Isis Sin Velo - [Tomo IV]

Capítulo 22

CAPÍTULO III

Apártate de mí, Satanás.- (Palabras de Jesús a

Pedro) Mateo, XVI, 23.

... Y tal enredo de patrañas y majaderías que me apartan

de mi fe. Os digo que anoche me tuvo lo menos nueve horas

recitándome los distintos nombres del diablo.- SHAKESPEARE:

Rey Enrique IV, parte 1, acto III.

A la terrible y justa potestad que eternamente mata los

abortos, la llamaron Tifón los egipcios, Samael los hebreos,

Satán los orientales y Lucifer los latinos. El Lucifer de la

Kábala no es un ángel caído y protervo, sino el ángel que

ilumina y regenera después de la caída.- LEVI:

Dogma y ritual de la alta magia.

Aunque el diablo es malo de por sí, los hombres echan

Sobre él todas sus maldades y le maltratan y acusan

Injustamente. DE FOE, 1726,

Hace algunos años, un notable cabalista que se veía perseguido escribió el siguiente credo, común para católicos y protestantes:

Creo en el Diablo, omnipotente Padre del Mal, destructor de todas las cosas, perturbador de cielos y tierra.

Y en el Anticristo, su único Hijo y perseguidor nuestro, que fue concebido por obra del Espíritu maligno y nació de una sacrílega y loca virgen. Fue glorificado por los hombres y reinó sobre ellos. Subió al trono de Dios todopoderoso, y sentado junto a Él insulta desde allí a los vivos y a los muertos.

Creo en el Espíritu del Mal, en la sinagoga de Satanás, en la comunión de los malvados, en la perdición del cuerpo y en la muerte e infierno perdurables. Amén.

Desde luego que este credo parece extravagante, cruel y blasfemo; pero escuchemos lo que, según refiere el periódico Sun de Nueva York, dijo un clérigo de Brooklyn en el último cuarto del siglo enfáticamente llamado de las luces:

Los predicadores bautistas se congregaron ayer en la capilla de los marinos con asistencia de algunos misioneros. El reverendo Sarles, de Brooklyn leyó un discurso en que defendía la proposición de que todo adulto infiel que muere sin tener conocimiento del Evangelio se condena eternamente. Esto equivale a decir que el Evangelio es maldición en vez de bendición, y que los judíos obraron en justicia al crucificar a Cristo, con lo que se derrumba todo el edificio de la religión revelada.

El misionero Stoddard asintió a las opiniones del pastor de Brooklyn, diciendo que los indos entre quienes ejercía eran muy grandes pecadores, y refirió en prueba de ello que una vez, después de haberle oído predicar en un mercado público, replicóle un brahmán con estas palabras: “Los indos podemos aventajar a todo el mundo en embustes (1), pero este hombre nos gana, porque ¿cómo sabe él que Dios nos ama? Mirad las serpientes venenosas, los tigres, leones y demás suertes de animales nocivos que nos rodean. Si Dios nos ama, ¿cómo no los extermina?”

El reverendo Pixley, de Hamilton, se adhirió con entusiasmo a las doctrinas de su colega Sarles y pidió cinco mil dólares para la enseñanza de jóvenes aspirantes al sacerdocio.

¿Y a estos hombres se les paga por enseñar la doctrina de Jesús cuya memoria insultan? ¿Es extraño que haya personas de talento que prefieran el escepticismo a una fe fundamentada en tan monstruosa superstición?

¿Se apartaba de la verdad el brahmán del relato, al decir que el misionero Stoddard aventajaba en embustes a los indos? Motivo había para ello al escuchar de sus labios que estaban eternamente condenados por no haber leído un libro judío cuya existencia ni siquiera sospechaban, o por no haber impetrado la salvación de un Jesús de quien jamás habían oído hablar. Pero el clero bautista, que necesita unos cuantos miles de dólares para los seminaristas, ha de recurrir a representaciones terroríficas con objeto de inflamar el corazón de sus fieles.

MISIONEROS CRISTIANOS

Como de costumbre, prescindimos de nuestro personal testimonio siempre que podemos valernos del ajeno, y así solicitamos la opinión de nuestro amigo Guillermo O’Grady (2) acerca de los misioneros cristianos en la India, quien nos respondió con la siguiente carta:

Nueva York, 12 de Junio de 1877.

Me pregunta usted mi opinión acerca de los misioneros cristianos de la India. Durante mi permanencia en este país, jamás hablé con un solo misionero, pues viven alejados del trato social; pero a juzgar por lo que de ellos he oído y lo que por mis propios ojos he visto, no me admira su retraimiento. Influyen nocivamente en los indígenas, y los conversos pertenecen en su mayor parte a las clases ínfimas, sin que por la conversión mejoren su ruin conducta. Ninguna familia respetable admitirá a su servicio indos convertidos al cristianismo, pues suelen ser mentirosos, ladrones, borrachos y sucios hasta el punto de verse despreciados por sus propios compatriotas, entre quienes la suciedad y la embriaguez son vicios rarísimos. Los misioneros les dan a los conversos un misérrimo ejemplo de consecuencia, pues mientras por una parte predican al paria que Dios no distingue de castas ni categorías sociales, por otra se jactan de ser superiores a los brahmanes.

El estipendio de los misioneros es en apariencia muy escaso, y sin embargo viven, no se sabe por qué medios, tan desahogadamente como un jefe del ejército que disfrute de paga décuple. Cuando los misioneros regresan a su país (3), refieren mil pueriles patrañas, enseñan a idolillos que se envanecen de haber adquirido con sumo trabajo, lo cual no es cierto, y para conmover a los oyentes enjaretan fingidas relaciones de penas y fatigas pasadas tan sólo en su imaginación. A ningún oficial inglés de los muchísimos que conozco le oí jamás ni una palabra a favor de los misioneros cristianos, a quienes las clases acomodadas de la India desprecian profundamente por su exasperador engreimiento. El gobierno inglés no les concede subvención alguna, pues tiene establecida en la India la enseñanza neutra, aunque sigue satisfaciendo a las pagodas la subvención que les concedió la Compañía de Indias; pero en cambio los protege contra toda violencia personal, y prevalidos de esta protección, tratan tanto a los indígenas como a los europeos con insultante soberbia. Suelen ser los misioneros de lo más fanático del clero cristiano, y a su siniestra propaganda se debió en gran parte la formidable insurrección de 1857. En suma, son unos embaucadores peligrosos.

Guillermo L. D. O’Grady

Así, pues, el credo con que hemos abierto el capítulo encierra, no obstante su bajeza de conceptos, la verdadera esencia de las doctrinas predicadas por los misioneros, quienes consideran más impío y blasfemo dudar de la existencia personal del diablo que de la del mismo Espíritu Santo o de la divinidad de Jesucristo. Pero ya está casi olvidado el resumen del Koheleth (4) y nadie cita las palabras de oro del profeta Micheas (5) ni parece hacer caso de la nueva Ley tal como la promulgara Jesús en el Sermón de la Montaña (6). Toda la moral del cristianismo contemporáneo se resume en el mandato de “temer al diablo”, cuya existencia personalmente objetiva afirma el clero católico secundado por algunos seglares, como Des Mousseaux, quien, más papista que el papa, reconoce la realidad de los fenómenos espiritistas tan sólo porque le sirven de argumento para demostrar la del diablo (7), diciendo a este propósito:

Si la magia y el espiritismo y el espiritismo fuesen quimeras, tendríamos que despedirnos para siempre de cuantos ángeles rebeldes perturban hoy el mundo, pues no habría demonios en la tierra, y si los perdiéramos, perderíamos también a nuestro Salvador. Porque ¿de quién o de qué nos hubiera redimido? Por consiguiente dejaría de ser tal el cristianismo (8).

¡Oh Santo Padre del Mal! ¡Oh santificado Satán! No abandones a cristianos tan piadosos como el caballero Des Mousseaux y los clérigos bautistas.

ORIGEN DE LA DEMONOLOGÍA

Por nuestra parte recordaremos las prudentes palabras de Colquhoun cuando dice:

Los que en los tiempos modernos creen en la existencia personal del diablo, no se dan cuenta de que en realidad son politeístas o idólatras (9).

En su afán de dar a su doctrina la supremacía sobre todas las demás, se atribuyen los cristianos el reconocimiento dogmático del diablo, pues Jesús fue el primero en emplear la palabra “legión” aplicada a los espíritus malignos, y en esto se apoya Des Mousseaux para decir en una de sus obras:

Posteriormente, cuando al morir la sinagoga dejó su herencia en manos de Cristo, florecieron los Padres de la Iglesia, a quienes algunos ignorantones presumidos acusaron de haber tomado de los teurgos el concepto relativo a los espíritus de tinieblas.

En este pasaje echamos de ver tres errores fácilmente rebatibles por lo evidentes. En primer lugar, lejos de haber muerto la sinagoga, subsiste hoy día en casi todas las ciudades de Europa, Asia y América, siendo de todas las comuniones religiosas la que mejor conducta observa y la más sólidamente establecida. En segundo lugar, si bien nadie niega la existencia de los Padres de la Iglesia (10), basta leer las obras de los platónicos de la Academia, que ya eran teurgos anteriores a Jámblico, para descubrir en ellas el origen de la demonología, así como la angelología, cuyo ortodoxo simbolismo adulteraron lastimosamente los Padres de la Iglesia, quienes si acaso brillaron en el mundo, como asegura Des Mousseaux, sería por su supina ignorancia (11), pues San Agustín, no obstante llamarle sus partidarios “coloso de sabiduría y erudición”, negaba la esferoicidad de la tierra porque “los antípodas no podrían ver a Jesucrito en su segundo advenimiento”; Lactancio argumentaba en contra de la misma teoría de la redondez de la tierra, diciendo que no era posible que los árboles creciesen al revés y los hombres anduviesen cabeza abajo; Cosmas-Indicopleustes expuso un sistema cosmográfico de exquisita ortodoxia en su Topografía cristiana; y por último, el venerable Beda asegura que el cielo está templado con aguas glaciales para que no se inflame (12), lo cual bien pudiera atribuirse a especial favor de la Providencia, a fin de impedir que las irradiaciones de la sabiduría de este teólogo prendieran fuego al cielo.

Sea como fuere, los Padres de la Iglesia tomaron de los judíos cabalistas sus conceptos acerca de los “espíritus de tinieblas”, pero desfigurándolos de suerte, que sobrepujan en extravagancia a cuanto forjó la más calenturienta fantasía del vulgo. No hay en el pandemonio persa un solo deva tan absurdo como los íncubos que Des Mousseaux remedó de San Agustín. El Tifón egipcio, simbolizado en un asno, resultaría un filósofo en comparación del diablo prendido por el labriego normando en el ojo de una llave. Tampoco el persa Ahriman ni el induísta Vritra tomarían a bien que algún heresiarca indígena los identificase con Satán, el genio protector del cristianismo dogmático, cuyo nombre no conviene pronunciar desde los púlpitos por no herir los oídos de los fieles, a la manera como no era lícito pronunciar fuera del recinto los nombres sagrados ni las palabras sacramentales de los misterios. Por esta razón, apenas conocemos los nombres de las divinidades de Samotracia ni el número exacto de los Kabires. Los egipcios tenían por blasfemo pronunciar el nombre de los dioses adorados en sus ritos secretos, y aun hoy mismo los rabinos pronuncian mentalmente el nombre inefable (...) y los brahmanes la sílaba Aum. De aquí que los occidentales hayan adulterado los verdaderos nombres de Hisiris y Yava en los abusivos de Osiris y Jehovah y vean en todas las divinidades gentílicas el personaje que los pazguatos se abstienen de nombrar por no cometer un pecado de blasfemia contra el espíritu Santo (13).

CRISTO Y EL DIABLO

Hace años, un amigo nuestro demostró en un artículo periodístico que el Satanás del Nuevo Testamento personifica una idea abstracta y no una entidad individual, a lo que replicó un clérigo diciendo que negar la existencia del diablo equivalía a negar la de Cristo y pecar contra el Espíritu Santo, aunque el articulista insistió en que sólo negaba la de Satanás.

Según el clero católico, el “Padre de la Mentira” fue el inspirador de todas las antiguas religiones, así como de las posteriores herejías y del moderno espiritismo (14). Por lo tanto, no cabe esperar que el clero cristiano rehaga y enmiende su obra desechando al fin el concepto del diablo antropomórfico, pues tanto equivaldría a quitar la base de un castillo de naipes en cuyo derrumbamiento iría envuelta la creencia en la divinidad de Jesucristo, que por absurdo que parezca apoya la Iglesia romana en la existencia de Satanás, según de ello nos da testimonio el P. Ventura de Ráulica, ex general de los teatinos, quien en una encomiástica carta dirigida a Des Mousseaux con motivo de su obra: Costumbres y prácticas de los demonios, afirma que “a Satanás y a los ángeles rebeldes debemos en absoluto nuestro Salvador, pues de no ser por ellos no hubiéramos tenido Redentor ni religión cristiana”.

Las celosas y fervientes almas que se escandalizan porque Calvino dijo que el pecado es la necesaria causa del supremo bien, han de tener en cuenta que se apoyó para ello en los mismos dogmas y se prevalió de la misma lógica que Des Mousseaux para argumentar en pro de la existencia del diablo; pues, según la teología dogmática, el proceso y muerte de Jesús fue el crimen más horrendo que han perpetrado los hombres, y no obstante, lo exigió ineludiblemente la salvación del género humano, o mejor dicho, de los predestinados a la salvación. Por otra parte, Lutero exclama en un rapto de entusiasmo: O beata culpa qui talem meruisti Redemptorem (15). Vemos, por lo tanto, que de acuerdo con Calvino están católicos y luteranos respecto a que el pecado fue la causa necesaria del supremo bien.

Los mahometanos veneran mucho a Jesús y dicen de él que verdaderamente era un profeta de Alah y un varón justo, pero que sus discípulos cometieron la locura de divinizarlo.

Max Müller dice a este propósito:

Se equivocaron los Padres de la Iglesia al ver en los dioses del gentilismo demonios o espíritus malignos; y por lo tanto, conviene precavernos del mismo error con respecto a las divinidades induístas (16).

Pero la Iglesia nos presenta a Satanás como un atleta que sostuviera sobre sus hombros el mundo cristiano, de modo que todo volvería al caos si el sostén faltase.

El dogma del diablo y su derivado, el de la redención, parece que se fundan en los dos siguientes pasajes:

El que comete pecado es del diablo, porque el diablo desde el principio peca. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo (17).

Y hubo una gran batalla en el cielo. Miguel y sus ángeles lidiaban con el dragón, y lidiaba el dragón y sus ángeles.

Y no prevalecieron estos, y nunca más fue hallado su lugar en el cielo.

Y fue lanzado fuera aquel gran dragón, aquella antigua serpiente que se llama diablo y Satanás, que engaña a todo el mundo (18).

