El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 6. Al fondo del encinar

Capítulo 6 Al fondo del encinar

Llegamos al castillo. La vieja torre del homenaje se unía a la parte del edificio completamente reconstruida bajo el reinado de Luis XIV mediante otro cuerpo de edificio moderno, estilo Viollet-le-Duc, donde se encontraba la entrada principal. Nunca había visto hasta entonces nada tan original, ni quizá tan feo, ni, sobre todo, tan extraño en arquitectura como aquel raro conjunto de estilos disparatados. Era monstruoso y cautivador. Al acercarnos, vimos dos gendarmes que se paseaban delante de una pequeña puerta que daba a la planta baja de la torre del homenaje. Pronto supimos que en la planta baja, antiguamente cárcel y ahora cuarto trastero, habían encerrado a los porteros, el señor y la señora Bernier.

Robert Darzac nos hizo entrar en la parte moderna del castillo a través de una ancha puerta protegida por una «marquesina». Rouletabille, que había confiado el caballo y el cabriolé a los cuidados de un criado, no quitaba los ojos de encima al señor Darzac; seguí su mirada, y me di cuenta de que iba dirigida únicamente hacia las manos enguantadas del profesor de la Sorbona. Cuando estuvimos en un pequeño salón lleno de muebles anticuados, el señor Darzac se volvió hacia Rouletabille y le preguntó de una forma bastante brusca:

—¡Hable! ¿Qué quiere usted?

El reportero contestó con la misma brusquedad:

—¡Estrechar su mano!

Darzac retrocedió:

—¿Qué significa esto?

Evidentemente, él había comprendido lo que yo comprendía entonces: que mi amigo lo consideraba sospechoso del abominable atentado. La huella de la mano ensangrentada en las paredes del «Cuarto Amarillo» se le apareció… Miré a aquel hombre de fisonomía tan altiva, de mirada habitualmente tan franca y que en aquel momento se turbaba de una forma tan extraña. Tendió su mano derecha y, señalándome, dijo:

—Usted es amigo del señor Sainclair, que me hizo un gran favor inesperado en una justa causa, y no veo razón para rechazar su mano…

Rouletabille no aceptó la mano. Mintiendo con una audacia sin igual, dijo:

—He vivido algunos años en Rusia, de donde traje la costumbre de no estrechar nunca la mano de quien no se quite los guantes.

Creí que el profesor de la Sorbona iba a dar rienda suelta al furor que comenzaba a agitarlo, mas, por el contrario, con un violento y visible esfuerzo, se tranquilizó, se quitó los guantes y presentó sus manos. Estaban limpias de toda cicatriz.

—¿Está usted satisfecho?

—No —replicó Rouletabille—. Querido amigo —dijo volviéndose hacia mí—, me veo en la obligación de pedirle que nos deje a solas un instante.

Saludé y me fui, estupefacto ante lo que acababa de ver y oír, y no llegando a comprender cómo Robert Darzac no había puesto en la calle a mi impertinente, injurioso y estúpido amigo… Pues, en aquel minuto, no perdonaba a Rouletabille sus sospechas, que habían desembocado en la inaudita escena de los guantes…

Me paseé más o menos veinte minutos delante del castillo, intentando unir entre sí los diferentes acontecimientos de aquella mañana sin lograrlo. ¿Cuál era la idea de Rouletabille? ¿Era posible que Robert Darzac pudiera parecerle el asesino? ¿Cómo pensar que aquel hombre que iba a casarse dentro de unos días con la señorita Stangerson se hubiera introducido en el «Cuarto Amarillo» para asesinar a su novia? En fin, nada había venido a indicarme cómo pudo el asesino salir del «Cuarto Amarillo»; y, mientras no me explicaran ese misterio que me parecía inexplicable, yo estimaba que nadie tenía por qué sospechar de nadie. Finalmente, ¿qué significaba esa frase insensata que seguía sonando en mis oídos: La rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor? Estaba impaciente por encontrarme a solas con Rouletabille y preguntárselo.

