Capítulo 2. Donde aparece por primera vez Joseph Rouletabille
Capítulo 2 Donde aparece por primera vez Joseph Rouletabille
Recuerdo como si fuera ayer la entrada del joven Rouletabille en mi habitación aquella mañana. Serían las ocho, y yo estaba todavía en la cama, leyendo el artículo de referente al crimen del Glandier.
Pero, antes de nada, ha llegado el momento de presentaros a mi amigo.
Conocí a Joseph Rouletabille cuando él era un pequeño reportero. En aquella época yo era un principiante en el tribunal y en muchas ocasiones me lo encontraba en los pasillos de los jueces de instrucción, cuando yo iba a pedir un «pase» para la cárcel de Mazas o de Saint-Lazare. Tenía, como suele decirse, «unos buenos mofletes». Su cabeza era redonda como una bola y quizá por ello, pensé yo, sus compañeros de la prensa le habían puesto ese mote, con el que acabaría quedándose y que él haría famoso. «¡Rouletabille!». «¿Has visto a Rouletabille?». «Ya está ahí ese “divino” Rouletabille». Estaba a menudo rojo como un tomate, unas veces más contento que unas castañuelas y otras más serio que un papa. ¿Cómo tan joven —cuando lo vi por primera vez tenía dieciséis años y medio— se ganaba ya la vida en la prensa? Eso hubieran podido preguntarse todos cuantos se le acercaban si no hubieran estado al tanto de sus comienzos. Cuando el caso de la mujer hecha trozos de la calle Oberkampf —otra historia también olvidada— él llevó al redactor jefe de , periódico que rivalizaba entonces en informaciones con , el pie izquierdo que faltaba en la cesta donde fueron descubiertos los lúgubres restos. La policía llevaba ocho días —buscando en vano ese pie izquierdo y el joven Rouletabille lo encontró en una alcantarilla donde a nadie se le había ocurrido ir a buscarlo. Para ello había tenido que entrar en un equipo de alcantarilleros ocasionales que la administración de la ciudad de París había requisado a consecuencia de los daños causados por una excepcional crecida del Sena.
Cuando el redactor jefe se vio en posesión del preciado pie y hubo comprendido por qué asociación de inteligentes deducciones un niño había conseguido descubrirlo, se vio dividido entre la admiración que le causaba tanta astucia policíaca en un cerebro de dieciséis años y la alegría de poder exhibir en el «escaparate del depósito de cadáveres» del periódico «el pie izquierdo de la calle Oberkampf».
—Con este pie —exclamó— haré un artículo de cabecera.
Luego, después de confiar el siniestro paquete al médico forense adscrito a la redacción de , preguntó al que pronto se convertiría en Rouletabille cuánto quería ganar por formar parte del servicio de «sucesos» en calidad de pequeño reportero.
—Doscientos francos al mes —dijo humildemente nuestro joven, sorprendido hasta el sofoco por semejante proposición.
—Le daremos doscientos cincuenta —replicó el redactor jefe—. Únicamente, usted tendrá que declarar a todo el mundo que forma parte de la redacción desde hace un mes. Quede bien claro entre nosotros que no fue usted quien descubrió «el pie izquierdo de la calle Oberkampf», sino el periódico . ¡Aquí, amigo mío, el individuo no es nada; el periódico lo es todo!
Dicho esto, rogó al nuevo redactor que se retirase. En el umbral de la puerta lo detuvo, sin embargo, para preguntarle su nombre. El otro respondió:
—Joseph Joséphin.
—Eso no es un nombre —exclamó el redactor jefe—, pero como tampoco tendrá que firmar, no tiene mayor importancia…
En seguida, el imberbe redactor se hizo muchos amigos, pues era servicial y dotado de un buen humor que encantaba a los más gruñones y desarmaba a los más envidiosos. En el café del Tribunal, donde entonces los reporteros de sucesos se reunían antes de dirigirse a la Fiscalía o a la Prefectura en busca de su crimen cotidiano, empezó a adquirir fama de espabilado, capaz de meterse hasta en el mismo gabinete del jefe de la Seguridad. Cuando un caso valía la pena y Rouletabille —ya poseía su mote— había sido lanzado al campo de guerra por su redactor jefe, con mucha frecuencia les «ganaba la partida» a los inspectores de más fama.
