Kim

Capítulo 13

13

¿Quién no ha anhelado el mar, las inmensas y desdeñosas olas?

¿El estremecimiento, el traspié, el brusco hundimiento antes de que emerja el apuñalamiento de las estrellas?

¿Las perfectas nubes de los alisios y por debajo el rugiente y ondulante céfiro?

¿Los aguaceros repentinos y el ronco restallido de los trinquetes?

¿Su mar que sin duda no es el mismo, su mar y el mismo en cada maravilla?

¿Ese mar que colma su ser?

¡Así y de ninguna otra forma, así y de ninguna otra forma anhelan los montañeses sus montañas!

El mar y las montañas

«Quien va a las montañas acude a su madre».

Habían cruzado los Siwaliks y el Dun casi tropical, dejaron atrás Mussuri, y se dirigieron hacia el norte por los estrechos senderos de montaña. Día tras día fueron adentrándose cada vez más en la tortuosa cordillera, y día tras día, Kim observaba cómo el lama recuperaba fuerzas. Entre las terrazas del Dun se había apoyado en el hombro del muchacho, y siempre se mostraba dispuesto a sacar provecho de los altos al borde del camino. Al pasar por debajo de la gran vía de acceso hacia Mussuri se recompuso, como un anciano cazador que se encuentra con una loma conocida, y en un momento en que debería de haberse desplomado por el agotamiento, se ciñó sus largos ropajes, inspiró una profunda bocanada de aire diamantino, y echó a andar como solo sabe hacerlo un montañés. Kim, educado y alimentado en las llanuras, sudaba y jadeaba asombrado.

—Este es mi país —dijo el lama—. Aunque, comparado con Such-zen, esto es más plano que un campo de arroz.

Emprendió la ascensión con firmes y poderosos impulsos de las caderas. Pero fue en el descenso por la rápida vertiente —novecientos metros en tres horas—, cuando el lama se distanció de forma considerable de Kim, a quien le dolía la espalda por ir frenando, y que estuvo a punto de perder el dedo gordo del pie, pues lo tenía cortado por la tira de paja de la sandalias. A través de la moteada sombra de los bosques de cedros; a través de los robledales cubiertos de helechos; los abedules, el acebo, el rododendro y el pino, hasta lo alto de la resbaladiza hierba quemada por el sol de las desnudas laderas, y nuevamente en la frescura de los bosques, hasta que el roble dejaba paso al bambú y a la palmera del valle, el lama avanzó con un ímpetu infatigable.

Al volver la vista hacia el crepúsculo sobre las imponentes cadenas montañosas a sus espaldas y la desvaída y delgada línea del camino por el que habían llegado hasta allí, el lama planificaba, con la generosa amplitud de miras de un montañés, nuevas marchas para los días venideros. O bien se detenía en el estrecho paso de algún desfiladero elevado que llevaba hasta Spiti o Kulu, y estiraba los brazos con anhelo hacia las altas nieves del horizonte. Los amaneceres las hacían destellar con un color rojo encendido sobre el purísimo azul, mientras Kedarnath y Badrinath, reyes de todo ese páramo, recibían el baño de los primeros rayos del sol. Durante el día entero permanecían como plata fundida bajo el sol, y por la noche volvían a adornarse con sus joyas. Al principio lanzaban una brisa agradable sobre los viajeros, y era agradable respirar ese aire fresco cuando había que realizar un lento ascenso por una pronunciada pendiente. Pero, pasados unos días, a dos mil o tres mil metros de altura, esas brisas helaban. Y Kim tuvo la amabilidad de permitir que alguna aldea montañesa hiciera méritos dándole una burda manta para abrigarse. El lama se sorprendió ligeramente de que alguien se incomodara ante las brisas cortantes como cuchillos que lo habían rejuvenecido.

—Estas son las montañas bajas, chela. No hará frío hasta que lleguemos a las montañas de verdad.

—El aire y el agua son buenos, y las personas son bastante devotas, pero la comida es muy mala —refunfuñó Kim—, y caminamos como locos, o como ingleses. Además, por la noche hiela.

—Un poco, tal vez, pero solo lo suficiente para que unos huesos viejos disfruten con el sol. No siempre vamos a disfrutar de camas blandas y deliciosa comida.

—Al menos podríamos seguir los caminos…

Kim sentía todo el afecto del hombre de las llanuras por los pisoteados caminos, de menos de dos metros de ancho, que serpenteaban entre las montañas. Pero el lama, al ser tibetano, no podía resistirse a los atajos entre los riscos y las vertientes cubiertas de grava. Tal como explicó a su renqueante discípulo, un hombre criado entre las montañas podía adivinar el recorrido de un camino de montaña, y aunque las nubes bajas podían ser un obstáculo para un extranjero que se lance por un atajo, no suponían ninguna molestia para el ojo experto. Así que, tras largas horas de lo que podría considerarse hermoso alpinismo en los países civilizados, se paraban jadeantes en algún collado, pasaban con cuidado por un par de laderas resbaladizas, y se dejaban caer a través de los bosques por un camino con un ángulo de inclinación de cuarenta y cinco grados. En su recorrido había aldeas de montañeses —con cabaña de adobe y tierra, maderos tallados de forma rudimentaria con un hacha—, que colgaban como nidos de golondrinas de los escarpados, apiñadas en pequeñas mesetas a medio camino de descenso por una caída de novecientos metros; amontonadas en un rincón entre precipicios, adonde llegaban y se concentraban todas las ráfagas errantes, o achaparradas en lo alto de una colina para estar cerca de los campos de pastura de estío, en un desfiladero que en invierno podía quedar bajo una capa de tres metros de nieve. Y sus gentes —las personas cetrinas, con el pelo grasiento, cubiertas con sus trencas, las piernas cortas y desnudas, y rostros casi esquimales— acudían a ellos y los adoraban. Las llanuras —bondadosas y amables— habían tratado al lama como un santo entre santos. Sin embargo, las montañas lo adoraban como al que tiene poder sobre todos sus demonios. El budismo de esos pueblos era casi irreconocible, mezclado con un culto a la naturaleza tan fantástico como sus propios paisajes, complejo como el escalonamiento de sus pequeños campos; pero reconocían el gran gorro, el tintineante rosario, y los extraños textos chinos de gran autoridad; y respetaban al hombre tocado con ese gorro.

—Os vimos descender por los negros Pechos de Eua —dijo un betah que les dio queso, leche agria y un mendrugo duro como una piedra una noche—. No pasamos por allí muy a menudo, solo cuando llevamos a pastar a las vacas preñadas. En los días más tranquilos hay ráfagas de viento repentino entre esas piedras que tiran a los hombres hacia abajo. Pero ¡qué os importa a vosotros el demonio de Eua!

