Cumbres borrascosas

CAPÍTULO III

CAPÍTULO III

Mientras me guiaba escaleras arriba, me aconsejó que ocultara la vela y que no hiciera ruido, porque su amo tenía ideas muy raras sobre la alcoba en la que me iba a instalar, y nunca dejaba de buen grado que nadie se alojara allí. Le pregunté la razón. Respondió que no lo sabía, que sólo hacía un año o dos que vivía allí, y que tenían tantas rarezas que ya no podía empezar a ser curiosa.

Demasiado aturdido para ser, a mi vez, curioso, cerré la puerta y miré alrededor en busca de la cama. Todo el mobiliario consistía en una silla, un armario y una gran caja de roble con unas aberturas cuadradas en la parte de arriba parecidas a ventanillas de coche. Acercándome a aquel artefacto, miré dentro y vi que era una rara especie de cama antigua, convenientemente diseñada para soslayar la necesidad de que cada miembro de la familia tuviera una habitación propia. De hecho, formaba un pequeño gabinete y la repisa de la ventana, a la que estaba adosado, le servía de mesa. Descorrí los tableros laterales, entré con mi luz, los corrí de nuevo, y me sentí seguro contra la vigilancia de Heathcliff y de todos los demás.

En la repisa, donde coloque la vela, había unos cuantos libros mohosos, apilados en un rincón, y estaba llena de inscripciones rayadas en la pintura. Estas inscripciones, sin embargo, no eran más que un nombre repetido en todo tipo de letras, grandes y menudas:

Catherine Earnshaw

, que cambiaba aquí y allá a

Catherine Heathcliff

y luego a

Catherine Linton

.

Con insulsa desgana apoye la cabeza contra la ventana y continué deletreando: Catherine Earnshaw… Heathcliff… Linton, hasta que se me cerraron los ojos. Pero no había descansado ni cinco minutos, cuando unas deslumbradoras letras blancas, vívidas como espectros, surgieron de la oscuridad… el aire estaba lleno de Catherines. Al levantarme para disipar aquel nombre molesto, vi que la mecha de mi vela se había reclinado sobre uno de los viejos volúmenes y estaba perfumando el aire con olor a cuero quemado. Despabilé la vela y como me sentía muy incómodo a causa del frío y de una náusea persistente, me incorporé y abrí el deteriorado volumen sobre mis rodillas. Era una Biblia impresa en letra pequeña y que olía terriblemente a humedad. Una guarda tenía la inscripción: «Libro de Catherine Earnshaw», y una fecha de hacía un cuarto de siglo. Lo cerré y cogí otro, y otro más, hasta que los hube visto todos. La biblioteca de Catherine era selecta y su estado de deterioro demostraba que había sido muy usada, aunque no siempre con fines legítimos: apenas un capítulo había escapado a los comentarios a pluma —al menos eso parecían—, que ocupaban todo el espacio en blanco dejado por el impresor. Algunos eran frases sueltas, otros adoptaban la forma de un asiduo diario, garrapateado por una inmadura mano infantil. En la parte superior de una página extra (probablemente un verdadero tesoro cuando la descubrió) me divirtió mucho contemplar una excelente caricatura de mi amigo Joseph esbozada toscamente, pero con mucha fuerza. Prendió en mí un inmediato interés por la desconocida Catherine, y empecé enseguida a descifrar sus borrosos jeroglíficos.

«¡Un domingo horrible! —empezaba el párrafo que venía debajo—. Ojalá mi padre volviera a estar con nosotros. Hindley es un sustituto detestable. Su comportamiento con Heathcliff es atroz. Heathcliff y yo vamos a rebelarnos. Dimos el primer paso esta tarde.

»Ha estado diluviando todo el día. No pudimos ir a la iglesia, así que Joseph se vio obligado a montar un servicio religioso en el desván, y mientras que Hindley y su mujer disfrutaban abajo de un buen fuego, haciendo cualquier cosa menos leer sus biblias —respondo de ello—, a Heathcliff, a mí y al desgraciado mozo de labranza nos mandaron coger nuestros devocionarios y subir. Nos colocaron en fila sobre un saco de grano, gimiendo y tiritando, y deseando que Joseph tiritara también para que, en su propio interés, nos diera un sermón corto. ¡Vana esperanza! El servicio duró exactamente tres horas, y todavía mi hermano tuvo la cara de decir cuando nos vio bajar: «Qué, ¿ya está?». Los domingos por la tarde acostumbraban a dejarnos jugar a condición de que no hiciéramos mucho ruido, ahora una simple risita basta para que nos manden a un rincón.

