El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 7. Donde Rouletabille se va de expedición bajo la cama

Capítulo 7 Donde Rouletabille se va de expedición bajo la cama

Rouletabille, después de empujar la puerta del «Cuarto Amarillo», se detuvo en el umbral, diciendo con una emoción que yo no comprendería hasta más tarde: «¡Oh! ¡El perfume de la dama de negro!». El cuarto estaba a oscuras; el tío Jacques quiso abrir las contraventanas, pero Rouletabille lo detuvo.

—¿Sucedió el drama en plena oscuridad? —dijo.

—No, jovencito, no creo. La señorita siempre quiso tener una mariposa en su mesa y yo se la encendía todas las noches antes de que fuera a acostarse… ¡Yo era casi su doncella, como quien dice, cuando llegaba la noche! La verdadera doncella no venía más que por la mañana. La señorita trabaja hasta tan tarde por la noche…

—¿Dónde estaba la mesa con la mariposa? ¿Lejos de la cama?

—Lejos de la cama.

—¿Puede ahora encender la mariposa?

—La mariposa está rota, y el aceite se derramó cuando cayó la mesa. Por lo demás, todo está igual. No tengo más que abrir las contraventanas y lo verá…

—¡Espere!

Rouletabille volvió al laboratorio y fue a cerrar las contraventanas y la puerta del vestíbulo. Cuando estuvimos completamente a oscuras, encendió una vela, se la dio al tío Jacques y le dijo que se dirigiera con la vela hacia el centro del «Cuarto Amarillo», al mismo lugar donde lucía aquella noche la mariposa.

El tío Jacques, que estaba en zapatillas (solía dejar sus zuecos en el vestíbulo), entró al «Cuarto Amarillo» con el trozo de vela, y distinguimos vagamente, mal iluminados por la llamita moribunda, objetos tirados por el suelo, una cama en el rincón y, enfrente de nosotros, a la izquierda, el reflejo de un espejo colgado de la pared, cerca de la cama. Fue todo muy rápido.

Rouletabille dijo:

—Ya vale. Puede abrir las contraventanas.

—Pero no entre —rogó el tío Jacques—; podría dejar marcas con los zapatos… Y no se puede tocar nada. Se le ha ocurrido al juez así, de buenas a primeras, aunque para él esté el caso concluido…

Y empujó las contraventanas. Entró la luz lívida de fuera, iluminando un siniestro desorden entre paredes de azafrán. El —pues si el vestíbulo y el laboratorio eran de baldosa, el «Cuarto Amarillo» era de — estaba recubierto con una estera amarilla de una sola pieza, que ocupaba casi toda la habitación, yendo hasta debajo de la cama y del tocador, únicos muebles que con la cama seguían aún en pie. La mesa redonda del centro, la mesilla de noche y dos sillas estaban caídas en el suelo. Pero no impedían ver en la estera una amplia mancha de sangre, que procedía —según nos dijo el tío Jacques— de la herida en la frente de la señorita Stangerson. Además, gotitas de sangre derramadas por doquier seguían, por decirlo así, la huella muy visible de unos pasos, los anchos pasos negros del asesino. Todo hacía presumir que aquellas gotas de sangre provenían de la herida del hombre, quien, en cierto momento, dejó impresa su mano en la pared. Había más huellas de aquella mano en la pared, pero mucho menos claras. Aquella era efectivamente la huella de una ruda mano de hombre ensangrentada.

Yo no pude dejar de exclamar:

—¡Fíjense!… ¡Fíjense en la sangre de la pared!… El hombre que aplicó tan firmemente su mano aquí estaba entonces en la oscuridad y creyó con toda seguridad que estaba tocando una puerta. Creyó que estaba empujándola. Por eso se apoyó con fuerza dejando en el papel amarillo un dibujo terriblemente acusador, pues, que yo sepa, no se suelen encontrar en el mundo muchas manos de esta forma. Es ancha y fuerte y los dedos son casi tan largos los unos como los otros. En cuanto al pulgar, no aparece. Solo tenemos la marca de la palma. Y si seguimos la «huella» de la mano —proseguí—, vemos que después de apoyarse en la pared, la palpa, busca la puerta, la encuentra, busca la cerradura…

—¡Desde luego! —interrumpió, burlón, Rouletabille—. ¡Solo que no hay sangre en la cerradura ni en el cerrojo!…

—¿Y qué prueba eso? —repliqué con un buen sentido del que me sentía orgulloso—. «Él» habrá abierto la cerradura y el cerrojo con la mano izquierda, lo que además me parece muy normal, dado que tenía la mano derecha herida…

—¡No abrió nada en absoluto! —exclamó de nuevo el tío Jacques—. ¡Vamos, que no estamos locos! ¡Éramos cuatro cuando derribamos la puerta!

