Kim

Capítulo 10

10

Vuestro terzuelo ha estado demasiado tiempo encerrado, sir. No es un halcón niego,

sino un halcón volandero que desemballestaba, antes de que lo cogiéramos.

Peligrosamente libre en el aire. ¡A fe que de ser mío (como mío es el guante con el que le ofrezco cortesías) lo volaría con un halcón adiestrado!, Está maduro y bien plumado… tan hecho al hombre, tan curtido […]

Entregadlo al firmamento para el que lo creó Dios,

¿y quién podrá arrebatárselo al aire?

«La guardia de Gow»

El sahib Lurgan habló dando rodeos, pero sus consejos coincidieron con los de Mahbub, y el resultado final favorecía a Kim. En ese momento ya sabía lo necesario para no marcharse de la ciudad de Lucknow con atuendo de nativo, y si Mahbub estaba en algún sitio al que podía remitirse una carta, se dirigiría hacia su campamento, y cambiaba de aspecto ante la asombrada mirada del patán. Si la cajita de pinturas que utilizaba para dibujar los mapas hubiera podido hablar y hubiera contado las aventuras de sus vacaciones, lo habrían expulsado. En una ocasión Mahbub y él fueron juntos hasta la mismísima y bella ciudad de Bombay, con las tres cargas de caballos para tranvías, y Mahbub estuvo a punto de conmoverse cuando Kim propuso una travesía en un dhow por el océano Índico para comprar árabes del golfo Pérsico, que, según tenía entendido por un adlátere del comerciante Abdul Rhaman, tenían mejores precios que los simples kabulíes.

Dio buena cuenta de varios platos en compañía de ese gran comerciante, cuando Mahbub y unos cuantos correligionarios recibieron la invitación a una gran cena del haj. Regresaron pasando por Karachi, en barco, cuando Kim sintió su primer mareo sentado en la escotilla de proa de un vapor de cabotaje, convencido de que lo habían envenenado. La famosa cajita de medicamentos del babu resultó no servir para nada, aunque Kim volvió a rellenarla en Bombay. Mahbub tenía asuntos pendientes en Quetta, y allí Kim, así lo admitió Mahbub, se ganó el pan, y tal vez un poco más, pasando cuatro interesantes días como sirviente en la casa de un gordo sargento de intendencia, de cuyo despacho, en un momento propicio, sustrajo un libro de pergamino que copió. Por lo visto, el libro estaba relacionado, de principio a fin, con ventas de cabezas de ganado y camellos, y se dedicó a transcribirlo a la luz de la luna, tendido detrás de una edificación anexa, durante toda una noche sofocante. Luego volvió a poner el libro de pergamino en su sitio y, por orden de Mahbub, no cobró ese trabajo, y volvió a reunirse con él diez kilómetros más allá, con la pulcra copia escondida en la pechera.

—Ese soldado es un pez pequeño —explicaba Mahbub Alí—, pero dentro de un tiempo atraparemos al pez más gordo. Él no hace más que vender bueyes a dos precios distintos, uno para él y otro para el gobierno, que no creo que sea un pecado.

—¿Por qué no podía llevarme el libro y acabar enseguida con esto?

—Si lo hubieras hecho se habría asustado, y se lo habría contado a su amo. En ese caso, podríamos haber perdido un gran número de rifles nuevos que buscan un camino para llegar a Quetta, al norte. El Juego es tan grande que hay que actuar con mucha cautela.

—¡Ajá! —exclamó Kim, y se abstuvo de hablar. Eso ocurrió durante las vacaciones del monzón, después de haber ganado el premio de matemáticas. Las vacaciones de Navidad las pasó —salvo diez días destinados a asuntos personales— con el sahib Lurgan, en cuya casa permaneció sentado gran parte del tiempo delante de la crepitante hoguera —el camino de Jakko estaba cubierto por una capa de nieve de más de un metro de grosor ese año—, y como el pequeño hindú se había ido para contraer matrimonio, ayudaba a Lurgan a engarzar perlas. Hizo aprender a Kim capítulos enteros del Corán de memoria, hasta que fue capaz de recitarlos con el mismo tono y cadencia que un mulá. Además, enseñó a Kim los nombres y propiedades de numerosos remedios nativos, así como las runas adecuadas que recitar cuando se administran. Y por las noches escribía encantamientos en pergaminos, complejos pentagramas repletos de nombres de demonios: Murra, y Awan el compañero de los Reyes, todos escritos con filigranas en las esquinas. De forma más específica, aconsejó a Kim sobre cómo ocuparse de su salud: la cura de los ataques de fiebre y sencillos remedios para el camino. Una semana antes de marcharse, el sahib coronel Creighton, y eso fue injusto, envió a Kim una hoja de examen que versaba de forma exclusiva sobre varas de medir, cadenas de agrimensor, limbos y ángulos.

