidad y vagabundeo, y los ingleses, con su organización superior, su confianza en el método moderno y ese gesto instintivo de barrer los mitos y creencias nativos, como si de telas de araña se tratase. Se nos han enseñado dos mundos totalmente distintos que coexisten y que en realidad no se entienden entre sí, y hemos sido testigos de la oscilación de Kim, que avanza y retrocede entre ambos. Sin embargo, las líneas paralelas nunca se encuentran; las atracciones alternantes que siente Kim jamás generan una lucha genuina […] Por tanto, la ficción de Kipling no pone de manifiesto ningún conflicto fundamental porque Kipling jamás se enfrentó a tal conflicto.

Wilson dice a continuación que el relativo fallo de Kipling en las novelas, su incapacidad para presentar fuerzas sociales importantes en conflicto o «vías incontrolables del destino» opuestas entre sí, puede atribuirse a su incapacidad para enfrentarse a la realidad de lo que suponía verdaderamente la India. Los seguidores de Kipling interpretan esa incapacidad en Kim no como un error, sino, en palabras de Kinkead-Weekes, como una tensión no resuelta de forma deliberada entre distintos puntos de vista, o una síntesis creativa de los mismos.

Hay otra alternativa a estas dos visiones que, en mi opinión, se adecua mejor a la realidad de finales del siglo en la India británica o que la tiene más presente, tal como Kipling y otros la veían. No existe resolución al conflicto entre el servicio colonial que presta Kim y la lealtad hacia sus compañeros indios, no porque Kipling no pudiera planteárselo sino porque para él no había conflicto y porque, obligado es decirlo, uno de los objetivos de la novela era demostrar la ausencia de conflicto en cuanto Kim pone remedio a sus dudas, el lama sacia su anhelo del río y la India se deshace de un par de advenedizos y agentes extranjeros. Sin embargo, no cabe duda de que podría haber existido un conflicto si Kipling hubiera considerado que la India sufría un amargo sometimiento al imperialismo. La realidad es que Kipling no pensaba así: para él, el mejor destino para la India era estar bajo el dominio británico. El problema reside en que si interpretamos a Kipling no solo como un «juglar imperialista» (cosa que no era), sino como alguien que había leído a Frantz Fanon, que había conocido a Gandhi, que había asimilado sus enseñanzas, pero que había porfiado a la hora de dejarse convencer por ambos, se distorsiona gravemente el contexto en el que este autor escribió, un contexto que él refina, elabora e ilumina. No había elementos disuasorios apreciables que se contrapusieran a la visión global del imperialismo que tenía Kipling. Así, jamás entró en conflicto. Aunque, en mi opinión, es de justicia decir que su ficción representa tanto el imperio como la legitimación consciente del mismo, y ambos factores, como ficción (en contraste con la prosa discursiva), producen ironías y problemas, como veremos.

Pensemos en dos episodios de Kim. Poco después de que el lama y su chela dejen Ambala, se encuentran con un anciano y canoso soldado retirado «que había trabajado al servicio del gobierno […] en la época de la rebelión». Para el lector contemporáneo «la rebelión» significaba el episodio más relevante, conocido y violento de la relación angloindia decimonónica: la gran rebelión de los cipayos de 1857, que se inició en Meerut el 10 de mayo de ese mismo año y se propagó de inmediato hasta culminar con la toma de Delhi por parte de los rebeldes. Una enorme cantidad de textos, británicos e indios, se ocupan de la rebelión.

La causa directa de la rebelión fue la sospecha de los soldados hindúes y musulmanes que pertenecían al ejército indio de que engrasaban sus balas con grasa de vaca (impura para los hindúes) y con grasa de cerdo (impura para los musulmanes). Las verdaderas causas de la rebelión eran fruto esencial del mismo imperialismo británico, de un ejército con un gran contingente de nativos a las órdenes de oficiales sahibs, de anomalías del mandato por parte de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Además, existía una gran carga de resentimiento contra el mandato blanco cristiano en un país constituido por diversas razas y culturas, la totalidad de las cuales consideraba, con seguridad, su sometimiento a los británicos como algo degradante. Por añadidura, a ninguno de los rebeldes se le escapaba el hecho de que sobrepasaban altamente en número a sus oficiales superiores.

Sin entrar en la compleja estructura de las actuaciones, motivaciones, acontecimientos ni éticas debatidas hasta la saciedad desde la rebelión (e incluso durante ella), deberíamos tener en cuenta que supuso una clara línea de demarcación para la historia india y la británica. Para los británicos, que al final sofocaron el levantamiento con brutalidad y severidad, todos sus actos fueron represalias; los rebeldes asesinaron a europeos, según afirmaron los británicos, y esos actos probaban, como si fueran necesarias las pruebas, que los indios merecían estar subyugados a la civilización superior de la Gran Bretaña europea. Después de lo ocurrido en 1857, la Compañía Británica de las Indias Orientales fue sustituida por el gobierno de la India, mucho más formal. Para los indios, la rebelión fue un alzamiento nacionalista contra el mandato británico, que se reafirmaba de forma inflexible pese a los malos tratos, la explotación y las protestas de los nativos, que al parecer se desoían. Cuando en 1925, Edward Thompson publicó su influyente tratado breve, The Other Side of the Medal —una apasionada declaración contra el mandato británico y a favor de la independencia india—, señaló la rebelión como el gran acontecimiento simbólico por el que ambos bandos, el indio y el británico, alcanzaron la oposición total y consciente al otro. Thompson demuestra de forma notable que los textos de la historia india y británica divergen, sobre todo en las descripciones de la rebelión. La rebelión, en resumen, enfatizó la diferencia entre colonizadores y colonizados.

En esa situación de nacionalismo y enardecimiento justificado por sus protagonistas, ser indio suponía sentir una solidaridad natural por las víctimas de la represión británica. Para los británicos, suponía sentir repugnancia y agravio —por no mencionar la justificada reivindicación— a la luz de las terribles demostraciones de crueldad «nativa». Para los indios, el no haber albergado esos sentimientos significaba haber pertenecido a una reducida minoría, que sin duda existía, pero que no era en absoluto representativa del sentimiento mayoritario indio. Por tanto, resulta en extremo significativa la elección de Kipling de hacer que el indio que habla de la rebelión —el acontecimiento histórico más importante que precede la acción de Kim en la década de 1880— sea un soldado leal a la corona británica durante la guerra de la independencia, que considera la sublevación de sus compatriotas como un acto demencial. Así pues, no resulta sorprendente que ese hombre sea respetado por los «superintendentes» británicos, que, según nos cuenta Kipling, «se desviaban del camino principal para pasar a visitarlo». Kipling se limita a eliminar la probabilidad de que los compatriotas del soldado lo consideren (cuando menos) un traidor a su pueblo. Y cuando, pasadas unas páginas, el veterano habla al lama y a Kim de la rebelión, su versión de los hechos contiene una gran carga de las razones que daban los británicos sobre lo ocurrido:

La locura consumió a todo el ejército, y sus soldados se volvieron contra sus oficiales. Ese fue el primer acto de vileza, aunque no habría sido irreversible si en ese momento se hubieran refrenado. Pero decidieron matar a las esposas de los sahibs y a sus hijos. Luego llegaron los sahibs de allende los mares y les hicieron rendir cuentas de la forma más estricta.

