Capítulo 6
6
Ahora recuerdo, camaradas,
viejos compañeros en mares nuevos
cuando comerciábamos con oropimente
entre los salvajes aquellos.
Diez mil leguas hacia el sur,
fue hace treinta años,
no conocían a Valdés el innoble
pero a mí me conocieron y me amaron.
«Canción de Diego Valdés»
A primerísima hora de la mañana, se desmontaron las tiendas blancas y se perdieron de vista cuando los Maverick tomaron una carretera secundaria en dirección a Ambala. Ese camino no pasaba por el lugar de descanso, y Kim, que caminaba con dificultad junto al carro de la impedimenta, bajo el fuego cruzado de los comentarios de las esposas de los soldados, no se sentía tan seguro de sí mismo como la noche anterior. Descubrió que lo vigilaban de cerca: el padre Victor por un lado y el señor Bennett por otro.
Al mediodía, la columna se detuvo en seco. Un ordenanza a camello entregó al coronel una carta. El coronel la leyó y habló con un comandante. A un kilómetro de distancia, Kim oyó un clamor ronco y lleno de júbilo que llegó hasta él a través de la densa polvareda. A continuación, alguien le dio una palmada en la espalda y gritó:
—¡Dinos cómo lo sabías, condenado hijo del demonio! Querido padre, intente sonsacárselo.
Un poni llegó al galope hasta donde estaban, y subieron a Kim al arzón delantero de la silla de montar del sacerdote.
—Bueno, hijo mío, tu profecía de anoche se ha hecho realidad. Tenemos órdenes de embarcar mañana en Ambala con destino al frente.
—¿Qué significa eso? —preguntó Kim, ya que «frente» y «embarcar» eran palabras nuevas para él.
—Vamos a «su guerra», como tú la llamaste.
—Por supuesto que van a «su guerra». Se lo dije anoche.
—Sí lo dijiste, pero ¡por las fuerzas de la oscuridad!, ¿cómo lo sabías?
A Kim le brilló la mirada. Apretó los labios, afirmó con la cabeza y pensó en cosas inexpresables. El capellán avanzó a través de la polvareda, y los soldados rasos, los sargentos y los alféreces se hacían señas entre sí al paso del muchacho. El coronel, a la cabeza de la formación, lo miró con curiosidad.
—Seguramente ha sido por algún rumor del bazar —comentó—, pero aunque así fuera… —Miró el papel que tenía en las manos—. ¡Un momento!, ¡esto se ha decidido en las últimas cuarenta y ocho horas!
—¿Hay muchos más como tú en la India? —preguntó el padre Victor—. ¿O estás en camino de convertirte en un lusus naturae?
—Ahora que ya se lo he contado —dijo el muchacho—, ¿me dejará regresar con mi anciano? Si no se ha quedado con esa mujer de Kulu, temo que pueda morir.
—Por lo que vi de él, será muy capaz de cuidar de sí mismo como tú lo haces. No, tú nos has traído suerte, y vamos a convertirte en un hombre. Te llevaré de regreso al carro de la impedimenta y volverás a mi lado esta noche.
Durante el resto del día, Kim descubrió que era objeto de especial consideración para unos cuantos centenares de hombres blancos. El relato de su aparición en el campamento, el descubrimiento de quién era su padre y su profecía no había perdido nada al propagarse de boca en boca. Una corpulenta y amorfa mujer blanca sentada sobre una pila de ropa de cama le preguntó, con aire misterioso, si creía que su esposo regresaría de la guerra. Kim se quedó pensativo con gesto adusto y respondió que sí, y la mujer le dio comida. En muchos aspectos, esa gran procesión, donde se interpretaba música a intervalos —esa multitud de palabra y risa tan fáciles—, era como la celebración de una festividad en la ciudad de Lahore. Además, como hasta ese momento nada parecía indicar que hubiera que realizar ningún trabajo duro, Kim decidió dedicar toda su atención al espectáculo. Por la noche salieron para reunirse con otras bandas de música y, juntos, acompañaron a los Maverick hasta el campamento que estaba cerca de la estación de tren de Ambala. Fue una noche interesante. Los Maverick se fueron de visita por su cuenta. Sus piquetes se apresuraron a traerlos de vuelta y se encontraron con piquetes de regimientos desconocidos con la misma misión. Después de un rato, empezaron a sonar las cornetas con frenesí llamando a otros piquetes y a los oficiales para que acudieran a controlar el tumulto. Los Maverick tenían fama de juerguistas redomados. No obstante, se presentaron en el andén a la mañana siguiente en muy buenas condiciones. Y Kim, a quien habían dejado con los enfermos, las mujeres y los niños, se encontró despidiéndose a gritos de los soldados, emocionado, mientras los trenes se alejaban. La vida como sahib estaba resultando entretenida, aunque la disfrutaba con cautela. Después volvieron a ponerlo bajo la tutela de un tambor que lo llevó a un cuartel de paredes encaladas, el suelo alfombrado de desperdicios, bramantes y papeles, y un techo que le devolvía el eco de sus solitarias pisadas. A la manera local, se enroscó sobre una lona de rayas y se quedó dormido. Entró un hombre con paso airado por la veranda, lo despertó y dijo que era maestro de escuela. Eso bastó para que Kim se replegase en su concha. A duras penas era capaz de descifrar los avisos por escrito de la policía inglesa en la ciudad de Lahore, y era porque estaban relacionados con su bienestar. Además, entre los numerosos invitados de la mujer que lo cuidaba, hubo un extraño alemán que pintaba los decorados del teatro ambulante parsi. Ese hombre contó a Kim que había estado en las «barricadas del cuarenta y ocho», y, por ello —al menos así lo entendió Kim—, le enseñaría a escribir a cambio de comida. A Kim le había entrado la letra con sangre, aunque le había dejado mal sabor de boca.
