Kim

Capítulo 4

4

La Fortuna jamás es una dama,

sino la más maldita meretriz viva,

engañosa, impaciente y ladina

picajosa para dirigir o manejar.

Salúdala, ¡y hará señas al extraño!

Encuéntrala, ¡y se aprestará a marchar!

Recházala como a una mala pécora,

¡y la fresca irá a tirarte de la manga!

¡Esplendidez y dádivas, oh, Fortuna!,

das o retienes a tu antojo.

Si ignoro a la Fortuna,

¡la Fortuna seguirá mi rastro!

«Los sombreros de los deseos»

Luego se pusieron a hablar en voz más baja. Kim fue a descansar a la sombra de un árbol, pero el lama le dio un codazo con impaciencia.

—Vámonos. El río no está aquí.

Hai mai! ¿No basta con lo que hemos caminado ya por un tiempo? Nuestro río no escapará. Paciencia. Además, ese hombre nos dará una limosna.

—Este es el Amigo de las Estrellas —dijo de repente el soldado retirado—. Ayer me dio una noticia. Ha visto al mismísimo hombre en persona en una visión, y en ella daba instrucciones para la guerra.

—¡Hummm! —exclamó el hijo con un tono cavernoso desde lo más profundo de la garganta—. Se enteró de un rumor en el mercado y le ha sacado partido.

Su padre rió.

—Al menos no vino a mí mendigando un nuevo corcel, y los dioses saben cuántas rupias. ¿También han recibido órdenes los regimientos de tus hermanos?

—No lo sé. Yo me he ido y he acudido a tu lado a toda prisa por si…

—Por si acudían a ti para mendigar. ¡Oh, jugadores y derrochadores! Pero tú todavía no has dirigido el batallón de caballería. Es necesario tener un buen caballo en ese lugar, sin duda. Un buen sirviente y un buen poni para la marcha. Veamos… veamos. —Tamborileó con los dedos sobre el arzón.

—Este no es lugar para hablar de esas cosas, padre mío. Vamos a tu casa.

—Al menos paga al muchacho. No llevo monedas encima, y él nos ha traído noticias auspiciosas. ¡Ay! Amigo de Todo el Mundo, se aproxima una guerra, como tú habías anunciado.

—No una guerra, sino la guerra —respondió Kim con serenidad.

—¿Eh? —peguntó el lama, pasando las cuentas, impaciente por reemprender el camino.

—Mi maestro no molesta a las estrellas por dinero. Hemos traído la noticia, tú eres testigo, hemos traído la noticia y ahora partimos. —Kim extendió una mano con la palma doblada hacia arriba.

El hijo del soldado lanzó una moneda de plata, que brilló con la luz del sol, al tiempo que mascullaba algún comentario sobre los mendigos y los saltimbanquis. Era una moneda de cuatro anas, y con ella podrían comer varios días. El lama, al ver el destello del metal, murmuró una bendición.

—Sigue tu camino, Amigo de Todo el Mundo —exclamó con voz chillona el soldado retirado mientras daba media vuelta sobre su esquelética montura—. Por una vez en todos mis días de vida he conocido a un verdadero profeta que no pertenece al ejército.

Padre e hijo viraron juntos. El anciano sentado con la espalda tan erguida como el más joven.

Un agente de policía punjabí, ataviado con pantalones amarillos de lino, cruzó el camino arrastrando los pies. Se había percatado del movimiento de dinero.

—¡Alto! —gritó con un acento inglés impresionante—. ¿Es que no sabéis que hay un ararencel de dos anas por cabeza, lo cual son cuatro anas, que se carga a quienes entran en el camino por esta vía secundaria? Es una orden del Sirkar, y el dinero se invierte en la plantación de árboles y en el embellecimiento de los caminos.

—Y en el engorde de las panzas de los policías —dijo Kim zafándose del alcance del brazo—. Piensa un poco, cabeza de chorlito. ¿Es que crees que hemos salido del estanque más cercano como la rana de tu suegro? ¿Has oído alguna vez el nombre de tu hermano?

—¿Y quién era? Deja tranquilo al chico —gritó un policía mayor, tremendamente encantado, mientras se acuclillaba para fumarse una pipa en la veranda.

—Cogió la etiqueta de una botella de belaiti-pani [agua carbonatada], la pegó en el puente, y estuvo cobrando un arancel durante un mes a los que pasaban por allí, arguyendo que era una orden del Sirkar. Entonces vino un inglés y le rompió la crisma. ¡Ah, hermano, soy un grajo de ciudad, no un grajo de pueblo!

El policía se retiró avergonzado, y Kim lo abucheó durante todo su recorrido.

—¿Ha existido jamás un discípulo como yo? —preguntó al lama, tan tranquilo—. Tus huesos descansarían bajo tierra a menos de veinte kilómetros de la ciudad de Lahore si no te hubiera guardado las espaldas.

—A veces me pregunto si eres un espíritu, y otras veces si eres un malvado diablillo —respondió el lama, y sonrió con placidez.

—Soy tu chela. —Kim se puso a la altura del anciano con ese indescriptible modo de andar que tienen los vagabundos del mundo entero.

—Vamos a caminar —masculló el lama, y con el sonsonete del rosario de fondo, caminaron en silencio kilómetros y kilómetros. El lama, como siempre, meditaba concentrado, pero Kim avanzaba con sus brillantes ojos abiertos de par en par. Pensaba en que ese ancho y amigable río de vida era una inmensa mejoría en comparación con las abarrotadas y bulliciosas calles de Lahore. Allí encontraba nuevas personas y nuevos paisajes a cada paso; castas que conocía y castas que eran una experiencia nueva por completo.