Reducir el resentimiento indio a la condición de «locura», calificar la resistencia india (como debería haberse llamado) a la insensibilidad británica de «locura», describir los actos indios como la decisión fundamental de matar mujeres y niños británicos, no supone solo una inocente simplificación de la argumentación del nacionalismo indio contra los británicos, sino una simplificación tendenciosa. Es más, cuando Kipling hace que el anciano soldado describa el contraataque de los británicos —con todas las horrendas represiones perpetradas por hombres blancos obstinados en la «moralidad» de sus actos— diciendo que «hicieron rendir cuentas de la forma más estricta» a los rebeldes, abandonamos el mundo de la historia y entramos en el mundo de la polémica imperialista. En ese mundo, el nativo es por naturaleza un delincuente y el hombre blanco es un padre y juez estricto aunque de moral recta. Lo importante de este breve episodio no es solo que nos presenta la exagerada visión británica de la rebelión, sino que Kipling lo pone en boca de un indio cuyo antagonista nacionalista más probable no aparece en ningún momento de la novela. (Un caso similar es el de Mahbub Alí, el leal ayudante de Creighton, que pertenece al pueblo patán. En el contexto histórico, dicho pueblo se encontraba en una situación de rebelión incontrolada contra los británicos durante el siglo . Con todo, Kipling también presenta al personaje de Mahbub como alguien contento con el mandato británico que incluso colabora con él). Tan distante está el autor de enseñarnos dos mundos en conflicto, como lo hizo Edmund Wilson, que se aplica en la presentación de uno solo, y elimina cualquier oportunidad de conflicto de una vez para siempre.

El ejemplo que presentamos a continuación confirma el anterior. Una vez más se trata de un fragmento breve, si bien importante, de la novela. Kim, el lama y la viuda de Kulu van de camino a Saharanpur en el capítulo 4. Se acaba de decir de Kim que «estaba en el centro de ella, más despierto y más emocionado que nadie», siendo ese «ella» de la descripción de Kipling «el mundo de verdad, eso era la vida que él quería: el trajín y el barullo, la cinchadura de los caballos, las dentelladas de los bueyes y el gañido de las ruedas, el encendido de las hogueras y la cocción de los alimentos, y nuevos panoramas con cada mirada de aprobación». Ya hemos visto gran parte de esa cara de la India, con su colorido, sus emociones y su interés, presentados en toda su variedad de forma favorable al lector inglés. Sin embargo, parece, en cierto sentido, que Kipling también creía en la necesaria presencia de una autoridad en la India. Podemos apreciarlo porque solo unas páginas antes, en la amenazadora descripción que hace el anciano soldado de la rebelión, el autor deja entrever su sensación de que era necesario prevenir cualquier «locura» en el futuro. Al fin y al cabo, la India es la causante tanto de la vitalidad local que disfruta Kim como de la amenaza al imperio británico. Un superintendente local pasa a caballo y su aparición da pie a la reflexión siguiente de la anciana viuda:

Son los de esa clase quienes deben velar por la justicia. Conocen el país y las costumbres del país. Los otros, todos los recién llegados de Europa, amamantados por sus madres blancas y que aprenden nuestro idioma en los libros, son peores que la peste. Ellos sí que perjudican a los reyes.

Sin lugar a dudas, algunos indios creían que los agentes de policía británicos conocían el país mejor que los nativos, y que esos agentes —más que los gobernantes indios— debían tomar las riendas del poder. Sin embargo, debemos señalar que en Kim no aparece nadie que cuestione el mandato británico, y nadie menciona ninguno de los enfrentamientos locales que debieron de ser bastante palpables —incluso para alguien tan obstinado como Kipling— a finales del siglo . En cambio, hay un capítulo en el que se dice de forma explícita que un agente de la policía colonial tendría que gobernar la India y, al decir esto, también se añade que la viuda prefiere el agente a la antigua usanza que, al igual que Kipling y su familia, había vivido entre los nativos y, por tanto, era mejor que los burócratas llegados hacía menos tiempo y con formación académica. Kipling no solo reproduce una versión de la argumentación de los que habían dado en llamarse orientalistas en la India —quienes creían que los indios debían ser gobernados a la manera indo-oriental por «manos» indias—, sino que, en este proceso, desprecia como académico todos los enfoques filosóficos o ideológicos enfrentados al orientalismo. Entre esos estilos desacreditados de mandato se encontraba el evangelismo (los misioneros y reformadores, parodiados en el personaje del doctor Bennett), el utilitarismo y el spencerismo (el babu es el personaje con el que se parodia a su ideólogo) y, por supuesto, esos académicos anónimos satirizados con el calificativo de «peores que la peste». Resulta interesante que la aprobación de la viuda, tal y como está formulada, es lo suficientemente amplia para referirse a los agentes de policía como el superintendente, a un flexible educador como el padre Victor y al coronel Creighton.

El hecho de que la viuda exprese una especie de valoración normativa e indiscutible sobre la India y sus gobernantes es la forma que tiene Kipling de demostrar que los nativos aceptan el mandato colonial, siempre que sea la clase de mandato apropiado. Desde la perspectiva histórica, esa ha sido siempre la forma en que el imperialismo europeo se ha presentado como concepto más agradable. Pues, ¿qué sería mejor para la imagen que tenía de sí mismo que los súbditos nativos expresando su aprobación de la sabiduría y el poder extranjeros, al tiempo que aceptaban, de forma implícita, la valoración europea de la sociedad nativa como grupo subdesarrollado, atrasado o degenerado? Si leemos Kim como un relato de aventuras de un muchacho, o como una descripción detalladísima de la vida en la India, no leeremos la novela que Kipling escribió en realidad, tal es el cuidado que se dedica en esta obra a esas deliberadas visiones, supresiones y elisiones. Tal como lo expone Christopher Hutchins en The Illusion of Permanence: British Imperialism in India, a finales del siglo se creó

[…] una India de la imaginación que no contenía elementos ni de cambio social ni de amenaza política. La orientalización era el resultado de ese esfuerzo de concebir la sociedad india como una sociedad carente de elementos hostiles para la perpetuación del mandato británico, puesto que los orientalistas aspiraban al mandato permanente basándose en esa presunta India.

Kim es una contribución fundamental a esa orientalización de la India de la imaginación, y también lo es a eso que los historiadores han dado en llamar «invención de la tradición».

Nos quedan otros aspectos que destacar. La estructura de Kim está plagada de acotaciones sobre la naturaleza inmutable del mundo oriental, sobre todo en contraste con el mundo blanco, no menos inmutable. Ejemplos de lo anterior son las frases: «Kim sabía mentir como un oriental», o, un poco más adelante, «Las veinticuatro que componen el día son idénticas», o, cuando Kim paga los billetes de tren con el dinero del lama y se embolsa un ana por cada rupia, Kipling dice que es: «la inmemorial comisión de Asia»; más adelante, Kipling se refiere al «instinto de mercachifle de Oriente»; en el andén de un tren, los criados de Mahbub «al ser nativos» no han descargado los baúles que deberían haber descargado; la habilidad de Kim, pese al fragor de los trenes, es un ejemplo de «la impasibilidad oriental ante el ruido»; cuando se levanta el campamento, Kipling afirma que se hace con ligereza, como «entienden los orientales la rapidez, entre largas explicaciones, conversaciones plagadas de blasfemias y pronunciadas con parsimonia, con despreocupación, entre cientos de comprobaciones por pequeños detalles olvidados»; los sijs se caracterizan por «el amor que sentían por el dinero»; el babu Hurree une la condición de bengalí con la de ser temeroso; cuando oculta el paquete que ha sustraído a los agentes extranjeros, el babu «escondió el botín por todo su cuerpo, como solo saben hacer los orientales».