—Yo no sé nada. ¡Váyase! —gritó Kim, presintiendo que algo malo iba a ocurrir. En ese momento, el hombre lo agarró por una oreja, lo arrastró a una habitación en un ala alejada donde había una docena de tambores sentados en bancos, y le dijo que se estuviera quieto si no sabía hacer otra cosa. Eso sí logro hacerlo de forma muy satisfactoria. El hombre estuvo explicando esto, lo otro y lo de más allá con trazos de blanca tiza sobre una pizarra durante al menos media hora, y Kim volvió a dar la cabezada que le habían interrumpido. Estaba totalmente en contra del rumbo que habían tomado los acontecimientos, puesto que esa era la escuela y la disciplina de las que había estado intentando escapar durante dos tercios de su joven vida. De pronto se le ocurrió una genial idea, y se preguntó por qué no habría pensado en ella antes.
El hombre dio por terminada la clase, y Kim fue el primero en saltar por la veranda al aire libre bañado por el sol.
—¡Oye, tú! ¡No te muevas! —exclamó alguien con voz aguda a sus espaldas—. Debo vigilarte. Tengo órdenes de no perderte de vista. ¿Adónde vas?
Era un tambor que había estado rondándolo durante toda la mañana: un muchacho rechoncho y pecoso de unos catorce años al que Kim odió al instante, desde las suelas de sus botas a las cintas de su gorra.
—Al bazar, a comprarte unos dulces —respondió Kim después de pensarlo.
—Bueno, pues que sepas que el bazar queda fuera de los límites. Si vamos hasta allí, nos ganaremos una buena tunda. Vuelve.
—¿Hasta dónde podemos pasar? —Kim no sabía qué significaba «los límites», pero, por el momento, tenía intención de ser educado.
—¿Cómo que hasta dónde podemos pasar? ¿Querrás decir que hasta dónde podemos llegar? Podemos llegar hasta ese árbol que está en el camino.
—Entonces iré hasta allí.
—Está bien. Yo no voy. Hace un calor achicharrante. Te vigilaré desde aquí. No te conviene escapar. Si lo hicieras, te pillarían por la ropa. Llevas el uniforme del regimiento. No hay ni un solo piquete en Ambala que no te trajera de vuelta antes de lo que hayas tardado en irte.
Eso no impresionó a Kim tanto como la idea de que el peso de su vestimenta lo dejaría exhausto si intentaba escapar. Se alejó en dirección al árbol que estaba en un rincón apartado de la carretera vacía que conducía al bazar, y observó a los nativos que pasaban. La mayoría de ellos eran sirvientes del cuartel pertenecientes a la casta más baja. Kim saludó a un barrendero, que se apresuró a responder con una insolencia innecesaria, por el convencimiento comprensible de que un muchacho europeo no lo entendería. La respuesta rápida pronunciada con voz grave lo sacó de su error. Kim puso toda su encadenada alma en ello, agradecido por la última oportunidad de insultar a alguien en la lengua que más dominaba.
—Y ahora ve a buscar al amanuense más cercano del bazar y dile que venga. Tengo que escribir una carta.
—Pero… Pero ¡¿qué clase de hombre blanco eres que necesitas un amanuense del bazar?! ¿Es que no hay un maestro de escuela en el cuartel?
—Sí, y el infierno está lleno de los de su calaña. ¡Cumple mi orden, od! ¡Tu madre se casó bajo un cesto! ¡Criado de Lal Beg! —Kim conocía al dios de los barrenderos—, corre a solucionar mis asuntos o volverás a vértelas conmigo.
El barrendero salió pitando.
—Hay un chico blanco, que no es blanco, que espera a la sombra de un árbol junto al cuartel —dijo tartamudeando al primer amanuense del bazar con el que se topó—. Te necesita.
—¿Pagará? —preguntó el acicalado amanuense mientras recogía su mesilla, sus plumas y su lacre.
—No lo sé. No es como los demás muchachos. Ve y compruébalo tú mismo. Vale la pena.
Kim bailoteaba con impaciencia cuando por fin divisó al enjuto y joven kayeth. Le lanzó un insulto con toda la potencia de sus pulmones.
—Primero cobraré mis honorarios —anunció el amanuense—. Tus blasfemias han elevado la tarifa. Pero ¿quién eres tú, vestido de esa forma y con ese lenguaje?
—¡Ajá! Eso estará en la carta que debes escribir. Jamás se ha contado una historia así. Pero no me corre prisa. Otro amanuense me servirá. La ciudad de Ambala está llena de ellos, como en Lahore.
—Cuatro anas —dijo el amanuense al tiempo que se sentaba y extendía su manta a la sombra de un ala vacía del cuartel.
Con gesto mecánico, Kim se acuclilló junto a él —lo hizo como solo los nativos saben hacerlo—, pese a los abominables pantalones ceñidos que llevaba.
El amanuense lo observó de soslayo.
—Ese es el precio que cobras a los sahibs —dijo Kim—, ahora dime el de verdad.
—Ana y media. ¿Cómo sé que no huirás cuando ya haya escrito la carta?
—No puedo ir más allá de este árbol y, además, hay que tener en cuenta el precio del sello.
—No recibo ninguna comisión por el precio del sello. Una vez más, ¿qué clase de muchacho eres?
