Capítulo 15
15
Ante un emperador no me apartaría,
ni cedería paso a un rey.
Ante la triple corona no me inclinaría,
¡pero esto es algo diferente!
No combatiré contra las fuerzas del aire,
centinela, ¡déjales paso!
¡Que caiga el puente levadizo, es nuestro Señor,
el soñador cuyos sueños se hicieron realidad!
El asedio de las hadas
A trescientos veinte kilómetros al norte de Chini, sobre las pizarras azuladas de Ladaj, se encuentra el sahib Yankling, ese hombre de espíritu alegre, oteando las cordilleras con un catalejo, y lleno de ira, en busca de alguna señal de su querido baquiano: un hombre de Ao-chung. Sin embargo, ese renegado, en posesión de una nueva escopeta Männlicher y doscientos cartuchos, está en otro lugar, cazando ciervos almizcleros para su venta en el mercado. El sahib Yankling se enterará de lo mal que se ha portado en la siguiente temporada.
Por lo alto de los valles de Bushahr, avanza a toda prisa un bengalí —las águilas de los Himalayas viran con brusquedad al divisar desde lejos su nueva sombrilla de rayas blancas y azules—, antaño rechoncho y bien parecido, y ahora enjuto y castigado por el paso del tiempo. Ha recibido el agradecimiento de dos extranjeros distinguidos, a los que condujo, no sin destreza, hasta el túnel de Mashobra, que conduce a la grandiosa y alegre capital de la India. No fue culpa suya que, cegado por las brumas que genera la humedad, los condujera más allá de la estación de telégrafos y de la colonia europea de Kotgar. No fue culpa suya, sino de los dioses, de quienes hablaba con mucha gracia, que los condujera hasta las lindes de Nahan, donde el rajá del Estado los confundió con soldados británicos desertores. El babu Hurree habló de la grandeza y la gloria de las que sus acompañantes disfrutaban en su país, hasta que hizo reír al adormilado reyezuelo. Lo mismo contó a todo el que preguntaba, muchas veces, en voz alta y de diversas formas. Mendigó comida, consiguió alojamiento, demostró sus habilidades utilizando una sanguijuela para curar una tumefacción en la ingle —la clase de golpe que uno se da si cae rodando por una ladera pedregosa en plena noche— y en todo lo indispensable. La razón de su simpatía decía mucho a su favor. Junto con miles de otros súbditos, había aprendido a considerar a Rusia como la gran salvadora del norte. Era un hombre temeroso. Había tenido miedo de no poder salvar a sus ilustres empleadores de la furia de un transeúnte iracundo. Él mismo hubiera preferido no pegar a un hombre santo, pero… Se sentía profundamente agradecido de haber podido aportar «su granito de arena» para que la aventura de sus señores llegara a buen puerto —salvo por el detalle del equipaje perdido—. Había olvidado los golpes, negaba que se hubieran producido esa indecorosa primera noche en el bosque de pinos. No pedía ni pensión ni una iguala por sus servicios, sino que, si lo consideraban merecedor de ello, ¿serían tan amables de redactar una carta de recomendación? Podía serle útil en un futuro, si otros señores, amigos de ellos, llegaban a los pasos. Les rogó que lo recordaran en sus futuros logros, porque «creía humildemente» que él, Mohendro Lal Dutt, licenciado de Calcuta, había «prestado al Estado sus servicios».
Le entregaron una carta donde elogiaban su cortesía, utilidad y habilidad precisa como guía. Se la metió en el cinturón y lloró emocionado; habían arrostrado muchos peligros juntos. Al mediodía los condujo por el abarrotado bulevar de Simla hasta el Alliance Bank de la ciudad, donde los extranjeros deseaban identificarse. Entonces, el babu se esfumó como una nube baja sobre el Jakko.
Contempladlo, un hombre hecho y derecho, demasiado enjuto para sudar, demasiado consternado para alardear de los medicamentos que lleva en su cajita con cierre de latón, ascendiendo por la ladera de Shamlegh. Contempladlo, cuando han dejado de importarle todos sus ademanes de babu, fumando a mediodía sobre un catre, mientras una mujer tocada con un sombrero de turquesas señala en dirección al sudeste a través de las desnudas praderas. La mujer dice que las camillas no viajan tan deprisa como los hombres sin carga, pero que sus pájaros ya habrán llegado a las llanuras. El hombre santo no ha querido quedarse aunque Lipeth lo ha presionado. El babu gruñe con ronquedad, vuelve a aprestarse para la lucha y parte de nuevo. No le importa viajar una vez caída la noche, aunque sus marchas diurnas —no hay espacio suficiente en un solo libro para describirlas— dejarían boquiabiertas a las personas que se burlan de su raza. Los amables aldeanos, que recuerdan al vendedor de medicamentos de Dacca de hace dos meses, le dan refugio para protegerse de los malos espíritus del bosque. Sueña con dioses bengalíes, libros de texto de la universidad, y la Royal Society de Londres, Inglaterra. Al amanecer, la sombrilla danzarina de rayas blancas y azules sigue su marcha.
En la linde del Dun, con Mussuri bastante atrás y las llanuras que se extienden sobre la tierra dorada por delante, hay una ajada camilla en la que yace un lama enfermo que busca un río para su curación, y las montañas lo saben. Los aldeanos han estado a punto de llegar a las manos disputándose el honor de portarlo, pues el lama no solo les ha concedido sus bendiciones, sino que su discípulo les ha dado una buena cantidad de dinero: un tercio de lo que pagan los sahibs. El duli ha viajado a razón de diecinueve kilómetros al día, de lo que dan fe sus grasientos y ajados vástagos, por los caminos que pocos sahibs utilizan; por el paso de Nilang, bajo la tormenta, cuando una fuerte ventisca llenó de nieve hasta el último pliegue de los ropajes del impasible lama; entre los cuernos negros de Raieng, donde oyeron, entre nubes, el balido de las cabras monteses; descendiendo con refreno por los esquistos de más abajo. Los hombres llevaban el duli con el tirador metido entre el hombro y la barbilla apretada cuando tomaron las pronunciadas curvas del Camino Cortado por debajo de Bhagirati; agitándose y haciéndolo crujir cuando descendieron al trote hasta el valle de las aguas, sofocados por la humedad de ese valle estrecho. Suben y suben sin parar hasta encontrarse con las rugientes ráfagas que soplan en Kedarnath. Dejan su carga en la mitad de la jornada al cobijo de la parda penumbra de los amables robledales. Viajan de aldea en aldea durante el gélido amanecer, cuando incluso a los devotos se les perdona el uso de un vocabulario soez con los hombres santos impacientes; o bajo la luz de las antorchas, cuando los menos temerosos piensan en los fantasmas. El duli ha llegado por fin a su última etapa. Los pequeños montañeses sudan por el particular calor de los Siwaliks más bajos, y se reúnen en torno a los sacerdotes para pedir bendiciones y reclamar su salario.
—Habéis hecho méritos —dice el lama—. Más méritos de los que podáis entender. Ahora regresaréis a las montañas —añade el lama con un suspiro.
