Kim

Capítulo 7

7

¿Para utilidad de quién los preñados soles son ecuánimes, con lunas y estrellas idiotas que siguen la estela de otras?

Deslízate con sigilo entre ellas… y pasarás inadvertido.

El cielo con sus altas guerras, y la tierra con las suyas más bajas.

Hereda esos tumultos, esa riña, esa refriega.

(Condenado por el pecado de Adán, de los padres, del tuyo propio);

¡alza la vista, adivina tu horóscopo y di

qué planeta enmienda tu raído sino o lo altera!

S J C

Por la tarde, el maestro de rostro rubicundo dijo a Kim que lo habían «suspendido de la fuerza», que para el muchacho no tuvo ningún significado hasta que le ordenaron salir a jugar. Luego corrió al bazar, y encontró al joven amanuense a quien le debía el sello.

—Voy a pagarte —anunció Kim con mucha pompa—, pero ahora necesito que escribas otra carta.

—Mahbub Alí está en Ambala —anunció el amanuense con desenfado. Por su oficio, era como una oficina de desinformación general.

—No es para Mahbub, sino para un sacerdote. Toma la pluma y escribe sin demora. «Para el lama Teshu, el santo de Bhotiyal que busca un río, que ahora está en el templo de los tirthankares en Benarés… ¡Moja más tinta! Dentro de tres días voy a ir a Nucklao, a la escuela de Nucklao. El nombre de la escuela es Javier. No sé dónde está esa escuela, pero está en Nucklao».

—Pero yo sí conozco Nucklao —le interrumpió el amanuense—. Conozco la escuela.

—Escribe dónde está y te daré media ana.

La pluma de junco rasgaba el papel con esmero.

—No puede perderse. —El hombre alzó la cabeza—. ¿Quién nos mira desde el otro lado de la calle?

Kim levantó la vista a toda prisa y vio al coronel Creighton, ataviado con pantalones de franela para jugar al tenis.

—Oh, es un sahib que conoce al cura gordo del cuartel. Está haciéndome señas para que vaya.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó el coronel cuando Kim se acercó corriendo.

—No… no iba a escaparme. Estoy enviando una carta al santo, a Benarés.

—No se me había ocurrido. ¿Le has dicho que te llevo a Lucknow?

—No, no, no se lo he dicho. Lea la carta si tiene alguna duda.

—¿Por qué no has mencionado mi nombre al escribir a ese santo? —El coronel sonrió de forma extraña. Kim hizo de tripas corazón.

—En una ocasión me dijeron que era desaconsejable escribir los nombres de desconocidos relacionados con cualquier cuestión, porque por la mención de algunos nombres muchos planes ingeniosos acaban truncándose.

—Te han enseñado bien —respondió el coronel, y Kim se ruborizó—. Me he dejado la caja de puros en la veranda del padre. Tráemela a casa esta tarde.

—¿Dónde está su casa? —preguntó Kim. Supo de inmediato, por su rápido ingenio, que lo estaban poniendo a prueba, y se puso en guardia.

—Pregunta a cualquiera en el gran bazar. —El coronel se alejó.

—Ha olvidado su caja de puros —repitió Kim al regresar junto al amanuense—. Debo llevársela esta tarde. La carta ya está, solo falta que escribas tres veces: «¡Ven a mí! ¡Ven a mí! ¡Ven a mí!». Ahora te pagaré por un sello y por llevar la carta a correos. —Se levantó para marcharse y, como idea de último momento, preguntó—: ¿Quién es ese sahib con cara de pocos amigos que ha perdido la caja de puros?

—¡Oh!, no es más que el sahib Creighton, un sahib muy estúpido, un sahib coronel sin regimiento.

—¿A qué se dedica?

—Sabe Dios. Siempre está comprando caballos que no puede montar, y planteando acertijos sobre las obras de Dios, sobre las plantas y las piedras y las costumbres de la gente. Los comerciantes lo llaman padre de los tontos, porque se le puede engañar muy fácilmente con un caballo. Mahbub Alí dice que está más loco que la mayoría de los demás sahibs.

—¡Ah! —exclamó Kim, y se marchó. Por su experiencia personal ya sabía algo del personaje en cuestión, y se dijo que a los tontos no se les da una información que provoca el envío de ocho mil hombres armados a la batalla. El comandante en jefe de toda la India no hablaría, como Kim lo había oído hablar, con tontos. Ni tampoco Mahbub Alí habría cambiado el tono, como lo hacía cada vez que pronunciaba el nombre del coronel, si el coronel hubiera sido un tonto. En consecuencia— y esto fue lo que hizo que Kim se marchara—, había un misterio en alguna parte, y Mahbub Alí seguramente era un espía del coronel al igual que Kim había sido espía para Mahbub. Además, al igual que el vendedor de caballos, resultaba evidente que el coronel respetaba a las personas que no demostraban ser demasiado inteligentes.