Se toparon con un grupo de sansis, con sus largas cabelleras y su intenso hedor, con sus cestos de lagartos y otros alimentos repugnantes a la espalda, con sus enjutos perros a la zaga olisqueando el suelo. Los sansis permanecían en su lado del camino y avanzaban con paso rápido y furtivo, y las demás castas les dejaban bastante sitio, porque los sansis son muy contagiosos. Detrás de ellos, dando grandes zancadas y caminando muy erguido entre las intensas sombras, con el recuerdo de los grilletes todavía fresco, pasó con aire resuelto un reo recién liberado de la cárcel. Tenía el estómago lleno y la piel reluciente, lo cual demostraba que el gobierno alimentaba a sus prisioneros mejor de lo que se alimentan la mayoría de los hombres honrados. Kim conocía a la perfección esos andares y se burló abiertamente de él cuando pasaron a su lado. A continuación pasó un akali, sij devoto de pelo alborotado y mirada salvaje, con el atuendo azul de cuadros de su credo y relucientes aros de acero bruñido en la punta de su cónico y alto turbante azul, que regresaba de una visita a uno de los estados sijs independientes, donde habían cantado las antiguas glorias del Jalsa a los príncipes educados en escuelas británicas que visten botas de caña alta y pantalones bombachos de panilla. Kim se cuidó mucho de irritar a ese personaje, porque la paciencia de los akalis se agota deprisa y sus brazos no se agotan nunca. Aquí y allá encontraban o los adelantaban multitudes ataviadas con ropas de alegres colores de aldeas enteras que se encaminaban a alguna celebración local. Las mujeres, con sus bebés en la cadera, caminaban detrás de los hombres, los niños mayores hacían cabriolas con las varas de caña de azúcar y tiraban de rudimentarias locomotoras de hojalata, como las que venden por medio penique, o deslumbraban a los adultos con baratos espejos de juguete. A primera vista, se podía adivinar qué habían comprado cada uno y, si aun así cabía alguna duda, bastaba con observar cómo comparaban las mujeres, colocando sus antebrazos morenos pegados uno contra otro, los nuevos brazaletes de cristal mate procedentes del noroeste. Esos juerguistas avanzaban con lentitud, se llamaban entre sí y se detenían para regatear con los vendedores de dulces, o para rezar una oración ante uno de los templetes de la vera del camino —algunas veces eran hindúes, otras veces musulmanes— que las castas bajas de ambos credos comparten con admirable imparcialidad. Una firme línea de color azul, que se elevaba y caía como el lomo de una oruga apresurada, pasó levantando una temblorosa polvareda a toda prisa entre un barullo de rápido parloteo. Se trataba de un grupo de changars —las mujeres que han tomado todos los terraplenes de las vías férreas del norte bajo su mando—, un clan de mujeres de pies planos, pecho voluminoso, poderosas extremidades, que llevaban delantales azules y acarreaban tierra, que se dirigían a toda prisa hacia el norte en busca de una oferta de trabajo y que no se entretenían por el camino. En su casta, los hombres no contaban, y ellas caminaban con los brazos en jarras, contoneando las caderas y con la cabeza erguida, como hacen las mujeres que acarrean pesos pesados. Un poco más tarde llegó a la Gran Vía un cortejo nupcial, con su música y sus gritos, y su perfume a caléndula y jazmín más intenso que el hedor del camino. Podía verse la litera de la novia, un bulto de color rojo y oropeles que se tambaleaba entre la nube de polvo, mientras el poni enguirnaldado del novio se hacía un hueco para robar un bocado de un carromato de forraje que pasaba por allí. Entonces, Kim se unió a la explosión de júbilo de la multitud, que prorrumpía en vivas, formulaba buenas intenciones y jugaba malas pasadas, y deseó a la pareja un centenar de hijos varones y ninguna hija, como reza el proverbio. Aún más interesante y más digno de arrancar vítores fue el hecho de que, al pasar un saltimbanqui con unos cuantos monos semiamaestrados, un oso enclenque y jadeante, y una mujer que se ataba la cornamenta de un macho cabrío a los pies y de esta guisa bailaba en la cuerda floja, los caballos empezaron a corcovear del susto y las mujeres lanzaron prolongadas y trémulas exclamaciones de asombro.

El lama no levantó la vista ni una sola vez. No vio al prestamista montado en su poni de grupa caída, que pasó a todo correr para ir a cobrar sus despiadados intereses; ni a la cuadrilla de vociferantes soldados nativos de permiso, que caminaban conservando la formación militar, pero que disfrutaban de haberse deshecho de los pantalones de montar y de las vendas, y que iban soltando las groserías más escandalosas a las mujeres más respetables que veían. El lama ni siquiera vio al vendedor de agua del Ganges, aunque Kim había pensado que compraría al menos una botella del preciado líquido. El anciano avanzaba con la mirada clavada en el suelo, caminando durante horas con paso constante, con el alma en algún otro lugar. Sin embargo, Kim se encontraba en el séptimo cielo de la diversión. Ese tramo de la Gran Vía estaba construido sobre un terraplén para guarecerlo de las ventiscas procedentes de los pies de las montañas. De modo que, por así decirlo, el viandante caminaba un tanto elevado del suelo, a lo largo de un pasadizo majestuoso, y la India se extendía a sus pies a derecha e izquierda. Era hermoso contemplar los carromatos de varios bueyes cargados con grano y algodón, avanzar por los caminos rurales. Se podía oír el chirrido de sus ejes, plañendo a un kilómetro y medio de distancia y acercándose cada vez más hasta que, entre voces, chillidos y blasfemias, los carromatos ascendían por la pronunciada pendiente y penetraban en el camino principal de suelo duro, y los carreteros iban insultándose entre sí. La misma belleza se encontraba en la observación de las personas, piñas de colores rojo, azul, rosa, blanco y azafrán, que abandonaban el camino para dirigirse a sus aldeas, que se dispersaban e iban menguando en número y se reagrupaban en parejas o tríos que seguían caminando por la igualada planicie. Kim experimentaba todas esas sensaciones, aunque no podía expresarlas con palabras, así que se conformó con comprar una caña de azúcar pelada e ir escupiendo la médula con profusión por el camino. De vez en cuando, el lama esnifaba rapé. Al final, Kim no pudo soportar el silencio durante más tiempo.