Ninguno de estos aspectos es exclusivo de Kipling. Hasta el análisis más superficial de la cultura de finales del siglo revela numerosos ejemplos de sabiduría popular de esa clase, gran parte de la cual, por cierto, sigue en plena vigencia en la actualidad. Es más, como ha demostrado John M. McKenzie en su valioso libro Propaganda and Empire, una amplia variedad de artículos manipuladores, desde postales publicitarias de distintas marcas de cigarrillos, postales turísticas, partituras, espectáculos musicales, soldados de juguete, hasta conciertos de bandas de música, juegos de mesa, almanaques y manuales, ensalzaban el imperio de finales del siglo . Este ensalzamiento solía llevarse a cabo mediante el énfasis en la necesidad del imperio para el bienestar estratégico, moral y económico de Inglaterra, y, al mismo tiempo, mediante la descripción de las razas oscuras o inferiores como profundamente impenitentes, necesitadas de represión, mandato severo y subyugación indefinida. En ese contexto, el culto a la personalidad militar era importante, porque esas personalidades habían partido la crisma a más de un oscuro. Por otra parte, a lo largo del siglo, se dieron diversas razones para mantener los territorios extranjeros. Algunas veces eran los beneficios y otras la estrategia, y aún se daban otras como la competencia con otras potencias imperiales, como en Kim. (En The Strange Ride of Rudyard Kipling, Angus Wilson menciona que, ya a los dieciséis años, Kipling propuso en un debate escolar la moción de que «el avance de Rusia en Asia central es hostil para la potencia británica»). Sin embargo, la única constante en todas ellas es la inferioridad de los que no son blancos. Todo el mundo, desde los patrioteros de clase media baja hasta el más elevado de los filósofos, parece haberse adherido a esta visión.

Se trata de un argumento de gran relevancia. Kim es una obra de gran mérito estético; no puede despreciarse simplemente como la fabulación racista de un imperialista bastante perturbado y ultrarreaccionario. George Orwell estaba sin duda en lo cierto al hablar de la fuerza inigualable de las expresiones y conceptos que Kipling aportó a la lengua —«Oriente es Oriente y Occidente es Occidente»; «la carga del hombre blanco»; «algún lugar al este de Suez»— y también estaba en lo cierto al decir que las preocupaciones de Kipling eran a un tiempo corrientes y permanentes, de un interés apremiante. Ahora bien, algo que explica la poderosa influencia de Kipling es su condición de artista con increíbles dotes. A través de su arte gestó ideas que, por su vulgaridad, habrían tenido mucha menos permanencia sin ese arte. Sin embargo, también explica su poderosa influencia el hecho de que contaba con el respaldo de verdaderos monumentos autorizados de la cultura europea del siglo (a los que podía recurrir). Sus autores expresaban su acuerdo con la idea de que la inferioridad de las razas no blancas, la necesidad que estas razas tenían de ser gobernadas por una civilización superior, y la naturaleza absolutamente inmutable de los orientales, los negros, los primitivos y las mujeres eran axiomas más o menos indiscutibles e incuestionables de la vida moderna. La extraordinaria situación de la teoría racial, que demostraba de forma científica que el hombre blanco estaba en la cumbre del desarrollo y la civilización, es un ejemplo esclarecedor.

Resultaría tediosa, en este contexto, la enumeración de argumentos y nombres: ya he hablado de esos conceptos en Orientalismo. Baste decir que Macaulay, Carlyle, Arnold, Ruskin, J. A. Froude, John Robert Seeley e incluso John Stuart Mill, además de numerosos e importantes novelistas, ensayistas, filósofos e historiadores de renombre, aceptaban como un hecho la división, la diferencia y, utilizando la expresión de Gobineau, la desigualdad de las razas. Además, estas visiones solían tomarse como pruebas que reafirmaban la conveniencia del mandato europeo en las zonas menos desarrolladas del mundo. Una situación muy similar se daba en Francia, Bélgica, Alemania, Holanda y Estados Unidos. Cierto es que se produjeron debates sobre cómo había que gobernar las colonias o sobre la cuestión de posible abandono de algunas de ellas. Con todo, nadie con el poder suficiente para influir en el debate ni en la política pública objetó la superioridad básica del varón blanco europeo, que debía ser siempre quien llevara las riendas al tratar con los nativos. Afirmaciones como «el hindú es intrínsecamente mentiroso y carece de valor moral» eran las manifestaciones de la sabiduría con las que disentían muy pocos, y los gobernadores de Bengala los que menos. De igual forma, cuando un historiador de la India de la talla de sir H. M. Elliot describía su obra, situaba en el núcleo la noción de la barbarie india. En torno a esos conceptos, se agrupaba todo un sistema de pensamiento. El clima y la geografía dictaban ciertos rasgos característicos en los indios; los orientales, según lord Cromer, uno de sus gobernantes más temibles, eran incapaces de aprender a andar por las aceras, de decir la verdad o de aplicar la lógica; los nativos malayos eran holgazanes por naturaleza, así como el europeo del norte era energético e ingenioso. El libro de V. G. Kiernan The Lords of Human Kind nos da una importante idea del grado de propagación de estas visiones. Disciplinas como la economía, la antropología, la historia y la sociología coloniales se construían a partir de estas máximas, con el resultado de que prácticamente hasta el último hombre y mujer europeos que trataban con colonias como la India quedaron por completo aislados de las realidades del cambio y el nacionalismo. Incluso Karl Marx sucumbió a las ideas de inmutabilidad de las poblaciones, agricultura o despotismo asiáticos. Es más, a medida que avanzaba en el tiempo, la obra colonial se iba especializando. Un joven inglés enviado a la India pertenecía a una clase cuyo predominio nacional sobre todos y cada uno de los indios, al margen de que fueran aristócratas o pobres, era absoluto. Escucharía las mismas anécdotas, leería los mismos libros, aprendería las mismas lecciones, asistiría a los mismos clubes que todos los demás jóvenes funcionarios coloniales. Ronnie Heaslop, de la novela de E. M. Forster Pasaje a la India, es un popular retrato de esa clase de personaje.

