Capítulo 14
14
Mi hermano se arrodilla (eso dice Kabir)
ante la piedra y el bronce como pagano, pero oigo en la voz de mi hermano
mis propias agonías incontestadas.
Su Dios es como asignan sus Hados,
sus oraciones son de todos… y mías.
La oración
Cuando salió la luna, los precavidos culíes se pusieron en camino. El lama, recuperado gracias al sueño y al espirituoso, no necesitaba más que el hombro de Kim que lo aguantara: era un hombre silencioso y de paso ligero. Permanecieron durante una hora en la hierba salpicada de pizarras, que rodeaba el saliente de un precipicio inmortal, y ascendieron a una nueva tierra desde la que no tenían visión alguna del valle de Chini. Un vasto terreno de pastura ascendía en forma de abanico en dirección a las nieves eternas. En la base tenía una extensión de media hectárea de superficie, en la que se alzaban unas cuantas cabañas de adobe y madera. Detrás de estas —pues a la manera montañesa, las viviendas estaban colgadas al borde de todas las cosas—, había una caída de seiscientos metros hasta el muladar de Shamlegh, donde nadie había estado jamás.
Los hombres no hicieron ningún movimiento para repartirse los objetos robados hasta que vieron al lama acostarse en la mejor habitación del lugar, mientras Kim le lavaba los pies, como era costumbre entre los mahometanos.
—Tiraremos la comida —dijo el hombre de Ao-chung— y la kilta con la cubierta roja. En cualquier caso, al amanecer no quedará ninguna prueba. Si hay algo innecesario en la kilta… ¡Mirad!
Señaló hacia la ventana, que daba a un abismo bañado por la luz de la luna reflejada en la nieve, y tiró una botella de whisky vacía.
—No hace falta que esperéis a oír cómo choca contra el suelo. Esto es el fin del mundo —dijo, y salió al exterior. El lama también miró, con las manos sobre el alféizar de una ventana y los ojos brillantes como ópalos amarillos. Desde el enorme abismo que tenía ante él, se elevaban los picos blancos que anhelaban la luz de la luna. Lo demás estaba sumido en una oscuridad como la del espacio interestelar.
—Estas son, sin duda, mis montañas —dijo con parsimonia—. Así debería permanecer el hombre, pendido sobre el mundo, apartado de los placeres, reflexionando sobre las grandes cuestiones.
—Sí, si tiene un chela que le prepare el té, que le doble una manta para apoyar la cabeza y espante a las vacas preñadas.
Una humeante lámpara ardía en una hornacina, pero la luz de la luna ahogaba su lumbre. Bajo esa mezcla de luces, agachado sobre la bolsa de comida y los tazones, Kim se movía como un esbelto fantasma.
—¡Ay! Aunque ya no me hierve la sangre, todavía oigo un zumbido en la cabeza y siento como una cuerda alrededor del cuello.
—Claro. Ha sido un buen porrazo. Ojalá quien te lo dio…
—No habría ocurrido nada malo de no ser por mi propio acaloramiento.
—¿A qué te refieres? Has salvado a los sahibs de una muerte que merecían más que nadie.
—No has aprendido bien la lección, chela. —El lama llegó hasta donde estaban los demás envuelto en una manta, mientras Kim seguía con sus ocupaciones nocturnas—. El golpe no fue más que una sombra sobre otra sombra. El mal en sí mismo (mis piernas llevan un ritmo cansado estos últimos días) encontró el mal en mí: rabia, furia y deseo de devolver el mal. Me hizo hervir la sangre, me despertó un tumulto en el estómago y me atronó los oídos. —En ese momento bebió, de modo ceremonioso, un sorbo del humeante té en hoja que le había servido Kim en un tazón caliente—. De haberme comportado sin pasión, el mal infligido solo habría provocado un daño físico, una cicatriz, un moratón, que son todo ilusiones. Pero mi mente no estaba abstraída, pues se dejó llevar con insensatez por el deseo de que los spiti provocaran un derramamiento de sangre. Al combatir ese deseo, mi alma se desgarró y luchó de una forma más intensa que la fuerza de mil golpes. No ha sido hasta repetir las bendiciones —se refería a las bienaventuranzas budistas— cuando he alcanzado la tranquilidad. Sin embargo, el mal cultivado en mí por el descuido de ese instante ha logrado su objetivo. Justa es la Rueda, ¡no se desvía ni un pelo! Aprende la lección, chela.
—Es demasiado elevada para mí —murmuró Kim—. Todavía estoy temblando. Me alegro de haber herido a ese hombre.
—Ya me di cuenta mientras dormía en tu regazo, allí abajo, en el bosque. Me ha inquietado durante el sueño: el mal de tu alma penetrando en la mía. Aun así, por otra parte —sacó el rosario—, he hecho méritos al salvar dos vidas, las de aquellos que me dañaron. Ahora debo estudiar la causa de las cosas. La barca de mi alma ha zozobrado.
—Duerme y recupera fuerzas. Es lo más inteligente.
—Meditaré. Es más necesario de lo que crees.