»“Olvidáis que tenéis aquí un amo” —dice el tirano—. “¡Haré pedazos al primero que me saque de mis casillas! Insisto en que quiero seriedad y silencio absolutos. ¡Muchacho!, ¿has sido tú? Frances, querida, tírale de los pelos al pasar, le oí hacer chasquear los dedos”. Frances le tiró de los pelos con todas las ganas y luego fue a sentarse en las rodillas de su esposo, y allí estuvieron una hora, como dos críos, besándose y diciendo tonterías, estúpida palabrería de la que habría que avergonzarse.

»Nos pusimos todo lo cómodos que pudimos bajo el arco del aparador. Acababa yo de atar nuestros delantales y de colgarlos a modo de cortina, cuando llega Joseph de los establos en busca de algo, arranca mi labor, me da de bofetadas y grazna:

»—¡Acabamos de enterrar al amo, no ha terminado el domingo, las palabras del Evangelio todavía resuenan en vuestros oídos, y os atrevéis a jugar! ¡Vergüenza debería daros! ¡Sentaos, niños malos! ¡Os sobran libros buenos si queréis leerlos! ¡Sentaos y pensad en vuestras almas!

»Diciendo esto, nos obligó a sentarnos de tal manera que pudiéramos recibir del lejano fuego un pálido rayo que nos permitiera ver el texto del mamotreto que nos tiró. No pude aguantar aquella tarea. Cogí el mugriento volumen por el lomo y lo tiré a la perrera, jurando que aborrecía los libros buenos. Heathcliff tiró el suyo de un puntapié al mismo sitio. ¡Entonces se armó la bronca!

»—¡Señor Hindley! —gritó nuestro capellán—. ¡Señor, venga aquí! ¡La señorita Catherine ha roto el lomo de

El yelmo de la salvación

, y Heathcliff ha puesto la pezuña en la primera parte de

El ancho camino de la perdición

! Es terrible que les deje usted seguir así. ¡Oh, vaya si el viejo les habría dado su merecido… pero está muerto!

»Hindley dejó precipitadamente su paraíso junto al fuego y, cogiendo a uno de nosotros por el cuello y al otro por el brazo, nos echó a los dos a la cocina, donde, aseguró Joseph, el diablo vendría a por nosotros, tan seguro como que estábamos vivos. Consolados de esta manera, cada uno buscó un rincón aparte para esperar su llegada. Cogí este libro y un tintero de un estante, entreabrí un poco la puerta de la sala para tener luz y me he pasado escribiendo veinte minutos, pero mi compañero está impaciente y propone que nos apoderemos de la capa de la lechera y que, protegidos con ella, hagamos una escapada a los páramos. Una buena idea… y así, si viene el viejo malas pulgas creerá que se ha cumplido su profecía… Bajo la lluvia no estaremos más húmedos, ni más fríos de lo que estamos aquí».

Supongo que Catherine realizó su proyecto porque la frase siguiente abordaba otro tema y ella se ponía llorosa:

«¡Cómo iba a imaginarme que Hindley me haría jamás llorar así! —escribía—. Me duele tanto la cabeza que no puedo apoyarla en la almohada, y aun así no puedo dejar de darle vueltas. ¡Pobre Heathcliff! Le llama vagabundo y ya no le deja sentarse, ni comer con nosotros, y dice que él y yo no debemos jugar juntos, y amenaza con echarle de casa si no cumplimos sus órdenes. Ha estado censurando a nuestro padre —cómo se atreve?— por tratar a Heathcliff con demasiada generosidad y jura que le pondrá en el sitio que le corresponde…»

Empecé a dar cabezadas sobre la borrosa página. Los ojos se me iban del manuscrito a la letra impresa. Vi un título adornado en rojo que decía: «Setenta veces siete y el primero de los setenta y uno. Piadoso discurso pronunciado por el Reverendo Jabes Branderham, en la capilla del pantano de Gimmerden». Y mientras, medio consciente, me devanaba los sesos adivinando qué haría Jabes Branderham con su tema, me hundí en la cama y me quedé dormido. ¡Ay los efectos del mal té y el mal genio! ¿Qué otra cosa podía haberme hecho pasar una noche tan horrible? No recuerdo otra que se pueda comparar a ésta desde que soy capaz de sufrir.