Todo ello es de gran relevancia para Kim, donde el principal personaje de autoridad sofisticada es el coronel Creighton. Este militar y estudioso de la etnografía, que es algo más que una mera criatura accidental de ficción, surgió de la imaginación de Kipling, ya maduro y definido. Casi con total seguridad, es un personaje extraído de las propias experiencias del autor en el Punjab. Además, existen dos interesantes interpretaciones del personaje: representaba la evolución de los primeros personajes autoritarios en la India colonial o su papel respondía a las necesidades del mismísimo Kipling. En primer lugar, aunque no se ve a Creighton muy a menudo y su personaje no está tan desarrollado como el de Mahbub Alí ni como el del babu, siempre está presente. Es un punto de referencia para la acción, un discreto orquestador de los hechos, un hombre cuyo poder es, sin duda, digno de respeto. Aun así, no es un tirano cruel. Se hace con las riendas de la vida de Kim mediante la persuasión, no por imposición de su rango. Puede ser flexible cuando parece apropiado —¿qué mejor jefe que Creighton podría tener Kim durante sus vacaciones libres y sin compromiso?— y estricto cuando las circunstancias lo precisan.

En segundo lugar, lo que convierte a Creighton en un personaje de especial atractivo es la interpretación que ofrece Kipling de él como funcionario y estudioso colonial. Esta suma de poder y conocimiento data de la misma época en que Conan Doyle inventó el personaje de Sherlock Holmes (cuyo fiel amanuense, el doctor Watson, es un veterano de la frontera nororiental). El detective también es un hombre cuyo enfoque de la vida incluye un saludable respeto de la ley, y el deseo de velar por ella, sumado a un privilegiado intelecto especializado. Tanto Kipling como Conan Doyle presentan a sus lectores hombres cuyo estilo poco ortodoxo de actuación queda racionalizado gracias a campos relativamente nuevos de experiencia convertidos en especialidades casi académicas. El mandato colonial y la investigación criminal cuentan, en ese momento, casi con el mismo grado de respetabilidad y orden que las clásicas y la química. Cuando Mahbub Alí entrega a Kim para que reciba una educación, Creighton, que pasa por alto la conversación que han mantenido, piensa que «puede que ese muchacho no esté perdido del todo si tiene las cualidades que dicen». Creighton ve el mundo desde una óptica sistemática. Le interesa todo lo relativo a la India, porque todo lo que contiene es importante para su mandato. El intercambio entre la etnografía y el trabajo colonial es fluido en el caso de Creighton: puede estudiar al habilidoso chico como futuro espía y como curiosidad antropológica. Por ello, cuando el padre Victor se pregunta si no será demasiado pedir que Creighton solucione un detalle burocrático relacionado con la educación de Kim, el coronel despeja sus dudas: «La transformación de una insignia militar como su toro rojo en una especie de fetiche al que el muchacho venera resulta muy interesante».

Es necesario señalar dos aspectos más sobre Creighton el antropólogo. De todas las ciencias sociales modernas, la antropología es la que está más ligada al colonialismo desde un punto de vista histórico. Ha sido así desde que los antropólogos y etnólogos de mediados del siglo eran consejeros de los gobernantes coloniales sobre los modales y costumbres de los nativos que iban a gobernar. La alusión de Claude Lévi-Strauss a la investigación antropológica en The Scope of Anthropology como «secuela del colonialismo» es un reconocimiento de este hecho; la excelente recopilación de ensayos hecha por Talal Asad, Anthropology and the Colonial Encounter, amplía aún más el análisis de las conexiones. Y, por último, en la reciente novela de Robert Stone sobre la implicación imperialista de Estados Unidos en las cuestiones sudamericanas, Banderas al amanecer, Holliwell, su personaje protagonista, es un antropólogo con vínculos poco claros con la CIA. Kipling fue, sencillamente, uno de los primeros novelistas en describir un vínculo lógico entre la ciencia occidental y el poder político aplicado en las colonias.

En segundo lugar, Kipling siempre se toma en serio a Creighton, que es una de las razones por las que existe el babu. El antropólogo nativo es, sin duda, un hombre inteligente cuya reiterada ambición de pertenecer a la Royal Society de Londres no es del todo infundada. Aun así, casi siempre es cómico, torpe, o en cierto sentido caricaturesco, no porque sea incompetente ni inepto en su trabajo —de hecho, es todo lo contrario— sino porque no es blanco, es decir, jamás podrá ser un Creighton. Kipling, en mi opinión, se muestra muy cauteloso en este sentido. Al igual que no podía imaginar la India en el flujo histórico al margen del control británico, no podía imaginar a indios que fueran tan diligentes y serios en lo que Kipling y muchas otras personas de la época consideraban actividades exclusivamente occidentales. Por tanto, pese a lo encantador y admirable que pueda ser, en la descripción que hace Kipling de él se encuentra el desagradable estereotipo del nativo de ridiculez ontológica, que intenta en vano ser como «nosotros».

He dicho con anterioridad que el personaje de Creighton es, en cierto sentido, la culminación de un cambio que tuvo lugar durante generaciones en la personificación del poder británico en la India. A Creighton lo preceden los aventureros y pioneros de finales del siglo , como Warren Hastings y Robert Clive, hombres cuyo mandato innovador y excesos personales requerían legislación en Inglaterra para domeñar la autoridad ilimitada del Raj. Lo que sobrevive de Clive y Hastings en Creighton es su sentido de la libertad, su disposición a la improvisación, su preferencia por lo informal antes que lo formal. También se alzan a la sombra de Creighton los grandes personajes académicos para quienes su servicio en la India fue una oportunidad de estudiar una cultura extraña: hombres como sir William Jones («el Asiático»), sir Charles Wilkins, Nathaniel Halhed, Henry Colebrooke, Jonathan Duncan. Sin embargo, mientras esos hombres no pertenecían a una empresa nacional, sino a una que era, en esencia, comercial, jamás tuvieron lo que Creighton (y Kipling) tuvo, la sensación de que el trabajo en la India estaba tan modelado y era tan económico (en el sentido literal de la palabra) como el sistema de gobierno. Lo que diferencia a Creighton de los Clive, los Colebrooke y los Halhed es que sus normas son las del gobierno desinteresado, el gobierno no basado en las preferencias y caprichos personales, sino en las leyes, los principios del orden y el control. Creighton personifica la noción de que no puede gobernarse la India a menos que se conozca el país, y conocer el país significa entender su funcionamiento. Esto aparta de inmediato al gobernador del ciudadano de a pie, para quien las cuestiones relativas al bien y el mal, la virtud y el defecto, son a un tiempo apasionantes e importantes. Para la figura del gobierno, la principal prerrogativa no es la cuestión de si algo es bueno o malo y, por tanto, de si debe cambiarse o conservarse, sino si algo funciona o no funciona, si ayuda o dificulta la tarea de gobernar lo que es en realidad una entidad extraña. Así que Creighton satisface a Kipling, que había imaginado una India ideal, inmutable e interesante, como parte integrante del imperio. Era una autoridad ante la que alguien podía ceder.

En un conocido ensayo, Noel Annan afirmaba que la visión que tenía Kipling de la sociedad en sus novelas era similar a la de la nueva sociología, tal como la promulgaron Durkheim, Weber y Pareto.

[La nueva sociología] consideraba la sociedad como nexo de los grupos; y el patrón de comportamiento de esos grupos como algo establecido de forma inconsciente, más que como la voluntad de los hombres o cualquier otra cosa tan vaga como la tradición de una clase, una cultura o una nación, determinada, ante todo, por los actos humanos. Se preguntaban de qué forma estos grupos propagaban el orden o la inestabilidad en la sociedad, mientras que sus predecesores habían preguntado si determinados grupos contribuían a la evolución de la sociedad.