Indaguemos, por lo tanto, en las antiguas teogonías el simbolismo de estos pasajes. Primeramente hemos de ver si la palabra diablo expresa el concepto de la maligna entidad que supone el cristianismo dogmático, o bien la antagonística fuerza del aspecto tenebroso de la naturaleza, es decir, la sombra respecto de la luz, y en modo alguno la manifestación de un principio esencialmente maligno. Los cabalistas consideran esta fuerza como antagonística, pero al propio tiempo necesaria a la vitalidad, evolución y vigor del principio del bien. Ejemplo de ello tenemos en que las plantas morirían al nacer si estuvieran de continuo expuestas a la luz del sol, por lo que para vivir y crecer requieren la alternativa de días y noches. De la propia suerte, el bien necesita el contraste y la oposición del mal para explayarse. En la naturaleza humana, el mal manifiesta el antagonismo de la materia con relación al espíritu, y por efecto de esta lucha se purifican a la par cuerpo y espíritu. La armonía del universo deriva de la equilibrada oposición de las fuerzas centrífuga y centrípeta, ambas igualmente necesarias, pues si cesara se rompería el concierto universal

SINÓNIMOS DE SATANÁS

Conviene examinar la personificación de Satanás desde tres distintos puntos de vista: el del paganismo, del Antiguo Testamento y de los Padres de la Iglesia. Supusieron los intérpretes que la serpiente del Paraíso terrenal simbolizaba el demonio; pero ningún pasaje del Antiguo Testamento aplica el nombre de Satanás a las serpientes, y la que de bronce mandó construir Moisés recibió de los hebreos adoración divina (19), porque era el símbolo de Esmun-Asclepio, el Iao fenicio. Por el contrario, se advierte la identificación de Satanás con Jehovah en los pasajes siguientes:

Mas Satanás se levantó contra Israel e incitó a David a que hiciese la numeración de Israel (20).

Y se encendió de nuevo el furor del Señor contra Israel y movió a David contra ellos para que dijese: Anda y haz la numeración de Israel y de Judá (21).

Asimismo aparece citado Satanás en este otro pasaje:

Y me mostró el Señor a Josué, sumo sacerdote, que estaba en pie delante del ángel del Señor, y Satán estaba a su derecha para oponérsele.

Y dijo el Señor a Satán: El Señor te increpe, ¡oh Satán!, y te reprima el Señor que ha escogido a Jerusalén. ¿Pues no es éste un tizón sacado del fuego? (22).

Como la profecía de Zacarías, cuyo es el precedente pasaje, data de una época posterior a la colonización de Palestina por los hebreos (23), es muy verosímil que el profeta tomara de los asideanos esta personificación diabólica, pues se sabe que estuvieron muy versados en la doctrina mazdeísta y daban a Ahriman o Ahuramanyas los nombres sirios de Set o Sat-an (divinidad de los hititas e hyksos) y de Beel-Zeebub, el dios oracular mayormente venerado después de Apolo.

El pasaje anterior es sin duda alguna simbólico, pues así lo da a entender este otro:

Cuando el arcángel Miguel, disputando con el diablo, altercaba sobre el cuerpo de Moisés, no se atrevió a fulminarle sentencia de blasfemo (... ... ...), mas dijo: El Señor te reprima (24).

Vemos aquí identificado el arcángel San Miguel con el Señor (...) o ángel del Señor, en demostración de que el Jehovah hebreo tiene doble carácter: el secreto y el manifestado en el ángel del Señor o el arcángel San Miguel. Del cotejo de entrambos pasajes se infiere claramente que el “cuerpo de Moisés” sobre el cual contendían significaba la Palestina o tierra de Canaán donde habitaban los heteos (25), cuya divinidad tutelar era Seth (26). El arcángel Miguel, campeón de la adoración de Jehovah, pelea con su adversario Satanás, pero deja que juzgue su superior.

A Belial no se le puede considerar ni como dios ni como diablo, porque la palabra Belial (...) significa en hebreo destrucción, asolamiento y esterilidad, de modo que la frase (... ....) ais-belial (hombre-belial) quiere decir hombre destructor y dañino. Por consiguiente, la personificación de Belial habría de ser enteramente distinta de Satanás y análoga a una especie de diakka espiritual, a pesar de que los demonólogos le colocan al frente del tercer orden de demonios, cuya índole es de duendes dañinos, incapaces de toda acción sostenida.

Asmodeo es un diablo de origen persa y no hebreo, pues Bréal (27) lo identifica con el deva Eshem o Aeshma de los parsis, el espíritu de la concupiscencia, al que, según dice Max Müller, alude varias veces el Avesta considerándole como uno de los devas que se convirtieron en espíritus malignos (28).

Samael equivale a Satanás; pero según demuestran Bryant y otras autoridades, fue el nombre dado al viento del Sahara (simun) que también recibió el de atabul-os (diablo) (29).

EL DIOS TIPHÓN

Indica Plutarco que la palabra tifón quiere decir algo violento, desbaratado y sin concierto, por lo que los egipcios llamaron tifones a los desbordamientos del Nilo (30). Aunque Plutarco era de muy ortodoxas creencias y no miraba con mucha simpatía a los egipcios, afirma que estos no adoraban a Tiphón (el demonio) (31) sino que le tenían en despectivo menosprecio como representante de la obstinada resistencia que a la Divinidad oponen las fuerzas antagonísticas (32).

Añade Plutarco que a Tiphón se le representaba en figura de asno, y que cuando la fiesta de los sacrificios en honor del sol, aconsejaban los sacerdotes al pueblo que no llevaran encima joyas ni adornos de oro para no alimentar con ellos al asno (33).

Platón opinaba respecto del mal, respecto del mal, diciendo que en la materia subyace una fuerza obstinada y rebelde que resiste a la voluntad del supremo Artífice. Esta fuerza es la que bajo la influencia del dogmatismo cristiano se convirtió en el personaje llamado Satán, de cuya identidad con Tiphón no cabe dudar al leer en el Libro de Jacob que Satanás acusa al varón idumeo de ser capaz de maldecir a Dios en el infortunio, lo mismo que en el Libro de los muertos aparece Tiphón como acusador de las almas. La analogía se descubre asimismo en los nombres, porque a Tiphón se le llamaba Seth o Seph, y satán en hebreo y shatana en árabe significan adversario, perseguidor. Esto concuerda con la mitológica alegoría a que alude Maneto al decir que Tiphón asesinó traicioneramente a Osiris en complicidad con los semitas (israelitas). De aquí tal vez derive la leyenda referida por Plutarco, según la cual, luego de cometido el crimen escapó Tiphón montado en un asno y anduvo durante siete días, engendrando después dos niños llamados Yerosolomo y Judaios, personificaciones simbólicas de Jerusalén y Judea

Al hablar de una invocación a Tiphón-Seth, dice Reuvens que los egipcios adoraban a este dios en figura de asno, y que Seth era entre los semitas el trasfondo de su conciencia religiosa (34). En copto la palabra ao significa asno, y como es una variación fonética de Iao se le dio al nombre de aquel animal significación equívoca de símbolo.

Vemos, por lo tanto, que Satán es una invención fantástica de los Padres de la Iglesia, y por efecto de uno de esos reveses de fortuna a que los dioses parecen estar tan expuestos como los mortales, Tiphón-Seth cayó de las altezas de divinizado hijo de Adam Kadmon a la ínfima categoría de entidad subalterna simbolizada en un asno.

Los cismas religiosos están nutridos por las miserias y rencores propios de la humanidad, que tanto se echan de ver en los litigios judiciales. Prueba de ello nos ofrece la reforma religiosa de Zoroastro, cuando el mazdeísmo se desgajó del induísmo. Los fulgurantes devas védicos trocáronse, por rivalidades religiosas, en los tenebrosos daevas o espíritus malignos del Avesta. El mismo Indra, la divinidad luminosa por excelencia, quedó sumido en lóbregas tinieblas (35) para sustituirle por el resplandeciente Ahuramazda, el supremo Dios.

La singular veneración que los ofitas profesaban a la serpiente, símbolo de Christos, resultará más lógica si el estudiante recuerda que en toda época representó este reptil la sabiduría divina que mata para que lo muerto resucite a mejor y más perfeccionada vida. Moisés era de la tribu de Levi, secreta adoradora de la serpiente. Gautama fue también de estirpe sárpica por pertenecer a la dinastía de los Nagas, que reinaban en Magadha. También Hermes (Thoth) está simbolizado sárpicamente en Têt. Según las creencias ofitas, Christos nació por obra de la serpiente (Espíritu Santo o Sabiduría divina), lo que significa que llegó a ser Hijo de Dios por su iniciación en la ciencia de las serpientes. Por último, Vishnú, equivalente al dios egipcio Kneph, descansa sobre la eptacéfala serpiente celeste.

El ígneo dragón de los antiguos tiempos sirvió de enseña militar a los asirios, de quienes lo tomó Ciro al apoderarse del país, y más tarde fue insignia de las cohortes romanas de occidente y de oriente (36).

LA TENTACIÓN DE JESÚS

La tentación (37) de Jesús en el desierto es el pasaje del Nuevo Testamento en que con más dramático carácter aparece la figura de Satanás, a quien se le llama diabolos, esto es, acusador, análogamente al epíteto de diobolos (hijo de Zeus) aplicado a los dioses Apolo, Esculapio y Baco. En el desierto que se dilataba entre el río Jordán y el mar Muerto vivían eremíticamente los “hijos de los profetas” y los esenios (38), que sometían a los neófitos a pruebas semejantes a las torturas de los ritos mítricos, y seguramente de esta índole fue la tentación de Jesús, por lo que dice San Lucas en este pasaje:

Y acabada toda tentación, se retiró de él el diablo hasta el tiempo (... ...), y volvió Jesús en virtud del Espíritu a Galilea (39).

Pero en este ejemplo el diablo (...) no significa el espíritu maligno, sino el espíritu de subyugación y disciplina, en el concepto que algunas veces expresan sinónimamente las palabras Diablo y Satán (40), según vemos en el siguiente pasaje de San Pablo:

Y para que la grandeza de las revelaciones no me ensalce, me ha sido dado un aguijón de mi carne, el ángel de Satanás, que me abofetee (41).

Además, vemos que el ángel del Señor actúa de oponente o de Satán en este otro pasaje:

Y el ángel del Señor se puso en el camino delante de Balaám (42).

Nuevo ejemplo del simbolismo de Satán nos da el pasaje siguiente en que el profeta Micheas habla al rey Achab diciéndole:

Vi al Señor sentado en su trono, y a todo el ejército del cielo que le rodeaba a la derecha y a la izquierda.

Y dijo el Señor: ¿Quién engañará a Achab para que suba y perezca en Ramoth de Galaad?

Mas salió un espíritu... y respondió: Saldré y seré un espíritu mentiroso en la boca de todos sus profetas (43).

Parecido carácter ofrece en el Libro de Job la figura de Satán, que se entremezcla con los hijos de Dios para presentarse ante el Señor, como en el acto de mística iniciación.

El señor le da a Satán omnímoda licencia para afligir a Job, con tal de no quitarle la vida; y prevalido del consentimiento, le arrebata bienes, hijos y salud y le cubre el cuerpo de asquerosa lepra, hasta el punto de que su propia mujer se mofa de él porque aún glorifica a Dios en tan extrema miseria. Sus amigos le vituperan, diciendo que muchas abominaciones debió de cometer para verse de tal modo castigado. El mismo Señor, actuando de supremo hierofante, le reconviene por haber proferido palabras necias y disputado con el Altísimo. Entonces Job replica diciendo:

Te preguntaré y respóndeme. Por oída de oreja te he oído; mas ahora te ve mi ojo. Por esto yo me reprendo a mí mismo y hago penitencia en pavesa y ceniza (44).

Inmediatamente queda vindicado Job, porque el Señor se dirige a Eliphaz, diciéndole:

Mi furor se ha airado contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado delante de mí lo recto, como mi siervo Job (45).

SATÁN EN EL POEMA DE JOB

Resulta así reconocida la probidad de Job y cumplida su predicción:

Sé que mi Campeón vive y que hasta el último día se mantendrá ante mí sobre la tierra; y que después de consumida mi piel y corroído mi cuerpo, aun sin mi carne veré a Dios (46).

Y el Señor volvió la penitencia de Job y le dio doblado todo cuanto había tenido (47).

En ninguna de estas escenas se advierte la manifestación del maligno carácter que el cristianismo dogmático atribuye al “enemigo de las almas”.

Entienden eruditos y meritísimos autores que el Satán figurado en el Libro de Job es un mito hebreo relacionado con la doctrina mazdeísta del “principio del mal”. Dice Haug a este propósito:

La religión mazdeísta descubre íntima afinidad o más bien identidad con el judaísmo y el cristianismo en los puntos referentes a la personalidad y atributos del diablo y a la resurrección de los muertos (48).

De la propia suerte, la guerra en el cielo entre Miguel y el Dragón a que alude el Apocalipsis (49), puede referirse a uno de los más antiguos mitos parsis, pues el Avesta relata la lucha entre Tretaona y la destructora serpiente Azhidahaka, aunque a su vez este mito deriva según ha demostrado Burnouf, del que representan los Vedas en la lucha de los dioses contra la serpiente Ahi. Los parsis personificaron después esta lucha en la del justo contra el diablo, que es precisamente el carácter de la tentación de Jesús en el desierto, por lo que bien podemos identificar el concepto de Satán con el de Zohak o Azhidahaka, la serpiente con rostro humano en una de sus tres cabezas (50).

La personalidad de Beel-Zebub difiere de la de Satán en las alegorías. Según el Nuevo Testamento apócrifo es el príncipe del mundo inferior y su nombre significa “Baal de las moscas”, para dar a entender quizá con esta última palabra los escarabajos sagrados. En cambio, el texto griego del Evangelio le llama Beelzebul (51), que significa “el señor de su casa”, según se infiere del siguiente pasaje:

Si llamaron Beelzebub al padre de familias, ¿cuánto más a sus domésticos? (52).

También se le llamaba príncipe o arconte de los demonios.

En el Libro de los muertos acusa Tiphón a las almas que comparecen a juicio, lo mismo que Satán acusa al sumo pontífice Josías ante el ángel y tienta a Jesús en el desierto (53). Las alegorías de la religión oficial de los egipcios refieren que Tiphón mató traidoramente a su hermano Osiris, y después de dividir el cadáver en catorce (54) pedazos lo puso en un ataúd (55). Análogamente echamos de ver que el dios Sabazios (56) de Frigia fue muerto y dividido en siete pedazos por los titanes. El indo Siva está representado con siete serpientes por corona, y es el dios de la destrucción y de la guerra. También a Jehovah se le llama el “Señor Dios de los ejércitos” (Sabaoth), apelativo análogo al de Baco o Dionisio Sabazios, de lo que cabe inferir la identidad de todas estas representaciones. Finalmente, según la antigua simbología, los dioses que cuando el asalto de los titanes hubieron de transformarse en animales para esconderse en Etiopía, volvieron con el tiempo y expulsaron a los pastores.

