Capítulo 11
11
Dad al hombre que no está hecho
para su negocio
espadas que lanzar y volver a atrapar,
monedas que volver a rodar y a recoger,
hombres que volver a herir y curar,
serpientes que volver a encantar y atraer.
Se herirá con su propia espada,
le desobedecerán sus serpientes,
su torpeza se hará evidente,
la gente lo convertirá en un hazmerreír.
¡No ha nacido así el malabarista!
Una pizca de polvo o una flor mustia,
manzana lanzada al azar u objeto prestado,
sacian su necesidad y apuntalan su fuerza,
lanzan el hechizo o provocan la risa
Pero un hombre que… etcétera.
«Canción del malabarista», op. 15
A continuación, Kim tuvo una reacción natural.
«Ahora estoy solo, totalmente solo —pensó—. En toda la India no hay nadie tan solo como yo. Si muero hoy, ¿quién llevaría la noticia, y a quién? Estoy vivo y Dios es bondadoso, pondrán precio a mi cabeza, porque soy hijo del encantamiento. Yo, Kim».
Muy pocos blancos, pero muchos asiáticos, pueden sumirse por voluntad propia en un estado de trance a base de repetir su nombre una y otra vez, dejando que la mente se libere de toda especulación en lo relativo a lo que da en llamarse identidad personal. Cuando uno se hace mayor, ese poder, por lo general, lo abandona, pero mientras dura, puede apoderarse de la persona en cualquier momento.
—¿Quién es Kim, Kim, Kim?
Se colocó en un rincón de la traqueteante sala de espera, absorto por otros pensamientos, con las manos apoyadas en el regazo y las pupilas contraídas hasta alcanzar el tamaño de dos cabezas de alfiler. En un minuto… pasado medio segundo, sintió que llegaría a la solución de un tremendo enigma, pero en ese instante, como siempre ocurre, su mente cayó de esas alturas en picado, como la repentina caída de un pájaro herido. Se pasó la mano por los ojos y sacudió la cabeza.
Un hindú baigari [hombre santo] de largos cabellos, que acababa de comprar un billete, se detuvo ante él en ese instante y fijó la mirada en él.
—Yo también las he perdido —dijo con tristeza—. Es una de las puertas de la senda, pero, para mí, han estado cerradas durante muchos años.
—¿De qué hablas? —preguntó Kim avergonzado.
—Estabas ahí preguntándote qué suerte de alma podría ser la tuya. El acceso ha sido repentino. Lo sé. ¿Quién iba a saberlo mejor que yo? ¿Adónde te diriges?
—Hacia Kashi [Benarés].
—Allí ya no hay dioses. Lo he comprobado. Voy a Prayag [Allahabad] por quinta vez, busco la senda de la iluminación. ¿De qué fe eres?
—Yo también soy un buscador —dijo Kim, y utilizó las queridas palabras del lama—. Aunque… —olvidó por un momento su vestimenta norteña—, aunque solo Alá sabe lo que busco.
El viejo se colocó la muleta de bairagi debajo del brazo y se sentó en un retal de rojiza piel de leopardo mientras Kim se levantaba al oír la llamada para el tren de Benarés.
—Ve con esperanza, pequeño hermano —dijo—. Hay un largo camino hasta los pies del Único; pero allí nos dirigimos.
Kim no se sintió tan solo después de aquello, y tras haber permanecido sentado durante treinta y dos kilómetros en el abarrotado compartimiento, iba alegrando a sus vecinos con una retahíla de las historias más maravillosas sobre sí mismo y los mágicos dones de su maestro.
Benarés lo sorprendió por ser una ciudad especialmente mugrienta, aunque le resultó agradable descubrir que su atuendo infundía respeto. Al menos, un tercio de la población reza siempre a algún grupo o varios millones de deidades, así que reverencian a toda clase de hombre santo. Kim llegó hasta el templo de los tirthankares, que se encontraba a un kilómetro y medio de la salida de la ciudad, cerca de Sarnita, guiado por un granjero punjabí que encontró por casualidad, era un kamboh del camino de Jullundur que había rogado en vano a todos los dioses de su casa para que curasen a su hijo pequeño, e iba a Benarés como último recurso.
—¿Eres del norte? —preguntó a Kim abriéndose paso a empujones por las estrechas y hediondas calles de forma bastante parecida al toro que había en su ciudad.
—Sí, conozco el Punjab. Mi madre era paharin, pero mi padre provenía de Amritzar, cerca de Jandiala —respondió Kim, impostando la voz por exigencias del camino.
—Jandiala… ¿Jullundur? ¡Ajá! Entonces, en cierto modo somos vecinos. —El hombre hizo un tierno gesto de asentimiento con la cabeza al niño que lloraba en sus brazos—. ¿Al servicio de quién trabajas?
—De un hombre muy santo que está en el templo de los tirthankares.
—Son muy santos… y muy codiciosos —comentó el jat con amargura—. He ido de aquí para allá y he recorrido los templos hasta tener los pies desollados, y el niño no está mejor. Y la madre también está enferma… Calla, calla, pequeño… Le cambiamos el nombre cuando empezó la fiebre. Lo vestimos de niña. No había nada que hacer, salvo… Cuando su madre me envió a Benarés, le dije que ella tendría que haber venido conmigo, le dije que el templo del sultán Saji Sarwar sería más beneficioso para nosotros. Conocemos su generosidad, pero estos dioses de las llanuras nos son desconocidos.
El niño se removió en el regazo de los protectores brazos nudosos y miró a Kim con los ojos entreabiertos.
—¿Y no sirvió para nada? —preguntó Kim con un interés natural.
—Para nada… para nada —repitió el niño con los labios cortados por la fiebre.
—Al menos, los dioses le han dado una cabeza despejada —dijo el padre con orgullo—. Pensar que lo ha escuchado todo con tanta atención… Allí está tu templo. Ahora soy un hombre pobre, he tratado con muchos sacerdotes, pero mi hijo es mi hijo, y si una ofrenda a tu maestro puede curarlo… ya no sé qué más hacer.
Kim lo pensó durante un rato, y sintió un hormigueo de orgullo. Tres años atrás se hubiera aprestado a sacar provecho de la situación y se hubiera alejado sin darle más vueltas. Sin embargo, en ese instante, el respeto con que lo había tratado el jat era prueba de que se había hecho todo un hombre. Además, había sufrido la fiebre ya un par de veces, y sabía lo suficiente para reconocer el hambre cuando la veía.