Annan dice a continuación que el planteamiento de Kipling era parecido al discurso de los creadores de la sociología moderna, porque creía que el gobierno eficaz para la India dependía de «las fuerzas del control social [tales como la religión, la ley, las costumbres, las convenciones, la moralidad] que imponían ciertas normas a los individuos que estos violaban por su cuenta y riesgo». A finales del siglo , se había convertido prácticamente en un tópico de la teoría imperialista británica la idea de que el imperio británico se diferenciaba del imperio romano (y, por tanto, era mejor) en que este último se basaba de forma exclusiva en los saqueos y la obtención de beneficios, mientras que el primero era un sistema estricto en el que prevalecían la ley y el orden. El conde de Cromer habla de ello en Ancient and Modern Imperialism, y también el personaje de Marlow en El corazón de las tinieblas, de Conrad. Creighton entiende ese concepto a la perfección, que es la razón por la que trabaja con musulmanes, bengalíes, afganos, tibetanos sin menospreciar sus creencias ni despreciar sus diferencias. En mi opinión, es algo natural que Kipling haya imaginado a Creighton como un científico cuya especialidad incluye el estudio del funcionamiento de una sociedad compleja hasta el más mínimo detalle, en lugar de haber creado a un burócrata colonial, necesario aunque aburrido, o a un codicioso especulador. El humor altanero de Creighton, su cariñosa aunque desapegada actitud con las personas y su pose excéntrica son las cualidades que otorga Kipling a un funcionario ideal destinado a la India. La genealogía de este funcionario es larga, pero su situación presente es el resultado del refinamiento de numerosos y costosos antecedentes, cuantiosos errores y un número bastante importante de logros relevantes.

No obstante, Creighton, el hombre metódico, no solo es responsable del Gran Juego (cuyos principales beneficiarios son, por supuesto, la Kaisar-i-Hind, o reina emperatriz, y sus súbditos británicos), sino que trabaja mano a mano con el mismísimo novelista. Si hay un punto de vista coherente que adjudicar a Kipling, se puede encontrar, más que en ningún otro personaje, en Creighton. Al igual que Kipling, Creighton respeta las diferencias de la sociedad india. Cuando Mahbub Alí cuenta a Kim que no debe olvidar jamás su condición de sahib, debemos recordar que, en cierto sentido, habla como el leal y experto empleado de Creighton. Creighton, una vez más al igual que Kipling, jamás se inmiscuye en las jerarquías, las prioridades y privilegios de la casta, la religión, la etnia y la raza; tampoco lo hacen los hombres y mujeres que trabajan a sus órdenes. A finales del siglo , lo que dio en llamarse Garantía de Preferencia se inició, según afirma Geoffrey Moorhouse en India Britanica, con el reconocimiento de que «catorce niveles distintos de estatus» se ampliaban hasta «sesenta y uno, algunos reservados para una única persona, otros compartidos por bastantes personas». Moorhouse plantea que la peculiar relación de «amorodio» entre los británicos y los indios proviene de la compleja actitud jerárquica presente en cada pueblo: la clase para los británicos y la casta para los indios. «Cada uno asimiló la premisa social básica del otro y no solo la entendió, sino que la respetaba de forma inconsciente como curiosa variante de su propia premisa». Esto se aprecia a lo largo de todo Kim en diversos factores: el registro detallado con paciencia de las distintas razas y castas; la aceptación por parte de todos los personajes (incluso del lama) de la doctrina de la segregación racial, y las fronteras y aduanas que los foráneos no pueden atravesar con facilidad. Por tanto, la totalidad de los personajes que aparecen en Kim son a un tiempo extraños para otros grupos y conocidos para los suyos.

Así pues, la valoración casi instintiva de Creighton sobre las habilidades de Kim —su rapidez, sus dotes para el disfraz y su capacidad para reaccionar ante cualquier situación como si fuera algo innato en él— es como el interés del novelista en un personaje complejo y camaleónico, que puede entrar y salir como una flecha de cualquier aventura, intriga o episodio. La analogía primordial es la que hay entre el Gran Juego y la novela en sí. Ver toda la India desde una aventajada posición de control es una gran satisfacción. Otra gran satisfacción es manejar los hilos de un personaje que puede cruzar las fronteras con espíritu deportivo e invadir territorios, un «Amigo de Todo el Mundo», el mismísimo Kim O’Hara. Lo que ocurre es que al mantener a Kim en el núcleo de la novela (al igual que Creighton, el maestro del espionaje, mantiene al chico en el Gran Juego), Kipling puede tener la India y disfrutarla de una forma con la que ni siquiera el imperialismo llegó a soñar. ¿Qué significa esto en términos de una estructura codificada y organizada como la novela realista de finales del siglo ?

III

Junto con los personajes de Conrad, los personajes de Kipling son héroes que pertenecen a un sorprendente y peculiar mundo de aventuras en el extranjero y poseen carisma personal. Cuando pensamos en Kim o, por ejemplo, en lord Jim y Kurtz, nos vienen a la cabeza criaturas con una voluntad exuberante que presagian futuras aventuras como T. E. Lawrence en Los siete pilares de la sabiduría y Malraux Perken en La vía real. Los héroes de Conrad, como ya he dicho antes, han sido dotados con un peculiar poder para la reflexión y la ironía cósmica, pero permanecen en la memoria como hombres fuertes y, a menudo, con una osadía a la que no dan importancia. Al igual que Conrad, Kipling tenía problemas con el amor romántico, con las mujeres y con la domesticidad.

Lo interesante de ambos autores es que, aunque su ficción pertenece al género del imperialismo y la aventura (junto con Rider Haggar, Conan Doyle, Charles Reade, Vernon Fielding, G. A. Henty y docenas de escritores menores), son, no obstante, escritores que hacen una concesión a la estética seria y a la observación crítica. Cierto es que su mundo era el mundo de héroes como Gordon el Chino, Cecil Rhodes, lord Curzon, Livingstone y Stanley, Richard Burton —un mundo descrito con brillantez en Dreams of Adventures, Deeds of Empire, de Martin Green, que, con razón, sitúa su origen en Robinson Crusoe—, y aun así, en la obra de Conrad y Kipling existe una complejidad adicional que los hace más interesantes que todos sus coetáneos. Con todo, en la actualidad interpretamos esa complejidad adicional como meras exposiciones sociológicas o quizá históricas.

