Cumbres borrascosas

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XII

Mientras la señorita Linton andaba alicaída por el parque y el jardín, siempre silenciosa y casi siempre llorando, su hermano se encerraba entre libros que nunca abría… cansándose, supongo, con una continua y vaga esperanza de que Catherine, arrepentida de su conducta, volvería por propia iniciativa para pedir perdón y buscar una reconciliación… y ella se empeñaba en ayunar, con la idea, probablemente, de que a cada comida Edgar casi se atragantaría por su ausencia y que sólo el orgullo le impediría correr a postrarse a sus pies, yo continuaba con mis deberes domésticos convencida de que las paredes de la Granja sólo albergaban un alma sensata, y era la que se alojaba en mi cuerpo. No malgasté compasión hacia la señorita, ni objeciones a la señora, ni preste gran atención a los suspiros del amo que ardía en deseos de oír el nombre de su esposa, ya que no podía oír su voz. Decidí que ya se las arreglaran como quisieran y, aunque fue un proceso fatigoso y lento, empecé al fin a alegrarme con un débil despuntar de su avance, como creí al principio.

Al tercer día la señora Linton descorrió el cerrojo de su puerta, porque habiéndose terminado el agua del cántaro y de la jarra, quiso que se le renovara la provisión, y también un tazón de caldo, porque se creía morir. Esas palabras las tomé como dirigidas a los oídos de Edgar, pero como yo no creía nada semejante, las guardé para mí y le llevé un poco de té con tostadas. Comió y bebió con avidez y volvió a hundirse en la almohada, con las manos apretadas, y gimiendo.

—Oh, quiero morirme —exclamó—, puesto que a nadie le importo nada. Ojalá no hubiera tomado eso.

Un buen rato después la oí murmurar:

—¡No, no quiero morirme… se alegraría… no me quiere nada… nunca me echaría de menos!

—¿Necesita algo, señora? —pregunté, conservando todavía mi compostura externa a pesar de su aspecto fantasmal y su actitud exagerada y extraña.

—¿Qué hace ese ser apático? —preguntó, apartando de su demacrado rostro los rizos espesos y enmarañados—. ¿Ha caído en un letargo o se ha muerto?

—Ni una cosa ni otra —respondí—, si se refiere usted al señor Linton. Está bastante bien, creo, aunque sus estudios le ocupan más de lo que deberían. Está continuamente entre sus libros, ya que no tiene otra compañía.

No hubiera hablado así de haber sabido su verdadero estado, pero no podía librarme de la idea de que parte de su enfermedad era fingida.

—¡Entre sus libros! —exclamó confusa—. ¡Y yo muriéndome! ¡Al borde de la tumba! ¡Dios mío! ¿Sabe lo desfigurada que estoy? —continuó, contemplando su imagen en un espejo colgado en la pared opuesta—. ¿Es ésa Catherine Linton? Se imagina que es una rabieta… o una comedia quizá. ¿No puedes informarle de que es algo terriblemente serio? Nelly, si no es demasiado tarde, en cuanto sepa lo que piensa, escogeré entre estas dos soluciones: o me dejaré morir de hambre ahora mismo —lo que no sería un castigo a menos que tenga corazón— o recuperarme y abandonar la región. ¿Me estás diciendo la verdad respecto a él? Ten cuidado. ¿Mi vida le es en realidad tan absolutamente indiferente?

—Bueno, señora —respondí—, el amo no tiene idea de que esté usted trastornada, y desde luego no teme que se deje usted morir de hambre.

—¿Crees que no? ¿No puedes decirle que sí lo haré? ¡Convéncele! ¡Dile lo que piensas, dile que estás segura de que lo haré!

—No, olvida, señora Linton, que esta tarde ha comido algo con gusto, y mañana notará su buen efecto.

—Si tuviera la seguridad de que eso le mataría —me interrumpió—, me mataría inmediatamente. No he pegado ojo en estas tres noches espantosas… ¡Oh, he estado atormentada! ¡He estado obsesionada, Nelly! Pero empiezo a imaginarme que tú no me quieres. ¡Qué raro! Pensaba que, aunque todos se odiaban y despreciaban unos a otros, no podían por menos de amarme. Y ahora todos se han convertido en enemigos en pocas horas. Ellos lo han hecho, estoy segura, la gente de aquí. ¡Qué triste enfrentarse a la muerte rodeada de sus frías caras! Isabella, aterrada y espantada, con miedo a entrar en mi cuarto, porque sería tan horrible ver que Catherine se muere. Y Edgar, de pie, solemnemente, a mi lado, para contemplar el fin, y luego ofrecer oraciones para dar gracias a Dios por restablecer la paz en su casa, y volver a sus libros. ¡Qué diantres tendrá que hacer con sus libros cuando yo me estoy muriendo!