—Eso estará en la carta dirigida a Mahbub Alí, el vendedor de caballos del caravasar de Cachemira, en Lahore. Es amigo mío.
—¡Maravilla de maravillas! —murmuró el amanuense mientras mojaba su pluma en el tintero—. ¿Hay que escribirla en hindi?
—Por supuesto. Para Mahbub Alí, entonces. ¡Empieza! «He llegado con el anciano hasta Ambala en tren. Hasta aquí he traído la noticia del pedigrí de la yegua zaina». —Después de lo que había visto en el jardín, no iba a escribir sobre sementales blancos.
—Un poco más despacio. ¿Qué pinta una yegua zaina…? ¿Se trata de Mahbub Alí, el gran vendedor?
—¿De quién si no? He estado trabajando a su servicio. Moja más tinta. Sigamos. «He cumplido las órdenes tal como se me dieron. Luego fuimos a pie hacia Benarés, pero, el tercer día, nos encontramos con un regimiento». ¿Eso ya está escrito?
—Sí, pulton —murmuró el amanuense, que era todo oídos.
—«Entré en su campamento y me apresaron, y gracias al amuleto que llevo en el cuello, que tú ya conoces, dedujeron que era hijo de un soldado del regimiento, lo que encaja con la profecía del toro rojo, que, como sabes, conoce todo el mundo en el bazar». —Kim esperó a que ese fragmento conmoviera al amanuense, se aclaró la garganta y prosiguió—: «Sin embargo, hay un sacerdote que es un idiota. Las ropas que me han puesto me pesan mucho, pero soy un sahib, y también tengo un gran pesar en el corazón. Me han enviado a una escuela y me dan azotes. No me gusta ni el agua de este lugar ni el aire que se respira aquí. Acude en mi ayuda, Mahbub Alí, o envíame dinero, porque no tengo suficiente para pagar al amanuense que está escribiendo esto».
—«Que está escribiendo esto». Me he dejado engañar. Eres tan listo como Husain Bux, que falsificó los sellos del Tesoro en Nucklao. Pero ¡menuda historia! ¿Por casualidad es cierta?
—No se saca nada de mentir a Mahbub Alí. Es mejor ayudar a sus amigos dándoles un sello. Cuando el dinero llegue, lo pagaré.
El amanuense protestó muy poco convencido, pero sacó un sello de su mesita, lo pegó en la carta, se la pasó a Kim y se marchó. Mahbub Alí era un nombre de peso en Ambala.
—Esa es la forma de estar a bien con los dioses —le gritó Kim.
—Me pagarás el doble cuando llegue el dinero —respondió el amanuense volviéndose y a gritos.
—¿Qué estabas cotorreando con ese negro? —preguntó el tambor cuando Kim regresó a la veranda—. Estaba vigilándote.
—Solo estaba hablando con él.
—Hablas el mismo idioma que los negros, ¿no?
—De eso nada, solo sé un poquito. ¿Qué hacemos ahora?
—Los cornetas irán a comer dentro de medio minuto. ¡Santo Cristo! Ojalá estuviera en el frente con el regimiento. Es un fastidio estar aquí solo para ir a la escuela. ¿No te da cien patadas?
—¡Tú lo has dicho!
—Escaparía si supiera adónde ir, pero, como suele decirse, en esta condenada India no eres más que un eterno prisionero. En cuanto desertas te traen de vuelta. Estoy hasta el gorro de esto.
—¿Has estado en Gran… en Inglaterra?
—Bueno, llegué aquí hace poco, en la última ronda de reclutamiento, con mi madre. Me parece a mí que podría decirse que he estado en Inglaterra. ¡Menudo mendigo ignorante estás hecho! Te educaron en una cloaca, ¿verdad?
—¡Oh, sí! Cuéntame algo sobre Inglaterra. Mi padre vino de allí.
Aunque ni se le ocurrió comentarlo, Kim no creyó ni una palabra de lo que contó el pequeño tambor sobre su barrio en la ciudad de Liverpool, que era toda la Inglaterra que conocía. Sin embargo, esa historia le sirvió para pasar el rato hasta la cena: un ágape de lo menos apetecible, servido a los muchachos y a un par de tullidos que estaban arrinconados en una habitación del cuartel. Sin embargo, si no hubiera enviado la carta a Mahbub Alí, habría estado a punto de deprimirse. Kim estaba acostumbrado a la indiferencia de los grupos de nativos, pero esa intensa sensación de soledad entre los hombres blancos hizo mella en él. Se sintió agradecido cuando, en el transcurso de la tarde, un soldado robusto lo llevó en presencia del padre Victor, que vivía en otra ala, en el otro extremo de una polvorienta plaza de armas. El sacerdote estaba leyendo una carta en inglés escrita con tinta morada. Miró a Kim con más interés que nunca.
—Bueno, ¿te está gustando esto hasta ahora, hijo mío? No mucho, ¿verdad? Debe de ser duro, muy duro para un animal salvaje. Ahora escucha. Tengo una maravillosa epístola remitida por tu amigo.
—¿Dónde está? ¿Está bien? ¡Vaya! Si puede escribirme, es que está bien.
—Entonces, ¿lo aprecias mucho?
—Por supuesto que lo aprecio mucho. Él me apreciaba mucho.
—Eso parece, a juzgar por esta carta. No sabe escribir en inglés, ¿verdad?
—No, no. No que yo sepa, aunque puede haber encontrado un amanuense que sepa escribir en inglés con muchiésima corrección; así debió de escribir la carta. Espero que usted lo entienda.