—¡Es una buena tierra, esta tierra del sur! —exclamó—. El aire es puro y el agua es fresca, ¿verdad?

—Y están todos confinados en la Rueda —añadió el lama—. Confinados durante una vida y en la siguiente. A ninguno de ellos le ha sido mostrado el camino. —Sacudió la cabeza para salir de su ensimismamiento.

—Y llevamos mucho trecho recorrido —dijo Kim—. Con seguridad, llegaremos pronto a un parao [un lugar de descanso]. ¿Nos quedaremos allí? Mira, el sol está poniéndose.

—¿Quién nos dará cobijo esta noche?

—Eso da igual. Esta tierra está llena de buenas personas. Además —bajó el volumen de la voz hasta convertirla en un susurro—, no tenemos dinero.

La multitud fue creciendo a medida que se acercaban al lugar de descanso que marcaba el final de esa jornada. Una hilera de puestecillos donde se venden platos de comida muy sencilla y tabaco, una pila de leña, una garita policial, un pozo, un abrevadero para caballos, un par de árboles y, bajo ellos, un tramo de suelo lleno de pisadas y manchado con la negrura de las cenizas de antiguas hogueras, son todos los elementos que caracterizan un parao de la Gran Vía, exceptuando los mendigos y los cuervos, ambos hambrientos.

En esa época del año, el sol proyectaba gruesos rayos dorados entre las ramas bajas de los mangos; los periquitos y palomas torcaces llegaban a sus nidos por centenares; las dicharacheras siete hermanas, que hablaban sobre las aventuras del día, se lanzaban al vuelo y retrocedían por el camino en parejas o tríos, y pasaban rozando los pies de los viajeros, y el alboroto y las refriegas en las ramas eran señal de que los murciélagos estaban listos para salir de piquete nocturno. La luz fue concentrándose sobre sí misma con delicadeza y por un instante pintó de rojo sangre los rostros, las ruedas de los carromatos y la cornamenta de los bueyes. Luego llegó la noche, y cambió el tacto del aire, y cayó una bruma baja, uniforme, como un velo azul, sobre el rostro del país, e intensificó, dándole nitidez, el olor a humo de leña y a reses, y el delicioso aroma de las tortas de trigo cocinadas al calor de las brasas. La patrulla nocturna salió a toda prisa de la garita policial carraspeando sonoramente para darse importancia y repitiendo órdenes, y un ascua de carbón en la cazoleta del narguile de un carretero sentado a la vera del camino resplandecía al rojo vivo mientras Kim clavaba los ojos, absorto, en el último parpadeo del sol reflejado sobre las tenacillas de bronce.

La vida en el parao era muy similar a la del caravasar de Cachemira a escala reducida. Kim se sumergió en el alegre desorden asiático, que, con el paso del tiempo, acaba procurando a un hombre sencillo todo cuanto necesita.

No pedía mucho, ya que como el lama no era escrupuloso con las castas, la comida del puestecillo más cercano les serviría. Sin embargo, por mor del lujo, Kim compró unas cuantas tortas de bosta para encender una hoguera. A diestro y siniestro, yendo y viniendo en torno a las pequeñas lumbres, pasaban los vendedores de aceite, grano o dulces o tabaco, dando voces y empujándose entre sí mientras esperaban su turno frente al pozo. Por debajo de las voces de los vendedores, y procedentes de los carros detenidos y con las cortinillas echadas, se oían los agudos gritos y risitas de las mujeres que no podían mostrar su rostro en público.

En la actualidad, los nativos cultos consideran que cuando sus mujeres viajan —y sus mujeres son muy dadas a las visitas— es más apropiado llevarlas rápidamente en tren, en un compartimiento adecuadamente protegido, y esa costumbre está extendiéndose. Sin embargo, siempre están los de la vieja escuela, que se aferran a las costumbres de sus antepasados. Y, ante todo, siempre están las ancianas —más tradicionalistas que los hombres—, que en el ocaso de su vida salen de peregrinación. Esas mujeres, pues están marchitas y son indeseables, no se oponen al desvelamiento en determinadas circunstancias. Tras su largo enclaustramiento, durante el que siempre han mantenido contacto con el exterior por miles de canjes y trapicheos comerciales, adoran el trajín y el bullicio del camino, las concentraciones en torno a los templetes, y las infinitas posibilidades de los chismorreos con las nobles viudas de ideas afines. Muy a menudo conviene a la sufrida familia de la anciana de lengua viperina y voluntad de hierro que la señora salga de viaje por la India para entretenerse de esa forma, ya que, sin duda alguna, la peregrinación es una muestra de gratitud a los dioses. Así pues, a lo largo y ancho de la India, en los lugares más recónditos y en los más visitados, se pueden ver grupos de sirvientes entrecanos que velan, de forma simbólica, por la integridad de una anciana que viaja, más o menos oculta tras una cortinilla, en un carro tirado por bueyes. Esos hombres son serios y discretos, y cuando un europeo o un nativo de casta alta se aproxima al coche protegen su carga con las más rebuscadas precauciones. Sin embargo, en los encuentros más fortuitos de la peregrinación no se toman esas mismas precauciones. Al fin y al cabo, la anciana es tan humana como cualquiera y vive para la contemplación de la vida.

Kim se fijó en un ruth o carruaje familiar tirado por bueyes recién llegado al parao con una vistosa ornamentación, consistente en un dosel de tela bordada con dos cúpulas que le daban aspecto de camello. Ocho hombres formaban su séquito, y dos de los ocho portaban sables herrumbrados, señal inequívoca de que seguían a una persona distinguida, puesto que el pueblo llano no viaja armado. De detrás de las cortinillas salía un parloteo cada vez más sonoro de quejas, órdenes, chanzas y lo que a un europeo le habría parecido un lenguaje soez. No cabía duda de que la pasajera era una mujer acostumbrada a mandar.