Las vacaciones siguientes salió con Mahbub, y en esa ocasión, por cierto, estuvo a punto de morir de deshidratación, mientras avanzaba lenta y pesadamente por las arenas, a lomos de un camello, en dirección a la misteriosa ciudad de Bikanir, donde los pozos tienen una profundidad de ciento veinte metros, y están cubiertos de esqueletos de camellos. En opinión de Kim, no fue un viaje divertido, porque —haciendo caso omiso del contrato—, el coronel le ordenó que trazara un mapa de esa salvaje y amurallada ciudad. Y, puesto que no se espera que los jinetes y asistentes de pipa lleven cadenas de agrimensor por la capital de un estado nativo independiente, Kim se vio obligado a medir con sus pasos las distancias con la ayuda del rosario de cuentas. Utilizó la brújula para orientarse cuando la ocasión lo permitía, sobre todo cuando caía la noche, a la hora en que se alimentaba a los camellos, y con la ayuda de su cajita de pinturas de seis pastillas de color y tres pinceles, consiguió un dibujo bastante parecido a la ciudad de Jeysulmir. Mahbub se rió muchísimo y le aconsejó redactar, además, un informe. Y se puso manos a la obra, apoyado en la cubierta trasera del libro de contabilidad que estaba bajo las alforjas de la silla de montar favorita de Mahbub.

—Debe contener todo lo que hayas visto, tocado o tomado en consideración. Escribe como si el mismísimo sahib Jung-i-Lat hubiera llegado a hurtadillas con un nutrido ejército preparado para la guerra.

—¿Cuán nutrido sería ese ejército?

—Oh, medio laj de hombres.

—¡Menuda insensatez! Recuerda lo escasos y de mala calidad que eran los pozos del desierto. Ni siquiera un grupo de mil hombres sedientos podría llegar a ellos.

—Entonces escríbelo. Escribe también sobre las viejas grietas en las paredes y dónde se puede cortar leña, y sobre el ánimo y disposición del rey. Yo me quedaré aquí hasta que haya vendido todos mis caballos. Alquilaré una habitación junto a la entrada de la ciudad, y tú te harás pasar por mi contable. Hay un buen candado en la puerta.

El informe, escrito con la inconfundible caligrafía cursiva de San Javier, y el mapa amarillo, pardo y rojo, llegó a su destino hace solo un par de años (un funcionario descuidado lo archivó con la burda anotación de «Medición realizada en la segunda travesía al Sistán de E23»), aunque, en la actualidad, las letras escritas a lápiz tienen que ser casi ilegibles. Kim lo tradujo para Mahbub, sudando a la lumbre de una lámpara de aceite, el segundo día de su viaje de regreso. El patán se levantó y se inclinó sobre sus sucias alforjas.

—Sabía que valdría la pena traer un traje de etiqueta, así que preparé uno —dijo sonriendo—. Si yo fuera el emir de Afganistán (y algún día puede que nos reunamos con él), te llenaría la boca de oro.

—Dejó el atuendo ceremoniosamente a los pies de Kim. Había un turbante bordado en oro de Peshawar, que tenía forma de cono, y un largo retal de tela para el turbante que acababa con una gruesa franja de oro. Había un chaleco con bordados de Delhi para ponerse sobre una camisa de blanco lechoso, que se ataba a la derecha, larga y holgada; unos pantalones bombachos de color verde con un fajín de seda drapeada; y para que no faltara nada, unas babuchas de piel de Rusia, que olían de maravilla, con unas arrogantes puntas vueltas.

—Es miércoles, y, por la mañana, ponerse ropa nueva trae buena suerte —dijo Mahbub con solemnidad—. Aunque no debemos olvidar a las malas personas del mundo. ¡Bueno…!

Coronó todo ese esplendor, que estaba dejando si hálito al encantado Kim, con un revólver de once milímetros de calibre, con empuñadura de nácar, niquelado y semiautomático.

—Había pensado en un calibre menor, pero se me ocurrió que este lleva balas del gobierno. Un hombre siempre está autorizado a llevarlas, sobre todo para cruzar la frontera. Ponte erguido y deja que te vea. —Le dio una palmadita en el hombro—. ¡Que nunca te canses, patán! ¡Oh, la de corazones que romperás! ¡Oh, la de ojos que te mirarán a hurtadillas bajo la sombra de sus pestañas!

Kim se dio una vuelta, se puso de puntillas, se estiró y buscó con gesto mecánico la pelusilla que estaba empezándole a salir en el labio superior. Luego se inclinó a los pies de Mahbub para realizar la debida reverencia levantando las manos y plantando las palmas en el suelo, embargado por la emoción. Mahbub reaccionó antes que él y lo abrazó.

—Hijo mío —dijo—, las palabras son innecesarias entre nosotros. ¿Verdad que el pequeño revólver es una delicia? Los seis cartuchos salen con un solo giro. Se lleva en el pecho, pegado a la piel, que, de esa forma, lo mantiene engrasado. Jamás lo pongas en otro sitio, por el amor de Dios, algún día podrías matar a un hombre con él.

Hai Mai! —exclamó Kim con arrepentimiento—. Si un sahib mata a un hombre, muere ahorcado en prisión.

—Cierto, pero un paso más allá de la frontera, los hombres son más inteligentes. Guárdalo, pero cárgalo antes. ¿De qué sirve un arma desnutrida?

—Cuando regrese a la madrasa debo devolverlo. Las armas están prohibidas. ¿Me la guardarás?

—Hijo, estoy cansado de esa madrasa, donde se quedan con los mejores años de un hombre para enseñarle algo que solo puede aprender en el camino. La estupidez de los sahibs no tiene ni principio ni fin. ¡Qué podemos hacer! Puede que tu informe escrito te libere de algunas obligaciones, y Dios sabe que necesitamos cada vez más y más hombres en el Juego.

