Cumbres borrascosas

CAPÍTULO X

CAPÍTULO X

¡Una encantadora introducción a mi vida de ermitaño! ¡Cuatro semanas de tormento, de dar vueltas en la cama y de enfermedad! ¡Ah! ¡Estos gélidos vientos y crudos cielos del norte, y los caminos impracticables y los lentos médicos rurales! Y, ay, esta penuria de rostros humanos y, lo peor de todo, la terrible advertencia de Kenneth de que no espere salir de casa hasta la primavera.

El señor Heathcliff acaba de honrarme con una visita. Hace unos siete días me mandó un par de perdices

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… las últimas de la temporada. ¡Bribón! No es del todo inocente de esta enfermedad mía, y tenía muchas ganas de decírselo. Pero cómo iba a ofender a un hombre que ha sido tan caritativo como para estar sentado junto a mi cama toda una hora, hablando de un tema bien distinto a píldoras y pócimas, ventosas y sanguijuelas. Ha sido un intervalo muy agradable. Estoy demasiado débil para leer, sin embargo, me siento en condiciones de disfrutar de algo interesante ¿Por qué no hacer que suba la señora Dean a terminar su historia? Puedo recordar los incidentes principales hasta donde llegó. Sí, recuerdo que el héroe había huido y no se supo nada de él durante tres años, y que la heroína se casó. La llamaré. Estará encantada de verme capaz de conversar alegremente. La señora Dean vino.

—Faltan veinte minutos, señor, para tomar la medicina —comenzó.

—¡Al diablo con ella! —respondí—. Lo que quiero…

—El doctor dice que debe usted dejar de tomar los polvos.

—¡Me alegro de todo corazón! No me interrumpa. Venga a sentarse aquí. Mantenga sus dedos alejados de ese amargo ejército de frascos. Saque su calceta de la bolsa… así está bien… ahora continúe la historia del señor Heathcliff, desde donde la dejó hasta el día de hoy. ¿Terminó su educación en el Continente y volvió hecho un caballero, o consiguió un puesto de becario en la universidad, o escapó a América y ganó honores chupando la sangre de su patria adoptiva, o hizo fortuna más deprisa de salteador de caminos en Inglaterra?

—Quizá haya hecho algo en todas estas profesiones, señor Lockwood, pero no puedo asegurarle nada. Ya le dije antes que no sabía cómo había ganado su dinero, ni tampoco sé de qué medios se valió para sacar a su inteligencia de la absoluta ignorancia en la que estaba hundida. Pero, con su permiso, continuará a mi manera, si le parece que le va a divertir y que no le cansará. ¿Se encuentra mejor esta mañana?

—Mucho mejor.

—Buena noticia. La señorita Catherine y yo nos trasladamos a la Granja de los Tordos y, para mi grata sorpresa, se portó infinitamente mejor de lo que me hubiera atrevido a esperar. Parecía estar casi más que enamorada del señor Linton, y hasta a su hermana le mostraba gran afecto. Cierto que los dos estaban muy atentos al bienestar de Catherine. No era el espino que se inclinaba hacia las madreselvas, sino las madreselvas las que abrazaban al espino. No había mutuas concesiones. Una estaba erguida y los otros cedían. Y ¿quién puede ser mala persona, o tener mal genio, cuando no encuentra ni oposición, ni indiferencia? Observaré que el señor Linton tenía un arraigado miedo a excitar su mal humor. Lo ocultaba delante de ella, pero si alguna vez me oía contestar con sequedad, o veía a cualquier otro criado poner mala cara a alguna de sus órdenes autoritarias, él mostraba su disgusto con un ceño de desagrado que nunca oscurecía su rostro cuando se trataba de sí mismo. Muchas veces me habló seriamente sobre mi insolencia y aseguró que una puñalada no le haría más daño que ver a su mujer enojada. Para no herir a un amo tan bueno, aprendí a ser menos susceptible y, durante medio año, la pólvora fue tan inofensiva como la arena, porque ningún fuego se acercó a ella para hacerla explotar. Catherine tenía de cuando en cuando épocas de melancolía y silencio. Su marido las respetaba con callada comprensión, achacándolas a un cambio en su naturaleza producido por su grave enfermedad, puesto que antes no se había visto nunca sometida a la depresión. La vuelta de la luz del sol era bienvenida con una respuesta luminosa también por parte de él. Creo que puedo asegurar que estaban en posesión de una profunda y creciente felicidad.

Pero se acabó. Bueno, a la larga tenemos que mirar por nosotros mismos. Los afables y generosos son sólo más razonablemente egoístas que los dominantes, y la felicidad terminó cuando las circunstancias hicieron que los dos se dieran cuenta de que el interés de uno no era la consideración principal de los pensamientos del otro. Un apacible atardecer de septiembre volvía yo del huerto con una pesada cesta de manzanas que había estado recogiendo. Había oscurecido y la luna se asomaba por el alto muro del patio haciendo que sombras indefinidas acecharan en los rincones de los numerosos salientes del edificio. Dejé mi carga en los escalones de la casa, junto a la puerta de la cocina, y me detuve a descansar y a respirar un poco más aquel aire dulce y suave. Estaba mirando la luna, de espaldas a la entrada, cuando oí una voz detrás de mí que decía:

—Nelly, ¿eres tú?