Kim miró hacia el séquito con ojo crítico. La mitad de sus componentes tenían las piernas delgaduchas y eran uryas de barba cana de las llanuras. La otra mitad eran montañeses procedentes del norte, ataviados con trencas y gorras de terciopelo. Esa combinación resultó muy reveladora para Kim, aunque no hubiera alcanzado a oír la incesante discusión entre ambos grupos. La vieja dama se dirigía al sur de visita; era probable que fuera a visitar a un pariente rico, y más probable que fuera a visitar a un yerno, que había enviado una escolta en señal de respeto. Los montañeses serían paisanos/sirvientes de la anciana, hombres de Kulu o de Kangra. Era evidente que no viajaba con su hija para entregarla en matrimonio, o las cortinillas habrían estado totalmente echadas y atadas, y los guardias no habrían permitido que nadie se acercara al coche. Kim pensó que se trataba de una dama alegre y de espíritu animoso mientras hacía equilibrios con la torta de bosta en una mano, la comida cocinada en la otra y llamaba la atención del lama dándole un codazo. Ese encuentro podía resultar fructífero. El lama no lo ayudó, pero, como aplicado chela que era, Kim estaría encantado de mendigar por los dos.

Encendió su hoguera lo más cerca del carromato que se atrevió, y esperó a que uno de los escoltas le ordenara alejarse. El lama se echó al suelo, exhausto y de forma bastante similar a un murciélago fructívoro encogido de miedo, y regresó a su rosario.

—¡Aléjate, mendigo! —ordenó a gritos uno de los montañeses en ronco indostaní.

—¡Vaya! Pero si no es más que un pahari [montañés] —dijo Kim mirando por encima del hombro—. ¿Desde cuándo los onagros son amos del Indostán?

La réplica fue un rápido y elocuente bosquejo del talante que Kim había heredado de tres generaciones.

—¡Ah! —Kim habló con la mayor dulzura posible al tiempo que fragmentaba la torta de bosta en pedazos de tamaño conveniente—. En mi país a eso lo llamamos principio del galanteo.

Una áspera y aguda risotada procedente de detrás de las cortinas lo envalentonó para volver a arremeter contra el montañés.

—No está tan mal, no tanto… —dijo Kim con calma—. Pero ándate con cuidado, hermano mío, no vaya a ser que se nos ocurra… digo… que se me ocurra responderte con una o dos maldiciones. Y nuestras maldiciones tienen el don de doler como un buen mordisco.

Los uryas rieron y el montañés sacó pecho con gesto amenazador. El lama levantó de repente la cabeza y la lumbre de la hoguera que acababa de encender Kim inundó por completo su enorme sombrero con aspecto de boina escocesa.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

El hombre se quedó de piedra.

—Me he… me he librado de cometer un grave pecado —soltó de golpe.

—El extranjero por fin ha encontrado un sacerdote de su fe —susurró uno de los uryas.

—¡Ay! ¿Por qué nadie da una buena azotaina a ese mocoso mendicante? —preguntó la vieja dama.

El montañés regresó junto al carruaje y susurró algo pegado a la cortinilla. Se hizo un silencio total y a continuación se oyó un murmullo.

«Esto marcha bien», pensó Kim, fingiendo que no veía ni oía nada.

—Cuando… cuando el santo haya comido —dijo el montañés con tono adulador a Kim—, se… se ruega que haga el honor de acudir a hablar con alguien que así lo desea.

—Después de comer, el santo dormirá —respondió Kim con altivez. No entendía muy bien qué nuevo giro había dado el juego, pero estaba decidido a sacar provecho de él—. Ahora le llevaré su comida. —La última frase, pronunciada en voz muy alta, fue rematada por un suspiro como de desfallecimiento.

—Yo… yo mismo y los demás miembros de mi grupo nos ocuparemos de eso, si se nos permite.

—Se os permite —dijo Kim con más altivez que nunca—. Santo, estas personas te servirán la comida.

—La tierra es buena. Todo el pueblo del sur es bueno, este es un mundo vasto y sobrecogedor —murmuró el lama adormilado.

—Dejémosle dormir —sugirió Kim—, pero encárgate de que se nos alimente bien cuando se despierte. Es un hombre muy santo.

Una vez más, los uryas hicieron algún comentario desdeñoso.

—No es un faquir ni es un mendigo de las llanuras —aclaró Kim con aspereza señalando a las estrellas—. Es el más santo de todos los hombres santos. Está por encima de todas las castas. Y yo soy su chela.

—¡Ven aquí! —exclamó la monótona y aguda voz procedente de detrás de la cortinilla, y Kim se acercó al carruaje, consciente de la mirada clavada en él que no podía ver. Un huesudo dedo de piel morena y cargado de anillos se encontraba posado al borde del carruaje, y así siguió durante toda la conversación:

—¿Quién es ese?

—Un excelso santo. Viene de muy lejos, del Tíbet.

—¿De qué parte del Tíbet?

—De más allá de las nieves, de un lugar muy lejano. Conoce las estrellas, sabe predecir el horóscopo e interpretar los nacimientos. Pero no lo hace por dinero. Lo hace por amabilidad y por su gran caridad. Yo soy su discípulo. También me llaman Amigo de las Estrellas.

—Tú no eres montañés.

—Pregúntale a él. Te dirá que le fui enviado desde las estrellas para dar sentido a su peregrinación.

—¡Chitón! Mocoso, piensa que soy una anciana, no una simple bobalicona. Conozco a los lamas, y ante ellos me postro, pero si tú eres su chela mi dedo es el impulso de este carruaje. Tú eres un hindú descastado, un mendigo descarado y astuto que va pegado al santo, lo más probable, para lucrarse.