Empecé a soñar casi antes de perder la noción de dónde estaba. Pensé que era por la mañana, y que había emprendido el camino a casa, con Joseph como guía. La nieve, que cubría el camino, tenía yardas de espesor y, según íbamos tambaleándonos, mi compañero me fastidiaba con constantes reproches por no haber traído un bastón de peregrino. Me decía que jamás podría llegar a casa sin él, y blandía con arrogancia un garrote de gruesa empuñadura, que entendí se llamaba de ese modo. Por un momento consideré absurdo que necesitara semejante arma para que me dejaran entrar en mi propia casa. Entonces una nueva idea me vino de repente a la cabeza. No me dirigía hacia allí, nos encaminábamos a escuchar al famoso Jabes Branderham predicar sobre el tema: «Setenta veces siete» y Joseph, el predicador, o yo habíamos cometido el «Primero de los setenta y uno», e íbamos a ser públicamente acusados y excomulgados.

Llegamos a la capilla. He pasado por allí realmente dos o tres veces en mis paseos. Está en una hondonada entre dos colinas, una hondonada elevada, cerca de una Ciénaga cuya humedad de turba es perfecta, según dicen, para embalsamar los pocos cadáveres allí depositados. El tejado se ha conservado hasta ahora entero; pero como el estipendio del cura es sólo de veinte libras al año y una casa con dos habitaciones que amenazaban con convertirse rápidamente en una, no hay clérigo que quiera asumir los deberes pastorales, especialmente porque, tal como se dice por ahí, su rebaño antes le dejaría morir de hambre que aumentar el estipendio en un penique de su propio bolsillo. Sin embargo, en mi sueño, Jabes tenía la capilla llena de atentos feligreses… ¡Dios mío, qué sermón! Estaba dividido en

cuatrocientas noventa partes

, cada una igual a un sermón corriente, ¡y cada una trataba de un pecado distinto! De dónde los había sacado, no lo sé. Tenía su propia manera de interpretar la frase y parecía que era necesario que el hermano cometiera diferentes pecados cada vez. Eran pecados de lo más curioso, extrañas transgresiones que no me había imaginado jamás.

¡Qué cansado estaba! ¡Cómo me retorcía, bostezaba, daba cabezadas, y me espabilaba! ¡Cómo me pellizcaba y pinchaba, me frotaba los ojos, me levantaba y me volvía a sentar, y daba con el codo a Joseph para que me dijera si aquello se iba a terminar alguna vez! Estaba condenado a oírlo todo hasta el final. Por fin llegó a «El primero de los setenta y uno». En aquel momento crítico me vino una súbita inspiración. Me sentí impulsado a levantarme y acusar a Jabes Branderham de ser el pecador del pecado que ningún cristiano está obligado a perdonar.

«Señor —exclamé—, sentado aquí entre estas cuatro paredes, de un tirón he soportado y perdonado los cuatrocientos noventa capítulos de su discurso. Setenta veces siete he cogido mi sombrero y estado a punto de marcharme… y setenta veces siete me ha obligado usted absurdamente a volver a sentarme. El cuatrocientos noventa y uno es demasiado. ¡Compañeros mártires, a él! ¡Arrastradle, trituradle, que el lugar que le conoce no le reconozca jamás

[20]

«¡

Tú eres el hombre

!», gritó Jabes, tras una pausa solemne, reclinándose sobre su almohadón. «Setenta veces siete has crispado la cara abriendo la boca y setenta veces siete consulté con mi conciencia. ¡Ah, la debilidad humana! ¡También ésta puede ser absuelta! El primero de los setenta y uno ha llegado. ¡Hermanos, ejecutad en él el juicio escrito! ¡Que todos los santos del Señor tengan ese honor!»