Afirma Josefo que los hyk-sos fueron los antecesores de los israelitas, conforme se infiere de este pasaje:

Los egipcios aprovechaban muchas ocasiones para descargar en nosotros el odio y la envidia que nos tenían. En primer lugar, porque nuestros antepasados los hyk-sos o pastores eran dueños de Egipto, donde aquéllos vivieron prósperamente después de sacudir el yugo de estos (57).

Sustancialmente es verídica la afirmación de Josefo, aunque difiera algún tanto del relato de las Escrituras hebreas, escritas muy posteriormente a dicho suceso histórico y alteradas repetidas veces antes de divulgar su texto.

Prosigue diciendo la alegoría que Tiphón se hizo odioso en Egipto y que los pastores llegaron a ser “una abominación”, así que en tiempos de la vigésima dinastía se vio tratado como un despreciable demonio y quedó borrada su efigie y su nombre de los monumentos donde se habían grabado (58).

PERSONIFICACIÓN DE LOS DIOSES

En toda época mostróse inclinado el hombre a personificar a los dioses. Aun hay tumbas de Zeus, Apolo, Hércules y Baco como si hubiesen vivido en carne mortal sobre la tierra; y por otra parte, Sem, Cam y Jafet son respectivas personificaciones de la divinidad asiria Shamas, de la egipcia Kham y del titán Iapetos. El dios de los hyk-sos era Seth; el de los argivos, Enoch o Inaco; y Abraham descubre cierta sinonimia con Brahma, Isaac con Ikshwaka y Judá con Yadu, del panteón induísta. Tiphón cayó de la categoría divina a la condición diabólica, tanto en su propio carácter de hermano de Osiris, como en concepto del Seth o Satán asirio. Para los fenicios no fue Apolo el dios solar ni la divinidad oracular, sino príncipe de los demonios y monarca de los dominios subterráneos. Cuando el mazdeísmo se desgajó del induísmo, los disidentes transformaron en asuras a los devas y en devas a los asuras, por lo que vemos a Indra subordinado a Ahriman (59) y formado por éste de materiales de tinieblas (60) junto con Siva (61) y los dos Asvines (62). Análogamente identificaron los mazdeísts con Indra a Jahi, el demonio de la lujuria.

Todas las naciones tuvieron en tanta veneración sus divinidades tutelares como en aborrecimiento las de sus enemigos. De esta índole son las metamorfosis de Tiphón, Satán y Beelzebub (63).

Según el Apocalipsis, Miguel y sus ángeles vencieron al Dragón y los suyos, conforme vemos en el pasaje siguiente:

Y fue lanzado fuera aquel grande dragón, aquella antigua serpiente que se llama diablo y Satanás y engaña a todo el mundo (64).

El Cordero, emblema de Cristo, descendió a los infiernos o reino de la muerte, y allí estuvo tres días, hasta subyugar al enemigo. Los cabalistas llamaban “Salvador” y también “ángel del Sol” y “ángel de Luz” (65), al arcángel Miguel, que era el príncipe de los eones (66). Por lo tanto, si el autor del Apocalipsis no era cabalista, por lo menos debió de ser gnóstico, pues Miguel no fue para él una entidad original de su revelación (epopteia), sino que nos lo representa en su ya conocido carácter de Salvador y vencedor del Dragón. Las investigaciones arqueológicas han apuntado la identidad de Miguel y Anubis, cuya efigie fue recientemente descubierta en un monumento egipcio con coraza y lanza dando muerte al dragón sárpico, tal como la iconografía cristiana representa a San Miguel y a San Jorge (67).

Lepsius, Champollión y otros egiptólogos han reconocido sin dificultad la “Virgen con el Niño” en las figuras de Isis con Horus en brazos circuída de los rayos del sol y la luna a sus pies. Es la Madre que, perseguida por el Dragón, recibió alas de Águila imprial de modo que pudiera volar al desierto (68).

EL MITO DE LA SERPIENTE

Los principios opuestos del bien y del mal están simbolizados en los míticos bíblicos análogamente a como lo están en los paganos, y así tenemos Caín y Abel, Tiphón y Osiris, Apolo y Pitón, Esaú y Jacob. La Biblia describe a Esaú cubierto de áspero vello de color rojo, y también es Tiphón de piel roja (69). La oposición de Esaú respecto de su hermano Jacob es semejante a la de Tiphón respecto de Osiris. Desde la más remota antigüedad veneraron todos los pueblos a la serpiente como símbolo del espíritu y de la Sabiduría divina. Según Sanchoniaton, Hermes fue el primero que tuvo a la serpiente por el reptil más espiritual. La serpiente gnóstica con las siete vocales en la cabeza es remedo de la eptacéfala serpiente Ananta sobre que descansa Vishnú.

No poco nos sorprende que al hablar del culto de la serpiente confiesen los tratadistas europeos la ignorancia de las gentes respecto al origen de esta “superstición”, según la llaman. Dice sobre el particular C. Staniland Wake:

Saben los mitólogos que los pueblos de la antigüedad simbolizaban ciertos conceptos metafísicos en la serpiente, que era el emblema favorito de algunas divinidades, si bien no se sabe con seguridad qué motivo tuvieron para preferir este animal con dicho objeto (70).

Tampoco Fergusson ha sido más afortunado en este punto, a pesar de los muchos materiales de información que reunió acerca del particular (71).

Poco valor tendrá para los simbologistas la explicación que demos de este mito; y sin embargo, estamos en la creencia de que no cabe otra que la expuesta por los iniciados. Según ya notamos en otro lugar, el brahmana Aytareya, en el himno de la serpiente, dice que la sierpe Râjni es la reina de las sierpes y “la madre de todo cuanto se mueve”. Esto significa que antes de tomar nuestro globo la forma esferoidal tuvo la de una larga cola de materia cósmica, que se movía retorcidamente como una culebra modelada por la incubación del Espíritu de Dios flotante sobre las “aguas”. Esta serpiente está representada en actitud de morderse la cola, como emblema de la eternidad en el orden espiritual y de nuestro planeta en el orden físico, porque, según itnerpretaron los antiguos filósofos, la tierra muda su configuración superficial a cada pralaya menor, como muda de piel la serpiente, y después del pralaya mayor pasa del estado subjetivo al objetivo, de la propia suerte que, según dice Sanchoniaton, la serpiente cada vez que muda la piel parece como si se rejuveneciera y cobrase mayor fuerza y energía. Ésta es la razón de que primero a Serapis y después a Jesús se les representase en figura de serpiente; y también de que en nuestros mismos días se conserve con especial solicitud la enorme serpiente de la mezquita de El Cairo. Se cuenta que en el Alto Egipto suele aparecerse un famoso santo en figura de serpiente; y en la India hay costumbre de colocar junto a la cuna de las criaturas una pareja de serpientes domesticadas que, en opinión popular, irradian un aura magnética de sabiduría, salud y dicha. Todas las serpientes descienden, según los indos, de la primitiva Râjni, símbolo de la tierra, y están dotadas de las mismas virtudes que su progenitora.

En la mitología induísta, el gran dragón Vasaki escupe contra Durga una ponzoña que por intervención de Siva, esposo de ésta, queda embebida en la tierra. Vemos, por lo tanto, que el místico drama de la Virgen celeste perseguida por el dragón que intenta devorarle el hijo, estaba también representado en los ritos secretos de los templos, además de tener su signo entre las constelaciones zodiacales. Los misterios simbolizaban este drama en el dios del Sol y lo grababan sobre una imagen de Isis esculpida en negro (72), donde aparecía el divino Niño perseguido por el cruel Tiphón (73). Dice una leyenda egipcia que el Dragón persiguió a Isis mientras ésta procuraba proteger a su hijo (74). Ovidio refiere que Dioné, madre de Venus y esposa del Zeus pelasgo, huyó al Éufrates perseguida por Tiphón (75).

Por su parte, Virgilio exclama:

¡Salve, oh hijo amado de los dioses, descendiente de Jovel. Recibe el sumo honor, porque se avecinan los tiempos en que ha de morir la serpiente (76).

Alberto el Magno, entusiasta astrólogo, ocultista, alquimista y prelado católico señaló la aparición del signo zodiacal Virgo en el horizonte el día 25 de Diciemrbe en que la Iglesia conmemora el nacimiento de Jesucristo (77).

MISTERIO DE DEMETER

En los misterios eleusinos, Plutón rapta a Perséfona, hija de Demeter, y se la lleva al Hades, donde su madre la encuentra erigida en soberana del tenebroso reino. De este mito extrajo el cristianismo la leyenda de Santa Ana (78) que va en busca de su hija María, que con su esposo José hubo de refugiarse en Egipto. Las antiguas imágenes de la Virgen María la representan con dos espigas de trigo en la mano, lo mismo que aparecen representadas Perséfona y la Virgen zodiacal.

El árabe Albumazar nos ofrece asimismo una variación del mito en el siguiente pasaje:

En el primer decán de la constelación de la Virgen, nació la doncella Aderenosa (79), la pura e inmaculada Virgen (80) llena de gracia, de apostura encantadora, modesta en el vestir y cabellera flotante, que sentada en adornado trono y con dos espigas de trigo en las manos, amamanta al niño Issa llamado Christos por los griegos y Iessus por otras naciones (81).

Todo esto demuestra más que de sobra la identidad del mito en las principales religiones del mundo. Posteriormente tomó nueva fase el pensamiento religioso. A los misterios de Dionisio Sabazio sucedieron los de Mitra, cuyas cuevas sustituyeron a las antiguas criptas desde Asiria hasta Bretaña. El dios Serapis, venido del Ponto, depuso de su trono a Osiris. El rey indo Asoka abrazó la religión budista y envió misioneros a difundir por Grecia, Asia menor y Egipto el Evangelio de Sabiduría, logrando convertir a los esenios de Judea y Arabia, los terapeutas (82) de Egipto y los pitagóricos (83) de Grecia y Asia menor. En todos estos países las alegorías budistas sustituyeron a los mitos de Horus, Anubis, Adonis, Atys y Baco, que metamorfoseados con arreglo a las nuevas creencias se incorporaron consiguientemente en los Evangelios sinópticos y en el llamado apócrifo, que los ebionitas, nazarenos y otras primitivas escuelas cristianas mantuvieron secretos sin enseñarlos más que a los iniciados, hasta que se los arrebató la predominante influencia del dogmatismo romano.

Cuando el sumo sacerdote Helcías encontró el Libro de la Ley, ya conocían los asirios los Purânas indos, pues ocasión les deparó al efecto la conquista del país comprendido entre el Helesponto y el Indo, cuando con toda probabilidad arrojarían de la Bactriana a los arios que transpusieron el Punjâb. Así hay indicios de que el Libro de la Ley era un Purâna, pues reúne las cinco condiciones requeridas para ello por los brahmanes eruditos, según nos dice sir William Jones. Estas condiciones son:

1.ª Tratar de la formación general de la materia.

2.ª Tratar de la formación de la materia diferenciada y de la generación de los seres espirituales.

3.ª Dar un resumen cronológico de las edades históricas.

4.ª Exponer un resumen genealógico de las dinastías del país.

5.ª Incluir la biografía de algún personaje eminente.

Es indudable que el autor del Pentateuco se sujetó a estas condiciones, de la propia suerte que los autores del Nuevo Testamento habían escuchado las enseñanzas budistas de labios de los misioneros que por entonces menudeaban en Grecia y Judea.

Pero como, según el dogmatismo cristiano, no cabe concebir a Cristo sin el Diablo, hemos de cotejar estos dos conceptos para descubrir la íntima y misteriosa relación entre ambos. Todos los místicos “Hijos de Dios” y los “Primogénitos” ofrecen idénticas características. Adam Kadmon se desdobla en sabiduría conceptiva y sabiduría creadora, que desenvuelve la materia. el Adam de barro es a un tiempo hijo de Dios e hijo de Satán (84).

Hércules era asimismo “primogéntio” y equivale a Bel, Baal y Bal y a Siva el destructor. El poeta Eurípides llama a Baco hijo de Dios, y se le tributó adoración desde muy niño, como al Jesús de los evangelios. Los filósofos le describen de condición muy benévola para la humanidad, aunque inexorable con los quebrantadores de su culto (85).

ALEGORÍAS DEL LIBRO DE JOB

El Libro de Job nos descubre más claramente que otro alguno la índole y naturaleza del concepto del Diablo, de conformidad con nuestras afirmaciones.

Todo cuanto en este libro se relata es alegórico, y no se han de alarmar por ello las gentes piadosas, pues en tiempos antiguos era costumbre dar alegóricamente las enseñanzas morales, según corrobora el mismo San Pablo en los siguientes pasajes:

Todas estas cosas les acontecían a ellos en figura; mas fueron escritas para escarmiento de nosotros en quienes los fines de los siglos han llegado (86).

Porque escrito está, que Abraham tuvo dos hijos: uno de la sierva y otro de la libre... Las cuales cosas fueron dichas por alegorías (87).

Por lo tanto, si, según toda probabilidad lindante con la certidumbre, el Nuevo Testamento tiene carácter alegórico, no será mucho decir del Libro de Job lo mismo que dijo San Pablo de las figuras de Abraham y Moisés.

Conviene advertir, sin embargo, la diferencia entre alegoría y símbolo. En la primera se encubre la verdad con la suficiente transparencia para que el oyente o el lector pueden inducirla. El símbolo entraña una cualidad abstracta de la Divinidad, fácilmente comprensible para los profanos, que por ello, le tributaron adoración idolátrica. La alegoría estaba reservada en los recintos internos, donde sólo eran admitidos los iniciados; y así se explican aquellas palabras de Jesús cuando decía:

Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado.

Porque al que tiene, se le dará y tendrá más, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará (88).

En los misterios menores se efectuaba la operación de lavar una marrana, que luego se dejaba otra vez entre el fango, para significar la purificación del neófito y lo insuficiente de la obra hasta entonces cumplida.

El mito encierra un pensamiento no manifestado, es decir, que personifica históricamente el reflejo de una idea religiosa. En el mito ha de predominar, como en la epopeya, el elemento histórico, de modo que los hechos exotéricos constituyan la base del mito y en ellos se entretejan las ideas religiosas.

El Libro de Job es muy claro para quien comprende el pintoresco lenguaje empleado por los iniciados egipcios en el Libro de los muertos. En la escena del Juicio aparece Osiris sentado en el trono con el garfio en una mano y el místico abanico báquico en la otra. Ante él están los cuarenta y dos asesores del difunto. Junto al trono se levanta un altar cubierto de ofrendas y rematado por la flor de loto, sobre el cual se ven cuatro espíritus. En la puerta permanece estacionada el alma que va a comparecer a juicio, y Thmei, diosa de la Verdad, se le acerca en actitud de darle la bienvenida. Thoth empuña una caña y examina el proceso del alma en el Libro de la Vida. Horus y Anubis, delante de las balanzas, observan si el corazón del difunto equilibra o no el peso del símbolo de la Verdad. Sobre un pilar está sentada la ramera que ha de sostener la acusación. Según saben los eruditos, en los misterios se representaban las escenas del mundo inferior, y tal es la alegoría de Job.