Entonces, Kim, dolorido hasta el último músculo, con vértigo cada vez que miraba hacia abajo, con los pies hinchados y los dedos acalambrados por meterlos en rincones inadecuados, empezó a disfrutar de las marchas diarias. Era la clase de disfrute que un chico de San Javier podría obtener al recibir los elogios de sus compañeros tras ganar la carrera de los cuatrocientos metros lisos. Las montañas les hacían transpirar el ghi y el dulce sebo de sus huesos; el aire seco, inspirado entre sollozos al llegar a lo alto de los cruentos puertos, les tensaba y endurecía los pectorales, y la inclinación de las pendientes hacía aparecer nuevos y fuertes músculos en pantorrillas y muslos.

Meditaban a menudo sobre la Rueda de la Vida, y más desde que, como decía el lama, estaban liberados de las tentaciones visibles. Salvo por el águila gris y algún que otro oso visto desde lejos que escarbaba y hozaba en la ladera, la visión de un feroz leopardo moteado devorando una cabra en un valle apacible, que los sorprendió al amanecer, y alguna que otra ave de colores intensos, avanzaban en solitario con los vientos y la hierba susurrantes. Las mujeres de las cabañas humeantes, cuyos tejados les quedaban bajo los pies mientras descendían por las montañas, eran feas y sucias, esposas de muchos maridos, y afectadas de bocio. Los hombres talaban árboles cuando dejaban los campos. Eran gentes mansas y de una increíble simplicidad. Sin embargo, la conversación agradable no les faltaba, pues el destino les enviaba al médico de Dacca, unas veces porque Kim y el lama lo alcanzaban y otras porque los alcanzaba él, que pagaba su comida con ungüentos buenos para el bocio y consejos que restablecían la paz entre hombres y mujeres. Al parecer, conocía esas montañas al igual que conocía los dialectos montañeses, y habló al lama del camino que iba en dirección a Ladaj y el Tíbet. Dijo que podían regresar a las llanuras en cualquier momento. Mientras tanto, para alguien que amaba las montañas, el camino que les quedaba podía entretenerlos. No lo contó todo de una vez, sino en encuentros nocturnos en las eras empedradas, cuando, tras atender a los pacientes, el médico fumaba y el lama esnifaba su rapé, mientras Kim observaba las diminutas vacas pastando sobre los tejados, o dejaba que su alma fuera tras sus ojos por los golfos de azul oscuro entre cordillera y cordillera. Y sostenían conversaciones apartadas en los bosques oscuros, cuando el médico salía a buscar hierbas, y Kim, como médico en ciernes, debía acompañarlo.

—Verá, señor O’Hara, no sé qué diantre tengo que hacer cuando encuentre a nuestros amigos cazadores. Pero si tuvieras la amabilidad de tener siempre a la vista mi sombrilla, que es un buen punto de referencia para la confección de planos, me sentiría mucho mejor.

Kim miró a la selva de picos.

—Este no es mi país, hakim. Me parece más fácil encontrar un piojo en una piel de oso.

—¡Bueno!, ¡ese es mi fuerte! Babu no corre como un babuino. Los rusos estaban en Leh no hace mucho tiempo. Dijeron que habían llegado desde Karakorum con sus cabezas y cuernos, y todo lo demás. Lo que me preocupa es que hayan enviado sus planos y objetos comprometedores desde Leh a territorio ruso. Claro está que llegarán caminando hasta el punto situado más al este posible, solo para demostrar que nunca han estado en los Estados Occidentales. ¿No conoces las montañas? —Raspó con una ramita el suelo—. ¡Mira! Tendrían que haber llegado por Srinagar hasta Abbottabad. Ese es su atajo, siguiendo el curso del río por Bunji y Astor. Sin embargo, como habían causado problemas en el oeste —dibujó un surco de izquierda a derecha—, marcharon hacia el este en dirección a Leh (¡Ay! ¡Allí sí que hace frío!), y bajaron siguiendo el curso del Indo hasta Han-lé (conozco ese camino y luego siguieron bajando hasta Bushar y el valle de Chini.), Esto lo he deducido por un proceso de eliminación, y también haciendo preguntas a las personas que he curado con tanta diligencia. Nuestros amigos llevan mucho tiempo fingiendo por estas tierras y dejando huella por donde pasan. Así que los conocen en un amplio perímetro. Me verás alcanzarlos en algún lugar del valle Chini. Por favor, no pierdas de vista la sombrilla.

La sombrilla se agitaba como una campánula mecida por el viento, valle abajo y por las laderas montañosas, y, a su debido tiempo, el lama y Kim, que se guiaban por la brújula, la alcanzaron, mientras el médico vendía ungüentos y polvos al caer la tarde.

—Hemos llegado por tal o cual camino —exclamaba el lama, y señalaba con el dedo y gesto despreocupado hacia las cordilleras que quedaban a sus espaldas, y el médico bajo la sombrilla se deshacía en cumplidos.

Cruzaron un paso nevado bajo la fría luz de la luna llena, cuando el lama, jugueteando con Kim, se hundió en la nieve hasta las rodillas, como un camello bactriano, esos camellos lanudos que se crían en las tierras nevadas y que llegaban al caravasar de Cachemira. Se hundieron en lechos de fina nieve y de pizarras espolvoreadas por la nieve, y se refugiaron de un vendaval en un campamento de tibetanos que bajaban a toda prisa un rebaño de ovejas diminutas, cada una de ellas cargada con un saco de bórax. Salieron entre lomas cubiertas de hierba, todavía moteadas de nieve, y tras cruzar el bosque, llegaron de nuevo a la hierba. Kedarnath y Badrinath no quedaron impresionados con sus caminatas; y, solo tras unos días de viaje, Kim vislumbró desde un insignificante montículo de tres mil metros que el apéndiceo cuerno de los dos grandes señores había cambiado de silueta, aunque solo fuera ligeramente.

Al final entraron en un mundo dentro de otro mundo: un valle de varias leguas donde las altas montañas tenían la forma de simples escombros y cascotes de las laderas. Allí, por lo visto, un día de marcha no los hacía avanzar más de lo que avanzaba un hombre en una agobiante pesadilla. Bordearon con sufrimiento y durante horas una estribación y al final descubrieron que no era más que un alejado saliente en un contrafuerte de la montaña principal. Un prado circular se reveló ante ellos, cuando llegaron hasta allí, como una vasta meseta que se adentraba en el valle. Tres días después, era un borroso pliegue sobre la tierra en dirección al sur.