No podía soportar la idea que yo le había metido en la cabeza acerca de la filosófica resignación de su marido. Agitándose de acá para allá, aumentó su febril extravío hasta la locura y desgarró la almohada con los dientes. Luego se levantó, toda ardiendo, y quiso que abriera la ventana. Estábamos en pleno invierno, el viento soplaba con fuerza del noreste, y me opuse. Tanto las fugaces expresiones de su rostro como sus cambios de humor empezaron a alarmarme terriblemente y me trajeron a la memoria su enfermedad anterior y la recomendación del doctor de que no se la debía contrariar. Un minuto antes estaba violenta, ahora, apoyada en un brazo y sin advertir que no le había obedecido, parecía encontrar infantil diversión en sacar las plumas por los desgarrones que acababa de hacer y en alinearlas sobre la sábana según sus distintas especies: su mente se había desviado hacia otras asociaciones.

—Ésta es de pavo —murmuró para sí—, y ésta de pato salvaje y ésta de paloma… ¡Ah, ponen plumas de paloma en las almohadas… no es extraño que no me haya muerto! Tendré que acordarme de tirarla al suelo cuando me acueste. Aquí hay una de perdiz y esta —la reconocería entre miles de avefría. Bonito pájaro, revoloteando sobre nuestras cabezas en medio del páramo. Quería irse a su nido, porque las nubes tocaban las alturas y sentía venir la lluvia. Esta pluma se cogió en el brezo, al pájaro no le dispararon, vimos el nido en el invierno lleno de esqueletos pequeñitos. Heathcliff había puesto allí una trampa y los viejos no se atrevieron a ir. Le hice prometer que nunca mataría un avefría después de eso, y lo cumplió. Sí, aquí hay más, ¿mató a mis avefrías, Nelly? ¿Tiene sangre alguna de ellas? Déjame ver.

—¡Deje ese juego infantil! —la interrumpí, quitándole la almohada y volviendo los agujeros hacia el colchón porque estaba sacando su contenido a puñados—. Acuéstese y cierre los ojos. Está usted delirando. ¡Qué desorden! El plumón vuela como si fuera nieve.

Me puse a recogerlo de un lado para otro.

—Veo en ti, Nelly —continuó como soñando—, una vieja de pelo blanco y espaldas encorvadas. Esta cama es la Cueva de las Hadas bajo el Risco de Peniston, y tú estás recogiendo puntas de flecha de pedernal para herir a nuestras novillas, fingiendo, cuando estoy cerca, que no son más que copos de lana. Así serás dentro de cincuenta años, ya sé que ahora no eres así. No estoy delirando: estás equivocada, de lo contrario, creería que eras de verdad esa marchita bruja, y que yo estaba bajo el Risco de Peniston, pero soy consciente de que es de noche y que hay dos velas sobre la mesa que hacen que el armario negro brille como el azabache.

—¿El armario negro? ¿Dónde está? —pregunté—. ¡Está usted hablando en sueños!

—Está contra la pared, como siempre —respondió—. ¡Qué extraño parece… veo un rostro en él!

—No hay armario en la habitación, y nunca lo ha habido —dije yo, volviéndome a sentar y recogiendo la cortina de la cama para poder vigilarla.

—¿No ves esa cara? —preguntó, mirando fijamente al espejo.

Por más que le dije fui incapaz de hacerle comprender que era su propia cara, así que me levanté y cubrí el espejo con un chal.

—¡Todavía está ahí detrás! —insistió, angustiada—, y se ha movido. ¿Quién es? ¡Espero que no salga cuando te vayas! ¡Oh, Nelly, este cuarto está hechizado! ¡Tengo miedo de quedarme sola!

Le cogí la mano y le rogué que se tranquilizara, pues una sucesión de temblores convulsionaba su cuerpo, y seguía con la mirada fija en el espejo.

—¡Aquí no hay nadie! —insistí—. Era usted misma, señora Linton, hace un momento lo sabía usted.