Una forma de entender la peculiaridad de la mejor obra extensa de ficción de Kipling, Kim, es recordar brevemente quiénes fueron sus contemporáneos más importantes. Nos hemos acostumbrado tanto a verlo junto a Haggard y John Buchan que hemos olvidado que, como artista, puede compararse, por causas justificadas, con Thomas Hardy, Henry James, George Meredith, George Gissing, el George Eliot de la última época, George Moore, Samuel Butler. En Francia, los contemporáneos de Kipling son Flaubert y Zola, incluso Proust y Gide, de un período anterior. Con todo, la diferencia más importante entre todos estos escritores y Kipling es que sus obras son esencialmente novelas de desilusión y desencantamiento, mientras que Kim, por ejemplo, no lo es. Casi sin excepción, el protagonista de la novela de finales del siglo es alguien que se da cuenta de que su proyecto vital —el deseo de ser grande, rico o distinguido—, ya se trate de un hombre o de una mujer, es pura fantasía, ilusión, sueño. Si pensamos en Frédéric Moreau en La educación sentimental, o en Isabel Archer en Retrato de una dama, o en Ernest Pontifex en El destino de la carne, de Butler, recordaremos a un joven o una joven que despierta amargamente de un sueño fantástico de logros, aventura o gloria, obligado a reconciliarse con una posición considerablemente inferior, un amor traicionado o un horrible mundo burgués de burdo consumismo y gusto filisteo.

De ninguna manera encontraremos ese momento de despertar en Kim. Nada puede respaldar con más fuerza esta afirmación que una comparación entre Kim y su contemporáneo casi exacto Jude Fawley, el «héroe» de Jude el oscuro, de Thomas Hardy. Ambos son huérfanos excéntricos, y están enfrentados con sus entornos desde un punto de vista objetivo: Kim es un irlandés en la India, y Jude es un muchacho inglés de campo con pocas habilidades, más interesado en aprender griego que en la agricultura. Ambos imaginan vidas de un atractivo tentador y ambos intentan alcanzar esa clase de existencia mediante el aprendizaje de algún tipo, Kim como chela del lama errante, y Jude mediante la solicitud de ingreso en la universidad. Sin embargo, ahí termina la comparación, y empieza el contraste. Jude se ve atrapado por una sucesión de acontecimientos: se casa con la poco adecuada Arabella, se enamora, con desastrosas consecuencias, de Sue Bridehead, tiene hijos que se suicidan, y termina sus días, abandonado y muerto, tras años de lastimoso vagabundeo. Kim, por otro lado, va de brillante éxito en éxito. Al final de la novela está al principio de una nueva y satisfactoria vida, pues ha ayudado al lama a hacer realidad su sueño de redención, a los ingleses a frustrar una grave conspiración y a los indios, a continuar disfrutando de la prosperidad bajo el mandato de Gran Bretaña.

Con todo, es importante insistir una vez más en las semejanzas entre Kim y Jude el oscuro para apreciar mejor la diferencia en el tono entre estas dos asombrosas novelas de dos importantes autores. En ambos casos, nos encontramos ante un joven extraño o, en cierta forma excéntrico, que se siente impulsado, como Robinson Crusoe o Tom Jones, a encontrar su camino en el mundo. Ambos chicos, Kim y Jude, se distinguen de los demás por su peculiar árbol genealógico. Ninguno de los dos es un chico «normal» cuyos padres y familiares están presentes para garantizar el sencillo tránsito por la vida. Algo esencial en sus cuitas existenciales es el problema de identidad: qué ser, adónde ir, qué hacer. Puesto que no pueden ser como los demás, entonces, ¿quiénes son? Impelidos por estas preguntas, son buscadores incansables y errantes. En este aspecto, son como el arquetipo del héroe novelesco por antonomasia, Don Quijote, que, según Georg Lukács en The Theory of the Novel, diferenció el mundo de la novela, por su condición de estado de perdición, de infelicidad, su «pérdida de trascendencia», del mundo de la epopeya, con su estado de felicidad, satisfacción y plenitud. Todos los héroes novelescos, según Lukács, intentan restablecer un mundo perdido de su imaginación, que, sobre todo en la novela de la desilusión de finales del siglo , parece condenado de por vida por su deseo frustrado de un sueño no realizado. Sin duda alguna, Jude, como Frédéric Moreau, Dorothea Brooke, Isabel Archer, Ernest Pontifex y todos los demás, está abocado a ese destino. La paradoja de la identidad personal es que está involucrada en ese sueño frustrado. Jude no habría sido quien fue de no ser por su vano deseo de convertirse en académico. Lo que le asegura cierto alivio de su mediocre existencia, por tanto, es huir de su identidad de persona insignificante para la sociedad. La ironía estructural que resulta esencial hasta el último momento de toda novela realista de finales del siglo es esa conjunción: lo que se desea es exactamente lo que no se puede conseguir. De ahí que el profundo aspecto conmovedor y la esperanza fracasada del final de Jude el oscuro se haya convertido en sinónimo de la misma identidad de Jude.

El hecho de trascender ese punto muerto paralizante y descorazonador es la razón por la que Kim O’Hara es un personaje novelesco tan optimista. La búsqueda de una identidad por parte de Kim con la que pueda sentirse a gusto culmina con éxito. Al igual que en el caso de muchos otros héroes de la ficción imperial (en sus hazañas narradas según Conrad o Haggard, por ejemplo), las acciones de Kim culminan en éxitos, no en fracasos. Restaura el bienestar de la India, cuando los agentes invasores extranjeros son capturados y expulsados. Y, de hecho, a lo largo de Kim quedamos impresionados por la capacidad de recuperación del muchacho, su capacidad para resistir en situaciones extremadas como esas valoraciones de la identidad que idea el sahib Lurgan para él. Parte de la fuerza del muchacho es su profundo conocimiento, casi instintivo al principio, de lo que le diferencia de los indios de su entorno. Al fin y al cabo, tiene un amuleto especial que le regalaron en su infancia y, a diferencia de todos los chicos con los que juega —esto queda claro en la introducción de la novela—, está dotado con un destino inigualable, que se conoce gracias a una profecía del día de su nacimiento, y él desea que todo el mundo sea consciente de ello. Más adelante, esa idea se desarrolla de forma explícita en su conciencia de querer convertirse en un sahib, un hombre blanco. Asimismo, siempre que flaquea, hay alguien que le recuerda el hecho esencial de que, en realidad, él es un sahib, con todos los derechos y privilegios de ese rango tan especial. Podría decirse incluso que Kipling introduce el personaje del piadoso gurú para reforzar la diferencia entre el hombre blanco y el que no lo es.

Sin embargo, ese hecho relacionado con Kim no es el que, en sí mismo, imprime a la novela la curiosa condición de confidencia y objeto de disfrute. Comparado con James y Conrad, Kipling no era un escritor introspectivo, ni —según las pruebas que poseemos— se consideraba como Joyce, como un artista con mayúsculas. La fuerza de sus mejores escritos proviene de su facilidad para la escritura y su fluidez, su aparente naturalidad como narrador y maestro de la creación de personajes, en la que la simple variedad de su creatividad rivaliza con Dickens y Shakespeare. No se le resistía el lenguaje como medio, como le ocurría a Conrad en particular. Para Kipling, el lenguaje era transparente, utilizaba numerosos tonos e inflexiones sin demasiada dificultad, y todos ellos eran representativos del mundo que exploraba. En concreto, es este aspecto de la escritura de Kipling lo que otorga al personaje de Kim vivacidad e ingenio, energía y atractivo. En muchos sentidos, Kim podría haber surgido de la pluma de un escritor de principios del siglo ; de Stendhal, por ejemplo, cuyas vívidas descripciones de Fabricio del Dongo y Julien Sorel contienen la misma mezcla de aventura y nostalgia, a la que Stendhal denominó «españolismo». En mi opinión, podemos conjeturar que la razón de que Kim sea tan distinto al Jude de Hardy es que para él, como para los personajes de Stendhal, el mundo está lleno de posibilidades, de forma bastante similar a la isla de Calibán: «llena de sonidos y músicas suaves que deleitan y no dañan». Sin duda alguna, el peligro amenaza de vez en cuando, pero jamás ponemos en duda que Kim consiga, de una forma u otra, salir del apuro o que supere en inteligencia a sus contrincantes.