—¡Con seguridad, los dioses habitan en este lugar! —exclamó Kim, abrumado por el silencio y el vasto alcance de las sombras de las nubes tras la tormenta—. ¡Este no es lugar para el hombre!

—Hace mucho, pero que mucho tiempo —empezó a decir el lama, como si hablara para sí mismo—, le preguntaron al Señor si el mundo era eterno. A eso, el Excelso no respondió… Cuando yo estaba en Ceilán, un sabio peregrino me lo confirmó con el Evangelio que está escrito en pali. Sin duda, puesto que conocemos el camino a la libertad, la pregunta era infructuosa, pero ¡contempla la ilusión, chela!, ¡estas montañas son reales! Son como mis montañas de Such-zen. ¡Jamás hubo montañas así!

Sobre ellos, todavía muy por encima de sus cabezas, la tierra se alzaba hacia las cumbres nevadas, de este a oeste, a lo largo de cientos de kilómetros, recta, como alineada con una regla, y hasta allí llegaban los últimos y vigorosos abedules. Por encima de ellos, se alzaban las rocas y bloques apilados, las piedras luchaban por asomar la cabeza por encima de la blanca asfixia. Una vez más, encima de estas últimas, inmutables desde los albores del mundo, aunque mutables con cada cambio del sol y de cada nube, yacían las nieves eternas. Veían manchas y borrones sobre su faz, donde la tormenta y la errante wullie-wa se levantaban para bailar. Por debajo de ellos, desde donde estaban, el bosque se proyectaba a lo lejos como una lámina de verde azulado kilómetro tras kilómetro; debajo del bosque había una aldea con su moteado panorama de campos en terrazas y empinados terrenos para la pastura. Sabían que por debajo de la aldea, aunque una atronadora tormenta la tapó por un instante, se prolongaba una ladera de unos trescientos o cuatrocientos metros e iba a dar al húmedo valle donde confluyen los arroyos que dan nacimiento al joven Sutluj.

Como de costumbre, el lama había llevado a Kim por los caminos de cabras y caminos secundarios, lejos de la ruta principal por la que el babu Hurree, ese «hombre temeroso», había avanzado a gran velocidad y se había quedado hecho una sopa por una tormenta de la que nueve ingleses de cada diez habrían huido. Hurree no era cazador —el clic de un gatillo lo hacía cambiar de color—, pero, como él mismo diría, era un «acechador bastante efiecaz», y había rastreado el vasto valle con un par de binoculares baratos con algún propósito. Además, las tiendas de blanco lino sobre el color verde de la hierba se ven desde lejos. El babu Hurree había visto lo que quería cuando se sentó en la era de Ziglaur, a unos tres kilómetros a vuelo de águila, y a seis kilómetros por el camino, es decir, dos puntitos que un día estaban por debajo del horizonte nevado, y al día siguiente habían descendido, vistos desde allí, quince centímetros de la ladera. En cuanto se aseó y se preparó para el trabajo, sus rechonchas y desnudas piernotas podían cubrir una sorprendente cantidad de espacio, y esa era la razón de que, mientras Kim y el lama yacían en una cabaña en Ziglaur hasta que pasara la tormenta, un empalagoso, mojado, pero siempre sonriente bengalí, que hablaba el mejor inglés con las frases más soeces, se congraciaba con dos extranjeros doloridos y bastante reumáticos. Había llegado, dándole vueltas a numerosos planes insensatos, pisándole los talones a una tormenta que había partido por la mitad un pino sobre sus campamentos, y había convencido de tal forma a una docena o dos de culíes porteadores, por fuerza impresionados, de que el día era adverso para seguir viajando. Los porteadores habían dejado caer sus cargas y se habían negado a seguir. Eran súbditos del rajá de la montaña, que subcontrataba sus servicios, como es costumbre, para beneficio particular. Y, por si fueran pocas sus desgracias, los sahibs extranjeros ya los habían amenazado con escopetas. La mayoría de ellos conocían las escopetas y a los sahibs hacía tiempo: eran rastreadores y shikarris de los valles del norte, habilidosos en la persecución del oso o de la cabra montés. Pero jamás los habían tratado con tanta crueldad. Así que el bosque los acogió en su seno, y, pese a todos los gritos y juramentos, se negó a devolverlos. No hubo necesidad de fingir locura ni… el babu había pensado en otra forma de asegurarse una bienvenida. Escurrió bien sus ropas mojadas, se calzó sus zapatos de charol, abrió su sombrilla blanca y azul, y con un menudo y afectado modo de andar y el corazón desbocado en el pecho se presentó como «agente de su alteza real, el rajá de Rampur, caballeros. ¿Puedo hacer algo por ustedes?».

Los caballeros se mostraron encantados. Uno de ellos era a todas luces francés, el otro ruso, pero hablaban un inglés no mucho peor que el del babu. Rogaron que les prestara sus amables servicios. Sus sirvientes nativos habían caído enfermos en Leh. Habían avanzado a toda prisa porque estaban impacientes por llevar el botín de caza a Simla antes de que las polillas devorasen las pieles. Llevaban una carta general de presentación (ante la que el babu hizo una zalema al modo oriental) para todos los funcionarios del gobierno. No, no se habían encontrado con otros compañeros de caza por el camino. Lo habían recorrido solos. Tenían muchos víveres. Lo único que deseaban era seguir adelante cuanto antes. Al oír esto, el babu interceptó a un montañés muerto de miedo que se encontraba agazapado entre los árboles, y después de una charla de tres minutos y unas cuantas monedas de plata (uno no puede escatimar en gastos con los servicios del Estado, aunque a Hurree le dolía en el alma el dispendio), los once culíes y los tres acompañantes reaparecieron. Al menos, el babu sería testigo de su opresión.

—Su alteza real se sentirá muy molesto, pero estas personas son solo gente de a pie y enormemente ignorantes. Si sus señorías tuvieran la amabilidad de pasar por alto ese desafortunado incidente, les estaría muy agradecido. Dentro de un rato dejará de llover y podremos continuar. Han estado cazando, ¿no? ¡Buen trabajo!