Hora tras hora, hasta el amanecer, el lama se quedó mirando fijamente a la pared mientras la luz de la luna palidecía sobre los blancos picos, y lo que había estado cubierto por la negrura en las laderas de las lejanas montañas se revelaba como un bosque de color verde pálido. De vez en cuando, el lama gemía. Al otro lado de la puerta cerrada con una tranca, donde las reses desconcertadas iban a buscar su antiguo establo, los habitantes de Shamlegh y los culíes se entregaban al pillaje y al desenfreno. El hombre de Ao-chung era su cabecilla, y en cuanto abrieron las conservas de los sahibs y descubrieron que estaban deliciosas, no osaron volverse atrás. El muladar de Shamlegh acogió los desperdicios.
Cuando Kim, después de una noche de pesadillas, salió con sigilo a cepillarse los dientes al aire fresco de la mañana, una mujer de tez clara con un tocado cubierto de turquesas lo llevó a un lado.
—Los demás se han ido. Te han dejado esta kilta como prometieron. A mí no me gustan los sahibs, pero tú nos harás un encantamiento a cambio. No queremos que Shamlegh caiga en desgracia por el… por el accidente. Yo soy la Mujer de Shamlegh. —Lo miró con unos ojos atrevidos y brillantes, de forma distinta a las miradas furtivas de las montañesas.
—Desde luego. Pero debe hacerse en secreto.
La mujer levantó la pesada kilta como si fuera un juguete y la metió en su choza.
—¡Sal y echa la tranca! Que nadie entre hasta que haya terminado —dijo Kim.
—Pero después… ¿Podemos hablar?
Kim volcó la kilta sobre el suelo, de ella brotó una cascada de instrumentos de medición, libros, diarios, cartas, mapas y correspondencia nativa con un extraño aroma a especias. En el fondo había una bolsa de tela brocada que cubría un documento sellado, dorado y reluciente como el que se envían los reyes entre sí. Kim contuvo la respiración con deleite, y reconsideró la situación desde el punto de vista de un sahib.
—Los libros, no los quiero. Además, son sobre logaritmos… De topografía, supongo. —Los apartó—. Las cartas, no las entiendo, pero el coronel Creighton sí las entenderá. Deben conservarse todas. Los mapas… Dibujan mejores mapas que yo, claro. Todas las cartas nativas… ¡Ajá!, y sobre todo la murasla. —Olisqueó la bolsa de tela brocada—. Tiene que ser de Hilás o de Bunár, y el babu tenía razón. ¡Qué diantre! Este sí que es un buen botín. Ojalá pudiera contárselo a Hurree… Lo demás puedo tirarlo por la ventana. —Toqueteó una soberbia brújula prismática y la brillante cubierta de un teodolito. Sin embargo, un sahib no roba, y esos objetos podrían convertirse en pruebas inconvenientes en el futuro. Revisó hasta el último manuscrito, todos los mapas y cartas nativas. Componían un fardo más bien blando. Dejó a un lado los tres libros cerrados con un pequeño candado junto con cinco maltrechos cuadernos.
«Debo llevar dentro del abrigo las cartas y la murasla, debajo del cinturón, y tengo que meter los cuadernos de notas en la bolsa de la comida. Pesará mucho. No, no creo que haya nada más. Si lo hay, los culíes lo habrán tirado por el yud, así que ya está. Ahora vosotros seguiréis el mismo camino».
Volvió a llenar la kilta con todo lo que iba a dejar, y la subió al alféizar de la ventana. A unos trescientos metros más abajo, el aire estaba cubierto por un banco de densa bruma, pues todavía no lo había alcanzado el sol de la mañana. Unos mil pies más abajo, había un bosque de pinos centenarios, sus verdes copas formaban un lecho de musgo cuando una ráfaga de viento disipaba la bruma en parte.
—¡No! ¡No creo que nadie vaya a buscarte!
Los contenidos de la cesta fueron saltando al vacío a medida que caía. El teodolito fue a dar contra el saliente de un precipicio y estalló como un proyectil. Los libros, escribanías, cajas de pinturas, brújulas y reglas adoptaron la apariencia, durante unos segundos, de un enjambre de abejas. Luego se perdieron de vista. Y, aunque Kim, que tenía medio cuerpo asomado por la ventana, escuchó con toda la atención que pudo con sus jóvenes oídos, no logró captar ni un ruido en el abismo.
«Ni con quinientas… Ni con mil rupias podría comprarse todo eso —pensó con pena—. Ha sido un despilfarro tremiendo, pero tengo todo lo demás, todos sus logros, o eso espero. Ahora, ¿cómo diantre voy a contárselo al babu Hurree? ¿Y qué diantre voy a hacer? Y mi anciano está enfermo. Debo cubrir las cartas con un pedazo de hule. Eso es lo primero que tengo que hacer, si no las empaparé de sudor… ¡Y estoy solo!».
Las envolvió en un nuevo paquete, remetiendo el hule por las esquinas, pues su vida errante lo había convertido en un ser metódico, como un viejo cazador en los avatares del camino. Luego, con el doble de cuidado, ocultó los libros en el fondo de la bolsa de comida.
La mujer llamó a la puerta.
—¡Pero si no has hecho encantamiento alguno! —dijo echando un vistazo a su alrededor.