Marcharon, con las mandíbulas apretadas contra la tormenta de arena, por el desierto salino de Jodhpur, donde Mahbub y su bello sobrino Habib Ullah hicieron muchas ventas. Y luego, con pesar y atuendo europeo, que cada vez le iba más pequeño, Kim partió al segundo curso de San Javier. Pasadas tres semanas, el coronel Creighton, al poner precio a unas dagas en la tienda de Lurgan, se enfrentó a Mahbub Alí, que se rebeló abiertamente. El sahib Lurgan actuaba como refuerzo.

—El poni está listo, adiestrado, con el bocado puesto y encaminado, ¡sahib! A partir de ahora, día a día, perderá sus aptitudes si lo retienen con engaños. Suelte las riendas y déjelo marchar —dijo el vendedor de caballos—. Lo necesitamos.

—Pero es demasiado joven, Mahbub, no tiene más de dieciséis años, ¿verdad?

—Cuando yo tenía quince años, ya había matado a un hombre y engendrado a otro, sahib.

—¡Viejo pagano impenitente! —Creighton se volvió hacia Lurgan. El hombre de barba negra asintió con la cabeza ante la sabiduría del Barba Roja afgano.

—Debería haberlo utilizado hace tiempo —dijo Lurgan—. Cuanto más joven, mejor. Por esa razón, guardo mis joyas bajo la vigilancia de un niño. Usted me lo envió para ponerlo a prueba. Lo probé de todas las formas posibles: es el único chico al que no pude hacer ver cosas.

—¿En el cristal… en el charco de tinta? —preguntó Mahbub.

—No. Bajo mi mano, como ya he dicho. No había ocurrido nunca. Quiere decir que es lo bastante fuerte, aunque usted crea que no tiene importancia, coronel Creighton, para conseguir que cualquiera haga lo que él desee. Y eso fue hace tres años. Le he enseñado bastantes cosas desde entonces, coronel Creighton. Creo que ahora lo ha echado a perder.

—¡Humm! Puede que tenga razón. Pero, como sabe, de momento no hay ningún trabajo topográfico para él.

—Déjelo salir, déjelo marchar —lo interrumpió Mahbub—. ¿Quién espera que un potro lleve un gran peso al principio? Déjelo correr con las caravanas, como nuestras crías de camello blanco, para probar. Lo llevaría conmigo, pero…

—Hay un asuntillo en el que podría ser muy útil, en el sur —dijo Lurgan con una suavidad peculiar, dejando caer sus párpados azulados.

—E23 se encarga de eso —comentó Creighton al momento—. No debe ir allí. Además, no sabe turki.

—Basta con que le diga cuál es la forma y el olor de las cartas que queremos, y él nos las traerá —insistió Lurgan.

—No. Esa es misión para un hombre —dijo Creighton.

Se trataba de una cuestión intrincada de correspondencia entre una persona que afirma ser la autoridad última en todas las cuestiones relacionadas con la religión mahometana en el mundo, y un miembro más joven de una casa real, que había sido amonestado por secuestrar mujeres en territorio británico. El arzobispo mahometano se había expresado con tono enfático y en extremo arrogante; el joven príncipe se limitó a enfurruñarse por el recorte de sus privilegios, aunque no había necesidad de que continuara una correspondencia que podría comprometerlo algún día. En realidad, habían conseguido una carta, pero quien la encontró fue hallado muerto a la vera del camino, vestido de comerciante árabe, tal como informó E23, que se encargó de la misión.

Esos hechos, y otros que no se hicieron públicos, provocaron que tanto Mahbub como Creighton sacudieran la cabeza.

—Permita que se vaya con su lama rojo —dijo el vendedor de caballos con un esfuerzo evidente—. Siente mucho aprecio por el anciano. Al menos podrá ejercitarse en la medición con el rosario.

—He tenido algún trato con el anciano, por correspondencia —dijo el coronel Creighton sonriendo para sí—. ¿Adónde se dirige?

—De aquí para allá, por el país, tal como ha hecho durante tres años. Busca un río de curación. ¡Dios maldiga a todos…! —Mahbub se refrenó—. Se aloja en el templo de los tirthankares o en el Budhgaya cuando regresa del camino. Luego va a ver al chico a la madrasa, como sabemos, porque castigaron dos o tres veces al chico por ello. Está bastante chalado, pero es un hombre pacífico. Lo conozco. El babu también ha tenido trato con él. Lo hemos vigilado durante tres años. No hay tantos lamas rojos en el Hind como para perder la pista a uno solo.

—Los babus son muy curiosos —dijo Lurgan con tono reflexivo—. ¿Sabe lo que quiere en realidad el babu Hurree? Quiere convertirse en miembro de la Royal Society de Londres, con sus apuntes etnológicos. Créame, le conté todo lo que me habían contado Mahbub y el muchacho sobre el lama. El babu Hurree viaja a Benarés por su cuenta… y se sufraga él los gastos del viaje, creo.

—Yo no lo creo —dijo Creighton en pocas palabras. Había pagado los gastos de viaje de Hurree, movido por la intensa curiosidad de saber cómo podría ser el lama.

—Y se ha dirigido al lama, en varias ocasiones durante estos años, en busca de información sobre el lamaísmo, y las danzas demoníacas, y encantamientos y hechizos. ¡Virgen santa! Podría haberle dicho eso hace años. Creo que el babu Hurree está demasiado viejo para el camino. Prefiere recopilar información sobre costumbres tradicionales. Sí, quiere ser un M. S. R.

