El libro de la selva / El segundo libro de la selva

La cacería de Kaa

L K

Las manchas son la alegría del leopardo, y del búfalo los cuernos son orgullo.

Sed limpios, pues del cazador la fuerza por el brillo de su piel se sabe.

Si veis que el buey al aire lanzaros puede y de perforaros capaz es el cejudo sambhur,

no dejéis vuestro trabajo para informaros, pues diez años hace que lo sabemos.

No oprimáis a los cachorros del extraño. Salúdalos como Hermana y Hermano.

«¡Nadie hay como yo!», dice el Cachorro llevado por el orgullo de su primera presa.

Más la jungla es grande y pequeño es el Cachorro. Dejadle tranquilo para que piense.

Máximas de Baloo

Todo lo que aquí se narra aconteció cierto tiempo antes de que Mowgli fuese expulsado de la Manada de Lobos de Seeonee, o de que se vengase de Shere Khan, el Tigre. Fue durante la época en que Baloo le enseñaba la Ley de la Jungla. Al corpulento, serio y anciano oso pardo le encantaba tener un alumno tan despierto, pues los lobos jóvenes no aprenden de la Ley de la Jungla más que aquello que es aplicable a su propia manada o tribu, y huyen en cuanto son capaces de repetir el Verso de Caza: «Pies que no hacen ruido; ojos que pueden ver en la oscuridad; orejas que saben oír a los vientos desde la guarida, y dientes blancos y afilados; todas estas cosas son las marcas de nuestros hermanos, salvo Tabaqui, el Chacal, y la Hiena a los que odiamos». Pero Mowgli, por ser un cachorro de hombre, tuvo que aprender mucho más que todo esto. A veces Bagheera, la Pantera Negra, se acercaba perezosamente a través de la jungla para ver qué tal iban los estudios de su favorito, y se quedaba ronroneando, con la cabeza apoyada en un árbol, mientras Mowgli recitaba la lección del día ante Baloo. El pequeño sabía trepar casi tan bien como nadaba y nadaba casi tan bien como corría. Así que Baloo, Profesor de Leyes, le enseñó las Leyes de la Madera y del Agua, cómo distinguir entre una rama podrida y otra buena, cómo hablarles cortésmente a las abejas silvestres cuando se encontrase una de sus colmenas a quince metros sobre el nivel del suelo, qué decirle a Mang, el Murciélago, cuando turbase su sueño del mediodía en lo alto de las ramas, y cómo avisar a las serpientes de agua que había en los estanques antes de zambullirse entre ellas. A ninguno de los que forman el Pueblo de la Jungla le gusta que lo molesten, por lo que todos son muy propensos a arrojarse sobre el intruso. Luego, Mowgli aprendió también la Llamada de Caza del Forastero, que debe ser repetida en voz alta hasta que alguien conteste a ella siempre que alguno de los habitantes de la jungla esté cazando en territorio ajeno. Traducida, significa: «Dadme permiso para cazar aquí, porque tengo hambre». Y la respuesta es: «Caza, pues, en busca de alimento, pero no por placer».

Todo esto os hará comprender lo mucho que Mowgli tuvo que aprenderse de memoria. Y se cansaba mucho de repetir la misma cosa más de cien veces. Pero, como Baloo le dijo a Bagheera un día que, tras recibir un pescozón, Mowgli se había marchado lleno de enojo:

—Un cachorro de hombre es un cachorro de hombre y debe aprenderse la Ley de la Jungla.

—Pero piensa que es muy pequeño —dijo la Pantera Negra, que, de haberse salido con la suya, habría mimado excesivamente a Mowgli—. ¿Cómo pueden caber tus largas explicaciones en su cabecita?

—¿Hay algo en la jungla que sea demasiado pequeño para que le den muerte? No. Pues por eso le enseño estas cosas y por eso le pego muy flojo, cuando las olvida.

—¡Flojo! ¿Qué sabes tú de pegar flojo, Pies de Hierro? —gruñó Bagheera—. Hoy lleva toda la cara magullada a causa de tus golpes… flojos. ¡Uf!

—Preferible es que vaya cubierto de pies a cabeza por mis magulladuras, ya que yo le quiero, a que sufra algún daño por culpa de la ignorancia —contestó Baloo muy seriamente—. Ahora le estoy enseñando las Palabras Maestras de la Jungla que lo protegerán contra los pájaros, contra el Pueblo de las Serpientes y contra todos los que cazan sobre cuatro patas, salvo los de su propia manada. Ahora puede reclamar protección de todos los habitantes de la jungla. Bastará con que recuerde las palabras. ¿No vale eso por cualquier pequeña paliza?