En aquel momento, el joven salió del castillo con Robert Darzac y, cosa extraordinaria, vi al primer vistazo que eran los mejores amigos del mundo.

—Vamos al «Cuarto Amarillo» —me dijo Rouletabille—, vengase con nosotros. A propósito, querido amigo, usted se quedará conmigo todo el día. Comeremos juntos por aquí…

—Comerán aquí conmigo, señores…

—No, gracias —replicó el joven—. Comeremos en la venta «La Torre del Homenaje»…

—Allí estarán muy mal… No encontrarán nada.

—¿Cree usted?… Yo espero encontrar algo —replicó Rouletabille—. Después de comer seguiremos trabajando, haré mi artículo, y usted será tan amable de llevármelo a la redacción…

—¿Y usted? ¿No vuelve conmigo?

—No. Voy a dormir aquí…

Me volví hacia Rouletabille. Hablaba seriamente y Robert Darzac no parecía extrañarse en absoluto…

Pasábamos entonces delante de la torre y oímos gemidos. Rouletabille preguntó:

—¿Por qué detuvieron a esta gente?

—Yo tengo un poco de culpa —dijo el señor Darzac—. Le hice observar ayer al juez de instrucción que era inexplicable que a los porteros les diera tiempo a oír los tiros, «vestirse», recorrer el espacio bastante grande que separa su casa del pabellón, y todo eso en dos minutos; pues no transcurrieron más de dos minutos entre los tiros y el momento en que los encontró el tío Jacques.

—Evidentemente, es sospechoso —asintió Rouletabille—. ¿Y dice que estaban vestidos…?

—Eso es lo increíble…, estaban vestidos…, «enteramente», y además bien abrigados… No les faltaba ninguna pieza de su indumentaria. La mujer llevaba zuecos, pero el hombre tenía «los zapatos atados». Ahora bien, declararon haberse acostado a las nueve como todas las noches. Cuando llegó esta mañana el juez de instrucción, que se había provisto en París de un revólver del mismo calibre que el del crimen (pues no quiere tocar al revólver-pieza de convicción), mandó a su secretario que disparara dos tiros en el «Cuarto Amarillo» con la ventana y la puerta cerradas. Estábamos con él en la casa de los porteros; no oímos nada… No se puede oír nada. Quiere decirse que los porteros han mentido, de eso no cabe la menor duda… Estaban preparados; estaban ya fuera, lejos del pabellón; esperaban algo. Por supuesto, no, se los acusa de ser los autores del atentado, pero su complicidad no es improbable… El señor Marquet mandó detenerlos en seguida.

—Si hubieran sido cómplices —dijo Rouletabille—, habrían llegado desarreglados, o, mejor dicho, no habrían llegado en absoluto. Cuando uno se precipita en brazos de la justicia llevando consigo tantas pruebas de complicidad, es que no es cómplice. En el caso que nos ocupa yo no creo en los cómplices.

—Entonces, ¿por qué estaban fuera a medianoche? ¡Que lo digan!…

—Con toda seguridad, tienen un motivo para callar. Se trata de saber cuál… Aunque no sean cómplices, eso puede tener alguna importancia. Todo cuanto ocurre en una noche así es importante

Acabábamos de atravesar un viejo puente construido sobre el foso y estábamos entrando en la parte del parque llamado «El Encinar». Allí había encinas centenarias. El otoño había encogido sus hojas amarillentas, y sus altas ramas negras y serpeantes parecían horribles cabelleras, nudos de reptiles gigantescos entremezclados, como el escultor antiguo los retorció en su cabeza de Medusa. Aquel lugar, donde vivía la señorita Stangerson en verano porque le parecía alegre, en aquella estación nos pareció fúnebre y triste. El suelo estaba negro, enfangado por las recientes lluvias y por el cieno de las hojas secas; los troncos de los árboles estaban negros; el mismo cielo, por encima de nuestras cabezas, estaba de luto, arrastrando pesados nubarrones. Y en aquel retiro sombrío y desolado vimos las paredes blancas del pabellón. Extraño edificio, sin una ventana visible desde el lugar en que nos encontrábamos. Únicamente una puertecita delimitaba la entrada. Parecía una tumba, un vasto mausoleo al fondo del bosque abandonado. A medida que nos íbamos acercando, adivinábamos la disposición. Toda la luz que necesitaba le venía del mediodía, es decir, del otro lado de la propiedad, del lado del campo. Una vez cerrada la puertecita que daba al parque, el señor y la señorita Stangerson debían de encontrar allí una prisión ideal para vivir con sus trabajos y sus sueños.