—¡Yo misma! —jadeó—. ¡Y el reloj está dando las doce! ¡Entonces es verdad! ¡Qué horror!

Sus dedos agarraban las ropas de la cama y se tapaba los ojos con ellas. Intenté deslizarme hacia la puerta con la intención de llamar a su marido, pero un penetrante chillido me hizo volver… el chal se había caído del espejo.

—Vaya, ¿qué es esto, qué pasa? —exclamé yo—. ¿Quién es cobarde ahora? ¡Despierte! Es el espejo… el espejo, señora Linton. Se ve a sí misma y ahí estoy yo también, a su lado.

Temblando y desconcertada, me sujetó con fuerza, pero el horror desapareció poco a poco de su semblante y su palidez dio paso a un sonrojo de vergüenza.

—¡Oh, Dios mío! Creí que estaba en casa —suspiró—. Creí que estaba acostada en mi alcoba de Cumbres Borrascosas. Estoy débil, tengo la cabeza aturdida, y grité inconscientemente. No digas nada, pero quédate conmigo. Me aterra dormirme, los sueños me horrorizan.

—Un buen sueño le haría bien, señora —respondí—, y espero que estos sufrimientos le impidan volver a intentar morir de hambre.

—¡Oh, aunque sólo estuviera en mi propio lecho en la vieja casa! —continuó con amargura, retorciéndose las manos—. ¡Y ese viento sonando en los abetos junto a la ventana! ¡Déjame sentirlo… baja derecho del páramo… déjame respirarlo una vez!

Para apaciguarla entreabrí la ventana unos segundos. Penetró una fría ráfaga. La cerré y me volví a mi sitio. Ahora yacía tranquila, con la cara bañada en lágrimas. El agotamiento del cuerpo había dominado por completo el espíritu. Nuestra feroz Catherine no era más que una niña que gimoteaba.

—¿Cuánto hace que me encerré aquí? —preguntó reanimándose de repente.

—Fue el lunes por la tarde —respondí—, y ahora es jueves por la noche, mejor dicho, en este momento, viernes por la mañana.

—¡Cómo! ¿De la misma semana? —exclamó—. ¿Tan poco tiempo?

—Bastante para vivir sólo de agua fría y mal humor —observé.

—Bueno, pues parece un número insoportable de horas —murmuró incrédula—. Deben de ser más. Recuerdo que estaba en la salita después de pelearse ellos, que Edgar fue cruelmente provocativo y que yo corrí a esta habitación desesperada. Nada más echar el cerrojo, me sobrevino una completa oscuridad y caí al suelo. No podía explicarle a Edgar lo segura que estaba de tener un ataque, o enloquecer de ira, si seguía molestándome. Había perdido el dominio de mi lengua, o de mi cabeza y quizá él no adivinara mi agonía, pero apenas si me quedaba sentido para intentar huir de él y de su voz. Antes de que me recuperara lo suficiente para ver y oír, empezó a amanecer y, Nelly, te contaré lo que pensé y lo que me venía a la cabeza una y otra vez, hasta que temí perder la razón. Tendida ahí con la cabeza contra la pata de la mesa y mis ojos distinguiendo borrosamente el cuadro gris de la ventana, pensaba que estaba encerrada en la cama de los tableros de roble de mi casa, y que mi corazón sufría por un gran dolor que, al despertar, no recordaba. Reflexioné, y estaba inquieta por descubrir lo que podía ser y, cosa rara, los siete últimos años de mi vida estaban en blanco. ¡No podía recordar ni que hubieran existido en absoluto! Yo era una niña, acababan de enterrar a mi padre, y mi dolor procedía de la separación que Hindley había ordenado entre Heathcliff y yo. Estaba sola por primera vez y, al despertar de un triste duermevela, después de una noche de llanto, levanté la mano para descorrer los tableros y golpeé la mesa, la pasé por la alfombra y entonces súbitamente recuperé la memoria. Mi reciente angustia quedó ahogada en un paroxismo de desesperación. No puedo decir por qué me sentía tan terriblemente desdichada, debe de haber sido una enajenación pasajera porque apenas hay motivo. Pero imagínate que a los doce años hubiera sido arrancada de las Cumbres y de todos mis primeros recuerdos y de mi amigo del alma, como lo era entonces Heathcliff, y me hubiera con vertido de golpe en la señora Linton, la dueña de la Granja de los Tordos y la esposa de un extraño, una exiliada, y desterrada en adelante de todo lo que había sido mi mundo. ¡Puedes vislumbrar el abismo en que me arrastraba! ¡Mueve la cabeza tanto como quieras, Nelly, pero tú has contribuido a mi perturbación! ¡Debías haberle hablado a Edgar, sí, debías, y obligarle a que me dejara tranquila! ¡Oh, estoy ardiendo! ¡Ojalá estuviera al aire libre! ¡Ojalá volviera a ser una niña, medio salvaje, robusta y libre, y reírme de los insultos, no enloquecer por culpa suya! ¿Por qué estoy tan cambiada? ¿Por qué mi sangre hierve en infernal tumulto por unas palabras? Estoy segura de que volvería a ser yo misma si me encontrara de nuevo entre los brezos de aquellas colinas. Abre otra vez la ventana de par en par y sujétala abierta. Rápido, ¿por qué no te mueves?

