El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 17. La galería inexplicable

Capítulo 17 La galería inexplicable

Mathilde Stangerson apareció en el umbral de la antecámara —prosiguen las notas de Rouletabille—. Casi estábamos a su puerta, en la galería donde acababa de pasar el increíble fenómeno. Hay momentos en que uno siente que sus sesos se le van por todas partes. Una bala en la cabeza, un cráneo que estalla, la sede de la lógica asesinada, la razón en pedazos… Todo ello era, sin duda, comparable a la sensación, que me agotaba, «que me vaciaba», del desequilibrio de todo, del fin de mi yo pensante, ¡pensante con mi pensamiento de hombre! La ruina moral de un edificio racional, sumada a la ruina real de la visión fisiológica cuando los ojos siguen viendo claro, ¡qué golpe tan horrible en el cráneo!

Por suerte, Mathilde Stangerson apareció en el umbral de la antecámara. La vi; fue una diversión para mi caótico pensamiento… La respiré… «Respiré su perfume de la dama de negro… Querida dama de negro, querida dama de negro», ¡que nunca más volveré a ver! ¡Dios mío! ¡Diez años de mi vida, la mitad de mi vida por volver a ver a la dama de negro! ¡Pero, ay! Solo de vez en cuando vuelvo a encontrar, ¡y ni siquiera… y ni siquiera!…, el perfume, casi casi el perfume cuya huella, sensible solo para mí, iba yo a respirar en el locutorio de mi juventud… ¡Esta aguda reminiscencia de tu querido perfume, dama de negro, me hizo ir hacia la otra, que está ahí toda de blanco, y tan pálida, tan pálida y tan hermosa en el umbral de la «galería inexplicable»! Su hermoso pelo dorado recogido en la nuca deja ver la estrella roja de su sien, la herida por la que estuvo a punto de morir… Solo cuando comencé a tomar mi razón por el lado bueno en este asunto imaginé que la noche del misterio del «Cuarto Amarillo» la señorita Stangerson llevaba el pelo en bandos… «Pero hasta que no entré en el “Cuarto Amarillo”, ¿cómo habría razonado sin el pelo en bandos?».

Y ahora, desde el hecho de la «galería inexplicable», he dejado de razonar; estoy ahí, estúpido ante la aparición de la señorita Stangerson, pálida y tan hermosa. Viste una bata de una blancura de sueño. Se diría una aparición, un dulce fantasma. Su padre la coge entre sus brazos, la besa con pasión, parece recobrarla una vez más, ¡puesto que una vez más pudo haberla perdido! No se atreve a hacerle preguntas… La lleva a su habitación, donde los seguimos…, pues, al fin y al cabo, tenemos que saber… La puerta del gabinete está abierta… Las caras espantadas de las dos enfermeras se inclinan hacia nosotros… «La señorita Stangerson pregunta qué significa todo este ruido». «Bueno —dice—, es muy sencillo…». ¡Qué sencillo es! ¡Qué sencillo es!… Ha tenido la idea de dormir esta noche en la habitación, acostarse en el mismo cuarto que las enfermeras, en el gabinete… Y, una vez las tres dentro, ha cerrado la puerta del gabinete… Desde la noche criminal tiene miedo, temores repentinos muy comprensibles, ¿no es cierto?… ¿Quién comprenderá por qué precisamente aquella noche «en que él iba a volver», se encerró por una feliz «casualidad» con sus mujeres? ¡Quién comprenderá por qué rechaza la voluntad del señor Stangerson de dormir en el salón de su hija, ya que su hija tiene miedo! ¡Quién comprenderá por qué la carta que estaba hace un rato en la mesa de la habitación «ya no está»!… El que lo comprenda dirá: la señorita Stangerson sabía que el asesino iba a volver…, no podía impedirle que volviera…, no avisó a nadie porque el asesino tiene que permanecer desconocido…, desconocido de su padre, desconocido de todos…, excepto de Robert Darzac. Pues el señor Darzac ahora debe de conocerlo… ¿Quizá lo conocía antes? Recordar la frase del jardín del Elíseo: «¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?». ¿Contra quién el crimen sino «contra el obstáculo», contra el asesino? Recordar también esta otra frase del señor Darzac como respuesta a mi pregunta: «¿No le disgustará que descubra al asesino?». «¡Ah! ¡Quisiera matarlo con mis propias manos!». Y yo le repliqué: «¡No ha contestado usted a mi pregunta!». Lo cual era cierto. A decir verdad, a decir verdad, el señor Darzac conoce tan bien al asesino que, «aun queriendo matarlo», tiene miedo de que yo lo descubra. Solo por dos razones me facilitó la investigación: primero, porque yo lo forcé a ello; después, para mejor velar por ella…