—Hurree tiene en buena consideración al muchacho, ¿verdad?

—Oh, sí, mucho. Hemos pasado un par de veladas muy agradables en mi casa, pero creo que sería una pérdida de tiempo dejarlo en manos de Hurree, en el bando etnológico.

—No como primera experiencia. ¿Qué te parece eso, Mahbub? Dejar que el chico vaya con el lama durante seis meses. Después ya veremos. Adquirirá experiencia.

—Ya la tiene, sahib, se mueve como pez en el agua. En todo caso, será conveniente dejar que abandone la escuela.

—Entonces, perfecto —comentó Creighton, en parte para sí mismo—. Puede ir con el lama, y si el babu Hurree quiere vigilarlos, tanto mejor. No pondrá al muchacho en ningún peligro que no lo pusiera Mahbub. ¡Curioso su deseo de convertirse en M. S. R! Muy humano, por otra parte. Está mejor en el bando etnológico, me refiero a Hurree.

Ninguna cantidad de dinero ni ascenso habrían apartado a Creighton de su trabajo en el Instituto Topográfico de la India, aunque en el fondo de su corazón también subyacía la ambición de poder escribir las iniciales «M. S. R». bajo su nombre. Sabía que podían obtenerse honores de esa clase con ingenio y amistades influyentes, pero, a su leal entender, nada salvo el trabajo, y toda una vida de documentación que lo probara, llevaban a un hombre hasta la Society, a la que había bombardeado durante años con monográficos sobre los desconocidos cultos asiáticos y misteriosas costumbres. Nueve hombres de cada diez huirían despavoridos de una cena de la Royal Society para no morir de aburrimiento. Sin embargo, Creighton era el décimo hombre, y, en ocasiones, su alma anhelaba las abarrotadas salas en el desahogado Londres, donde los caballeros canosos o calvos, que no saben nada del ejército, se ocupaban en experimentos espectroscópicos, el estudio de plantas menores de las gélidas tundras, el manejo de las máquinas eléctricas para la medición aérea o para la disección milimétrica del ojo izquierdo de un mosquito hembra. Con arreglo a la lógica y la razón, era la Royal Geographical Society la que debería haberle interesado, pero los hombres son tan caprichosos como los niños en la elección de sus juguetes. Así que Creighton sonrió, y tuvo en mejor consideración al babu Hurree, por la similitud de sus anhelos.

Dejó la daga y levantó la vista hacia Mahbub.

—¿Cuándo podemos sacar al potro del establo? —preguntó el vendedor de caballos, como si le leyera el pensamiento.

—¡Hummm! Si diera ahora la orden de retirarlo, ¿qué crees que haría? Jamás he colaborado en la educación de alguien así.

—Acudirá a mí —se apresuró a decir Mahbub—. El sahib Lurgan y yo lo prepararemos para el camino.

—Pues adelante, entonces. Durante seis meses viajará a su antojo. Pero ¿quién responde por él?

Lurgan inclinó ligeramente la cabeza.

—No contará nada, si es eso lo que usted teme, coronel Creighton.

—Al fin y al cabo, no es más que un niño.

—Sí, pero, en primer lugar, no tiene nada que contar. Y, en segundo lugar, sabe lo que ocurriría si lo hiciera. Además, aprecia mucho a Mahbub, y también a mí, algo, al menos.

—¿Recibirá una paga? —preguntó el pragmático vendedor de caballos.

—Solo una asignación para comida y agua. Veinte rupias al mes.

Una ventaja del servicio secreto es que no tiene un departamento encargado de supervisar la contabilidad. Su presupuesto resultaba ridículo, como era de prever, y aunque un par de hombres se encargaban de la administración de los fondos, no pedían justificantes ni cuentas detalladas. A Mahbub se le encendió la mirada por el amor que sentían los sijs por el dinero. Incluso el rostro impávido de Lurgan se demudó. Pensó en los años venideros, en los que Kim ya estaría trabajando para el servicio secreto y ya se habría acostumbrado al juego que nunca cesa, ni de día ni de noche, y que se juega por toda la India. Imaginó los honores que recibiría como unos pocos elegidos, que llegarían a él gracias a su pupilo. El sahib Lurgan había hecho de E23 lo que E23 era, a partir de un hombre de la provincia noroccidental apabullado, impertinente, mentiroso e insignificante.

Sin embargo, el placer de estos maestros palidecía y se ensombrecía comparado con el placer que Kim sentía cuando el director de San Javier lo llamaba para hablar con él en privado y le comunicaba un mensaje que le había enviado el coronel Creighton.

—Tengo entendido, O’Hara, que le han encontrado un puesto como ayudante de cadenero en el departamento del canal, y eso es gracias a las clases de matemáticas. Para usted es una gran suerte, ya que solo tiene dieciséis años, aunque entenderá que no le hagan pukka [fijo] hasta que haya aprobado el examen de otoño. Así que no debe creer que va a salir al mundo exterior a disfrutar o ni que tiene un futuro ya labrado. Le queda muchísimo trabajo duro por delante. Solo si consigue convertirse en pukka, puede ascender, como ya sabe, hasta ganar cuatrocientos cincuenta al mes.