—Porque no quiero que se muera de frío —respondí.

—Querrás decir que no quieres darme una oportunidad para que viva —dijo enfadada—. Pero aún no soy una inválida, la abriré yo misma.

Y deslizándose de la cama antes de que se lo pudiera impedir, cruzó la habitación con paso vacilante, la abrió y se asomó, sin importarle el aire helado sobre sus hombros, tan afilado como un cuchillo. Le rogué que se retirara y al fin traté de forzarla, pero pronto descubrí que la fuerza que le proporcionaba el delirio era muy superior a la mía (estaba delirando, me convencieron sus actos y desvaríos subsiguientes). No había luna y todo yacía en brumosa oscuridad. Ni una luz brillaba en las casas, lejos o cerca… Todas se habían apagado hacía mucho tiempo, y las de Cumbres Borrascosas no se veían nunca…, pero ella aseguró que percibía su resplandor.

—¡Mira! —gritó con vehemencia—. Aquél es mi cuarto, con la vela dentro y los árboles balanceándose delante. Y la otra vela está en la buhardilla de Joseph. Él se acuesta tarde, ¿verdad? Está esperando a que yo vuelva a casa para cerrar la verja. Bueno, tendrá que esperar todavía un rato. Es un viaje duro, y triste el corazón que lo emprende, y tenemos que pasar por la iglesia de Gimmerton para hacer ese viaje. A menudo hemos desafiado juntos a sus fantasmas, y nos hemos desafiado el uno al otro para quedarnos entre las tumbas y pedirles que vinieran. Pero Heathcliff, si te desafiara ahora, ¿te aventurarías? Si lo haces te esperaré. No reposaré allí sola. Pueden enterrarme a doce pies de profundidad y echarme la iglesia encima, pero no descansaré hasta que estés conmigo. ¡No, jamás!

Hizo una pausa y continuó con una extraña sonrisa:

—Lo está pensando… y preferiría que yo fuera a donde está él. Encuentra, entonces, un camino que no pase por el cementerio. ¡Qué lento eres! ¡Alégrate, tú siempre me seguías!

Viendo que era inútil argumentar contra su locura, planeaba cómo podría alcanzar algo para abrigarla sin dejar de sujetarla (pues no podía confiar en ella, sola junto a la ventana abierta) cuando, para mi consternación, oí el ruido de la cerradura de la puerta y al señor Linton que entraba. No había salido de la biblioteca hasta entonces y, al pasar por la puerta, oyó nuestra conversación y se vio atraído por el temor o la curiosidad a averiguar qué significaba aquello a una hora tan tardía.

—¡Oh, señor! —grité, deteniendo la exclamación que le vino a los labios ante el espectáculo que se encontró y el desolado ambiente de la habitación—. Mi pobre señora está enferma, y me domina del todo, no puedo con ella. Por favor, venga a convencerla de que se vaya a la cama. Olvide su enfado, porque es muy difícil hacer nada con ella como no sea lo que ella quiera.

—¿Catherine enferma? —dijo, precipitándose hacia nosotras—. ¡Cierre la ventana, Ellen! ¡Catherine! ¿Por qué…?

Se quedó callado. El demacrado aspecto de la señora Linton le dejó mudo, y sólo pudo dirigir la mirada de ella a mí, con horrorizada perplejidad.

—Ha estado aquí muy inquieta —continué—, sin tomar apenas nada, sin quejarse nunca. No nos ha dejado entrar a ninguno de nosotros hasta esta tarde, así que no podíamos informarle de su estado, ya que nosotros mismos lo desconocíamos, pero no es nada.