LA INICIACIÓN Y EL LIBRO DE JOB

Varios críticos han atribuido a Moisés el Libro de Job, que seguramente es más antiguo que el Pentateuco, pues en él no se nombra a Jehovah; y si bien este nombre aparece en el prólogo, es por error de traducción o por la necesidad posteriormente sentida de dar carácter monoteísta al politeísmo hebreo, convirtiendo para ello en divinidad individual la pluralidad representada en los Elohim. En el primitivo texto del Libro de Job no se le da a Dios el nombre de Jehovah (89), sino los de Al, Aleim, Ale, Shaddai, Adonai, de lo cual se infiere que, como todos los demás manuscritos antiguos, fueron adulterados de propósito el prólogo y el epílogo del Libro de Job, pues no cabe suponer que se añadieran posteriormente. No hay en este arcaico poema alusión ninguna a la institución sabática; pero sí copiosas referencias al sagrado número siete, de que hablaremos más adelante, y una abierta discusión sobre el sabeísmo prevaleciente por aquellos días en Arabia. El Libro de Job llama a Satán hijo de Dios, pues lo cuenta entre los asistentes al consejo del Altísimo, a quien induce a poner en toque la fidelidad del varón idumeo, de donde vemos corroborada la significación de acusador o adversario que etimológicamente tiene la palabra Satán y su identidad conceptiva con el Tiphón de los egipcios que acusa a las almas en el Amenti (90).

Es el Libro de Job una acabada figura de las antiguas iniciaciones y de las pruebas preliminares de tan augusta ceremonia. El neófito se ve privado de todo bien terreno y afligido por una enfermedad repugnante. Su esposa le aconseja que ponga en la muerte su única esperanza. Tres amigos van a visitarle: Eliphaz, el erudito temanita lleno del conocimiento que los sabios recibieron de sus padres, a quienes sólo a ellos les fue dada la tierra; Baldad, el de temperamento positivista, que toma las cosas según vienen y opina que la aflicción de Job es consecuencia de sus culpas; y Sophar, espíritu generalizador de sabiduría superficial. A sus reconvenciones responde Job:

Sea así que yo haya errado, mi yerro quedará conmigo.

Mas vosotros os levantáis contra mí y me dais en cara con mis oprobios... porque la mano del Señor me ha tocado.

Pues yo sé que mi Campeón vive y que hasta el último día se mantendrá ante mí sobre la tierra; y que después de consumida mi piel y corroído mi cuerpo, aun sin mi carne veré a Dios...

¿Por qué, pues, ahora decís: Persigámosle y hallemos raíz de palabra contra él? (91).

Algunos intérpretes han considerado que este epíteto de Campeón alude al Mesías, y en muchas versiones aparece sustituída la palabra Campeón por la de Redentor, aunque en la de los Setenta aparece el pasaje como sigue:

Porque sé que es eterno Aquél que ha de libertarme de la tierra para restaurar ésta mi piel que sufre de estos males.

Indudablemente se refiere Job en este pasaje a su Yo superior, inmortal y eterno que por medio de la muerte física ha de libertarle de su corrompido cuerpo carnal y revestirle de nueva envoltura. En los Misterios de Eleusis, en el Libro de los Muertos y en otros tratados relativos a la iniciación se le dan nombres propios al Yo inmortal, que los neoplatónicos denominaron Nous y Augoeides, los budistas Aggra, los mazdeístas Feruer y los induístas Atman, con más los frecuentes epítetos de Liberador, Campeón, Mediador, etc. en las escultura mítricas de Persia aparece el Feruer o Yo superior simbolizado por una alada figura que planea sobre el cuerpo de un hombre (92). Es el inmortal espíritu que ha de redimir nuestra alma de la esclavitud de la materia. en los textos caldeos el citado pasaje se lee como sigue:

Mi libertador (93) ha de restaurar mi gastado cuerpo y convertirlo en vestidura etérea.

ADULTERACIÓN DEL LIBRO DE JOB

Sin embargo, todas las versiones derivadas de la de San Jerónimo adolecen de las mismas inexactitudes y mudanzas que este doctor se permitió en su Vulgata, según demuestra la evidente adulteración de este versículo:

Pues yo sé que vive mi Redentor y que en el último día he de resucitar de la tierra. Y de nuevo he de ser rodeado de mi piel y en mi carne veré a mi Dios (94).

En este amaño se advierte el manifiesto propósito que San Jerónimo tuvo de disponer el texto convenientemente para cohonestar “la resurrección de la carne” tal como la entiende el dogmatismo cristiano (95). No podía el autor del Libro de Job conocer el Nuevo Testamento, por cuanto ni siquiera conocía el Antiguo, ya que ni remotamente alude a los patriarcas. Sin duda fue iniciado su autor, pues una de las tres hijas de Job lleva el mitológico nombre de Kerenhappuch, que cada versión traduce de distinto modo. La Vulgata la llama Cuerno de antimonio, y los Setenta traducen Cuerno de Amalthea (96). Basta el nombre de esta heroían pagana en la versión de los Setenta para advertir por una parte la ignorancia de estos traductores y por otra la filiación esotérica del Libro de Job.

En vez de consolar a Job, sus tres amigos le reconvienen diciéndole que merecida tiene la aflicción en castigo de sus culpas, a lo que responde el santo varón rechazando semejantes imputaciones y prometiendo que mantendrá su causa mientras aliente. Recuerda los prósperos tiempos de su dicha “cuando el secreto de Dios permanecía sobre su tienda” y él era juez soberano como rey en ejército, que a los afligidos consolaba, y los compara con el tiempo presente en que se mofan de él los vagabundos beduinos, “los más viles hombres de la tierra”, al verle postrado por el infortunio y por la lepra. Manifiesta después Job la simpatía que le inspiran los desgraciados, y rememora que siempre fue casto, íntegro, honrado, justo, caritativo, sobrio, hospitalario, magnánimo, misericordioso con el enemigo, extraño al culto del sol e intrépido defensor de la justicia aun contra la oposición de las gentes. Impetra del Todopoderoso una respuesta a este alegato, e intima a sus tres amigos la declaración de las culpas que hayan descubierto en él. No cabía réplica posible. Los tres amigos habían tratado de confundir a Job con especiosas razones, y él les redargüía con su ejemplar conducta. Entonces aparece en escena el cuarto amigo: Elihu el buzita, hijo de Barachel, de la estirpe de Ram (97).

Elihu representa al hierofante. Empieza reprendiendo a los otros tres amigos de Job, cuyos sofismas desvanece como el viento de Poniente se lleva la movediza arena.

En la amargura de su corazón había dicho Job a sus amigos:

Lo que vosotros sabéis, yo también lo sé y no soy inferior a vosotros.

Con todo eso, hablaré al todopoderoso y con Dios deseo razonar.

Haciendo antes ver que vosotros sois unos forjadores de mentiras y secuaces de perversos dogmas.

Y ojalá callareis para que fueseis tenidos por sabios (98).

Pero Elihu le dice:

No los de mucha edad son los sabios ni los ancianos los que juzgan lo justo.

Mas, a lo que veo, espíritu hay en los hombres, y la inspiración del Omnipotente da la inteligencia.

Una vez habla Dios y segunda vez no repite la misma cosa.

Por sueño, en visión nocturna, cuando profundo sueño se echa sobre los hombres y están durmiendo en su lecho.

Entonces abre las orejas de los hombres, y amaestrándolos, les instruye en lo que deben saber.

Atiende, Job, y oye y calla mientras yo hablo.

Y si tienes alguna cosa que decir, respóndeme, habla; porque deseo que comparezcas justo.

Y si no tienes, óyeme, calla y te enseñaré sabiduría (99).

Había dicho antes Job, vacilante en su fe, al oír que sus amigos no le ofrecían otra esperanza que la eterna condenación:

El hombre nacido de mujer, vive breve tiempo y está relleno de muchas miserias.

Que como flor sale y es ajado, y huye como sombra y jamás permanece en un mismo estado.

Mas el hombre después que haya muerto y despojado que sea y consumido, dime, ¿dónde está?

¿Crees por ventura que muerto un hombre tornará a vivir?

¡Y ojalá se hiciera el juicio entre Dios y el hombre como se hace el de un hijo del hombre con su compañero (100).

EL HIEROFANTE EN EL LIBRO DE JOB

Pero por fin escucha Job la sabiduría de Elihu, el inspirado filósofo, el instructor perfecto, el hierofante de cuyos severos labios bnrota la justa reconvención de haber dudado impíamente de la bondad de Dios achacándole los males de la humanidad. Así dice Elihu:

Lejos esté de Dios la impiedad, y del Omnipotente la injusticia. Porque Él pagará al hombre su obra y recompensará a cada uno según sus caminos. Porque en verdad, Dios no condenará sin razón ni el Omnipotente trastornará la justicia (101).

Callado se había mantenido el hierofante mientras al neófito le satisifzo su propia sabiduría mundana en irreverente incomprensión de la Providencia y sus designios, y dio oídos a los perniciosos sofismas de sus consejeros. Mas, en cuanto la mente del neófito anhela conocer la verdad y se predispone de esta suerte a la instrucción y al consejo, resuena la voz del hierofante, que lleno del divino Espíritu exclama:

No podemos conocer a Dios dignamente. Grande en fortaleza y en juicio y en justicia. Él es inefable.

Por esto le temerán los hombres y no se atreverán a contemplarle todos los que se tienen a sí mismos por sabios (102).

Y responde Job a Baldad:

Verdaderamente sé que así es y que no será justificado el hombre comparado con Dios.

Él trasladó los montes y los mismos que trastornó en su furor no le conocieron.

Él conmueve la tierra de su lugar y sus columnas se estremecen.

Él manda al sol y no sale y cierra las estrellas como bajo de sello.

Él hace cosas grandes e incomprensibles y admirables que no tienen número.

Si viniere a mí no lo veré; si se retirare, no lo entenderé (103).

¡Hermosa lección para los predicadores a la moda que multiplican las palabras sin encerrar sabiduría en ellas (104)!

Escucha Job la palabra de sabiduría y después le habla el Señor desde el “torbellino de la Naturaleza” (105), diciendo:

¿Quién es ese que envuelve sentencias en indoctos discursos?

Cíñete como varón tus lomos; te preguntaré y respóndeme:

¿Dónde estabas cuando yo echaba los cimientos de la tierra?

¿Por ventura has considerado la anchura de la tierra? Dame razón, si sabes, de todas estas cosas.

Cuando me alababan a una los astros de la mañana y se regocijaban los hijos de Dios.

¿Quién encerró con puertas el mar?

Lo cerré dentro de mis términos y dije: Hasta aquí llegarás y no pasarás más allá y aquí quebrarás tus hinchadas olas.

¿Quién dio curso a un aguacero impetuosísimo y camino al trueno ruidoso para que lloviese en una tierra sin hombre, en el desierto, donde no mora mortal ninguno?

¿Podrás acaso juntar las brillantes estrellas de las Pléyades o podrás detener el giro de Arturo?

¿Podrás enviar los relámpagos e irán y te dirán cuando vuelvan: Aquí estamos? (106).

A lo que responde Job.

Yo, que he hablado con ligereza, ¿qué cosa puedo responder? Pondré mi mano sobre mi boca (107).

Ya sabe cuáles son sus caminos y se abren sus ojos por vez primera. Desciende sobre el hombre de las aflicciones la suprema Sabiduría y en este final Petroma le muestra la imposibilidad de cazar al Leviatán clavándole el arpón en la nariz, lo cual significa que en el conocimiento oculto (Leviatán) únicamente pueden poner la mano, pero nada más que la mano, quienes por sus facultades y debida preparación merecen que Dios no se lo encubra.

EL LIBRO DE JOB Y EL LIBRO DE LOS MUERTOS

Así dice el Señor:

¿Podrás por ventura sacar fuera con anzuelo al Leviatán y atar su lengua con una cuerda?

¿Quién descubrirá el haz de su vestido y en medio de su boca quién entrará?

¿Quién abrirá las puertas de su rostro? Alrededor de sus dientes hay espanto.

Su cuerpo es como escudos fundidos apiñados de escamas que se aprietan. La una se junta con la otra y ni un respiradero pasa por entre ellas.

Su estornudo es resplandor de fuego y sus ojos como los párpados de la aurora.

Detrás de él lucirá la senda y reputará al abismo como lleno de canas.

No hay sobre la tierra poder que se le iguale, pues fue hecho para que no temiese a ninguno.

Todo lo alto ve. Él es el rey de todos los hijos de soberbia (108).

Y responde Job:

Sé que todo lo puedes y que ningún pensamiento se te esconde.

¿Quién es ese que sin ciencia encubre el consejo?

Por esto yo he hablado neciamente y lo que sin comparación excedía mi ciencia.

Oye y yo hablaré; te preguntaré y respóndeme.

Por oída de oreja te he oído; mas ahora te ve mi ojo.

Por esto yo me reprendo a mí mismo y hago penitencia en pavesa y ceniza (109).

Reconoce a su Campeón y se convence de que ha llegado la hora de su reivindicación.

Entonces le dice el Señor a Eliphaz:

Mi furor se ha airado contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado delante de mí lo recto como mi siervo Job.

El señor asimismo se volvió a la penitencia de Job... y le dio doblado todo cuanto había tenido (110).

En el juicio del alma según el Libro de los muertos, el difunto invoca a los cuatro espíritus residentes en el Lago de Fuego, y luego de purificado por ellos le conducen a la mansión celeste, donde le reciben Athar e Isis en presencia de A-tum (111). Se ha convertido en turu (hombre espiritual), que desde entonces será el ojo de fuego (on-ati) compañero de los dioses.

Los cabalistas comprendían perfectamente el grandioso poema de Job, y no obstante sus profundos sentimientos religiosos eran acérrimos adversarios del clero, y así se justifican las palabras de Paracelso cuando víctima de persecuciones y calumnias, mal comprendido por amigos y enemigos, maltratado por clérigos y seglares, exclamaba:

¡Oh vosotros los de París, Padua, Montpeller, Salerno, Viena y Leipzig! No sois maestros de la verdad, sino confesores de la mentira. Vuestra filosofía es mentirosa. Si queréis saber lo que verdaderamente significa la magia, estudiad el Apocalipsis de San Juan... Puesto que no podéis probar que vuestras enseñanzas derivan de la Biblia y del Apocalipsis, dad de mano a vuestras farsas. La Biblia es la verdadera clave y el verdadero intérprete. Lo mismo que Moisés, Elías, Enoch, David, Salomón, Daniel, Jeremías y los demás profetas, fue Juan mago, cabalista y adivino. Si alguno de ellos viviera hoy día, seguramente que lo inmolaríais en vuestro fementido matadero, y no sólo a ellos, sino aun al mismo Creador de todas las cosas, si os fuera posible.