Registró con ligereza una kilta tras otra, fingiendo que sujetaba las cestas cónicas. Por norma, el inglés no está familiarizado con los asiáticos, pero no daría un tirón de orejas a un amable babu que, por accidente, ha tirado una kilta cubierta con un hule rojo. Por otro lado, tampoco habría invitado a beber al babu, por amable que hubiera sido este, ni lo habría invitado a comer carne. Los extranjeros hicieron todas esas cosas e hicieron muchas preguntas, sobre todo acerca de las mujeres, a las que Hurree contestó con respuestas desenfadadas y espontáneas. Le dieron un vaso de un líquido blancuzco como la ginebra, y luego le dieron un poco más, y, pasado un rato, perdió la compostura. Se convirtió en todo un traidor, y habló con una arrebatadora indecencia de un gobierno que lo había obligado a recibir una educación para hombres blancos y se había negado a proporcionarle un sueldo de hombre blanco. Contó entre balbuceos historias de opresión e injusticias hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas, a causa de las tristezas de su país. Luego salió dando tumbos, cantando canciones de amor de la baja Bengala, y se desplomó sobre un húmedo tronco. Jamás un producto tan lamentable del mandato británico en la India había sido lanzado de forma más triste a unos brazos extranjeros.

—Están cortados todos con la misma tijera —dijo un cazador al otro en francés—. Ya lo verás cuando entremos por fin en la India. Me gustaría visitar a su rajá. Podríamos darle la noticia. Es posible que haya oído hablar de nosotros y desee demostrarnos su buena voluntad.

—No tenemos tiempo. Debemos llegar a Simla cuanto antes —respondió su compañero—. Por mi parte, hubiera preferido que nuestros informes se hubieran enviado desde Hilás o incluso desde Leh.

—El servicio de correos británico es mejor y más seguro. Recuerda que hemos recibido toda clase de facilidades y, ¡en el nombre de Dios!, ¡también nos las dan ellos! ¿No es una estupidez increíble?

—Es cuestión de orgullo, orgullo que merece y recibirá un castigo.

—¡Sí! Combatir contra otro país del mismo continente en nuestro juego merece la pena. Lleva cierto riesgo implícito, pero estas personas… ¡Bah! Es demasiado fácil.

—Orgullo… ¡Todo es cuestión de orgullo, amigo mío!

«Ahora bien, ¿de qué sirve que Chandernagore esté tan cerca de Calcuta y todo eso —pensó Hurree, mientras roncaba con la boca abierta sobre el musgo empapado— si no entiendo el francés que hablan? ¡Hablan tan rematadamente deprisa! Habría sido mucho mejor rajarles sus condenados pescuezos».

Cuando volvió a presentarse ante ellos sufría una jaqueca atroz: arrepentido y muerto de miedo por si, en su embriaguez, había soltado alguna indiscreción. Amaba al gobierno británico, era la fuente de toda su prosperidad y honor, y su señor en Rampur tenía la misma opinión. Los hombres empezaron a burlarse de él por lo ocurrido y empezaron a repetir palabras que había dicho, hasta que, poco a poco, con risitas reprobatorias, sonrisas empalagosas y miradas lascivas de infinita astucia, el pobre babu se vio desprendido de sus defensas y obligado a contar… la verdad. Cuando se lo contaron a Lurgan más tarde, este se lamentó de no haber estado entre los rebeldes y desatentos culíes, que con mantos de hierba sobre la cabeza y gotas de lluvia encharcando sus huellas, esperaban a la intemperie. Todos los sahibs que conocía —hombres con bastos abrigos que regresaban año tras año a cazar a sus barrancos preferidos— tenían sirvientes, cocineros y ordenanzas, que, muy a menudo, eran montañeses. En cambio, esos sahibs iban sin ningún séquito. Por tanto, eran sahibs pobres e ignorantes; puesto que ningún sahib en su sano juicio seguiría el consejo de un bengalí. No obstante, el bengalí, aparecido de la nada, había dado dinero a los culíes y era capaz de hablar su dialecto. Acostumbrado al trato totalmente despectivo por parte de los de su misma raza, sospecharon que había gato encerrado, y se prepararon para salir corriendo si lo requería la ocasión.

Luego, a través del refrescado aire, anegado de los deliciosos aromas de la tierra, el babu dirigió al grupo ladera abajo, caminando a la cabeza de los culíes con orgullo, caminando tras los extranjeros con humildad. Tuvo muchos y variados pensamientos. Pocos de esos pensamientos habrían interesado a sus compañeros. Sin embargo, él era un guía agradable, siempre dispuesto a señalar las bellezas de los dominios de su real señor. Poblaba las montañas con cualquier animal al que se les pudiera ocurrir dar caza: cabras de Sumatra, íbices o marjores y tantos osos que hubieran despertado la envidia de Eliseo., Soltaba discursos sobre botánica y etnología con una precisión intachable, y su repertorio de leyendas locales —había sido agente de confianza del Estado durante quince años, no hay que olvidarlo— era inagotable.

—Sin lugar a dudas, este tipo es de lo más original —dijo el más alto de los dos extranjeros—. Es como la pesadilla de un guía vienés.

—Representa a la pequeña India en transición: el monstruoso híbrido entre Oriente y Occidente —respondió el ruso—. Somos nosotros quienes podemos tratar con los orientales.

—Ha perdido su patria y no ha conseguido ninguna otra. Pero siente un odio feroz por sus conquistadores. Verás, me lo confesó anoche —comentó el otro.

Bajo la sombrilla de rayas, el babu aguzaba el oído y el cerebro para seguir el rapidísimo francés, y tenía ambos ojos clavados en una kilta llena de mapas y documentos, era una cesta enorme tapada con un doble hule de color rojo. No quería robar cualquier cosa. Lo único que quería era saber qué robar y, de paso, cómo huir cuando lo hubiera robado. Dio gracias a todos los dioses del Indostán, y a Herbert Spencer, de que quedaran objetos de valor que robar.

El segundo día, el camino ascendía de forma pronunciada por un saliente cubierto de hierba que quedaba por encima del bosque; y, por así decirlo, aproximadamente a la hora del crepúsculo, se encontraron con un anciano lama —aunque lo llamaron bonzo— sentado con las piernas cruzadas sobre un misterioso mapa sujetado al suelo con piedras. Estaba explicando el trazado del mapa a un joven, que a todas luces era neófito, de una belleza singular, aunque vulgar. Habían avistado la sombrilla rayada a medio camino, y Kim había sugerido que hicieran un alto hasta que la sombrilla se acercase a ellos.

—¡Ja! —exclamó el babu Hurree, astuto como un felino—. Se trata de un eminente hombre santo local. Seguramente es súbdito de su alteza real.

—¿Qué está haciendo? Es muy curioso.

—Está explicando un dibujo sagrado, todo hecho a mano.

Los dos hombres permanecieron con la cabeza descubierta bajo el baño de la luz vespertina en la hierba teñida de dorado. Los agotados culíes, contentos por la parada, se detuvieron y dejaron caer sus bultos.