Con esas palabras finales, toda la asamblea, enarbolando sus bastones de peregrino, se abalanzó sobre mí como un solo hombre, y yo, no teniendo arma alguna que levantar en mi defensa, empecé a forcejear con Joseph, el más próximo y feroz de los atacantes, para arrebatarle la suya. Al confluir la multitud, varios garrotes se cruzaron y golpes que iban dirigidos a mí, caían sobre otras cabezas. Pronto la iglesia resonaba con golpes y contragolpes; la mano de cada uno se levantaba contra la de su vecino, y Branderham, no queriendo permanecer ocioso, desahogaba su celo con una lluvia de sonoros puñetazos contra las tablas del púlpito, que respondían con tanta fuerza que al fin, para mi indecible alivio, me despertaron. ¿Y qué era lo que había causado el tremendo alboroto? ¿Qué era lo que había hecho el papel de Jabes en el jaleo? ¡Simplemente la rama de un abeto que tocaba mi ventana y, cuando la ráfaga de viento pasaba ululando, golpeaba sus secas piñas contra los cristales! Escuché dubitativo un instante, descubrí la causa del ruido, luego me di la vuelta, me adormilé y volví a tener sueños, más desagradables, si cabe, que los anteriores.

Esta vez recordé que estaba acostado en el gabinete de roble y oí claramente el viento racheado y el ímpetu de la nieve, oí también a la rama de abeto repetir su molesto golpeteo y lo atribuí a su verdadera causa, pero me irritaba tanto que decidí hacerla callar, si era posible. Y pensé que me levantaba para tratar de abrir la ventana. El gancho estaba soldado a la abrazadera, detalle que observé cuando estaba despierto, pero que había olvidado.

—¡Tengo que pararlo como sea! —murmuré, rompiendo con los nudillos el cristal y alargando el brazo para coger la insistente rama. En lugar de eso, mis dedos se cerraron sobre los de una mano diminuta y helada.

Un intenso horror de pesadilla me dominó. Intenté retirar el brazo, pero la mano se aferraba a él y una voz de lo más triste sollozaba:

—Déjame entrar, déjame entrar.

—¿Quién eres? —pregunté, al tiempo que forcejeaba por desasirme.

—Catherine Linton —respondió temblando. (¿Por qué pensé en

Linton

? Había leído veinte veces más

Earnshaw

que Linton)—. ¡He vuelto a casa, me perdí en el páramo!

Mientras hablaba, distinguí borrosamente el rostro de una niña mirando por la ventana. El terror me volvió cruel y, viendo que era inútil intentar desembarazarme de la criatura, acerqué su muñeca al cristal roto y la froté de un lado para otro hasta que brotó la sangre y empapó las sábanas. Pero seguía gimiendo:

—¡Déjame entrar! —y me seguía agarrando tenazmente haciéndome casi enloquecer de terror.

—¿Cómo quieres que lo haga? —le dije al fin—. ¡Suéltame si quieres que te deje entrar!

Los dedos se aflojaron, retiré los míos por el agujero, amontoné apresuradamente los libros en una pirámide contra él, y me tapé los oídos para no oír la quejumbrosa súplica. Creo que los tuve tapados más de un cuarto de hora, pero en cuanto volví a escuchar, allí seguía gimiendo el lúgubre lloriqueo.

—¡Vete! —grité—, jamás te dejaré entrar, ni aunque me lo pidas durante veinte años.

—Hace veinte años —gimió la voz—. Veinte años. ¡Llevo abandonada veinte años!

Entonces empezó fuera un débil raspado, y el montón de libros se movió como si lo empujaran hacia adelante. Intenté ponerme en pie de un salto, pero no pude mover un sólo miembro, y en un frenesí de terror, lancé un alarido. Para confusión mía, descubrí que el alarido no era imaginario. Pasos apresurados se acercaban a la puerta de mi alcoba. Alguien la abrió con mano vigorosa y una luz brilló por las cuadradas aberturas de la parte superior de la cama. Me incorporé temblando aún y secándome el sudor de la frente. El intruso pareció dudar y refunfuñó algo entre dientes. Al fin dijo medio susurrando, claramente sin esperar respuesta:

—¿Hay alguien aquí?

Consideré mejor descubrir mi presencia, porque reconocí la voz de Heathcliff y temí que, si me callaba, seguiría buscando. Con esta intención me volví y abrí los tableros. Tardaré mucho en olvidar el efecto que mi acción produjo.

Heathcliff se quedó cerca de la entrada, en camisa y pantalones, con una vela que le goteaba por los dedos, y la cara tan blanca como la pared que tenía detrás. El primer crujido de la madera le sobresaltó como una descarga eléctrica. La luz le saltó de la mano a una distancia de varios pies, y su agitación era tan extrema que apenas pudo cogerla.