Se alegró de no haber desvelado lo que sabía sobre la casa del coronel; y cuando al regresar al cuartel, descubrió que no había ninguna caja de puros olvidada, sonrió de satisfacción. Aquel era un hombre de los suyos: retorcido y evasivo y que jugaba un juego sucio. Bueno, pues si ese hombre era un tonto, también lo era Kim.

No expresó lo que de verdad pensaba durante las tres largas mañanas en que el padre Victor lo sermoneó sobre una serie de novedosos dioses importantes y dioses menores, sobre todo de una diosa llamada María, que era la Bibi Miriam de la teología de Mahbub Alí, según dedujo Kim. No dejó entrever emoción alguna cuando, después del sermón, el padre Victor lo arrastró de tienda en tienda para comprar prendas de vestir, ni tampoco se quejó cuando los curiosos tambores lo patearon porque iba a ir a una escuela superior, sino que esperó el futuro desarrollo de los acontecimientos lleno de interés. El padre Victor, hombre bueno, lo llevó a la estación, lo embarcó en un vagón vacío de segunda clase junto al vagón de primera del coronel Creighton, y se despidió de él de todo corazón.

—En San Javier te convertirán en un hombre, O’Hara, en un hombre blanco, y espero que en un buen hombre. Están informados de tu llegada, y el coronel se encargará de que no te pierdas ni te desorientes a lo largo del camino. Te he dado ciertas nociones de religión, o al menos eso espero… Has de recordar que, cuando te pregunten por tu religión, dirás que eres católico. Mejor di que eres católico romano, aunque no me gusta mucho la expresión.

Kim encendió un apestoso cigarrillo, había tenido la previsión de comprar bastantes en el bazar, y se tumbó a pensar. Esa travesía solitaria era muy distinta al animado viaje en tercera clase con el lama.

«A los sahibs no les gusta mucho viajar —pensó—. Hai mai! Voy de un sitio para otro como si fuera una pelota. Es mi kismet. Pero voy a rezar a Bibi Miriam, y soy un sahib. —Se miró las botas con arrepentimiento—. No, soy Kim. Este es un vasto mundo, y yo soy solo Kim. ¿Quién es Kim?». Pensó en su identidad, algo que no había hecho jamás, hasta que la cabeza empezó a darle vueltas. Era un ser insignificante en todo ese torbellino ensordecedor de la India, que se dirigía hacia el sur sin saber qué le deparaba el destino.

En ese momento, el coronel lo mandó llamar, y le habló durante largo rato. Lo que Kim alcanzó a entender era que debía ser diligente y entrar en el Instituto Topográfico de la India como cadenero. Si era muy bueno, y aprobaba los exámenes debidos, ganaría treinta rupias al mes a los diecisiete años, y el coronel Creighton se encargaría de que encontrase un empleo conveniente.

Al principio, Kim logró entender hasta una de cada tres palabras de esa perorata. Sin embargo, cuando el coronel se dio cuenta de su error, pasó a un fluido y pintoresco urdu, y Kim se alegró. Ningún hombre que conociera el idioma de forma tan profunda, que actuara con tanta amabilidad y discreción, y cuya mirada fuera tan distinta a la sombría y arisca mirada de los demás sahibs podía ser un tonto.

—Sí, y debes aprender a dibujar caminos, montañas y ríos, para memorizar esas imágenes hasta que llegue la hora de imprimirlos en el papel. Puede que algún día, cuando ya seas cadenero y trabajemos juntos, yo te diga: «Sube a esas montañas y averigua qué hay tras ellas». Y puede que alguien diga: «Hay malas personas viviendo en esas montañas que darán caza al cadenero con aspecto de sahib». ¿Qué ocurriría entonces?

Kim lo pensó. ¿Resultaría seguro aceptar el reto del coronel?

—Le diría lo mismo que ese otro hombre.

—¿Pero y si yo respondiera: «Te daré cien rupias por saber lo que hay detrás de esas montañas, por un dibujo del río o por cualquier información sobre lo que dicen los habitantes de esos pueblos»?

—¿Cómo voy a saberlo? Soy solo un niño. Espere a que sea un hombre. —Entonces, al ver que el coronel fruncía el ceño, siguió hablando—: Pero creo que en un par de días lograría ganar las cien rupias.

—¿Cómo te las arreglarías?

Kim sacudió la cabeza con decisión.

—Si revelara cómo me las ganaría, otro hombre podría oírlo y podría adelantarse. No es bueno vender el conocimiento a cambio de nada.

—Repite eso ahora. —El coronel levantó una rupia. Kim levantó la mano, estuvo a punto de tocarla, pero se detuvo.