—¡Mire! —exclamó el francés—. Es como un cuadro del nacimiento de una religión: el primer maestro y el primer discípulo. ¿Es budista?

—De algún tipo adulterado —respondió el otro—. No hay verdaderos budistas en las montañas. Pero fíjese en los pliegues de sus vestiduras. Mírele los ojos, ¡cuánta insolencia! ¿Por qué hace esto para que nos sintamos como si fuéramos muy jóvenes? —Quien hablaba golpeó con pasión un hierbajo alto—. Todavía no hemos dejado nuestra huella en ningún sitio. ¡En ningún sitio! Eso, entiéndame, es lo que me inquieta. —Miró, con el ceño fruncido, el plácido rostro y la monumental calma de la pose.

—Ten paciencia. Dejaremos nuestra huella juntos, nosotros y tu joven país. Mientras tanto, copia el dibujo.

El babu avanzó con altivez, nada tuvo que ver ese gesto, visto de espaldas, con su deferente forma de hablar ni con el guiño que le dedicó a Kim.

—Santos, estos señores son sahibs. Mis medicinas han curado a uno del flujo, y voy a Simla para supervisar su recuperación. Desean ver tu dibujo…

—Curar a los enfermos es siempre algo bueno. Esta es la Rueda de la Vida —dijo el lama—, la misma que te enseñé en la cabaña de Ziglaur cuando caía la lluvia.

—Y escuchar cómo explicas sus trazos.

Al lama se le encendió la mirada ante la perspectiva de tener nuevos oyentes.

—Explicar el camino del Más Excelso es bueno. ¿Tienen conocimientos de hindi, como el guardián de las imágenes?

—Un poco tal vez.

Al oír esto, sencillamente como un niño enfrascado en un nuevo juego, el lama echó la cabeza hacia atrás y empezó una invocación a pleno pulmón del doctor en teología que es la introducción de toda la doctrina. Los extranjeros se apoyaron en sus piolets y escucharon. Kim, acuclillado con humildad, contemplaba los rojizos rayos del sol reflejados en sus rostros, y la fusión y separación de sus sombras. Llevaban escarpines que no eran ingleses y unos curiosos cinturones ceñidos que le recordaron vagamente las ilustraciones de un libro de la biblioteca de San Javier, titulado Las aventuras de un joven naturalista en México. Sí, se parecían mucho al maravilloso M. Sumichrast de esa historia, y no tenían ninguna pinta de ser los «tipos sin ningún escrúpulo» que había imaginado el babu Hurree. Los culíes, del color de la tierra y mudos, se acuclillaron con reverencia a unos veinte o treinta metros de distancia, y el babu, mientras la tela suelta de su enclenque herramienta restallaba como un banderín de demarcación en la helada brisa, se encontraba por allí con aires de feliz propietario.

—Estos son los hombres —susurró Hurree, mientras el ritual proseguía y los dos hombres blancos seguían las briznas de hierba que se mecían del infierno al cielo y regresaban de nuevo—. Todos sus libros están en una enorme kilta cubierta con un hule rojo, con libros, informes y mapas, y he visto la carta de un rey que bien pueden haber escrito o Hilás o Bunár. La vigilan con gran atención. No han enviado nada ni a Hilás ni a Leh. Eso está claro.

—¿Quién los acompaña?

—Solo los culíes. No tienen sirvientes. Son tan tacaños que incluso se preparan ellos mismos la comida.

—Pero ¿qué tengo que hacer?

—Espera y observa. Solo si se me presenta la ocasión, sabrás dónde buscar los documentos.

—Este asunto estaría mejor en manos de Mahbub Alí que en las de un bengalí —comentó Kim con desdén.

—Hay más formas de llegar a una enamorada antes que no derribar un muro con la cabeza.

—Fíjense que aquí el infierno indica la avaricia y la codicia. Flanqueado en un extremo por el deseo y en el otro por el hastío. —El lama se animaba dando explicaciones y uno de los extranjeros copiaba su dibujo en la luz que desaparecía a toda velocidad.

—Ya está bien —dijo el hombre con brusquedad—. No entiendo lo que dice, pero quiero ese dibujo. Es mejor dibujante que yo. Pregúntale si quiere venderlo.

—Ha dicho que no, señor —respondió el babu.

Por supuesto, era tan inimaginable que el lama entregara su dibujo a un paseante cualquiera, como lo hubiera sido que un arzobispo empeñara las pilas de agua bendita de su catedral. El Tíbet entero está lleno de reproducciones de la Rueda, pero el lama era un artista, así como un rico abad en su país.

—Tal vez en tres días, tal vez cuatro o diez, si percibo que el sahib es un peregrino de buen entendimiento, puede que yo mismo le dibuje otro. Pero este se utilizó para la iniciación de un novicio. Díselo, hakim.

—Lo quiere ahora. Dice que te lo compra.

El lama sacudió la cabeza con parsimonia y empezó a doblar el dibujo de la Rueda. El ruso, por su parte, no veía más que un viejo regateando por un sucio trozo de papel. Sacó un puñado de rupias, y tiró medio en broma del mapa, que se desgarró porque el lama no lo soltó. Un grave murmullo de espanto se elevó entre los culíes, algunos de ellos eran spiti y, a su entender, buenos budistas. El lama se levantó ofendido, se llevó la mano a su pesado estuche metálico que es el arma del sacerdote, mientras el babu daba saltos de desesperación.

—¡Ahora verás, ahora verás por qué quería testigos! Son personas sin ninguna clase de escrúpulo. ¡Oh, señor, señor! ¡No debe pegar a un hombre santo!

—¡Chela! ¡Ha desgarrado la palabra escrita!

Era demasiado tarde. Antes de que Kim pudiera protegerlo, el ruso le cruzó la cara al anciano. Un segundo después, estaba rodando ladera abajo con Kim agarrado a su cuello. El golpe al lama había despertado a todos los desconocidos demonios irlandeses que el muchacho llevaba en la sangre, y el repentino tropiezo de su enemigo hizo el resto. El lama cayó de rodillas al suelo, semiaturdido. Los culíes con sus cargas salieron huyendo a toda prisa montaña arriba con la rapidez que el hombre de a pie correría en la planicie. Habían presenciado un sacrilegio indescriptible, y era su deber escapar antes de que los dioses y demonios de las montañas se vengaran. El francés corrió hacia el lama al tiempo que buscaba el revólver a tientas, con la idea de tomar un rehén para intercambiarlo por su compañero. Pero lo disuadió una lluvia de piedras cortantes —los montañeses tienen muy buena puntería—, y un culí de Aochung agarró al lama en la desbandada. Los acontecimientos se sucedieron con la ligereza de la súbita oscuridad de las montañas.