—Bueno, pero cuida de no matar al cachorro de hombre. No es ningún tronco de árbol en el que puedas afilar tus garras. Pero ¿qué Palabras Maestras son esas que dices? Es más probable que pueda ayudarte que pedirte ayuda.

Bagheera estiró una de sus patas y admiró las afiladas garras, de un color azul acerado, que había en el extremo.

—De todos modos —prosiguió—, me gustaría conocerlas.

—Llamaré a Mowgli y él las recitará… si quiere. ¡Ven aquí, Hermanito!

—La cabeza me zumba como un árbol lleno de abejas —dijo una vocecita plañidera por encima de sus cabezas.

Mowgli, lleno de enojo e indignación, bajó deslizándose por el tronco, agregando, en el momento de llegar al suelo:

—Si he venido es por Bagheera y no por ti, ¡Baloo gordo y viejo!

—Me da lo mismo —contestó Baloo, aunque se sentía ofendido y apenado—. Entonces dile a Bagheera las Palabras Maestras de la Jungla que te he enseñado hoy.

—¿Las Palabras Maestras para qué gente? —dijo Mowgli, encantado de poder lucirse—. La jungla tiene muchas lenguas. Yo me las sé todas.

—Un poco es lo que sabes tú, pero no mucho. Fíjate, Bagheera, cómo nunca se muestran agradecidos con su profesor. Nunca un lobo pequeñajo ha vuelto para agradecer al viejo Baloo sus enseñanzas. Pues entonces, oh gran erudito, recita las que se dicen al Pueblo Cazador.

—Somos de la misma sangre, vosotros y yo —dijo Mowgli, adoptando el acento de oso que utiliza todo el Pueblo Cazador.

—Bien. Ahora veamos las de los pájaros.

Mowgli las repitió, emitiendo el silbido del milano al final de cada oración.

—Ahora las del Pueblo de las Serpientes —dijo Bagheera.

La respuesta fue un silbido perfectamente indescriptible. Mowgli levantó los pies por detrás, empezó a dar palmas para aplaudirse a sí mismo y saltó sobre el lomo de Bagheera, donde se sentó de lado, tamborileando con los pies en la lustrosa piel y dedicando a Baloo las muecas más espantosas que se le ocurrían.

—¡Ea, ea! Eso vale por una pequeña magulladura —dijo tiernamente el Oso Pardo—. Algún día me recordarás.

Después se volvió para decirle a Bagheera de qué modo había implorado a Hathi, el Elefante Salvaje, que le indicase las Palabras Maestras, pues Hathi se sabía todas esas cosas al dedillo. Hathi había bajado con Mowgli al estanque para preguntarle a una serpiente de agua cuáles eran las Palabras de las Serpientes, ya que Baloo era incapaz de pronunciarlas. Así que Mowgli se encontraba razonablemente a salvo de todos los accidentes que se pueden sufrir en la jungla, ya que ni las serpientes, los pájaros o las bestias le harían daño.

—Así que no hay que tener miedo de nadie —dijo finalmente Baloo, acariciándose con orgullo su enorme y peludo estómago.

—Excepto de los de su propia tribu —dijo Bagheera por lo bajo, añadiendo seguidamente en voz alta, dirigiéndose a Mowgli—: ¡Ten cuidado con mis costillas, Hermanito! ¿A qué viene tanto bailoteo ahí arriba?

Mowgli había estado intentando que lo oyesen tirando del pelo que cubría los hombros de Bagheera, al tiempo que le daba fuertes coces. Cuando los dos le prestaron atención estaba gritando a pleno pulmón:

—¡Y he aquí que tendré una tribu mía y la conduciré por las ramas todo el día!

—¿Qué nueva locura es esa, pequeño soñador de sueños? —preguntó Bagheera.

—Sí, y le arrojaremos ramas y tierra al viejo Baloo —prosiguió Mowgli—. Me lo han prometido. ¡Ay!

—¡Uf!

La enorme pata de Baloo arrancó a Mowgli del lomo de Bagheera y el pequeño, aprisionado entre las gruesas patas delanteras del oso, pudo advertir que este se había enojado.