—¿Es que no trabajamos todos para lucrarnos? —Kim cambió de entonación enseguida para hacer frente a la crispación—. He oído… he oído que… —Estaba lanzando una carta al azar.

—¿Qué has oído? —exigió saber la anciana mientras tamborileaba con el dedo.

—Nada que recuerde con exactitud, pero hay personas que dicen en los bazares, aunque sin duda alguna es mentira, que incluso los rajás, los rajás de las pequeñas localidades montañesas…

—Pero que, sin embargo, son de buena familia rajput.

—Sin duda son de buena familia… Dicen que incluso ellos venden a las más bellas de sus mujeres para lucrarse. En el sur, se las venden a zamindares como los de Oudh..

Si hay algo en el mundo que los rajás de las pequeñas poblaciones montañesas nieguen es precisamente esa acusación. Sin embargo, resulta que es algo que se rumorea en los bazares cuando se discute sobre la misteriosa trata de esclavos en la India. La anciana dejó a Kim bien claro, con un susurrante y airado tono, que era un mentiroso redomado. Si Kim hubiera insinuado eso mismo en la época en que ella era niña, esa misma noche, un elefante lo habría zarandeado hasta matarlo. Y era totalmente cierto.

—¡Ajá! Yo no soy más que un mocoso mendicante, como ha dicho el Ojo de la Belleza —gimoteó con un terror exagerado.

—¡Ojo de la Belleza! ¡Habrase visto! ¿¡Quién te has creído que soy para venirme con tus lisonjas de mendigo!? —Con todo, rió al oír un calificativo hacía tanto tiempo olvidado—. Hace cuarenta años podrían habérmelo dicho, y no les habría faltado razón. ¡Ay! Y hace treinta años… Sin embargo, por culpa de este trajín por el Hind, la viuda de un rey tiene que ir apartando a manotazos a toda la chusma del país y convertirse en el hazmerreír de los mendigos.

—Gran reina —se apresuró a decir Kim, pues advirtió que la anciana temblaba de indignación—, soy lo que la gran reina dice que soy, mas mi maestro es santo. Todavía no ha llegado a sus oídos la orden que la gran reina…

—¿Orden? ¿Que yo he dado una orden a un santo? ¿A un maestro de la Ley? ¿Que le he ordenado que venga a hablar con una mujer? ¡Jamás!

—Lamento mi estupidez. Creí que se trataba de una orden…

—No lo era. Era una petición. ¿Lo aclara esto?

Golpeó una moneda de plata contra el lateral del carruaje. Kim la agarró e hizo una profunda zalema. La anciana consideró que debía ganarse el favor de Kim, pues era los ojos y oídos del lama.

—No soy más que el discípulo del santo. Cuando haya comido, tal vez se acerque.

—¡Oh, bribonzuelo desvergonzado! —El dedo enjoyado se agitó señalando a Kim con reprobación, aunque el muchacho alcanzó a oír la risa de la vieja dama.

—Bueno, ¿qué ocurre? —preguntó poniendo su tono más zalamero y confidencial, un tono al que, le constaba, pocos podían resistirse—. ¿Es que… es que vuestra familia necesita un hijo? Habla con franqueza, pues somos sacerdotes… —Esa última frase era un plagio exacto de una frase de un faquir de la puerta de Taksali.

—¡Somos sacerdotes! Pero si ni siquiera tienes edad para… —Aprobó la ocurrencia con una nueva risa—. Créeme, de vez en cuando, nosotras las mujeres, ¡oh, sacerdote!, pensamos en cosas distintas a los hijos. Además, mi hija ya ha tenido un varón.

—«Dos flechas en la aljaba son mejor que una, y tres, aún mejor». —Tras la cita del proverbio, Kim tosió, meditabundo, mirando con discreción hacia el suelo.

—Cierto… ¡Oh, es cierto! Aunque tal vez ocurra. Desde luego, esos brahmanes del sur son unos inútiles totales. Les envié ofrendas, dinero y más ofrendas, y ellos hicieron sus profecías.

—¡Ah! —exclamó Kim alargando el sonido con infinito desdén—, ¡conque hicieron una profecía! —Un actor no lo habría superado.

—Pero solo cuando recordé a mis dioses, mis oraciones fueron escuchadas. Escogí una hora de buen augurio y… quizá tu santo ha oído hablar del abad de la lamasería de Lung-Cho. A él le expliqué el asunto, y, ¡mira por dónde!, llegado el momento, salió todo como yo deseaba. Desde entonces, el brahmán de la casa del padre del hijo de mi hija dice que fue por sus oraciones, y no por las del abad, que es un pequeño error que le aclararé cuando lleguemos al final de nuestro viaje. Así que ahora voy a Bodhgaya para ofrecer una shraddha en nombre del padre de mis hijos.

—Hacia allá nos dirigimos nosotros.

—¡Doblemente auspicioso! —gorjeó la anciana—. ¡Como mínimo significa un segundo hijo varón!

—¡Oh, Amigo de Todo el Mundo! —El lama se había despertado, y llamaba a Kim como un niño asustado en una cama extraña.

—¡Ya voy! ¡Ya voy, santo! —El muchacho salió corriendo en dirección a la hoguera, donde encontró al lama rodeado de platos de comida, mientras los montañeses lo reverenciaban de forma evidente y los sureños lo contemplaban con el semblante avinagrado.

—¡Fuera! ¡Retiraos! —gritó Kim—. ¿Es que tenemos que comer como los perros, a la vista de todos?

El lama y el muchacho terminaron de comer en silencio, un poco separados. Kim coronó el ágape con un cigarrillo de tabaco autóctono.