Prácticamente demostró Paracelso que había aprendido muy útiles aunque escondidas cosas en el Apocalipsis, la Biblia y la Kábala, por lo que le apellidaron “padre de la magia y del magnetismo fenoménico” (112). Tan firme era la creencia popular en los sobrenaturales poderes de Paracelso, que todavía perdura entre el vulgo de Alsacia la tradición de que no murió, sino que duerme en su tumba (113), y que el césped que la rodea se agita al impulso de la respiración de aquel fatigado pecho, de cuyo fondo brotan lastimeros gemidos cuando el insigne filósofo del fuego despierta al recuerdo de las injusticias con que por su amor a la verdad le abrumaron los calumniadores.

MODERNO CONCEPTO DEL DIABLO

De todo cuanto llevamos expuesto se infiere fácilmente que el Satán del Antiguo Testamento y el Diablo de los Evangelios y de las Epístolas apostólicas son personificaciones del principio antagonístico peculiar de la materia, no necesariamente malo por sí mismo en la acepción ética de la palabra. Los judíos aprendieron en la cautividad de Babilonia la doctrina de los dos opuestos principios del bien y del mal personificados respectivamente por los asidianos y parsis en Ormazd, cuyo nombre secreto era ..., y en Ahriman, equivalente al Satán de los heteos y al Diobolos de los griegos. Los primitivos cristianos de la escuela de San Pablo y después los gnósticos y sus sucesores refinaron metafísicamente estos conceptos, que el dogmatismo tergiversó por último, al propio tiempo que perseguía de muerte a sus genuinos definidores.

La Iglesia protestante entraña el espíritu de reacción contra la Iglesia católica, y no forma un todo coherente y homogéneo, sino una especie de torbellino cuyas partes giran en torno de un centro común, que se atraen y repelen mutuamente impelidas unas hacia roma por la fuerza centrípeta y empujadas otras por la fuerza centrífuga muy lejos de Roma, hasta más allá de la idea cristiana.

Precisamente, el concepto moderno del diablo es el que tuvieron las multitudes ignaras de Babilonia, “madre de las idolátricas y abominables religiones del gentilismo mundano”. Tal vez se redarguya diciendo que las teologías induísta y budista también admiten la existencia individual de los espíritus malignos; pero la sutil mentalidad inda (114) considera al diablo o espíritu maligno como una abstracción metafísica, una alegoría del mal necesario, mientras que para los cristianos es un personaje real de cuerpo y alma, sin cuya existencia no pueden fundamentar el dogma de la redención (115).

Los protestantes ingleses, no satisfechos con la personificación bíblica del diablo, adoptaron la demonología expuesta por Milton (116) en su Paraíso perdido, donde el Ilda-Baoth de los ofitas se transforma en Lucifer identificado con el Dragón apocalíptico (117) después de su caída (118) con las huestes rebeldes en el tenebroso abismo del pandemonio. En la tercera parte del poema celebra Satanás consejo en el palacio levantado para su residencia en sus nuevos dominios, y determina emprender una exploración en busca de un nuevo mundo. La cuarta parte relata la caída del hombre, su destierro en la tierra, el advenimiento del Hijo de Dios (Logos) y la redención del linaje humano (119).

El poema del Paraíso perdido entraña implícitamente el concepto que del diablo tienen los protestantes ingleses (120), y no creer en el diablo personal equivale para ellos a “negar a Cristo” y a “blasfemar contra el Espíritu Santo” (121). Posteriormente, el poeta Roberto Pollok se inspiró en el poema de Milton para escribir el suyo, titulado: El curso del tiempo, que también fue tenido durante algunos años por tan fidedigno como la Biblia (122).

Bosquejemos ahora el carácter del diablo según el concepto cristiano. Es la entidad que interviene en la hechicería, brujería y otros maleficios, según creyeron los fariseos y de ellos lo tomaron los Padres de la Iglesia, quienes identificaron con el diablo las gentílicas divinidades de Mitra, Serapis y otras, cuyo culto consideró siempre el doctrinarismo católico como trato y connivencia con las potestades tenebrosas. Los brujos y hechiceros medioevales fueron para la Iglesia adoradores del diablo, a pesar de que los antiguos consideraron la magia como la ciencia divina o sea el conocimiento y sabiduría de Dios. Mágica era el arte de curar en los templos de Esculapio y en los santuarios de la India y Egipto. El mismo Darío Hystaspes que había exterminado a los magos de mala ley y a los teurgistas caldeos, restableció el culto de Ormazd y con él la verdadera magia en que le instruyeran los brahmanes. Entró a la sazón en una nueva fase el pensamiento religioso. La ignorancia del vulgo engendró la falsa devoción y el dogmatismo imperante condenó la genuina sabiduría, cuyos adeptos hubieron de recatarse de la vista de las gentes y escribir sus tratados filosóficos en lenguaje enigmático sólo comprendido de los iniciados en la doctrina secreta, soportando resignadamente el oprobio, la calumnia y la pobreza.

EXCURSIONES DE SATANÁS

Los fieles a las antiguas enseñanzas religiosas fueron acusados de hechicería y condenados a muerte. Los albigenses, descendientes de los gnósticos, y los valdenses, precursores de los luteranos, quedaron exterminados por implacables persecuciones. Al mismo Martín Lutero le acusaron de estar en connivencia con Satanás en persona, y aun sigue el mundo protestante bajo el peso de esta imputación de sus adverrsarios, porque el dogmatismo romano no distingue entre disidentes, herejes, cismáticos y hechiceros, y todo cuanto se aparte de su norma lo anatematiza por ofensivo a su autoridad, pues la libertad religiosa es un principio nefando para la Iglesia católica.

Sin embargo, los protestantes llevaban en los labios la leche con que les amamantó su madre, y así estaba Lutero tan sediento de sangre como el papa, y calvino fue más intolerante todavía que la curia romana. Durante treinta años asoló la guerra comarcas enteras de Alemania, sin que en la lucha fuesen menos crueles los protestantes que los católicos. También la religión reformada dirigió sus tiros contra la hechicería y se establecieron sangrientas penas en los códigos de Suecia, Dinamarca, Alemania, Holanda, Inglaterra y colonias de América. A prisión y muerte se exponía quien públicamente declaraba opiniones más liberales y razonables que las de sus compatriotas. Las hogueras a punto de extinguirse en Smithfield se avivaron para abrasar a los magos, y era menos arriesgado rebelarse contra la autoridad real que contra el dogma religioso.

En el siglo XVII se apareció el diablo en persona en Nueva Inglaterra, Nueva Jersey, Nueva York y otras colonias inglesas de América, según nos refiere Cotton Mather. Años después, visitó la parroquia de Mora, en Suecia, al paso que los vecinos de Dalecarlia divertían su aburrimiento los sábados a la puerta de la iglesia con la quema de niños de corta edad y el vapuleo de otros. Pero el escepticismo de los tiempos presentes ha recluido en los conventos la creencia en el diablo de cuerpo humano con pezuña, cuernos y rabo. De cuando en cuando aparece en las Encíclicas pontificias y otros documentos oficiales del catolicismo; pero la severidad protestante sólo consiente que se le nombre a media voz en los púlpitos.

Señaladas ya las huellas del diablo desde su primera aparición en India y Persia, conviene examinar ahora las opiniones religiosas dominantes en el mundo durante los primeros tiempos del cristianismo.

Todas las religiones antiguas creían en los avatares o encarnaciones de la Divinidad, que en la India llegaron a constituir una serie ordenada. Los parsis esperaban a Sosiosh y los judíos al Mesías. Tácito y Suetonio refieren que en tiempo de Augusto ardía el Oriente en expectación de un gran Instructor; y según dice Williams, “unas doctrinas tan obvias para los cristianos, eran enigmáticas para los gentiles” (123). Plutarco habla de Maneros, un niño que había de nacer en Palestina (124), como mediador de Mithra, el Salvador, identificado con Osiris, el Mesías. En las actuales Escrituras canónicas se descubren vestigios del culto antiguo, y los ritos, ceremonias y jerarquçia eclesiástica de los budistas están remedadas en el culto católico. Los primitivos Evangelios, que un tiempo fueron tan canónicos como hoy los sinópticos, contienen relatos enteros copiados de los libros budistas, según han puesto en claro las investigaciones de Burnouf, Asoma, Korosi, Beal, Hardy y Schmidt, aparte de las traducciones del Tripitaka, que dejan fuera de duda la filiación budista del cristianismo (125).

Aquí vemos el motivo de lo vivamente interesada que está la Iglesia romana en recatar de las miradas del vulgo la Biblia hebrea y las obras de los filósofos griego, pues la filología y teología comparadas demuesttran incontrovertiblemente las amañadas falsificaciones de Ireneo, Epifanio, Eusebio y Tertuliano.

En aquel tiempo parece que gozaban de mucho predicamento los Libros sibilinos, y fácilmente se echa de ver que dimanan de las mismas fuentes de donde brotaron las demás obras gentílicas.

He aquí un pasaje de Galleo:

Ha surgido nueva Luz que descendida del cielo toma forma mortal. ¡Oh Virgen! Recibe a tu Dios en tu purísimo seno. El Verbo aleteó en la matriz virginal y asumió forma de carne. La Virgen concibió un Niño. Los magos adoraron la nueva estrella enviada por Dios. El niño envuelto en pañales reposó en un pesebre. Y Bethlem fue la cuna del Verbo (126).

VATICINIOS DE LA ENCARNACIÓN

A primera vista parece este pasaje una profecía del nacimiento de Cristo; pero también pudiera aludir a otras divinidades creadoras, pues hay expresiones análogas que se refieren a Baco y Mitra, como, por ejemplo, la del siguiente pasaje:

Yo, hijo de Zeus, he venido al país de los tebanos. Soy Baco, a quien parió la virgen Semelé, hija de Cadmo, el hombre de oriente, y engendrado por el rayo portador de la llama, tomé forma mortal en vez de la divina (127).

Las Dionisíacas, que datan del siglo V, esclarecen este punto y ponen de relieve su íntima relación con la leyenda cristiana acerca del nacimiento de Jesús, según vemos en este pasaje:

¡Oh! Kore Perséfona (128). Tú eras la virgen esposa del Dragón cuando Zeus, transformado en apariencia de galán y rebosante de amor, se deslizó hasta tu lecho virginal y fecundó tu seno, cuyo fruto fue Zagreus (129), el niño coronado de cuernos (130).

Descubrimos aquí todo el secreto del culto ofita y el origen del dogma cristiano de la Encarnación del Verbo. Únicamente los gnósticos entre los primitivos cristianos tenían, siquier rudimentario, un sistema teológico al que adaptaron la figura de Jesús considerada como Cristo; pero de ningún modo cabe presumir que su teología derivara de las enseñanzas cristianas. Entre los gnósticos precristianos era muy conocida la leyenda según la cual la gran serpiente (131) se había deslizado cautelosamente hasta el lecho de Semelé para vivificar su seno, y esta misma leyenda aplicaron los gnósticos cristianos a la concepción de Jesús diciendo que el Dios del bien (132) transfigurado en Dragón de Vida se deslizó hasta la cuna de la niña María (133). Para los gnósticos cristianos la Serpiente era el símbolo del Logos, el Cristo o encarnación de la Sabiduría divina por obra de su padre Ennoia y de su madre Sophia. Así dice Jesús:

Entonces, mi madre, el Espíritu Santo me tomó (134).

Aquí vemos que Cristo se llama a sí mismo hijo de Sophia (Espíritu Santo) (135).

Por otra parte nos dice el Nuevo Testamento:

Y respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te hará sombra la virtud del Altísimo. Y por esto lo Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios (136).

Y añade San Pablo:

En estos días nos ha hablado Dios por el Hijo, al que constituyó heredero de todo, por quien hizo también los siglos (137).

Todas estas expresiones son variadas copias del concepto significado en la frase de Nonnus: “por medio del Draconteo etéreo”, pues el éter simboliza al Espíritu Santo o tercera persona de la trinidad y equivale al Kneph egipcio o serpiente con cabeza de halcón, emblema de la Mente divina (138) y del Alma universal de los platónicos.

Dicen las Escrituras cristianas:

Yo ( la Sabiduría) salí de la boca del Altísimo... y como niebla cubrí toda la tierra (139).

También Pymander (Logos) surge del seno de la infinita Obscuridad y cubre la tierra de nubes que sobre ella se extienden a manera de formas serpentinas (140). El Logos activo es la primaria imagen de Dios, según Filo (141). El Padre es el pensamiento latente.

Esta universal idea aparece expresada en idétnica terminología entre los gentiles, judíos y cristianos primitivos. En la cosmogonía babilónica de Eudemo, el Logos es el unigénito del Padre, y un himno homérico al sol empieza con este verso:

Load a Eli, hijo de Deus (142).

El dios solar Mithra es imagen del Padre, lo mismo que el cabalístico Seir Anpin.

CONCEPTO DEL INFIERNO

Imposible parece, y sin embargo tal es la triste realidad, que entre todas las religiones del mundo tan sólo el cristinismo dogmático haya sostenido la creencia en la personalidad del diablo. Ni los egipcios a quienes Porfirio diputa por “la más sabia nación del mundo” (143) ni los griegos, sus fieles imitadores, ni los judíos cayeron jamás en tan monstruoso absurdo, ni tampoco en el no menos quimérico de la condenación eterna en el infierno, por más que el actual cristianismo atribuya al demonio todo cuanto se relaciona con los paganos.

La palabra infierno que aparece en el original hebreo se traduce siempre torcidamente en las versiones canónicas. Los hebreos no tenían del infierno el concepto que posteriormente le dieron los intérpretes y traductores en el pasaje siguiente:

... y las puertas del infierno no prevelecerán contra ella (144).

El texto original dice: “las puertas de la muerte”; y en ninguna parte aparece la palabra infierno con el significado de “condenación eterna” que le dieron los forjadores de este dogma. El Tophet (145) o valle de Ennom (146) no significa infierno, y la palabra griega gehenna equivale, en opinión de competentes filólogos, al Tártaro de que habla Homero. Prueba de esto nos da el apóstol San Pedro en el pasaje siguiente:

Y si Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, atándolos con amarras de infierno, los arrojó al tártaro (147).

Pero como esta expresión recordaba la guerra entre Júpiter y los titanes, los traductores substituyeron la palabra “tártaro” por la de abismo o infierno. Las “puertas de la muerte” y “cámara de la muerte” que suelen hallarse en el Nuevo Testamento no son ni más ni menos que las “puertas del sepulcro” a que aluden los Salmos y Proverbios. El infierno y el diablo son invenciones del tirano y dogmatizante cristianismo oficial, nacidas al hervor de las calenturientas visiones de los eremitas. Triste degeneración de la mentalidad humana denota el dominante concepto del diablo, si lo comparamos con el que los antiguos tenían del “Padre del Mal”, simbolizado en Tiphón (148), cuyo emblema era el asno.