El director le dio buenos consejos referentes a su conducta, sus modales y su moral. Otros estudiantes, sus compañeros mayores que no habían sido favorecidos como él, hablaron, como solo los tipos angloindios pueden hablar, sobre favoritismo y corrupción. De hecho, el joven Cazalet, cuyo padre era un pensionista que vivía en Chunar, apuntó de forma muy clara que el interés que sentía el coronel Creighton por Kim era paternal, pero Kim, en lugar de responder, se quedó callado. Estaba pensando en la tremenda diversión que estaba por llegar, en la carta de Mahbub del día anterior, escrita en un perfecto inglés, donde lo citaba para esa misma tarde en una casa cuya mera mención habría puesto la piel de gallina al director…

Esa noche, en Lucknow, en la estación de tren, junto a las básculas para el equipaje, Kim dijo a Mahbub:

—Al final temía que el techo me cayera encima y me aplastara. ¿Ha terminado todo ya, oh, padre mío?

Mahbub chasqueó los dedos para demostrarle la reverberación que había en ese extremo de la estación, y le brillaron los ojos como brasas encendidas.

—Entonces, ¿dónde está el arma que puedo llevar?

—¡Con calma! Tienes medio año para andar por ahí sin grilletes. Se lo he suplicado al sahib coronel Creighton. Por veinte rupias al mes. El viejo del gorro rojo sabe que vas a reunirte con él.

—Te pagaré una dusturi [comisión] de mi sueldo durante tres meses —dijo Kim con seriedad—. Sí, dos rupias al mes. Pero antes tenemos que deshacernos de esto. —Se quitó los pantalones de lino y se desabrochó el cuello de la camisa—. Llevo conmigo todo lo que necesito para el camino. Mi baúl va de camino a la casa del sahib Lurgan.

—Quien le envía sus saludos, sahib.

—El sahib Lurgan es un hombre inteligente. Pero ¿qué harás tú?

—Volveré al norte, por el Gran Juego. ¿Qué otra cosa si no? ¿Sigues empecinado en seguir al viejo del gorro rojo?

—No olvides que él me convirtió en quien soy, aunque él no lo supiera. Año tras año, ha enviado dinero para mi educación.

—Yo también lo habría hecho, de habérsele ocurrido a mi obtusa cabezota —refunfuñó Mahbub—. Vamos. Las farolas están encendidas, y nadie se fijará en ti en el bazar. Iremos a casa de Huneefa.

En el camino hacia allí, Mahbub le dio unos consejos bastante parecidos a los que la madre de Lemuel había dado a su hijo, y, curiosamente, fue bastante preciso a la hora de describir cómo Huneefa y las de su calaña destruían a los reyes.

—Y recuerdo —citó con malicia— a uno que dijo: «Confía en una serpiente antes que en una ramera, y en una ramera antes que en un patán, Mahbub Alí». Bien, salvo por los patanes, a los que yo pertenezco, todo lo demás es cierto. Y es cierto sobre todo en el Gran Juego, porque es por culpa de las mujeres que se arruinan todos los planes y aparecemos degollados al amanecer. Así le ocurrió una vez a uno… —Le contó los detalles más escabrosos.

—Entonces, ¿por qué…? —Kim se detuvo ante una sucia escalera que ascendía hacia la tibia oscuridad de una habitación en el piso superior, en el pabellón que está detrás de la tienda de tabaco de Azim Ullah. Los que la conocen la llaman la jaula: está repleta de susurros, silbidos y gorjeos.

La habitación, con sus mugrientos cojines y narguiles a medio fumar, hedía con un repugnante olor a tabaco. En un rincón había una corpulenta mujer amorfa, ataviada con ropajes verdosos y cubierta, en frente, nariz, orejas, cuello, muñecas, brazos, cintura y tobillos, con pesada joyería nativa. Cuando se volvió, fue como si se produjera la colisión de un montón de cacharrería de cobre. Un gato apoyado en el balcón, que se veía desde la ventana, maulló con avidez. Kim miró, abrumado, hacia la cortina que hacía de puerta.

—¿Es este el nuevo género, Mahbub? —preguntó Huneefa con pereza, sin molestarse apenas en retirar la boquilla de sus labios—. ¡Oh, por Buktanus! —Como muchas de las de su calaña, blasfemaba pronunciando los nombres de sus demonios—. ¡Oh, por Buktanus! ¡Da gloria verlo!

—Esto forma parte de la venta de caballos —explicó Mahbub a Kim, que se rió.

—Desde que tenía seis días de vida que oigo hablar así —respondió, colocándose en el espacio iluminado—. ¿Para qué estamos aquí?

—Para procurarte protección. Esta noche te cambiaremos de color. Eso de dormir bajo techo te ha blanqueado como una almendra. Pero Huneefa tiene el secreto de un tinte que se adhiere bien. No es como esas pinturas que duran solo un par de días. Además, te fortaleceremos contra los peligros del camino. Este es mi regalo, hijo mío. Quítate todo el metal que lleves encima y déjalo aquí. Prepárate, Huneefa.

Kim sacó la brújula, la caja de pinturas y la recién aprovisionada caja de medicinas. Todas esas cosas habían sido sus compañeras de viaje y, como niño que era, las tenía en gran estima.

La mujer se levantó con parsimonia y movió las manos un tanto separadas justo delante de sí. Entonces Kim se dio cuenta de que era ciega.