Era una voz profunda, con un tono extraño, pero había algo en la manera de pronunciar mi nombre que me sonaba familiar. Me volví con temor para ver quién hablaba, pues las puertas estaban cerradas y no había visto a nadie al acercarme a los escalones. Algo se movió en el porche y, al acercarse, distinguí un hombre alto, vestido con ropa oscura, de rostro y pelo morenos. Estaba apoyado en la pared y tenía la mano puesta en el picaporte como si intentara abrirla. «¿Quién puede ser? —pensé— ¿El señor Earnshaw? Oh, no, la voz no es la suya».

—He estado esperando una hora —continuó, mientras yo le miraba—. Y durante ese tiempo todo ha estado tan callado como la muerte. No me atrevía a entrar. ¿No me conoces? ¡Mira, no soy un extraño!

Un rayo de luz iluminó sus facciones. Tenía las mejillas cetrinas y medio cubiertas de negras patillas, las cejas caídas, los ojos hundidos y raros. Recordé los ojos.

—¡Cómo! —grite, dudando si considerarle un visitante de este mundo, y alcé las manos asombrada—. ¡Cómo!, ¿ha vuelto usted? ¿Es usted realmente? ¿De verdad?

—Sí, Heathcliff —respondió él levantando la vista a las ventanas que reflejaban una veintena de lunas brillantes, pero no mostraban luz del interior—. ¿Están en casa? ¿Dónde está ella? Nelly, ¿no estás contenta? No tienes por qué inquietarte tanto. ¿Está ella aquí? ¡Habla! Quiero hablar con ella… con tu señora. Vete a decirle que una persona de Gimmerton desea verla.

—¿Cómo se lo tomará? —exclamé—. ¿Qué hará? La sorpresa me deja a mí perpleja… a ella la pondrá fuera de sí. ¡Y usted es Heathcliff! ¡Pero cambiado! No, no se entiende. ¿Se alistó de soldado?

—Vete a llevar mi mensaje —interrumpió con impaciencia—. Estaré en ascuas hasta que lo hagas.

Levantó el picaporte y entré, pero cuando llegué a la salita donde estaban el señor y la señora Linton, no me pude convencer a mí misma de seguir adelante. Al fin decidí poner el pretexto de preguntarles si querían que encendiera las velas y abrí la puerta.

Estaban los dos junto a una ventana con las contraventanas contra la pared y se veía, más allá de los árboles del jardín y del parque de agreste verde, el valle de Gimmerton, con una extensa franja de niebla serpenteando casi hasta la cima (pues al poco de pasar la capilla, como habrá observado, el arroyo que baja de los pantanos se junta al riachuelo que sigue la curva de la cañada). Cumbres Borrascosas se elevaba por encima de aquella neblina plateada, pero nuestra vieja casa quedaba oculta, más bien hundida al otro lado. Tanto la habitación y sus ocupantes, como el panorama que contemplaban, parecían maravillosamente apacibles. A regañadientes no me atreví a dar el recado, y de hecho ya me iba sin decirlo, después de haber hecho la pregunta de las velas, cuando una sensación de mi desatino me hizo volver y murmuré:

—Una persona de Gimmerton quiere verla, señora.

—¿Qué quiere? —preguntó la señora Linton.

—No se lo pregunté —respondí.

—Bueno, corre las cortinas, Nelly —dijo ella—, y sube el té. Vuelvo enseguida.

Ella salió de la habitación. El señor Linton preguntó distraídamente quién era.

—Alguien que la señora no espera —respondí—. Aquel Heathcliff… usted le recordará, señor… que vivía en casa de los Earnshaw.

—¡Cómo! ¿El gitano… el mozo de labranza? —exclamó—. ¿Por qué no se lo dijiste a Catherine?

—Calle, señor, no debe llamarle esas cosas —le dije yo—. Ella se disgustaría mucho si le oyera. Por poco se muere cuando se marchó. Me figuro que su vuelta le dará una gran alegría.

El señor Linton se fue a la ventana del otro lado de la habitación que daba al patio. La abrió y se asomó. Supongo que estaban abajo, porque exclamó rápidamente:

—¡No te quedes ahí, cariño! Haz pasar a esa persona, si es alguien especial.

Al poco rato oí el clic del picaporte y Catherine corrió escaleras arriba, alborotada y sin aliento, demasiado excitada para mostrar alegría, es más, por su semblante se podía inferir una terrible calamidad.

—¡Oh, Edgar, Edgar! —jadeaba, echándole los brazos al cuello—. ¡Oh, Edgar, cariño! ¡Heathcliff ha vuelto… es él!, —y le estrechaba entre sus brazos hasta estrujarle.