—Mándalo llamar y le daré un pagaré de mi mejor yunta de bueyes para que el niño se cure.
Kim se detuvo ante la puerta tallada de la entrada del templo. Un banquero oswal de Ajmir, ataviado de blanco, con sus pecados de usura recién purgados, le preguntó qué hacía.
—Soy el chela del lama Teshu, el santo de Bhotiyal. Está ahí dentro. Él me invitó a venir. Espero aquí, avísele.
—No olvides al niño —le gritó el inoportuno jat a la espalda, y luego gritó en punjabí—: ¡Oh, santo, oh, discípulo del santo, oh, dioses de las alturas de todos los mundos, contemplad a la aflicción sentada a vuestra puerta! —Ese grito es tan común en Benarés que los que pasan jamás vuelven la cabeza.
El oswal, en paz con la humanidad, llevó el mensaje a la oscuridad que tenía a las espaldas, y los pausados e incontables minutos asiáticos pasaron, puesto que el lama estaba dormido en su celda, y ningún sacerdote lo despertó. Cuando un tintineo de rosario volvió a romper el silencio del patio interior donde se encontraban las imágenes de la tranquilidad de los arhats, un novicio susurró: «Tu chela está aquí», y el anciano avanzó con paso vigoroso, y olvidó finalizar la oración.
Apenas se había mostrado la esbelta silueta en la puerta cuando el jat ya se había situado delante de ella, y, levantando al niño, gritó:
—¡Mira esto, santo! ¡Y si los dioses lo quieren, que viva, que viva!
Buscó a tientas en su cinturón y sacó una pequeña moneda de plata.
—¿Qué es esto? —El lama miró a Kim. Era evidente que hablaba un urdu mucho más claro que el de hacía tiempo, cuando se conocieron en Zam-Zamma. Sin embargo, el padre del niño enfermo no permitió que tuvieran una conversación en privado.
—No es más que fiebre —aclaró Kim—. El niño no está bien alimentado.
—Se enferma por cualquier cosa, su madre no está aquí.
—Si me está permitido, yo puedo curar, santo.
—¿Cómo? ¿¡Te han convertido en curandero!? Vamos a ver —dijo el lama, y se sentó junto al jat en el escalón más bajo del templo, mientras Kim, mirando por el rabillo del ojo, abría lentamente su pequeña cajita de betel. En la escuela había soñado con regresar junto al lama convertido en sahib, con irritar al lama antes de revelar su verdadera identidad. Esa búsqueda abstraída, con el ceño fruncido, entre las botellitas de medicinas, ora con una pausa, ora con otra, para pensar y murmurar una invocación en el ínterin, era puro teatro. Tenía píldoras de quinina y pastillas de carne, de ternera casi con total seguridad, aunque eso no le incumbía. La criatura no comía, pero chupeteó una pastilla de carne con avidez, y dijo que le gustaba el sabor salado.
—Que se tome seis de estas. —Kim se las entregó al hombre—. Ruega a los dioses y hierve tres en leche, y otras tres en agua. Cuando se haya bebido la leche, dale esto —era la mitad de la pastilla de quinina— y abrígalo para que esté caliente. Dale el agua de las otras tres, y otra mitad de esta píldora blanca cuando se despierte. Mientras tanto, aquí tienes otra medicina marrón que puede chupar de camino a casa.
—¡Dioses, qué sabiduría! —exclamó el kamboh, y agarró las pastillas de golpe.
Era todo lo que Kim recordaba del tratamiento que le habían administrado a él para la malaria durante el otoño, salvo por la palabrería que añadió para impresionar al lama.
—Ahora, ¡vete! Regresa por la mañana.
—Pero, el precio… el precio —dijo el jat, y dejó caer sus robustos hombros—. Mi hijo, es mi hijo. Ahora que volverá a estar entero de nuevo, ¿cómo voy a regresar con su madre y decirle que recibí ayuda al borde del camino y que ni siquiera di un cuenco de requesón a cambio?
—Estos jats son todos iguales —dijo Kim en voz baja—. El jat se quedó de pie sobre su pila de boñigas y los elefantes del rey pasaron por delante. «Oh, conductor —dijo el jat—, ¿por cuánto venderías esos monos?».
El jat rompió a reír, pero sofocó la carcajada y pidió disculpas al lama.
—Es un dicho de mi país, lo ha pronunciado con el acento exacto. Así somos todos los jats. Vendré mañana con el niño, y que las bendiciones de los dioses de los hogares, que son pequeños y buenos dioses, estén con vosotros… Ahora, hijo, volveremos a estar fuertes. No lo escupas, ¡principito! Rey de mi corazón, no lo escupas, y volveremos a ser hombres fuertes, luchadores y blandiremos los garrotes de nuevo, por la mañana.
Se alejó cantando con suavidad y farfullando. El lama se volvió hacia Kim, y toda su alma inundada de amor emergió en sus ojos almendrados.
—Curar a los enfermos es hacer méritos, pero antes hay que adquirir conocimiento. Eso ha sido un acto sabio, oh, Amigo de Todo el Mundo.
—Tú me hiciste sabio, santo —dijo Kim, olvidando la breve representación que acababa de terminar; olvidando San Javier; olvidando su sangre blanca; olvidando incluso el Gran Juego mientras se tendía en el suelo del templo jaino, al estilo mahometano, para tocar los pies de su maestro—. Te debo mis enseñanzas. He comido tu pan durante tres años. Mi tiempo ha terminado. Estoy libre de colegios. He venido a ti.
—Aquí dentro está mi recompensa. ¡Entra! ¡Entra! ¿Y va todo bien? —Pasaron al patio interior, donde el sol de la tarde derramaba sus tonos dorados—. Ponte de pie para que te vea. ¡Bueno! —Lo miró con ojo crítico—. Ya no eres un niño, sino un hombre, madurado por la sabiduría, con maneras de médico. Hice bien… hice bien cuando te entregué a los hombres armados en esa noche oscura. ¿Recuerdas nuestro primer día en Zam-Zamma?
—Sí —respondió Kim—. ¿Recuerdas cuando salté del carro el primer día que me dirigía hacia…?
—¿Las puertas del conocimiento? Cómo olvidarlo. Y el día que comimos tortas junto al río, detrás de Nucklao. ¡Ajá! ¡Has mendigado por mí muchas veces, pero ese día yo mendigué por ti!
—Por una buena razón —recordó Kim—. Entonces era un estudiante a las puertas del conocimiento, e iba ataviado de sahib. No lo olvides, santo —siguió hablando con tono bromista—. Todavía soy un sahib, gracias a tu generosidad.