Yo proseguí:

—¡Qué mano más extraña! ¡Pero fíjense en esta extraña mano!

—Es una mano muy normal —replicó Rouletabille—, cuyo contorno fue deformado al desligarse por la pared. ¡El hombre limpió su mano herida en la pared! Ese hombre debe de medir un metro ochenta.

—¿Qué le hace pensar eso?

—La altura de la mano en la pared…

Después mi amigo se ocupó de la marca dejada por la bala en la pared. La marca era un agujero redondo.

—La bala —dijo Rouletabille— vino de «frente»; por consiguiente, ni de arriba ni de abajo.

También nos hizo observar que estaba alojada en la pared unos centímetros más abajo del estigma dejado por la mano.

Rouletabille, volviendo a la puerta, tenía ahora la nariz pegada a la cerradura y al cerrojo. Comprobó «que efectivamente se había derribado la puerta por fuera, pues la cerradura y el cerrojo seguían en la puerta derribada, la una cerrada y el otro echado, y en la pared los dos cerraderos habían sido casi arrancados» y estaban colgando, sujetos todavía por un tornillo.

El joven redactor de los miró con detenimiento, cogió la puerta, la inspeccionó por los dos lados, se cercioró de que era imposible cerrar y abrir el cerrojo «por fuera», y de que se había vuelto a encontrar la llave en la cerradura «por dentro». También se cercioró de que, una vez metida la llave en la cerradura, no se podía abrir por fuera con otra llave. Finalmente, después de comprobar que no había en aquella puerta «ningún cierre automático, en una palabra, que era una puerta vulgar y corriente, provista de una cerradura y de un cerrojo muy sólidos que habían permanecido cerrados», dejó caer estas palabras:

—¡Esto me parece mejor!

Luego se sentó en el suelo y se descalzó rápidamente.

Y, en calcetines, entró en el cuarto. Lo primero que hizo fue asomarse a los muebles caídos y examinarlos con sumo cuidado. Lo mirábamos en silencio. El tío Jacques, cada vez más irónico, le decía:

—¡Ay, jovencito, jovencito! Se lo está tomando muy en serio…

Pero Rouletabille levantó la cabeza:

—Dijo usted la pura verdad, tío Jacques; aquella noche su ama no llevaba el pelo en bandós. ¡He sido un animal al pensarlo!…

Y, ágil como una serpiente, se deslizó debajo de la cama.

El tío Jacques prosiguió:

—¡Y pensar que el asesino estaba escondido debajo! Estaba ya cuando entré a las diez para cerrar las contraventanas y encender la mariposa, porque ni el señor Stangerson ni la señorita Mathilde ni yo abandonamos el laboratorio hasta la hora del crimen.

Oíamos la voz de Rouletabille debajo de la cama.

—Tío Jacques, ¿a qué hora llegaron al laboratorio para no salir de él el señor y la señorita Stangerson?

—A las seis.

La voz de Rouletabille seguía:

—Sí, estuvo aquí debajo… Es cierto. Además es el único sitio donde podía esconderse… Cuando entraron los cuatro, ¿miraron debajo de la cama?

—En seguida… Hasta dimos la vuelta a la cama antes de volver a colocarla en su sitio.

—¿Y entre los colchones?

—La cama no tenía más que un colchón sobre el que pusimos a la señorita Mathilde. Y el portero y el señor Stangerson transportaron inmediatamente el colchón al laboratorio. Debajo del colchón no había más que el somier metálico, que no puede ocultar nada ni a nadie. En fin, piense que éramos cuatro y que no se nos podía escapar nada, pues el cuarto es pequeño, desprovisto de muebles y detrás de nosotros todo estaba cerrado en el pabellón.