—No, sahib, no. Conozco el precio que se pagará por la respuesta, pero no sé por qué me hace la pregunta.

—Entonces acéptala como un regalo —dijo Creighton, y se la tiró—. Tienes buena madera. No permitas que te estropeen en San Javier. Allí hay muchos chicos que desprecian a los negros.

—Sus madres eran mujeres del bazar —dijo Kim, que sabía muy bien que no hay odio más amargo que el mestizo hacia su primo.

—Cierto, pero tú eres sahib e hijo de sahib. Por tanto, no caigas en la tentación de tratar con desprecio a los negros. He conocido muchachos recién incorporados al servicio del gobierno que fingen no entender ni la lengua ni las costumbres de los nativos. Se les redujo la paga por ignorantes. No hay pecado mayor que la ignorancia. No lo olvides.

Durante el largo recorrido de veinticuatro horas hacia el sur, el coronel mandó llamar a Kim en numerosas ocasiones para abundar siempre sobre ese mismo tema.

«Por tanto, vamos todos en el mismo carro —concluyó Kim—, el coronel, Mahbub Alí y yo, cuando me convierta en cadenero. Creo que el coronel requerirá mis servicios como hizo Mahbub Alí. Eso está bien, siempre que me permita regresar al camino. Cada vez me cuesta más soportar esta vestimenta».

Cuando llegaron a la abarrotada estación de Lucknow no había ni rastro del lama. Kim tragó saliva para disimular su desilusión mientras el coronel lo subía a un ticca-gharri con sus ordenadas pertenencias y lo enviaba solo con destino a San Javier.

—No me despido porque volveremos a vernos —gritó el coronel—. Una vez y muchas más si es que tienes buena madera. Aunque todavía no te has puesto a prueba.

—¿Ni siquiera —Kim se atrevió a utilizar el tum que se usaba entre iguales— cuando te llevé la nota con el pedigrí del semental blanco aquella noche?

—El olvido es algo muy provechoso, hermanito —dijo el coronel con una mirada que se clavó como un puñal en Kim al tiempo que se hundía en el asiento del coche de alquiler.

Tardó casi cinco minutos en recuperarse. Luego inspiró el nuevo aire para poder reflexionar.

—Una ciudad rica —comentó para sí—. Más rica que Lahore. ¡Qué buenos bazares debe de tener! Cochero, dame una vuelta por los bazares del lugar.

—Tengo órdenes de llevarte a la escuela. —El conductor lo tuteó, que es de mala educación cuando se habla a un hombre blanco. En la más clara y fluida lengua vernácula, Kim señaló su error, se sentó en el pescante y, cuando llegaron a un perfecto entendimiento, pasearon durante un par de horas dando tumbos, haciendo apreciaciones, comparaciones y disfrutando del recorrido. No existe ciudad (salvo Bombay, reina de todas las ciudades) más bella por su estilo chabacano que Lucknow, ya se divise desde el puente que cruza el río o desde la cumbre del Imambara que se alza sobre las doradas sombrillas de la Chutter Munzil, y los árboles entre los que está enterrada la ciudad. Los reyes la han ornamentado con fantásticos edificios, la han abastecido con sus obras de caridad, la han abarrotado de guardias reales y la han empapado de sangre. Es la cuna de la holgazanería, la intriga, el lujo y comparte con Delhi el título de hablar el único urdu puro.

—Una buena ciudad, una bella ciudad. —El conductor, como hombre oriundo de Lucknow, se sintió encantado con el cumplido, y le contó a Kim multitud de anécdotas sorprendentes en una situación en que un guía inglés solo habría hablado de la gran rebelión.

—Ahora iremos a la escuela —dijo Kim al final.

Se refería a la antigua e imponente escuela de San Javier in Partibus, con sus bloques y más bloques de edificios blancos de una sola planta, que se alzan en vastos terrenos con el río Gumti de fondo, a cierta distancia de la ciudad.

—¿Qué clase de personas la habitan? —preguntó Kim.

—Jóvenes sahibs, todos malvados. Aunque, a decir verdad, y he llevado a muchos desde la estación de tren a la escuela, y viceversa, jamás he visto a ninguno que se parezca más a un demonio que tú, este joven sahib que llevo ahora.

Como era natural, ya que nunca lo habían educado para pensar que tal costumbre fuera incorrecta, Kim había pasado el día con una o dos damas frívolas apostadas en las ventanas de cierta calle, y, como era natural, había demostrado gran soltura en el intercambio de cumplidos. Estaba a punto de responder a la última insolencia del conductor, cuando vislumbró —estaba haciéndose de noche— la silueta de alguien sentado junto a las columnas encaladas que flanqueaban la puerta en la muralla.

—¡Alto! —gritó—. No te muevas. No entraré en la escuela enseguida.