—No lo dudes. Ascenderemos a las montañas más altas cuanto antes posible. —El porteador se rasca un hombro, bebe agua, la escupe, y se acomoda las sandalias de cáñamo. Kim, con el rostro demacrado y exhausto, paga una cantidad muy pequeña en monedas de plata que se saca del cinturón. Agarra la bolsa de la comida, se mete en la pechera el paquete cubierto con el hule, diciendo que se trata de escritos sagrados, y ayuda al lama a ponerse en pie. La paz ha regresado a los ojos del anciano, y ya no espera que las montañas se derrumben y lo aplasten, como creyó esa terrible noche en que su marcha se vio retrasada por el desbordamiento de un río.
Los hombres recogen el duli y desaparecen de la vista entre los matorrales.
El lama levanta una mano hacia la pared de los Himalayas.
—¡Oh, benditas entre todas las montañas! ¡No fue en vuestro seno donde cayó la flecha de nuestro Señor! ¡No he de volver a respirar vuestro aire!
—Pero si este aire puro te convierte en un hombre diez veces más fuerte —dice Kim, pues su cansada alma anhela las amables llanuras de fértiles cultivos—. Sí, en este lugar, o en los alrededores, cayó la flecha. Avanzaremos muy lentamente, un koss al día, quizá, porque el éxito de la búsqueda está asegurado. Aunque la bolsa pesa mucho.
—Sí, el éxito de nuestra búsqueda está asegurado. He huido de la gran tentación.
En ese momento no recorrían más de tres kilómetros al día, y Kim llevaba todo el peso sobre sus hombros: la carga de un anciano, la carga de una pesada bolsa de víveres y libros de cierre metálico, la carga de las cartas que llevaba junto al corazón y la carga de las ocupaciones diarias. Mendigaba al amanecer, disponía las mantas para la meditación del lama y le dejaba reposar la cansada cabeza en su regazo durante el rigor de los calores del mediodía, al tiempo que espantaba las moscas con un abanico hasta que le dolían las muñecas. Volvía a mendigar por las tardes, y masajeaba los pies al lama, que lo recompensaba con la promesa de una libertad que alcanzarían ese mismo día, el siguiente o, como mucho, el subsiguiente.
—¡Jamás hubo un chela igual! A veces dudo de si Ananda habrá cuidado con más lealtad a nuestro Señor. ¿Y tú eres un sahib? Cuando yo era un hombre, hace mucho tiempo, lo olvidé. Ahora te miro a menudo y siempre recuerdo que eres un sahib. Resulta extraño.
—Tú has dicho que no hay blanco ni negro. ¿Por qué me agobias con esas palabras, santo? Deja que te masajee el otro pie. Eso me saca de quicio. No soy un sahib. Soy tu chela, y ya empieza a pesarme la cabeza sobre los hombros.
—¡Un poco de paciencia! Alcanzaremos juntos la libertad. Entonces tú y yo, en la lejana orilla del río, contemplaremos nuestras vidas, como en las montañas contemplamos las marchas diarias que quedaban atrás. Tal vez fuera sahib en una vida anterior.
—Jamás hubo un sahib como tú, lo juro.
—Estoy seguro de que el guardián de las imágenes de la Casa de las Maravillas fue un abad muy sabio en alguna vida pasada. Pero ni siquiera sus lentes consiguen que mis ojos vean con claridad. Se me nublan al fijar la mirada. Qué más da, ya conocemos las artimañas de nuestra mediocre y estúpida osamenta, la sombra da paso a otra sombra. Estoy atrapado por la ilusión del tiempo y el espacio. ¿Cuánta distancia hemos recorrido hoy?
—Tal vez medio koss. —Un kilómetro y medio, y había sido una marcha agotadora.
—Medio koss ¡Ja! Pero he recorrido decenas de miles en espíritu. ¡Cómo nos deleitamos, nos envolvemos y arropamos con estas insensateces! —Miró su huesuda mano de venas azules que encontraba pesadísimas las cuentas—. Chela, ¿jamás has deseado dejarme?
Kim pensaba en el paquete de hule y en los libros de la bolsa de los víveres. Si alguien debidamente autorizado se hubiera encargado de entregarlos, el Gran Juego podría seguir jugándose, pues a él ya le importaba poco. Estaba cansado y le ardía la cabeza, y una tos muy fuerte lo tenía preocupado.
—No —dijo de forma casi severa—. No soy un perro que muerde la querida mano que le da de comer.
—Eres demasiado bueno conmigo.
—Eso tampoco. He hecho algo sin consultarte. He enviado un mensaje a la vieja dama de Kulu a través de esa mujer que nos ha dado la leche de cabra esta mañana, en el que le contaba que tú estabas algo débil y necesitabas una camilla. Me atormentaba la idea de no haberlo hecho cuando llegamos al Dun. Nos quedaremos en este lugar hasta que llegue la camilla.
—Me alegro. Es una mujer con un corazón de oro, como has dicho, pero habla por los codos, ¡menuda charlatana!
—No te molestará. También me he encargado de eso. Santo, siento un gran pesar por lo desconsiderado que he sido contigo. —Se le hizo un nudo en la garganta—. Te he llevado demasiado lejos, no siempre te he conseguido buena comida; no he tenido en cuenta el calor; he ido a hablar con gente del camino y te he dejado solo… He, he… Hai mai! Pero te quiero… y ahora es demasiado tarde… Yo era un niño… Oh, ¿por qué no me habré comportado como un hombre? —Superado por la tensión, la fatiga y el peso, mucho más de lo que podía resistir a su edad, Kim se derrumbó y rompió a llorar a los pies del lama.
—¡A qué viene tanto alboroto! —exclamó el anciano con amabilidad—. Jamás te has desviado ni un pelo del camino de la obediencia. ¿Dejarme? Niño, he vivido de tu fuerza como un viejo árbol vive de la cal de un nuevo muro. Te he robado tu fuerza día tras día, desde que estuvimos en Shamlegh. Por tanto, no te sientas debilitado por ningún pecado que hayas cometido. Es el cuerpo, el tonto y estúpido cuerpo, el que habla ahora. No el alma segura. ¡Reconfórtate! Reconocer al menos a los demonios que has combatido. Nacieron en la tierra, son hijos de la ilusión. Iremos al lugar en que se encuentra la mujer de Kulu. Ella hará méritos alojándonos, y sobre todo atendiéndome. Tú debes ir en libertad hasta que recobres la fuerza. Había olvidado el estúpido cuerpo. Si alguien es culpable de algo, ese soy yo. Pero estamos demasiado cerca de las puertas de la liberación para entretenernos pensando en la pena. Podría elogiarte, pero ¿de qué serviría? Dentro de poco, de muy poco, estaremos por encima de cualquier necesidad.
Dicho esto, acarició y consoló a Kim con sus sabios proverbios y sesudos textos sobre esa bestiecilla incomprendida: nuestro cuerpo. Al no ser más que una falsa ilusión, insiste en hacerse pasar por el alma, y así oscurece el camino y multiplica los males innecesarios.
—Hai! Hai! Hablemos de la mujer de Kulu. ¿Crees que pedirá otro encantamiento para sus nietos? Cuando era joven, hace mucho tiempo, me dejé llevar por esos espejismos, y algunos otros, y acudí a un abad, un hombre muy santo y un buscador de la verdad, aunque entonces yo no lo sabía. Siéntate y escucha, ¡niño de mi alma! Le conté mi historia. Él me dijo: «Chela, has de saber algo. Hay muchas mentiras en el mundo, y no pocos mentirosos, pero no hay mentiroso como nuestro cuerpo, solo superado por las sensaciones de nuestro cuerpo». Al pensar en ello me sentí confortado, y me hizo el gran honor de permitirme beber té en su presencia. Permite que ahora yo beba té, porque estoy sediento.