DUALIDAD DE LOS DIOSES SOLARES

Así como Tiphón representaba entre los egipcios el aspecto tenebroso y sombrío, en oposición a su hermano Osiris, así también entre los griegos representó Python el aspecto antitético al del esplendente Apolo, dios de las visiones y de los oráculos. Python mata a Apolo, pero resucitado éste, mata a Python, y redime de este modo la culpa del linaje humano. En memoria de la muerte de Python se adornaban las sacerdotisas de Apolo con piel de serpiente, emblema del fabuloso monstruo vencido por el dios, y bajo el excitador influjo magnético de aquella piel se transportaban las sacerdotisas al frenesí mántico y por su boca daba Apolo los oráculos.

Apolo y Python significan los desdoblados elementos de la divinidad solar, que todos los pueblos sin excepción, concibieron andrógina. El suave y benéfico calor del sol vivifica las plantas, pero el riguroso ardor de la canícula las marchita y agosta. Cuando pulsa la lira de siete cuerdas difunde Apolo por doquiera la armonía; pero en su pitónico aspecto es perturbación y disonancia. Así sucede en todas las divinidades solares.

Averiguado está que el apóstol San Juan viajó por Persia y otras comarcas asiáticas donde, si bien predominaba la religión zoroastriana, abundaban los misioneros budistas, por lo que cabe dudar de si el evangelista hubiera o no escrito el Apocalipsis de no haber estado en comunicación y trato con los budistas; pues aparte de sus alusiones al dragón, hay de ello vehementes indicios en los proféticos pasajes relativos al segundo advenimiento de Cristo, cuya figura copia exactamente el apóstol de la de Vishnú en trazos del todo desconocidos de los demás evangelistas.

Tenemos, por consiguiente, que Ophios y Ophiomorfos, Apolo y Pythón, Osiris y Tiphón, Cristo y el Diablo son símbolos equivalentes en sus respectivas dualidades, cuyos elementos no podríamos reconocer uno sin otro, como tampoco fuera posible diferenciar el día sin la noche. Ambos elementos son regeneradores y salvadores: el positivo en el orden espiritual y el negativo en el orden físico. El elemento positivo confiere la inmortalidad por virtud propia del espíritu; el elemento negativo la confiere por regeneración de los gérmenes rúpicos. El Redentor del linaje humano ha de morir, porque revela el maravilloso secreto del Yo. La serpiente del Génesis incurre en la maldición divina, porque prometió a la mater (madre Eva o materia) la inmortalidad, diciéndole:

De ninguna manera moriréis (149).

Entre los egipcios, el aspecto antitético de la serpiente es el segundo Hermes o reencarnación del Hermes Trismegisto.

Es Hermes inseparable compañero e instructor de Osiris e Isis, la personificación de la sabiduría, el hijo del Señor, que como el Caín bíblico edifica ciudades y alecciona a los hombres en el ejercicio de las artes.

Repetidas veces declararon los misioneros cristianos que los indos están sumidos en el culto idolátrico del demonio, cuando precisamente los únicos adoradores del diablo son los cristianos vulgares, a quienes un clero fanático mantiene en la absurda creencia del diablo personal, de quien se reirían no sólo el clero superior (oepasampalas) sino hasta los novicios (samenaira) del sacerdocio budista, cuyos doctores (pundites) cuidan de advertir que todo es alegórico en el culto externo; y aunque se les pueda culpar de negligencia en el descuaje de las muchas y muy groseras supersticiones del vulgo, no las inventan ni estimulan como ocurre en Occidente respecto de la fomentada creencia en el diablo personal, enemigo de Dios y de la humanidad.

El dragón de San Jorge que se ve esculpido en casi todas las catedrales, no aventaja en hermosura alegórica al budista Nammadânamnâraya, el gran Dragón o rey de las sierpes. Por otra parte, no debiera el clero católico indignarse contra las supersticiones de los cingaleses que en los eclipses de luna creen que la devora el demonio planetario Rahu, ni contra las de los chinos que en los eclipses de sol salen a la calle provistos de bombos, platillos y discos con que arman estrepitosos ruidos para ahuyentar al monstruo que amenaza devorar al sol; pues según nos dice Draper, cuando en 1456 apareció el cometa llamado después de Halley, produjo tal espanto en las gentes, que el papa Calixto III se creyó obligado a exocizarle, y gracias a las maldiciones pontificias se precipitó en los cerúleos abismos para no reanudar la aventura hasta setenta y cinco años después (150).

No sabemos que el clero cristiano haya intentado convencer al vulgo de que nada de diabólico tienen los eclipses ni los cometas, y en cambio vemos cómo un prelado budista responde a un oficial que le echaba en cara aquella superstición: “Nuestros libros canónicos enseñan que los eclipses de sol y luna resultan de la acometida del planeta Rahu (151), pero no de diablo alguno (152).

EL MITO DEL DRAGÓN

El mito del Dragón, que tan importante parte toma en el Apocalipsis y la Leyenda de oro (153), es de origen prebudista, pues deriva de la comarca de Cachemira, cuyos habitantes, convertidos más tarde por los misioneros budistas, profesaron en primitivos tiempos la religión ofita con el culto de la serpiente. Desde la conversión del país sucedieron los incruentos sacrificios con ofrenda de flores e incienso a los cruentos sacrificios humanos cuya principal determinante era la personificación del diablo investido de abominable potestad; supersticiosa creencia que heredaron los cristianos.

El Mahâvansa, el libro más antiguo de las Escrituras ceilanesas, relata la leyenda del rey Covercapal (sierpe cobra), el dios serpiente convertido al budismo por un santo arhat (154), y de esta leyenda derivó seguramente la de San simeón Estilita.

El Logos triunfa del gran Dragón, y el luminoso arcángel Miguel, príncipe de los eones, vence a Satán (155).

Conviene no olvidar que mientras el iniciado mantenga en secreto lo que sabe, ningún mal le sobrevendrá por su sigilo. Tal sucedió en tiempos antiguos y lo mismo sucede ahora. Tan luego como el Verbo se encarnó en la tierra para sacar del silencio la divina palabra, quedó sujeto a la muerte. La serpiente es emblema de la sabiduría y de la elocuencia, pero también lo es de la muerte. “Osar, conocer, querer y callar” es el lema fundamental del cabalista. Como Apolo y otros dioses solares, Jesús muere por acción de su Logos (156); pero resucita para ser él a su vez el matador y maestro. Las coincidencias entre los mitos religiosos de los pueblos antiguos, transmutados en dogmas teológicos, son lo bastante sorprendentes para sospechar que tal vez tuvieran algún significado tan oculto que nadie haya sido capaz de presumirlo.

La identidad del Miguel cristiano con los celestes caudillos de otras teogonías y la de Satán con el Dragón de los paganos demuestra con toda evidencia que la India ha sido la cuna común de los mitos religiosos surgidos al calor del misticismo. En sus comentarios a los Vedas dice Ramatsariar:

El mundo principió con la lucha entre el Espíritu del bien y el Espíritu del Mal y en lucha ha de acabar. Tras de la desintegración de la materia el mal dejará de serlo, porque se restituirá al caos.

Tertuliano adulter evidentemente en su Apología las doctrinas y creencias sustentadas por los paganos respecto a los oráculos y a los dioses, pues llama a estos demonios y diablos y les inculpa de obsesionar aun a las aves del aire. Ningún cristiano pondrá en tela de juicio la autoridad de Tertuliano al verla previamente corroborada por el rey David, cuando dice que son ídolos todos los dioses de los gentiles; y el mismo Ángel de las escuelas identifica los ídolos con los demonios, según éstas sus palabras:

Se acercan a los hombres y les incitan a que los adoren; para lo cual se valen de ciertas obras que parecen milagrosas (157).

Los teólogos han procedido con refinada astucia en sus amaños, pues después de haber forjado al diablo se creyeron obligados a modelar santos. Ejemplo de ello nos da Baronio, que al leer en una obra del Crisóstomo lo que este Padre de la Iglesia dice acerca del santo xenoris (158), lo tomó por entidad personal de la que hizo un mártir de Antioquía, cuya fingida biografía compuso con muchos pormenores que le daban visos de autenticidad. Otros teólogos han supuesto que el Anticristo (159) y por consiguiente el demonio, es el Apollyon en que Platón simboliza la divinidad que purifica, lava y redime del pecado.

POÉTICAS FIGURAS DE LUZBEL

Según Max Müller, la serpiente paradisíaca entraña un concepto originario al parecer de los hebreos, sin que sea posible compararla con las terribles entidades Vritra y Ahriman de los Vedas y el Avesta. Pero recordemos que para los cabalistas era el diablo el invertido aspecto de Dios y por esto le ha llamado Eliphas Levi: embriaguez astral, considerándole como una fuerza parecida a la electricidad, según se infiere de aquellas alegóricas palabras en que Jesús dice cómo “vio a Satán cual si fuese un rayo caído del cielo”.

Aseguran los dogmatizantes que la tarea del diablo consiste en tentar continuamente al género humano por permisión de Dios, cuyo amor a los hombres no quedara muy bien parado si fuese cierta la aseveración, pues denotaría en Dios una perfidia incompatible con su augusta paternidad y se hiciera digno de que tan sólo le adorase un clero capaz de entonar el Tedeum después de la matanza de San Bartolomé y de bendecir las armas templadas por los musulmanes para exterminar a los cristianos de Grecia (160).

Verdaderamente ridículas y pueriles son las diferencias que se advierten entre las distintas representaciones del diablo. Los fanáticos lo pintan con cuernos y rabo y se lo imaginan de figura horrible y hedor pestilente (161); pero en cambio, Milton, Byron, Göethe y Lermontoff (162) han poetizado la figura de Luzbel hasta darle en el Satán de Milton y en el Mefistófeles de Göethe más vigoroso relieve que a las de los santos y ángeles representados en las prosaicas leyendas de los mojigatos.

Ejemplo de estas descripciones del diablo nos da Des Mousseaux al relatar el caso de una bruja confabulada con un íncubo, según vemos en el siguiente pasaje:

Una vez vio esta bruja cerca de sí durante media hora a un sujeto negrísimo, de espantable aspecto, con enormes manos cuyos dedos parecían garfios. Los sentidos de la vista, tacto y olfato fueron corroborados por el del oído (163).

¡Cuán distinto de este mal oliente galanteador es el majestuoso Satán de Milton! No cabe concebir la soberbia figura del ángel rebelde, personificación del orgullo, encerrado en la piel de un reptil repulsivo, tal como nos lo representa el dogmatismo cristiano al decir que el demonio tomó la insinuante y fascinadora figura de serpiente para tentar a Eva en el paraíso. Dios maldice a la serpiente y la condena a arrastrarse sobre su vientre y a comer tierra todos los días de su vida (164), lo que, según observa Levi, en nada se parece a las tradicionales llamas del infierno.

Por otra parte, también se le daba el título de Dominus a Ophión o aspecto demoníaco de la dualidad manifestada, como vemos no sólo en Hércules (165), hijo de Júpiter y Alcmena y personificación del Logos, sino en los demás dioses solares, todos ellos de doble naturaleza (166). La palabra dios se deriva del sánscrito deva que significa divinidad refulgente, y la palabra diablo proviene de la persa daeva que en la religión mazdeísta significaba espíritu maligno, pero que originariamente fue el deva induísta (167).

El Agathodemon o demonio benéfico (168), al que los ofitas denominaban Logos o Sabiduría divina, estaba representado en los misterios báquicos por una serpiente empinada sobre una pértiga. Análogamente, según dice Deane, la serpiente con cabeza de halcón es uno de los más antiguos emblemas egipcios de la mente divina (169). Por otra parte, expone Movers (170) la identidad entre Moloch y Samael o Azazel, lo cual explica que Aarón, hermano de Moisés, ofreciese igualmente sacrificios a Jehovah y Azazel, como vemos en este pasaje:

Hará estar los dos machos de cabrío delante del Señor a la entrada del tabernáculo... Y echando suertes sobre los dos, la una para el Señor y la otra para el macho de cabrío emisario (Azazel, (171).

El Antiguo Testamento nos muestra a Jehovah con todos los atributos de Saturno (172), no obstante las transmutaciones de Adonai en Eloi, y en Dios de dioses y Señor de señores (173).

Satanás tienta a Jesús en el desierto y le promete los reinos de la tierra si postrado le adora (174). De la propia suerte el demonio Wasawarthi tienta a Gautama en el momento de salir del palacio de su padre, diciéndole que no se vaya, pues allí le aguardan la gloria, la riqueza y el poderío; pero Gautama resiste a la tentación y el demonio rechina los dientes de ira y promete vengarse. Como Buda, también triunfa Cristo del demonio (175).

EL CÁLIZ DE AGATHODEMON

En los misterios báquicos se pasaban los fieles de mano en mano el cáliz consgrado que llamaban del Agathodemon (176), y de estos misterios tomaron indudablemente los ofitas la misma ceremonia, pues la comunión en las dos especies de pan y vino se conoció en el culto de las principales divinidades (177).

Respecto al sacramento casi mítrico que adoptaron los gnósticos marcosianos, también cabalistas y teurgos, nos cuenta Epifanio una curiosa leyenda en demostración de las artimañas del demonio.

Dice así:

En la fiesta congregacional de la Eucaristía llenaban los marcosainos de vino blanco tres grandes vasos de finísimo y transparente cristal. Durante la ceremonia tomaba el vino a la vista de todos los fieles un color rojo de sangre, que cambiaba después en púrpura y por último en azul celeste. Entonces el celebrante entregaba uno de los tres vasos a una mujer de la congregación para que lo bendijera, y esto hecho trasegaba el celebrante su contenido a otro vaso mucho mayor diciendo: “Que la gracia de Dios inconcebible e inexplicable, que domina todas las cosas, llene tu interno ser y acreciente el conocimiento del que está dentro de ti, sembrando la simiente de mostaza en tierra fértil (178).

Terminada esta plegaria, el licor del vaso se embravece hasta rebosar (179).

EL DESCENSO A LOS INFIERNOS

El descenso de Cristo a los infiernos tiene su punto de comparación en las antiguas religiones (180). El Credo cristiano, cuya composición atribuye San Agustín (181) a los doce apóstoles, cada uno de los cuales interpuso una de las doce proposiciones o artículos en que se divide, contiene la de: “descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos”. Este artículo corresponde a Santo tomás en el orden de atribución, sin duda como en penitencia de su incredulidad; pero no obstante, lo más probable es que fuera interpolado posteriormente, pues nada prueba que los apóstoles compusieran el Credo ni que en la época apostólica se conociese tal como está hoy redactado (182). En cambio, hay fundados motivos para afirmar que este artículo se interpoló hacia el año 600 (183), porque Teodoreto, Epifanio, Eusebio, Ireneo, Orígenes, Tertuliano y Sócrates no lo conocieron (184) ni constaba en los antiguos textos del símbolo de la fe, según dice el obispo Parsons (185), ni lo mencionan los concilios anteriores al siglo VII, ni el Credo de San Agustín (186). Por otra parte, Rufino (187) afirma que en su tiempo no aparecía este artículo ni en el Credo latino ni en el griego.

Sin embargo, se disipa toda duda al saber que hace muchos siglos le habló Hermes al encadenado Prometeo, diciendo:

No cesará tu tormento hasta que un dios lo padezca en tu lugar y descienda a los tenebrosos abismos del Tártaro (188).

