Cumbres borrascosas

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VII

Cathy se quedó en la Granja de los Tordos cinco semanas, hasta Navidad. Para entonces su tobillo se había curado del todo y sus modales habían mejorado mucho. La señora la visitó a menudo en ese intervalo y empezó su plan de reforma, tratando de estimular su amor propio con vestidos elegantes y halagos, que ella aceptaba de buena gana. Así que en lugar de irrumpir en la casa una pequeña salvaje alocada y sin sombrero, que corría a estrujarnos hasta dejarnos sin aliento, se apeó de un bonito poni negro una persona muy digna, con rizos castaños cayendo de un sombrero de fieltro con plumas, y con un largo abrigo de montar de paño, que tenía que sujetar con las dos manos para poder entrar. Hindley la desmontó del caballo, exclamando encantado:

—¡Vaya, Cathy, eres toda una belleza! Casi no te hubiera conocido. Ahora sí que pareces una señorita. Isabella Linton no se puede comparar con ella, ¿verdad, Frances?

—Isabella no tiene sus dotes naturales —replicó su esposa—, pero tiene que procurar no volver a convertirse en una salvaje otra vez aquí. Ellen, ayude a la señorita Catherine a quitarse la ropa… Espera, querida, vas a deshacerte los rizos… Deja que te desate el sombrero.

Le quité el abrigo de montar y apareció resplandeciente en un magnífico vestido de seda a cuadros, pantalones blancos y zapatos de charol; aunque los ojos le chispeaban de alegría cuando los perros vinieron saltando a darle la bienvenida, apenas se atrevió a tocarlos no fueran a estropearle los espléndidos vestidos con sus zalamerías. Me dio un beso amablemente, pues yo estaba llena de harina haciendo la tarta de Navidad y no hubiera sido oportuno darme un abrazo. Luego miró en busca de Heathcliff. El señor y la señora Earnshaw vigilaban con ansia su encuentro pensando que les permitiría, en cierta medida, juzgar las razones que tenían para abrigar el éxito en la separación de los dos amigos.

Al principio fue difícil encontrar a Heathcliff. Si antes de la ausencia de Catherine no se cuidaba ni los demás se ocupaban de él, había sido diez veces peor desde entonces. Nadie más que yo tuvo la bondad de llamarle sucio y decirle que se lavara una vez por semana. Los niños de su edad rara vez encuentran un placer espontáneo en el agua y el jabón. Por tanto, tenía la superficie de la cara y de las manos tremendamente ennegrecida, por no hablar de sus ropas que llevaban tres meses de servicio entre el barro y el polvo y el pelo áspero y sin peinar. Bien podía haberse escondido detrás del banco al ver entrar en la casa tan radiante y agraciada damisela en vez de la desgreñada réplica de sí mismo que esperaba.

—¿No está aquí Heathcliff? —preguntó ella quitándose los guantes y mostrando unos dedos maravillosamente blancos de no hacer nada y estar en casa.

—Heathcliff, puedes acercarte —gritó el señor Hindley, disfrutando de su desconcierto y satisfecho al observar con qué figura de repelente granuja se veía obligado a presentarse—. Puedes venir a dar la bienvenida a la señorita Catherine, como los otros criados.

Cathy, entreviendo a su amigo en su escondite, corrió a abrazarle. En un segundo le dio siete u ocho besos en la mejilla, luego se detuvo, retrocedió, y se echó a reír diciendo:

—¡Vaya, qué aspecto más negro y enfadado tienes! ¡Y qué… qué raro y adusto! Pero es porque estoy acostumbrada a Edgar e Isabella Linton. Bueno, Heathcliff, ¿te has olvidado de mí? Tenía cierta razón para hacer esa pregunta porque la vergüenza y el orgullo le ensombrecían doblemente el semblante y lo mantenían paralizado.

—Dale la mano, Heathcliff —dijo el señor Earnshaw, condescendiente—, por una vez está permitido.

—No quiero —replicó el muchacho, recobrando al fin el habla—. ¡No consentiré que se rían de mí, no lo aguantaré!

Y se hubiera marchado del círculo, pero Cathy le cogió de nuevo.