Con una risa entre los sollozos, Kim besó los pies al lama, y se dispuso a preparar el té.
—Tú te apoyaste en mi cuerpo, santo, pero yo me he apoyado en ti para otras cosas. ¿Lo sabías?
—Puede que lo haya intuido. —Le brillaron los ojos—. Eso debe cambiar.
Entonces apareció nada más y nada menos, entre refriegas, chirridos y dándose ínfulas, el querido palanquín favorito de la sahiba, enviado desde más de treinta kilómetros de distancia, con el mismo entrecano y anciano sirviente urya al mando. Cuando el palanquín llegó a la casona blanca llena de recovecos de orden caótico situada detrás de Saharanpur, el lama tomó sus propias medidas.
Desde la ventana de un piso superior, la sahiba dijo alegremente, tras los cumplidos acostumbrados:
—¿De qué sirve que esta anciana haya aconsejado a un anciano? Ya te lo dije, santo, ya te lo dije: «Vigila al chela». ¿Y lo has hecho? ¡No respondas! Lo sé. Ha estado tonteando con mujeres. Mírale a los ojos, están hundidos y extraviados, y esa traicionera arruguita que desciende desde la nariz… ¡Lo han pasado por la piedra! ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! ¡Y para colmo, sacerdote!
Kim levantó la vista, demasiado cansado para sonreír, y negó con la cabeza.
—Ya basta de bromas —dijo el lama—. Esa época se ha terminado. Estamos aquí por cuestiones importantes. Una enfermedad del alma me llevó a las montañas, y a él, una enfermedad del cuerpo. Desde entonces he vivido de su fuerza, absorbiéndola.
—Sois como dos niños, uno joven y el otro viejo. —La vieja dama inspiró aire como para decir algo, pero se contuvo de hacer más bromas—. ¡Que mi hospitalidad os procure curación! Esperad un momento y ahora volveré para que charlemos sobre las altas y amables montañas.
Por la noche —su yerno ya había regresado, así que no tuvo que realizar su ronda nocturna de inspección de la granja—, se enteró del meollo de la cuestión, que el lama le explicó en voz baja. Ambos ancianos asentían con la cabeza a la vez. Kim se había retirado a una habitación donde había un jergón, y se quedó profundamente dormido. El lama le había prohibido que se encargara de disponerle las mantas o traerle comida.
—Entiendo, entiendo. ¿Quién iba a entenderlo mejor que yo? —cacareó la mujer—. Nosotros que descendemos a las piras funerarias, nos aferramos a las manos de los que vienen del río de la vida con jarras llenas de agua. Sí, jarras de agua llenas a rebosar. No he juzgado bien al muchacho. ¿Él te ha dado su fuerza? Es cierto que los ancianos beben de los jóvenes a diario. Ahora debemos compensarle.
—Has hecho méritos muchas veces.
—¿Yo? ¿Méritos? ¿Cuáles? ¿Un viejo saco de huesos que guisa curry para unos hombres que no los piden…? «¿Quién ha guisado esto?». Ahora bien, si esos méritos pudieran acumularse para mi nieto…
—¿El que tenía la afección de estómago?
—¡Pensar que el santo lo recuerda! Debo contárselo a su madre. ¡Es un gran honor! «El que tenía la afección de estómago», el santo lo ha recordado de inmediato. Se sentirá orgullosa.
—Mi chela es para mí como un hijo para los no iluminados.
—Di más bien nieto. Las madres no tienen la sabiduría de nuestros años. Si un niño llora creen que se hunden los cielos. Ahora bien, una abuela ha olvidado hace tiempo el dolor del parto y el placer de dar el pecho como para ponerse a pensar si el llanto es por pura debilidad o por algún gas. Y hablando de gases, la última vez que estuviste aquí los mencionaste… Puede que te haya ofendido presionándote para que me hicieras encantamientos.
—Hermana —dijo el lama, utilizando esa forma de tratamiento que un monje budista emplea algunas veces para dirigirse a una monja—, si los encantamientos te consuelan…
—Son mejores que diez mil doctores.
—Digo que si te consuelan, yo, que era abad de Such-zen, te haré tantos como desees. Jamás he visto tu rostro…
—Incluso los monos que nos roban los nísperos, lo consideran un privilegio ¡Ji! ¡Ji!
—Pero como dijo el que allí duerme —hizo un gesto con la cabeza para señalar la puerta cerrada de la habitación de invitados, situada al otro lado del vestíbulo—, tienes un gran corazón. Y él es, en espíritu, mi mismísimo «nieto».
—¡Bueno! Soy la vaca del santo. —Eso era hinduismo en estado puro, pero el lama hizo caso omiso—. Soy anciana. He criado a mis hijos. ¡En una época pude complacer a los hombres! Ahora puedo curarlos. —El lama oyó cómo tintineaban los brazaletes, como si la mujer se despejara los brazos para hacer algo—. Me encargaré del chico, lo medicaré, le llenaré bien el estómago y haré que se recupere del todo. Hai! Hai! Nosotros los viejos todavía servimos para algo.
Por todo ello, cuando Kim, a quien dolía hasta el último hueso, abrió los ojos y fue a las dependencias de la cocina para recoger la comida de su lama, se topó con un personaje envelado que se encontraba en la puerta, acompañado por el sirviente entrecano. Ambos lo sometieron a una gran presión dándole órdenes muy precisas sobre lo que no debía hacer bajo ningún concepto.
—¿Que tienes que hacer el qué? Tú no harás nada. ¿El qué? ¿Una caja con llave para guardar libros santos? ¡Oh, eso es muy distinto! ¡Que los cielos no permitan que yo interfiera entre un sacerdote y sus oraciones! Te la traerán y tú debes guardar la llave.
Le metieron el cofre bajo el catre y Kim guardó bajo llave el revólver de Mahbub, el paquete de cartas envueltas en hule, los libros con cierre metálico y los diarios, y resopló aliviado. Por alguna absurda razón, la carga de esas cosas sobre los hombros era un peso para su afligida mente. Por eso le dolía el cuello por las noches.
—La enfermedad que tienes no es muy común entre los jóvenes de estos días, pues los jóvenes han dejado de ocuparse de sus mayores. Se cura con el sueño y ciertas medicinas —dijo la sahiba, y Kim se sintió contento de poder entregarse a la vacuidad que medio lo amenazaba y medio lo adormecía.