En la mitología griega este dios era Heracles, el unigénito, el Salvador (189), a quien tomaron por modelo los Padres de la Iglesia y de quien dice Luciano:

Heracles no dominó a las naciones por la fuerza, sino por persuasión y sabiduría divina. Heracles mejoró a los hombres, estableció una religión suave y desbarató la doctrina de la condenación eterna expulsando del mundo inferior al Cerbero (190).

Del mismo modo que de Cristo se nos dice, se ofreció Heracles voluntariamente en sacrificio por los pecados del mundo y puso fin a los tormentos de Prometeo (191), descendiendo a los dos lugares inferiores: el Hades y el Tártaro.

Dice Bart sobre el particular:

Su voluntario sacrificio auguró el nuevo nacimiento etéreo de los hombres... Al libertar a Prometeo y erigir altares se constituyó en mediador entre las creencias antiguas y modernas... Abolió los sacrificios humanos... Descendió en espectro al sombrío reino de Plutón y ascendió en espíritu al Olimpo para reunirse con su padre Zeus.

Tan difundida estaba en la antigüedad la leyenda de Heracles y por tan de fe se tenía, que hasta los mismos hebreos, erróneamente diputados por monoteístas, la copiaron en sus alegorías; pues así como de Heracles se dice que quiso robar el oráculo délfico, así también, según el Sepher Toldoth Jeschu, sustrajo Jesús del santuario el Nombre inefable. No es, por lo tanto, extraño que de la propia suerte se haya copiado su descenso a los infiernos. El Evangelio de Nicodemus, que hasta estos últimos tiempos no se ha declarado apócrifo, excede en plagios y falsedades a todo atrevimiento, como se colige de su examen. El capítulo XVI de este Evangelio presenta en amigable plática a Satanás y al Príncipe del infierno, quienes de pronto se ven sobrecogidos por una voz tonante como el trueno y rugiente como el huracán, que les manda abrir las puertas de sus dominios porque ha de entrar por ellas el Rey de la Gloria. El Príncipe del infierno reconviene entonces a Satanás por no haberse prevenido para impedir semejante visita, y después de fuerte altercado expulsa el Príncipe a Satanás del infierno y ordena a sus impíos oficiales que cierren las broncíneas puertas de crueldad y luchen denodadamente para no caer prisioneros. Pero al oír esto, los santos (192) le dijeron con encolerizada voz al Príncipe de las tinieblas: “Abre las puertas de tu reino para que entre por ellas el Rey de la Gloria” (193). Y el profeta David exclamó diciendo: “¿Acaso no profeticé yo verdad cuando estaba en la tierra?”. Y el santo profeta Isaías habló y dijo: “¿No profeticé yo verdad?”. Los santos se levantan entonces contra el Príncipe del infierno, quien replica fingiéndose ignorante: “Nunca se habían portado tan insolentemente los muertos. ¿Quién es el Rey de la Gloria?”. A esto responde David que conoce bien su voz y comprende sus palabras porque le habla al espíritu; pero viendo que a pesar de todo no quiere el Príncipe del infierno abrir las broncíneas puertas de la iniquidad, le replica airadamente: “Y ahora, ¡oh tú, inmundo y hediondo Príncipe del infierno!, abre las puertas... El Rey de la Gloria viene... Déjale entrar”. Todavía estaban en esta querella cuando apareció el poderoso Señor en forma humana, cuya presencia atemorizó a la impía muerte y a sus crueles ministros, que temblorosos halagan a Cristo y le hablan interrogativamente, de modo que cada pregunta entraña el mismo concepto que los artículos del credo. Así le dicen: “¿Quién eres tú, de tal poder y grandeza que rompes las cadenas del pecado original?... ¿Eres tú aquel Jesús de quien hace poco nos decía Satán que por la muerte en cruz mereciste recibir poder sobre la muerte?”. Pero el Rey de la Gloria no responde: huella a la muerte, prende al Príncipe del infierno y le despoja de su poder.

LA DERROTA DE SATANÁS

Entonces se promueve en el infierno un alboroto, magistralmente descrito por Homero y Hesíodo, según nos demuestra su intérprete Preller (194) en el relato de Hércules invicto y de las fiestas de Tiro, Tarsis y Sardia.

Luego de iniciado en los misterios eleusinos desciende Hércules al Hades, y a su presencia huyen aterrorizados los muertos (195) y todo es confusión, horror y lamentos. Al ver la batalla perdida, el Príncipe del infierno encoge prudentemente el rabo y se pone del lado del más fuerte. El pobre Satán contra quien, según los apóstoles Pedro y Judas, no se había atrevido ni el mismísimo arcángel San Miguel a levantar ante el Señor una sola queja, se ve ignominiosamente tratado por el Príncipe del infierno, a quien el rey de la Gloria le dice: “¡Oh Beelzebub, príncipe del infierno! Desde ahora y para siempre quedará Satán sujeto a tu dominio en vez de estarlo Adán y su linaje, que ya es mío... Venid a mí ¡oh mis santos!, que fuisteis creados a mi imagen y condenados por el fruto prohibido a la esclavitud de la muerte y el demonio. Vivid ahora por el leño de mi cruz, pues el diablo, rey de este mundo, está sojuzgado y vencida la muerte. Dicho esto, el Señor toma a Adán por la mano derecha, a David por la izquierda, y seguido de Enoch, Elías, el buen ladrón y los santos patriarcas, sube del infierno al cielo (196).

Otra analogía de este mito nos ofrece el Código de los nazarenos, donde Tobo, el libertador del alma de Adán, la conduce del Orco (197) al asiento de Vida. Es Tobo lo mismo que Tobadonías, uno de los nueve levitas enviados por Josafat a predicar el Libro de la ley por las ciudades de Judá (198). Según los cabalistas, los levitas, discípulos o magos enfocaban los rayos solares para iluminar el mundo intermedio (199) y mostrar al alma de Adán (200) el camino que se aparta de las tinieblas de la ignorancia.

En el Libro de los muertos dice Osiris:

Yo brillo como el sol cuando celebra su fiesta en la mansión estrellada (201).

También a Cristo se le llama “Sol de Justicia” y “Helios de Justicia” (202) como reminiscencia de las alegorías paganas; lo que no deja de ser blasfemia en boca de quienes presumen describir con ello un episodio de la peregrinación terrena de su Dios.

Por otra parte tenemos los siguientes pasajes:

Heracles ha salido de las cámaras de la tierra, de la subterránea morada de Plutón (203).

Ante Ti tembló la laguna Estigia y se atemorizó el portero del Orco. No pudo amedrentarte ni aun el mismo tiphón. ¡Salve verdadero hijo de Jove! ¡Gloria a los dioses! (204).

Más de cuatro siglos antes del nacimiento de Jesucristo había ya escrito Aristófanes (205) su inmortal parodia del descenso de Heracles a los infiernos con el coro de bienaventurados, los Campos Elíseos, la llegada de Heracles en compañía de Baco (206), a quienes reciben con antorchas encendidas, emblema de la resurrección a nueva y luminosa vida desde las tinieblas de la muerte. Nada falta en la aristofanesca comedia: Las ranas, de cuanto sobre el descenso a los infiernos relata el Evangelio de Nicodemo. De ella son los siguientes versos:

Despierta, enciende las antorchas..., porque tú llegas ¡oh Iaccho! y en tus manos las blandes ¡oh fosforescente astro del nocturno rito!

Los cristianos aceptan como artículo de fe el aventurero descenso de Cristo a los infiernos, sin advertir la amalgama de esta creencia con el mito pagano, tan donosamente ridiculizado por Aristófanes. El Evangelio de Nicodemo, con todos sus absurdos, se leyó durante muchísimo tiempo en las iglesias, lo mismo que el Pastor de Hermas, puesto por Ireneo entre los libros auténticos de las Escrituras reveladas.

Los teólogos cristianos, entre ellos Eusebio, Atanasio y Jerónimo, insisten en la necesidad de que ambos libros se lean en las iglesias, pues los Padres recomiendan su lectura, a fin de confrirmar a los fieles en la fe y en la piedad. Sin embargo, tuvo posteriormente su reverso esta hermosa medalla, porque el mismo San Jerónimo, que encomia el Evangelio de Nicodemo en su catálogo de autores eclesiásticos, lo repudia en sus comentarios por apócrifo e insulso. Y Tertuliano, que mientras profesó el catolicismo se deshizo en elogios del Pastor de Hermas, revolvióse contra él al abrazar la herejía de Montano (207).

CARINO Y LENCIO

El mismo Evangelio de Nicodemo nos da el relato de las almas de Carino y Lencio, los resucitados hijos de aquel Simeón que, según el evangelista San Lucas, tomó al niño Jesús en brazos y bendijo a Dios diciendo:

Ahora, Señor, despides a tu siervo, según tu palabra, en paz. Porque han visto mis ojos tu salud (208).

Carino y Lencio se levantaron de la tumba para declarar los misterios que habían presenciado en el infierno, y resucitan a ruegos de Anás, Caifás, Nicodemo, José de Arimatea y Gamaliel, deseosos de conocer los importantes secretos que ambas almas revelan después de jurar, a intimación de Anás y Caifás (conductor de almas a la Sinagoga), sobre el Libro de la ley, POR Adonai y el Dios de Israel, que dirán verdad en lo que declaren. Acto seguido hacen la señal de la cruz (209) sobre sus lenguas y piden papiro en que apuntar sus revelaciones (210), según las cuales, mientras estaban en el infierno sumidos en tinieblas vieron súbitamente una intensa y purpúrea luz que iluminaba aquel lugar. Al punto se regocijaron las almas de Adán, de los patriarcas y profetas, entre quienes se hallaba Isaías, que se ufanó de haber profetizado en su tiempo todo cuanto a la sazón acaecía. Entonces llega Simeón, el padre de los resucitados, y dice que el niño a quien había tenido en sus brazos en el templo iba a libertarles. A esto aparece un eremita que declara ser Juan el Bautista (211), y sin acordarse de las dudas puestas en su boca por el evangelista San Mateo (212) acerca de si Jesús era o no el Mesías, lo reconoce como tal diciendo: “Y yo, Juan, henchido de Espíritu Santo, al ver que hacia mí venía Jesús, exclamé: “He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo...”. y la bauticé y vi que el Espíritu Santo descendía sobre Él, al par que de lo alto clamaba una voz: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas todas mis complacencias” (213). Entonces aparece en escena Adán, quien receloso de no ser creído por las cohortes infernales, llama a su hijo Seth para que repita lo que el arcángel San Miguel le había dicho en las puertas del Paraíso cuando fue a suplicar a Dios que ungiera la cabeza de él, su padre, a la sazón enfermo (214).

Requerido por Adán, declara Seth que Miguel le aconsejó que parra ungir a su padre enfermo no le pidiera a Dios el aceite del árbol de la misericordia, pues no le sería posible recibirlo hasta la plenitud de los tiempos, pasados 5.500 años.

Esta plática entre Miguel y Seth fue indudablemente interpolada para cohonestar la cronología de los Padres de la Iglesia y dar algún fundamento al mesianismo de Jesús. Pero los primitivos teólogos se equivocaron al derrocar las imágenes paganas y perseguir a los sacerdotes gentiles en vez de demoler los monumentos egipcios por los cuales saben hoy los arqueólogos que el rey Menes y sus arquitectos florecieron cinco mil años antes de que, según la Biblia, crease Dios el universo de la nada y formase al padre Adán del barro de la tierra (215).

EVANGELIO DE NICODEMO

Sigue diciendo el Evangelio de Nicodemo (216) que mientras los santos andaban alborozados por la buena nueva, Satán, el caudillo de la muerte, le dice al Príncipe del Averno: “Disponte a recibir a Jesús de Nazareth, que se vanaglorió de ser Hijo de Dios y era un hombre temeroso de la muerte, pues dijo: “Triste está mi alma hasta la muerte”.

Los teólogos griegos se quejan de que algunos herejes (acaso Celso) hayan argüido sobre este punto contra los ortodoxos, diciendo que si Jesús hubiese sido Dios no se lamentara como lo hizo ni tampoco exclamara con lastimera voz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. A esta objeción redarguye el Evangelio de Nicodemo por boca del Príncipe del Infierno, quien responde a la intimación de Satán diciendo: “¿Cómo un tan poderoso príncipe ha de ser temeroso de la muerte? Te aseguro que quiso engañarte al decir que temía a la muerte. Por lo tanto, desgraciado serás por toda la eternidad”.

Es muy significativo que Nicodemo se ciña todo lo posible en su Evangelio al Nuevo Testamento, y más estrechamente al cuarto evangelista, para cohonestar, mediante diálogos inocentes al parecer, los pasajes más sospechosos de los Evangelios canónicos que los gnósticos analizaron detenidamente con su delicada hermenéutica, por lo que tuvieron los Padres de la Iglesia mayor cuidado en destruir los tratados gnósticos que en refutar las que llamaban herejías. Ejemplo de la tendencia observada en el Evangelio de Nicodemo nos da el diálogo entre Satán y el Príncipe del infierno, en que éste pregunta ingenuamente:

¿Quién es ese Jesús de Nazareth que sin rogar a Dios, con sólo su palabra me arrebata los muertos? (217).

A lo que responde Satán con malicia jesuítica:

Tal vez sea el mismo que me arrebató a Lázaro después de cuatro días de muerto, cuando ya hedía... Es el mismo Jesús de Nazareth.

Y el Príncipe del infierno le replica:

Yo te conjuro por nuestra común potestad, que no me traigas a Jesús de Nazareth, pues cuando oí hablar del poder de su palabra entróme miedo y mis impíos ministros se conturbaron. Y no pudimos detener a Lázaro, pues maliciosamente se nos escapó de entre manos con violenta sacudida, y la tierra en cuyo seno reposaba lo restituyó sano y vivo. Ahora reconozco que Él es el Dios omnipotente, poderoso en sus dominios y en su naturaleza humana, pues es el Salvador de la humanidad. No me lo traigas acá, porque libertaría a cuantos tengo presos por incrédulos y los conduciría a la vida eterna (218).

Hasta aquí lo apuntado en las escritas declaraciones de Carino y Lencio. El primero las entrega a Anás, Caifás y Gamaliel; el segundo a José y Nicodemo. Después se convirtieron los dos en blancos espectros que, desvanecidos, no se les volvió a ver más.

Para demostrar que ambas almas estuvieron durante todo aquel tiempo en estrictas “condiciones de comprobación”, como dirían los modernos espiritistas, añade Nocedemo que lo escrito por ambos coincidía tan exactamente que no había en lo de uno ni más ni menos letras que en lo del otro.

Sigue diciendo el mismo Evangelio que todas aquellas voces se derramaron por las sinagogas, y en vista de ello aconsejó Nicodemo a Pilatos que reuniese a los judíos en el templo, donde Anás y Caifás confiesan que el Jesús a quien ellos crucificaron es Jesucrito, Hijo de Dios y el verdadero Dios omnipotente. Pero no obastante esta confesión, ni Anás ni Caifás ni Pilatos ni judío alguno de suposición y arraigo se convierte al cristianismo, lo cual excusa todo comentario.