—No es necesario. —Kim había olvidado por completo la necesidad de fingir con un poco de palabrería.
Al darse cuenta de su perplejidad, la mujer se rió de forma irreverente.
—Para ti no. Tú puedes obrar un hechizo guiñando un ojo. Pero piensa en nosotros, pobre gente, cuando te hayas ido. Anoche estaban todos demasiado borrachos para escuchar a una mujer. ¿Tú no estás borracho?
—Yo soy un sacerdote. —Kim se había recuperado, y, la mujer, que no era nada fea, pensó que era mejor insistir en el oficio del muchacho.
—Les advertí de que los sahibs se enfadarían, que harían preguntas e informarían a los rajás. También hay un babu con ellos. Los funcionarios tienen la lengua muy larga.
—¿Eso es todo lo que te preocupa? —Kim vio cómo el plan tomaba forma en su mente y sonrió de forma deslumbrante.
—Aún hay más —respondió la mujer, y extendió una tosca mano de piel morena cubierta de turquesas engarzadas en plata.
—Puedo acabarlo en un suspiro —prosiguió Kim a toda prisa—. El babu es el hakim que estaba viajando por las montañas de Ziglaur. ¿Has oído hablar de él? Lo conozco.
—Lo contará todo a cambio de una recompensa. Los sahibs no distinguen a un montañés de otro, pero los babus tienen buen ojo para los hombres… y las mujeres.
—Llévale un mensaje de mi parte.
—Haría cualquier cosa por ti.
Aceptó el cumplido con tranquilidad, como deben hacer los hombres en los países en que las mujeres son las encargadas del cortejo, arrancó una hoja de una libreta y con un lápiz indeleble para realizar copias, escribió en grosero shikast (que es la escritura que utilizan los niños sinvergüenzas para escribir porquerías en las paredes): «Tengo todo lo que han escrito: sus dibujos del país, y muchas cartas. Y lo que es más importante, la murasla. Dime qué debo hacer. Estoy en Shamlegh-bajo-la-Nieve. El anciano está enfermo».
—Llévale esto. Le cerrará la boca para siempre. No puede haber ido muy lejos.
—En realidad, no. Todavía está el bosque, al otro lado del saliente. Al salir el sol, nuestros niños han ido a ver dónde estaban, e iban gritando lo que veían a medida que avanzaban.
Kim se quedó perplejo, pero de la linde de un terreno de pastura para ovejas llegó flotando un agudo trino, como de milano real. El niño pastor que lo emitía lo había recibido, a su vez, de algún hermano o hermana que se encontraba en la lejana ladera que dominaba el valle de Chini.
—Mis maridos también están fuera, recogiendo leña.
—La mujer se sacó un puñado de nueces de la pechera, abrió una con delicadeza y empezó a comérsela. Kim fingió no entender.
—¿No conoces el significado de la nuez, sacerdote? —preguntó ella con aires de coqueteo, y le pasó una de las mitades de la cáscara.
—Bien pensado… —Kim metió el trozo de papel entre las cáscaras a toda velocidad—. ¿Tienes un poco de cera para cerrarlas con la nota dentro?
La mujer lanzó un sonoro suspiro, y Kim se ablandó.
—No habrá pago hasta que el servicio se haya prestado. Llévale esto al babu, y dile que se lo envía el hijo del encantamiento.
—¡Ay! ¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡Se lo envía un mago que es como un sahib!
—No, el hijo del encantamiento. Y pregúntale si hay respuesta.
—Pero ¿y si me contesta con una ordinariez? Tengo… tengo miedo.
Kim se rió.
—No me cabe duda de que está muy cansado y muy hambriento. Las montañas hacen fríos compañeros de cama. ¡Ay…! —se le quedó en la punta de la lengua la expresión «madre mía», que cambió por «hermana mía»—, eres una mujer lista e ingeniosa. A estas alturas todas las aldeas están enteradas de lo que les ha ocurrido a los sahibs, ¿verdad?
—Cierto. La noticia llegó a Ziglaur a medianoche y mañana llegará a Kotgar. En las aldeas se siente tanto miedo como rabia.
—No hay ninguna necesidad. Di a las gentes de las aldeas que den de comer a los sahibs y les permitan continuar en paz. Debemos dejar que salgan con tranquilidad de nuestros valles. Robar es una cosa, pero matar es otra bien distinta. El babu lo entenderá, y no habrá quejas posteriores. Date prisa. Debo atender a mi señor cuando se despierte.
—Está bien. Después del servicio… ¿Cómo has dicho?, llega la recompensa. Soy la Mujer de Shamlegh, y gobierno en nombre del rajá. No soy una vulgar paridora. Shamlegh es tuyo: pezuñas, cuernos y pieles, leche y mantequilla. Tómalo o déjalo.
Se lanzó con decisión montaña arriba, con los collares de plata tintineando contra su poderoso busto, y se encontró con el sol de la mañana a cuatrocientos cincuenta metros por encima de la aldea.
Kim pensaba en lengua vernácula mientras echaba cera en los bordes del hule de los paquetes.