—¿No he dicho un centenar de veces que el sur es una buena tierra? Aquí tenemos a una vieja dama virtuosa y de buena cuna, viuda de un rajá montañés, que, según dice, va de peregrinación a Bodhgaya. Ella es quien nos envía estos platos. Cuando hayas descansado, hablará contigo.

—¿Eso también es cosa tuya? —El lama esnifó con fuerza su rapé.

—¿Quién más ha cuidado de ti desde que se inició nuestro maravilloso viaje? —Kim se puso bizco al inspirar el fétido humo por la nariz y se estiró sobre el suelo polvoriento—. ¿Acaso no te he procurado siempre todo lo necesario para tu comodidad, santo?

—Yo te bendigo. —El lama inclinó la cabeza con solemnidad—. He conocido a muchos hombres en mi larguísima vida, y a no pocos discípulos. Sin embargo, por ninguno de todos esos hombres, y lo mismo sería si hubieras nacido mujer, mi corazón ha sentido lo que siente por ti: reflexivo, inteligente y cortés, aunque un tanto pillín.

—Y yo jamás he visto a un sacerdote como tú. —Kim observó con detenimiento, arruga por arruga, la benévola faz amarillenta—. Hace menos de tres días que emprendimos juntos el camino, y es como si hubieran pasado cien años.

—Quizá en una vida pasada se me permitió prestarte algún servicio. Tal vez te liberé de alguna trampa o, tras haberte pescado con un anzuelo, en la época en que no estaba iluminado, te lancé de nuevo al río —dijo el lama con una sonrisa.

—Tal vez —respondió Kim con calma. Había oído una y otra vez esa clase de suposiciones de labios de muchos a quienes los ingleses no considerarían imaginativos—. Ahora bien, en cuanto a la mujer del carro tirado por bueyes, yo creo que desea un segundo hijo para su hija.

—¡Eso no forma parte del camino! —protestó el lama con un suspiro—. Aunque, al menos, la dama no procede de las montañas. ¡Ay! Las montañas… ¡Y la nieve de las montañas!

Se levantó y se dirigió con paso airado hacia el carruaje. A Kim le habría gustado aguzar el oído, pero el lama no lo invitó a acompañarlo, y las pocas palabras que captó fueron pronunciadas en una lengua desconocida para él, porque hablaban algún dialecto de las montañas. Por lo que parecía, la mujer hacía preguntas y el lama las reflexionaba antes de responder. De vez en cuando, Kim oía el sonsonete de una cita en chino. Kim contempló una extraña escena con los ojos entrecerrados. El lama, que caminaba muy erguido, con los profundos pliegues de sus vestiduras amarillas rayados de negro a la luz de las hogueras del parao, al igual que un tronco queda rayado por las sombras que se proyectan bajo el sol del ocaso, se dirigió hacia un ruth de oropel y barnizado con esmalte que refulgía como una joya multicolor por el destello de esa misma luz incierta. Los dibujos bordados con hilo briscado de las cortinas ondeaban arriba y abajo, y se fundían y transformaban con el estremecimiento y el temblor de los pliegues acariciados por la brisa nocturna. Y cuando la conversación adquiría un tono más serio, el dedo índice enjoyado hacía saltar pequeñas chispas de luz entre los brocados con sus sacudidas. Detrás del carruaje se alzaba un muro de oscuridad misteriosa, salpicado de llamas diminutas y lleno de siluetas, semblantes y sombras borrosos. Las voces de las primeras horas de la noche habían ido acallándose hasta convertirse en un tenue murmullo cuya nota más grave era la rumiadura de los bueyes sobre las balas de paja, y la más aguda, el tañido del sitar de una bailarina bengalí. La mayoría de los hombres habían comido y daban poderosas chupadas a sus burbujeantes y quejumbrosos narguiles, que, en actividad febril, sonaban como ranas toro.

El lama regresó al fin. Un montañés le iba a la zaga con una colcha de guata de algodón que extendió con cuidado junto a la hoguera.

«La vieja dama se merece diez mil nietos —pensó Kim—. Sin embargo, de no haber sido por mí, esos regalos jamás habrían aparecido».

—Es una mujer virtuosa… e inteligente. —El lama se tumbó, articulación tras articulación, con la parsimonia de un camello—. El mundo es dadivoso con quien sigue el camino. —Echó a Kim sobre los hombros una generosa parte de la colcha.

—¿Y qué ha dicho? —Kim se envolvió con su parte.

—Me ha hecho muchas preguntas y me ha contado muchos problemas, la mayoría de los cuales eran fantasías inventadas por malos sacerdotes que fingían seguir el camino. He respondido algunas cuestiones y le he dicho que otras eran descabelladas. Muchos visten hábito, pero pocos siguen el camino.

—Cierto. Eso es cierto. —Kim utilizó el tono reflexivo y conciliador de quien quiere compartir confidencias.

—Pero es una mujer de naturaleza prudente. Se sentiría muy complacida si la acompañáramos a Bodhgaya, si compartiéramos el camino, si mal no he entendido, durante varios días de recorrido hacia el sur.

—¿Y?

—Ten un poco de paciencia. He respondido que mi búsqueda era más importante que todo eso. Conoce muchas leyendas insensatas, aunque jamás ha oído la gran verdad sobre mi río. ¡Así las gastan los sacerdotes de las montañas más bajas! Conoce al abad del Lung-Cho, pero no sabe nada de mi río… ni tampoco la historia de la flecha.

—¿Y?

—Entonces hablé de la búsqueda, y del camino, y de las cuestiones que eran beneficiosas, pero lo único que ella deseaba era que yo la acompañara y rezara por un segundo vástago.

—¡Ajá! «Nosotras las mujeres» sí pensamos solo en los hijos —dijo Kim adormilado.

—Ahora bien, puesto que iremos en la misma dirección durante un tramo del camino, no creo que nos apartemos en forma alguna de nuestra búsqueda si la acompañamos, aunque sea hasta… he olvidado el nombre de la ciudad.