—No pretendía reírme de ti —dijo ella—. No pude evitarlo. Heathcliff, dame la mano, al menos. ¿Por qué estás enfadado? Sólo era que tenías un aspecto raro. Si te lavas la cara y te peinas estarás muy bien. ¡Pero estás tan sucio!

Miró con inquietud aquellos dedos morenos que tenía entre los suyos y también su vestido, que se temía que no había ganado ningún adorno en contacto con el de él.

—No tenías por qué tocarme —respondió él, siguiendo su mirada y retirando bruscamente la mano—. Estaré tan sucio como me dé la gana. Me gusta estar sucio y lo estaré.

Y diciendo eso salió precipitadamente de la habitación, con la cabeza por delante, entre el regocijo de los amos y la seria confusión de Catherine que no acababa de comprender que sus observaciones hubieran podido producir tal explosión de mal genio.

Después de hacer de doncella de la recién llegada, poner mis tartas en el horno y de alegrar la sala y la cocina con grandes fuegos apropiados a la Nochebuena, me dispuse a sentarme y divertirme cantando villancicos yo sola, sin hacer caso de las afirmaciones de Joseph de que las alegres melodías que yo escogía estaban muy cerca de las canciones profanas. Él se había retirado a su alcoba a rezar sus oraciones, y el señor y la señora Earnshaw atraían la atención de la niña con distintas chucherías vistosas compradas para que se las regalara a los pequeños Linton en reconocimiento por su amabilidad. Les habían invitado a pasar el día siguiente en Cumbres Borrascosas, y la invitación había sido aceptada con una condición: la señora Linton rogaba que a sus queridos niños tenían que mantenerlos apartados con todo cuidado de aquel «chico malo que decía palabrotas».

En esas circunstancias me quedé sola. Olí el rico aroma de las especias que se estaban cociendo, admiré los brillantes utensilios de cocina, el pulido reloj cubierto de acebo, las jarras de plata alineadas en una bandeja, listas para que las llenaran de cerveza caliente y azucarada, y sobre todo la limpieza inmaculada del objeto especial de mis cuidados, el suelo bien barrido y fregado. Le di interiormente a cada cosa su debido aplauso, y entonces recordé cómo el viejo Earnshaw acostumbraba a entrar cuando todo estaba en orden, me decía que era una chica valiente y deslizaba en mi mano un chelín como aguinaldo de Navidad. Y de ahí pasé a pensar en su cariño por Heathcliff, y el temor a que se le descuidara cuando él desapareciera, y eso, naturalmente, me llevó a considerar la situación del pobre chico en aquel momento, y de las canciones cambié a las lágrimas. Pronto se me ocurrió, sin embargo, que sería más sensato tratar de reparar alguna de sus injusticias que verter lágrimas sobre ellas. Me levanté y fui al patio a buscarle. No estaba lejos, lo encontré en el establo alisando el lustroso pelo del poni nuevo y dando de comer a los otros animales, como de costumbre.

—Date prisa, Heathcliff —dije—, en la cocina se está muy bien, y Joseph se ha ido arriba. Date prisa y déjame que te ponga guapo antes de que venga la señorita Cathy, y luego os podéis sentar juntos, con toda la chimenea para vosotros solos, y tener una larga charla hasta la hora de acostaros.

Prosiguió con su tarea sin tan siquiera volver la cabeza hacia mí.

—Vamos, ¿vienes? —continué—, hay un pastelito para cada uno de vosotros, lo suficiente, y tú necesitarás media hora para arreglarte.

Esperé cinco minutos, pero al no conseguir respuesta le dejé. Catherine cenó con su hermano y su cuñada, Joseph y yo compartimos una comida desabrida, sazonada con reproches de una parte e impertinencias de la otra. Su pastel y su queso quedaron sobre la mesa toda la noche. Se las arregló para seguir trabajando hasta las nueve, y luego se marchó, mudo y terco, a su habitación. Catherine estuvo levantada hasta tarde, pues tenía un montón de cosas que preparar para la recepción de sus nuevos amigos. Vino una vez a la cocina para hablar con su viejo amigo, pero se había ido, y ella se quedó sólo a preguntar qué le pasaba y se volvió a marchar. Por la mañana Heathcliff se levantó temprano y, como era día de fiesta, se fue con su mal humor a los páramos y no reapareció hasta que la familia había salido para la iglesia. El ayuno y la reflexión parece que le habían traído mejor humor. Estuvo rondando a mi alrededor un rato y, armándose de valor, exclamó de repente:

—Nelly, ponme decente, voy a ser bueno.