—Sólo se trata de su huésped, señor —exclamé deseoso de ahorrarle la humillación de seguir poniendo en evidencia su cobardía—. Tuve la mala fortuna de gritar dormido debido a una horrible pesadilla. Siento haberle molestado.

—¡Dios le confunda, señor Lockwood! Ojalá estuviera usted en el… —empezó mi anfitrión, poniendo la vela sobre una silla porque le era imposible mantenerla firme—. Y ¿quién le subió a este cuarto? —continuó, clavándose las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes para dominar el temblor de las mandíbulas—. ¿Quién fue? ¡Ganas me dan de echarle de casa ahora mismo!

—Fue su criada Zillah —respondí, saltando al suelo y vistiéndome rápidamente—. No me importaría que la echara, señor Heathcliff, se lo tiene muy merecido. Supongo que quería tener a mi costa una prueba más de que la habitación está embrujada. Pues lo está… ¡atestada de fantasmas y de duendes! Hace bien en tenerla cerrada, se lo aseguro. ¡Nadie le agradecerá que le deje descabezar un sueño en semejante guarida!

—¿Qué quiere decir? —preguntó Heathcliff—, y ¿qué está haciendo? Acuéstese y acabe de pasar la noche, ya que está usted aquí, pero, por amor de Dios, no repita ese ruido tan horrible. No tiene ninguna excusa, a no ser que le estuvieran cortando el cuello.

—Si ese diablillo hubiera logrado entrar por la ventana, probablemente me hubiera estrangulado —repliqué—. No estoy dispuesto a volver a soportar las persecuciones de sus hospitalarios antepasados. ¿No era el Reverendo Jabes Branderham pariente suyo por parte de madre? Y esa descarada de Catherine Linton, o Earnshaw, o como se llame —debió de ser una desgraciada—, ¡malvada criaturita! Me dijo que había estado vagando por la tierra durante veinte años. Justo castigo por sus pecados mortales, no me cabe duda.

Apenas hube pronunciado estas palabras, recordé la asociación del nombre de Heathcliff con el de Catherine en el libro. Relación que se me había borrado por completo de la memoria hasta que esta situación la había reavivado. Me sonrojé por mi desconsideración, pero sin mostrar más conocimiento de la ofensa, me apresuré a añadir:

—La verdad, señor, es que pasé la primera parte de la noche… —aquí me detuve de nuevo, a punto de decir «examinando esos viejos volúmenes», pero eso habría dejado ver mi conocimiento del contenido, tanto manuscrito como impreso, así que, corrigiéndome, continué—: descifrando los nombres rayados en la repisa de la ventana. Una tarea monótona, calculada para conciliar el sueño, como contar, o…

—¿Qué quiere decir hablándome a mí de este modo? —tronó Heathcliff con vehemencia salvaje—. ¿Cómo… cómo se atreve bajo mi techo? ¡Dios! ¡Está loco para hablar así! —y se golpeó la frente con rabia.

No sabía si ofenderme por este lenguaje o continuar mi explicación, pero parecía tan profundamente afectado que me dio pena y continué con mis sueños, asegurando que no había oído nunca el nombre de Catherine Linton, pero que, leyéndolo una y otra vez, me produjo la impresión de que se personificaba cuando yo ya no tenía mi imaginación bajo control. Heathcliff se fue retirando dentro del refugio de la cama mientras yo hablaba, hasta que al fin se sentó, casi oculto atrás. Me imaginé, sin embargo, por su respiración irregular y entrecortada, que estaba luchando por dominar un exceso de emociones violentas. Como no quería hacerle ver que me había dado cuenta de su conflicto, continué arreglándome haciendo bastante ruido, miré el reloj y hablé a solas sobre lo larga que se me había hecho la noche:

—¡No son ni las tres! Hubiera jurado que eran las seis. El tiempo se eterniza aquí. Seguramente debimos de retirarnos a descansar a las ocho.

—En invierno siempre a las nueve, y siempre nos levantamos a las cuatro —dijo mi anfitrión, reprimiendo un gemido y, como me pareció, por el movimiento de la sombra de su brazo, enjugándose rápidamente una lágrima—. Señor Lockwood —añadió—, puede irse a mi cuarto. No hará más que estorbar si baja tan temprano, y su grito infantil ha mandado mi sueño al diablo.