La mujer preparó unos brebajes, en una extraña versión asiática de una destilería, que hedían y sabían aún peor. Se quedó junto a Kim hasta que se los bebió, y le hizo una pregunta tras otra cuando las regurgitó. Prohibió la entrada de cualquier persona al patio principal y reforzó la prohibición con la presencia de un hombre armado. Cierto es que el guardia en cuestión tenía setenta y tantos años, pero representaba la autoridad de la sahiba, y los carromatos con cargas, los sirvientes de cháchara, terneras, perros, gallinas y otros seres, se cuidaban mucho de acercarse por esos lares. Lo mejor de todo fue algo que llegó cuando el cuerpo de Kim estuvo limpio por dentro: la mujer mandó a llamar, de entre los parientes pobres que habitan en las partes traseras de los edificios —perros de la casa, los llamamos—, a la viuda de un primo, experta en lo que los europeos llaman masaje, aunque no saben nada sobre el tema. Y las dos, moviéndolo hacia el este y el oeste —pues las misteriosas corrientes terrestres que estremecen la arcilla de la que están hechos nuestros cuerpos podrían ayudar y no dañar—, lo dejaron baldado tras una larga tarde. Hueso a hueso, músculo a músculo, ligamento a ligamento, y al final, nervio a nervio. Amasado hasta convertirse en una masa de carne insensible, semihipnotizado por el perpetuo parpadeo y reajuste de los incómodos chadores que nublaban la visión, Kim cayó en el abismo de un profundo sueño —de treinta y seis horas de duración—, que lo dejó empapado como la lluvia tras la sequía.
A continuación, la mujer le dio de comer y todos los habitantes de la casa danzaban al son de sus gritos. Hizo que sacrificaran aves de corral. Mandó a buscar verduras, y el sobrio jardinero de reacciones pausadas, no tan viejo como ella, sudó la gota gorda para cumplir la orden. Ella recogió especias, leche, cebolla y unos pescados de los torrentes, limas para preparar sorbetes, rechonchas codornices de las trampas e hígados de pollo, que ensartó en una brocheta intercalándolos con láminas de jengibre.
—He visto algo de mundo —dijo la anciana mirando las abarrotadas bandejas— y sé que no solo hay dos clases de mujeres en él: las que le quitan las fuerzas a un hombre y las que hacen que las recupere. En un tiempo fui de aquellas, ahora soy de estas. No juegues a hacerte el sacerdote conmigo. Solo estaba bromeando. Si ahora no entiendes el dicho, ya lo entenderás cuando vuelvas al camino. Prima —esto se lo dijo a su pariente pobre, que jamás se cansaba de cantar las alabanzas de la caridad de su señora—, le está saliendo pelusilla en la piel, como a un caballo recién almohazado. Nuestro trabajo es como pulir las joyas para lanzarlas a una bailarina, ¿verdad?
Kim se reincorporó y sonrió. La terrible debilidad había abandonado a su cuerpo como un zapato viejo. Su lengua se moría por volver a hablar con libertad, y hacía menos de una semana que las más ligeras palabras la dejaban seca como un trapo. El dolor de la garganta (se lo debía de haber contagiado el lama) había desaparecido con los terribles padecimientos del dengue y también el mal sabor de boca. Las dos ancianas se mostraban un poco más cuidadosas con sus velos, aunque no mucho, y cloqueaban con la alegría de un par de gallinas que hubieran entrado dando picotazos por la puerta.
—¿Dónde está mi santo? —exigió saber Kim.
—¡Escúchale! Tu santo está bien —respondió la mujer de golpe y con malicia—. Aunque no es mérito suyo. Si conociera un encantamiento para hacerlo un poco más listo, vendería mis joyas y lo compraría. ¡Mira que rechazar buena comida que yo misma he preparado, e irse a vagar por los campos durante dos noches con el estómago vacío, y meterse dando tumbos en un arroyo que está al fondo! ¿A eso lo llamas santidad? Entonces, a causa de la angustia que me había provocado, cuando ya casi había roto lo que tú habías dejado de mi maltrecho corazón, va y me dice que ha hecho méritos. ¡Oh, todos los hombres son iguales! No, pero eso no fue todo. ¡No va y me dice que está libre de todo pecado! Eso podría habérselo dicho yo sin necesidad de que se calara hasta los huesos. Ahora está bien, eso ocurrió hace una semana, pero ¡me pone furiosa tanta santidad! Una criatura de tres años actuaría con más sensatez. No te inquietes por el santo. Cuando no ha estado vagando por los arroyos, no te ha quitado ojo.
—No recuerdo haberlo visto. Recuerdo que pasaron los días y las noches como franjas de blanco y negro, abriéndose y cerrándose. No estaba enfermo, sino cansado.
—Un letargo que llega un par de años tarde. Pero ahora ya ha terminado.
—Maharani —empezó a decir Kim, pero, inspirado por la tierna mirada de la anciana, decidió utilizar la fórmula de tratamiento del amor puro—. Madre, te debo la vida. ¿Cómo puedo agradecértelo? Diez mil bendiciones para tu casa y…
—¡No me bendigas la casa! —Resulta imposible reproducir con exactitud las palabras de la anciana—. Agradéceselo a los dioses como sacerdote, si quieres, pero agradécemelo a mí, si te importo, como un hijo. ¡Los cielos me asistan! ¿Te he zarandeado, te he levantado, te he palmeado y te he manoseado los diez dedos de los pies para que me marees con tus doctrinas? En algún lugar debe de haber una madre que te alumbró a la que hayas roto el corazón. ¿Qué le decías a ella, hijo?
—No tengo madre, madre mía —respondió Kim—. Me contaron que murió cuando yo era pequeño.
—Hai mai! Entonces nadie podrá decir que le he robado algún derecho si… Cuando vuelvas al camino y esta casa no sea más que una de las miles que se usan como refugio y se olvidan, tras una bendición pronunciada sin esfuerzo… Da igual. No necesito bendiciones, pero… Pero… —Llamó la atención de la pariente pobre dando una patada en el suelo—. ¿Para qué sirve la comida podrida en la habitación, oh, desventurada mujer? Llévate las bandejas a la cocina.
—Yo… yo también alumbré un hijo, pero murió —dijo gimoteando la hermana inclinada y tapada con el chador—. ¡Tú sabías que murió! Solo estaba esperando la orden para retirar la bandeja.
—Soy yo la mujer desventurada —exclamó la anciana arrepentida—. Nosotras que ya descendemos hasta las chattris [las grandes sombrillas sobre las abrasadoras piras funerarias donde los sacerdotes reciben sus últimos estipendios], nos agarramos con fuerza a las portadoras de las chattis [jarras de agua, aunque había querido referirse a las jóvenes llenas de orgullo y vitalidad, el juego de palabras fue algo mediocre]. Cuando una no puede bailar en el festival, debe mirar por la ventana, y el hecho de ser abuela lleva a la mujer un tiempo. Tu señor me da todos los encantamientos que ahora deseo para el primogénito de mi hija, porque está libre de todo pecado, ¿es así? El hakim ha caído muy bajo en estos días. Va por ahí envenenando a mis sirvientes en ausencia de sus superiores.
—¿Qué hakim, madre?
—Ese hombre de Dacca que me dio la píldora que me hizo trizas. Llegó como un camello extraviado hace una semana, jurando que él y tú habíais sido hermanos de sangre en el camino de Kulu, y fingiendo gran preocupación por tu salud. Estaba muy delgado y hambriento, así que di órdenes de que se encargaran de él, de su hambre y de su preocupación.
—Me gustaría verlo si está aquí.
—Come cinco veces al día, y saja forúnculos a mis hindis para salvarse de una apoplejía. Está tan angustiado por tu salud que toca a la puerta del cocinero y se entretiene con las sobras. Se quedará para siempre. No nos desharemos nunca de él.