—Ya era hora, Heathcliff —le dije yo—. Has ofendido a Catherine. Yo diría que hasta siente el haber venido a casa. Parece como si la envidiaras porque la consideran más que a ti.

La idea de envidiar a Catherine era incomprensible para él, pero la de disgustarla la entendía perfectamente.

—¿Dijo que se había apenado? —preguntó, con aspecto muy serio.

—Lloró cuando le dije que te habías vuelto a marchar esta mañana.

—Bien, yo lloré anoche —respondió—, y tenía más motivos para llorar que ella.

—Sí, tenías motivos para irte a la cama con el corazón orgulloso y el estómago vacío —le respondí—. Las personas orgullosas no hacen más que atormentarse a sí mismas. Pero si es que estás avergonzado de tu susceptibilidad tienes que pedirle perdón, fíjate, cuando vuelva. Tienes que acercarte, ofrecerle un beso, y decirle… tú sabes mejor qué decirle, sólo que hazlo de corazón y no como si creyeras que se ha convertido en una extraña por culpa de su magnífico vestido. Y ahora, aunque tengo que preparar la comida, sacaré un poco de tiempo para arreglarte, así Edgar Linton parecerá un muñeco a tu lado, que es lo que parece. Tú eres más joven, y aun así, aseguraría que eres más alto, y el doble de ancho de espaldas, y podrías derribarle en un abrir y cerrar de ojos, ¿no lo crees así?

La cara de Heathcliff se iluminó por un momento, luego volvió a oscurecerse y suspiró:

—Pero Nelly, si yo le derribara veinte veces, eso no le haría a él menos guapo y a mí más. Me gustaría tener el pelo rubio, y la piel blanca, y vestir y comportarme como él, y tener la posibilidad de llegar a ser tan rico como lo será él.

—Y llamar a mamá a cada momento —añadí—, y temblar si un chico del campo levantara su puño contra ti, y quedarte en casa todo el día porque cae un chaparrón. ¡Oh, Heathcliff, demuestras un espíritu muy pobre! Ven al espejo y te enseñaré lo que debes desear. ¿Ves esas dos arrugas en el entrecejo, y esas cejas espesas, que en lugar de elevarse en arco se hunden en el centro, y ese par de demonios negros, tan profundamente sepultados, que nunca abren atrevidos sus ventanas, sino que acechan chispeantes por debajo, como espías del diablo? Desea y aprende a suavizar esas torvas arrugas, a levantar tus párpados con franqueza, y a cambiar los demonios por ángeles inocentes, confiados, que no sospechen ni duden de nada, y que siempre vean amigos donde no estén seguros de ver enemigos. No pongas esa expresión de rencoroso perro callejero que parece saber que los golpes que recibe se los merece y, no obstante, odia a todo el mundo, incluido el que le pega, por lo que sufre.

—En otras palabras, tengo que desear los grandes ojos azules y lisa frente de Edgar Linton —replicó—. Lo deseo, pero eso no me ayudará a tenerlos.

—Un buen corazón te ayudará a tener un rostro bonito, hijo mío —continué—, aunque fueras negro, y uno malo cambiará la cara más hermosa en algo peor que fea. Y ahora que hemos terminado con el lavado, el peinado y el mal humor, dime si no te encuentras bastante guapo. Yo te digo que sí, que podrías pasar por un príncipe disfrazado. Quién sabe si tu padre era emperador de la China, y tu madre una reina de la India, capaz cada uno de ellos de comprar, con las rentas de una semana, Cumbres Borrascosas y la Granja de los Tordos juntas, y que te raptaron unos marineros malos y te trajeron a Inglaterra. Yo que tú me formaría grandes ideas sobre mi nacimiento, y el pensar lo que había sido me daría valor y dignidad para soportar la opresión de un pequeño agricultor.