Además, ahora mismo, voy a dar el plano del pabellón. No tenía más que una planta baja, a la que se accedía por unos escalones, y un desván bastante elevado «que no nos ocupará de ninguna manera». Así pues, ofrezco al lector el plano de la planta baja en toda su sencillez.

El mismo Rouletabille lo trazó y comprobé que no le faltaba ni una línea ni una indicación susceptible de ayudar a la resolución del problema que se planteaba entonces ante la justicia. Con las indicaciones y el plano, los lectores sabrán tanto para llegar a la verdad como sabía Rouletabille cuando penetró por primera vez en el pabellón y cuando todos nos preguntábamos: ¿Por dónde habrá podido huir el asesino del «Cuarto Amarillo»?

Antes de subir los tres escalones de la puerta del pabellón, Rouletabille se detuvo y preguntó a quemarropa al señor Darzac:

—Y bien, ¿cuál es el móvil del crimen?

—Para mí no hay duda alguna a este respecto —dijo el novio de la señorita Stangerson con una gran tristeza—. Las huellas de los dedos, los profundos arañazos en el pecho y en el cuello de la señorita Stangerson testifican que el miserable que estaba allí intentó un horrible atentado. Los médicos expertos que examinaron ayer esas huellas afirman que fueron hechas por la misma mano cuya imagen ensangrentada quedó impresa en la pared; una mano enorme, que no cabría en mi guante —añadió con una indefinible y amarga sonrisa…

—Y esa mano roja —interrumpí— ¿no podría ser la huella de los dedos ensangrentados de la señorita Stangerson, que, en el momento en que ella caía, se encontraron con la pared y dejaron al deslizarse una imagen alargada de su mano llena de sangre?

—No había una gota de sangre en las manos de la señorita Stangerson cuando la levantaron —respondió el señor Darzac.

—Así que ya es casi seguro —dije— que fue la señorita Stangerson quien tenía el revólver del tío Jacques, pues hirió al asesino en la mano. Así pues, temía algo o a alguien.

—Es probable…

—¿No sospecha usted de nadie?

—No… —respondió el señor Darzac mirando a Rouletabille.

Rouletabille, entonces, me dijo:

—Ha de saber, querido amigo, que la instrucción va mucho más adelantada de lo que quiso confiarnos nuestro misterioso señor Marquet. La instrucción no solo sabe ahora que el revólver fue el arma que utilizó para defenderse la señorita Stangerson, sino que conoce, conoció en seguida el arma que sirvió para atacar y golpear a la señorita Stangerson. Es, me dijo el señor Darzac, un «hueso de cordero». ¿Por qué el señor Marquet rodea a ese hueso de cordero de tanto misterio? Con el designio de facilitar la búsqueda de los agentes de la Seguridad, no cabe duda. Quizá imagine que encontrarán a su propietario en el hampa de París, entre los más conocidos por utilizar ese instrumento del crimen, el más terrible que haya inventado la naturaleza… Y, además, ¿sabe uno lo que pasa en los sesos del juez de instrucción? —añadió Rouletabille con una ironía despectiva.

Pregunté:

—¿Así que se encontró un «hueso de cordero» en el «Cuarto Amarillo»?