El Evangelio de Nicodemo termina como sigue:

En nombre de la Santísima Trinidad (219) así concluyen los hechos de nuestro Salvador Jesucristo, que el emperador Teodosio el Grande encontró en los archivos del palacio de Pilatos en Jerusalén, y que según refiere la historia escribió Nicodemo en lengua hebrea. Ocurrieron estas cosas el año décimonono del reinado de Tiberio César, emperador de los romanos, y en el décimo séptimo del gobierno de Herodes, hijo de Herodes, rey de Galilea, el octavo día de las calendas de abril...

Ésta es la más atrevida impostura de cuantas se forjaron desde que con el primer obispo de Roma se inició la era de piadosas ficciones.

El burdo amañador de este Evangelio echó en olvido que el dogma de la Trinidad no se promulgó hasta cinco siglos después, y que ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento aparece la palabra “Trinidad” ni hay la más leve alusión a esta doctrina. No hay pretexto bastante a justificar la publicación de este Evangelio cuyos capitales conceptos son hoy dogmas de la Iglesia, no obstante haberlo ésta declarado apócrifo, pues los hermenéuticos sinceros advirtieron desde un principio que todo él era impostura, y al fin no tuvo la Iglesia más remedio que reconocer avergonzada su yerro.

EL CREDO DE TAYLOR

Por lo tanto, no estará de más copiar el Credo cristiano según lo enmendó roberto Taylor, y dice así:

Creo en Zeus, padre omnipotente, y en su hijo Iasios Cristo nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo y nació de la virgen Electra. Muerto por un rayo fue sepultado y descendió a los infiernos, subió a los cielos y desde allí ha de volver a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el santo Nous, en el santo círculo de los dioses mayores, en la comunión de las divinidades, en el perdón de los pecados, en la inmortalidad del alma y en la vida perdurable.

Se ha demostrado que los israelitas adoraban a Baal (220) y a la serpiente sabaciana de Esculapio y que celebraban los misterios báquicos; pero todavía hallaremos mayores pruebas de ello al considerar la identidad entre el sobrenombre de Seth (221) dado a Tiphón; el nombre de Seth (222), hijo de Adán, y el nombre de Seth, divinidad adorada por los heteos. Además, el historiador Apión dice que en tiempo de los Macabeos tenían los judíos en el templo una cabeza dorada de asno que, cuando el saqueo de Jerusalén, se llevó Antíoco Epifanes. Y según refiere la Escritura, el profeta Zacarías se queda mudo a consecuencia del susto que le dio la aparición de una divinidad en figura de asno (223).

Dice Pleyté que la divinidad solar denominada El por los asirios, egipcios y semitas es idéntica a Set o Seth y a Saturno o Israel (224), que por otra parte equivale al Siva etíope, al caldeo Baal o Bel y al Kiyun o Chium del profeta Amós, pudiendo resumirse todas estas divinidades en el destructor Tiphón. Cuando la teogonía definió más claramente sus conceptos, quedó Tiphón desdoblado de su buen aspecto y cayó en la degradación de potestad ininteligente.

No es raro ver estas alteraciones en el pensamiento religioso de un país. En sus primitivos tiempos adoraron los judíos a Baal, Moloch y Hércules (225), de modo que los profetas hubieron de reconvenirles por su idolatría. Además, el Jehovah bíblico ofrece en sus rasgos característicos mayores semejanzas con Siva que con una divinidad benévola e indulgente, aunque al fin y al cabo no pierde nada Jehovah en su parecido con Siva, dios de la sabiduría, que según Wilkinson es el más inteligente dios del panteón indo. Tiene tres ojos, y como Jehovah es terrible en sus venganzas e irresistible en su cólera; y si bien destruye, también regenera con perfecta sabiduría (226). Es el tipo de aquella Divinidad que según San Agustín condena a los tormentos del infierno a quienes osan escudriñar sus arcanos, y pone a prueba la razón humana forzándola a someterse por igual a sus buenas o malas acciones.

SACRIFICIOS HUMANOS EN ISRAEL

Los israelitas lograron disfrazar la verdad, hoy abundosamente comprobada, de que adoraban a diversas divinidades y aun ofrecían sacrificios humanos el año 169 antes de J. C., pues Antioco Epifanes al entrar en el templo de Jerusalén halló un hombre dispuesto al sacrificio; y en época en que los paganos habían ya sustituido las víctimas humanas por reses de ganado (227), aparece Jefté sacrificando a su hija en holocausto del señor.

Bastan las admoniciones de los profetas para demostrar que los israelitas adoraban a dioses ajenos, que los altares erigidos en las cumbres de los montes eran de la misma condición que los de las naciones gentiles, y las profetisas hebreas remedo de las pitonisas y bacantes. Dice Pausanias que había comunidades femeninas al cuidado del culto de Baco, y alude además a las dieciseis matronas de Elis (228); pero también tenemos en el pueblo de Israel análogos ejemplos, según denotan los siguientes pasajes:

Había una profetisa llamada Débora..., la cual en aquel tiempo juzgaba al pueblo (229).

Fueron, pues, Helcías el sacerdote..., a buscar a Holda profetisa, la cual habitaba en el estudio (230).

... hizo venir de allí una mujer sagaz (231).

Mas una mujer sabia de la ciudad dijo a voces: Pues qué, ¿no soy yo la que doy respuestas verdaderas en Israel? (232).

Todo esto a pesar de que Moisés había prohibido la adivinación y los augurios.

En cuanto a los sacrificios humanos y a la analogía del culto de Jehovah con el de Moloch, nos da de ello vehementes indicios este otro pasaje:

Todo lo que es consagrado al Señor, sea hombre, animal o campo, no se venderá ni podrá rescatarse..., será cosa santísima. Y toda consagración que ofrece un hombre no se rescatará, sino que morirá de muerte (233).

La dualidad, cuando no la pluralidad de los dioses adorados por los israelitas, está manifiesta en las predicaciones de los profetas contra el rito de los sacrificios, que ninguno de ellos sancionó sino que todos vituperaron, según nos dan ejemplo Samuel y Jeremías en estos pasajes:

Y dijo Samuel: ¿Pues qué quiere el Señor, holocaustos y víctimas o no más bien que se obedezca la voz del Señor? Porque mejor es la obediencia que las víctimas (234).

Porque no hablé con vuestros padres ni les mandé el día que los saqué de tierra de Egipto, de asunto de holocaustos y de víctimas (235).

Los profetas anatematizadores de los sacrificios humanos eran sin excepción nazares o iniciados y acaudillaban el partido anticlerical, es decir, a los hombres de claro entendimiento que se rebelaban contra la tiranía de los sacerdotes, como posteriormente habían de luchar los gnósticos contra los Padres de la Iglesia. Cuando a la muerte de Salomón se dividió la monarquía hebrea, quedaron los sacerdotes en el reino de Judá, cuya capital era Jerusalén, donde estaba el templo, y los profetas quedaron en Samaria, capital del reino de Israel, sin religión cultualmente definida. En el reino de Judá no aparecieron profetas de importancia hasta Isaías, cuando ya había perecido el reino de Israel.

Elías y Eliseo no tuvieron reparo en ponerse en trato y prestar auxilio al rey Acab de Israel, que estableció el culto de Baal y las divinidades asirias. Eliseo ungió por rey a Jehú, con propósito de que exterminase a las familias reales de ambos reinos y los uniera en una misma corona ceñida a sus sienes. eN cuanto al templo de Salomón, ningún profeta hebreo le dio la menor importancia ni jamás pusieron los pies en él, pues como estaban iniciados en la doctrina secreta de Moisés iban cuidadosos de no confundirse con los sacerdotes que mantenían al pueblo en la idolatría y le inculcaban el exotérico concepto de Jehovah, que después adoptaron los teólogos cristianos.

PERSEVERANCIA DE LOS JUDÍOS

Ahora bien; si según hemos visto, el dogmatismo romanista es una mezcolanza de las mitologías paganas, ¿cómo relacionarlo con la religión mosaica, cuando el apóstol San Pablo y los gnósticos distinguían esencialmente entre el cristianismo y el judaísmo? Les decía Esteban a los judíos: “Vosotros recibisteis la Ley por ministerio de los ángeles (236) y no de las propias manos del Altísimo”. Y los gnósticos identificaban a Jehovah con Ilda-Baoth, hijo del caos (bohu) y adversario de la divina sabiduría.

Pero toda duda se desvanece al considerar que la llamada ley de Moisés, con su inherente monoteísmo, no puede remontarse más allá de tres siglos antes de J. C., pues el Pentateuco fue escrito después de la cautividad de Babilonia, cuando los reyes de Persia ordenaron la colonización de Palestina. El embrollo deriva de que empeñados los Padres de la Iglesia en ensamblar con el judaísmo su recién forjado sistema religioso, para mejor combatir de esta suerte al paganismo, huyeron de Escila y sin advertirlo cayeron en Caribdis, pues bajo el superficial barniz de monoteísmo se echó luego de ver la fibra de los mitos paganos.

A pesar de todo, no hemos de zaherir a los actuales judíos porque sus padres adoraran a Moloch según hicieron sus circunvecinos, ya que desde la vuelta del cautiverio no quebrantaron la ley monoteística ni desobedecieron a sus profetas, sin que les hayan arredrado las más violentas persecuciones. Mientras el cristianismo se ha dividido en infinidad de sectas hostiles, el pueblo hebreo, aunque disperso por el haz de la tierra, se mantiene indisgregablemente unido por el espiritual lazo de la fe.

Las hermosas virtudes predicadas por Jesús en el Sermón de la Montaña no resplandecen cual debieran en el mundo cristiano, y en cambio las practican los ascetas budistas y los fakires induístas; al paso que los vicios achacados por viperinas lenguas al paganismo, corroen al clero y demuelen la sociedad cristiana.

Puramente imaginario es el abismo que, apoyada en la autoridad de Pablo, ve abierto la exageración religiosa entre el cristianismo y el judaísmo, pues los occidentales no somos ni más ni menos que los herederos intolerantes del fanatismo de los antiguos israelitas que adoraban a Baco-Osiris, el Dio-Nyssos, el Jove de Nyssa, la divinidad sinaítica de Moisés, a diferencia de los del tiempo de Herodes y de la época romana, que a pesar de toso sus defectos se mantenían en la más rigurosa ortodoxia monoteísta.

Los llamados demonios cabalísticos se tuvieron por entidades objetivas, sin parar mientes en su profundo significado alegórico, y en ello encontraron los demonólogos pretexto bastante para forjar toda una jerarquía diabólica.

El famoso mote de los rosacruces: Igne natura renovatur integra (237) se adulteró en el célebre inri de Iesus Nazarenus rex Iudoeorum, tomando al pie de la letra el sarcasmo de Pilatos, contra el que protestaron enérgicamente losj judíos por no reconocer por su rey a Jesús.

El triagrama I. H. S. suele interpretarse Iesus Hominum Salvator o bien In hoc signo, siendo así que IHE es uno de los más antiguos nombres de Baco.

A la luz de la teología comparada descubrimos que el principal propósito de Jesús, iniciado en la doctrina secreta, fue mostrar a los ojos del vulgo la diferencia entre la suprema Divinidad (238) y el Jehovah del dogmatismo hebreo. Por esta razón, uno de los más graves cargos que los católicos imputan a los rosacruces es que estos atribuyen a Jesús la abrogación del culto de Jehovah. Mejor fuera que así lo hubiera logrado, pues no se encontraría el mundo sumido en tinieblas al cabo de diecinueve siglos de cruenta y mortífera lucha entre las trescientas sectas cristianas que parecen dominadas por el diablo personal.

Apoyados en la declaración de David (239) para quien eran “ídolos todas las divinidades gentílicas, transmutaron los teólogos cristianos en diablo al dios Baco, que en la teogonía órfica era el Unigénito (Monógenes) del padre Zeus y su esposa Koré. Pero los doctores de la Iglesia, cuyo fanático celo corría parejas con su ignorancia, no sospechaban que de esta suerte iban a proporcionar pruebas contra ellos mismos y facilitar la solución del enigma a los modernos escudriñadores de la ciencia y la religión.

OPINIÓN DE WILDER

El mito de Baco mantuvo oculto durante largos y tenebrosos siglos el futuro desquite de las divinidades gentílicas y la clave del enigma concerniente a la extraña dualidad humano-divina que tan definidamente caracteriza al Dios del Sinaí y cuya explicación tan clara va apareciendo a las escrutadoras miradas de los modernos investigadores, según demuestra el siguiente extracto final del estudio de Wilder sobre la materia:

Tal era el Jove de Nysa para sus adoradores, que veían en él la doble representación del mundo objetivo y del mundo mental. Era el “Sol de Justicia” que en sus rayos traía la salud a los mortales, alegraba su corazón y les infundía la esperanza en la vida eterna. Nació de madre humana a quien por la alteza de su dignidad elevó desde el mundo de la muerte a las regiones etéreas para que recibiese adoración y reverencia. Era el Jove de Nysa a la par Señor y Salvador de los mundos.

Tal era Baco, el dios profeta. Pero el cambio de religión decretado a instancias de Ambrosio, obispo de Milán, por aquel imperial asesino llamado Teodosio el Grande, le atribuyó inicuamente caracteres demoníacos. El culto de Baco, hasta entonces universal, quedó estancado en las comarcas rurales llamadas pagos, y se tuvieron sus ritos por abominaciones de hechicería y por aquelarres sus misterios, y su preferente emblema de la pezuña hendida se trocó en atributo corporal del diablo.

Un tiempo recibió Baco el sobrenombre de Padre de familia (Beelzebub); pero desde entonces, sobre cuantos a su servicio estaban, recayó la acusación de servir a las potestades tenebrosas. Se levantaron cruzadas contra ellos, y poblaciones enteras sufrieron los horroes de la matanza. El verdadero y hondo saber fue condenado como magia y hechicería, y la ignorancia quedó convertida en madre de la devoción mojigata. Galileo penó largos años en un calabozo por enseñar que el sol era el centro de nuestro sistema planetario. Bruno murió en la hoguera por su intento de restaurar la filosofía antigua. Mas a pesar de todo, la liberalia o fiesta religiosa de Baco se convirtió en fiesta de la Iglesia (240), y el dios en un santo cuatro veces repetido en los calendarios y representado en los altares en brazos de su divinizada madre. Cambiaron los nombres; pero han perdurado inalterables los conceptos (241).

Demostrada la quimera del diablo y de los ángeles rebeldes, pasaremos a tratar acerca de la divinidad de Jesús y de su obra redentora, que según la teología cristiana consistió en arrancarnos de las garras del mítico Satán.

Para ello será preciso cotejar paralelamente las vidas, doctrinas y milagros de Krishna, Gautama y Jesús.

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Lleva Isis Sin Velo - [Tomo IV] contigo