«¿Cómo puede un hombre seguir el camino o el Gran Juego cuando lo molestan con tanta frecuencia las mujeres? Había una chica en Akrola del Vado… Luego estaba la mujer del sirviente detrás del palomar, y eso sin contar a todas las demás… Y ahora llega esta. Cuando era un niño, estaba bien, pero ahora soy un hombre y no me consideran como tal. ¡Nueces! ¡Ja! ¡Ja! ¡En las llanuras se hace con almendras!».
Se fue a recolectar dinero a la aldea, no con un cuenco para mendigar, que podía servir en las llanuras, sino a la manera de un príncipe. La población estival de Shamlegh la componen solo tres familias: cuatro mujeres y unos ocho o nueve hombres. Todos tenían grandes provisiones de alimentos enlatados y bebidas diversas, desde quinina amoniacal hasta vodka blanco, pues habían recibido lo suyo durante el asalto nocturno. Se habían repartido las perfectas tiendas europeas hechas jirones hacía tiempo, y las cacerolas negras de reluciente aluminio estaban por todas partes.
Sin embargo, consideraban la presencia del lama como una perfecta salvaguarda contra cualquier consecuencia negativa del incidente, y se obstinaron en ofrecer a Kim lo mejor que tenían, incluso lo invitaron a un trago de chang, la cerveza de cebada que procede del camino de Ladaj. Luego se achicharraron al sol, sentados con las piernas colgando sobre el abismo infinito, charlaron, rieron y fumaron. Juzgaban la India y su gobierno solo por su experiencia con los errantes sahibs a los que habían servido como amigos shikarris. Kim escuchó las historias de sahibs que habían errado el tiro al apuntar a íbices, siraos o marjores, y que hacía veinte años que estaban enterrados. Hasta el último detalle de las historias quedaba subrayado con la iluminación desde atrás, como las ramitas en las copas de los árboles vistas con un rayo de sol de fondo. Le hablaron de enfermedades sin importancia y, lo que es más importante, de enfermedades de su ganado de patas diminutas y firmes. Le hablaron de viajes hasta Kotgar, donde viven los misioneros extranjeros, y más allá, incluso hasta la maravillosa Simla, donde las calles están pavimentadas de plata, y cualquiera (sí, cualquiera) puede entrar a trabajar al servicio de los sahibs, que deambulan por ahí en vehículos de dos ruedas y gastan dinero a espuertas. En ese momento, con gesto serio y distante, caminando con gran pesadez, el lama se unió a la charla bajo los aleros, y le hicieron sitio. La suave brisa lo refrescó, y se sentó al borde del precipicio junto al hombre más importante y, cuando la charla languideció, empezó a tirar piedrecitas al vacío. A cuarenta y ocho kilómetros a vuelo de águila, se encontraba la siguiente cordillera, accidentada y moteada por pequeños tramos de maleza, que en realidad eran bosques, que suponían una jornada entera de recorrido en la penumbra. Detrás de la aldea, la montaña de Shamlegh impedía divisar el sur. Era como estar sentado en el nido de una golondrina, construido bajo los aleros del techo del mundo.
De vez en cuando, el lama extendía una mano y con un breve apunte hecho con voz grave señalaba en dirección norte el camino hasta Spiti, que cruza el Parungla.
—Más allá, donde las montañas son más majestuosas, está Dech’en —se refería a Han-lé—, el gran monasterio. S’Tag-stan-rasch’en lo construyó, y esta historia que contaré es la de su vida en aquel lugar. —Y empezó a contarla: un fantástico y larguísimo relato de brujería y milagros que convirtió a Shamlegh en un suspiro. Volviéndose un poco hacia el oeste, preguntó por las verdes montañas de Kulu, y buscó Kailung bajo los glaciares—. Porque de allí llegué yo hace muchos, muchos años. De Leh llegué yo, por el Baralachi.
—Sí, sí, ya lo sabemos —dijeron los avezados viajeros de Shamlegh.
—Y dormí dos noches con los sacerdotes de Kailung. ¡Estas son las montañas de mi deleite! ¡Las sombras benditas entre todas las demás sombras! Allí mis ojos se abrieron a este mundo; allí mis ojos fueron abiertos a este mundo; allí encontré la iluminación, y allí me apresté a arrostrar mi búsqueda. De las montañas llegué, de las altas montañas y los fuertes vientos. Oh, ¡justa es la Rueda! —Lo bendijo todo con detalle, los grandes glaciares, las desnudas rocas, las apiladas morrenas y los esquistos caídos; las áridas tierras altas, el oculto lago salino, la centenaria madera y el fructífero valle irrigado. Bendijo todas esas cosas, una tras otra, como un hombre moribundo bendice a los suyos, y Kim se sintió maravillado ante su apasionamiento.
—Sí, sí. No hay lugar como nuestras montañas —dijeron las gentes de Shamlegh. Y se preguntaron cómo podía vivir un hombre en las calurosas llanuras donde las reses tienen el tamaño de los elefantes, y no sirven para ascender por la montaña; donde las aldeas están pegadas unas a otras, según habían oído, a lo largo de cientos de kilómetros; donde las gentes iban robando en bandas, y lo que los ladrones dejaban se lo llevaba la policía sin dejar ni rastro.
