Carta 15: Ejercicios del cuerpo y cultivo del espíritu
15
Ejercicios del cuerpo y cultivo del espíritu. Educar la voz es educarnos a nosotros mismos
1
Fue antigua usanza, observada aún en mis tiempos, añadir a las primeras palabras de una carta: «si tu salud es buena, me alegro de ello; la mía también lo es». Asimismo, con harta razón decimos nosotros: «Si te consagras a la filosofía, estoy contento de ello». Pues, a la postre, es ésta la verdadera salud, sin la cual el alma está enferma; y aun el mismo cuerpo, por muy vigoroso que sea, no tiene, por otra parte, las fuerzas como las posee un furioso o un frenético.
2
Ten, por lo tanto, siempre en cuenta de manera principal tal salud; después de ésta debe venir aquella otra, la del cuerpo, que no te costará mucho si quieres una salud verdaderamente buena. Ya que es cosa necia, querido Lucilio, y, en todo, bien poco adecuada a un hombre instruido, ocuparse en ejercitar los músculos y ensanchar el cuello y reforzar el pecho; por mucha fortuna que puedas tener en la empresa de engordarte, nunca podrás igualar las fuerzas de un corpulento buey ni llegarás a tener su peso. Añade, de otra parte, que una mayor pesadez corporal deprime el espíritu y lo torna menos ágil. Procura, tanto como puedas, poner hitos a tu cuerpo y ensanchar el espacio de tu espíritu.
3
Muchas incomodidades son resultado de dedicarse a semejantes curas. Primeramente, los ejercicios, que por el esfuerzo que exigen agotan el espíritu y lo tornan inhábil para la atención y los estudios serios; después, una alimentación abundante hace obtusa a la inteligencia. Y más aún, esclavos de la fuerza aceptados como maestros, hombres que reparten su tiempo entre el óleo y el vino y tienen el día por bien aplicado cuando han sudado suficientemente, y para reparar el líquido que de esta suerte perdieron han ingerido ya en ayunas mucha bebida para que penetre más adentro. Beber y sudar constituye la vida de los que padecen de mal de corazón.
4
Hay ejercicios breves y fáciles que cansan el cuerpo con presteza y nos ahorran tiempo, que es lo primero que se precisa tener en cuenta: la carrera, el movimiento de las manos con algún peso, el salto, sea de altura, sea de extensión, sea aquel que podemos llamar «salio»,1 o, menos decorosamente, «salto del fulón»;2 adopta de cualquiera de estos ejercicios un uso simple y fácil.
5
Hagas lo que hagas, vuelve pronto del cuerpo al alma; ejercítala de día y de noche; un trabajo modesto basta para alimentarla. Ni el frío ni el calor, ni aun la ancianidad, pueden impedirte este ejercicio; cultiva, pues, esta riqueza que los años van mejorando.
6
No te pido que estés siempre de cabeza al libro o a las luchas; es menester dar al alma algún descanso que sin disiparla la distienda. El ir en litera tranquiliza el cuerpo, pero no impide el estudio: permite leer, dictar, hablar, escuchar, cosas que ni el caminar a pie nos impide.
7
No descuides tampoco la educación de la voz, pero no alzándola o bajándola en modulaciones graduadas. ¡Cualquier día saldrás queriendo aprender a caminar! Toma aquellos maestros a los cuales el hambre ha enseñado nuevos artificios; no faltará quien te mida los pasos y regule el movimiento de tu boca al comer, y llegarán tan adelante como permitan tu paciencia y tu credulidad. Pues, ¿qué? ¿Tu voz tendrá que comenzar por el grito o la fuerza de los pulmones? Es natural irse excitando gradualmente, que los mismos litigantes comienzan en tono ordinario antes de pasar a las grandes voces: al comenzar, nadie reclama la ayuda de los ciudadanos.
8
Tal, pues, como te aconseje el impulso de tu espíritu ataca al enemigo, ya con vehemencia, ya con suavidad, según te señalarán también la voz y aun los mismos pulmones. Cuando refrenes la voz y quieras hacerla retroceder, bájala suavemente sin que llegue a caer; emítela en un tono mediano, que no se enfurezca a la manera de los ignorantes o de los rústicos. Ya que cuanto hacemos no es para ejercitar la voz, sino para ejercitarnos nosotros mismos.
9
He aquí que te he liberado de una situación molesta; pero a este beneficio añadiré aún un pequeño regalo, una sentencia griega. Aquí tienes un insigne precepto: «La vida del insensato es ingrata y llena de temores y lanzada hacia el porvenir». ¿Quién dijo estas palabras? El mismo de antes. ¿Qué vida crees tú que es tenida por necia? ¿La de Baba o la de Ixión? No ésta, antes la nuestra, arrastrada por una ciega codicia, incapaz de saciedad; la nuestra, a la que si algo pudiera satisfacer ya estaría satisfecha; que no piense jamás qué cosa tan dulce es no pedir nada, qué actitud tan noble es sentirse saciado y no depender ya de la fortuna.
10
Acuérdate, pues, a menudo, Lucilio, de los grandes bienes que has alcanzado, de considerar cuántos te han pasado delante, en pensar cuántos has dejado atrás. Si quieres mostrarte agradecido para con los dioses y para con tu destino, mira cuántos años han avanzado. Pero ¿qué tienes que ver con los demás? Te has avanzado a ti mismo.
11
Señálate un término más allá del cual no quieras pasar, aunque pudieses; apártense, por fin, esos bienes engañosos, mejores en esperanza que en posesión. Si contuviesen algo de consistencia, alguna vez te llenarían, pero no hacen otra cosa sino encender la sed de los que gozan de ellos. Fuera las engañosas apariencias, aquello que rueda según el incierto capricho del futuro, ¿por qué he de obtener de la fortuna que me lo procure y no de mí mismo el abstenerme de pedirlo? ¿Por qué he de pedirlo, olvidándome de la fragilidad humana? ¿Por qué me afano? He aquí que este día es el postrero de todos, y si no lo es, no le falta mucho.