—Bueno, bueno —exclamó el marido enfadado—. ¡No me estrangules por eso! Nunca me pareció un tesoro tan maravilloso. ¡No hay por qué ponerse frenético!

—Ya sé que tú no le querías —respondió, reprimiendo un poco la intensidad de su alegría—. Pero ahora tenéis que ser amigos por mí. ¿Le digo que suba?

—¿Aquí? —dijo él—. ¿A la salita?

—¿Adónde, si no?

Pareció molesto y sugirió la cocina como un sitio más adecuado para él. La señora Linton le miró con una expresión rara, medio enfadada, medio riéndose por su puntillosidad.

—No —añadió al cabo de un rato—. No puedo estar en la cocina. Pon dos mesas aquí, Ellen: una para tu amo y para la señorita Isabella, que son la aristocracia, y otra para Heathcliff y para mí, que somos la clase baja. ¿Te parece bien, cariño? ¿O me tienen que encender fuego en otra parte? Si es así, da las órdenes. Yo corro a buscar a mi invitado. ¡Temo que la alegría sea demasiado grande para ser real!

Iba a salir corriendo, pero Edgar la detuvo.

—¡Dígale que suba! —dijo, dirigiéndose a mí— y, ¡Catherine, procura estar alegre sin ser absurda! No hay por qué dar a toda la casa el espectáculo de recibir a un criado prófugo como si fuera un hermano.

Bajé y encontré a Heathcliff esperando bajo el porche, previendo evidentemente la invitación para entrar. Me siguió sin malgastar palabras y le llevé en presencia del señor y de la señora, cuyas mejillas encendidas traicionaban una acalorada conversación. Pero las de la señora brillaron con otro sentimiento cuando su amigo apareció en la puerta. Corrió hacia él, le cogió las dos manos y le llevó hacia Linton, luego cogió los remisos dedos de su marido y los apretó contra los de aquél. En aquel momento, iluminado de lleno por el fuego y la luz de las velas, me asombró, más que nunca, contemplar la transformación de Heathcliff. Se había convertido en un hombre alto, atlético, bien formado, al lado del cual mi amo parecía muy delgado y como adolescente. Su erguido porte sugería la idea de que había estado en el ejército. Su semblante tenía la expresión más madura y mayor firmeza de facciones que el del señor Linton, parecía inteligente y no conservaba huellas de su antigua degradación. Una ferocidad a medio civilizar se ocultaba aún en las abatidas cejas y en el oscuro fuego que rebosaban los ojos, pero estaba contenida, y sus modales eran incluso dignos, desprovistos de rudeza, aunque demasiado rígidos para ser elegantes. La sorpresa de mi amo igualó o sobrepasó la mía. Estuvo durante un minuto sin saber cómo dirigirse al mozo de labranza, como le había llamado. Heathcliff dejó caer su delgada mano y se le quedó mirando fríamente hasta que se decidió a hablar.

—Siéntese, señor —dijo al fin—. La señora Linton, recordando viejos tiempos, ha querido que le reciba cordialmente y, por supuesto, me satisface cuando ocurre algo que le agrada.

—Y a mí también —respondió Heathcliff—, especialmente si en ese algo tengo yo parte. Me quedaré una hora o dos con mucho gusto.

Tomó asiento frente a Catherine, que mantenía la mirada fija en él como si tuviera miedo de que se esfumara si la apartaba. Él no la miraba demasiado; una rápida ojeada de vez en cuando era suficiente, pero cada vez reflejaba más arrogancia el inequívoco deleite que le producía el encontrarse con la mirada de ella. Estaban ambos demasiado absortos en su mutua alegría para sentir turbación. No así el señor Edgar, que se puso pálido de puro enojo, sentimiento que llegó al colmo cuando su mujer se levantó y cruzando la alfombra que les separaba cogió de nuevo las manos de Heathcliff y se echó a reír como una loca.

—¡Mañana me parecerá un sueño! —exclamó—. No podré creer que te he visto, tocado y que he hablado contigo una vez más. Pero con todo, ¡Heathcliff cruel!, no mereces esta bienvenida. ¡Estar ausente y sin decir nada durante tres años y no pensar nunca en mí!

—Algo más de lo que tú has pensado en mí —murmuró—. Me enteré de tu matrimonio, Cathy, no hace mucho, y mientras esperaba abajo en el patio medité este plan: sólo vislumbrar tu rostro, una mirada de sorpresa, quizá, y de fingida alegría, después arreglar las cuentas con Hindley, y luego adelantarme a la ley ejecutándome a mí mismo. Tu bienvenida me ha quitado estas ideas de la cabeza, pero ten cuidado de no recibirme de otro modo la próxima vez. No, no me echarás de nuevo. ¿Estuviste muy triste pensando en mí, verdad? Bueno, había motivos. He luchado amargamente en la vida desde que oí tu voz por última vez, ¡y tienes que perdonarme porque luché sólo por ti!