—Mándalo llamar, madre —el brillo regresó a la mirada de Kim en un destello—, y yo lo intentaré.
—Lo mandaré a llamar, pero intentar echarlo sería un error. Al menos tuvo el buen juicio de sacar al santo del arroyo. Así ha hecho méritos, aunque el santo no lo haya dicho.
—Es un hakim muy inteligente. Mándalo a llamar, madre.
—¿Un sacerdote elogiando a otro sacerdote? ¡Milagro! Si es amigo tuyo (reñisteis en vuestro último encuentro), lo traeré hasta aquí enjaezado como un caballo y le daré una cena de casta, después, hijo mío… ¡Levántate y admira el mundo! ¡La permanencia en cama es la madre de todos los males! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
Salió a paso ligero y fue a armar un verdadero revuelo en las dependencias de la cocina. El babu apareció casi siguiendo su estela, con una holgada túnica como la de un emperador romano, con una papada como la de Tito, la cabeza descubierta, nuevos y relucientes zapatos de charol, bien provisto de grasa, rebosando alegría y salutaciones.
—¡Qué diantre, señor O’Hara! Pero ¡qué contento estoy de verte! Cerraré con cuidado la puerta. Es una lástima que estés enfermo. ¿Estás muy enfermo?
—Los documentos, los documentos de la kilta. ¡Los mapas y la murasla! —Sacó la llave con impaciencia, puesto que su alma anhelaba más que ninguna otra cosa deshacerse del botín cuanto antes.
—Tienes razón. Esa es una correcta postura departamental. ¿Lo conseguiste todo?
—Me llevé todos los manuscritos de la kilta. Lo demás lo tiré montaña abajo. —Oyó el giro de la llave en el cierre, el pegajoso tacto del hule que se agrietaba lentamente y el rápido trajín de unos papeles. Se había sentido preocupado, con toda la razón, por la idea de que los había tenido debajo durante los ociosos días de la enfermedad: eran una carga incomunicable. Por ese motivo, un hormigueo le recorrió todo el cuerpo cuando Hurree, dando torpes saltitos, volvió a estrechar su mano.
—¡Esto está bien! ¡Esto es perfiecto! ¡Señor O’Hara! ¡Ja, ja, ja, has robado todas las bazas, lo mejor de lo mejor! ¡Me dijeron que eran ocho meses de trabajo que se habían ido al garete! ¡Qué diantre! ¡Cómo me pegaron! Mira, aquí está la carta de Hilás. —Leyó un par de líneas en persa de la corte, que es la lengua de la diplomacia oficial y extraoficial—. El señor sahib rajá acaba de meterse en un lío. Tendrá que explicar ofiecialmente qué demonios hace escribiendo cartas de amor al zar. Y son unos mapas muy brillantes… Hay tres o cuatro de nuestros primeros ministros incluidos en la correspondencia. ¡Por Dios, señor! El gobierno británico cambiará el orden sucesorio de Hilás y Bunár, y nombrará nuevos herederos al trono. «Traición de la más abyecta». Pero tú no lo entiendes, ¿verdad?
—¿Ya lo tienes? —preguntó Kim, que era lo único que le importaba.
—Puede apostar a que sí. —Escondió el botín por todo su cuerpo, como solo saben hacer los orientales—. Y lo haré llegar a su destino. La anciana cree que voy a quedarme para siempre en este lugar, pero me iré con esto ahora mismo, de inmediato. El señor Lurgan estará orgulloso. Ofiecialmente, eres mi subordinado, pero te mencionaré en mi informe. Es una pena que no se nos permita elaborar informes por escrito. Nosotros los bengalíes destacamos en esa ciencia exacta. —Le volvió a tirar la llave y le mostró la caja vacía.
—Bien, está bien. Estaba muy fatigado. Mi santo también estaba enfermo. Y cayó en…
—Vaya, sí. Soy buen amigo suyo, créeme. Se comportaba de forma muy extraña cuando vine a verte, y pensé que tal vez él tendría los papeles. Lo seguí en sus meditaciones, y también para hablar sobre cuestiones etnológicas. Verás, soy una persona muy insignifiecante en comparación con todos tus encantamientos. ¡Qué diantre!, O’Hara, ¿sabes que sufre ataques? Sí, créeme. Y catalepsia, cuando no epilepsia, por si fuera poco. Lo encontré en ese estado, bajo un árbol, in articulo mortem. Entonces se levantó de un salto y se metió en un arroyo y, de no ser por mí, casi se ahoga. Yo lo saqué a rastras.
—¡Por qué no habré estado yo allí! —exclamó Kim—. ¡Podría haber muerto!
—Sí, podría haber muerto, pero ahora ya está sano y salvo, y afirma que ha experimentado una transfiguración. —El babu se palmeó la frente con un gesto de complicidad—. Tomé nota de sus declaraciones para la Royal Society de Londres, in posse. Debes darte prisa en recuperarte y regresar a Simla, y te contaré todo lo ocurrido en casa de Lurgan. Fue maravilloso. Tenían los bajos de los pantalones bastante desgarrados, y el viejo rajá Vahan pensó que eran soldados europeos desertores.
—¡Ah!, ¡los rusos! ¿Cuánto tiempo estuvieron contigo?
—Uno era francés. Oh, ¡días y días y más días! Ahora las gentes de todas las aldeas montañesas creen que todos los rusos son mendigos. ¡Qué diantre! No había nada que yo no les consiguiera. Y les conté a las personas de a pie… ¡Menudas historias y anécdotas! Te las contaré en casa de Lurgan, cuando llegues. ¡Menuda noche pasaremos! ¡Es un triunfo para ambos! Sí, y el colmo de las ironías es que me dieron una carta de recomendación. Deberías haberlos visto en el Alliance Bank identificándose. ¡Y doy gracias a Dios Todopoderoso de que consiguieras con tanta habilidad sus documentos! No te rías mucho, ya reirás cuando te hayas recuperado. Ahora iré directamente a la estación de tren y me iré. Tu jugada te reportará toda clase de honores. ¿Cuándo vendrás? Estamos muy orgullosos, pero nos has dado un buen susto. Y sobre todo, a Mahbub.
—Sí, Mahbub. ¿Y dónde está?
—Vendiendo caballos en las inmediaciones, claro.
—¡Aquí! ¿Por qué? Habla despacio. Todavía tengo algo abotargada la cabeza.
El babu miró con timidez, cabizbajo.
—Bueno, verás, soy un hombre temeroso, me abruma la responsabilidad. Tú estabas enfermo, y yo no sabía dónde diantre estaban los documentos, ni si estaban aquí, ni cuántos eran. Así que al llegar envié un telegrama personal a Mahbub, estaba en Meerut para las carreras, y le expliqué la situación. Llegó con sus hombres y conversó con el lama, y me llamó idiota, y me trató con muchiésima grosería…
—Pero ¿dónde está, dónde?
—Eso es lo que yo pregunto. Solo sugiero que si alguien roba los documentos, unos cuantos hombres fuertes y valientes vuelvan a robarlos. Verás, son todos de vital importancia, y Mahbub Alí no sabía dónde estabas.
—¿Mahbub Alí ha venido a robar la casa de la sahiba? ¡Estás chiflado, babu! —exclamó Kim con indignación.