—¡Mowgli! —dijo Baloo—. Ya has estado hablando con los (el Pueblo de los Monos).

Mowgli miró a Bagheera para ver si también la Pantera estaba enfadada: los ojos de Bagheera eran duros como trozos de jade.

—Ya has estado con el Pueblo de los Monos, los monos grises, el Pueblo sin Ley, los que se lo comen todo. ¡Qué vergüenza!

—Cuando Baloo me pegó en la cabeza —dijo Mowgli, que seguía tumbado en el suelo— me alejé de aquí y los monos grises bajaron de los árboles y se apiadaron de mí. Nadie más se ocupó de mí.

Hablaba como si tuviera la nariz algo obstruida.

—¡La compasión del Pueblo de los Monos! —exclamó Baloo, soltando un bufido—. ¡La quietud de un torrente de montaña! ¡El frescor del sol de verano! ¿Y después qué, Cachorro de Hombre?

—Y después… después, me dieron nueces y otras golosinas y… y me subieron en brazos a la copa de los árboles y dijeron que era su hermano de sangre, solo que yo no tenía cola, y que algún día sería su jefe.

—Ellos no tienen jefe —dijo Bagheera—. Mienten. Siempre han mentido.

—Fueron muy amables y me pidieron que volviera a verlos. ¿Por qué nunca me has llevado a visitar el Pueblo de los Monos? Caminan de pie como yo. No me pegan con sus patas. Se pasan el día jugando. ¡Déjame levantarme! ¡Eres malo, Baloo! ¡Déjame levantarme! Quiero jugar otra vez con ellos.

—Escucha, Cachorro de Hombre —dijo el Oso con una voz que retumbaba como los truenos en una noche cálida—. Te he enseñado la Ley de la Jungla para todos los pueblos que en ella habitan, salvo el Pueblo de los Monos, que vive en los árboles. Ellos no tienen ley. Son unos proscritos. No tienen un idioma propio, sino que utilizan palabras robadas de las que oyen decir a los demás cuando espían y acechan en las copas de los árboles. Sus costumbres no son las nuestras. No tienen jefes. Carecen de memoria. Fanfarronean y charlan fingiendo ser un gran pueblo que se dispone a acometer grandes empresas en la jungla, pero basta que oigan el ruido de una nuez al caer para que se echen a reír y se olviden de todo. Los de la jungla no queremos tratos con ellos. No bebemos donde beben ellos, no vamos a donde van ellos, no cazamos donde ellos cazan, no morimos donde ellos mueren. ¿Me has oído hablar alguna vez de los antes de hoy?

—No —susurró Mowgli, pues un gran silencio se había apoderado de la selva al acabar Baloo su explicación.

—El Pueblo de la Jungla los mantiene alejados de su boca y de su pensamiento. Son muy numerosos, malvados, sucios, desvergonzados y lo que desean, si es que son capaces de desear algo, es llamar la atención del Pueblo de la Jungla. Pero nosotros no nos fijamos en ellos aunque nos tiren nueces y porquería a la cabeza.

Apenas acababa de decirlo cuando una lluvia de nueces y ramitas cayó de entre las ramas. En las alturas, entre las delgadas ramas de los árboles, se oyeron toses, aullidos y el ruido de saltos furiosos.

—El Pueblo de los Monos está prohibido —dijo Baloo—. Le está vedado al Pueblo de la Jungla. Que no se te olvide.

—Prohibido —dijo Bagheera—, aunque sigo creyendo que Baloo debería haberte prevenido en su contra.

—¿Yo… yo? ¿Cómo iba yo a saber que se pondría a jugar con semejante gentuza? ¡El Pueblo de los Monos! ¡Puaf!

Un nuevo chubasco cayó sobre sus cabezas y los dos se alejaron trotando, llevándose a Mowgli consigo. Lo que Baloo había dicho de los monos era enteramente cierto. Su lugar estaba en las copas de los árboles y, como las bestias raras veces alzan la cabeza, no había ocasión de que los monos y el Pueblo de la Jungla se encontrasen. Pero siempre que se encontraban con un lobo enfermo, un tigre herido o un oso en igual estado, los monos lo atormentaban y, además, se divertían arrojando palos y nueces a las bestias, esperando llamar así la atención. Luego se ponían a chillar y cantar canciones insensatas e invitaban al Pueblo de la Jungla a trepar por sus árboles y luchar contra ellos. Otras veces entablaban furiosas batallas entre ellos mismos, por cualquier nimiedad, y dejaban a los monos muertos en un sitio donde el Pueblo de la Jungla pudiera verlos. Siempre estaban a punto de elegir un jefe, de dictar leyes y adoptar costumbres propias, pero nunca lo hacían, pues la memoria se les iba de un día para otro, así que, a guisa de compromiso, solían decir:

—Lo que ahora piensan los más adelante lo pensará la jungla.