—Y el mío también —repliqué—. Pasearé por el patio hasta el amanecer y luego me iré. Y no tema que vuelva a repetir mi intromisión. Ahora ya estoy curado por completo de buscar esparcimiento en la compañía, ya sea en el campo o en la ciudad. Un hombre sensato debería encontrar suficiente compañía en sí mismo.

—¡Deliciosa compañía! —murmuró Heathcliff—. Coja la vela y váyase a donde quiera. Enseguida estaré con usted. Pero no vaya al patio, los perros están sueltos, y por lo que respecta a la sala… Juno está allí de centinela… y… nada, que sólo puede usted andar por las escaleras y los pasillos. Pero ¡váyase ya! Yo iré dentro de dos minutos.

Le obedecí en cuanto a salir de la alcoba, y cuando, al ignorar adónde conducían aquellos estrechos corredores, me quedé quieto, fui testigo involuntario de una muestra de superstición por parte de mi casero, que contradecía de manera extraña su aparente sensatez. Se subió a la cama, abrió de un tirón la ventana, estallando, al tiempo que tiraba, en un incontrolable arrebato de llanto.

—¡Entra, entra! —sollozaba—. Cathy, entra. ¡Oh, hazlo… una vez más! ¡Oh, corazón mío! ¡Escúchame esta vez, al fin, Catherine!

El espectro exhibió el capricho normal de los espectros: no dio señales de existir. Pero entraron la nieve y el viento, en frenético remolino, llegando incluso hasta donde yo estaba y apagando la luz.

Había tal angustia en el arrebato de dolor que acompañaba a este delirio, que mi compasión me hizo disculpar su locura y me retiré, medio enfadado por haber escuchado y molesto por haberle contado mi ridícula pesadilla, ya que le había producido semejante tormento, aunque el porqué escapaba a mi comprensión. Bajé cautelosamente a las estancias inferiores y fui a parar a la cocina, donde un rescoldo de brasas, bien atizado, me permitió volver a encender la vela. Nada se movía, salvo una gata gris con manchas que salió sigilosamente de las cenizas, y me saludó con un quejumbroso maullido.

Dos bancos en forma semicircular casi rodeaban el hogar. Me tendí en uno de ellos y la vieja gata se subió al otro. Estábamos los dos dando cabezadas sin que nadie invadiera nuestro retiro cuando apareció Joseph bajando pesadamente por una escalera de madera que desaparecía por una trampilla en el techo, la subida a su buhardilla, supongo. Echó una mirada siniestra a la llamita que yo había logrado encender, echó a la gata de sus alturas y, apropiándose del sitio vacante, empezó la operación de llenar de tabaco una pipa de tres pulgadas. Mi presencia en su santuario le parecía evidentemente una insolencia demasiado vergonzosa como para comentarla. Aplicó en silencio el tubo a sus labios, cruzó los brazos y echó el humo. Le dejé disfrutar de aquel placer sin molestarle y, después de exhalar la última espiral de humo, lanzando un profundo suspiro, se levantó y se fue tan solemnemente como había venido.

A continuación entraron unos pasos más ligeros. Abrí la boca para dar los «buenos días», pero la volví a cerrar sin terminar el saludo, pues Hareton Earnshaw iba rezando sus oraciones

sotto voce

con una serie de maldiciones contra cada objeto que tocaba, mientras revolvía en un rincón en busca de una pala o una azada para quitar la nieve. Miró por encima del respaldo del banco, dilatando las narices, y pensó tan poco en cambiar saludos conmigo como con mi compañera la gata. Me figuré, por sus preparativos, que ya se podía salir y, dejando mi duro lecho, hice ademán de seguirle. Él lo notó y empujó con el extremo de la azada una puerta interior, indicándome con un sonido inarticulado que allí era donde debía ir si cambiaba de sitio.

La puerta daba a la sala, donde las mujeres estaban ya en movimiento. Zillah levantaba llamaradas por la chimenea con un fuelle colosal, y la señora Heathcliff, arrodillada en el hogar, leía un libro a la luz de la lumbre. Mantenía una mano interpuesta entre el calor del fuego y sus ojos, y parecía absorta en su ocupación, que sólo interrumpía para regañar a la criada porque la cubría de chispas, o para apartar de vez en cuando a un perro que metía con demasiado atrevimiento el hocico en su cara. Me sorprendió ver allí también a Heathcliff. Estaba junto al fuego, de espaldas a mí, y justamente poniendo fin a una escena tormentosa con la pobre Zillah, quien a menudo interrumpía su trabajo para recoger la punta de su delantal y exhalar un indignado gemido.