—Yo quería los documentos. Supón que ella los hubiera robado. Era solo una sugerencia práctica. No estás muy contento, ¿verdad?
Un proverbio nativo, que aquí no puede citarse, demostró la flagrante desaprobación de Kim.
—Bueno —Hurree se encogió de hombros—, nunca llueve a gusto de todos. Mahbub también estaba enfadado. Ha vendido algunos caballos por aquí, y dice que la anciana es una pukka [verdadera] dama y que jamás cometería tal bajeza. Da lo mismo. He conseguido los documentos, y me alegró saber que contaba con el apoyo moral de Mahbub. Créeme, soy un hombre temeroso, pero, de una forma u otra, cuanto más temeroso soy, en más líos me meto. Así que me alegro de que me hayas acompañado a Chini, y estoy contento de que Mahbub estuviera por aquí cerca. A veces, la anciana es muy grosera conmigo y mis hermosas píldoras.
—¡Que Alá se apiade de mí! —exclamó Kim apoyado sobre un codo, deleitándose—. ¡Qué bestia tan maravillosa es un babu! Y este hombre caminaba solo, si es que lo hizo, con extranjeros furiosos a los que habían robado.
—Bueno, eso no fue nada cuando se acabaron las palizas. El perder los documentos sí que hubiera sido algo muy grave. Mahbub también estuvo a punto de pegarme, y ha pasado el tiempo conversando de esto y de aquello con el lama. Ahora me despido, señor O’Hara. Puedo coger el tren de las dieciséis veinticinco a Ambala si me doy prisa. Disfrutaremos mucho cuando llegue el momento de contar toda la historia en casa del señor Lurgan. Ya le daré más información ofiecial. Adiós, mi querido amigo, y la próxima vez que te dejes llevar por las emociones, por favor, no utilices términos mahometanos si estás vestido de tibetano.
Se dieron dos apretones de mano —era babu hasta la médula—, y salió por la puerta. Cuando el crepúsculo bañó su semblante apacible y triunfal, volvió a convertirse en el humilde charlatán de Dacca.
«Les ha robado —pensó Kim, olvidando su participación en el juego—. Los ha engañado. Les ha mentido como un bengalí. Le han dado una chit [una carta de recomendación]. Se ha burlado de ellos arriesgando su vida, yo jamás habría seguido con ellos después del tiroteo, y luego dice que es un hombre temeroso… Debo volver al mundo».
Al principio se le doblaron las piernas como pipetas de mala calidad, y la oleada de brisa templada por el sol le mareó. Se acuclilló junto al muro encalado, para rumiar los incidentes de la larga jornada con el duli, la debilidad del lama y, ahora que el estímulo de la conversación ya no estaba, su propia autocompasión, de la que, como enfermo que era, tenía una buena provisión. El turbado cerebro se desprendía de la realidad que lo rodeaba, como el caballo salvaje huye al tacto de las espuelas, una vez que las ha probado. Le tranquilizaba mucho, muchísimo, que la kilta robada ya no fuera asunto suyo, que hubiera dejado de estar en sus manos. Intentó pensar en el lama, para averiguar por qué había entrado tambaleándose en un arroyo, pero la vastedad del mundo, vislumbrada a través de las puertas del patio, arrasó con todo pensamiento al respecto. Luego alzó la vista hacia los árboles y los vastos campos, tachonados de chozas ocultas entre los cultivos, contempló con mirada extrañada, incapaz de calcular el verdadero tamaño, la proporción y la utilidad de las cosas. Se quedó mirando durante una silenciosa media hora. Durante todo ese tiempo sintió, aunque no pudiera expresarlo con palabras, que su alma se había desengranado del espacio que lo rodeaba. Era una rueda dentada no adherida a maquinaria alguna, al igual que la rueda dentada de una barata moledora de azúcar, abandonada en algún rincón de Beheea. Las brisas lo abanicaban, los loros le chillaban, el barullo procedente de la poblada casa que tenía detrás —riñas, órdenes y reprimendas— retumbaba en sus oídos ensordecidos.
—Soy Kim. Soy Kim. ¿Y qué es Kim? —repetía su alma una y otra vez.
No quería llorar, no había sentido menos deseos de llorar en toda su vida, pero, con una facilidad pasmosa, unas estúpidas lágrimas le corrieron por la nariz, y con un chasquido prácticamente audible sintió que las ruedas de su ser volvían a engranarse con el mundo exterior. Las cosas que, un segundo antes, habían pasado sin sentido por el globo ocular adquirieron las proporciones adecuadas. Los caminos servían para andarlos, las casas para habitarlas, el ganado para pastorearlo, los campos para cultivarlos, y los hombres y las mujeres para conversar con ellos. Todos eran reales y verdaderos, con los pies plantados en el suelo, perfectamente comprensibles, arcilla de su arcilla, ni más ni menos. Se sacudió como un perro con una mosca en la oreja, y salió a dar un paseo. La sahiba, que captó ese movimiento con su vigilante mirada, dijo:
—Dejadlo ir. Yo ya he hecho mi parte. La madre tierra debe hacer el resto. Contádselo al santo cuando regrese de la meditación.
A un kilómetro de distancia, detrás de una joven higuera sagrada, había un carro de bueyes vacío, posado en una pequeña loma —que, por así decirlo, era un puesto de observación que dominaba algunas terrazas recién aradas—. Los párpados, bañados por la suave brisa, le pesaban cada vez más a medida que se aproximaba a la atalaya. El suelo era de tierra limpia, sin esos hierbajos que, aún en vida, ya están medio muertos. Era la tierra esperanzadora que contiene el germen de toda vida. La sintió entre los dedos de los pies, la apisonó con las palmas de las manos y, articulación a articulación, suspirando lujosamente, se tumbó cuan largo era a la sombra del carro inmovilizado con unos listones de madera. Y la madre tierra fue tan leal como la sahiba. Respiró a través de él para insuflarle la vitalidad que había perdido tras haber estado tanto tiempo en cama, alejado de sus beneficiosas corrientes. La cabeza inerte reposaba en su seno, y las manos abiertas se entregaban a su fuerza. El árbol de múltiples raíces que se alzaba sobre él, e incluso la madera muerta talada por el hombre y situada a su vera, sabían lo que él buscaba, como no lo sabía ni él mismo. Yació horas y horas sumido en un sopor más profundo que el sueño.
Cuando ya era casi de noche, cuando la polvareda que levantaban las reses a su regreso cubría con una nube todo el horizonte, llegaron el lama y Mahbub Alí, ambos a pie, caminando con cautela, pues los habitantes de la casa les habían dicho dónde había ido Kim.
—¡Por Alá! ¡Qué descabellado quedarse así al aire libre! —murmuró el vendedor de caballos—. Aunque esto no es la frontera.
—Jamás hubo un chela igual —dijo el lama, repitiendo la historia tantas veces contada—. Templado, amable, sabio, de una disponibilidad desinteresada, corazón alegre en el camino… Jamás olvida nada, culto, sincero, cortés. ¡Grande es su recompensa!
—Conozco al chico, como ya he dicho.
—¿Y era así?
—En cierta forma, pero todavía no he dado con el encantamiento de un sombrero rojo que lo haga ser del todo sincero. Sin duda lo han cuidado bien.