—Eso lo explica todo. ¿Sabes algo sobre sus asuntos de dinero? —La expresión de Kim dejó claro que no sabía nada.
—¿Cómo iba a saber algo de eso?
—Por eso te lo pregunto. Ahora escucha con atención para ver si logras atar cabos. Nos saltaremos la primera parte… Está escrita desde el camino de Jagadhir: «Sentado a la vera del camino, medito con profundidad, con la confianza de ser favorecido con el consentimiento de su señoría para dar el paso siguiente, que ruego a su señoría ejecutar por el amor de nuestro Señor Todopoderoso. La educación es la más grande bendición si es de la clase apropiada. De no ser así, no es de utilidad terrenal». ¡A fe mía, que esta vez el anciano sí que ha dado en el clavo! «Si su señoría consiente en dar a mi chico la mejor educación en Javier (supongo que se refiere a San Javier in Partibus), tal como se estableció en la conversación que mantuvimos en su tienda el 15 del corriente (¡qué toque tan comercial!), nuestro Señor Todopoderoso bendecirá a su señoría hasta su tercera y cuarta generación, y (¡escucha esto!) ruego confíe en este humilde servidor de su señoría en lo tocante a la apropiada remuneración, hecha efectiva mediante un hundi anual de trescientas rupias para el pago de una educación costosa en San Javier, Lucknow, y concédame un breve plazo para enviar la misma cantidad en hundi a cualquier lugar de la India al que su señoría se dirija. Este sirviente de su señoría no tiene en estos momentos un lugar donde descansar su anciana cabeza, mas se dirige en tren a Benarés huyendo de una vieja dama que habla demasiado y de una vida inquieta como empleado en algún servicio doméstico de Saharanpur». Pero, ¡bueno!, ¿qué diantre significa esto?
—Ella le ha pedido que sea su puro, su sacerdote, en Saharanpur, creo. Él no lo hará, por su río. Y esa vieja dama hablaba por los codos.
—¿Todo esto tiene algún sentido para ti? Yo no entiendo ni una palabra. «Así que iré a Benarés, donde encontraré dirección y enviaré las rupias para el muchacho que es la niña de mis ojos, y por Dios Todopoderoso imparta esa educación, y este que se lo pide se sentirá obligado a rezar siempre por su señoría de todo corazón. Escrito por Sobrao Satai, que suspendió el examen de ingreso a la universidad de Allahabad, para el venerable lama Teshu, sacerdote de Such-zen, que va en busca de un río. Dirección del remitente: templo de los tirthankares, Benarés. P. S.: Por favor, recuerde, su señoría, que el muchacho es la niña de mis ojos, y que las rupias se enviarán a razón de trescientas anuales en un hundi. En nombre de nuestro Señor Todopoderoso». Bueno, ¿se trata de una propuesta económica o es que está loco de atar? Te lo pregunto porque ya no sé qué pensar.
—¿Dice que me dará trescientas rupias al año? Pues que me las dé.
—¡Oh!, ¡conque esas tenemos!, ¿verdad?
—¡Por supuesto! ¡Si eso es lo que dice…!
El sacerdote lanzó un silbido, y luego habló a Kim como a un igual.
—No lo creo, pero ya veremos. Hoy ibas salir con destino al orfanato militar de Sanawar, donde te mantendría el regimiento hasta que tuvieras edad de alistarte. Te educarían en el seno de la Iglesia anglicana. Así lo ha dispuesto Bennett. Por otra parte, si vas a San Javier recibirás una educación de mejor calidad y… y podrás conocer la verdadera religión. ¿Es que no ves el dilema que tengo?
Lo único que veía Kim era la imagen del lama yendo hacia el sur en tren sin nadie que mendigara por él.
—Como haría la mayoría, voy a intentar ganar tiempo. Si tu amigo envía el dinero desde Benarés… ¡Por todas las fuerzas de la oscuridad!, pero ¿de dónde va a sacar un mendigo callejero trescientas rupias? Si envía el dinero, irás a Lucknow y pagaré tu matrícula, porque no puedo tocar el dinero de la donación si pretendo, como he pensado, convertirte en católico. Si no consigue enviarlo, irás al orfanato militar y te lo pagará el regimiento. Te concedo tres días de gracia, aunque no tengo esperanzas. Aun así, si no logra satisfacer los pagos más adelante… Bueno, eso ya no sería de mi incumbencia. En este mundo debemos avanzar siempre paso a paso, ¡alabado sea Dios! Y envían a Bennett al frente y a mí me dejan aquí… Aunque Bennett no podía adivinar lo que iba a ocurrir.
—¡Oh, sí! —afirmó Kim sin convicción.
El sacerdote se inclinó hacia delante.
—Daría la paga de un mes por saber qué está pasando por esa cabecita tuya.
—No está pasando nada —respondió Kim, y se rascó la cabeza. Estaba preguntándose si Mahbub Alí le enviaría siquiera una rupia. De ser así, pagaría al amanuense y escribiría cartas al lama a Benarés. Tal vez, Mahbub Alí pasaría a visitarlo la próxima vez que viajara al sur con los caballos. Con seguridad, ya tendría noticias de que la entrega de la carta al oficial de Ambala realizada por Kim había provocado la gran guerra sobre la que los hombres y muchachos del cuartel discutían a voz en grito en las mesas de la cantina. Sin embargo, si Mahbub Alí no lo sabía, no resultaría conveniente contárselo. El vendedor de caballos tenía mano dura con los muchachos que sabían demasiado, o con los que creían saber demasiado.