—¡Eh! —exclamó Kim volviéndose para hablar con un agudo susurro a uno de los uryas que estaba a unos metros de distancia—. ¿Dónde se encuentra la casa de tu ama?

—Un poco más allá de Saharanpur, entre las huertas de frutales. —Y pronunció el nombre de la aldea.

—Ese era el lugar —dijo el lama—. Al menos hasta allí podemos acompañarla.

—Las moscas acuden a la carroña —dijo el urya con tono abstraído.

—«Para la vaca enferma un cuervo, para el hombre enfermo un brahmán». —Kim pronunció el proverbio de manera impersonal mirando hacia los sombreados follajes de los árboles que se alzaban sobre ellos.

El urya soltó un gruñido y por fin se quedó callado.

—¿De modo que vamos a acompañarla, santo?

—¿Existe alguna razón para no hacerlo? De todos modos, yo puedo desviarme de la ruta y comprobar todas las corrientes por las que cruce el camino. Ella desea que yo vaya. Lo desea de verdad.

Kim ahogó una sonrisa tapándose con la colcha. Kim pensó que valdría la pena escuchar a la imperiosa anciana en cuanto se hubiera repuesto del sobrecogimiento natural que provocaba la visión de un lama.

Kim estaba a punto de quedarse dormido cuando el lama citó de pronto un proverbio:

—«Aquellos desposados con mujeres parlanchinas recibirán una importante recompensa en el futuro».

Entonces el muchacho oyó cómo el lama esnifaba rapé tres veces seguidas, y se quedó dormido sin dejar de reír.

El amanecer de brillo diamantino despertó a hombres, cuervos y bueyes al mismo tiempo. Kim se incorporó y bostezó, se sacudió y se estremeció de gusto. Eso era ver el mundo de verdad, eso era la vida que él quería: el trajín y el barullo, la cinchadura de los caballos, las dentelladas de los bueyes y el gañido de las ruedas, el encendido de las hogueras y la cocción de los alimentos, y nuevos panoramas con cada mirada de aprobación. La bruma matutina se disipó formando una espiral plateada, los loros levantaron el vuelo hacia algún río lejano en chillonas bandadas de color verde, las poleas de todos los pozos que podían oírse desde allí se pusieron en funcionamiento. La India estaba despierta, y Kim estaba en el centro de ella, más despierto y más emocionado que nadie, masticando una ramita que en ese momento usaba como cepillo de dientes, pues había adoptado de forma indiscriminada todas las costumbres del país que conocía y amaba. No había razón para preocuparse por la comida, ni tampoco para gastar un cauri en los abarrotados puestecillos. Era el discípulo de un hombre santo que viajaba en compañía de una obstinada anciana. Les preparaban todo, y cuando llegaba la respetuosa invitación se sentaban a comer. Por lo demás —Kim soltó una sonrisita al pensarlo mientras se hurgaba los dientes—, su anfitriona intensificaría con creces lo entretenido del camino. El muchacho se quedó mirando con gesto pensativo a los bueyes, mientras estos empezaban a gruñir y a resoplar bajo sus yugos. Si avanzaban deprisa, lo cual no era probable, habría un sitio para él en la pértiga del carro, el lama iría sentado junto al conductor. El séquito, por supuesto, iría a pie. La anciana, también por supuesto, hablaría por los codos y, por lo que Kim sabía, su conversación no andaría escasa de ocurrencias. La vieja dama ya había empezado a dar órdenes, arengas y, cómo no, a insultar a sus sirvientes por la demora.

—Traedle su pipa. Por todos los dioses, traedle su pipa y cerradle esa funesta bocaza —gritó un urya mientras hacía un hatillo amorfo con su ropa de cama—. Es como una cotorra. Las dos chillan al amanecer.

»¡Los bueyes delanteros! ¡Ay! Cuidado con los bueyes delanteros.

Estaban retrocediendo y girando cuando se les enganchó en la cornamenta el eje de un carro que transportada grano.

—Hijo de un búho, ¿adónde vas? —gritó la vieja dama al carretero, en cuyos labios se dibujó una sonrisa.

Ai! Yai! Yai! Que ahí dentro va la reina de Delhi, que va a rezar para que le concedan un vástago —gritó el hombre por encima de su abultada carga—. ¡Haced sitio a la reina de Delhi y a su primer ministro, el mono gris, encaramado a su propia espada! —Otro carromato cargado con cortezas de árbol para una tenería de las llanuras los seguía muy de cerca, y su conductor añadió un par de cumplidos mientras los bueyes que tiraban del ruth no cesaban de recular.

Desde detrás de las temblorosas cortinillas salió una ráfaga de improperios. No duró demasiado, pero por su categoría, su virulencia y lo preciso de su ironía superaban cualquier cosa que Kim hubiera oído con anterioridad. De hecho, vio cómo el carretero, desnudo de cintura para arriba, se inclinaba haciendo una zalema al oír la voz, abandonaba de un salto la pértiga del carromato y ayudaba al séquito a tirar de su volcán hasta llegar a la vía principal. En ese momento, la anciana preguntó al carretero con qué clase de mujer se había casado y qué estaría haciendo ella en su ausencia.

—¡Oh, shabash! —murmuró Kim, incapaz de contenerse, mientras el hombre se escabullía.

—Conque bien hecho, ¿eh? Es una vergüenza y un escándalo que una pobre mujer no pueda ir a rezar a sus dioses sin sufrir los empujones e insultos de la chusma del Indostán, sin que tenga que tragar gâli [improperios] como los hombres tragan ghi. Pero todavía sé usar la lengua… Una o dos palabras bien dichas ajustadas a cada ocasión. ¡Y sigo sin tener mi tabaco! ¿Quién es el tuerto y desgraciado hijo de la ignominia que todavía no me ha preparado la pipa?