—Cierto. Y eres un sahib en muy alta estima. Ven a mi celda, chela.
—¿Cómo lo has sabido?
El lama sonrió.
—Primero, mediante cartas remitidas por el amable sacerdote al que conocimos en el campamento de los hombres armados, pero ahora se ha marchado a su país, y le envío el dinero a su hermano. (El coronel Creighton, que había logrado el fideicomiso cuando el padre Victor se marchó a Inglaterra con los Maverick, no era ni mucho menos el hermano del capellán). Pero no entiendo muy bien las cartas de los sahibs. Tienen que traducírmelas. Escogí un camino más seguro. En muchas ocasiones, cuando regresaba de mi búsqueda a este templo, que siempre ha sido un refugio para mí, llegaba alguien en busca de la iluminación, un hombre de Leh, que había sido, según decía, hindú, pero que se había cansado de todos esos dioses. —El lama señaló a los arhats.
—¿Un hombre gordo? —preguntó Kim con cierto brillo en los ojos.
—Gordísimo, aunque no tardé en darme cuenta de que su mente estaba por completo entregada a cosas inútiles, como los demonios y los encantamientos, y la forma y las costumbres para beber el té en los monasterios, y por qué senda iniciamos a los novicios. Un hombre repleto de preguntas, pero era amigo tuyo, chela. Me contó que estabas en el camino, a mucha honra, como amanuense. Y ahora veo que eres médico.
—Sí, lo soy, soy amanuense cuando soy un sahib, pero olvido esa ocupación cuando me presento como tu discípulo. Ya he cumplido con los años que se me asignaron como sahib.
—¿Como si fueras un novicio? —preguntó el lama asintiendo con la cabeza—. ¿Ya estás libre de las escuelas? No quisiera que no hubieras madurado.
—Ya soy libre. A su debido tiempo, entraré a trabajar al servicio del gobierno como amanuense…
—No como guerrero. Eso está bien.
—Pero primero he venido para vagabundear contigo. Y por ello estoy aquí. ¿Quién mendiga por ti en la actualidad? —prosiguió a toda prisa. Se había adentrado en un terreno delicado.
—Muy a menudo mendigo yo mismo, pero, como tú sabes, raras veces estoy aquí, salvo cuando regreso para buscar a mi discípulo. De un extremo al otro del Hind, he viajado a pie y en terén. ¡Es un país vasto y sobrecogedor! Pero cuando me instalé en este lugar, fue como estar en mi propio Bhotiyal.
Echó un vistazo, complacido, a la pequeña y pulcra celda. Un cojín plano hacía las veces de asiento, sobre el que se sentaba con la postura de piernas cruzadas del Bodhisat emergiendo de su meditación. Tenía ante sí una mesa de madera de teca negra, que no llegaba a los sesenta centímetros de alto, puesta con un servicio de vasitos para el té de cobre. En un rincón se alzaba un diminuto altar, también de gruesa madera de teca tallada, donde había una imagen dorada de cobre del Buda sentado y con una lámpara, un quemador de incienso y un par de jarrones de cobre enfrente.
—El guardián de las imágenes de la Casa de las Maravillas hizo méritos al regalarme esto hace un año —dijo el lama fijándose en la mirada de Kim—. Cuando uno está lejos de su país, esas cosas le traen recuerdos. Y debemos adorar al Señor porque él nos enseñó el camino. ¡Mira! —Señaló un curioso montoncito de arroz teñido, coronado por un fantástico adorno de metal—. Cuando era abad en mi país, antes de tener más conocimientos, hacía esa ofrenda a diario. Es el sacrificio del Universo para el Señor. De esa forma, nosotros los de Bhotiyal ofrecemos el mundo a diario a la Ley Excelsa. Incluso ahora lo hago, aunque sé que el Excelso no se inmuta ante los halagos. —Esnifó un poco de rapé.
—Está bien, santo —murmuró Kim al tiempo que se ponía cómodo sobre los cojines, contentísimo y bastante cansado.
—Y además —añadió el anciano con una risita—, he hecho muchos dibujos de la Rueda de la Vida. Invertía tres días en cada dibujo. Estaba ocupado en ello, o puede que haya estado echando una cabezadita, cuando me han traído noticias de ti. Es bueno tenerte aquí, te enseñaré mi arte, no por vanidad, sino porque tienes que aprender. Los sahibs no poseen toda la sabiduría de este mundo.
Sacó de debajo de la mesa una hoja de un extraño papel chino perfumado y amarillo, los pinceles y una piedra de tinta india. Con un pulso muy firme y pulcro había trazado la Gran Rueda con seis rayos, cuyo eje es el conjunto de Marrano, Serpiente y Paloma (ignorancia, ira y lujuria) y cuyos compartimientos son todos los cielos e infiernos, y todos los avatares de la vida humana. Dicen que el mismísimo Bodhisat la dibujó la primera vez con granos de arroz sobre el suelo, para enseñar a sus discípulos la causa de las cosas. Miles de años de existencia la han convertido en una maravillosa convención, repleta de cientos de figuritas, que contienen un significado hasta en el último de sus trazos. Son pocos los capaces de interpretar la parábola pictórica; no llega a veinte el número de personas en todo el mundo capaces de dibujarlo sin equivocarse y sin copiarlo. Entre esas personas, las capaces de dibujarla y hablar largo y tendido sobre ella son solo tres.
—He aprendido a dibujar un poco —dijo Kim—. Pero esto es una verdadera maravilla.
—Llevo ocupado en ella muchos años —dijo el lama—. Ha pasado tiempo desde que era capaz de dibujarla en el tiempo que tardaba en consumirse la luz de una lámpara. Te enseñaré el arte, después de la debida preparación, y te enseñaré el significado de la Rueda.
—Entonces, ¿emprenderemos el camino?
—El camino y nuestra búsqueda. Solo estaba esperándote. Me quedó claro gracias a cientos de sueños —sobre todo en uno que tuve la noche del día en que se cerraron por vez primera las puertas del conocimiento— que sin ti no encontraría mi río jamás. Como ya sabes, he desechado esa idea de mi mente por temor a hacerme ilusiones. Por ello no te llevé conmigo ese día en Lucknow, cuando comimos las tortas. No te llevaría conmigo hasta que llegara el momento propicio de la madurez. Desde las montañas hasta el mar, desde el mar a las montañas, he viajado, pero todo ha sido en vano. Entonces recordé la jâtaka.