—Pero ¿quién va a pagarme las idas y venidas? —preguntó el conductor enfurruñado—. ¿Es que este chico está loco? La última vez era una bailarina. Esta vez es un sacerdote.

Kim se lanzó en plancha sobre la tierra, y tocó los polvorientos pies ocultos bajo la túnica amarilla.

—He esperado un día y medio en este lugar —empezó a decir el lama con un tono templado—. No, tenía un discípulo conmigo. Quien era mi amigo en el templo de los tirthankares me procuró un guía para este viaje. Había llegado desde Benarés en terén cuando me entregaron tu carta. Sí, estoy bien alimentado. No necesito nada.

—Pero ¿por qué no te quedaste con la mujer de Kulu, oh, santo? ¿Y por qué camino llegaste a Benarés? He sentido un gran pesar en el corazón desde que nos separamos.

—La mujer me agotó con su parloteo incesante y sus continuas peticiones de sortilegios para tener hijos. Abandoné su compañía, y permití que hiciera méritos con sus ofrendas. Al menos es una mujer dadivosa, y le hice la promesa de regresar a su casa si me surgía la necesidad. Entonces, al verme solo en este mundo vasto y sobrecogedor, subí al terén con destino a Benarés, donde conocía a un peregrino como yo en el templo de los tirthankares.

—¡Ah! ¡Tu río! —exclamó Kim—. Había olvidado lo del río.

—¿Tan pronto, chela mío? Yo no lo he olvidado en ningún momento. Pero cuando te dejé, me pareció mejor ir al templo y pedir consejo. Verás, la India es muy grande, y tal vez algunos hombres sabios antes que nosotros, quizá dos o tres, hayan dejado testimonio escrito del lugar donde se encuentra nuestro río. En el templo de los tirthankares se discute sobre esta cuestión, algunos dicen una cosa y otros dicen otra. Son personas atentas.

—Me alegro, pero ¿qué haces ahora?

—Hago méritos para poder ayudarte, chela mío, para que adquieras sabiduría. El sacerdote de ese cuerpo de hombres que están al servicio del toro rojo me escribió para decirme que todo se dispondría como yo lo deseara para ti. Le envié el dinero suficiente para un año, y luego vine hasta aquí, como ya has visto, para ver que atravesabas las puertas del aprendizaje. He esperado un día y medio, no porque me dejara llevar por ningún afecto hacia ti, eso no es parte del camino, sino porque, como me dijeron en el templo de los tirthankares, tras pagar dinero por el aprendizaje, era justo que yo supervisara la cuestión hasta el final. Despejaron todas mis dudas. Temía haber venido hasta aquí movido tal vez por el deseo de verte, confundido por la roja bruma de los afectos. No es así… Además, me preocupa un sueño que he tenido.

—Pero, santo, ¡seguro que no has olvidado el camino ni todo lo que en él aconteció! Seguro que has venido para verme, aunque sea solo un poco.

—Los caballos se han enfriado, y hace tiempo que pasó su hora de comer —protestó el cochero.

—Vete a Jehannum y quédate a dormir con esa tía tuya de mala reputación —le gritó Kim por encima del hombro—. Yo estoy solo en esta tierra, no sé adónde ir ni qué me ocurrirá. Puse todo mi corazón en la carta que te envié. Salvo por Mahbub Alí, y es un patán, no tengo más amigos que tú, santo. No te vayas para siempre.

—Eso también lo he pensado —respondió el lama con voz temblorosa—. Está escrito que, de vez en cuando, debo hacer méritos (si es que antes no he encontrado mi río) asegurándome que tus pies se encaminen hacia la sabiduría. No sé lo que te enseñarán, pero el sacerdote me dijo en su carta que ningún hijo de un sahib en toda la India recibiría mejor enseñanza que tú. Así pues, regresaré de vez en cuando. Quizá te hayas convertido en un sahib como el que me entregó estos anteojos —el lama los desempañó con parsimonia— en la Casa de las Maravillas de Lahore. Eso es lo que espero, porque él era una fuente de sabiduría: más inteligente que muchos abates. Insisto en que quizá tú no recuerdes ni mi persona ni nuestros encuentros.

—Si he comido de tu pan —exclamó Kim acalorado—, ¿cómo podría olvidarte?

—No, no. —El lama apartó al niño—. Debo regresar a Benarés. Cada cierto tiempo, ahora que conozco la costumbre de escribir cartas de este país, te enviaré una epístola y, de vez en cuando, vendré a verte.

—Pero ¿adónde debo enviar mis cartas? —gimoteó Kim, agarrando al lama de la túnica y olvidando su condición de sahib.