—Sí, señor —dijo Robert Darzac—, al pie de la cama; pero, se lo ruego: no hable de ello. El señor Marquet nos pidió que guardáramos el secreto —yo hice un gesto de protesta—. Es un enorme hueso de cordero cuya cabeza, o mejor dicho, cuya articulación seguía roja de la sangre de la horrible herida que hizo ala señorita Stangerson. Es un viejo hueso de cordero que debió de servir para otros crímenes, según las apariencias. Así piensa el señor Marquet, que lo mandó llevar al laboratorio municipal de París para que lo analizaran. En efecto, cree haber notado en el hueso, además de la sangre fresca de la última víctima, unas manchas rojizas que no serían más que manchas de sangre seca, testimonios de crímenes anteriores.

—Un hueso de cordero en manos de un «asesino habituado» es un arma espantosa —dijo Rouletabille—, un arma «más útil» y más segura que un pesado martillo.

—Y «el miserable» lo ha demostrado —dijo dolorosamente Robert Darzac—. El hueso de cordero golpeó terriblemente a la señorita Stangerson en la frente. La articulación del hueso de cordero se adapta perfectamente a la herida. Para mí que esta herida hubiera sido mortal si el asesino no hubiera sido medio detenido, al dar el golpe, por el revólver de la señorita Stangerson. Herido en la mano, tuvo que soltar el hueso de cordero y huyó. Por desgracia, el golpe del hueso de cordero estaba en camino y ya había llegado…, y la señorita Stangerson quedó medio muerta, después de estar a punto de ser estrangulada. Si la señorita Stangerson hubiera logrado herir al hombre al primer tiro, sin duda se habría librado del hueso de cordero… Pero debió de coger demasiado tarde el revólver; luego en la lucha el primer tiro se desvió y la bala fue a alojarse en el techo; solo dio resultado el segundo tiro.

Dicho esto, el señor Darzac llamó a la puerta del pabellón. ¿Les confesaré la impaciencia que sentía por penetrar en el lugar mismo del crimen? Temblaba y, a pesar del inmenso interés que encerraba la historia del hueso de cordero, me consumía al ver que se prolongaba nuestra conversación y que la puerta del pabellón no se abría.

Por fin, se abrió.

Un hombre, en quien reconocí al tío Jacques, estaba en el umbral.

Me pareció que tendría unos sesenta años largos. Una larga barba blanca, el pelo blanco cubierto por una boina vasca, un traje de pana marrón, muy usado, zuecos; el aire gruñón, una cara bastante repelente, que se iluminó en cuanto vio a Robert Darzac.

—Unos amigos —dijo simplemente nuestro guía—. ¿No hay nadie en el pabellón, tío Jacques?

—No puedo dejar entrar a nadie, señor Robert, pero la consigna no reza con usted, claro… ¿Y por qué? Esos señores de la justicia vieron todo lo que había que ver. ¡Bastantes dibujos e informes han hecho ya!

—Perdone, señor Jacques, antes de nada quiero hacerle una pregunta.

—Diga, joven, a ver si sé contestarle…

—¿Llevaba su ama aquella noche el pelo en bandós? ¿Entiende lo que quiero decir? El pelo en bandos sobre la frente.

—No, jovencito. Mi ama nunca llevó el pelo en bandos, como dice usted, ni aquella noche, ni ningún día. Como siempre, llevaba el pelo recogido de forma que se podía ver su hermosa frente, pura como la de un recién nacido…

Rouletabille gruñó y se puso en seguida a inspeccionar la puerta. Se fijó en el cierre automático. Comprobó que la puerta no podía permanecer nunca abierta y que se necesitaba una llave para abrirla. Luego, entramos en el vestíbulo, una salita bastante clara, con baldosas rojas.

—¡Ah! —dijo Rouletabille—. Esa es la ventana por donde escapó el asesino.

—¡Eso dicen, señor, eso dicen! Pero si hubiera huido, ¡cómo el señor Stangerson, yo, los porteros, a quienes han metido en la cárcel, no íbamos a haberlo visto! ¡Tenemos ojos en la cara! ¿Por qué no me detienen a mí también por lo del revólver?

Rouletabille había abierto ya la ventana y examinado las contraventanas.

—¿Estaban cerradas en el momento del crimen?