—Y tú, tú, nulidad… —estalló cuando yo entraba, dirigiéndose a su nuera y empleando epítetos tan inofensivos como «pato» o «cordero», pero que generalmente se representan con puntos suspensivos—. ¡Ya estás con tus trucos para no hacer nada! ¡Los demás se ganan el pan… tú vives de mi caridad! Deja esa basura y ponte a hacer algo. Me tendrás que pagar por el castigo de tenerte siempre ante mi vista… ¿Me oyes, maldita desgraciada?

—Dejaré esta basura porque usted puede obligarme si me niego —contestó la joven, cerrando el libro y tirándolo en una silla—. Pero, por más juramentos que eche, no haré sino lo que me plazca.

Heathcliff levantó la mano y ella, que evidentemente conocía su peso, saltó a una distancia más segura. Como no tenía ningún interés en entretenerme con una pelea de perros y gatos, me adelanté con energía, como deseoso de participar del calor del hogar y fingiendo no saber nada de la interrumpida disputa. Ambos tuvieron el suficiente decoro como para suspender las hostilidades. Heathcliff, para evitar la tentación, se metió los puños en los bolsillos. La señora Heathcliff frunció los labios y se retiró a un asiento apartado, en donde cumplió su palabra haciendo el papel de estatua el resto del tiempo que estuve allí. No fue mucho. Rehusé desayunar con ellos y, al primer brillo del alba, aproveché la oportunidad de escapar al aire libre, ahora claro, tranquilo y frío como hielo impalpable.

Antes de que llegara al fondo del jardín, mi casero me llamó a voces para que me detuviera y se ofreció a acompañarme por el páramo. Estuvo bien que lo hiciera, pues toda la ladera de la colina era un ondulado y blanco océano. Las crestas y los valles no se correspondían con las elevaciones y depresiones del terreno. Al menos muchos pozos estaban llenos hasta el borde y filas enteras de montículos, residuos de las canteras, habían sido borrados del mapa que el paseo del día anterior me había dejado grabado en la memoria. Había observado a un lado del camino una hilera de piedras verticales, a intervalos de seis o siete yardas, que continuaba a lo largo de todo el páramo. Estaban enhiestas, embadurnadas de cal, con el fin de servir de guía en la oscuridad, y también cuando una nevada como ésta hacía que se confundieran las profundas ciénagas, a uno y otro lado, con el sendero firme. Pero, excepto algún punto sucio que apuntaba por aquí y por allá, toda huella de su existencia había desaparecido, y mi compañero con frecuencia consideró necesario avisarme que fuera hacia la izquierda o hacia la derecha, cuando a mí me parecía que estaba siguiendo correctamente las curvas del camino. Intercambiamos pocas palabras, y se detuvo a la entrada del parque de la Granja de los Tordos, diciéndome que desde allí ya no podía perderme. Nuestra despedida se limitó a una apresurada inclinación de cabeza, y luego seguí adelante, confiado en mis propios recursos, porque la casa del portero no está ocupada todavía. La distancia desde la verja hasta la Granja es de dos millas: creo que me las arregló para convertirlas en cuatro a fuerza de perderme entre los árboles y hundirme en la nieve hasta el cuello, situación que sólo pueden apreciar los que la han experimentado. De todos modos, fueran cuales fueran mis vagabundeos, el reloj dio las doce cuando entré en la casa, lo que correspondía exactamente a una hora por cada milla del camino habitual de Cumbres Borrascosas.

Mi ama de llaves y sus satélites salieron a recibirme, exclamando tumultuosamente que me habían dado por muerto. Todos imaginaban que había perecido la noche anterior, y estaban pensando cómo emprender la busca de mis restos. Les pedí que se tranquilizaran, ahora que me veían de vuelta y, entumecido hasta los huesos, subí arrastrándome al piso de arriba. Allí, después de ponerme ropa seca y de pasear de arriba a abajo durante treinta o cuarenta minutos para recuperar el calor animal, he pasado a mi estudio, débil como un gatito, casi demasiado para poder disfrutar del fuego acogedor y del café humeante que ha preparado la criada para reconfortarme.

Descargar Newt

Lleva Cumbres borrascosas contigo