Me atreví a sugerir una hipótesis:

—¡Quizá salió con el colchón! Dentro del colchón, quizá… Ante semejante misterio, todo es posible. En su turbación, el señor Stangerson y el portero no se habrán dado cuenta de que llevaban el doble de peso… Además, si el portero es cómplice… Es una hipótesis más, pero podría explicar muchas cosas… y en particular el hecho de que el laboratorio y el vestíbulo quedaron vírgenes de las huellas de pasos que se encuentran en el cuarto. Cuando transportaron a la señorita del laboratorio al castillo, el colchón, que permaneció un instante al lado de la ventana, hubiera podido permitir al hombre escapar…

—¿Y qué más? ¿Y qué más? ¿Y qué más? —me soltó Rouletabille, riéndose deliberadamente debajo de la cama…

Me sentí un poco humillado:

—Realmente no se sabe… Todo parece posible…

El tío Jacques dijo:

—Esa idea la tuvo el juez de instrucción, señor, y mandó examinar con mucho cuidado el colchón. Tuvo que reírse de su idea, señor, como se ríe ahora su amigo, pues, como era de esperar, ¡el colchón no tenía doble fondo!… Y, además, si hubiera habido un hombre en el colchón, lo habríamos visto…

Yo mismo tuve que reírme y, en efecto, desde entonces, tuve la prueba de que había dicho algo absurdo. Pero en semejante caso ¿dónde empezaba y dónde acababa lo absurdo?

Únicamente mi amigo era capaz de decirlo.

—Dígame —exclamó el reportero, que seguía debajo de la cama—, ¿no ha movido nadie la estera?

—Nosotros, señor —explicó el tío Jacques—. Cuando no encontramos al asesino, nos estuvimos preguntando si no habría un agujero en el …

—No lo hay —respondió Rouletabille—. ¿Tiene bodega?

—No, no hay bodega… Pero no por eso nos detuvimos en nuestra búsqueda, tampoco el juez de instrucción y sobre todo su secretario, que no dejaron de estudiar el , tabla por tabla, como si hubiera habido una bodega debajo…

Entonces reapareció el reportero. Sus ojos brillaban, su nariz palpitaba; parecía un animal joven de vuelta de un acecho feliz… Se quedó a gatas. A decir verdad, en mi pensamiento no podía compararlo mejor que a un admirable animal de caza sobre la pista de alguna sorprendente presa… Y husmeó los pasos del hombre, del hombre que él se había jurado llevar a su amo, el señor director de , ¡pues no debemos olvidar que nuestro amigo Joseph Rouletabille era periodista!

Así pues, se fue a gatas a los cuatro rincones del cuarto, husmeándolo todo, echando un vistazo general a todo lo que veíamos y que era poco, y a todo lo que no veíamos y que era —al parecer— inmenso.

El tocador era una sencilla tablita con cuatro patas; era imposible transformarla en un escondite pasajero… Ni el menor armario… La señorita Stangerson tenía su guardarropa en el castillo.

La nariz y las manos de Rouletabille subían por las paredes, que eran de ladrillo grueso por todas partes. Una vez que hubo acabado con las paredes y pasado sus dedos ágiles por toda la superficie del papel amarillo, hasta alcanzar el techo, al que pudo llegar subiéndose a una silla que colocó encima del tocador y haciendo deslizar por toda la pieza aquel ingenioso taburete; una vez que hubo acabado con el techo, donde examinó con mucho cuidado la marca de la otra bala, se acercó a la ventana y siguió con los barrotes y las contraventanas, todos muy sólidos e intactos. Finalmente, lanzó un ¡! de «satisfacción» y declaró que «¡ahora se sentía tranquilo!».

—Bueno, ya ve usted lo bien encerrada que estaba nuestra pobre querida señorita cuando nos la asesinaban, cuando nos pedía socorro… —se lamentó el tío Jacques.

—Sí —dijo el joven reportero secándose la frente—. Palabra que el «Cuarto Amarillo» estaba cerrado como una caja fuerte

—De hecho —observé yo—, por eso este misterio es el más sorprendente que conozco, incluso en el campo de la imaginación. En , Edgar Poe no inventó nada semejante. El lugar del crimen estaba lo suficientemente cerrado como para no dejar escapar a un hombre, pero había al menos aquella ventana por la que podía deslizarse el autor de los asesinatos, que era un mono… Pero aquí no hay abertura de ningún tipo. Cerradas como estaban la puerta y las contraventanas, ¡no podía entrar ni salir una mosca!

—¡Cierto, cierto! —asintió Rouletabille sin dejar de secarse la frente, aunque parecía sudar no tanto por su reciente esfuerzo corporal cuanto por la agitación de sus pensamientos—. ¡Cierto! ¡Es un hermoso, grande y curioso misterio!…

—Ni el «Animalito de Dios» —gruñó el tío Jacques—, ni el mismo «Animalito de Dios», si hubiera cometido el crimen, habría podido escapar… ¡Escuchen! ¿Lo oyen?… ¡Silencio!…

El tío Jacques nos pedía con una seña que nos calláramos y, con el brazo tendido hacia la pared, hacia el bosque cercano, escuchaba algo que nosotros no oíamos.