—Bueno, hasta que reciba nuevas noticias —dijo el padre Victor, y lo sacó de su ensimismamiento—, puedes ir a jugar con los demás chicos. Algo podrán enseñarte, aunque no creo que te guste.
El tedioso día tocó a su fin. Cuando Kim sintió ganas de dormir, le dieron instrucciones sobre cómo doblar la ropa y lustrar las botas; los otros muchachos se burlaron de él. El toque de diana lo despertó al amanecer, el maestro lo atrapó después del desayuno, le puso una hoja llena de caracteres ininteligibles delante de las narices, le dijo un par de nombres sin sentido y lo golpeó sin razón. Kim planeó envenenarlo con opio que tomaría prestado del barrendero del cuartel, pero tras recordar que comían todos en la misma mesa y en público (esto le resultaba especialmente repugnante y prefería dar la espalda al mundo durante las comidas), concluyó que la agresión podía resultar peligrosa. Luego intentó escapar a la aldea donde el sacerdote había intentado drogar al lama: la aldea del soldado retirado. No obstante, al divisar centinelas en todas las salidas, la pequeña silueta rojo escarlata dio media vuelta. Los pantalones y la casaca oprimían cuerpo y mente por igual, así que Kim desechó la idea y se entregó al azar y al paso del tiempo, como es costumbre entre los orientales. Pasaron tres días de tormentos en las espaciosas estancias blancas y reverberantes. Salía a pasear por las tardes escoltado por el joven tambor, y lo único que oía decir a sus compañeros eran unas cuantas palabras inútiles que constituían los dos tercios de los improperios que conoce el hombre blanco. Kim los conocía y los despreciaba hacía tiempo. El tambor expresaba su contrariedad por el silencio y la falta de interés de Kim pegándole, y era lo normal. Al tambor no le interesaba ninguno de los bazares de los alrededores. Llamaba a todos los nativos «negros» y, aunque los sirvientes y los barrenderos le llamaban cosas horribles a la cara, él, que se dejaba engañar por su actitud servil, jamás lo entendía. Esto, en cierto modo, consolaba a Kim de los golpes que recibía.
La mañana del cuarto día, el tambor recibió un castigo inesperado. Habían salido juntos para ir al hipódromo de Ambala. Sin embargo, el muchacho regresó solo, lloroso, con la noticia de que el joven O’Hara, a quien no había hecho nada en particular, había saludado a un negro de barba roja que iba a caballo; que el negro lo había echado a un lado con una extraña fusta corta, había recogido al joven O’Hara y se lo había llevado a galope tendido. Esa noticia llegó a oídos del padre Victor, que puso cara de pocos amigos. Ya estaba lo bastante sobresaltado por una carta remitida desde el templo de los tirthankares en Benarés, que contenía un pagaré expendido a mano por un banquero local, por valor de trescientas rupias, así como una plegaria asombrosa sobre «Dios Todopoderoso». El lama se habría sentido más molesto que el sacerdote de haber sabido cómo había traducido el escribiente del bazar su expresión «hacer méritos».
—¡Por todas las fuerzas de la oscuridad! —espetó el padre Victor al ver el pagaré—. Y ahora se ha escapado con otro de sus amigos de los Peep-o’-day. No sé si será más alivio para mí recuperarlo o dejar que se pierda. Escapa a mi entendimiento. ¿Cómo demonios…? Sí, me refiero a ese hombre… ¿Cómo demonios puede un mendigo callejero recaudar el dinero para educar a un muchacho blanco?
A casi cinco kilómetros de distancia, en el hipódromo de Ambala, Mahbub Alí, refrenando a un semental kabulí de color gris, con Kim montado en el arzón delantero de la silla, iba diciendo:
—Pero, Amigo de Todo el Mundo, hay que pensar en mi honor y mi reputación. Todos los sahibs oficiales de todos los regimientos, y toda Ambala, conocen a Mahbub Alí. Los hombres me vieron recogerte y castigar a ese chico. En esta llanura pueden divisarnos desde lejos. ¿Cómo voy a raptarte o responder por tu desaparición si te hago desmontar y te dejo huir por los sembrados? Me meterían en prisión. Ten paciencia. Cuando uno nace sahib, muere sahib. Cuando seas un hombre, ¿quién sabe?, puede que te sientas agradecido con Mahbub Alí.
—Ayúdame a pasar junto a sus centinelas, y llévame a un lugar donde pueda cambiarme esta ropa roja. Dame el dinero e iré a Benarés y volveré con mi lama. No quiero ser un sahib, y no olvides que entregué el mensaje.
El semental corcoveó frenético. Mahbub Alí lo había lastimado de forma imprudente clavándole el afilado estribo. (No era de esa clase de vendedores de caballos desenvuelto que llevan botas inglesas y espuelas). Kim extrajo sus propias conclusiones de esa traición.
—Ese fue un asunto de poca importancia. Estaba de camino a Benarés. A estas alturas, el sahib y yo ya lo hemos olvidado. He enviado tantas cartas y tantos mensajes a distintos hombres que hacen preguntas sobre caballos que no los recuerdo todos con exactitud. ¿El sahib Peters estaba interesado en una cuestión relacionada con el pedigrí de una yegua zaina?
Kim se apercibió del ardid al instante. Si respondía de forma afirmativa, Mahbub Alí sabría que el chico sospechaba algo por la prontitud con la que aceptaba la mentira. Por tanto, Kim respondió:
—¿Una yegua zaina? No, yo no olvido los mensajes así. Era un semental blanco.