—Al templo de los tirthankares en Benarés. Es el lugar que he elegido hasta que encuentre mi río. No llores, porque, verás, todo deseo es ilusión y una nueva atadura a la Rueda. Ve hacia las puertas del aprendizaje. Déjame ver cómo marchas… ¿Me quieres? Entonces ve, o se me romperá el corazón… volveré. Seguro que volveré.

El lama contempló cómo el ticca-gharri entraba con gran estruendo en el recinto colegial, y se alejó dando grandes zancadas, esnifando rapé a cada paso.

«Las puertas del aprendizaje» se cerraron ruidosamente.

El muchacho nacido y criado en el país tiene sus propios modales y costumbres, que no se asemejan a los de ninguna otra tierra, y sus maestros aplican métodos para educarlo que un maestro inglés no alcanzaría siquiera a entender. Por tanto, son de escaso interés las experiencias de Kim como alumno de San Javier entre doscientos o trescientos jóvenes precoces, la mayoría de los cuales jamás habían visto el mar. Sufrió los típicos castigos por traspasar los límites cuando hubo cólera en la ciudad. Eso ocurrió antes de que aprendiera a escribir con corrección en inglés, así que se vio obligado a buscar un amanuense en el bazar. Como cabía esperar, lo reprendieron por fumar y consumir de forma abusiva el tabaco más apestoso del que jamás se hubiera visto en San Javier. Aprendió a asearse con la escrupulosidad levítica de un nativo, que en el fondo opina que el hombre inglés es bastante sucio. Les hizo las jugarretas de costumbre a los pacientes culíes que agitaban los abanicos en los dormitorios, donde los muchachos desgranaban las sofocantes horas nocturnas contando historias hasta el amanecer. Poco a poco fue mostrándose más comedido con sus compañeros más afines.

Eran hijos de funcionarios de los servicios de ferrocarriles, telégrafos y del canal; de suboficiales, en ocasiones retirados y en ocasiones en servicio como comandantes en jefe de algún ejército de un rajá feudatario; de capitanes de la armada india, pensionistas del gobierno, hacendados, adinerados tenderos y misioneros. Un par de ellos eran los hijos menores de antiguas familias euroasiáticas muy arraigadas en Dhurrumtolla: los Pereira, los De Souza y los Da Silva. Sus familias bien podrían haberlos educado en Inglaterra, pero amaban la escuela donde había transcurrido su propia juventud, y generación tras generación de hombres de piel cetrina estudiaban en San Javier. Sus hogares se encontraban en Howrah, como en el caso de las familias de los ferrocarriles o en acantonamientos abandonados, como Monghyr y Chunar otras veces se trataba de jardines de té perdidos en el camino de Shillong;; poblaciones donde sus padres eran poderosos hacendados, en Oudh o en el Decan; asentamientos de misiones a una semana de recorrido desde la vía de tren más cercana; puertos a miles de kilómetros hacia el sur, frente al descarado oleaje de la India, y plantaciones de quino, situadas más al sur que ningún otro lugar. La simple historia de sus aventuras, que para ellos no eran tales, durante el camino de ida o de vuelta a la escuela habrían puesto los pelos de punta a cualquier muchacho occidental. Estaban acostumbrados a correr solos por la selva, donde siempre existía la encantadora posibilidad de sufrir un retraso a causa de los tigres. Sin embargo, ellos no se habrían bañado en el canal de la Mancha durante un agosto inglés al igual que sus hermanos de ultramar no se habrían quedado quietos mientras un leopardo olisqueaba su palanquín. Eran muchachos de quince años que habían pasado un día y medio en un islote en medio de un río inundado, al mando, por derecho, de un campamento de peregrinos fanáticos que regresaban de algún templo. Había chicos mayores que habían requisado el elefante de un rajá encontrado por casualidad, en nombre de san Francisco Javier, cuando las lluvias del monzón borraron en una ocasión las huellas del camino que llevaba a las propiedades de sus progenitores, y habían perdido a la bestia en unas arenas movedizas. Había un muchacho que, según contaba, y nadie lo ponía en tela de juicio, había ayudado a su padre a espantar a punta de escopeta, apostados en la veranda, a una cuadrilla de akas en la época en que esos cazadores de cabezas eran pertinaces en sus ataques contra las plantaciones aisladas.

Todas las historias se relataban con ese tono monótono y carente de pasión de los nativos, combinado con pintorescas reflexiones, que tomaban prestadas de forma inconsciente de sus madres de adopción nativas, y giros del lenguaje que eran la prueba de que estaban traduciendo de forma simultánea a partir de la lengua vernácula. Kim observaba, escuchaba y expresaba su aprobación. No era la conversación insípida y monotemática de los pequeños tambores. Tenía que ver con la vida que él conocía y en parte entendía. Encajaba en el ambiente, y lo hacía un poco mejor cada día. Le proporcionaron un conjunto de dril cuando empezó a hacer calor, y aprendió a disfrutar de los recién descubiertos placeres de las comodidades para el cuerpo al igual que aprendió a disfrutar de su mente ágil para llevar a cabo las tareas que le asignaban. Su agudeza habría asombrado a un profesor inglés, pero en San Javier estaban acostumbrados a ese arrebato inicial de agilidad mental alimentado por la luz del sol y el entorno, como también conocían el relativo desmoronamiento que se produce entre los veintidós o los veintitrés años.