Le contó a Kim la historia del elefante con el grillete en la pata, como la había contado en tantas ocasiones a los sacerdotes jainos.
—No son necesarios más testimonios —finalizó con serenidad—. Te enviaron a mí con un fin. Cuando desapareció el fin, mi búsqueda quedó en nada. Por tanto, volveremos a salir juntos, y el éxito de la búsqueda está asegurado.
—¿Adónde vamos?
—¡Qué importa, Amigo de Todo el Mundo! La búsqueda, como digo, está asegurada. Si es necesario, el río brotará del suelo ante nosotros. Hice méritos al enviarte a las puertas del conocimiento, y te di la joya que es la sabiduría. Tú me la devolviste, lo veo incluso ahora, discípulo de Sakyamuni el Médico, cuyos altares son numerosos en Bhotiyal. Con eso es suficiente. Estamos juntos y todo vuelve a ser como antes, Amigo de Todo el Mundo, Amigo de las Estrellas, ¡mi chela!
A continuación hablaron sobre cosas mundanas, aunque resultaba curioso que el lama no se interesara por ningún detalle sobre la vida en San Javier, ni demostrara la más mínima curiosidad por las cuestiones y costumbres de los sahibs. Su mente no hacía más que retornar al pasado, y revivía cada paso de su maravilloso primer viaje juntos, frotándose las manos y riéndose con nerviosismo, hasta que le apeteció tumbarse, hecho un ovillo, por el repentino sopor de la ancianidad.
Kim observó desaparecer sobre el patio el último rayo de sol habitado por el polvo, y jugó con su daga y su rosario. El clamor de Benarés, la más antigua de todas las ciudades despiertas ante los dioses, día y noche, reverberaba en las paredes mientras el mar arremetía con furia contra un rompeolas. De vez en cuando, un sacerdote jaino cruzaba el patio con una pequeña ofrenda para las imágenes, y barría el camino antes de pisarlo para evitar quitarle la vida a algún ser viviente. Una lámpara parpadeó, y se oyó el murmullo de una oración. Kim miró las estrellas que iban encendiéndose una tras otra en la oscuridad callada y espesa, hasta que se quedó dormido a los pies del altar. Esa noche soñó en indostaní, sin ni una sola palabra en inglés…
—Santo… El niño al que le di las medicinas —dijo a eso de las tres de la madrugada, cuando el lama, que también despertaba de un sueño, iba a iniciar la peregrinación—. El jat se presentará al despuntar el alba.
—Has dado una buena respuesta. Con las prisas habría cometido un error. —Se sentó en los cojines y retomó el rosario—. Los adultos son como niños —comentó con voz lastimera—. Desean algo y lo quieren de inmediato, y si no lo consiguen ¡se inquietan y empiezan a llorar! En numerosas ocasiones, estando en el camino, he estado a punto de tropezar con el obstáculo de un carro de bueyes, o una simple nube de polvo. No ocurrió así cuando era un hombre, hace mucho tiempo. Sin embargo, está mal…
—Pero eres anciano, santo.
—Ya está hecho. La causa se puso en el mundo, y, viejo o joven, enfermo o sano, conocedor o desconocedor, ¿quién puede dirigir el efecto de esa Causa? ¿La rueda permanecerá inmóvil si un niño la hace girar o un borracho? Chela, este es un mundo vasto y sobrecogedor.
—A mí me parece bueno —dijo Kim bostezando—. ¿Qué se puede comer por aquí? No he comido desde ayer.
—Había olvidado tus necesidades. Allí hay buen té de Bhotiyal y arroz frío.
—No podemos llegar muy lejos solo con eso. —Kim tenía el típico gusto europeo por la carne, que no se puede conseguir en un templo jaino. Aun así, en lugar de salir enseguida con el cuenco para mendigar, engañó al estómago con puñados de arroz frío hasta el amanecer. Con el alba llegó el granjero, muy locuaz, tartamudeando un poco por el sentimiento de gratitud.
—Por la noche remitió la fiebre y empezó a sudar —exclamó—. Pon la mano aquí, ¡tiene la piel fría y tersa! Le encantaron las tabletas saladas y se bebió la leche con avidez. —Retiró el velo del rostro del niño y el pequeño sonrió a Kim con gesto adormecido. Un pequeño grupo de sacerdotes jainos, callados pero observadores, se congregó junto a la puerta del templo. Sabían, y Kim sabía que lo sabían, cómo había topado el anciano lama con su discípulo. Y como eran personas amables, no lo habían abrumado de la noche a la mañana, ni con su presencia, ni con sus palabras ni con sus gestos. Por lo que Kim les devolvió el favor al salir el sol.
—Gracias a los dioses de los jainos, hermanos —dijo, sin saber cómo se llamaban esos dioses—. La fiebre en verdad ha desaparecido.
—¡Mirad, vedlo! —El lama sonrió al grupo que lo había acogido durante tres años—. ¿Es que alguna vez ha existido un chela igual? Es discípulo de nuestro Señor el Sanador.
En ese momento, los jainos reconocen de modo oficial a todos los dioses del credo hindú, y al Lingam y a la serpiente Llevan el hilo brahmánico. y respetan todas las leyes hindúes referidas a las castas. Sin embargo, dado que querían y conocían al lama, era un hombre anciano, buscaba el camino, era su huésped y pasaba largas horas nocturnas charlando con el abad, un metafísico librepensador tan inteligente que cortaba un pelo en el aire, murmuraron su asentimiento.
—Recuerda —Kim se inclinó sobre el chico—, la enfermedad puede volver a producirse.
—No si tú tienes el encantamiento adecuado —dijo el padre.
—Pero nosotros nos vamos dentro de un rato.
—Cierto —dijo el lama a todos los jainos—. Ahora partiremos juntos para iniciar la búsqueda de la que os he hablado a menudo. Esperaba a que mi chela hubiera madurado. ¡Miradlo! Iremos hacia el norte. Nunca más volveré a contemplar este lugar de mi descanso, ¡oh, gentes de buena voluntad!
—Pero yo no soy un mendigo. —El cultivador se puso en pie con el niño en brazos.
—Quédate quieto. No molestes al santo —gritó un sacerdote.
—Vete —susurró Kim—. Vuelve a reunirte con nosotros bajo el gran puente de la vía del tren, y por todos los dioses de nuestro Punjab, trae comida, curry, legumbres, tortas fritas en grasa y dulces. Sobre todo, dulces. ¡Corre!