—Con aldabilla de hierro, por dentro —dijo el tío Jacques—. Y yo estoy seguro de que el asesino pasó por ellas…

—¿Hay manchas de sangre?…

—Sí, mire, ahí en la piedra, por fuera… ¿Pero sangre de qué?…

—¡Ah! —dijo Rouletabille—. Se ven pasos… ahí, en el camino…, la tierra estaba muy empapada… Lo veremos dentro de un rato…

—Tonterías —interrumpió el tío Jacques—. ¡El asesino no pasó por ahí!…

—Entonces ¿por dónde?…

—¡Qué sé yo!…

Rouletabille lo veía todo, lo husmeaba todo. Se puso de rodillas y rápidamente pasó revista a las baldosas manchadas del vestíbulo.

El tío Jacques proseguía:

—¡Ah! No encontrará nada, jovencito… Ellos no encontraron nada… Además, ahora todo está muy sucio… Ha entrado mucha gente. No quieren que friegue las baldosas…, pero el día del crimen, yo, el tío Jacques, me las fregué a fondo…, y si hubiera pasado por ahí el asesino con sus «patas», lo habríamos visto; dejó la marca de sus zapatos en el cuarto de la señorita…

Rouletabille se incorporó y preguntó:

—¿Cuándo fregó las baldosas por última vez?

Y clavaba en el tío Jacques unos ojos a los que no escapa nada.

—¡Pues el mismo día del crimen, ya se lo he dicho! Hacia las cinco y media…, mientras la señorita y su padre daban un paseo antes de cenar aquí mismo, pues cenaron en el laboratorio. Al día siguiente, cuando vino el juez, pudo ver todas las huellas de pasos en el suelo como tinta en papel blanco… Pues bien, ni en el laboratorio, ni en el vestíbulo, que estaban más limpios que una patena, se encontraron los pasos… ¡del hombre!… Y, como volvemos a encontrarlos al lado de la ventana, fuera, en ese caso tuvo que agujerear el techo del «Cuarto Amarillo», pasar por el desván y dejarse caer junto a la ventana del vestíbulo… Pues bien, no hay agujero en el techo del «Cuarto Amarillo»…, ¡ni en mi desván, por supuesto!… Así que ya ve usted que no se sabe nada…, pero lo que se dice nada… ¡Y a fe que nunca se sabrá nada!… ¡Es un misterio del diablo!

De repente, Rouletabille volvió a ponerse de rodillas, casi trente a la puerta de un servicio que se abría al fondo del vestíbulo. Se quedó en esa postura por lo menos un minuto.

—¿Y bien? —le pregunté cuando se incorporó.

—¡Oh!, nada importante; una gota de sangre.

El joven se volvió hacia el tío Jacques.

—Cuando se puso a fregar el laboratorio y el vestíbulo ¿estaba abierta la ventana del vestíbulo?

—Yo acababa de abrirla, porque había encendido carbón de leña para el señor en el horno del laboratorio; y, como lo encendí con periódicos, echó mucho humo; abrí las ventanas del laboratorio y dejé abierta la del vestíbulo para que corriera el aire; y luego salí un instante para ir a buscar una bayeta al castillo y, cuando volví, como le dije, hacia las cinco y media, me puse a fregar las baldosas; después de fregarlas, salí otra vez, dejando la ventana del vestíbulo abierta. Y, en fin, cuando volví por última vez al pabellón, la ventana estaba cerrada, y el señor y la señorita ya estaban trabajando en el laboratorio.

—Sin duda, el señor y la señorita Stangerson cerraron la puerta al entrar.

—Sin duda.

—¿No se lo preguntó?