Con todo, Kim no olvidaba mostrarse humilde. Cuando se narraban anécdotas en las noches sofocantes, Kim no buscaba protagonismo avasallando con sus recuerdos, ya que en San Javier se mira con menosprecio a los muchachos que «van con nativos». Uno jamás debe olvidar que es un sahib y que algún día, cuando haya aprobado los exámenes, mandará sobre los nativos. Kim tomó nota de ello, porque empezó a entender qué objeto tenían los exámenes.

Entonces llegaron las vacaciones de agosto hasta octubre: el largo período vacacional que imponían el calor y las lluvias monzónicas. Kim recibió la noticia de que viajaría al norte, a una guarnición en las montañas situadas detrás de Ambala, donde el padre Victor se encargaría de él.

—¿Una escuela cuartel? —preguntó Kim, que había hecho ya muchas preguntas y pensaba hacer más.

—Sí, supongo —respondió el maestro—. No te hará ningún daño permanecer alejado de las travesuras. Puedes viajar hacia el norte con el joven De Castro hasta llegar a la mismísima Delhi.

Kim analizó la situación desde todos los prismas posibles. Había trabajado a conciencia, tal como le había aconsejado el coronel. Un chico tenía derecho a sus vacaciones —eso era lo que había deducido de las historias de sus compañeros—, y una escuela cuartel sería un tormento después de San Javier. Además, sabía escribir, y ese era un poder mágico más valioso que ningún otro. En cuestión de tres meses había descubierto que dos hombres podían hablar entre sí sin necesidad de un intermediario, por el precio de media ana y algunos conocimientos. No había recibido noticias del lama, pero el camino seguía estando ahí. Kim anhelaba la caricia del suave barro metiéndosele entre los dedos de los pies, mientras se le hacía la boca agua por el asado de cordero lechal con mantequilla y coles, el arroz especiado con aromáticos cardamomos, el arroz teñido de azafrán, el ajo y las cebollas, y los prohibidos y grasientos dulces de los bazares. En la escuela cuartel lo alimentarían con ternera cruda servida en una bandeja, y tendría que fumar a escondidas. Sin embargo, recordaba que era un sahib y que estaba en San Javier, y que ese cerdo de Mahbub Alí… No, no pondría a prueba la hospitalidad de Mahbub, aun así… Se lo pensó mejor en el dormitorio y llegó a la conclusión de que había sido injusto con Mahbub.

La escuela quedó vacía, casi todos los profesores se habían marchado, el coronel Creighton tenía su billete de tren en la mano, y Kim resoplaba lamentando no haberse gastado el dinero del coronel o el de Mahbub en una vida de desenfreno. Todavía era el poseedor de dos rupias y siete anas. Su nuevo baúl de viaje, con las iniciales «K. O’H»., y su ropa de cama estaban en el dormitorio vacío.

—Los sahibs siempre van atados a su equipaje —comentó Kim al tiempo que asentía con la cabeza y miraba los bultos—. Vosotros os quedáis aquí.

Salió a la lluvia cálida, esbozando una sonrisa picarona, y partió en busca de cierta casa en cuya fachada ya se había fijado con anterioridad…

Arré! ¿Sabes qué clase de mujeres somos las de este barrio? ¡Qué escándalo!

—No nací ayer. —Kim se acuclilló, con aires de nativo, sobre los cojines de esa habitación de la planta alta—. Solo necesito un poco de tinte y tres metros de tela para gastar una broma. ¿Es eso mucho pedir?

—¿Quién es ella? Comparado con los demás sahibs, eres demasiado joven para ser un granuja.

—¿Ella? Es la hija de cierto profesor de un regimiento del acantonamiento. Su padre me ha propinado dos azotainas por saltar la muralla vestido de esta guisa. Ahora me colaré en su casa como el hijo del jardinero. Los viejos son muy celosos.

—Eso es cierto. No muevas la cara mientras te rocío con este jugo.

—Que no quede demasiado negro, naikan. No quiero que ella crea que soy un hushbi [negro].

—¡Oh, el amor es ciego! ¿Y qué edad tiene ella?

—Doce años, creo —respondió el desvergonzado Kim—. Espárcemelo también por el pecho. Puede que su padre me arranque la ropa y si ve que soy un pinto… —Se rió.