—No, no —murmuró la mujer—, el patán dice la verdad, mi color no se va ni en una semana ni en un mes, y a quienes yo protejo, pueden ir con toda tranquilidad.

—Cuando uno está lejos y solo, no le conviene llenarse de manchas o coger la lepra de repente —comentó Mahbub—. Si estuvieras conmigo, podría encargarme de esas cosas. Además, un patán tiene la piel clara. Desnúdate de cintura para arriba y verás que estás pálido. —Huneefa se abrió paso a tientas desde una habitación interior—. Por ella no te preocupes, no puede ver. —Mahbub tomó un cuenco de peltre de la mano anillada de la mujer.

El tinte tenía un aspecto azulado y gomoso. Kim lo probó en el dorso de la muñeca, con un pedacito de algodón, pero Huneefa lo oyó.

—¡No, no! —gritó—, no sirve de nada utilizarlo así, sin la debida ceremonia. El tinte es lo de menos. Te proporcionaré una protección completa para el camino.

Yadu? [¿magia?] —preguntó Kim algo sobresaltado. No le gustaba la mujer de ojos blancos y sin vida. Mahbub le puso la mano en el cuello y lo hizo agacharse, hasta dejarlo con la nariz a un palmo de los tablones del suelo.

—Quédate quieto. No te harán daño, hijo mío. ¡Me ofrezco por ti en sacrificio!

Kim no veía lo que iba a hacer la mujer, pero oyó el tintineo de sus joyas durante varios minutos. Se encendió una cerilla en la oscuridad. Kim reconoció el conocidísimo crepitar de los conos de incienso. A continuación, la habitación se inundó de humo, espeso, aromático y embriagador. A través del creciente adormecimiento, oyó los nombres de demonios: de Zulzaban, hijo de Eblis, que vive en los bazares y paraos, que convierte los altos del camino en pura lujuria; de Dulhan, invisible en los alrededores de las mezquitas, que mora entre las zapatillas de los fieles y dificulta la oración a las personas, y de Masbut, señor de las mentiras y del pánico. Huneefa, que en ese momento le susurraba al oído, y que parecía hablar desde una tremenda distancia, lo tocó con sus terribles dedos fofos, aunque Mahbub no lo soltó del cuello hasta que, relajado tras lanzar un suspiro, el chico perdió el sentido.

—¡Por Alá! ¡Cómo se ha resistido! Menos mal que hemos usado la droga. Ha sido por su sangre blanca, apuesto a que sí —dijo Mahbub con irritación—. Continúa con la dawut [invocación]. Dale la protección completa.

—¡Oh, tú que escuchas! ¡Tú que escuchas con oídos, muéstrate. Escucha, oh, tú que escuchas! —murmuró Huneefa, con sus ojos sin vida vueltos hacia el oeste. La habitación oscura se llenó con gemidos y ronquidos.

Desde el balcón exterior, una imponente silueta levantó su cabeza con forma ovalada y tosió con nerviosismo.

—No interrumpa las nigromancias de ventrílocuo, amigo mío —dijo la silueta en inglés—. En mi opinión, a usted le resulta perturbador, pero ningún observador inteligente podría sentirse molesto.

—… ¡Urdiré un plan para arruinarlos! ¡Oh, profeta, ten paciencia con los infieles! ¡Déjalos un rato tranquilos! —Huneefa volvió el rostro hacia el norte, se le demudó de forma espantosa, y fue como si unas voces procedentes del techo le contestaran.

El babu Hurree regresó a su cuaderno de notas, se sentó en equilibrio sobre el alféizar, pero le temblaba el pulso. Huneefa, en una especie de éxtasis narcotizado, se retorcía hacia delante y hacia atrás, y se sentó con las piernas cruzadas junto a la cabeza inmóvil de Kim, mientras invocaba a un diablo tras otro, en el antiguo orden del ritual, y les ordenaba no intervenir en ninguna actuación del muchacho.

—¡Él guarda las llaves de las cosas secretas! Nadie las conoce más que él. ¡Él sabe lo que hay en las tierras yermas y en el mar! —Volvieron a oírse sibilantes respuestas sobrenaturales.

—Su-supongo que no hay nada maligno en ninguno de estos actos, ¿verdad? —preguntó el babu, observando cómo a Huneefa se le retorcían los músculos del cuello mientras hablaba lenguas extrañas—. ¿No… no habrá matado al muchacho? Si es así, me niego a ser testigo en el juicio… ¿Cuál ha sido el último hipotético demonio mencionado?

—Babuji —dijo Mahbub en lengua vernácula—. No me importan en absoluto los demonios del Hind, pero los hijos de Eblis son otra cosa, y aunque sean yumali [bondadosos] o yullali [terribles], no les gustan los kafires.

—Entonces, ¿cree que es mejor que me vaya? —preguntó el babu Hurree, empezando a levantarse—. Son, por supuesto, seres incorpóreos. Spencer dice…

El ataque de Huneefa culminó, como es debido, en un paroxismo de aullidos con cierto fruncimiento de labios. Quedó agotada e inmóvil junto a Kim, y las febriles voces se acallaron.

—¡Vaya! El trabajo está hecho. Quizá el chico esté ahora mejor preparado, Huneefa es sin duda una maestra de la dawut. Ayúdame a apartarla, babu. No tengas miedo.