En algunas ocasiones, el mundo es apacible, incluso idílico. Así que no solo disfrutamos del bullicio y la vitalidad de la Gran Vía, sino también de la hospitalidad del ambiente pastoril de esa escena de viaje en compañía del anciano soldado retirado (en el capítulo 3), cuando el pequeño grupo de viajeros descansa en paz:

Se oía el tenue zumbido de los seres diminutos bajo la cálida luz del sol, el arrullo de las palomas, y el adormecedor murmullo de las poleas de los pozos en los campos. El lama empezó a hablar con parsimonia y de forma imponente. Transcurridos diez minutos, el viejo soldado bajó de su poni para oír mejor lo que decía el santo, y se sentó en el suelo con las riendas enrolladas en la muñeca. La voz del lama fue apagándose, las pausas se alargaban. Kim estaba ocupado contemplando a una ardilla gris. Cuando la bola de pelo, pequeña y gruñona, muy pegada a la rama, desapareció, el orador y su público estaban profundamente dormidos. El viejo oficial tenía la rasurada cabeza acomodada sobre un brazo, el lama tenía la espalda apoyada contra el tronco del árbol, y por el contraste parecía de marfil amarillo. Un niño desnudo llegó dando pasitos inseguros, se quedó mirando e, inspirado por un repentino instinto reverencial, hizo una breve y solemne reverencia ante el lama. Sin embargo, el niño era tan menudo y rechoncho que se tambaleó hacia ambos lados, y Kim se rió de sus piernecillas despatarradas y rollizas. El niño, asustado e indignado, soltó un alarido.

En todos los aspectos de esa especie de serenidad paradisíaca se respira el «maravilloso espectáculo» que es la Gran Vía/Grand Trunk Road, donde, como la describe el anciano soldado, «[…] discurren todas las castas y clases de hombres. ¡Mira! Brahmanes y chamares, banqueros y rateros, barberos y banianos, peregrinos y alfareros: todo el mundo en un ir y venir. Para mí es un río del que me han retirado como un tronco tras una inundación».

Un indicador fascinante de la forma que tiene Kim de comportarse en ese mundo abarrotado, y pese a ello hospitalario, en el que vive es su notable don para el disfraz. Al principio de la novela, lo vemos sentado en el antiguo cañón de una plaza en Lahore (y allí se encuentra ese monumento en la actualidad). Kim es un niño indio como cualquier otro. Kipling describe con esmero la diferencia entre las religiones y el pasado de todos los niños (los musulmanes, los hindúes, los irlandeses), aunque muestra el mismo esmero a la hora de demostrar que ninguna de esas identidades, pese a que puedan entorpecer la evolución de los demás niños, puede ser un obstáculo para Kim. El muchacho es capaz de pasar de un dialecto y de un sistema de valores y de creencias a otro. A lo largo del libro, Kim asimila los dialectos de numerosas comunidades indias, musulmanas e hindúes, del norte y del sur. Habla urdu, inglés (Kipling ridiculiza con amabilidad y mucho humor el afectado «indo-inglés» del muchacho, al tiempo que lo diferencia, con bastante habilidad, de la pomposa verbosidad del babu), hindi y bengalí; Mahbub habla pastún, y Kipling, por así decirlo, lo entiende, al igual que Kim; el lama habla tibetano chino, y también se le entiende. Como orquestador de esta torre de Babel, de esta verdadera Arca de Noé de sansis, cachemires, akalis, sijs y muchos más, Kipling se sirve de ello para describir la evolución de Kim. El muchacho es camaleónico en su habilidad para entrar y salir airoso del grupo, como un habilidoso actor que se amolda a cualquier situación, en el terreno de cada uno de ellos.

¡Qué distinto es eso del aburrido, mediocre y deslustrado mundo de la burguesía europea!, cuya atmósfera, tal como la describen todos los novelistas de renombre, reafirma el profundo envilecimiento de la vida contemporánea en todas sus manifestaciones, de todos los sueños de pasión, éxito y aventura exótica. De ahí, la antítesis que ofrece la ficción de Kipling: su mundo, por pertenecer a una India dominada por Gran Bretaña, no retiene nada de los europeos expatriados. Por tanto, Kim se ideó de forma deliberada como novela que demuestra que un sahib blanco puede disfrutar de la vida en esa exuberante complejidad. Además, yo añadiría que la aparente ausencia de resistencia a la intervención europea que se aprecia en la novela —simbolizada por la habilidad de Kim para viajar prácticamente ileso por la India— se debe a la visión imperialista del mundo. Puesto que lo que uno no puede hacer en el propio entorno occidental, donde el intentar vivir el gran sueño de la búsqueda del éxito solo sirve para tropezarse, una y otra vez, con la mediocridad personal, con la corrupción y la degradación del mundo, sí puede hacerse en el extranjero. ¿Acaso en la India no es posible hacer cualquier cosa, ser cualquier cosa e ir a cualquier lugar con total impunidad?

También debemos tener en cuenta la pauta de los viajes de Kim como elemento que influye en la estructura de la novela. Gran parte de sus viajes dentro del territorio del Punjab se producen en torno al eje que forman Lahore y Ambala, población donde se encuentra instalada una patrulla del ejército indio (por tanto, británico) en la frontera de las Provincias Unidas. La Gran Vía, cuya construcción ordenó el sha Sher, destacado gobernante musulmán, a finales del siglo , se extiende desde Peshawar hasta Calcuta, aunque el lama nunca va más allá del sur y el este de Benarés. Kim realiza excursiones a Simla, a Lucknow y más adelante al valle de Kulu; en compañía de Mahbub, Kim va en dirección sur hasta Bombay y en dirección este hasta Karachi. Sin embargo, estos viajes nos dan la sensación de ser vagabundeos más o menos despreocupados. De vez en cuando, los viajes de Kim se ven interrumpidos por las exigencias del año escolar en San Javier. Sin embargo, los únicos planes serios a largo plazo de la novela, la única presión temporal que experimentan los personajes, son, en primer lugar, la búsqueda del lama abad, que es bastante flexible, y, en segundo lugar, la persecución y expulsión final de los agentes extranjeros que intentan crear problemas en la frontera nororiental. No hay usureros intrigantes, ni mojigatos pueblerinos, ni cotillas maliciosos ni parvenus poco agraciados y crueles como hay en las novelas de los más importantes coetáneos de Kipling.