—Se han llevado el equipaje y todas las armas —gritó el francés, disparando a ciegas en la penumbra.

—¡Tranquilo, señor! ¡Tranquilo! No dispare. Iré al rescate. —Y Hurree, bajando a trompicones por la ladera, se tiró en plancha sobre el encantado y asombrado Kim, que estaba aporreando la cabeza de su jadeante enemigo contra una roca.

—Regresa con los culíes —le susurró el babu al oído—. Tienen el equipaje. Los documentos están en la kilta con la cubierta roja, pero busca por todas partes. Agarra los documentos y sobre todo la murasla [carta del rey]. ¡Vete! ¡Que llega el otro hombre!

Kim salió disparado montaña arriba. Una bala rebotó en una piedra justo a su lado, y se tiró cuerpo a tierra.

—Si dispara —gritó Hurree—, bajarán y nos aniquilarán. He rescatado al caballero, señor. Esto es muy peligroso.

«¡Qué diantre! —Kim pensaba con todas sus fuerzas en inglés—. Estoy en un aprieto, pero me parece que es en defensa propia».

Se buscó a tientas en la pechera el regalo de Mahbub, y con inseguridad —salvo por un par de tiros de práctica en el desierto de Bikanir, jamás había utilizado la pequeña pistola—, apretó el gatillo.

—¡¿Qué acabo de decir, señor?! —Parecía que el babu estaba llorando—. Baje y ayúdeme a reanimar a su amigo. Estamos en una situación muy delicada.

Los tiros cesaron. Se oyeron pisadas, y Kim subió a toda prisa hacia la bruma, blasfemando como un salvaje.

—¿Te han herido, chela? —le preguntó el lama desde arriba.

—No. ¿Y a ti? —Se hundió entre un grupo de abetos raquíticos.

—Estoy ileso. Acércate. Iremos con estas personas hasta Shamlegh-bajo-la-Nieve.

—Pero no antes de que hayamos hecho justicia —exclamó alguien—. He conseguido las armas de los sahibs, de los cuatro, bajemos.

—Ha golpeado al santo, ¡nosotros lo hemos visto! Nuestro ganado quedará estéril, nuestras mujeres ya no darán a luz. Las nieves caerán sobre nosotros cuando vayamos a casa… ¡Y eso además de toda la opresión!

El bosquecillo de abetos se llenó de culíes vociferantes, sumidos en el miedo y, precisamente por ese terror, capaces de cualquier cosa. El hombre de Aochung quitó el seguro de la recámara de su pistola con nerviosismo y empezó a descender por la ladera.

—Espera un poco, santo; no pueden ir lejos. Espera hasta que yo regrese —dijo.

—Es esta persona la que ha sufrido de forma injusta —dijo el lama con la mano en la frente.

—Por esa misma razón —fue la respuesta.

—Si esta persona lo disculpa, tus manos quedan limpias. Además, harás méritos gracias a la obediencia.

—Espera e iremos todos juntos hasta Shamlegh —insistió el hombre.

El lama dudó durante un instante, el tiempo necesario para cargar un cartucho en una recámara. Luego levantó los pies y puso un dedo sobre el hombro del hombre.

—¿Me has oído? He dicho que no habrá muertes. Yo, que era abad de Such-zen. ¿Es que tienes algún deseo de reencarnarte en rata o en serpiente bajo las hiedras, en gusano en el vientre de la bestia más infecta? ¿Deseas…?

El hombre de Aochung cayó al suelo de rodillas, porque la voz de quien habló sonaba como el tañido de un gong tibetano.

—¡Ay! ¡Ay! —gritaron los spiti—. No nos maldigas, no lo maldigas. ¡Ha sido solo por su afán! ¡Santo! ¡Baja el arma, idiota!

—¡La furia atrae a la furia! ¡El mal al mal! Nadie matará a nadie. Dejemos que quienes golpean a los sacerdotes sean esclavos de sus actos. ¡Justa y segura es la Rueda, no se desvía ni un pelo! Nacerán muchas veces… atormentados. —Dejó caer la cabeza y se apoyó con fuerza en el hombro de Kim.

—He estado a punto de cometer un gran error, chela —susurró en ese silencio letal bajo los pinos—. He sentido la tentación de ver cómo salía disparada una bala. Sin duda, en el Tíbet hubieran encontrado una muerte lenta y agónica… Me ha abofeteado… Ha tocado mi carne… —Cayó al suelo, respiraba con dificultad, y Kim escuchó su corazón, que latía a toda máquina y se detenía en seco.

—¿Le han herido de muerte? —preguntó el hombre de Aochung, mientras los demás permanecían callados.

Kim se arrodilló sobre el cuerpo, muerto de miedo.

—¡No! —exclamó con vehemencia—, es solo por la debilidad. —Entonces recordó que era un hombre blanco, un hombre blanco con los medios de otros hombres blancos para montar un campamento a su disposición—. ¡Abrid las kiltas! Quizá los sahibs tengan medicamentos.

—¡Ajá! Eso sí que lo sé —dijo el hombre de Aochung riendo—. No por nada he sido durante cinco años el shikarri del sahib Yankling, conozco su medicina. También la he probado. ¡Mira!

Se sacó de la pechera una botella de whisky barato —del que venden a los exploradores en Leh— y, con audacia, obligó al lama a beber un poco metiéndole la botella entre los dientes.

—Hice esto cuando el sahib Yankling se torció un pie más allá de Astor. ¡Ajá! Ya he mirado en sus cestas, pero nos lo repartiremos de forma justa en Shamlegh. Dale un poco más. Es una buena medicina. ¡Mira! Ya le late con más fuerza el corazón. Apóyale la cabeza en el suelo y dale unas friegas en el pecho. Si hubiera esperado tranquilo mientras yo daba buena cuenta de los sahibs, esto no habría ocurrido. Aunque los sahibs podrían darnos caza aquí. En ese caso, no sería incorrecto dispararles con sus propias pistolas, ¿no?

—Uno de ellos ya ha recibido —dijo Kim entre dientes—. Le he dado una patada en la entrepierna cuando íbamos ladera abajo. ¡Ojalá lo hubiera matado!

—Está bien ser valiente cuando no se vive en Rampur —dijo un hombre cuya cabaña se encontraba a un par de kilómetros del desvencijado palacio del rajá—. Si nos creamos mala fama entre los sahibs, nadie nos dará trabajo como shikarris nunca más.