Me di cuenta de que me estaba explicando con mucha torpeza. El amo frunció el entrecejo.

—¿No es nada, eh, Ellen Dean? —dijo seriamente—. ¡Tendrá que darme cuentas más claras por mantenerme ignorante de esto!

Tomó a su mujer en brazos y la miró con angustia.

Al principio no dio señales de reconocerle. Él era invisible a su abstraída mirada. Su delirio, sin embargo, no se había fijado y al dejar sus ojos de contemplar la oscuridad exterior, gradualmente, centró su atención en él, y se dio cuenta de quién la tenía en brazos.

—¡Ah!, ¿has venido, eres tú, Edgar Linton? —dijo con airada agitación—. Eres uno de esos seres a quienes siempre se encuentra cuando menos necesarios son y nunca cuando se les necesita. Supongo que ahora tendremos muchas lamentaciones —ya veo que sí—, pero no me apartarán de mi estrecha morada allá lejos, mi lugar de reposo, en el que estaré antes de que termine la primavera. Allí está, no entre los Linton, cuidado, bajo el techo de la capilla, sino al aire libre, con una lápida. ¡Y tú puedes hacer lo que te plazca, irte con ellos o venir conmigo!

—Catherine, ¿qué has hecho? —comenzó el amo—. ¿Ya no soy nada para ti? ¿Amas a ese miserable de Heath…?

—¡Calla! —exclamó la señora Linton—. ¡Calla ahora mismo! ¡Menciona ese nombre y pongo fin al asunto tirándome por la ventana! Lo que estás tocando ahora lo puedes tener, pero mi alma estará en aquella cima antes de que me pongas las manos encima otra vez. No te necesito, Edgar, he dejado de necesitarte. Vuelve a tus libros. Me alegro de que tengas un consuelo, porque el que tenías en mí ha desaparecido.

—Delira, señor —interrumpí—. Ha estado diciendo tonterías toda la tarde, pero dejémosla reposar y cuidémosla adecuadamente y se repondrá. De ahora en adelante tenemos que tener cuidado de no irritarla.

—No quiero más consejos suyos —respondió el señor Linton—. Usted conocía la naturaleza de su señora y me animó a hostigarla. ¡Y no darme ni una indicación de cómo ha estado estos tres días! ¡Fue cruel! ¡Meses de enfermedad no podrían cambiarla tanto!

Empecé a defenderme, pensando que era demasiado que me censuraran por la perversa terquedad de otra persona.

—Sabía que la señora Linton era de naturaleza testaruda y dominante —exclamé—. ¡Pero lo que no sabía era que usted quisiera fomentar su mal carácter! No sabía que para tenerla contenta tenía que hacer la vista gorda ante el señor Heathcliff. Cumplí con el deber de una fiel sirvienta diciéndoselo a usted y éste es el pago que recibo por mi fidelidad. Bien, esto me enseñará a tener más cuidado la próxima vez. ¡La próxima vez puede conseguir la información por usted mismo!

—La próxima vez que me venga con un cuento la despediré, Ellen Dean —replicó.

—Entonces, supongo, señor Linton, que prefiere no saber nada del asunto —dije yo—. ¿Tiene el señor Heathcliff permiso para venir a cortejar a la señorita, y colarse aquí en cada oportunidad que le ofrezca su ausencia con el propósito de emponzoñar a la señora contra usted?

A pesar de su aturdimiento, Catherine tenía la inteligencia alerta y atenta a nuestra conversación.

—¡Ah, Nelly, has hecho el papel de traidor! —exclamó apasionadamente—. Nelly es mi enemiga oculta. ¡Bruja! Así que buscas puntas de flecha para hacernos daño. ¡Déjame! ¡Haré que se arrepienta! ¡Haré que pida perdón a gritos!

Una furia de maníaco se encendió en sus ojos y luchó desesperadamente para liberarse de los brazos de Linton. No me sentí inclinada a seguir con el asunto y, resuelta a buscar asistencia médica bajo mi responsabilidad, salí de la habitación.