—Catherine, si no quieres que tomemos el té frío, por favor, acércate a la mesa —interrumpió Linton, esforzándose en mantener su tono habitual y el debido grado de educación—. El señor Heathcliff tendrá mucho que andar, donde quiera que se aloje esta noche, y yo tengo sed.

Ocupó ella su sitio ante la tetera. La señorita Isabella entró, llamada por la campanilla, y luego, habiéndoles acercado las sillas, salí de la habitación. La colación apenas duró diez minutos. La taza de Catherine no se llenó nunca, no podía comer ni beber. Edgar había derramado el té en su platillo y apenas bebió un sorbo. Su invitado no prolongó su visita aquella tarde más de una hora. Le pregunté al salir si iba a Gimmerton.

—No, a Cumbres Borrascosas —respondió—. El señor Earnshaw me invitó cuando le visité esta mañana.

¡El señor Earnshaw invitarle a él!, y ¡él visitar al señor Earnshaw! Sopesé esa frase con dolor después de que se marchó ¿Se habrá vuelto un hipocritilla, y viene a esta tierra para hacer fechorías solapadamente? Estuve cavilando. En el fondo de mi corazón tenía el presentimiento de que mejor habría hecho quedándose lejos.

Hacia la medianoche me despertó de mi primer sueño la señora Linton que se deslizó en mi alcoba, sentándose junto a la cama y tirándome del pelo para despertarme.

—No puedo dormir, Ellen —dijo, a modo de disculpa—. ¡Y necesito que alguna criatura viviente me haga compañía en mi felicidad! Edgar está enfadado porque me alegro por algo que no le interesa. Se niega a abrir la boca excepto para proferir palabras malhumoradas y estúpidas. Afirmó que soy cruel y egoísta por querer hablar cuando él se encontraba tan mal y con sueño. Siempre se las ingenia para encontrarse mal al menor enfado. Dije unas frases en elogio de Heathcliff y bien por el dolor de cabeza o por la punzada de la envidia, se echó a llorar, así que me levanté y le dejé.

—¿Para qué alaba a Heathcliff delante de él? —respondí—. De niños se tenían una aversión mutua, y Heathcliff detestaría de la misma manera oír alabanzas de Linton. Así es la naturaleza humana. No mencione a Heathcliff al señor Linton a no ser que quiera que se peleen abiertamente.

—Pero ¿no demuestra eso una gran debilidad? —continuó ella—. Yo no soy envidiosa. Nunca me siento dolida por el brillo del pelo rubio de Isabella, o por la blancura de su cutis, o su delicada elegancia, ni por el cariño que toda la familia le profesa. Hasta tú, Nelly, si alguna vez discutimos, enseguida te pones de su parte, y yo cedo, como una madre tonta, le llamo cariño y la halago hasta ponerla de buen humor. A su hermano le gusta vernos en buenas relaciones, y eso me satisface. Pero los dos son iguales. Son niños mimados que se figuran que el mundo se ha hecho para su conveniencia y, aunque les doy gusto, creo que un buen castigo les mejoraría de todas formas.

—Está equivocada, señora Linton —dije—. Son ellos los que la contemplan. Sé lo que sucedería si no lo hiciesen. Bien puede usted satisfacerles en sus caprichos pasajeros, mientras la ocupación de ellos consista en anticiparse a sus deseos. Puede que se tropiecen algún día con algo de igual importancia para ambas partes. Entonces ésos que llama débiles son capaces de ser tan testarudos como usted.

—Y entonces lucharemos hasta morir, ¿no es así, Nelly? —replicó riéndose—. ¡No! Te aseguro que tengo tanta fe en el amor de Linton que creo que si le matara no querría vengarse.

Le aconsejé que le valorara tanto más por su cariño.

—Y lo hago —respondió—, pero no tiene que recurrir al llanto por tonterías. Es pueril y, en lugar de deshacerse en lágrimas porque dije que Heathcliff es ahora digno del respeto de cualquiera y que el primer caballero de la comarca se honraría con su amistad, debería habérmelo dicho él a mí y alegrarse compartiendo mis sentimientos. Tiene que acostumbrarse a él y quizá pueda hasta apreciarle. ¡Considerando las razones que tiene Heathcliff para rechazar a Linton, estoy segura de que se portó muy bien!

—¿Qué opina de su visita a Cumbres Borrascosas? —pregunté—. Se ha reformado en todos los sentidos aparentemente: ¡todo un buen cristiano, alargando su mano derecha en señal de amistad a todos sus enemigos!