Aprendí a conocerlo mejor en el café del Tribunal. Abogados criminalistas y periodistas no son enemigos, pues los unos necesitan publicidad y los otros informaciones. Charlamos, y experimenté en seguida una gran simpatía por ese buen muchachito de Rouletabille. ¡Tenía una inteligencia tan despierta y original! Y poseía una calidad de pensamiento que nunca más he vuelto a encontrar.
Poco tiempo después me encargaron de la crónica judicial en . Mi entrada en el periodismo no podía por menos de apretar los lazos de amistad que ya se habían trabado entre Rouletabille y yo. Por fin, como mi nuevo amigo había tenido la idea de una pequeña correspondencia judicial que le hacían firmar «Business» en su periódico , me vi en condiciones de facilitarle a menudo las informaciones que necesitaba.
Así pasaron casi dos años, y cuanto más aprendía a conocerlo, más lo quería, pues, bajo su aspecto de alegre extravagancia, yo lo había descubierto extraordinariamente serio para su edad. En fin, yo, que estaba acostumbrado a verlo muy alegre y a menudo demasiado alegre, varias veces lo encontré sumido en una tristeza profunda. Quise preguntarle por la causa de tales cambios de humor, pero siempre se echaba a reír y no me respondía. Un día en que yo le preguntaba por sus padres, de los que nunca me hablaba, me dejó fingiendo no haberme oído.
En esto estalló el famoso caso del «Cuarto Amarillo», que, además de hacer de él el primero de los reporteros, iba a convertirlo en el primer policía del mundo, doble cualidad que no hay por qué extrañarse de encontrar en la misma persona, puesto que la prensa oficial empezaba ya a transformarse y a convertirse en lo que más o menos es hoy: la gaceta del crimen. La gente de espíritu taciturno se lamentará de ello; yo estimo que hay que felicitarse. Nunca tendremos bastantes armas, públicas o privadas, contra el criminal. A lo que replica esa gente de espíritu taciturno que, de tanto hablar de crímenes, la prensa acaba por inspirarlos. Pero hay personas con las que nunca se puede tener razón, ¿no es cierto?
Pues bien, Rouletabille estaba en mi habitación aquella mañana del 26 de octubre de 1892. Estaba todavía más rojo que de costumbre; los ojos se le salían de las órbitas, como suele decirse, y parecía presa de una seria exaltación. Agitaba con una mano febril. Me gritó:
—Qué, mi querido Sainclair… ¿Ha leído?…
—¿El crimen del Glandier?
—Sí. ¡El «Cuarto Amarillo»! ¿Qué le parece?
—Toma, pues pienso que fue el «diablo» o el «Animalito de Dios» quien cometió el crimen.
—Seamos serios.
—Bueno, le diré que no creo mucho en los asesinos que escapan por las paredes. Para mí que el tío Jacques se equivocó al dejar detrás de él el arma del crimen y, como vive encima del cuarto de la señorita Stangerson, la operación arquitectónica a la que se va a dedicar hoy el juez de instrucción va a darnos la clave del enigma, y no tardaremos en saber por qué trampa natural o por qué puerta secreta pudo el buen señor deslizarse para volver inmediatamente al laboratorio, al lado del señor Stangerson, que no se percataría de nada. ¿Qué le voy a decir yo? ¡Es una hipótesis!…
Rouletabille se sentó en un sillón, encendió su pipa, que nunca abandonaba, fumó unos instantes en silencio, tiempo sin duda de calmar la fiebre que visiblemente lo dominaba, y luego me despreció:
—Jovencito —exclamó en un tono cuya deplorable ironía no intentaré reproducir—, jovencito… Usted es abogado, y no dudo de su talento para hacer absolver a los culpables; pero si un día llega a ser magistrado instructor, ¡qué fácil le resultará hacer condenar a los inocentes!… Usted tiene realmente dotes, jovencito.
Dicho esto, fumó con energía y prosiguió:
—No encontrarán ninguna trampa, y el misterio del «Cuarto Amarillo» se volverá cada vez más misterioso. Por eso me interesa. El juez de instrucción tiene toda la razón: nunca se habrá visto nada más extraño que ese crimen…
—¿Tiene alguna idea del camino que pudo seguir el asesino para escapar? —pregunté.