La palidez del hambre sentaba muy bien a Kim por su porte: alto y delgado, con sus amplias ropas de color arena, con una mano en el rosario y la otra en actitud de bendición, copiada hasta el último detalle del lama. Un observador inglés podría haber dicho que se asemejaba bastante a la imagen del joven santo de una vidriera, aunque se tratara, nada más y nada menos, que de un muchacho en edad de crecimiento desmayado por el hambre.
Las despedidas fueron largas y formales, acabaron por tres veces y por tres veces se reiniciaron. El peregrino —el que había invitado al lama a ese refugio del lejano Tíbet, un esteta de rostro plateado y barbilampiño— no participó de esas ceremonias, sino que se quedó meditando en solitario entre las imágenes, como siempre. Los demás fueron más mundanos; llenaron de pequeñas comodidades al anciano: un caja de betel, un hermoso y nuevo estuche metálico, una bolsa de comida y cosas por el estilo. Asimismo, le advirtieron sobre los peligros del mundo exterior, y profetizaron un final feliz a su búsqueda. Mientras tanto, Kim, más solitario que nunca, se acuclilló en los escalones de la entrada, e iba protestando entre dientes en la lengua de San Javier.
«Pero es solo culpa mía —concluyó—. Con Mahbub, comía el pan de Mahbub, o el del sahib Lurgan. En San Javier disfrutaba de tres comidas al día. Aquí tengo que buscarme la vida. Además, he perdido práctica. ¡Cómo me comería un plato de ternera ahora…!».
—¿Has terminado, santo?
El lama, con ambas manos levantadas, entonó una bendición final en un chino muy elaborado.
—Debo apoyarme en tu hombro —dijo cuando las puertas del templo se cerraban—. Nos vamos anquilosando.
El peso de un hombre de más de un metro ochenta no es fácil de soportar a lo largo de kilómetros y kilómetros de calles abarrotadas, y Kim, cargado con los fardos y paquetes para el camino, se alegró de llegar a la sombra del puente de la vía del tren.
—Aquí comeremos —anunció con determinación en el momento en que el kamboh, vestido de azul y sonriente, se presentó con una cesta en una mano y el niño en la otra.
—¡A hincar el diente, santos! —gritó desde cincuenta metros de distancia. (Estaban sobre un banco de arena, debajo del primer tramo del puente, alejados de la mirada de los hambrientos sacerdotes)—. Arroz y rico curry, tortas calientes y bien especiadas con hing [asafétida], requesones y azúcar. Rey de la casa —esto lo dijo a su pequeño hijo—, demostremos a estos santos que nosotros los jats de Jullundur sabemos pagar un servicio… He oído que los jainos no comen nada que no hayan cocinado ellos, pero la verdad es que —apartó la mirada con educación hacia el ancho río—: ojos que no ven, casta que no se resiente.
—Y nosotros —dijo Kim, volviendo la espalda y llenando una hoja que hacía las veces de plato para el lama— estamos por encima de las castas.
Se atiborraron con la deliciosa comida en silencio. Hasta que no hubo rechupeteado la última pizca de dulce del dedo meñique, Kim no se dio cuenta de que el kamboh también estaba preparándose para viajar.
—Si nuestros caminos van juntos —dijo con tosquedad—, iré contigo. No se encuentra a menudo a un obrador de milagros, y el niño sigue débil. Y soy persona de fiar. —Recogió su lathi (un bastón de bambú macho, que medía más de metro y medio, y estaba reforzado con tiras de acero bruñido) y lo blandió en el aire—. Se dice que los jats son buscapleitos, pero no es cierto. Salvo cuando estamos contrariados, entonces somos como nuestros búfalos.
—Me parece bien —dijo Kim—. Un buen garrote es una buena razón.
El lama contemplaba con placidez el panorama río arriba, donde en una larga y borrosa sucesión se elevaban al cielo las incesantes columnas de humo de las piras funerarias. De vez en cuando, pese a todas las regulaciones municipales, el fragmento de algún cuerpo medio calcinado pasaba llevado por la corriente a toda velocidad.
—De no ser por ti —dijo el kamboh a Kim, llevándose el niño a su piloso pecho—, hoy podría haber ido hacia allí con la criatura. Los sacerdotes nos dicen que Benarés es santo, si ninguna duda, y un lugar deseable al que ir a morir. Pero yo no sé nada de sus dioses, y ellos me han pedido dinero, y cuando uno le ha hecho una ofrenda, uno de los que llevan la cabeza afeitada va y dice que no tiene ningún efecto a menos que haga otra. ¡Lávate aquí! ¡Lávate allá! Haz abluciones, bebe, báñate y tira flores, pero paga siempre a los sacerdotes. No, el Punjab es la mejor tierra para mí, y el doab de Jullundur, el mejor suelo que existe.
—Creo que he dicho muchas veces en el templo que, si es necesario, el río brotará bajo nuestros pies. Por tanto, iremos hacia el norte —dijo el lama al tiempo que se levantaba—. Recuerdo un lugar agradable, rodeado de árboles frutales, donde uno puede meditar mientras pasea y se respira un aire más fresco. Proviene de las montañas coronadas por la nieve.
—¿Cómo se llama ese lugar? —preguntó Kim.
—¿Cómo voy a saberlo? ¿No lo conoces? No, fue después de que el ejército surgiera de la tierra y te llevara consigo. Moré allí y allí medité, en una habitación frente a un palomar, salvo cuando esa mujer hablaba sin parar.
—¡Ajá! ¡La mujer de Kulu! Está junto a Saharanpur —aclaró Kim riendo.
—¿Cómo mueve el espíritu a tu maestro? ¿Camina como penitencia por los pecados pasados? —preguntó el jat con cautela—. Delhi está lejísimos.
—No —respondió Kim—. Pediré limosna para comprar un billete de terén. —En la India es mejor no confiar a nadie que se posee dinero.
—Entonces, en nombre de los dioses, tomemos el coche de fuego. Mi hijo está mejor en brazos de su madre. El gobierno nos ha cargado con muchos impuestos, pero nos da algo bueno: el terén que une a los amigos y a los impacientes. El terén es algo maravilloso.