Comparemos la estructura bastante laxa de Kim, basada como está en una rica expansión geográfica y espacial, con la rígida e implacable estructura temporal de las novelas europeas contemporáneas de Kim. El tiempo, dice Lukács en The Theory of the Novel, esa gran ironía, es casi un personaje en esas novelas, puesto que, de forma simultánea, lleva al protagonista más allá de la ilusión y la perturbación mental —porque con el paso del tiempo las ilusiones crecen, y el contacto con la realidad disminuye—, y revela que las ilusiones del protagonista, hombre o mujer, son infundadas, vacuas, amargamente inútiles. En Kim, nos da la impresión de que el tiempo está de nuestra parte, porque, en mi opinión, su geografía —con la que un lector inglés estaría igual de familiarizado que un turista occidental moderno— se hace nuestra para que podamos movernos por ella con más o menos libertad. Sin duda alguna, Kim tiene esa misma sensación y también la tiene el coronel Creighton, por su impaciencia y la forma esporádica, incluso vaga, en la que aparece y desaparece. En Kim, la vastedad espacial de la India, la dominante presencia británica allí y la sensación de libertad transmitida por la interacción entre esos dos factores da como resultado una atmósfera de un optimismo apabullante. No se trata de un mundo impelido al desastre, como en las novelas de Flaubert o Zola.

La particularísima preferencia geográfica y espacial de Kipling en Kim en comparación con el elemento temporal dominante en la ficción metropolitana europea es, por supuesto, un hecho estético exclusivo. Sin embargo, me gustaría insistir en que este hecho expresa un juicio político irreductible por parte de Kipling. Mediante este recurso, Kipling está diciendo que la India es nuestra y, por tanto, que podemos ver su aspecto más indiscutible, sinuoso y pleno, antes que verla como un espacio agobiante, habitado por el conflicto de clases y los valores incorregibles de la clase media. La India es «otra» y está gobernada por Gran Bretaña, que vela por su seguridad, y esto, teniendo en cuenta todas las maravillosas dimensiones y la variedad del país, es algo importante. No obstante, debemos tener en cuenta otra coincidencia ideada por Kipling y satisfactoria desde el punto de vista estético. Se trata de la confluencia del Gran Juego de Creighton y la renovada e inagotable capacidad de Kim para el disfraz y la aventura. Kipling mantiene estos dos elementos estrechamente relacionados a lo largo de toda la novela. El primero es el elemento de seguimiento y control político; el segundo, en un grado mucho más profundo e interesante, es la fantasía y deseo de alguien al que le gustaría creer que todo es posible, que uno puede llegar a cualquier lugar y ser cualquier cosa. T. E. Lawrence en Los siete pilares de la sabiduría expresa esta fantasía una y otra vez, y nos recuerda que él —un inglés rubio y de ojos azules— se movía entre los árabes del desierto como si fuera uno más.

Califico lo anterior de fantasía porque, como nos recuerdan sin descanso tanto Kipling como Lawrence, nadie —al menos entre los blancos y los nativos de las colonias— olvida jamás que «hacerse el nativo» o jugar al Gran Juego son hechos que se construyen sobre unos cimientos muy sólidos, los del poder europeo. ¿Acaso existió alguna vez un solo nativo que se dejara engañar por los Kim o los Lawrence de ojos verdes o azules que se colaban entre las razas inferiores como espías aventureros? Lo dudo, y también pongo en duda que existiera alguna vez una sola persona blanca en la órbita del imperialismo europeo que olvidara, en alguna ocasión, que la discrepancia del poder entre los gobernantes blancos y los súbditos nativos era absoluta, deliberadamente inamovible y arraigada en la realidad cultural, política y económica.

Kipling no permite en ningún momento que olvidemos que Kim, el optimista héroe infantil que viaja disfrazado por toda la India, que cruza fronteras y camina por los tejados, que vive en tiendas y en poblados, siempre debe rendir cuentas a la potencia británica, representada por el Gran Juego de Creighton. La razón por la que apreciamos esta realidad con tanta claridad es que, después de la publicación de Kim, la India se independizó de Gran Bretaña y quedó dividida. Lo mismo ocurrió tras la publicación de El inmoral, de Gide, y El extranjero, de Camus: Argelia se independizó de Francia. Leer estas importantísimas obras del período imperial en retrospectiva, por tanto, es verse obligado a leerlas a la luz de la descolonización. No obstante, es de justicia decir que esto no desmerece ni un ápice la fuerza estética de dichas obras, ni las relega a la categoría de mera propaganda imperialista. Con todo, es un error de primera magnitud leerlas al margen de sus innumerables vínculos con los hechos del poder que les dan forma y las hacen posibles, interpretarlas como si las numerosas alusiones a la raza y la clase no estuvieran en absoluto presentes.

En suma, como he dicho a lo largo de esta introducción, Kim es una obra maestra del imperialismo; lo digo como interpretación de una novela rica y del todo fascinante, aunque profundamente embarazosa. La idea creada por Kipling, por la que el control británico de la India (el Gran Juego) coincide hasta en lo más mínimo con la fantasía oculta de Kim de ser uno con la India, es algo notable, precisamente porque no habría ocurrido sin el imperialismo británico. Por tanto, debemos leer la novela como la realización de un gran proceso acumulativo, que en los últimos años del siglo alcanza su momento culminante, previo a la independencia de la India. Por un lado, el seguimiento y el control de la India; por otro, el amor por el país y la apasionada atención a sus detalles. Kipling también descubrió lo que posibilitaba el solapamiento entre el control político del primer factor y el placer estético y psicológico del segundo: el imperialismo británico en sí mismo. Con todo, muchos de sus últimos lectores se han negado a ver el reconocimiento implícito del autor de esta verdad perturbadora y vergonzosa. Y no solo se trata del reconocimiento de Kipling del imperialismo británico en general, sino del imperialismo en ese momento específico de la historia. Hablamos de una época en que el imperialismo había perdido casi por completo la perspectiva de la dinámica de su propia realidad humana y secular. Esta realidad era la siguiente: la India había sido independiente, el control de la misma estaba en manos del poder europeo y, con el paso del tiempo, la resistencia india a ese poder había crecido tanto que, de forma inevitable, luchaba para liberarse de la subyugación británica.

El placer tan variado que obtenemos de la lectura de Kim en la actualidad, por tanto, radica en el hecho de que podemos observar a un magnífico artista cegado, en cierto sentido, por sus propias visiones de la India, que confunde las realidades evidentes, realidades que él ve con enorme colorido e ingenuidad, con la idea de que esas realidades eran permanentes y esenciales. Kipling intenta adaptar los elementos que adopta de la forma de la novela con esa confusa finalidad. Sin embargo, una de las grandes ironías novelescas es que no solo resuelve con éxito esa confusión, sino que el mero intento de utilizar la novela para tal fin confirma la altura de su integridad estética. Está claro que Kim no es un tratado político. Por ello, lo que no debemos perder nunca de vista durante nuestra lectura es el hecho de que Kipling realiza la elección de la novela como expresión de sí mismo, y la elección de Kim O’Hara para relacionarse de forma más intensa con una India que el autor evidentemente amaba, pero que jamás podría poseer del todo. Solo entonces podremos entender Kim como un gran documento de su época histórica y como un hito estético en el camino hacia la medianoche del 15 de agosto de 1947: momento en que la India alcanzó su independencia. Los hijos de la medianoche se han esmerado en revisar nuestro concepto de la riqueza del pasado y sus imperecederos problemas.

E W. S

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