—No…

Después de una ojeada atenta al servicio y a la caja de la escalera, Rouletabille, para quien nosotros ya no parecíamos existir, entró en el laboratorio. Confieso que lo seguí con mucha emoción. Robert Darzac no perdía un gesto de mi amigo… En cuanto a mí, mis ojos se dirigieron en seguida a la puerta del «Cuarto Amarillo». La habían cerrado, o mejor dicho, la habían empujado sobre el laboratorio, pues comprobé inmediatamente que estaba medio derribada e inservible… Los esfuerzos de los que se abalanzaron sobre ella en el momento del drama la habían roto…

Mi joven amigo, que en su trabajo procedía metódicamente, consideraba sin decir una palabra la sala en que estábamos… Era ancha y bien iluminada. Dos grandes ventanas, casi ventanales, provistas de barrotes daban al inmenso campo. Un boquete en el bosque; una vista maravillosa sobre todo el valle, sobre la llanura, hasta la gran ciudad, que debía de surgir allá al fondo los días de sol. Pero hoy solo hay barro en la tierra, hollín en el cielo… y sangre en este cuarto…

Un lado entero estaba ocupado por una ancha chimenea, crisoles, hornos utilizados para todo tipo de experimentos químicos. Retortas, instrumentos de física casi por todas partes; mesas sobrecargadas de frascos, papeles, informes, una máquina eléctrica…, un aparato —me dijo Robert Darzac— que empleaba el profesor Stangerson «para demostrar la disociación de la materia bajo la acción de la luz solar»,

Y a lo largo de la pared, armarios, armarios llenos o armarios-escaparates, que dejaban ver microscopios, aparatos fotográficos especiales, una cantidad increíble de cristales.

Rouletabille tenía la nariz metida en la chimenea. Con la punta de los dedos, hurgaba en los crisoles… De repente, se enderezó con un cachito de papel medio consumido en la mano. Se acercó a nosotros, que estábamos charlando junto a una ventana, y dijo:

—Guárdenos esto, señor Darzac.

Me incliné sobre el trozo de papel chamuscado que Robert Darzac acababa de tomar de las manos de Rouletabille. Y pude leer claramente las únicas palabras que seguían visibles:

Y debajo: «23 de octubre».

Por segunda vez, desde aquella mañana, volvía a oír estupefacto las mismas palabras insensatas y, por segunda vez, vi que producían en el profesor de la Sorbona el mismo efecto aniquilador. Lo primero que hizo Robert Darzac fue mirar hacia el tío Jacques. Pero este no nos había visto, ocupado como estaba en la otra ventana… Entonces, el novio de la señorita Stangerson abrió su cartera temblando, guardó el papel y dijo suspirando: «¡Dios mío!».

Mientras tanto, Rouletabille se había subido a la chimenea; es decir que, de pie sobre los ladrillos de un horno, consideraba atentamente la chimenea, que iba estrechándose y que, a cincuenta centímetros por encima de su cabeza, estaba enteramente cerrada con placas de hierro fijadas en el ladrillo, dejando pasar tres tubos de unos quince centímetros de diámetro cada uno.

—Imposible pasar por ahí —afirmó el joven saltando al laboratorio—. Por lo demás, si «él» lo hubiera intentado, toda esa chatarra estaría en el suelo. ¡No! ¡No! No hay que buscar por este camino…

Después Rouletabille examinó los muebles y abrió las puertas de los armarios. Luego les tocó el turno a las ventanas, que declaró infranqueables e «infranqueadas». En la segunda ventana, encontró al tío Jacques en contemplación.

—¿Pero qué está mirando por ahí, tío Jacques?

—Miro al hombre de la policía que no deja de dar vueltas al estanque… Otro listo que no sacará en limpio más que los otros.

—¡Usted no conoce a Frédéric Larsan, tío Jacques! —dijo Rouletabille, moviendo la cabeza—. De lo contrario no hablaría así… ¡Si hay aquí alguien capaz de encontrar al asesino, es de creer que será él!

Y Rouletabille suspiró.

—Antes de encontrarlo hay que saber cómo lo hemos perdido… —replicó el tío Jacques, testarudo.

Por fin, llegamos a la puerta del «Cuarto Amarillo».

—¡He ahí la puerta detrás de la cual ocurrió algo! —dijo Rouletabille con una solemnidad que en otras circunstancias hubiera sido cómica.

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