Así pasó el apacible mediodía, y al final del mismo, la mensajera de Kim llegó descendiendo por la inclinada ladera de pastura, tan fresca como en el momento de su partida.
—He enviado un mensaje al hakim —explicó Kim al lama, mientras ella hacía una reverencia.
—¿Se ha unido a los idólatras? No, recuerdo que curó a uno de ellos. Ha hecho méritos, aunque el enfermo curado utilizó su fuerza para hacer el mal. ¡Justa es la Rueda! ¿Qué cuenta el hakim?
—Temía que te hubieran herido y… Sabía que era un hombre listo.
Kim tomó la nuez sellada con cera, sacó su nota y leyó una anotación escrita en inglés en el anverso: «Favor recibido. No puedo deshacerme de la compañía presente, por el momento; los llevaré hasta Simla. Después, espero volver a reunirme con vosotros. Inútil seguir a caballeros enfadados. Regresad por el mismo camino que vinisteis, ya os alcanzaré. Muy agradecido por la correspondencia debida a mi previsión».
—Santo, dice que escapará de los idólatras, y que regresará con nosotros. Entonces, ¿lo esperamos en Shamlegh?
El lama miró durante largo tiempo y con cariño hacia las montañas, y sacudió la cabeza.
—No es posible, chela. Lo deseo con toda mi alma, pero está prohibido. He visto la Causa de las Cosas.
—¿Por qué, si las montañas te han hecho recuperar fuerzas a diario? Recuerda que nos sentíamos débiles y desmayados allí abajo, en el Dun.
—Me volví fuerte para hacer el mal y para olvidar. En las laderas fui un camorrista y un aventurero. —Kim reprimió una sonrisa—. Justa y perfecta es la Rueda, y no se desvía ni un pelo. Cuando era un hombre, hace mucho tiempo, hice la peregrinación a Guru Ch’wan entre los álamos —señaló en dirección al Bhotan—, donde conservan el Caballo Sagrado.
—¡Silencio! ¡Callaos! —exclamaron los habitantes de Shamlegh todos a una—. Está hablando de Jam-lin-nin-k’or, el Caballo que da la Vuelta al Mundo en un Día.
—Estoy hablando solo con mi chela —dijo el lama con tono de amable reprobación, y los oyentes se dispersaron como el rocío de la mañana en los aleros orientados al sur—. En esa época no buscaba la verdad, sino el lenguaje de la doctrina. ¡Todo ilusión! Bebí la cerveza y comí el pan de Guru Ch’wan. Un día, alguien dijo: «Vamos a combatir por Sangor Gutok, en el valle, para descubrir», «¡date cuenta de nuevo cómo la codicia va unida a la ira!», «qué abad ha de gobernar allí y enriquecerse con las oraciones que se escriben en Sangor Gutok». Así que allí fui y combatimos durante un día.
—Pero ¿cómo, santo?
—Con nuestros alargados estuches, como podría haberte demostrado… Bueno, la cuestión es que luchamos bajo los álamos, tanto los abates como los demás monjes, y uno me abrió una brecha en la frente, por la que se entreveía el hueso. ¡Mira! —Se retiró el gorro hacia atrás y mostró una cicatriz grisácea y arrugada—. ¡Justa y perfecta es la Rueda! Ayer me picaba la cicatriz y, medio siglo después del combate, recordé cómo me la hicieron y la cara de quien me la infligió, refugiándome así en la ilusión. A continuación ocurrió lo que tú ya viste: conflictos y estupidez. ¡Justa es la Rueda! El golpe del idólatra me dio en plena cicatriz. Entonces se me estremeció el alma… Se me oscureció el alma, y la barca de mi alma zozobró en las aguas de la ilusión. Hasta que llegué a Shamlegh no pude meditar sobre la Causa de las Cosas, ni descubrir las alargadas ramificaciones del mal. He estado dándole vueltas toda la noche.
—Pero, santo, tú eres inocente de todo mal. ¡Me ofreceré por ti en sacrificio!
Kim se sentía sinceramente perturbado por la pena del anciano, y la expresión de Mahbub Alí le salió sin pensar.
—Al amanecer —el lama prosiguió con mayor seriedad, rosario en ristre tintineando entre las pausadas frases— llegó la iluminación. Está aquí… soy un hombre anciano… criado en las montañas, alimentado en las montañas, y jamás me había sentado entre mis montañas. He viajado durante tres años por el Hind, pero ¿puede ser la tierra más fuerte que la Madre Tierra? Mi estúpido cuerpo anhelaba las montañas y la nieve de las montañas, desde las llanuras. Dije, y es cierto, que el éxito de mi búsqueda está asegurado. Así que, desde la casa de la mujer de Kulu volví en dirección a las montañas, por puro convencimiento personal. El hakim no tiene culpa de nada. Él, inspirado en el deseo, pronosticó que las montañas me fortalecerían. Pero me fortalecieron para hacer el mal, para olvidar mi búsqueda. Me deleité en la vida y el deseo de la vida. Deseaba empinadas laderas que escalar. Trataba de encontrarlas. Medí la fuerza de mi cuerpo con las elevadas montañas, que es algo malo, y me burlé de ti cuando te quedaste sin aire a los pies de Yamnotri. Y me reí de ti cuando demostraste tu flaqueza ante la nieve del paso.