Seguí charlando en esos términos y Heathcliff poco a poco perdía el ceño y empezaba a tener una expresión bastante agradable, cuando de repente nuestra conversación se vio interrumpida por un estruendo que se acercaba por el camino y entraba en el patio. Corrió él a la ventana y yo a la puerta justo a tiempo para ver a los dos Linton apearse de su coche familiar, hundidos en abrigos y pieles, y a los Earnshaw desmontando de sus caballos, pues a menudo iban cabalgando a la iglesia en invierno. Catherine cogió de la mano a cada uno de los niños, los introdujo en la sala y los puso delante del fuego que pronto coloreó sus pálidas caras.

Animé a mi compañero para que se apresurara ahora a mostrarse afable, y obedeció de buen grado, pero su mala suerte quiso que, cuando abría él la puerta de la cocina por un lado, Hindley la abriera por el otro. Se encontraron, y el amo, irritado al verle limpio y alegre, o quizá, ansioso de cumplir la promesa hecha a la señora Linton, le rechazó con un súbito empujón, y airadamente le pidió a Joseph:

—Mantenlo alejado de la habitación… mándalo al desván hasta después de comer. Meterá los dedos en las tartas y robará la fruta si se queda solo un minuto.

—No, señor —no pude por menos de responder—, no tocará nada, no, y supongo que tiene que tener su parte de las golosinas lo mismo que nosotros.

—Tendrá su parte de mi mano, si le vuelvo a coger aquí abajo antes del anochecer —gritó Hindley—. ¡Fuera de aquí, vagabundo! ¡Qué! Intentas presumir, ¿no? ¡Espera que te tire de esos elegantes rizos… a ver si te los hago un poco más largos!

—Ya son bastante largos —observó el señorito Linton, asomando por la puerta—. Me extraña que no le den dolor de cabeza. ¡Son como la crin de un potro sobre sus ojos!

Aventuró esa observación sin ánimo de insultar, pero el carácter violento de Heathcliff no estaba preparado para aguantar ni una sombra de impertinencia de aquel a quien parecía odiar, ya entonces, como a un rival. Cogió una sopera con salsa de manzana caliente (lo primero que le vino a la mano), y la tiró contra la cara y el cuello del hablante, quien al instante inició un lamento que atrajo apresuradamente a Isabella y a Catherine al lugar. El señor Earnshaw agarró enseguida al delincuente y se lo llevó a su habitación, donde, sin duda, le administró un duro remedio para enfriar su ataque de ira, porque reapareció sofocado y sin aliento. Cogí un paño de cocina y, con cierta maldad, froté la nariz y la boca de Edgar, afirmando que le estaba bien empleado por meterse donde no le llamaban. Su hermana empezó a llorar diciendo que quería irse a casa, y Cathy se quedó allí, confusa y ruborizada por todo.

—No deberías haberle hablado —reconvino al señorito Linton—. Estaba de mal humor, y has echado a perder la visita, le van a pegar, y detesto que le peguen. Se me han quitado las ganas de comer. ¿Por qué le hablaste, Edgar?

—No le hablé —sollozó el muchacho, escapando de mis manos y acabando el resto de la limpieza con su pañuelo de batista—. Prometí a mamá que no le diría una palabra, y no se la he dicho.

—Bueno, no llores —replicó Catherine desdeñosamente—. No te han matado. No hagas más travesuras. Viene mi hermano. ¡Cállate! ¡Deja ya de llorar, Isabella! ¿Te ha hecho alguien daño a ti?

—Vamos, vamos, niños… a vuestro sitio —gritó Hindley irrumpiendo animado—. Ese bruto de chico me ha hecho entrar en calor bien. La próxima vez, señorito Edgar, tómese usted la justicia con sus propios puños, eso le abrirá el apetito.