—Lo explicó él —respondió—. Me extrañó tanto como a ti. Dijo que fue allí a que le dieras información respecto a mí, creyendo que aún residías allí, y Joseph se lo dijo a Hindley, quien salió y se puso a hacerle preguntas de qué había hecho y cómo había vivido, y finalmente le invitó a entrar. Había algunas personas jugando a las cartas, Heathcliff se unió a ellos, le ganó algún dinero a mi hermano, y encontrándole éste bien provisto, preguntó si vendría por la tarde, a lo que él asintió. Hindley es demasiado atolondrado para escoger sus amistades con prudencia y no se molesta en pensar en los motivos que podría tener para desconfiar de alguien a quien ha ofendido vilmente. Pero Heathcliff afirma que su principal motivo para reanudar una relación con su antiguo enemigo es su deseo de instalarse a corta distancia de la Granja y el apego a la casa en que vivimos juntos. Y también la esperanza de que yo tenga más oportunidades de verle allí que si se instalara en Gimmerton. Piensa pagar con liberalidad si le permite alojarse en las Cumbres, y sin duda la avaricia de mi hermano le incitará a aceptar las condiciones. Siempre fue avaro, aunque lo que coge con una mano, lo tira con la otra.

—Bonito lugar para que un joven fije allí su residencia —dije yo—. ¿No teme usted las consecuencias, señora Linton?

—Ninguna para mi amigo —respondió—. Tiene una cabeza firme que le mantendrá fuera de peligro. Un poco por Hindley, pero moralmente no puede ser peor de lo que es y, en cuanto al daño físico, yo estoy entre los dos. ¡El acontecimiento de esta tarde me ha reconciliado con Dios y con los hombres! Me había alzado en airada rebelión contra la Providencia. ¡Oh, he aguantado desdichas muy, muy amargas, Nelly! Si esa persona supiera cuán amargas, se avergonzaría de ensombrecer su desaparición con vana petulancia. Fue el cariño hacia él lo que me indujo a soportarlo sola. Si hubiera expresado la angustia que con frecuencia sentía, él habría aprendido a desear su alivio tan ardientemente como yo. Pero ya pasó, y no me vengaré de su locura. ¡Ya puedo soportarlo todo en adelante! Aunque el ser más vil me golpeara en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra, sino que le pediría perdón por haberle provocado, y como prueba, voy ahora mismo a hacer las paces con Edgar. ¡Buenas noches! ¡Soy un ángel!

Se marchó convencida de esta autocomplacencia, y el éxito de su cumplida resolución se vio claro a la mañana siguiente. El señor Linton no sólo había depuesto su mal humor (aunque su ánimo parecía dominado por la exuberante vivacidad de Catherine), sino que no puso inconveniente en que llevara a Isabella con ella a Cumbres Borrascosas por la tarde, y ella le premió con tal cantidad de mimos y cariño que hicieron de la casa un paraíso durante varios días y tanto el amo como los criados se aprovecharon de aquel sol perpetuo.

Heathcliff —el señor Heathcliff tendré que decir en adelante— hacía uso de su libertad de visitar la Granja, con cautela al principio. Parecía calcular hasta qué punto soportaría el amo su intrusión. Catherine también consideró prudente moderar sus expresiones de alegría al recibirle, y él gradualmente estableció su derecho a que se le esperara en la casa. Conservaba gran parte de la reserva que había distinguido su infancia y eso le valió para reprimir toda demostración exagerada de afecto. La inquietud de mi amo experimentó una calma, y posteriores circunstancias la desviaron por otro cauce durante un tiempo.

Su nueva fuente de inquietud brotó de la inesperada desventura de que Isabella Linton diera muestras de una súbita e irresistible atracción hacia el tolerado visitante. Era por entonces una encantadora joven de dieciocho años, infantil en sus maneras, pero dotada de agudo ingenio, vivos sentimientos y un genio también vivo cuando se la irritaba. Su hermano, que la amaba tiernamente, se quedó aterrado ante tan fantástica preferencia. Dejando aparte la degradación de la alianza con un hombre sin nombre y de la posibilidad de que su fortuna, a falta de heredero varón, pudiera pasar a manos del tal sujeto, tenía sentido común para comprender el carácter de Heathcliff, para saber que aunque su exterior había cambiado, su espíritu era inalterable e inalterado estaba. Temía a ese espíritu, le repugnaba. Se resistía con mal presentimiento a la idea de que Isabella cayera en su poder. Y más le hubiera repugnado si se hubiera dado cuenta de que su afecto había surgido espontáneamente y era depositado donde no despertaba ningún sentimiento recíproco, pues desde el momento que lo descubrió, él echó la culpa a los deliberados planes de Heathcliff.

Todos nosotros habíamos notado desde hacía algún tiempo que la señorita Linton se inquietaba y suspiraba por algo. Se volvió malhumorada y fastidiosa, atacaba e importunaba a Catherine continuamente, con riesgo inminente de agotar su limitada paciencia. La disculpábamos, hasta cierto punto, por su mala salud. Estaba desmejorando y languideciendo a ojos vista. Pero un día que había estado especialmente caprichosa, rechazando el desayuno, quejándose de que los criados no hacían lo que les mandaba, que el ama no le permitía ser nada en aquella casa y que Edgar no le hacía caso, que había cogido un resfriado porque habíamos dejado las puertas abiertas y que habíamos dejado apagar el fuego de la salita sólo por molestarla y cien fútiles acusaciones más, el señor Linton insistió en tono autoritario en que debía acostarse y, después de reñirla severamente, la amenazó con ir a buscar al médico. La mención de Kenneth le hizo exclamar al instante que su salud era perfecta y que era sólo la dureza de Catherine lo que le hacía desgraciada.