—Sí, así era. Un semental árabe blanco. Pero tú me escribiste «yegua zaina»…
—¿Quién dice la verdad a un amanuense? —respondió Kim, y sintió que Mahbub le ponía una mano en el corazón.
—¡Eh! ¡Mahbub, viejo villano!, ¡quieto ahí! —exclamó alguien, y un inglés pasó al galope a lomos de un poni de polo—. He estado siguiéndote por medio país. ¡Ese kabulí tuyo sí que corre! Está a la venta, supongo.
—Va a llegarme un potro de hechura celestial para el delicado y complejo juego del polo. No tiene parangón. Ese potro…
—Juega al polo y sirve la mesa. Sí, el viejo cuento de siempre. ¿Qué diantre llevas ahí?
—Un muchacho —respondió Mahbub con seriedad—. Un chico le estaba golpeando. Su padre era un soldado blanco que participó en la gran guerra. El chico es hijo de la ciudad de Lahore. Jugaba con mis caballos cuando era una criatura. Ahora creo que quieren convertirlo en soldado. Hace poco lo atrapó el regimiento de su padre, que marchó a la guerra la semana pasada. Pero no creo que él quiera ser soldado. Lo llevo a dar una vuelta. Dime dónde está tu cuartel y te llevaré hasta allí.
—Déjame marchar. Puedo encontrar el cuartel yo solo.
—Y si huyes, ¿a quién tendré que rendir cuentas?
—Volverá para cenar. ¿Adónde va a escapar? —preguntó el inglés.
—Nació en este país. Tiene amigos. Va donde se le antoja. Es un chabuk sawai [un tipo avispado]. No necesita más que cambiarse de ropa y, en menos que canta un gallo, se convertirá en un muchacho hindú de casta baja.
—¡Estás exagerando! —El inglés observó con mirada reprobatoria al muchacho mientras Mahbub se dirigía de vuelta al cuartel. Kim apretó los dientes. Mahbub se burlaba de él, como solo saben hacerlo los afganos infieles, pues continuó diciendo:
—Lo enviarán a un colegio y le calzarán pesadas botas y lo amortajarán con esa ropa. Luego olvidará todo lo que sabe. Bueno, ¿cuál es tu cuartel?
Kim señaló con el dedo, pues no podía pronunciar palabra, el ala donde se encontraba el padre Victor, que destacaba por su blancura ante sus ojos.
—Puede que sea un buen soldado —comentó Mahbub con gesto reflexivo—. Al menos se convertirá en un buen ordenanza. Lo envié una vez a entregar un mensaje desde Lahore. Un mensaje relacionado con el pedigrí de un semental blanco.
Ese comentario fue un insulto letal sumado a una injuria aún más lacerante, y el sahib a quien Kim había entregado con tanta diligencia esa carta de incitación a la guerra lo había oído todo. Kim, inflamado de ira por la traición, solo veía a Mahbub Alí, aunque ante sí tenía el panorama de una alargada hilera gris de cuarteles, escuelas y más cuarteles. Miró con gesto de imploración el rostro afilado en el que no había ni un atisbo de comprensión, pero ni siquiera en esa situación extremada se le ocurrió lanzarse a implorar la misericordia del hombre blanco o denunciar al afgano. Y Mahbub miraba de forma deliberada al inglés, que a su vez miraba de forma deliberada a un Kim tembloroso y callado.
—Mi caballo está bien domado —comentó el vendedor—. Otros habrían soltado una coz, sahib.
—¡Ah! —exclamó el inglés al tiempo que rascaba la cruz empapada de su poni con el mango de la fusta—. ¿Quién hará del muchacho un soldado?
—Él dice que el regimiento que lo ha encontrado, y sobre todo el sahib capellán de ese regimiento.
—¡Allí está el capellán! —dijo Kim con una voz ahogada cuando el padre Victor apareció en la veranda de la fachada sin su sombrero.
—¡Por las fuerzas de la oscuridad, O’Hara! ¿Cuántos variopintos amigos tienes en Asia? —exclamó mientras Kim desmontaba del caballo y se quedaba de pie con gesto de impotencia ante él.
—Buenos días, capellán —saludó el inglés con alegría—. Le conozco bien por su reputación. Hace tiempo que tenía intención de pasarme por aquí a saludarlo. Me llamo Creighton.
—¿Del Instituto Etnológico? —preguntó el padre Victor. El inglés asintió con la cabeza—. A fe mía que me alegro de conocerlo por fin, y le estoy muy agradecido de que haya traído al muchacho de regreso.
—No ha sido cosa mía, capellán. Además, el muchacho no estaba huyendo. No conoce a Mahbub Alí. —El vendedor de caballos permanecía sentado, impasible, a la luz del sol—. Lo conocerá cuando lleve un mes en la guarnición. Él nos vende los pencos. Ese muchacho es bastante peculiar. ¿Puede contarme algo de él?
—¿Que si puedo…? —dijo resoplando el padre Victor—. Usted será quien pueda ayudarme en mis cavilaciones. ¡Que le cuente algo! ¡Por las fuerzas de la oscuridad!, ¡ardo en deseos de poder hablar con alguien que sepa algo sobre los nativos!
Apareció un mozo de cuadras doblando la esquina. El coronel Creighton levantó la voz y empezó a hablar en urdu.
—Muy bien, Mahbub Alí, pero ¿de qué sirve que me cuentes todos esos cuentos sobre el poni? No pienso darte ni un paisa más de trescientas cincuenta rupias que te he ofrecido.