El pequeño grupo recuperó la tranquilidad a la vista del oloroso festín. Tenían hambre después de su paseo, y se consolaron fácilmente, puesto que no habían sufrido ningún daño. El señor Earnshaw trinchaba abundantes raciones, y la señora les divertía con animada conversación. Yo, que servía la mesa, estaba detrás de su silla y me dio pena ver a Catherine, con los ojos secos y aire indiferente, empezar a cortar el ala de ganso que tenía delante.

«¡Qué niña tan insensible! —pensé—. Con qué ligereza olvida los sinsabores de su antiguo compañero de juegos. No me la podía imaginar tan egoísta». Se llevó un bocado a los labios, luego lo volvió a dejar, se le ruborizaron las mejillas y las lágrimas chorrearon por ellas. Dejó caer el tenedor al suelo y rápidamente se metió bajo el mantel para ocultar su emoción. Ya no volví a llamarla insensible, porque me di cuenta del purgatorio por el que estaba pasando todo el día y que trataba incansablemente de encontrar una oportunidad para quedarse sola, o para hacer una visita a Heathcliff, a quien el amo había encerrado, como descubrí al intentar llevarle una secreta ración de vituallas.

Por la tarde tuvimos baile. Cathy rogó que se le liberará, puesto que Isabella Linton no tenía pareja. Sus ruegos fueron vanos y me designaron a mí para suplir la falta. Mediante la excitación del ejercicio nos sacudimos la tristeza, y nuestra alegría aumentó con la llegada de la banda de música de Gimmerton, compuesta por quince instrumentos: una trompeta, un trombón, clarinetes, fagotes, oboes y un contrabajo, además de los cantantes. Hacen la ronda por todas las casas respetables en Navidad y reciben un aguinaldo. Para nosotros poder escucharlos era un espectáculo de primera. Después de cantar los villancicos acostumbrados, les pedimos que cantaran canciones y coplas. A la señora Earnshaw le encantaba la música, así que nos deleitaron con muchas canciones.

A Catherine también le gustaba, pero dijo que sonaba mejor en lo alto de la escalera y subió a oscuras. La seguí. Cerraron la puerta de abajo, no notaron nuestra ausencia porque había mucha gente. No se quedó en lo alto de la escalera, sino que subió más arriba, al desván, donde Heathcliff estaba confinado, y le llamó. Él se negó tercamente a contestar durante un rato, ella insistió, y al fin le convenció para que se comunicara con ella a través de las tablas. Dejé a las pobres criaturas que conversaran tranquilos hasta que supuse que iban a cesar las canciones para que los cantantes tuvieran un refrigerio. Subí entonces por la escalera para avisarla. En vez de encontrarla fuera oí su voz dentro. La traviesa criatura había trepado por el tragaluz de un desván, por el tejado, al tragaluz del otro, y sólo con la mayor dificultad logré convencerla para que saliera. Cuando efectivamente salió, Heathcliff venía con ella e insistió en que me lo llevara a la cocina, puesto que mi compañero de servicio se había ido a la casa de un vecino para librarse de los sones de nuestra «salmodia del diablo», como gustaba de llamarla. Les advertí que no intentaba de ninguna manera alentar sus travesuras, pero como el prisionero no había roto el ayuno desde la cena del día anterior, por esa vez haría la vista gorda en su engaño al señor Hindley. Bajó, le puse un taburete junto al fuego y le ofrecí muchas cosas buenas, pero no se encontraba bien y comió poco y mis intentos de distraerle fueron rechazados. Apoyó los codos en las rodillas, el mentón entre las manos y permaneció sumido en silenciosa meditación. Al preguntarle por el objeto de sus pensamientos, contestó con seriedad:

—Estoy pensando en cómo hacer que Hindley me las pague. No me importa el tiempo que tenga que esperar si al fin lo consigo. Espero que no se muera antes que yo.

—¡Qué vergüenza, Heathcliff! —le dije yo—. Sólo Dios castiga a los malos, nosotros debemos aprender a perdonar.

—No, Dios no sentirá la satisfacción que yo sentiré —respondió—. Lo único que quiero es saber cuál será la mejor manera. Déjame solo y lo planearé. Mientras pienso en eso no sufro.