—¿Cómo voy a tener miedo de lo que no existe? —preguntó el babu Hurree hablando en inglés para sentirse más seguro—. Es algo horrible temer la magia que uno investiga con desdén, tomar notas sobre el folclore para la Royal Society con la vívida creencia en todas las fuerzas del mal.

Mahbub soltó una risita nerviosa. Ya había estado en el camino antes con Hurree.

—Acabemos con la coloración —dijo—. El chico está bien protegido si… si los señores del aire tienen oídos para escuchar. Yo soy sufí [librepensador], pero cuando uno puede permanecer fuera de la vista de una mujer, un semental o un demonio, ¿para qué arriesgarse a recibir una coz? Llévalo al camino, babu, y encárgate de que el viejo del gorro rojo no lo aleje de nuestro alcance. Debo volver con mis caballos.

—Eso está hecho —dijo el babu Hurree—. En este momento es un espectáculo interesante.

Más o menos con el tercer canto del gallo, Kim se despertó tras dormir un sueño de miles de años. Huneefa, en su rincón, roncaba con gran estruendo, pero Mahbub se había marchado ya.

—Espero que no hayas tenido miedo —dijo la empalagosa voz que le habló a la altura del codo—. He supervisado toda la operación, que ha resultado interesantísima desde el punto de vista etnológico. Ha sido una dawut de primera.

—¡Vaya! —exclamó Kim al reconocer al babu Hurree, que sonrió de forma obsequiosa.

—Además, tengo el honor de traerte de manos de Lurgan tu atuendo actual. No tengo la costumbre ofiecial de llevar esta clase de atuendos a subordinados, pero —soltó una risilla nerviosa— tu caso está registrado como algo excepcional en los libros. Espero que el señor Lurgan tome nota de mi actuación.

Kim bostezó y se estiró. Estaba bien volver a poder moverse con ropa holgada.

—¿Qué es esto? —Miró con curiosidad la tosca tela impregnada de los aromas del lejano norte.

—¡Ajá! Ese es el discreto atuendo del chela dedicado al servicio de un lama del lamaísmo. Completísimo hasta el último detalle —respondió el babu Hurree, y se dirigió hacia el balcón para lavarse los dientes en una vasija—. Yo soy de la opinieón de que no es preciesamente la religión de tu anciano caballero, sino más bien una variedad menor de la misma. He escrito artículos rechazados por la revista Asiatic Quarter Review sobre estos temas. Ahora bien, resulta curioso que el anciano caballero carezca por completo de religiosidad. Le trae sin cuidado.

—¿Lo conoce?

El babu Hurree levantó una mano como señal de que estaba ocupado en los debidos hábitos de la higiene bucal y las cosas por el estilo que hacen los bengalíes bien educados. Luego recitó en inglés una oración arya-somaj de naturaleza teística, y se llenó la boca de pan y betel.

—Oh, sí. Me he encontrado con él en varias ocasiones en Benarés, y también en Budhgaya, para preguntarle sobre cuestiones religieosas y adoración demoníaca. Es un verdadero agnóstico. Igualito que yo.

Huneefa se movió en sueños, y el babu Hurree dio un saltito nervioso hacia el quemador de incienso de cobre, ennegrecido y descolorido por la luz del alba, pasó un dedo por la ceniza acumulada, y se hizo una marca en diagonal en la cara.

—¿Quién ha muerto en su casa? —preguntó Kim en lengua vernácula.

—Nadie. Pero puede que ella eche el mal de ojo, esa hechicera —respondió el babu.

—Entonces, ¿qué hará ahora?

—Te pondré de camino a Benarés, si vas a ese lugar, y te contaré lo que debes saber sobre nosotros.

—Voy para allá. ¿A qué hora sale el terén? —Se puso en pie, miró a su alrededor en la desolada cámara y al rostro blanco como la cera de Huneefa mientras el sol del ocaso se desparramaba por el suelo—. ¿Hay que pagarle dinero a esa bruja?

—No. Te ha protegido contra todo mal y peligro en nombre de sus demonios. Era el deseo de Mahbub. —Y en inglés añadió—: Demuestra una conducta muy atrasada, en mi opinión, al dejarse llevar por esas supersticiones. Bueno, no es más que un trabajo de ventrílocuos. Esos que hablan con el estómago, ¿sabes?

Kim chasqueó los dedos con gesto mecánico para espantar a cualquier demonio —sin conocer las intenciones de Mahbub— que pudiera haber penetrado en la estancia mediante las maniobras de Huneefa, y Hurree soltó una nueva risita nerviosa. Sin embargo, cuando cruzó la habitación tuvo cuidado de no pisar la sombra alargada de la bruja hecha un ovillo sobre los tablones. Las brujas, en la hora propicia, pueden agarrarse de los talones del alma de un hombre si este la pisa.

—Ahora debes escuchar con atención —anunció el babu cuando estuvieron al aire libre—. Parte de estos rituales que hemos presenciado incluyen la entrega de un amuleto muy efieciente a los miembros de nuestro departamento. Si te tocas el cuello encontrarás un pequeño amuleto de plata sin muchiésimo valor. Ese es el nuestro. ¿Lo entiendes?

—Oh, sí, hawa-dilli [levanta el ánimo] —dijo Kim, tocándose el cuello.