Todos subieron al vagón un par de horas después y se dejaron adormecer por el día sofocante. El kamboh bombardeó a Kim con miles de preguntas sobre la peregrinación y la misión vital del lama, y recibió unas curiosas respuestas. Kim se sentía satisfecho de estar donde estaba, de contemplar el llano paisaje nororiental, y de hablar con el cambiante grupo de compañeros de viaje. Incluso hoy día, la cuestión de los billetes y su comprobación supone una agobiante opresión para los nativos indios. No entienden por qué, tras haber pagado por un pedazo de papel mágico, los extranjeros pueden hacer grandes agujeros a su amuleto. Así que las discusiones entre viajeros y revisores euroasiáticos son largas y acaloradas. Kim presenció dos o tres de estas y dio importantes consejos, con el objetivo de confundir a los participantes y presumir de lo que sabía delante del lama y del kamboh que lo admiraban. Pero al llegar al camino de Sorna, los hados le enviaron una cuestión en la que pensar. Entró dando tumbos en el compartimiento, puesto que el tren estaba moviéndose, un insignificante y enjuto personajillo, un mahratta, o eso supuso Kim a juzgar por la prominencia de su prieto turbante. Tenía la cara cortada, la parte superior de su atuendo hecha jirones, y llevaba una pierna vendada. Les contó que su carro había volcado y que había estado a punto de morir. Se dirigía a Delhi, donde vivía su hijo. Kim lo miró con detenimiento. Si como había afirmado, había caído rodando al suelo, debería haber tenido marcas de grava en la piel. Sin embargo, todas las heridas parecían limpias, y una mera caída de un carromato no deja a un hombre en un estado tal de terror. Cuando se anudó la tela desgarrada en torno al cuello con sus manos temblorosas, se entrevió un amuleto de esos que llamaban «levantadores del ánimo». Aunque los amuletos son bastante comunes, no suelen estar engarzados en un hilo de cobre trenzado, y aún hay menos amuletos lacados en negro sobre plata. No había nadie más que el kamboh y el lama en el compartimiento, que, por suerte, era de los antiguos, con acabados resistentes y bien aislado. Kim fingió que se rascaba el pecho y aprovechó para mostrar su amuleto. Al mahratta se le demudó el rostro al verlo y se puso el suyo sobre el pecho, a la vista de todos.
—Sí —siguió contándole al kamboh—, tenía prisa, y el bastardo que conducía el carro metió la rueda en un charco. Además del daño que me hizo a mí, se desperdició un plato lleno de tarkian. Ese día no fui un hijo del encantamiento [hombre con suerte].
—Qué gran pérdida —comentó el kamboh, y perdió el interés. Su experiencia en Benarés lo había convertido en un hombre escéptico.
—¿Quién lo cocinó? —preguntó Kim.
—Una mujer. —El mahratta levantó la vista.
—Pero todas las mujeres saben preparar tarkian —dijo el kamboh—. Es un buen curry, según tengo entendido.
—Oh, sí, es un buen curry —respondió el mahratta.
—Y barato —añadió Kim—. Pero ¿qué hay de la casta?
—Oh, no hay casta que valga cuando los hombres van… en busca de tarkian —respondió el mahratta con la cadencia adecuada—. ¿Al servicio de quién trabajas?
—Al servicio de este santo. —Kim señaló al feliz y adormecido lama, que se despertó sobresaltado al oír la querida palabra.
—Ah, el cielo lo envió a mí para ayudarme. Lo llaman Amigo de Todo el Mundo. También lo llaman Amigo de las Estrellas. Viaja como médico, pues ya ha madurado. Grande es su sabiduría.
—Y soy hijo del encantamiento —dijo Kim entre dientes, mientras el kamboh se apresuraba a preparar la pipa por si el mahratta se lo pedía.
—¿Y quién es ese? —preguntó el mahratta mirando a ambos lados con nerviosismo.
—Uno a cuyo hijo he… hemos curado, que tiene una gran deuda con nosotros. Siéntate junto a la ventana, hombre de Jullundur. Aquí hay un enfermo.
—¡Vaya! No tengo ningún deseo de mezclarme con cualquier gandul del camino. No acostumbro a aguzar las orejas para escuchar conversaciones ajenas. No soy una mujer deseosa de escuchar secretos. —El jat se desplomó con pesadez en un rincón alejado.
—¿Eres curandero? Estoy hecho una verdadera calamidad —exclamó el mahratta, tras reconocer la señal.
—Este hombre tiene cortes y moratones por todo el cuerpo. Voy a curarlo —respondió Kim—. Nadie me interrumpió cuando curaba a tu niño.
—Me has reprendido —dijo el kamboh con docilidad—. Estoy en deuda contigo de por vida, por mi hijo. Tú eres el hacedor de milagros, lo sé.
—Enséñame los cortes. —Kim se agachó para mirar el cuello al mahratta: estuvo a punto de quedarse sin respiración y se le desbocó el corazón, pues entendió que se trataba de una venganza del Gran Juego—. Ahora, cuenta tu historia con rapidez, hermano, mientras yo pronuncio el encantamiento.
—Vengo del sur, allí está mi misión. Ellos han asesinado a uno de los nuestros en el camino. ¿Lo has oído? —Kim asintió con la cabeza. Él, por supuesto, no sabía nada sobre el predecesor de E23, asesinado en el sur cuando iba disfrazado de comerciante árabe—. Tras haber encontrado cierta carta que debía ir a buscar, vine hacia aquí. Escapé de la ciudad y huí a Mohw. Estaba tan seguro de que nadie me reconocería que no me maquillé. En Mohw, una mujer me denunció por el robo de unas joyas en esa ciudad que acababa de abandonar. Entonces me di cuenta de que iban en mi busca. Al caer la noche escapé de Mohw, tras chantajear a un policía, a quien, a su vez, habían chantajeado para entregarme sin preguntas a mis enemigos del sur. Luego permanecí una semana en la antigua ciudad de Chitor, como penitente en un templo, pero no podía deshacerme de la carta que llevaba encima. La enterré bajo la Piedra de la Reina, en Chitor, en el lugar conocido por todos nosotros.
Kim no conocía dicho lugar, pero por nada en el mundo habría interrumpido el discurso.
—Te diré algo, Chitor es un país de reyes, puesto que Kotah está al este, al margen de la ley de la reina, y también al este, están Jaipur y Gwalior. Allí nadie aprecia a los espías y no hay justicia que valga. Me buscaron como a un chacal mojado, pero fui a parar a Bandakuir, donde me enteré de que había una denuncia contra mí por el asesinato de un muchacho en una ciudad que había abandonado. Estaban esperándome con el cadáver y los testigos.
—Pero ¿el gobierno no puede protegerte?