La sigo a su habitación…, a su habitación… La miro…, la miro a ella… y miro también el sitio donde estaba la carta hace un momento… La señorita Stangerson se ha apoderado de la carta; esa carta era para ella, evidentemente…, evidentemente… ¡Ah! ¡Cómo tiembla la infeliz!… Tiembla al oír el relato fantástico que le hace su padre de la presencia del asesino en su habitación y de la persecución de que ha sido objeto… Pero es visible…, es visible que no está completamente tranquila hasta que no le afirmamos que el asesino, por un sortilegio inaudito, ha podido escapársenos.

Y luego hay un silencio… ¡Qué silencio!… Estamos todos ahí y «la» miramos… Su padre, Larsan, el tío Jacques y yo… ¿Qué pensamientos giran en torno a ella en medio del silencio?… Después del acontecimiento de esta noche, después del misterio de la «galería inexplicable», después de la prodigiosa realidad de la instalación del asesino en su habitación, me parece que todos los pensamientos, todos, desde los que se arrastran bajo el cráneo del tío Jacques hasta los que «nacen» en el cráneo del señor Stangerson, todos podrían traducirse por estas palabras que habría que dirigirle a ella: «¡Oh, tú que conoces el misterio, explicánoslo y quizá podamos salvarte!». ¡Ah! ¡Cuánto me gustaría salvarla… de sí misma y del otro…! Lloro… Sí, siento que mis ojos se llenan de lágrimas ante tanta miseria tan horriblemente oculta.

Ahí está ella, la que tiene el perfume de «la dama de negro»… Por fin la veo en su casa, en su habitación, en esa habitación donde no quiso recibirme…, en esa habitación «donde se calla», donde sigue callándose. Desde la hora fatal del «Cuarto Amarillo» giramos en torno a esta mujer invisible y muda para saber lo que ella sabe. Nuestro deseo, nuestra voluntad de saber, deben ser para ella un suplicio más. ¿Quién nos dice que, si nos «enteramos», el conocimiento de «su» misterio no será la señal de un drama más espantoso que los que ya se han desarrollado aquí? ¿Quién nos dice que no morirá por ello? Sin embargo, ha estado a punto de morir y no sabemos nada…, o más bien hay quien no sabe nada…, pero yo…, si supiera «quién», lo sabría todo… ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?… Y como no sé quién es, debo callarme por piedad hacia ella, pues no cabe duda de que ella sí que sabe cómo escapó «él» del «Cuarto Amarillo» y, sin embargo, calla. ¿Por qué iba a hablar yo? Cuando sepa quién es, «¡yo hablaré con él!».