La chica trabajó con esmero: tiñó un retal de tela sumergiéndolo en un platillo de tinte marrón que es mucho más resistente que cualquier jugo de nueces normal y corriente.

—Ahora manda que me traigan una tela para el turbante. ¡Pobre de mí! ¡Tengo la cabeza sin rasurar! ¡Y seguro que su padre me quita el turbante de un manotazo!

—No soy barbero, pero haré lo que pueda. ¡Naciste para ser un rompecorazones! ¿Toda esta complicación con el disfraz para una sola noche…? Recuerda, no se quita lavándose. —Soltó una risita nerviosa que hizo tintinear las esclavas que lucía en brazos y tobillos—. Pero ¿quién va a pagarme por esto? La mismísima Hanifa no te habría dado mejor servicio.

—Confía en los dioses, hermana mía —dijo Kim con seriedad al tiempo que torcía el gesto mientras se secaba el tinte—. Además, ¿habías ayudado antes a pintar a un sahib?

—En realidad, jamás lo había hecho. Pero una burla no es dinero.

—Tiene mucho más valor.

—Muchacho, es indudable que eres el hijo de Shaitan más desvergonzado que haya conocido jamás. ¡Mira que malgastar el tiempo de una pobre muchacha con este juego y decir luego: «¿Con la burla no basta?»! Llegarás muy lejos en este mundo. —La mujer hizo un gesto de mofa a las demás bailarinas.

—Tanto me da. Date prisa y córtame el pelo al cero. —Kim se balanceó sin moverse del sitio con la mirada encendida por el regocijo de los días que el futuro le deparaba. Dio a la chica cuatro anas y bajó corriendo la escalera caracterizado de chico hindú de casta baja: perfecto hasta en el último detalle. Una casa de comidas fue su siguiente parada, donde se dio el lujo de un grasiento y opíparo festín.

En el andén de la estación de Lucknow vio al joven De Castro, cubierto de vejiguillas producto de la fiebre miliar y metido en un compartimiento de segunda clase. A Kim le correspondió un vagón de tercera y se convirtió en el alma de la fiesta. Explicó a sus acompañantes que era el ayudante de un saltimbanqui que lo había dejado atrás afectado por la fiebre, y que alcanzaría a su maestro en Ambala. Cuando cambiaron los ocupantes del vagón, transformó su historia y la adornó con todos los brotes de una fantasía en ciernes, más desenfrenada que nunca por haber estado tanto tiempo sin hablar la lengua vernácula. Esa noche no hubo en toda la India un ser humano más jubiloso que Kim. Bajó del tren en Ambala y fue hacia el este, chapoteando en los campos anegados en dirección a la aldea del soldado retirado.

Aproximadamente por esas mismas fechas, el coronel Creighton recibió un telegrama remitido desde Lucknow donde se le informaba de que el joven O’Hara había desaparecido. Mahbub Alí estaba en la ciudad vendiendo caballos, y el coronel le confió el asunto una mañana que iba a medio galope por las proximidades del hipódromo de Annandale.

—¡Oh, eso no es nada! —exclamó el vendedor de caballos—. Los hombres son como los caballos. En determinados momentos necesitan sal y, si la sal no está en los comederos, irán a lamerla del suelo. Ha regresado al camino por un tiempo. Se ha cansado de la madrasa. Sabía que esto ocurriría. En otra ocasión, yo me encargaré de llevarlo. No se preocupe, sahib Creighton. Es como si un poni de polo rompiera sus ataduras para aprender el juego por su cuenta.

—Entonces, ¿no crees que esté muerto?

—La fiebre podría matarlo. De todas formas, no temo por la vida del chico. Un mono no se cae entre los árboles.

A la mañana siguiente, en el mismo recorrido, el semental de Mahbub se alineó con el del coronel.

—Es lo que yo había pensado —comentó el vendedor de caballos—. Al menos ha llegado a Ambala, y desde allí me ha escrito una carta, pues se enteró en el bazar de que yo estaba aquí.

—Léela —ordenó el coronel con un suspiro de alivio.

Resultaba absurdo que un hombre de su posición se interesara por un mocoso vagabundo criado en el país. Sin embargo, el coronel recordaba la conversación que habían mantenido en el tren y, durante esos meses, se había sorprendido pensando en varias ocasiones en ese muchacho extraño, callado y dueño de sí mismo. Su huida, por supuesto, era el colmo de la insolencia, aunque daba prueba de su astucia y su osadía.

A Mahbub le centelleó la mirada cuando refrenó su caballo en el centro de la pequeña llanura, a la que nadie podía acercarse sin ser visto.

—«El Amigo de las Estrellas, que es el Amigo de Todo el Mundo…».

—¿Qué es eso?