Al cruzar el jardín para salir al camino, en el lugar donde hay una argolla para las caballerías clavada en el muro vi algo blanco que se movía de manera rara, evidentemente no por la acción del viento. A pesar de la prisa, me detuve a mirarlo, a fin de que no me quedara impreso para siempre en la imaginación el convencimiento de que era un ser del otro mundo. Grandes fueron mi sorpresa y mi perplejidad al descubrir, más por el tacto que por la vista, a Fanny, el perrito de la señorita Isabella, colgado de un pañuelo y casi en su último aliento. Rápidamente libere al animal y lo levanté hasta el jardín. Lo había visto seguir a su ama arriba, cuando se fue a la cama y no me explicaba cómo había podido llegar allí y qué mala persona lo había tratado de esa forma. Mientras desataba el nudo de la argolla, me pareció oír, repetidamente, los cascos de un caballo galopando a cierta distancia. Pero tenía tantas cosas en la cabeza que apenas le presté atención, aunque era un ruido extraño, en aquel lugar, y a las dos de la mañana.

Por fortuna, el señor Kenneth salía justo de casa para ir a ver a un paciente en el pueblo en el momento que yo me acercaba por la calle. Mi relato de la enfermedad de Catherine Linton le indujo a acompañarme de vuelta inmediatamente. Era un hombre sencillo y rudo y no tuvo escrúpulos en expresar sus dudas de que sobreviviera a este segundo ataque, a no ser que fuera más obediente a sus instrucciones de lo que había sido antes.

—Nelly Dean —explicó—, no puedo por menos de figurarme que hay alguna razón extra para esto. ¿Qué ha pasado en la Granja? Nos han llegado rumores raros. Una joven fuerte y sana como Catherine no cae enferma por una nimiedad, ni tampoco esa clase de gente. Es muy difícil curarles las fiebres y cosas así. ¿Cómo empezó esto?

—El amo le informará —respondí yo—, pero ya conoce el carácter violento de los Earnshaw, y la señora Linton les supera a todos. Puedo decirle que comenzó con una disputa. En un estallido de cólera le dio como un ataque. Eso es al menos lo que ella dice, porque en lo más encarnizado echó a correr y se encerró. Después se negó a comer, y ahora alterna entre el delirio y quedarse medio dormida. Conoce a los que la rodean, pero tiene la cabeza llena de todo tipo de impresiones e ideas raras.

—El señor Linton estará disgustado —observó Kenneth, inquisitivo.

—¿Disgustado? ¡Se le partiría el corazón si ocurriera algo! —respondí—. No le alarme más de lo necesario.

—Bueno, le dije que tuviera cuidado —dijo mi acompañante—, y tendrá que afrontar las consecuencias de no haberme hecho caso. ¿No ha estado haciendo buenas migas con Heathcliff últimamente?

—Heathcliff visita con frecuencia la Granja —respondí—, aunque más por razón de haberle conocido de niño la señora que porque al amo le guste su compañía. De momento está liberado de la molestia de visitarnos por ciertas aspiraciones impertinentes que declaró respecto de la señorita Linton. Dudo que vuelva a ser admitido.

—Y la señorita Linton, ¿le vuelve fríamente la espalda? —fue la siguiente pregunta del doctor.

—No soy su confidente —repliqué, reacia a seguir con el tema.

—No, es una ladina —observó, moviendo la cabeza—. ¡Sigue su propio criterio! Pero es una verdadera tontita. Sé de buena tinta que anoche (y vaya nochecita que hacía), ella y Heathcliff estuvieron paseando por la plantación de la parte trasera de vuestra casa, más de dos horas, y él la instaba a que no volviera a entrar, sino que montara en su caballo y se fuera con él. Mi informador me dijo que ella sólo le hizo desistir dándole su palabra de honor de estar preparada en su próximo encuentro. Cuándo iba a tener lugar, no lo oyó, pero inste al señor Linton para que esté alerta.

Esta noticia me llenó de nuevos temores. Me adelante a Kenneth e hice la mayor parte del camino corriendo. El perrito estaba todavía aullando en el jardín. Me detuve un minuto a abrirle la verja, pero, en lugar de ir hacia la puerta de la casa, corrió de un lado para otro, olfateando hierba, y se hubiera escapado al camino si no lo hubiera cogido y llevado conmigo. Subí al cuarto de Isabella y mis sospechas se confirmaron: estaba vacío. Si hubiera estado allí unas horas antes, puede que la enfermedad de la señora Linton hubiera podido detener su alocado paso. Pero ¿qué se podía hacer ahora? Había una remota posibilidad de alcanzarles, si se les perseguía inmediatamente. Pero yo no podía perseguirles, ni me atrevía a levantar a la familia y llenar la casa de confusión, menos aún a descubrirle el asunto a mi amo, absorto como estaba en su presente desgracia y sin corazón para un nuevo dolor. Vi que lo único que podía hacer era callarme y dejar que las cosas siguieran su curso y, como Kenneth había llegado, fui a anunciarle con el semblante totalmente descompuesto. Catherine dormía con sueño inquieto. Su marido había logrado calmar su acceso de frenesí y ahora estaba inclinado sobre su almohada observando cada matiz y cada cambio de sus facciones penosamente expresivas.