—¿Cómo puedes decir que soy dura, mal bicho mimado? —exclamó la señora, asombrada ante una afirmación tan poco razonable—. De seguro que estás perdiendo el juicio. ¿Cuándo he sido dura, dímelo?

—Ayer —sollozó Isabella—, y ¡ahora!

—¿Ayer? —preguntó su cuñada—. ¿Cuándo?

—En nuestro paseo por el páramo. ¡Me dijiste que podía andar por donde quisiera, mientras tú paseabas con el señor Heathcliff!

—¿A eso le llamas tú dureza? —dijo Catherine riéndose—. No era una insinuación de que nos molestara tu compañía. No nos importaba si estabas con nosotros o no. Sólo pensé que la conversación con Heathcliff no tendría nada de entretenida para ti.

—¡Oh, no! —lloró la joven—. ¡Querías alejarme porque sabías que me gustaba estar allí!

—¿Está en sus cabales? —preguntó la señora Linton dirigiéndose a mí—. Te repetiré nuestra conversación palabra por palabra, Isabella, y me dirás los encantos que podía tener para ti.

—No me importa la conversación —respondió—. Quería estar con…

—¿Sí? —dijo Catherine, percatándose de su vacilación para terminar la frase.

—Con él. ¡Y no quiero que me estéis echando siempre! —continuó enardeciéndose—. ¡Eres como el perro del hortelano, Cathy, y no quieres que amen a nadie más que a ti!

—¡Eres una diablilla impertinente! —exclamó la señora Linton sorprendida—. ¡No puedo creer semejante estupidez! Es imposible que puedas codiciar la admiración de Heathcliff… ¡que le consideres una persona agradable! Espero no haberte malentendido, Isabella.

—No, no lo has hecho —dijo la encaprichada joven—. Le amo más de lo que tú has amado a Edgar jamás, ¡y él me amaría si tú le dejaras!

—¡En ese caso no quisiera estar en tu lugar ni por todo un reino! —declaró Catherine con énfasis, y parecía hablar sinceramente—. Nelly, ayúdame a convencerla de su locura. Dile lo que es Heathcliff: un ser indómito, sin refinamiento, sin cultura, un árido yermo de aulagas y pedernal. ¡Antes pondría yo ese pobre canario en el parque en un día de invierno que aconsejarte que le entregaras tu corazón! Es una lamentable ignorancia de su carácter, niña, y nada más, lo que ha hecho que se te metiera este sueño en la cabeza. ¡Y por favor, no te imagines que oculta tesoros de bondad y de cariño bajo ese adusto exterior! No es un diamante en bruto… ni la ostra de un rústico que contiene una perla: es un hombre feroz, despiadado y como un lobo. Yo nunca le digo: «Deja en paz a éste o aquel enemigo, porque sería poco generoso o cruel hacerle daño». Le digo: «Déjalos en paz porque yo detestaría que se les perjudicara». A ti, Isabella, te aplastaría como a un huevo de gorrión, si le resultaras un cuidado molesto. Sé que sería incapaz de amar a una Linton, ¡pero sería muy capaz de casarse con tu fortuna y tus expectativas! La avaricia se ha convertido en su pecado más acuciante. Ahí tienes mi retrato y eso que soy su amiga… y tanto es así que si él hubiera pensado seriamente en cazarte, yo quizá hubiera debido contener la lengua y dejarte caer en su trampa.

La señorita Linton miró a su cuñada con indignación.

—¡Qué vergüenza!, ¡qué vergüenza! —repitió enfadada—. Eres peor que veinte enemigos, ¡amiga venenosa!

—¡Ah!, ¿entonces no me crees? —dijo Catherine—. ¿Piensas que hablo por malvado egoísmo?

—Estoy segura —replicó Isabella—. ¡Y me das escalofríos!

—¡Bien! —gritó la otra—. Inténtalo tú misma, si te empeñas. Yo he terminado, dejo el asunto a tu descarada insolencia.

—¡Y tener que sufrir por su egoísmo! —sollozó, mientras la señora Linton salía de la habitación—. Todo, todo está contra mí. Ella ha arruinado mi único consuelo. Pero no ha dicho más que mentiras, ¿no es verdad? El señor Heathcliff no es un demonio. Tiene un alma honrada y sincera. ¿Si no, cómo iba a acordarse de ella?