—Oh, pero esos no son sahibs ingresis, no son hombres buenos como el sahib Fostum o el sahib Yankling. Son extranjeros, no saben hablar ingresi como los sahibs.

En ese instante, el lama tosió y se incorporó, buscando a tientas el rosario.

—No debe haber muertes —murmuró—. ¡Justa es la Rueda! ¡El mal atrae al mal!

—No, santo. Estamos aquí. —El hombre de Aochung le palmeó tímidamente los pies—. Salvo que tú lo ordenes, nadie será asesinado. Descansa un rato. Levantaremos un pequeño campamento aquí, y más adelante, cuando salga la luna, iremos a Shamlegh-bajo-la-Nieve.

—Después de una tunda —sentenció un spiti—, lo mejor es dormir.

—En realidad, siento algo de mareo y una punzada en la nuca. Permite que repose la cabeza en tu regazo, chela. Soy un hombre anciano, pero no carente de pasión… Debemos pensar en la causa de las cosas.

—Dadle una manta. Será mejor que no encendamos ninguna hoguera para que no nos vean los sahibs.

—Será mejor que nos vayamos a Shamlegh. Nadie nos seguirá hasta Shamlegh.

Eso lo dijo el nervioso hombre de Rampur.

—He sido el shikarri del sahib Fostum, y ahora soy el shikarri del sahib Yankling. Ahora estaría con el sahib Yankling de no haber sido por este maldito bigar [día de trabajo que debe el sirviente a su señor]. Que dos hombres vigilen lo que ocurre allí abajo con pistolas, por si los sahibs hacen más tonterías. Yo no dejaré a este santo.

Se sentaron algo apartados del lama y, después de escuchar durante un rato, fueron pasándose una pipa de agua que tenía como receptáculo una vieja botella de betún de la conocida marca Day and Martin. La lumbre de las brasas rojas, mientras la pipa iba pasando de mano en mano, iluminaba los rasgados y parpadeantes ojos, los prominentes pómulos chinos y los cuellos de toro que se perdían entre los pliegues de las trencas de lana gruesa echadas sobre los hombros. Parecían kobolds de alguna mina mágica: gnomos de las montañas en cónclave. Y mientras hablaban, el murmullo de las aguas de nieve que los rodeaban iba acallándose poco a poco, al tiempo que la helada nocturna atascaba y obstruía los arroyos.

—¡Cómo se nos ha resistido! —exclamó el spiti con admiración—. Recuerdo un viejo íbice de hace siete temporadas, en el camino de Ladaj, al que el sahib Dupont no pudo darle, que se nos resistió igual que él. El sahib Dupont era un buen shikarri.

—No tan bueno como el sahib Yankling. —El hombre de Aochung dio un trago de la botella de whisky y la pasó—. Ahora escuchadme, a menos que otro hombre crea saber más.

Nadie aceptó el reto.

—Iremos a Shamlegh cuando salga la luna. Allí nos repartiremos el equipaje de forma equitativa. Yo me conformo con esta pequeña escopeta nueva y todos los cartuchos.

—¿Es que los osos son un peligro solo en tu propiedad? —preguntó un compañero, chupando la pipa.

—No, pero las bolas de almizcle están a veinticinco la pieza en la actualidad, y tus mujeres pueden quedarse con el lino para las tiendas y con parte de los utensilios para cocinar. Lo hablaremos en Shamlegh antes del amanecer. Luego cada uno irá por su camino, sin olvidar que jamás hemos visto ni prestado ningún servicio a esos sahibs, que, de hecho, pueden decir que les hemos robado el equipaje.

—Eso te servirá a ti, pero ¿qué dirá nuestro rajá?

—¿Quién va a contárselo? ¿Esos sahibs, que no saben hablar nuestro idioma, o el babu, que nos ha pagado por intereses personales? ¿Él nos echará un ejército encima? ¿Qué pruebas quedarán? Lo que no necesitemos, lo tiraremos al muladar de Shamlegh, donde ningún hombre ha estado todavía.

—¿Quién estará en Shamlegh este verano? —El sitio no era más que una zona de pastura con tres o cuatro chozas.

—La Mujer de Shamlegh. A ella no le gustan los sahibs, como ya sabemos. A los demás se les puede complacer con pequeños regalos, y aquí hay suficiente para todos nosotros. —Palmeó los abultados laterales de la cesta que tenía más cerca.

—Pero… pero…

—He dicho que no son sahibs de verdad. Compraron todas esas pieles y cabezas en el bazar de Leh. Conozco las marcas. Os las enseñé en la última marcha.

—Cierto. Eran todo pieles y cabezas compradas. Incluso algunas tenían la inscripción del mes.

Era un astuto razonamiento, y el hombre de Aochung conocía a sus compañeros.

—En el peor de los casos, se lo contaré al sahib Yankling, que es un hombre de buen ánimo, y se reirá. No estamos haciendo nada malo a unos sahibs que conozcamos. Son personas que golpean a los sacerdotes. Nos han asustado. ¡Hemos huido! ¿Quién sabe dónde tiraremos el equipaje? ¿Creéis que el sahib Yankling permitirá que la policía de las llanuras se pasee por las montañas y espante la caza? Hay una larga distancia desde Simla hasta Chini, y más aún desde Shamlegh al muladar de Shamlegh.

—Pues que así sea, pero yo llevo la kilta grande. La cesta con la cobertura roja que los sahibs llenan personalmente todas las mañanas.

—Entonces es seguro —dijo el hombre de Shamlegh con desenvoltura— que no son en absoluto sahibs. ¿Quién ha oído alguna vez decir del sahib Fostum, o del sahib Yankling o incluso del pequeño sahib Peel que se sienten por las noches a cazar siraos? Bueno, y ¿quién ha oído decir que esos sahibs vengan a las montañas sin un cocinero de las llanuras, y un porteador y… y todo un séquito de personas bien pagadas, prepotentes y represivas que les van a la zaga? ¿Cómo van a darnos ellos problemas? ¿Qué pasa con esa kilta?

—Nada, pero es que está llena de la palabra escrita, libros y hojas de papel en las que han hecho anotaciones, y extraños instrumentos, como de adoración.

—El muladar de Shamlegh se quedará con todo eso.

—¡Cierto! Pero… ¡Y si ofendemos a los dioses de los sahibs de esa forma! No me gusta llevar la palabra escrita de ese modo. Y sus ídolos de bronce escapan a mi entendimiento. No se trata de objetos robados de simples montañeses.

—El anciano todavía duerme. ¡Chitón! Preguntaremos al chela. —El hombre de Aochung se creció con el orgullo del liderazgo.

