El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 22. El cadáver increíble

Capítulo 22 El cadáver increíble

Con una ansiedad inexpresable, me incliné sobre el cuerpo del reportero, ¡y tuve la alegría de comprobar que dormía! Dormía con el mismo sueño profundo y enfermizo con que había visto dormirse a Frédéric Larsan. También él era víctima del narcótico que habían echado en nuestros alimentos. ¿Cómo no había sufrido yo la misma suerte? Pensé entonces que debían de haber echado el narcótico en el vino o en el agua; pues así todo se explicaba: «Yo no bebo comiendo». Dotado por la naturaleza de una gordura prematura, sigo un régimen seco, como dicen. Sacudí con fuerza a Rouletabille, pero no conseguía hacerle abrir los ojos. Aquel sueño, no cabía duda, tenía que ser obra de la señorita Stangerson.

Ella debió de pensar seguramente que, más aún que su padre, era de temer la vigilancia de aquel joven que lo preveía todo, que lo sabía todo. Recordé que el mayordomo nos recomendó, al servirnos, un excelente Chablis que, sin duda, había pasado antes por la mesa del profesor y de su hija.

Así transcurrió más de cuarto de hora. Ante aquellas extrañas circunstancias, en que tanto necesitábamos estar despiertos, resolví emplear medidas enérgicas. Eché un jarro de agua en la cabeza de Rouletabille. ¡Por fin, abrió los ojos, unos pobres ojos apagados, sin vida ni mirada! ¿Pero no era la primera victoria? Quise completarla; administré un par de bofetadas en las mejillas de Rouletabille, y lo levanté. ¡Suerte! Noté que se enderezaba entre mis brazos y lo oí murmurar:

—¡Siga, pero no haga tanto ruido!…

Seguir dándole bofetadas sin meter ruido me pareció una empresa imposible. Me puse a pellizcarlo y a sacudirlo, y pudo mantenerse en pie. ¡Estábamos salvados!

—Me han dormido… —dijo—. ¡Ah! He pasado un cuarto de hora abominable antes de ceder al sueño… ¡Pero ahora ha pasado! ¡No me deje!…

No había terminado aún la frase, cuando un horrible grito que resonó en todo el castillo, un verdadero grito de muerte, nos desgarró los oídos…

—¡Maldición! —aulló Rouletabille—. ¡Llegamos demasiado tarde!…

Y quiso precipitarse a la puerta; pero estaba completamente aturdido y rodó contra la pared. Yo estaba ya en la galería empuñando el revólver, corriendo como un loco por la parte de la habitación de la señorita Stangerson. En el momento en que llegaba a la intersección del recodo de la galería con la galería recta, vi a un individuo que huía de los aposentos de la señorita Stangerson y que de unos saltos alcanzó el descansillo.

No fui dueño de mi acto: disparé…

El tiro resonó en la galería con un estrépito ensordecedor, pero el hombre prosiguiendo sus saltos insensatos bajó como una tromba la escalera. Corrí tras él gritando: «¡Detente! ¡Detente o te mato…!». Cuando me precipitaba a mi vez a la escalera, vi frente a mí a Arthur Ranee, que venía del fondo de la galería del ala izquierda del castillo gritando: «¿Qué pasa?… ¿Qué pasa?…». Arthur Ranee y yo llegamos casi al mismo tiempo al pie de la escalera; la ventana del vestíbulo estaba abierta; vimos claramente la forma del hombre que huía; instintivamente, descargamos nuestros revólveres en su dirección; el hombre estaba a más de diez metros delante de nosotros; tropezó y creímos que iba a caer; saltamos por la ventana; pero el hombre prosiguió su carrera con nuevo rigor; yo estaba en calcetines, el americano estaba con los pies desnudos. ¡No podíamos esperar alcanzarlo «si no lo alcanzaban nuestros revólveres»! Disparamos las últimas balas; él seguía huyendo…, pero huía por la parte derecha del patio hacia el extremo del ala derecha del castillo, un rincón rodeado de fosos y altas rejas de donde le sería imposible escapar, rincón que no tenía más salida «ante nosotros» que la puerta del cuartito en voladizo habitado actualmente por el guarda.

El hombre, aunque inevitablemente herido por nuestras balas, nos llevaba unos veinte metros de ventaja. De pronto, detrás de nosotros, encima de nuestras cabezas, se abrió una ventana de la galería y oímos la voz de Rouletabille, que, desesperado, clamaba:

—¡Dispare, Bernier, dispare!

Y la noche, clara en aquel momento, la noche lunar, fue de nuevo estriada por un relámpago.