—Ninguna —me respondió Rouletabille—, ninguna por el momento… Pero ya tengo mi propia idea sobre el revólver, por ejemplo… El asesino no utilizó el revólver…
—¡Válgame Dios! ¿Quién lo utilizó entonces?
—Pues quién va a ser… «La señorita Stangerson»…
—Ya no entiendo nada —exclamé—. O, mejor dicho, nunca he entendido…
—¿No hubo nada en particular que le chocara en el artículo de ?
—Pues no, la verdad… Todo lo que se decía en él me pareció igual de extraño…
—Pero, vamos a ver…, ¿y la puerta cerrada con llave?
—Es lo único natural del relato…
—¿Ah, sí?… ¿Y el cerrojo?
—¿El cerrojo?
—¡El cerrojo echado por dentro!… Sí que tomó precauciones la señorita Stangerson… «Para mí que la señorita Stangerson sabía que tenía que temer a alguien»; tomó sus precauciones; «hasta cogió el revólver del tío Jacques», sin decírselo. Sin duda, no quería asustar a nadie; sobre todo no quería asustar a su padre… «Ocurrió lo que la señorita Stangerson tanto temía»… y se defendió y hubo una pelea y se sirvió con bastante habilidad del revólver para herir al asesino en la mano (y así se explicaría la impresión de la larga mano de hombre ensangrentada en la pared y en la puerta, de ese hombre que buscaba casi a tientas una salida para huir), pero no disparó con la suficiente rapidez para escapar al golpe terrible que iba a recibir en la sien derecha.
—¿No fue, pues, el revólver el que hirió a la señorita Stangerson en la sien?
—El periódico no lo dice y yo, por mi parte, no lo pienso; pues me parece lógico que el revólver haya servido a la señorita Stangerson contra el asesino. Pero ¿cuál fue el arma del asesino? El golpe en la sien parece atestiguar que el asesino quiso matar a señorita Stangerson…, después de intentar en vano estrangularla… El asesino debía de saber que el tío Jacques vivía en el desván, y fue una de las razones por las que, pienso yo, quiso obrar con «un arma silenciosa», quizá una cachiporra o un martillo…
—¡Todo esto —exclamé— no nos explica cómo salió nuestro asesino del «Cuarto Amarillo»!
—Desde luego —respondió Rouletabille, levantándose—, y, como hay que explicarlo, voy al castillo del Glandier, y vengo a buscarle para que también venga conmigo…
—¿Yo?
—Sí, querido amigo, lo necesito. me encargó definitivamente de este caso, y tengo que aclararlo lo antes posible.
—¿Pero en qué puedo ayudarlo yo?
—El señor Robert Darzac está en el castillo del Glandier.
—Es verdad… ¡Su desesperación no debe de tener límites!
—Tengo que hablar con él…
Rouletabille pronunció esa frase en un tono que me sorprendió:
—¿Es que…, es que ve algo interesante por ese lado? —pregunté.
—Sí.
Y no quiso decir más. Pasó al salón y me rogó que me aviara de prisa.
Yo conocía a Robert Darzac por haberle hecho un gran favor judicial en un proceso civil, cuando yo era secretario del letrado Barbet-Delatour. Robert Darzac, que tenía en aquella época unos cuarenta años, era profesor de Física en la Sorbona. Estaba íntimamente unido con los Stangerson, pues, después de siete años de una corte asidua, estaba a punto de contraer matrimonio con la señorita Stangerson, persona de cierta edad (tendría unos treinta y cinco años), pero de una notable belleza.
Mientras me vestía, grité a Rouletabille, que se estaba impacientando en el salón:
—¿Tiene alguna idea sobre la condición del asesino?
—Sí —respondió—. Lo creo, si no un hombre de mundo, por lo menos de una clase bastante alta… Todavía no es más que una impresión…
—¿De dónde saca esa impresión?
—Pues —replicó el joven— de la boina mugrienta, el pañuelo vulgar y las huellas del zapato tosco en el suelo…
—Entiendo —dije—. ¡Nadie deja tantas huellas detrás de sí, «cuando son la expresión de la verdad»!
—¡Haremos algo de usted, querido Sainclair! —concluyó Rouletabille.