—Tenemos aquí una kilta cuya naturaleza desconocemos —dijo con voz susurrante.

—Pero yo sí la conozco —dijo Kim con cautela. El lama respiró de forma sonora mientras disfrutaba de un sueño natural y relajado, y Kim había estado pensando en las últimas palabras de Hurree. En ese momento estuvo dispuesto a inclinarse ante el babu como jugador del Gran Juego—. Es una kilta con una cubierta roja llena de cosas maravillosas, que no pueden llevar unos idiotas.

—Os lo he dicho, os lo he dicho —gritó quien llevaba esa carga—. ¿Crees que nos delatará?

—No si me la dais a mí. Yo puedo quitarle la magia. De lo contrario, hará mucho daño.

—Un sacerdote siempre se cobra lo suyo. —El whisky estaba desanimando al hombre de Aochung.

—A mí me da igual —respondió Kim, con las artimañas de su madre patria—. Repartíosla entre vosotros, y veréis lo que ocurre.

—Yo no. Solo estaba bromeando. Coged la otra. Hay más que suficiente para todos nosotros. Cada uno irá por su camino desde Shamlegh al amanecer.

Compusieron y recompusieron sus ingenuos planecillos durante una hora más, mientras Kim se estremecía de frío y orgullo. Lo divertido de la situación alegraba tanto a su alma irlandesa como a la oriental. Allí estaban los emisarios de la temida potencia del norte, que muy posiblemente eran tan importantes como el Mahbub o el coronel Creighton, golpeados sin poder evitarlo. Uno de ellos, lo sabía de primera mano, estaría tullido durante un tiempo. Habían prometido cosas a los reyes. Esa noche estarían en algún lugar, por debajo de donde Kim se encontraba, desprovistos de mapas, de comida, de tiendas, de pistolas, y, salvo por el babu Hurree, de guía. Y ese desmoronamiento del Gran Juego (Kim se preguntaba a quién informarían), ese precipitado rayo en la noche, no se había producido por el arte de Hurree ni por las artimañas de Kim, sino que había ocurrido de forma simple, hermosa e inevitable, como sucedió con la captura de los amigos faquires de Mahbub por parte de un celoso joven policía en Ambala.

«Están ahí, sin nada, y, ¡qué diantre, ya hace frío! Yo estoy aquí con todas sus cosas. Oh, ¡deben de estar furiosos! Lo siento por el babu Hurree».

Kim podría haberse ahorrado el sentimiento de lástima, porque aunque en ese momento el bengalí tenía un dolor agudo en las carnes, su alma estaba abollonada y elevada. Montaña abajo, a un kilómetro y medio de distancia, en la linde de un bosque de pinos, dos hombres semicongelados —uno de ellos muy mareado a intervalos— intercalaban recriminaciones recíprocas con los insultos más hirientes dirigidos contra el babu, que parecía consternado por el terror. Exigían un plan de actuación. El babu les explicó que tenían mucha suerte de seguir con vida, que sus culíes, si no los estaban acechando, se hallarían ya fuera de su alcance; que el rajá, su señor, estaba a catorce kilómetros y medio de distancia, y, puesto que les había dejado dinero y un séquito para su viaje a Simla, los metería en la cárcel si llegaba a sus oídos la noticia de que habían pegado a un sacerdote. Abundó en su discurso sobre ese pecado y sus consecuencias, hasta que los hombres le rogaron que cambiara de tema. Su única esperanza, les dijo el babu, era viajar de aldea en aldea, sin ostentaciones, hasta que llegaran a la civilización. Y por enésima vez, deshecho en lágrimas, preguntó a las estrellas del firmamento por qué los sahibs habían «golpeado al santo».

Hurree hubiera llegado en diez pasos desde la densa oscuridad que lo cubría todo hasta el cobijo y la comida de la aldea más cercana, donde escaseaban los médicos con pico de oro. Pero prefirió soportar el frío, los retortijones de estómago, las groserías y los golpes ocasionales en compañía de sus honrosos empleadores. Agachado contra un tronco, lloriqueaba con pesar.

—¡Quién iba a imaginar —dijo con ardor el hombre ileso— la clase de espectáculo que presenciaríamos paseando por estas montañas entre estos aborígenes!

El babu Hurree no había pensado en muchas otras cosas durante horas, pero el comentario no fue dirigido a él.

—¡No podemos pasear! Apenas puedo caminar —gruñó la víctima de Kim.

—Tal vez el hombre santo se apiade de nosotros por su amorosa amabilidad, señor. De no ser así…

—Me prometo darme el gusto de vaciar mi revólver en ese pequeño bonzo cuando volvamos a encontrarnos —fue la respuesta nada cristiana.

—¡Revólveres! ¡Venganza! ¡Bonzos! —Hurree se acurrucó aún más. La guerra había vuelto a estallar—. ¿Es que no piensas en lo que hemos perdido? ¡El equipaje! ¡El equipaje! —Oyó a quien había hablado bailar, literalmente, sobre la hierba—. ¡Todo lo que llevábamos! ¡Todo lo que habíamos conseguido! ¡Nuestros logros! ¡Ocho meses de trabajo! ¿Sabes lo que eso significa? «Sin duda alguna, somos nosotros los que podemos tratar con los orientales». ¡Oh, sí! ¡Buen trabajo!

Empezaron a insultarse en varias lenguas, y Hurree sonrió. Kim tenía las kiltas, y las kiltas contenían ocho meses de interesantes asuntos diplomáticos. No había forma de comunicarse con el muchacho, pero podía confiar en él. Por lo demás, Hurree podía orquestar el viaje por las montañas, y lo haría de modo que Hilás, Bunár y los caminantes de dos mil kilómetros de senderos de montaña contarían durante generaciones. Los hombres que no pueden controlar a sus culíes son poco respetados en las montañas, y los montañeses tienen un gran sentido del humor.

«De haberlo hecho yo mismo —pensó Hurree—, no habría salido mejor. Y, ¡qué diantre!, ahora que lo pienso, fui yo quien lo preparó. ¡Qué rápido he sido! ¡Se me ocurrió cuando iba corriendo montaña abajo! El atropello fue una casualidad, pero solo yo podría haberlo preparado, ¡ah, ha valido la pena! Además, hay que pensar en el golpe moral entre esas gentes ignorantes. Sin tratados, sin papeles, sin documentos escritos, y yo soy el único que los puede interpretar. ¡Cómo voy a reírme con el coronel! Ojalá también tuviera los documentos, pero no se puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Eso es axiomático».

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