—La sahiba tiene un corazón de oro —dijo el lama con sinceridad—. Ha cuidado de él como un hijo.
—¡Hummm! Medio Hind parece dispuesto a hacerlo. Solo quería asegurarme de que no le hubieran hecho daño y que era un agente libre. Como ya sabes, somos viejos amigos, desde los primeros viajes de vuestra peregrinación juntos.
—Es el vínculo que nos une. —El lama se sentó—. Estamos al final de la peregrinación.
—Y gracias a ti, hace una semana, estuvo a punto de terminar para siempre. Oí lo que la sahiba te decía cuando te trajimos en la camilla. —Mahbub rió y tiró de su barba recién teñida.
—Estaba meditando sobre otras cuestiones en esa corriente. Fue el hakim de Dacca quien interrumpió mi meditación.
—De no haber sido así —esto lo dijo en pastú, por decoro—, habrías acabado tu meditación en el bochornoso infierno, por ser un infiel y un idólatra, pese a tu simplicidad infantil. Pero ahora, sombrero rojo, ¿qué hay que hacer?
—Esta misma noche… —Las palabras fueron pronunciadas con parsimonia, vibrando por el triunfo—. Esta misma noche quedará tan libre de pecado como yo, tan seguro como lo estoy yo. Cuando deje este cuerpo, se liberará de la Rueda de las Cosas. Tengo el presentimiento —puso la mano sobre el mapa desgarrado que llevaba en la pechera— de que me queda poco tiempo, pero le proporcionaré una protección que ha de durarle muchos años. Recuerda que he alcanzado el conocimiento, como te dije hace solo tres noches.
—Tiene que ser verdad, como dijo el sacerdote de Tirah cuando le robé la esposa a su primo, que soy un sufí [un librepensador], pues estoy aquí sentado —dijo Mahbub para sí—, soportando una blasfemia impensable… Recuerdo la historia. Según eso, el muchacho irá a Jannatu l’Adn [los jardines del Edén]. Pero ¿cómo? ¿Lo asesinarás? ¿Lo ahogarás en ese maravilloso río del que el babu te sacó a rastras?
—No me han sacado a rastras de ningún río —se limitó a decir el lama—. Has olvidado lo que ocurrió. Lo encontré mediante el conocimiento.
—¡Oh, sí! Claro. —Entre tartamudeos, el Mahbub se debatía entre la encendida indignación y el enorme alborozo—. He olvidado los detalles exactos de lo ocurrido. Sin duda lo encontraste a sabiendas.
—Y suponer que yo le quitaría la vida no es un pecado, sino una tremenda locura. Mi chela me guió hasta el río. Es justo que quede limpio de todo pecado, como yo.
—Sí, necesita que lo limpien. Pero ¿y después, anciano, y después?
—¿Qué importa eso, por el amor del cielo? Está claro que alcanzará el Nibban… La iluminación, como yo.
—Bien dicho. Tenía miedo de que montara el caballo de Mahoma y se fuera volando.
—No, debe viajar como maestro.
—¡Ajá! Ahora lo entiendo. Ese es el paso que más conviene a un potro. Sin duda debe viajar como maestro. El Estado necesita con urgencia amanuenses como él, por ejemplo.
—Fue preparado para tal fin. Yo he hecho méritos al entregar limosnas para su educación. Una buena obra es imperecedera. Me guió en mi búsqueda. Yo le guié en la suya. Justa es la Rueda, ¡oh, vendedor de caballos del norte! Deja que sea maestro, deja que sea amanuense, ¿qué más da? Al final habrá alcanzado la libertad. Lo demás es ilusión.
—¿Qué más da? ¡Si tengo que llevarlo conmigo más allá del Balj dentro de seis meses! Por culpa de ese gallina del babu, he llegado con diez caballos rencos y tres hombres fornidos para sacar a la fuerza a un chico de la casa de una vieja chocha. ¿¡Y me tengo que quedar aquí, cruzado de brazos, mientras un viejo gorro rojo conduce a un joven sahib a Alá sabe qué cielo de los idólatras!? ¿¡Y yo me considero un jugador importante del Juego!? Pero el loco aprecia al chico y yo también debo de estar bastante loco.
—¿Qué oración rezas? —preguntó el lama, mientras las frases en rudo pastún seguían oyéndose bajo la barba roja.
—No tiene ninguna importancia. Pero ahora que entiendo que el chico, con la entrada en el Paraíso asegurada, puede entrar a trabajar al servicio del gobierno, estoy más tranquilo. Debo ir con mis caballos. Está oscureciendo. No lo despiertes. No tengo ningún deseo de oír cómo te llama maestro.
—Pero si es mi discípulo. ¿Qué iba a llamarme si no?
—Ya me lo ha contado. —Mahbub reprimió su ataque de cólera y soltó una carcajada—. No comparto tu credo, sombrero rojo, si es que algo tan trivial te importa.
—Eso no importa —dijo el lama.
—Ya lo suponía. Por tanto, no te conmoverá, a ti, limpio de pecado, recién lavado y ahogado en tres cuartas partes, que te diga que eres un buen hombre, un hombre muy bueno. Hemos hablado ya unas cuatro o cinco noches, y, por mi condición de tratante de caballos, todavía sé reconocer la santidad más allá de las patas de un caballo, como reza el dicho. Sí, y también puedo reconocer que nuestro Amigo de Todo el Mundo puso su mano sobre la tuya en primer lugar. Hazle un favor, y deja que regrese al mundo como maestro, cuando le hayas lavado los pies, si es que ese es el remedio apropiado para el potro.
—¿Por qué no sigues el camino y así acompañas al chico?
Mahbub se quedó estupefacto ante la magnífica insolencia de la sugerencia, a la que hubiera respondido con algo más que un golpe de haber estado al otro lado de la frontera. Pero lo divertido de la situación conmovió su alma mundana.
—Con calma, paso a paso, como el renco caballo castrado pasó por los saltos de Ambala. Puede que vaya al Paraíso más adelante, pero me quedan cosas que hacer en el camino, grandes movimientos, y se los debo a tu sencillez. ¿Tú jamás has mentido?
—¿Para qué?
—Oh, Alá, ¡escúchalo! ¿Para qué, dice, en este Tu mundo? ¿Ni siquiera has dañado a un hombre?
—En una ocasión, con un estuche, antes de ser sabio.
—¿De veras? Ahora te aprecio todavía más. Tus enseñanzas son buenas. Has alejado a un hombre que conozco de la senda de la lucha. —Se rió con inmensa complacencia—. Llegó aquí decidido a cometer un dacoity [robo de una casa con violencia]. Sí, a rajar, robar, matar y llevarse todo lo que deseaba.
—¡Qué gran insensatez!
—¡Oh! Y una negra vergüenza, además. Eso pensó él después de verte, y de ver a otros hombres y mujeres. Desechó la idea, y ahora va a ir a pegar a un gordo babu.
—No lo entiendo.
—¡Alá no quiera que lo entiendas! Algunos hombres son fuertes por su sabiduría, gorro rojo. Su fuerza es aún más poderosa. Consérvala, creo que sabrás hacerlo. Si el muchacho no es un buen sirviente, dale un buen tirón de orejas.