—Pero ¿qué tiene de malo todo eso? Yo tenía miedo. Era normal. No soy un montañés. Y te amaba por tu renovada fuerza.
—Más de una vez, según recuerdo —descansó la mejilla con pesar en una mano—, busqué tus elogios y los del hakim por la mera fuerza de mis piernas. A ese mal se le sumó otro mal… Hasta que el vaso estuvo lleno. ¡Justa es la Rueda! Durante tres años, el Hind me concedió toda clase de honores. Desde la Fuente de la Sabiduría en la Casa de las Maravillas hasta un niñito que jugaba con un gran cañón. —Sonrió—. El mundo me allanó el camino. ¿Y por qué?
—Porque nosotros te amábamos. No es más que la fiebre provocada por el golpe. Yo mismo sigo algo mareado y tembloroso.
—¡No! Fue porque yo estaba en el camino, afinado como los si-nen [címbalos] para el propósito de la ley. Me alejé de esa ordenanza. El afinamiento se truncó y a continuación llegó el castigo. En mis propias montañas, al borde de mi propio país, en el mismo lugar de mi maligno deseo, se asestó el golpe… ¡Aquí! —Se tocó la frente—. Como golpean a un novicio cuando pone mal los vasos, así me golpearon, a mí, que era el abad de Such-zen. No con una palabra, te lo advierto, sino con un porrazo, chela.
—Pero los sahibs no te conocían, santo.
—No se equivocaron al emparejarnos. La ignorancia y el deseo se encuentran con la ignorancia y el deseo en el camino, y engendran ira. El golpe fue una señal para mí (que no soy mejor que un yac perdido) de que mi sitio no estaba aquí. ¡Quien pueda interpretar la causa de un acto está a medio camino de la libertad! «Vuelve al camino», quería decir el golpe. «Las montañas no son para ti. No puedes aspirar a la libertad y convertirte en esclavo del placer en la vida».
—¡Ojalá no nos hubiéramos encontrado jamás con esos malditos rusos!
—Ni siquiera nuestro Señor puede hacer que la Rueda retroceda. Y, gracias a los méritos que he hecho, recibí otra señal. —Se puso la mano en el pecho y sacó el dibujo de la Rueda de la Vida—. ¡Mira! Lo he pensado después de meditar. Lo único que logró hacerle el idólatra fue una rasgadura del tamaño de una uña.
—Ya veo.
—Por tanto, esa es la envergadura de mi vida en este cuerpo. He servido a la Rueda todos los días de mi existencia. Ahora la Rueda me sirve a mí. Pero por los méritos que he hecho guiándote en el camino, se me ha otorgado una vida más antes de encontrar el río. ¿Está claro, chela?
Kim miró el mapa terriblemente maltrecho. La rasgadura lo cruzaba en diagonal de izquierda a derecha, desde la undécima casa, donde el deseo alumbra al niño (según la versión que dibujan los tibetanos), pasando por los mundos humano y animal, hasta la quinta casa: la casa vacía de los sentidos. Era de una lógica aplastante.
—Antes de que nuestro Señor alcanzara la iluminación —el lama volvió a doblar el mapa con respeto—, fue tentando. Yo también he sido tentado, pero eso se acabó. La flecha cayó en las llanuras, no en las montañas. Por tanto, ¿qué hacemos aquí?
—¿Podemos al menos esperar al hakim?
—Sé durante cuánto tiempo viviré en este cuerpo. ¿Qué puede hacer un hakim por mí?
—Pero si estás enfermo y tembloroso… No puedes caminar.
—¿Cómo voy a estar enfermo si veo la libertad? —Se levantó tambaleante.
—Entonces tengo que conseguir comida en la aldea. Oh, ¡el pesado camino! —Kim sentía que él también necesitaba descansar.
—Es una decisión legítima. Comamos y luego partiremos. La flecha cayó en las llanuras… Pero yo me dejé llevar por el deseo. Prepárate, chela.
Kim se volvió hacia la mujer con el tocado de turquesas que había estado tirando con ociosidad piedrecitas al precipicio. Le sonrió con gran amabilidad.
—Encontré al babu como un búfalo perdido en un maizal: gruñía y estornudaba por el frío. Tenía tanta hambre que olvidó su dignidad y se deshizo en lisonjas conmigo. Los sahibs no tenían nada. —Extendió la palma de la mano vacía—. Uno tiene fuertes dolores en el bajo vientre. ¿Obra tuya?
Kim asintió en silencio con una mirada radiante.
—Primero hablé con el bengalí, y después con las gentes de la aldea del lugar. Los sahibs habían recibido comida cuando la necesitaron, y la gente no les había pedido dinero. El botín ya se ha repartido. El babu va contando mentiras de los sahibs. ¿Por qué no los abandona?
—Por la grandeza de su corazón.