—Huneefa los prepara por dos rupias y doce anas con… bueno, con toda clase de exorcismos. Son bastante comunes, salvo que tienen una parte esmaltada en negro y cada uno lleva dentro un papel lleno de nombres de santos locales y cosas por el estilo. Ese es el toque especial de Huneefa, ¿lo entiendes? Huneefa los hace solo para nosotros, pero, por si no fuera así, cuando nos los entregan les ponemos, antes que nada, una pequeña turquesa. El señor Lurgan las proporciona. No hay otra fuente de suministro. Sin embargo, fui yo quien inventó todo esto. Es del todo extraoficieal por supuesto, aunque conveniente para los subordinados. El coronel Creighton no lo sabe. Él es europeo. La turquesa va envuelta en el papel… Sí, ese es el camino hacia la estación de tren… Bien, supón que vas con el lama, o conmigo, o eso espero algún día, o con Mahbub. Supón que nos encontramos en un aprieto. Soy un hombre temeroso, muy temeroso, pero, te diré algo, he estado en más aprietos que pelos tengo en la cabeza. Tú dirás: «Soy hijo del encantamiento». Perfiecto.

—No lo entiendo muy bien. No deben oírnos hablar en inglés aquí.

—Está bien. No soy más que un babu presumiendo del inglés que sé ante ti. Todo los babus hablamos inglés para presumir —confesó Hurree, y se arregló la ropa tirando de la tela que le cubría el hombro con desenfado—. Como estaba a punto de decir, «Hijo del encantamiento» quiere decir que puedes ser miembro de los Sat Bhai, los Siete Hermanos que es hindi y tantra., La creencia popular es que se trata de una sociedad extinta, pero yo he escrito artículos que demuestran que todavía existe. Verás, es todo invención mía. Perfiecto. Sat Bhai tiene muchos miembros, y quizá te ayuden a salvar el pescuezo antes de que otros te lo rebanen. En todo caso, es algo útil. Y además, estos nativos locos, si no están demasiado alterados, siempre se paran a pensar antes de matar a un hombre que afirma pertenecer a cualquier organización específica. ¿Lo entiendes? Cuando estés en un aprieto, di: «Soy hijo del encantamiento», y puede que consigas, bueno, una segunda oportunidad. Eso es solo en circunstancias extremas, o para iniciar una negociación con un desconocido. ¿Lo entiendes bien? Perfiecto. Bueno, pero ahora supón que yo, o cualquiera del departamento, acude a ti vestido de forma bastante distinta. No me reconocerías a menos que yo así lo pretendiera, te apuesto lo que quieras. Algún día te lo demostraré. Vendré a ti como comerciante ladaji, ¡oh, da igual!, y te diré: «¿Quieres comprar piedras preciosas?». Tú dirás: «¿Tengo pinta de hombre que compra piedras preciosas?». Luego yo diré: «Incluso un hombre de muchiésima pobreza puede comprar una turquesa o tarkian».

—Eso es kichri, curry de verduras —dijo Kim.

—Por supuesto que lo es. Tú dirás: «No hay casta que valga cuando los hombres van… en busca de tarkian». Tienes que hacer una pausa entre esas palabras: «van… en busca». Ese es tu secreto. La breve pausa entre las palabras.

Kim repitió la frase de prueba.

—Está bien. Luego te mostraré mi turquesa si hay tiempo, y entonces sabrás quién soy, y luego intercambiaremos impresiones, documentos y todas esas cosas. Y lo mismo ocurrirá con todos los demás hombres de los nuestros. A veces hablamos de turquesas y otras veces de tarkian, pero siempre con esa breve pausa entre las palabras. Es faciliésimo. Primero: «hijo del encantamiento», si estás en un aprieto. Tal vez eso te ayude, tal vez no. Luego, lo que te he dicho sobre el tarkian, si quieres hablar de asuntos oficieales con un desconocido. Por supuesto, de momento, no tienes ningún asunto oficieal. Eres, ¡ja, ja!, un supernumerario a prueba. Un ejemplar bastante exclusivo. Si fueras de origen asiático tendrías una misión de inmediato, pero este medio año de permiso es para «desinglesarte», ¿lo entiendes? El lama te espera, porque yo le he informado medio oficiealmente de que has aprobado todos tus exámenes, y que pronto obtendrás un puesto del gobierno. ¡Oh! Te pagan por actuar, sabes, así que si te llaman para ayudar a los hijos del encantamiento será mejor que lo pruebes. Ahora debo despedirme, querido amigo, y espero que te vaya lo mejor posible.

El babu Hurree retrocedió un par de pasos hasta mezclarse con la multitud que se encontraba agolpada a la entrada de la estación de Lucknow, y desapareció. Kim inspiró profundamente y se envolvió con un abrazo. Sentía el revólver niquelado en el pecho de su descolorida túnica, tenía el amuleto en el cuello; el cuenco para mendigar, el rosario y la daga (Lurgan no había olvidado nada). Lo tenía todo a mano, con la medicina, la caja de pinturas y la brújula, y en un ajado bolsón del cinturón bordado con formas de espinas de puercoespín estaba la paga de un mes. Los reyes no podían ser más ricos. Compró dulces metidos en un cucurucho hecho con una hoja a un vendedor hindú, y se los comió con glotonería hasta que un policía le ordenó abandonar los escalones donde estaba sentado.

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