—Bórrele de sus pensamientos, señorita —dije—. Es un pájaro de mal agüero y en absoluto pareja para usted. La señora Linton habló con dureza, pero no puedo contradecirla. Conoce su corazón mejor que yo, o que nadie, y nunca le hubiera pintado peor de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus acciones. ¿Cómo ha vivido? ¿Cómo se ha hecho rico? ¿Por qué vive en Cumbres Borrascosas, la casa del hombre a quien aborrece? Dicen que el señor Earnshaw está cada vez peor desde que llegó él. Pasan continuamente las noches levantados y Hindley ha estado hipotecando sus tierras y no hace más que jugar y beber. Me enteré hace sólo una semana. Me lo contó Joseph a quien encontré en Gimmerton.

—Nelly —me dijo—, pronto tendremos en casa una investigación de la policía. Uno de ellos casi se corta un dedo impidiendo que el otro se degollara como un ternero. Así es el amo, ya sabes, capaz de ir a los tribunales. No teme a los jueces, ni a Pablo, ni a Pedro, ni a ]uan, ni a Mateo, ni a ninguno, no, no él. Le gusta… está deseando poner ante ellos su rostro desvergonzado. Y esa buena pieza de Heathcliff, estate segura, es un pájaro raro. Es capaz como nadie de fingir una risa ante una broma diabólica. ¿Nunca dice nada de la buena vida que lleva entre nosotros cuando va a la Granja? Así van las cosas: levantarse a la puesta de sol, dados, brandy, se cierran las contraventanas y a la luz de las velas hasta el día siguiente al mediodía. Entonces el loco se va a su alcoba echando maldiciones y haciendo que la gente honrada se tape los oídos con los dedos de vergüenza, y el granuja puede contar su dinero, y comer y dormir y marcharse a charlar con la mujer del vecino. Por supuesto que le cuenta a la señora Catherine cómo el oro de su padre va a parar a su bolsillo, y cómo el hijo de su padre galopa por el camino ancho, mientras él va delante abriéndole las puertas de la ruina.

—Pues bien, señorita Linton, Joseph es un viejo bribón, pero no miente, y si su relato de la conducta de Heathcliff fuera cierto, usted no pensaría jamás en desear semejante marido, ¿verdad?

—¡Te has aliado con los demás, Ellen! —respondió ella—. No escucharé vuestras calumnias. ¡Qué malevolencia debéis tener para querer convencerme de que no hay felicidad en el mundo!

No puedo decir si, dejada a su aire, se le hubiera pasado este capricho o hubiera perseverado alimentándolo a perpetuidad. Tuvo poco tiempo para reflexionar. Al día siguiente había un juicio en la ciudad vecina y mi amo tuvo que asistir. El señor Heathcliff, enterado de su ausencia, vino más temprano que de costumbre.

Catherine e Isabella estaban sentadas en la biblioteca, hostiles, pero en silencio. La última, alarmada por su reciente indiscreción y por haber revelado sus íntimos sentimientos en su pasajero arrebato de pasión; la primera, tras madura consideración, realmente ofendida con su compañera y, si ésta se volvía a reír de su impertinencia, decidida a no tomar ella el asunto a risa. Sí que se rió al ver pasar a Heathcliff por la ventana. Yo estaba limpiando el hogar y noté una risa maligna en sus labios. Isabella, absorta en sus meditaciones, o en un libro, se quedó hasta que se abrió la puerta, cuando ya era demasiado tarde para intentar huir, lo que hubiera hecho encantada de haber sido posible.

—¡Pasa, qué bien! —exclamó el ama alegremente, acercando una silla al fuego—. Aquí hay dos personas en triste necesidad de una tercera para romper el hielo entre ellas. Y tú eres precisamente la que las dos elegiríamos. Heathcliff, estoy orgullosa de mostrarte al fin a alguien que te adora más que yo. Espero que te sientas halagado. ¡No, no es Nelly, no la mires! Es a mi pobre cuñadita a la que se le parte el corazón sólo con contemplar tu belleza física y moral. ¡Está en tu poder ser hermano de Edgar! ¡No, no, Isabella, no te escaparás! —continuó, reteniendo con fingida guasa a la desconcertada niña que se había levantado indignada—. Estuvimos peleando como gatos por ti, Heathcliff, y me ha vencido limpiamente con sus protestas de cariño y admiración. Es más, me ha informado de que con sólo que yo tuviera la buena educación de mantenerme aparte, mi rival —como ella se considera— lanzaría a tu corazón una flecha que se te clavaría para siempre y mandaría mi imagen al eterno olvido.

—¡Catherine! —dijo Isabella armándose de dignidad y desdeñando resistir el apretado puño que la retenía—. ¡Te agradeceré que te atengas a la verdad y no me calumnies, ni aun en broma! Señor Heathcliff, tenga la bondad de decir a su amiga que me suelte. Olvida que usted y yo no somos amigos íntimos, y lo que a ella le divierte a mí me resulta indeciblemente doloroso.