—Es un nombre con el que lo llamamos en la ciudad de Lahore. «El Amigo de Todo el Mundo se permite volver al lugar al que pertenece. Regresará el día indicado. Envíenle el baúl y la ropa de cama, y si se ha producido alguna falta, que la Mano de la Amistad desvíe el Látigo de la Calamidad». Todavía hay algo más, pero…

—Da igual, léelo.

—«Hay ciertas cosas que desconocen los que comen con tenedores. Es mejor comer con las manos durante un tiempo. Habla con delicadeza a los que no lo entiendan para que a mi regreso se muestren comprensivos». Bueno, por la clase de redacción es evidente que se trata de la obra de un amanuense, pero observe con qué astucia el chico ha expuesto la cuestión para que solo aquellos que la conozcan entiendan algo.

—¿Es esta la Mano de la Amistad que va a desviar el Látigo de la Calamidad? —preguntó riendo el coronel.

—Fíjese en qué inteligente es el chico. Regresará al camino, como ya he dicho. Sin saber todavía a qué se dedica usted…

—No estoy muy seguro de eso —murmuró el coronel.

—Recurre a mí para que interceda con usted. ¿No es inteligente? Dice que regresará. Está perfeccionando su conocimiento, ¡nada más y nada menos! ¡Piénselo, sahib!, ha pasado tres meses en la escuela. Y no se ha acostumbrado a ese bocado. Por mi parte, me alegro mucho. El poni aprende el juego.

—Sí, señor, pero no debe volver a irse solo.

—¿Por qué? Viajaba solo antes de estar bajo la tutela del sahib coronel. Cuando llegue al Gran Juego, debe viajar solo, solo y preparado siempre para cualquier peligro. Entonces, si escupe, estornuda o se sienta de una forma distinta a las personas a las que vigila, puede que lo asesinen. ¿Por qué ocultarlo ahora? Recuerde el dicho persa: «El chacal que vive en Mazanderan solo puede caer presa de los sabuesos de Mazanderan».

—Cierto. Tienes razón, Mahbub Alí. Y si no sufre daño alguno, no podré estar más contento. Sin embargo, ha sido una gran insolencia por su parte.

—Con todo, no me dice adónde se dirige —comentó Mahbub—. No es tonto. Llegado el momento, acudirá a mí. Ya es hora de que el sanador de perlas se encargue de él. Madura demasiado deprisa, eso creen los sahibs.

Esa profecía se cumplió con la carta remitida un mes después. Mahbub se había marchado a Ambala para llevar una nueva partida de caballos, y Kim se encontró con él en el camino de Kalka. Estaba oscuro y el vendedor galopaba en solitario, Kim le pidió una limosna, recibió un insulto a cambio y respondió en inglés. No había nadie en los alrededores que pudiera oír el grito ahogado de sorpresa de Mahbub.

—¡Mira por dónde! ¿Dónde te habías metido?

—Aquí y allá, yendo y viniendo.

—Acompáñame al cobijo de un árbol, lejos de la lluvia, y cuéntamelo todo.

—Me quedé durante un tiempo con un viejo, cerca de Ambala. Luego con un terrateniente que conozco en ese mismo lugar. Con uno de ellos me dirigí hacia el sur y llegué hasta Delhi. Es una ciudad maravillosa. Luego conduje un carro de bueyes para un teli [vendedor de aceite] que viajaba hacia el norte. Sin embargo, me enteré de que se celebraba una gran fiesta más allá, en Patiala, y fui hasta allí en compañía de un fabricante de fuegos artificiales. Fue todo un festín. —Kim se frotó la panza—. Vi rajás y elefantes con arreos de oro y plata; y encendieron todos los fuegos de artificio a la vez, por los cuales perdieron la vida once hombres, mi fabricante entre ellos, y yo salí volando por los aires y caí encima de una tienda, pero no quedé herido. Luego volví al rêl [tren] con un jinete sij, para quien trabajé de mozo de cuadras a cambio de comida. Y así he llegado hasta aquí.

Shabash! —exclamó Mahbub Alí.

—Pero ¿qué dice el sahib coronel? No quiero que me pegue.

—La Mano de la Amistad ha desviado el Látigo de la Calamidad. Pero, para otra vez, cuando tomes el camino lo harás en mi compañía. Es demasiado pronto.

—Yo ya he tenido bastante. He aprendido a leer y a escribir en inglés en la madrasa. Pronto me convertiré en sahib.

—¡Quién te oyera…! —exclamó Mahbub entre risas mientras contemplaba la diminuta silueta empapada balanceándose bajo la lluvia—. Salaaam… sahib. —Y le dedicó una irónica salutación—. Bueno, ¿estás cansado del camino, o quieres acompañarme a Ambala y volver a trabajar con los caballos?

—Iré contigo, Mahbub Alí.

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