El doctor, observando el caso, le dio esperanzas de un desenlace feliz, sólo con que consiguiéramos mantener a su alrededor una tranquilidad perfecta y constante. Para mí lo que quiso decir fue que el peligro que la amenazaba no era tanto la muerte como la enajenación permanente.

Aquella noche no cerré los ojos, tampoco el señor Linton. Ni siquiera nos acostamos. Y los criados estaban todos levantados mucho antes de la hora acostumbrada, andando por la casa con pasos furtivos e intercambiando cuchicheos cuando se encontraban en sus quehaceres. Todos estaban activos menos la señorita Isabella, y empezaron a comentar lo profundamente que dormía. Su hermano también preguntó si se había levantado y parecía impaciente por verla y molesto de que mostrase tan poco interés por su cuñada. Estaba temblando de que me mandara a mí a llamarla, pero me libré de la molestia de ser la primera en anunciar su fuga. Una de las criadas, una chica atolondrada, que había ido a un recado temprano a Gimmerton, subió jadeante, con la boca abierta e irrumpió en la alcoba gritando:

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a pasar ahora? Señor, señor, nuestra señorita…

—¡No des esas voces! —le grité apresuradamente, irritada por sus ruidosas maneras.

—Habla más bajo, Mary. ¿Qué pasa? —dijo el señor Linton—. ¿Qué le duele a tu señorita?

—¡Que se ha ido, que se ha ido! ¡Ese Heathcliff se ha fugado con ella! —jadeó la chica.

—¡No es cierto! —exclamó Linton, levantándose agitado—. No puede ser. ¿Cómo se te ha metido esa idea en la cabeza? Ellen Dean, vaya a buscarla. Es increíble. No puede ser.

Mientras hablaba se llevó a la criada a la puerta y luego la volvió a preguntar para saber las razones de su afirmación.

—Bueno, me encontré en el camino a un chico que viene aquí a por leche —balbuceó—, y me preguntó si no teníamos problemas en la Granja. Creí que lo decía por la enfermedad de la señora, así que contesté que sí. Entonces dice: «habrá salido alguien tras ellos, supongo». Le miré pasmada. Vio que no sabía nada y me dijo que un caballero y una señora se habían detenido para que les herraran un caballo en una herrería a dos millas de Gimmerton, no mucho después de la medianoche y que la hija del herrero se había levantado para espiar quiénes eran. Los conoció a los dos enseguida. Se fijó que el hombre —era Heathcliff, estaba segura, nadie le podría confundir, además— pagó con un soberano

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que le puso a su padre en la mano. La señora tenía la cara tapada con una capa, pero pidió un poco de agua y, al beber, se le cayó hacia atrás, y la vio muy bien. Heathcliff sujetaba las dos riendas al cabalgar. Volvieron la espalda al pueblo, y se fueron tan deprisa como los malos caminos les permitían. La chica no dijo nada a su padre, pero esta mañana lo contó por todo Gimmerton.

Subí corriendo y me asomé, por pura fórmula, al cuarto de Isabella, confirmando a mi vuelta, lo afirmado por la criada. El señor Linton había vuelto a su asiento junto a la cama. Al volver a entrar yo, levantó los ojos, leyó el significado en mi aspecto inexpresivo, y los bajó de nuevo, sin dar una orden, ni decir palabra.

—¿Vamos a tomar medidas para alcanzarles y hacerles volver? —pregunté—. ¿Qué haremos?

—Se fue porque quiso —respondió el amo—. Tenía derecho a irse si quería. No me moleste más con ella. De ahora en adelante es mi hermana sólo de nombre, no porque yo haya renegado de ella, sino porque ella ha renegado de mí.

Y esto fue todo lo que dijo del asunto. No hizo ni una pregunta más, ni la mencionó para nada, excepto para ordenarme que le mandara todo lo que hubiera suyo en la casa a su nuevo hogar, donde quiera que fuese, cuando lo supiera.

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