Ahora nos mira…, pero de lejos…, como si no estuviéramos en su habitación… El señor Stangerson rompe el silencio. El señor Stangerson declara que, de ahora en adelante, no dejará los aposentos de su hija. Ella intenta oponerse en vano a esa voluntad formal y el señor Stangerson se mantiene firme. Desde esta misma noche se instalará ahí, dice. Tras esto, únicamente preocupado por la salud de su hija, le reprocha haberse levantado… Luego, de pronto, le dirige pequeños razonamientos infantiles…, le sonríe…, ya no sabe muy bien lo que dice ni lo que hace… El ilustre profesor pierde la cabeza… Repite palabras incoherentes que testifican la confusión de su mente… La de la nuestra no es menor. La señorita Stangerson dice entonces con una voz tan dolorosa estas simples palabras: «¡Padre! ¡Padre!», que este rompe en sollozos. El tío Jacques se suena y hasta Frédéric Larsan se ve obligado a darse la vuelta para esconder su emoción. Yo no puedo más… Ya no pienso, ya no siento y estoy por debajo del vegetal. Me doy asco.

Es la primera vez que Frédéric Larsan está, como yo, frente a la señorita Stangerson desde el atentado del «Cuarto Amarillo». Como yo, insistió para poder interrogar a la infeliz; pero no fue recibido más que yo. Siempre nos dieron a él como a mí la misma respuesta: la señorita Stangerson estaba muy débil para recibirnos, pues ya la cansaban más que suficiente los interrogatorios del juez de instrucción, Había en ello una evidente mala voluntad de ayudarnos en nuestras búsquedas, que «a mí» no me sorprendía, pero que siempre extrañaba a Frédéric Larsan. También es verdad que Frédéric Larsan y yo teníamos una concepción del crimen muy diferente…

… Están llorando… y me sorprendo repitiendo de nuevo en el fondo de mí: ¡Salvarla!… ¡Salvarla, a pesar suyo! ¡Salvarla sin comprometerla! ¡Salvarla sin que «él» hable! ¿Quién es «él»? «Él», el asesino… ¡Cogerlo y cerrarle la boca!… Pero el señor Darzac lo ha dado a entender: «¡Para cerrarle la boca hay que matarlo!». Conclusión lógica de las frases que se le escaparon al señor Darzac. ¿Tengo derecho a matar al asesino de la señorita Stangerson? ¡No!… Pero que me dé solo la oportunidad. ¡Para ver si es realmente de carne y hueso! ¡Para ver su cadáver, ya que no se puede coger su cuerpo vivo!

¡Ah! Cómo darle a entender a esta mujer que ni siquiera nos mira, que está ensimismada en su espanto y en el dolor de su padre, que soy capaz de todo para salvarla… Sí…, sí…, volveré a coger mi razón por el lado bueno y haré prodigios…

Me acerco a ella…, quiero hablar, quiero suplicarle que tenga confianza en mí… Quisiera darle a entender con algunas palabras que solo ella y yo comprenderíamos qué sé cómo salió su asesino del «Cuarto Amarillo», que he adivinado la mitad de su secreto… y que la compadezco de todo corazón… Pero ya con un gesto nos ruega que la dejemos sola, expresa la lasitud, la necesidad de un inmediato descanso… El señor Stangerson nos pide que volvamos a nuestras habitaciones, nos da las gracias, nos despide… Frédéric Larsan y yo, seguidos del tío Jacques, volvemos a la galería. Oigo a Frédéric Larsan susurrar: «¡Qué raro! ¡Qué raro!…». Con una seña me invita a entrar en su habitación. En el umbral, se vuelve hacia el tío Jacques. Le pregunta:

—¿Lo ha visto usted bien?

—¿A quién?

—Al hombre.

—¡Que si lo he visto!… Era pelirrojo y llevaba una larga barba roja…

—También a mí me pareció así —apunté.

—Y a mí también —dijo Frédéric Larsan.

Ahora el gran Fred y yo estamos solos en su habitación para hablar del asunto. Durante una hora hablamos de ello, dando vueltas y más vueltas al caso. Es evidente que Fred, por las preguntas que me hace, por las explicaciones que me da, está convencido —a pesar de sus ojos, a pesar de mis ojos, a pesar de todos los ojos— que el hombre ha desaparecido por algún pasadizo secreto del castillo que conocía.

—Porque conoce el castillo —me dice—; lo conoce muy bien…

—Es un hombre de estatura más bien alta, bien plantado…

—Tiene la estatura que hace falta —murmura Fred.