—El sahib se siente un poco acalorado y molesto después de la monta —respondió el vendedor de caballos con la mirada lasciva de un burlador privilegiado—. Enseguida entenderá lo que digo sobre mi caballo con más claridad. Esperaré hasta que haya terminado su conversación con el capellán. Esperaré bajo ese árbol.
—¡Maldito seas! —exclamó el coronel entre risas—. Me pasa por querer uno de los caballos de Mahbub. Es una vieja sanguijuela, capellán. Espera, pues, si puedes desperdiciar tu tiempo, Mahbub. Ahora estoy a su disposición, capellán. ¿Dónde está el muchacho? ¡Vaya!, se ha ido a charlar con Mahbub. ¡Menudo chico más raro! ¿Puedo pedirle que mande poner mi yegua a cubierto?
Se apoltronó en una silla desde la que tenía una clara visión de Kim y Mahbub Alí mientras charlaban a la sombra de un árbol. El capellán entró en busca de unos puros.
Creighton oyó a Kim decir con amargura:
—Confía en un brahmán antes que en una serpiente, y en una serpiente antes que en una ramera, y en una ramera antes que en un patán, Mahbub Alí.
—Da igual. —El corpulento barba roja se movió con solemnidad—. Los niños no deben contemplar la alfombra en el telar hasta que el dibujo se vea con claridad. Créeme, Amigo de Todo el Mundo, estoy haciéndote un gran favor. No te convertirán en soldado.
«¡Viejo zorro! —pensó Creighton—. Aunque no anda muy desencaminado. Puede que ese muchacho no esté perdido del todo si tiene las cualidades que dicen».
—Discúlpeme un minuto —exclamó el capellán desde dentro—, pero estoy buscando los documentos relacionados con el caso.
—Si gracias a mí ese inteligente y sabio sahib coronel te ayuda, y llegas a convertirte en un hombre de honor, ¿cómo se lo agradecerás a Mahbub Alí cuando seas un hombre?
—¡De eso nada! Yo te rogué que me dejaras volver al camino, donde estaría seguro, y tú me has vendido a los ingleses. ¿Cuánto dinero manchado de sangre te pagarán?
—¡Qué diablillo tan vital! —El coronel masticó su cigarro y se volvió con deferencia hacia el padre Victor.
—¿Qué son esas cartas que el sacerdote gordo está agitando delante del coronel? ¡Quédate detrás del semental como si estuvieras mirando la brida! —ordenó Mahbub Alí.
—Es una carta que mi lama ha escrito desde el camino de Jagadhir, en la que dice que pagará trescientas rupias al año por mi educación.
—¡Oh! ¡Mira por dónde con el viejo del gorro rojo! ¿En qué escuela?
—Sabe Dios. Creo que en una de Nucklao.
—Sí, allí hay una escuela enorme para los hijos de los sahibs, y de los medio sahibs. La vi al vender caballos en ese lugar. ¿Así que el lama también aprecia al Amigo de Todo el Mundo?
—Sí, y no miente, ni me devuelve a mi cautiverio.
—No me extraña que el capellán no tenga ni idea de cómo deshacer el entuerto. ¡Con qué rapidez habla con el sahib coronel! —exclamó Mahbub Alí entre risas—. ¡Por Alá! —Recorrió la veranda con la mirada aguzada durante un instante—. Tu lama ha enviado lo que a mí me parece un pagaré escrito a mano. He llevado a cabo un par de transacciones con hundis. El sahib coronel lo está mirando.
—¿En qué me beneficia todo esto? —preguntó Kim cansinamente—. Tú te marcharás y ellos me devolverán a esas habitaciones vacías donde no hay ni un solo lugar adecuado para dormir y donde los chicos me pegan.
—No lo creo. Ten paciencia, niño. No todos los patanes son traidores, salvo en cuestiones de caballos.
Pasaron cinco, diez, quince minutos… El padre Victor se dirigía con tono enérgico al coronel o formulaba preguntas que este contestaba.
—Ya le he contado todo lo que sé sobre el muchacho, de principio a fin, y por Dios que ha sido un alivio. ¿Había oído alguna vez algo parecido?
—En cualquier caso, el viejo ha enviado el dinero. Los pagarés expendidos a mano de Gobind Sahai son válidos aquí y en China —dijo el coronel—. Cuanto más sabe uno sobre los nativos, menos puede asegurar lo que harán o dejarán de hacer.
—¡Pues menudo consuelo, viniendo del director del Instituto Etnológico! ¡Esa mezcla de toros rojos y ríos con poderes curativos (pobre pagano, ¡Dios lo asista!) y los pagarés expendidos a mano y los certificados masónicos…! Por cierto, ¿es usted masón, por casualidad?
—¡Caramba! ¡Sí que lo soy, ahora que lo pienso! Es razón de más —comentó el coronel distraídamente.
—Me alegra que lo considere un aliciente. Pero, como he dicho, es la mezcla de todos esos conceptos lo que me supera. ¿¡Y la profecía que comunicó a nuestro coronel cuando estaba sentado en mi cama con la camisola abierta dejando entrever su blanca piel…!? ¡Esa profecía se ha cumplido! Le quitarán todas esas tonterías de la cabeza en San Javier, ¿verdad?
—Rocíelo con agua bendita —sugirió el coronel entre risas.
—Créame, a veces pienso que debería hacerlo. Pero tengo la esperanza de que lo eduquen como un buen católico. Lo que me preocupa es lo que podría ocurrir si ese mendigo anciano…
—Lama, lama, querido señor. Algunos de ellos son verdaderos caballeros en su tierra.