—Nosotros los del Juego estamos al margen de la protección gubernamental. Si tenemos que morir, morimos. Nuestros nombres se borran del libro. Eso es todo. En Bandakuir, donde vive uno de los nuestros, se me ocurrió que podría despistar a mis perseguidores disfrazándome, y por eso adopté el aspecto de mahratta. Entonces vine a Agra, y tenía la intención de regresar a Chitor para recuperar la carta. Estaba convencido de que los había despistado. Por tanto no envié ningún tar [telegrama] a nadie diciendo dónde se encontraba la misiva. Deseaba colgarme todas las medallas.
Kim asintió en silencio. Comprendía muy bien el sentimiento.
—Pero en Agra, cuando iba caminando por la calle, un hombre afirmó que yo tenía una deuda con él, y, tras acercarse con numerosos testigos, me arrastró a los tribunales. ¡Oh, en el sur sí que son listos! Dijo que yo era su agente de venta de algodón. ¡Que arda en el infierno por ello!
—¿Y lo eras?
—¡Oh, no seas tonto! ¡Si era el hombre al que buscaban por el asunto de la carta! Escapé por el barrio de los Carniceros y salí por la casa de un judío que tuvo miedo de que se produjera un alboroto y me echó. Llegué a pie al camino de Somna —solo tenía dinero para mi billerete hasta Delhi— y allí, mientras estaba tirado y con fiebre en una acequia, alguien salió de entre los arbustos, me golpeó, me hizo unos tajos y me registró de pies a cabeza. Ha ocurrido en un lugar bastante próximo a la vía, desde allí se oía el tren.
—¿Por qué no te ha matado?
—No son tan tontos. Si me llevan ante los leguleyos de Delhi, con la acusación probada de asesinato, me entregarán al Estado donde me buscan. Volveré escoltado, agonizaré poco a poco y eso servirá de escarmiento para los nuestros. El sur no es mi país. Avanzo en círculos, como una cabra tuerta. Hace dos días que no como. Estoy marcado. —Se tocó la sucia venda de la pierna—. Con este aspecto me reconocerán en Delhi.
—Al menos estás seguro en el terén.
—¡Ya veremos si dices lo mismo después de que pase un año en el Gran Juego! Enviarán telegramas a Delhi, donde se describa hasta el último de mis rasguños y harapos. Veinte personas… Hasta cien, si es necesario, declararán haberme visto matar a ese niño. ¡Menudo inútil estás hecho!
Kim conocía bien los métodos nativos de ataque y sabía que el caso estaría amañado hasta el último detalle, con el cadáver de la víctima incluido. El mahratta crispaba las manos por el dolor de vez en cuando. El kamboh los miraba desde su rincón con resentimiento, y Kim, mientras toqueteaba, como si fuera médico, el cuello del hombre, iba urdiendo un plan entre sus invocaciones.
—¿Tienes un encantamiento para transformarme? De no ser así, estoy muerto. Cinco… diez minutos a solas… De no haber tenido tanta presión, podría…
—¿Ya está curado, hacedor de milagros? —preguntó el kamboh celoso—. Llevas bastante tiempo canturreando…
—No. En mi opinión, sus heridas no tienen cura a menos que permanezca sentado durante tres días con el hábito de un bairagi.
Se trata de una penitencia común que los maestros espirituales suelen imponer a menudo a los comerciantes obesos.
—Los sacerdotes siempre procuran crear más sacerdotes —fue la respuesta. Como las personas más supersticiosas, el kamboh no podía contenerse a la hora de ridiculizar a su iglesia.
—Entonces, ¿tu hijo será sacerdote? Es hora de que tome más de mi quinina.
—Nosotros los jats somos todos como búfalos —dijo el kamboh, volviendo a suavizar el tono.
Kim frotó un poco de la amarga sustancia con la punta del dedo sobre los finos labios del confiado niño.
—No he pedido nada —dijo con brusquedad al padre—, salvo comida. ¿Me reprochas eso? Voy a curar a otro hombre. ¿Me das tu permiso, príncipe?
El hombre levantó sus manos con gesto de súplica.
—No, no. No me hagas burla.
—Me complace curar a este enfermo. Deberías hacer méritos prestándome ayuda. ¿De qué color es la ceniza que hay en el cuenco de la pipa? Blanca. Eso es un buen augurio. ¿Había cúrcuma entre tus víveres?
—Yo… yo…
—¡Abre tu hatillo!
Su interior contenía el típico montón de chucherías: pequeños retales de tela, medicamentos de curandero, baratijas compradas en ferias, atta (una harina nativa, grisácea y molida con tosquedad) envuelta en un trapo, picadura de tabaco de las llanuras, boquillas para pipa chabacanas, un paquete de curry. Estaba todo envuelto en una colcha. Kim la volcó con ademán de sabio brujo, mascullando una invocación mahometana.
—Este es un conocimiento que aprendí de los sahibs —le susurró al lama. Para el caso, como se trataba de algo que aprendió de Lurgan, no decía más que la verdad—. Como muestran las estrellas, una gran maldición trunca la suerte de este hombre y le complica la vida. ¿Puedo hacer que desaparezca?
—Amigo de las Estrellas, has obrado bien en todo lo demás. Hágase, pues, tu voluntad. ¿Se trata de una nueva curación?
—¡Deprisa! ¡Date prisa! —gritó el mahratta—. El tren puede detenerse.
—Una curación para espantar a la sombra de la muerte —respondió Kim al tiempo que mezclaba la harina del kamboh con los restos de carbón y ceniza de tabaco del cuenco de terracota de la pipa. E23, sin decir ni una palabra, se quitó el turbante y sacudió la cabeza para soltar la larga melena negra.
—Esa es mi comida, sacerdote —remugó el jat.
—¡Eres un búfalo en el templo! ¿Cómo has osado quedarte mirando? —preguntó Kim—. Debo obrar misterios ante idiotas, pero ten cuidado con tus ojos. ¿Ya se te ha nublado la vista? He salvado al niño, y a cambio, tú… ¡Oh, desvergonzado! —El hombre se estremeció con la mirada directa, pues Kim estaba muy serio—. ¿Debo maldecirte o debo…? —Agarró otro retal del hatillo y lo tiró sobre la cabeza inclinada—. Como oses siquiera pensar en el deseo de mirar, ni yo… Ni yo podré salvarte. ¡Siéntate y quédate callado!
—Me he quedado ciego… mudo. ¡Abstente de maldecirme! Ven… ven, pequeño, jugaremos al juego del escondite. Y, por lo que más quieras, no mires por debajo de la tela.