Como el visitante no contestaba, sino que se sentó, y parecía del todo indiferente a los sentimientos que ella acariciara respecto a él, se volvió y susurró un serio ruego a su atormentadora para que la liberara.

—¡De ninguna manera! —exclamó la señora Linton en respuesta—. No quiero que nadie me vuelva a llamar perro del hortelano. ¡Te quedarás, faltaba más! Heathcliff, ¿cómo es que no muestras satisfacción por mis gratas noticias? Isabella jura que el amor que me tiene Edgar no es nada comparado con el que ella te tiene a ti. Estoy segura de que dijo algo parecido. ¿No es verdad, Ellen? Y no ha comido nada desde el paseo de anteayer, de dolor y de ira, porque la aparté de tu compañía, con la idea de que no se la aceptaba.

—Creo que te desmiente —dijo Heathcliff, dando la vuelta a su silla para quedarse de cara a ellas—. Ahora quiere estar lejos de mi compañía, de todas formas.

Y se quedó mirando al objeto de la conversación, como el que mira a un extraño animal repulsivo, un ciempiés de las Indias, por ejemplo, al que se mira con curiosidad a pesar de la aversión que suscita. La pobrecita no pudo soportarlo y se puso pálida y roja en rápida sucesión, y mientras las lágrimas bordaban sus pestañas, aplicó la fuerza de sus frágiles dedos para aflojar el fuerte agarre de Catherine y, viendo que con la misma rapidez que levantaba un dedo de su brazo, otro lo cogía y que no podía retirarlos todos a la vez, empezó a hacer uso de sus afiladas uñas que pronto adornaron con medias lunas rojas la mano de la opresora.

—¡Es una tigresa! —exclamó la señora Linton, liberándola y sacudiéndose la mano con dolor—. ¡Vete, por amor de Dios, y esconde esa cara de arpía! Qué tonta eres enseñándole a él esas garras. ¿No te imaginas las conclusiones que sacará? Mira, Heathcliff, ésos son los instrumentos de suplicio… ten cuidado con tus ojos.

—Se las arrancaré de los dedos si me amenaza alguna vez —contestó él brutalmente cuando se cerró la puerta tras ella—. Pero ¿qué te proponías al burlarte de la criatura de esa manera, Cathy? No hablabas en serio ¿verdad?

—Te aseguro que sí —respondió ella—. Hace varias semanas que languidece por tu amor. Y esta mañana, delirando por ti, me echó un diluvio de insultos, porque le saqué a plena luz tus defectos con el propósito de mitigar su pasión. Pero no pienses más en ello. Quería castigar su insolencia, eso es todo. La quiero demasiado bien, querido Heathcliff, para permitir que te apoderes en absoluto de ella y la devores.

—Y yo la quiero demasiado mal para intentarlo —dijo él—, salvo a la manera de auténtico vampiro. Oirías contar cosas raras si yo viviera sólo con ese insípido rostro de cera. Lo más corriente sería pintar en su blancura los colores del arco iris y volver negros sus ojos azules cada uno o dos días. Se parecen detestablemente a los de Linton.

—¡Deliciosamente! —observó Catherine—. ¡Son ojos de paloma… ojos de ángel!

—Es la heredera de su hermano, ¿no? —preguntó él, después de un breve silencio.

—Lamentaría que así fuera —respondió su compañera—. Media docena de sobrinos la dejarían sin su título, gracias a Dios. Aparta tu mente del asunto por ahora. Eres demasiado proclive a codiciar los bienes del prójimo. Recuerda que los bienes de este prójimo son míos.

—Si fueran míos no lo serían menos —dijo Heathcliff—, pero, aunque Isabella sea tonta, no está tan loca. Y, abreviando, abandonaremos el asunto como tú aconsejas.

De sus lenguas lo apartaron, y Catherine, probablemente, de sus pensamientos. Pero el otro, estoy segura, lo recordó a menudo en el transcurso de la tarde. Le vi sonreír para sí —una mueca más bien— y caer en siniestras cavilaciones siempre que la señora Linton se ausentaba de la habitación.

Decidí vigilar sus movimientos. Mi corazón invariablemente se inclinaba del lado del amo, en preferencia al de Catherine. Con razón, me imaginaba, porque era amable, sincero y honorable, y ella, no podía decirse que fuera lo opuesto, pero parecía permitirse tan amplias licencias, que yo tenía poca fe en sus principios, y aún menos simpatía por sus sentimientos. Deseaba que sucediera algo que tuviera el efecto de liberar, tranquilamente, tanto a Cumbres Borrascosas como a la Granja, del señor Heathcliff, dejándonos como estábamos antes de su llegada. Sus visitas eran una continua pesadilla para mí y sospecho que para mi amo también. Su estancia en las Cumbres significaba una opresión imposible de explicar. Sentía que Dios había abandonado a la oveja descarriada a sus propios y malvados extravíos y que una bestia mala merodeaba entre ella y el redil, esperando el momento de saltar y destruir.

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