—Jamás ha existido un bengalí que tenga en el pecho nada más grande que una nuez seca. Pero eso da igual… Ahora hablemos de las nueces. Después del servicio llega la recompensa. Ya te he dicho que la aldea es tuya.
—Pues voy a perdérmela —empezó a decir Kim—. Aunque ya había albergado en mi corazón la ensoñación de deseables actos… —No es necesario reproducir los cumplidos típicos de estas ocasiones. Kim suspiró profundamente—… Pero, mi señor, llevado por una visión…
—¡Ja! ¿Qué pueden ver los ojos de un anciano más allá de un cuenco de mendigar a rebosar?
—… ha de marchar de esta aldea para regresar a las llanuras.
—Oblígale a quedarse.
Kim sacudió la cabeza.
—Conozco a mi santo, y sé cómo se enfurece cuando está alterado —respondió admirablemente—. Sus maldiciones harían temblar las montañas.
—¡Es una lástima que no le sirvieran para librarse de que le partieran la crisma! He oído que fuiste tú quien luchó como una fiera para derribar al sahib. Deja que sueñe un poco más. ¡Quédate!
—Montañesa —dijo Kim con una parquedad que no logró endurecer los rasgos de su joven rostro ovalado—, estas cuestiones son demasiado elevadas para ti.
—¡Que los dioses nos asistan! ¿Desde cuándo hombres y mujeres son algo más que hombres y mujeres?
—Los sacerdotes son así. Dice que partirá ahora mismo. Yo soy su chela y me voy con él. Necesitamos comida para el camino. Es un invitado honrado en todas las aldeas —se interrumpió con una verdadera sonrisa infantil—, pero la comida de aquí es buena. Consígueme un poco.
—¿Y si no te la doy? Soy la mujer de esta aldea.
—Entonces te maldeciré… Un poco, no mucho, pero sí lo suficiente para que te acuerdes. —No pudo evitar sonreír.
—Ya me has maldecido con esa caída de ojos y esa barbilla altanera. ¿Maldiciones? ¿Qué me pueden importar unas simples palabras? —Se puso las manos sobre el pecho—. Pero no permitiré que te vayas enfadado, con un mal concepto de mí. Puede que creas que no soy más que la mujer que recoge la bosta de vaca y el pasto en Shamlegh, pero sigo siendo una mujer.
—Yo no creo nada —dijo Kim—, solo que siento partir porque estoy muy cansado, y que necesitamos comida. Toma la bolsa.
La mujer la agarró enojada.
—He sido una tonta —dijo—. ¿Quién es tu mujer en las llanuras? ¿Es blanca o negra? Yo antes era blanca. ¿Te has reído? En una ocasión, hace mucho tiempo, por si no te lo crees, un sahib me miró con buenos ojos. Hace mucho tiempo, yo vestía atuendo europeo, en la casa de la misión que está por allí. —Señaló en dirección a Kotgar—. Fue hace ya mucho tiempo. Yo era quirlistiana y hablaba inglés, como hablan lo sahibs. Sí, mi sahib dijo que regresaría y se casaría conmigo… Sí, que se casaría conmigo. Se fue, lo había cuidado cuando estuvo enfermo, pero él jamás regresó. Luego entendí que los dioses de los quirlistianos mentían, y regresé con los míos… Jamás he vuelto a fijarme en un sahib desde entonces. (No te rías de mí. La llama ya se ha extinguido, sacerdotillo). Tu cara, tus andares y tu forma de hablar me recordaron a mi sahib, aunque tú no eres más que un mendigo vagabundo a quien he dado limosna. ¿Maldecirme? ¡No puedes ni maldecir ni bendecir! —Se puso las manos en las caderas y rió con amargura—. Tus dioses son mentiras, tus obras son mentiras, tus palabras son mentiras. No hay dioses bajo los cielos. Yo lo sé… Aunque durante un tiempo creí en el regreso de mi sahib, y que él era mi Dios. Sí, una vez hice música con un pialno en la casa de la misión en Kotgar. Ahora doy limosnas a sacerdotes a los que han golpecado. —Terminó con esa palabra mal pronunciada en inglés, y cerró la bolsa llena hasta el borde de provisiones.
—Te espero, chela —dijo el lama apoyándose contra la jamba.
La mujer recorrió la esbelta silueta con la mirada.
—¡Pero si quiere caminar! ¡Si no puede recorrer ni medio kilómetro! ¿Adónde van esos viejos huesos?
Al oírlo, Kim, que ya estaba preocupado por el desmayo del lama y por el peso de la bolsa con la que debía cargar, perdió los estribos.
—¿Y a ti qué te importa dónde vaya, mujer de mal agüero?
—Nada, pero sí a ti, sacerdote con cara de sahib. ¿Es que lo vas a llevar a hombros?
—Voy a las llanuras. Nadie debe dificultar mi regreso. He luchado con mi alma hasta quedar sin fuerzas. El estúpido cuerpo está agotado, y estamos lejos de la planicie.
—¡Mira! —se limitó a exclamar la mujer, y se apartó para dejar que Kim observara su profunda indefensión—. Maldíceme. Puede que eso le dé fuerzas. ¡Haz un encantamiento! Invoca a tu gran dios. Tú eres el sacerdote. —Y dio media vuelta para irse.