—Le comprendo… —digo—, pero ¿cómo explica la barba roja, el pelo rojo?

—Demasiada barba, demasiado pelo… Postizos —indica Frédéric Larsan.

—Eso se dice pronto… Usted está siempre ocupado con el pensamiento de Robert Darzac… ¿No podrá deshacerse nunca de él?… Yo estoy seguro de que es inocente…

—¡Mejor! Lo deseo…, pero realmente todo lo condena… ¿Se ha fijado en los pasos sobre la alfombra?… Venga a verlos…

—Los he visto… Son los «pasos elegantes» de la orilla del estanque.

—Son los pasos de Robert Darzac, ¿va a negarlo?

—Evidentemente, podrían confundirse…

—¿Se ha fijado en que la huella de los pasos «no vuelve»? Cuando el hombre ha salido de la habitación, perseguido por todos nosotros, sus pasos no han dejado huellas…

—A lo mejor «hacía horas» que llevaba el hombre en la habitación. Se ha secado el barro de sus botas y se deslizaba con tal rapidez sobre la punta de sus botas… Veíamos huir al hombre, no lo oíamos…

De pronto, interrumpo estos propósitos incoherentes, sin lógica, indignos de nosotros. Hago a Larsan una seña de que escuche:

—Ahí abajo… están cerrando una puerta…

Me levanto; Larsan me sigue; bajamos a la planta baja del castillo; salimos del castillo. Llevo a Larsan al cuartito en voladizo, cuya terraza da bajo la ventana del recodo de la galería. Mi dedo indica la puerta cerrada ahora, abierta hace un rato, debajo de la cual se filtra luz.

—¡El guarda! —dice Fred.

—Vamos —le susurro…

Y, decidido, pero ¿decidido a qué?, ¿lo sabía?, ¿decidido a creer que el guarda es el culpable?, ¿lo afirmaría?, me acerco a la puerta y doy un golpe fuerte.

Algunos pensarán que esta vuelta a la puerta del guarda es tardía… y que el primer deber de todos nosotros, después de haber comprobado que el asesino se nos escapó en la galería, era buscarlo por todas partes, alrededor del castillo, en el parque…, por todas partes.

Si se nos hace tal objeción, no podemos contestar más que esto: ¡Es que el asesino desapareció de tal forma de la galería, «que pensamos realmente que ya no estaba en ninguna parte»! Se nos escapó cuando todos teníamos la mano puesta en él, cuando casi lo tocábamos… No nos quedaba resorte para imaginar que podríamos descubrirlo ahora en el misterio de la noche y del parque. ¡En fin, ya les he dicho con qué fuerza me golpeó el cráneo tal desaparición!

… En cuanto llamé, la puerta se abrió; el guarda nos preguntó con voz tranquila qué queríamos. Estaba en traje de dormir: «Iba a meterse a la cama»; aún no había deshecho la cama…

Entramos; me sorprendí:

—¡Cómo! ¿No está aún en la cama?…

—¡No! —respondió con voz áspera—. He estado dando una vuelta por el parque y por los bosques… Acabo de volver… Ahora tengo sueño… ¡Buenas noches!

—Escuche… —dije—. Hace un momento, al lado de su ventana, había una escalera…

—¿Qué escalera? Yo no he visto ninguna escalera… ¡Buenas noches!

Y sencillamente nos echó a la calle.

Afuera miré a Larsan. Era impenetrable.

—¿Y bien? —dije…

—¿Y bien? —repitió Larsan.

—¿No le abre esto nuevos horizontes?

Su mal humor era cierto. Al volver al castillo, le oí que gruñía:

—¡Sería extraño, pero que muy extraño que me hubiera equivocado hasta este punto!…

Y me pareció que aquella frase iba más dirigida a mí que dicha para sí mismo.

Añadió:

—En todo caso, pronto lo sabremos… Mañana será otro día.

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