Un montañés se la pasó a toda prisa, y un hilillo de humo espeso que salía por dos esquinas de la cortinilla fue la señal de que se había restablecido la paz.

Si Kim había caminado con orgullo el día anterior como discípulo de un hombre santo, ese día avanzaba con un orgullo diez veces mayor a la zaga de una procesión casi digna de la realeza, con un puesto de importancia bajo el mando de una anciana de encantadores modales e infinitos recursos. Los miembros del séquito, con la cabeza tocada por un turbante al modo nativo, iban en dos filas a ambos lados del carruaje, y levantaban enormes nubes de polvo.

El lama y Kim caminaban un tanto apartados. Kim masticaba el palo de caña de azúcar, y no dejaba paso a nadie inferior a un sacerdote. Oían a la anciana chascar la lengua con la misma perseverancia que un descascarillador de arroz. Pedía a los escoltas que le contaran qué ocurría en el camino, y en cuanto se alejaron del parao descorrió las cortinillas y se asomó, con el velo cubriéndole un cuarto del rostro. Sus hombres no la miraban directamente cuando se dirigía a ellos, y así observaban, más o menos, las convenciones.

Un inglés de tez morena y uniforme impecable, superintendente de policía del distrito, se acercó al trote a lomos de un caballo cansado y, al ver por el séquito de la vieja dama de qué clase de viajera se trataba, le tomó el pelo.

—¡Oh, madre! —gritó el hombre—, ¿así es como vivís en las zenanas? Supón que pasa un inglés y cree que no tienes nariz.

—¡¿Cómo?! —preguntó ella escandalizada—. ¿Es que tu madre no tiene nariz? ¿Por qué dices eso en pleno camino?

Fue una réplica acertada. El inglés levantó una mano cual espadachín tocado. Ella rió y asintió con la cabeza.

—¿Es que este rostro hace flaquear a la virtud? —La anciana se retiró el velo y miró al inglés.

No era en modo alguno un rostro bello, pero el jinete, al tiempo que recogía las riendas, lo calificó como «Luna del Paraíso», «perturbador de la integridad», y otra serie de fantásticos epítetos que duplicaron el regocijo de la vieja dama.

—Menudo nut-cut [pícaro] —respondió ella—. Todos los agentes de policía son nuts-cuts, pero los jefes de policía son los peores. Hai, hijo mío, ¿es que no has aprendido eso desde que llegaste de Belait [Europa]? ¿Quién te amamantó?

—Una paharin, una montañesa de Dalhousie, mi madre. Mantén tu belleza en la sombra, ¡oh, dispensadora de placer! —Dicho esto, se marchó.

—Son los de esa clase —para concluir, la anciana adoptó un apropiado tono crítico, y se llenó la boca de pan—… Son los de esa clase quienes deben velar por la justicia. Conocen el país y las costumbres del país. Los otros, todos los recién llegados de Europa, amamantados por sus madres blancas y que aprenden nuestro idioma en los libros, son peores que la peste. Ellos sí que perjudican a los reyes. —A continuación contó a todos los presentes una larguísima historia de un joven policía ignorante que había incordiado a un rajá de un pequeño reino montañés, un primo noveno suyo, por una cuestión trivial relacionada con un terreno, y acabó con una cita de una obra en absoluto devota.

Entonces le cambió el humor, y ordenó a uno de los escoltas que preguntara al lama si quería caminar junto a ella para conversar sobre cuestiones religiosas. Así que Kim saltó de nuevo al suelo y siguió chupando su caña de azúcar. Durante una hora o algo así, la boina al estilo escocés del lama asomó como una luna llena entre la bruma, y, por lo que pudo escuchar Kim, creyó que la anciana lloraba. Uno de los uryas hizo un amago de disculpa por su grosería de la noche anterior, añadió que no sabía que su ama tuviera un carácter tan afable y lo achacó a la presencia del sacerdote desconocido. Y aunque él tenía fe en los brahmanes, conocía bien su astucia y su codicia, como todos los nativos. Con todo, como los brahmanes no habían hecho más que irritar con sus exigencias mendicantes a la madre de la esposa de su amo, y como ella los había despachado tan airada que ellos, a su vez, habían maldecido a todo su séquito (que era la verdadera razón por la que el segundo buey del lado del conductor empezaba a renquear, y por la que la pértiga se había partido la noche anterior), el urya estaba dispuesto a aceptar a cualquier sacerdote de cualquier otra confesión, de la India o del extranjero. Al oírlo, Kim asintió con acertados movimientos de cabeza, y pidió al urya que pensara que el lama no aceptaba dinero, y que el coste de la alimentación del anciano y la suya sería retribuido con creces por la buena suerte que bendeciría a la caravana de ahí en adelante. También contó historias de la ciudad de Lahore y cantó un par de canciones que hicieron reír a los escoltas. Como ratón de ciudad conocedor de las últimas canciones de los más populares compositores —en su mayoría, mujeres—, Kim tenía cierta ventaja sobre los hombres de una pequeña aldea de huertas frutales situada detrás de Saharanpur, pero dejó que los demás lo dedujeran.

A mediodía se desviaron para comer, y la comida fue buena, opípara y bien servida en platos de hojas limpias, con decoro, lejos de la polvareda del camino. Dieron las sobras a unos mendigos, para cumplir con todas las obligaciones, y se sentaron a disfrutar fumando largo y tendido. La anciana se había retirado tras las cortinillas, aunque participaba cuando se le antojaba en la conversación, y sus sirvientes discutían y la contradecían como hacen los sirvientes a lo largo y ancho de Oriente. Ella comparó el frescor del aire y los pinos de las montañas de Kangra y Kulu con el polvo y los mangos del sur, contó la historia de unos antiguos dioses locales de las lindes del territorio de su esposo. A todas luces, se excedió con el tabaco que fumaba, insultó a todos los brahmanes y especuló sin reservas sobre el advenimiento de numerosos nietos.

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