—Se fue —acabó por decir—. Tendré que matarlo… Es demasiado siniestro ese animal… Pero es el «Animalito de Dios»; todas las noches va a rezar ante la tumba de Santa Genoveva, y nadie se atreve a tocarlo por miedo a que la tía Agenoux le haga mal de ojo…

—¿Cómo es de grande el «Animalito de Dios»?

—Más o menos como un perro teckel… Es un monstruo, se lo digo yo. ¡Ah! Más de una vez me he preguntado si no había sido él quien cogió por la garganta a nuestra pobre señorita entre sus garras… Pero el «Animalito de Dios» no lleva zapatones, ni dispara con un revólver, ni tiene una mano como esa —exclamó el tío Jacques, señalándonos de nuevo la mano roja en la pared—. Y, además, lo habríamos visto tan bien como a un hombre, y habría quedado encerrado en el cuarto y en el pabellón tan bien como un hombre…

—Claro —dije—. Desde lejos y antes de haber visto el «Cuarto Amarillo», también yo llegué a preguntarme si el gato de la tía Agenoux…

—¡También usted! —exclamó Rouletabille.

—¿Y usted? —pregunté.

—Yo no, ni un instante… Desde que leí el artículo de , ¡sé que no se trata de un animal! Ahora puedo jurar que aquí sucedió una espantosa tragedia… Pero no nos ha hablado usted de la boina encontrada, ni del pañuelo, ¿eh, tío Jacques?

—Se los llevó el magistrado, naturalmente —dijo el otro dudando.

El reportero le contestó muy grave:

—Yo no he visto el pañuelo ni la boina, pero puedo decirle cómo son.

—¡Ah! Es usted muy listo…

Y el tío Jacques tosió, confuso.

—El pañuelo es grande, azul, con rayas rojas, y la boina es una vieja boina vasca, como esa —añadió Rouletabille, señalando la boina del hombre.

—Y encima tiene usted razón… Usted es brujo…

Y el tío Jacques intentó reírse, pero no lo consiguió.

—¿Cómo sabe usted que el pañuelo es azul con rayas rojas?

—¡Porque si no hubiera sido azul con rayas rojas no se habría encontrado ningún pañuelo!

Sin hacer más caso del tío Jacques, mi amigo sacó de su bolsillo un trozo de papel blanco, cogió unas tijeras, se inclinó sobre una de las huellas y empezó a recortar. De esta forma tuvo una suela de papel con un contorno muy claro, y me la dio rogándome que no la perdiera.

Se volvió luego hacia la ventana y, señalando a Frédéric Larsan, que no había dejado la orilla del estanque, preguntó al tío Jacques si el policía no había venido a «trabajar en el “Cuarto Amarillo”».

—¡No! —respondió Robert Darzac, que no había pronunciado una palabra desde que Rouletabille le había dado el trocito de papel chamuscado—. Pretende que no necesita ver el «Cuarto Amarillo», que el asesino salió del «Cuarto Amarillo» de una forma muy natural, y que lo demostrará esta noche.

Al oír a Robert Darzac hablar así, Rouletabille —cosa extraordinaria— palideció.

—¿Sabrá Frédéric Larsan la verdad que yo no hago más que presentir? —murmuró—. Frédéric Larsan es muy hábil…, muy hábil…, y lo admiro… Pero hoy se trata de hacer algo mejor que una obra de policía…, ¡algo mejor de lo que enseña la experiencia!… ¡Se trata de ser lógico, pero lo que se dice lógico, compréndanme bien, como Dios fue lógico cuando dijo: 2+2=4!… ¡HAY QUE COGER LA RAZÓN POR SU LADO BUENO!

Y el reportero se precipitó fuera, como loco ante la idea de que el famoso gran Fred pudiera encontrar antes que él la solución al problema del «Cuarto Amarillo».

Logré alcanzarlo en el umbral del pabellón.

—¡Vamos! —le dije—. ¡Tranquilícese!… ¿Es que no está satisfecho?

—Sí —me confesó exhalando un profundo suspiro—. Estoy muy satisfecho. He descubierto muchas cosas…

—¿De orden moral o de orden material?

—Algunas de orden moral y una de orden material. Mire esto, por ejemplo.

Y, rápidamente, sacó del bolsillo de su chaleco una hoja de papel, que debió de guardar durante su expedición bajo la cama, y en la que había depositado un pelo rubio de mujer.

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