El lama se había acuclillado sin fuerzas, agarrado todavía a la jamba. No se puede golpear a un anciano y esperar que vuelva a recuperarse como un niño, de la noche a la mañana. La debilidad lo hacía inclinarse hacia el suelo, pero su mirada, clavada en Kim, rebosaba vitalidad y súplica.
—No pasa nada —dijo Kim—. La falta de aire es lo que te debilita. ¡Dentro de un rato nos iremos! Es el vértigo de las montañas. Yo también tengo un poco revuelto el estómago. —Se arrodilló junto al lama y lo confortó con las palabras mediocres que primero le vinieron a la cabeza.
Entonces la mujer regresó, más altiva que nunca.
—Tus dioses no sirven para nada, ¿verdad? Prueba conmigo. Yo soy la Mujer de Shamlegh. —Llamó a alguien con voz ronca, y de una vaqueriza salieron sus dos maridos y otros tres hombres con un duli, la tosca litera de paja de las montañas, que utilizan para llevar a los enfermos y a los visitantes oficiales—. Estas cabezas de ganado —no consintió siquiera en mirar a los hombres— son tuyas durante el tiempo que las necesites.
—Pero no iremos por el camino de Simla. No nos acercaremos a los sahibs —gritó el primer marido.
—No escaparán como hicieron los otros, no robarán equipaje. Sé que dos son unos alfeñiques. Colocaos en la parte trasera, Sonu y Tari. —Los hombres obedecieron enseguida—. Ahora agachaos y levantad al hombre santo. Yo cuidaré de la aldea y de vuestras virtuosas esposas hasta vuestro regreso.
—¿Cuándo será eso?
—Preguntad a los sacerdotes. No me molestéis. Dejad la bolsa de la comida a los pies, os servirá de contrapeso.
—Oh, santo, ¡las montañas son más amables que nuestras llanuras! —exclamó Kim aliviado, mientras el lama subía a trompicones a la camilla—. Es una camilla digna de reyes, un confortable lugar de honor. Y todo se lo debemos a…
—Una mujer de mal agüero… Necesito tus bendiciones tanto como tus maldiciones. Yo doy las órdenes, no tú. ¡Levantadlo y marchaos! ¡Oye! ¿Tienes dinero para el camino?
Hizo una seña a Kim para que la acompañara a su cabaña, y allí se encorvó sobre una abollada caja de caudales inglesa que tenía debajo del catre.
—No necesito nada —dijo Kim enfadado, cuando debería haberse sentido agradecido—. Ya me han sobrecargado de favores a la fuerza.
La mujer levantó la vista con una curiosa sonrisa y le puso una mano en el hombro.
—Al menos dame las gracias. Tengo cara de tonta y soy montañesa, pero, como suele decirse, he hecho méritos. ¿Es que tengo que enseñarte cómo dan las gracias los sahibs? —Y en ese momento su dura mirada se dulcificó.
—No soy más que un sacerdote vagabundo —dijo Kim con los ojos encendidos al responder—. No necesitas ni mis bendiciones ni mis maldiciones.
—No. Pero dame un instante, solo un instante, puedes alcanzar al duli en diez pasos. ¿Puedo enseñarte lo que harías si fueras un sahib?
—¿Y si yo lo adivinara? —dijo Kim y, rodeándola por la cintura con un brazo, la besó en la mejilla, y añadió en inglés—: Muchas gracias, querida.
El beso es una práctica casi desconocida entre los asiáticos, que puede haber sido la razón de que la mujer retrocediera con los ojos abiertos como platos y expresión de terror.
—La próxima vez —prosiguió Kim—, no debes estar tan segura de lo que sean capaces de hacer tus sacerdotes golpecados. Y ahora, adiós. —Extendió la mano a la manera británica. Ella se la estrechó con gesto mecánico—. Adiós, querida.
—Adiós, y… y… —intentaba recordar las palabras que sabía en inglés una a una—, ¿regresarás? Adiós, y ve con Dios.
Media hora después, mientras la chirriante litera ascendía dando tumbos por el camino de montaña que conduce hacia el sudeste desde Shamlegh, Kim divisó una diminuta figura en la puerta de la cabaña que se despedía de él agitando un paño blanco.
—Esa mujer ha hecho más méritos que todos los demás juntos —dijo el lama—. Pues poner al hombre en el camino hacia la libertad equivale a la mitad de la grandeza que hubiera obtenido si ella misma lo hubiera hallado.
—Hummm —dijo Kim pensativo, considerando lo ocurrido—. Puede que yo también haya hecho méritos… Al menos no me ha tratado como a un niño. —Se apretó la pechera de la túnica, donde estaba el fajo de documentos y mapas, aseguró bien la valiosa bolsa de la comida que iba a los pies del lama, puso la mano en el borde de la litera y se adaptó al paso cansino de los quejumbrosos maridos.
—Estos también hacen méritos —dijo el lama tras cinco kilómetros de recorrido.
—Más que eso, debería pagárseles con plata —dijo Kim. La Mujer de Shamlegh se la había dado; y era justo, argumentó Kim, que ellos la recuperasen ganándola.