—Empiezo a tener cierta esperanza —dijo E23—. ¿Cuál es tu plan?
—Eso viene a continuación —dijo Kim, tirando de la delgada camisa. E23 se resistió, pues a las personas del noroeste no les gusta enseñar su cuerpo desnudo.
—Uno no puede andarse con pudores cuando se juega el pescuezo —dijo Kim, y le bajó la camisa hasta la cintura—. Debemos convertirte en un saddhu amarillo de cuerpo entero. Desnúdate, hazlo con cuidado y échate el pelo sobre los ojos mientras yo te esparzo la ceniza. Ahora te pondré una marca de casta en la frente. —Se sacó de la pechera la pequeña caja de pinturas y una pastilla de pigmento carmesí.
—¿No eres más que un principiante? —preguntó E23 mientras luchaba por despojarse literalmente de su ser, se liberaba de las ataduras físicas y se quedaba en paños menores.
Kim pintó una noble marca de casta sobre la frente manchada de ceniza.
—Hace ya dos días que entré en el Juego —respondió Kim—. Échate más ceniza en el pecho.
—¿Has conocido a un médico de perlas enfermas? —Se desenrolló el largo y prieto turbante y, con la máxima suavidad en sus gestos, lo dobló y se lo colocó bajo el vientre dándole la compleja forma del fajín de un saddhu.
—¡Ja! Entonces, ¿conoces sus trucos? Fue mi profesor durante un tiempo. Tenemos que cubrirme las piernas. La ceniza cura las heridas. Échame más.
—Fui su admirado alumno en una ocasión, pero tú eres incluso mejor. ¡Los dioses son bondadosos con nosotros! Dame eso.
Era una delgada cajita de estaño con píldoras de opio, que estaba entre los restos del hatillo del jat. E23 se tragó medio puñado.
—Son buenas contra el hambre, el miedo y el frío. Y también sirven para enrojecer los ojos —explicó—. Ahora ya tengo valor para jugar el Juego. Nos faltan las tenacillas de un saddhu. ¿Y qué hacemos con las ropas viejas?
Kim las enrolló hasta convertirlas en un pequeño bulto, que ocultó entre los holgados pliegues de su túnica. Tiznó a E23 las piernas y el pecho con una pastilla de pintura ocre amarillenta, con gruesas franjas sobre el fondo de harina, ceniza y turmérico.
—La sangre de esos harapos basta para que te cuelguen, hermano.
—Quizá, pero no hay necesidad de tirarlos por la ventana… Hemos terminado. —Le temblaba la voz por el puro deleite infantil provocado por el Juego—. ¡Vuélvete y mira, oh, jat!
—Los dioses nos asistan —dijo el kamboh con la cara cubierta por el paño, emergiendo como un búfalo entre los juncos—. Pero ¿dónde ha ido el mahratta? ¿Qué has hecho?
Kim se había formado con el sahib Lurgan, y E23, gracias a su trabajo, no era mal actor. En lugar del tembloroso comerciante, había un saddhu apoltronado en un rincón contra la pared, semidesnudo, cubierto de ceniza, trazos de color ocre en las piernas y el pelo mugriento, con los ojos enrojecidos —el opio tiene un rápido efecto en un estómago vacío— e iluminados por la insolencia y la lujuria animal, con las piernas cruzadas bajo el cuerpo, el rosario de Kim en el cuello, y un metro de ajada tela estampada y brillante sobre los hombros. El niño hundió la cara entre los brazos de su atónito padre.
—¡Mira, principito! Viajamos con brujos, pero no te harán daño. Oh, no llores… ¿Qué sentido tiene curar a un niño un día y matarlo de miedo al día siguiente?
—Entonces, a ti no te asusta nada, ¿no, príncipe?
—Estaba asustado porque mi padre estaba asustado. Notaba cómo le temblaban los brazos.
—¡Oh, gallina! —exclamó Kim, e incluso el avergonzado jat se rió—. He curado a este pobre vendedor. Debe renunciar a sus ganancias y a sus libros de cuentas, y sentarse al borde del camino durante tres noches para vencer la maldad de sus enemigos. Las estrellas están en su contra.
—Cuantos menos prestamistas mejor, he dicho. Pero, sea saddhu o no, debería pagarme por la tela que lleva en los hombros.
—¿Ah, sí? Llevas en brazos a tu hijo, que iba a ser entregado a las llamas hace dos días. Solo me queda una cosa que hacer. He obrado este encantamiento ante ti porque era del todo necesario. He cambiado su forma y su alma. Sin embargo, si, por cualquier casualidad, ¡oh, hombre de Jullundur!, recuerdas lo que has visto, bien entre los ancianos sentados bajo el árbol de tu aldea, bien en tu casa, en compañía de tu sacerdote cuando bendiga a tu ganado, la peste se llevará a tus búfalos, y el fuego arderá en tu techo de paja, y las ratas se comerán tus mazorcas, y la maldición de nuestros dioses recaerá en tus campos que quedarán yermos bajo tus pies y al paso de tu arado. —Esas palabras pertenecían a una antigua maldición que había oído pronunciar a un faquir de la puerta de Taksali durante su tierna infancia. La maldición no perdió nada con la repetición.
—¡Calla, santo! ¡Por piedad, calla! —gritó el jat—. No maldigas mi hogar. ¡No he visto nada! ¡No he oído nada! ¡Soy tu vaca! —Y se lanzó a agarrar los pies de Kim al tiempo que estos se tambaleaban de forma rítmica sobre el suelo del vagón.
—Pero, puesto que te he hecho el honor de dejar que me proporciones la pizca de harina, el opio y lo demás para obrar mis artes, lo dioses te lo pagarán con una bendición. —Al final la pronunció para gran alivio del hombre. Era una bendición que había aprendido del sahib Lurgan.
El lama observó la escena a través de sus anteojos, lo que no había hecho con el asunto del disfraz.
—Amigo de las Estrellas —dijo por fin—, has adquirido una gran sabiduría. Cuídate de que esta no engendre soberbia. Ningún hombre ante los ojos de la ley habla sin pensar sobre las cuestiones que haya visto o encontrado.
—No, no, es cierto —exclamó el granjero, temeroso de que el maestro superase al discípulo. E23, con la boca abierta, se había entregado al opio, que es alimento, tabaco y medicina para el asiático agotado.
Y de esta forma, sumidos en un silencio abrumador por el asombro y la tremenda confusión, llegaron a Delhi aproximadamente a la hora del encendido de las farolas.