—Si ese lama, pues, no logra pagar el año que viene. En el fragor del momento hizo una buena planificación, pero algún día morirá. Y aceptar el dinero de un pagano para darle una educación cristiana a un muchacho…
—Pero dejó claras sus intenciones. Por lo visto, en cuanto supo que el chico era blanco, arregló todo lo relativo a ese asunto. Daría la paga del mes por saber cómo lo ha explicado todo en el templo de los tirthankares de Benarés. Verá, padre, no es por presumir de conocimiento de los nativos, pero si dice que pagará, pagará, vivo o muerto. Lo que quiero decir es que sus herederos asumirán la deuda. Le aconsejo que envíe al muchacho a Lucknow. Si el capellán anglicano cree que le ha robado un feligrés…
—¡Pues tanto peor para Bennett! Lo enviaron al frente en lugar de enviarme a mí. Doughty me declaró no apto. ¡Excomulgaré a Doughty si regresa vivo! Seguro que Bennett estará satisfecho con…
—La gloria, y con haberle dejado a usted la religión. ¡Pues claro! De hecho, no creo que a Bennett le importe. Écheme a mí la culpa. Bueno, le recomiendo de forma encarecida que envíe al muchacho a San Javier. Puede conseguir un pase de huérfano de militar, así se ahorrará el importe del billete de tren. Puede comprarle un traje del fondo de suscripciones del regimiento. La logia se ahorrará los gastos de su educación, y eso alegrará a sus miembros. Es muy sencillo. Yo iré a Lucknow la semana que viene. Cuidaré del muchacho en el camino, déjelo en manos de mis sirvientes.
—Es usted un buen hombre.
—Ni mucho menos. No se confunda. El lama nos ha enviado dinero con un objetivo definido. No podemos devolverlo. Tenemos que hacer lo que dice. Bueno, pues, ya está arreglado, ¿verdad? Digamos que el próximo martes usted me lo trae a la estación para embarcar en el tren nocturno con dirección al sur. Quedan solo tres días. No puede cometer muchas fechorías en tres días.
—Me quita un gran peso de encima, pero ¿y esto de aquí? —aireó el pagaré con una mano—, no sé quién es Gobind Sahai ni cuál es su banco, que bien podría ser un boquete en la pared.
—¡Usted jamás ha sido un subalterno con deudas! Si así lo desea, lo cambiaré por dinero en efectivo y le enviaré el justificante a su debido tiempo.
—Pero… ¡Con todas las molestias que se va a tomar…! ¡Es demasiado pedir!
—No es ningún problema. Verá, soy etnólogo, la cuestión me parece muy atractiva. Me gustaría tomar notas para un trabajo que estoy realizando para el gobierno. La transformación de una insignia militar como su toro rojo en una especie de fetiche al que el muchacho venera resulta muy interesante.
—Jamás le estaré suficientemente agradecido.
—Hay algo que sí puede hacer. Los etnólogos somos como grajillas, celosos de nuestros descubrimientos. No interesan a nadie más que a nosotros mismos, por supuesto, pero ya sabe cómo las gastan los coleccionistas de libros. Bueno, no diga ni una palabra, ni directa ni indirectamente, sobre la parte asiática de la naturaleza del muchacho, ni sobre sus aventuras, ni sobre su profecía, ni sobre nada de nada. Ya me encargaré yo de sonsacárselo todo al muchacho y… ¿entiende?
—Sí. Lo relatará de forma maravillosa. Jamás diré una palabra a nadie hasta que lo vea impreso.
—Gracias. Resulta conmovedor para un etnólogo. Bueno, debo regresar para desayunar. ¡Por Dios bendito! ¿El viejo Mahbub todavía sigue ahí? —Levantó la voz, y el vendedor de caballos salió de debajo de la sombra del árbol—. Bueno, ¿qué ocurre?
—En cuanto a ese joven caballo —empezó a decir Mahbub—, digo que cuando nace un potro para jugar al polo, un potro que sigue de cerca la pelota sin que nadie se lo haya enseñado, cuando un potro así conoce el juego por intuición, es un gran error atrofiarlo obligándolo a tirar de un pesado carro, ¡sahib!
—Yo también lo creo, Mahbub. El potro solo servirá para jugar al polo. (Estos tipos no saben pensar más que en caballos, padre). Te veré mañana, Mahbub, si tienes algo para venderme.
El vendedor hizo un saludo militar al estilo jinete, con un amplio gesto de la mano derecha.
—Ten un poco de paciencia, Amigo de Todo el Mundo —le susurró al desesperado Kim—. Tu suerte está echada. Dentro de muy poco irás a Nucklao, y toma, aquí tienes algo para pagar al amanuense. Creo que volveré a verte muchas veces. —Y ambos se dirigieron a medio galope hacia el camino.
—Escúchame —dijo el coronel desde la veranda, hablando en la lengua vernácula—. Dentro de tres días me acompañarás a Lucknow, verás nuevas cosas a lo largo de todo el camino. Por tanto, quédate tranquilo durante tres días y no escapes. En Lucknow irás a la escuela.
—¿Me encontraré con mi santo allí? —preguntó Kim gimoteando.
—Al menos Lucknow está más cerca de Benarés que Ambala. Puede que te tome bajo mi tutela. Mahbub Alí lo sabe, y se enfadaría si regresas al camino ahora. Recuerda, sé muchas cosas que no olvidaré.
—Esperaré —dijo Kim—, pero los chicos me pegarán.
Entonces sonó el toque para el rancho.