Subiéndose su amplio fajín bojariano, el patán se marchó con paso vigoroso en dirección al ocaso, y el lama bajó de las nubes el tiempo justo para contemplar la ancha espalda.
«A esa persona le falta cortesía, y se deja engañar por las apariencias. Pero habla bien de mi chela, que ahora estará bajo su tutela. ¡Pronunciaré la oración! ¡Despierta, oh, afortunada entre todas las mujeres nacidas! ¡Despierta! ¡Lo he encontrado!».
Kim ascendió desde esos profundos manantiales subterráneos. El lama presenció su placentero bostezo y se apresuró a chasquear los dedos para espantar a los malos espíritus.
—He dormido cien años. ¿Dónde…? Santo, ¿llevas aquí mucho tiempo? He salido a buscarte, pero… —Se rió adormilado—. Me he dormido por el camino. Ahora estoy bien. ¿Has comido? Vamos a la casa. Llevo demasiados días sin ocuparme de ti. ¿La sahiba te ha dado bien de comer? ¿Quién te ha lavado las piernas? ¿Y tus dolores en el estómago y la cabeza, y el zumbido de los oídos?
—Se acabó, todo se acabó. ¿No lo sabes?
—Yo no sé nada, sino que hace siglos que no te veo. ¿Qué es lo que debo saber?
—Es extraño que no hayas recibido la noticia, porque dirigí hacia ti todos mis pensamientos.
—No veo tu cara, pero tu voz suena como un gong. ¿Es que la sahiba te ha rejuvenecido con sus platos?
Miró con los ojos entrecerrados la figura de piernas cruzadas, perfilada de negro sobre el fondo amarillo limón del torrente de luz. Así es el imponente Bodhisat de piedra, sentado en el vestíbulo del museo de Lahore, que contempla desde lo alto los relucientes torniquetes de la entrada.
El lama permanecía callado. Salvo por el traqueteo del rosario y el tenue sonido de las pisadas del Mahbub en la distancia, el tenue y vaporoso silencio de la noche de la India los envolvía.
—¡Escúchame! Tengo noticias.
—Pero vamos a…
La mano amarilla salió disparada hacia delante rogando silencio. Kim metió los pies bajo la túnica con gesto de obediencia.
—¡Escúchame! ¡Tengo noticias! La búsqueda ha terminado. Ahora llega la recompensa… Cuando estábamos entre las montañas, viví de tu fuerza hasta que la joven rama se dobló y estuvo a punto de partirse. Cuando dejamos las montañas, estaba preocupado por ti y por otras cuestiones que albergaba en el corazón. La barca de mi alma zozobraba sin rumbo, no veía la Causa de las Cosas. Así que te dejé en manos de la mujer virtuosa. No tomé comida, no bebí agua… Pero seguía sin ver el camino. Querían obligarme a tomar alimentos y gritaban tras mi puerta cerrada. Así que me trasladé a un foso debajo de un árbol. No tomé comida, no bebí agua. Me quedé sentado meditando durante dos días con sus dos noches, abstraído mentalmente; inspirando y expirando de la forma requerida… La segunda noche (grande fue la envergadura de mi recompensa), la sabia alma se desligó del estúpido cuerpo y voló libre. Jamás había experimentado algo así, aunque había estado en el mismo umbral de esa experiencia. Recapacítalo, ¡porque es una maravilla!
—Una maravilla, sin duda. ¡Dos días y dos noches sin comer! ¿Dónde estaba la sahiba? —dijo Kim entre dientes.
—Sí, mi alma se liberó, y, tras sobrevolar el lugar como un águila, vio que no estaba ni el lama Teshu ni ninguna otra alma. Como una gota va al agua, mi alma se acercó a la gran alma que está por encima de todas las cosas. En ese momento, exaltado por la contemplación, vi todo el Hind, desde Ceilán, en la costa, hasta las montañas, y mis rocas pintadas de Such-zen; vi todos los campos y todos los pueblos, hasta el más pequeño, donde hayamos podido descansar. Los vi todos a la vez y en un solo lugar; porque estaban dentro de mi alma. Con ello supe que mi alma había trascendido la ilusión del tiempo, el espacio y las cosas. Con ello supe que era libre. Te vi acostado en tu catre y te vi cayendo por una montaña, debajo de un idólatra. Lo vi todo de una vez, y en un lugar de mi alma, que, como ya he dicho, había tocado la gran alma. Además, vi el estúpido cuerpo del lama Teshu acostado, y el hakim de Dacca arrodillado junto a él, gritándole al oído. Entonces, mi alma estaba sola, y yo no veía nada, porque yo era todas las cosas tras haber alcanzado la gran alma. Y había pasado miles de años meditando de forma poco apasionada, siendo muy consciente de la causa de todas las cosas. Entonces una voz me gritó: «¿Qué será del chico si mueres?», y me zarandearon para que recobrara el conocimiento haciendo que sintiera lástima por ti. Y dije: «Regresaré con mi chela, para que no yerre el camino». Con esto, mi alma, que es el alma del lama Teshu, se apartó de la gran alma entre luchas, arcadas y anhelos indescriptibles. Como el huevo del pez, como el pez del agua, y como el agua de la nube, y la nube del aire espeso, así se distanció, así saltó, así se alejó, así se evaporó el alma del lama Teshu de la gran alma. Entonces alguien gritó: «¡El río! ¡Ten cuidado con el río!», y bajé la vista para contemplar el mundo en su totalidad, que era lo que había visto antes, de una vez, en un lugar, y vi el río de la flecha a mis pies. En ese momento, mi alma fue obstaculizada por algún mal u otra cosa por el estilo, puesto que no estaba del todo limpia, y me rodeó la cintura con los brazos. Pero yo lo aparté, y me lancé como un águila en vuelo al mismísimo lugar donde estaba el río. Por ti aparté mundo tras mundo. Vi el río debajo, el río de la flecha, y, al descender, sus aguas se cerraron sobre mí. Y, fíjate, volví al cuerpo del lama Teshu, pero libre de pecado, y el hakim de Dacca me agarró de la cabeza y me sacó de las aguas del río. ¡Está aquí! ¡Está detrás del bosquecillo de mangos!, ¡aquí, aquí mismo!
—Allah kerim! ¡Oh, menos mal que el babu estaba por allí! ¡Te mojaste mucho!
—¿Por qué iba a importarme eso? Recuerdo que el hakim estaba preocupado por el cuerpo del lama Teshu. Lo sacó de un tirón del agua sagrada con sus manos, y luego llegó ese vendedor de caballos del norte con un camastro y unos hombres, y pusieron mi cuerpo en el camastro y me llevaron a la casa de la sahiba.
—¿Qué dijo la sahiba?
—Yo estaba meditando en ese cuerpo, y no lo oí. Así que la búsqueda ha terminado. Por los méritos que he hecho, el río de la flecha ya está aquí. Brotó bajo nuestros pies, como yo había dicho. Lo he encontrado. ¡Hijo de mi vida!, he luchado para obligar a mi alma a regresar desde el umbral de la libertad para liberarte de todo pecado, al igual que yo soy libre y estoy limpio de pecado. ¡Justa es la Rueda! ¡Certera es su liberación! ¡Ven!
Cruzó las manos sobre el regazo y sonrió, como puede hacer un hombre que ha ganado la salvación para sí mismo y para su ser amado.