A la luz del relámpago, vimos al tío Bernier de pie con su escopeta a la puerta de la torre.

Había apuntado bien. «La sombra cayó». Pero como había llegado al extremo del ala derecha del castillo, cayó al otro lado del ángulo del edificio; es decir, vimos que caía, pero donde quedó definitivamente tendida en el suelo fue al otro lado de la pared que no podíamos ver. Bernier, Arthur Ranee y yo llegamos a ese otro lado de la pared veinte segundos más tarde. «La sombra estaba muerta a nuestros pies».

Despertado evidentemente de su sueño letárgico por los clamores y las detonaciones, Larsan acababa de abrir la ventana de su habitación y nos gritaba, como había gritado Arthur Ranee:

—¿Qué pasa?… ¿Qué pasa?…

Y nosotros, nosotros estábamos inclinados sobre la sombra, sobre la misteriosa sombra muerta del asesino. Rouletabille, completamente despierto ahora, se reunió con nosotros en ese mismo momento, y le grité:

—¡Está muerto! ¡Está muerto!…

—Tanto mejor —dijo—. Llévenlo al vestíbulo del castillo…

Pero rectificó:

—¡No! ¡No! Depositémoslo en el cuarto del guarda…

Rouletabille llamó a la puerta del cuarto del guarda… No respondió nadie del interior, cosa que, naturalmente, no me extrañó.

—Evidentemente no está —dijo el reportero—, o si no ya habría salido… Llevemos, pues, el cuerpo al vestíbulo…

Desde que llegamos a «la sombra muerta», la noche se hizo tan oscura, a consecuencia del paso de un nubarrón ante la luna, que solo podíamos tocar la sombra sin distinguir sus líneas. ¡Y, sin embargo, nuestros ojos tenían prisa por saber! El tío Jacques, que llegaba entonces, nos ayudó a transportar el cadáver hasta el vestíbulo del castillo… Allí lo depositamos en el primer peldaño de la escalinata. Durante el trayecto sentí en mis manos la sangre caliente que corría de sus heridas… El tío Jacques corrió a las cocinas y volvió con una linterna. Se inclinó sobre el rostro de la «sombra muerta», y reconocimos al guarda, aquel a quien el patrón de la venta «La Torre del Homenaje» llamaba el «hombre verde» y al que, hacía una hora, yo había visto salir de la habitación de Arthur Ranee cargado con un bulto. Pero lo que yo había visto solo se lo podía contar a Rouletabille, cosa que por lo demás hice unos instantes más tarde.

No puedo pasar en silencio la inmensa estupefacción —incluso yo diría la cruel decepción— que mostraron Joseph Rouletabille y Frédéric Larsan, el cual se había reunido con nosotros en el vestíbulo. Tocaban el cadáver…, miraban aquella cara muerta, aquel traje verde del guarda… y se repetían el uno al otro:

—¡Imposible!… ¡Es imposible!

Rouletabille llegó a exclamar:

—¡Es como para pegarse un tiro!

El tío Jacques mostraba un dolor estúpido, acompañado de lamentos ridículos. Afirmaba que nos habíamos equivocado y que el guarda no podía ser el asesino de su ama. Tuvimos que mandarlo callar. No hubiera gemido más si hubieran asesinado a su hijo, y me expliqué esa exageración de buenos sentimientos por el miedo que lo obsesionaba de que creyéramos que se alegraba de la dramática muerte; todos sabíamos, en efecto, que el tío Jacques detestaba al guarda. Comprobé que de todos nosotros, que íbamos muy desaliñados o con los pies desnudos, o en calcetines, el tío Jacques era el único que estaba enteramente vestido.

Pero Rouletabille no había soltado el cadáver; de rodillas sobre las losas del vestíbulo, alumbrado por la linterna del tío Jacques, se puso a desnudar el cuerpo del guarda… Dejó su pecho al desnudo. Estaba sangriento.

Y, de pronto, cogiendo la linterna de las manos del tío Jacques, dirigió los rayos muy cerca de la herida abierta. Entonces se incorporó y en un tono extraordinario, un tono de salvaje ironía, dijo:

—Este hombre, a quien ustedes creen haber matado a tiros, ¡ha muerto de una cuchillada en el corazón!

Una vez más, creí que Rouletabille se había vuelto loco y me incliné a mi vez sobre el cadáver. Entonces pude comprobar que, efectivamente, el cuerpo del guarda no llevaba ninguna herida procedente de un proyectil y que únicamente la región cardíaca había sido atravesada por una afilada hoja de cuchillo.

Descargar Newt

Lleva El misterio del cuarto amarillo contigo