—Pero, señor Lockwood, se me olvida que estas historias no pueden divertirle. Me molesta pensar cómo habré podido estar hablando tanto, y su caldo frío y usted cayéndose de sueño. Le podía haber contado la historia de Heathcliff, todo lo que necesita saber, en media docena de palabras.

Interrumpiendo así su historia, el ama de llaves se levantó y recogió la costura, pero yo me sentí incapaz de moverme del fuego, y estaba muy lejos de cabecear.

—Siéntese aún, señora Dean —exclamé yo—, siéntese aún otra media hora. Ha hecho muy bien en contar la historia con calma. Ése es el método que me gusta y tiene que terminarla en el mismo estilo. Me interesan, más o menos, todos los personajes que ha mencionado.

—El reloj está dando las once, señor.

—No importa, no acostumbro a irme a la cama antes de medianoche. La una o las dos es bastante temprano para una persona que está en la cama hasta las diez.

—No debería quedarse en la cama hasta las diez. Lo mejor de la mañana se ha pasado ya mucho antes de esa hora. Una persona que no ha hecho la mitad de su trabajo diario a las diez corre el riesgo de dejar la otra mitad sin hacer.

—Con todo, vuelva usted a sentarse, señora Dean, porque mañana tengo la intención de alargar la noche hasta el mediodía. Pronostico para mí un fuerte resfriado por lo menos.

—Espero que no, señor. Bueno, me permitirá que me salte unos tres años. Durante este tiempo la señora Earnshaw…

—No, no, no le permitiré nada semejante. ¿Conoce el estado de ánimo del que, sentado a solas y con la gata lamiendo a sus gatitos en la alfombra de delante, observara la operación con tanta intensidad que si la gata dejara de limpiarse una oreja, le pondría muy nervioso?

—Un estado de ánimo terriblemente perezoso, diría yo.

—Al contrario, una actividad agotadora. Es la mía ahora, por lo tanto, continúe minuciosamente. Veo que la gente de estas regiones adquiere respecto a la gente de las ciudades el mismo valor que tiene una araña en un calabozo respecto a una araña en una casa de campo para sus distintos ocupantes, y sin embargo, lo más profundo de este interés no se debe por completo a la situación del observador. Estas gentes viven más en serio, más interiormente y menos en la superficie cambiante y frívola de las cosas externas. Me imagino que aquí es casi posible un amor para toda la vida, y eso que yo nunca creí en un amor que durara un año. El primer estado se asemeja a poner a un hombre hambriento ante un único plato en el que puede concentrar todo su apetito, y le hace justicia. El otro es como poner al mismo hombre ante una mesa abastecida por cocineros franceses. Quizá pueda sacarle al conjunto el mismo gusto, pero cada una de las partes será un mero átomo en su consideración y recuerdo.

—Oh, aquí somos lo mismo que en cualquier parte cuando se nos llega a conocer —observó la señora Dean, un tanto desconcertada por mi discurso.

—Perdone —le respondí—, usted, mi buena amiga, es una sorprendente prueba contra esa afirmación. Salvo por algunos provincianismos sin importancia, no tiene en sus modales los rasgos que estoy habituado a considerar como peculiares de las personas de su clase. Estoy seguro que ha pensado mucho más de lo que piensa la generalidad de los sirvientes. Se ha visto obligada a cultivar sus facultades reflexivas por falta de ocasión de disipar su vida en necias frivolidades.

La señora Dean se rió.

—Ciertamente, me considero una persona equilibrada y razonable, y no precisamente por vivir entre montañas y ver las mismas caras y los mismos hechos de principio a fin del año, sino por haberme impuesto una severa disciplina que me ha enseñado a tener juicio, y luego he leído más de lo que se puede usted imaginar, señor Lockwood. No abrirá usted un libro de esta biblioteca que no haya hojeado y del que además no haya sacado algo, a no ser de esa fila en griego y latín, y de ésa en francés, y ésos los distingo unos de otros. No se puede pedir más de una hija de padres pobres. No obstante, si he de continuar mi historia al estilo del verdadero chismorreo, es mejor que siga y, en lugar de saltarme tres años, me contentaré con pasar al verano siguiente, el verano de 1778, esto es, hace casi veintitrés años.

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