Eso les servía de mucho consuelo. Ninguno de los otros animales podía alcanzarlos, pero, por otro lado, ninguno de los otros se fijaba en ellos, y por esta razón se sintieron tan complacidos cuando Mowgli fue a jugar con ellos y se enteraron de lo muy enojado que estaba Baloo.

No pensaban pasar de aquí (los jamás se proponían hacer algo), pero uno de ellos inventó lo que a él se le antojaba una brillante idea y les dijo a todos los demás que resultaría útil tener a Mowgli en la tribu, ya que sabía entrelazar ramas de modo que sirvieran de protección contra el viento. Así, pues, si lo atrapaban, podrían obligarlo a enseñarles a hacerlo. Por supuesto que Mowgli, por ser hijo de leñador, había heredado toda suerte de instintos que utilizaba para construir cabañitas con ramas desgajadas sin saber realmente cómo lo hacía. El Pueblo de los Monos, observándole desde los árboles, se quedaba maravillado al verle hacerlo. «Esta vez —se decían— era verdad que tendrían un jefe y se convertirían en el pueblo más sabio de la jungla, tan sabio que todos los demás se darían cuenta y los envidiarían». Por lo tanto, siguieron a Baloo, Bagheera y Mowgli a través de la jungla, con mucho sigilo, hasta que llegó la hora de la siesta de mediodía y Mowgli, que se sentía muy avergonzado de sí mismo, se echó a dormir entre la Pantera y el Oso, decidido a no tratarse más con el Pueblo de los Monos.

Despertó al sentir que unas manos pequeñas, duras y fuertes lo sujetaban por los brazos y las piernas. Notó luego que las ramas le azotaban el rostro y seguidamente se encontró en lo alto de las cimbreantes ramas, mirando hacia abajo, mientras Baloo despertaba a la jungla con sus gritos y Bagheera trepaba por el tronco mostrando todos los dientes. Los profirieron aullidos triunfales y corrieron hacia las ramas más altas, pues Bagheera no se atrevería a perseguirlos hasta ellas.

—¡Se ha fijado en nosotros! —gritaban—. ¡Bagheera nos hace caso! Todo el Pueblo de la Jungla admira nuestra habilidad y astucia.

Inmediatamente emprendieron la huida, y la huida del Pueblo de los Monos entre el follaje es algo que nadie puede describir. Tienen allá arriba sus propios caminos y cruces, sus pendientes y bajadas, todo ello a quince, veinte o treinta metros sobre el nivel del suelo, que les permiten viajar incluso de noche si es preciso. Dos monos de los más fuertes asieron a Mowgli por los sobacos y empezaron a saltar de árbol en árbol, a razón de seis metros por salto. De haber estado solos, habrían saltado el doble de esa distancia, pero el peso del muchacho los entorpecía. Pese a sentirse mareado y notar que la cabeza le daba vueltas, Mowgli disfrutó de aquella alocada huida, aunque se asustaba al ver de vez en cuando el suelo muy por debajo de donde estaban él y sus acompañantes y a pesar de la terrible sacudida que seguía a cada salto en el vacío con el corazón en un puño. Su escolta le obligaba a trepar velozmente por un tronco hasta que debajo de él notaba las frágiles ramitas de la copa y entonces, tosiendo y gritando, saltaban hacia abajo y quedaban asidos con las manos o los pies a las ramas inferiores del siguiente árbol. A veces divisaba millas y millas de verde jungla, igual que el vigía de un buque divisa millas y más millas de mar. Luego las ramas y las hojas le azotaban el rostro y él y sus dos guardianes se encontraban de nuevo casi en el suelo. Y así, saltando y brincando, chillando y aullando, toda la tribu de recorrió la arbórea senda llevando a Mowgli prisionero.

Por unos instantes temió que lo dejasen caer, luego se enfadó pero la prudencia le aconsejó que no tratara de librarse de sus captores y, finalmente, empezó a pensar. Lo más urgente era avisar a Baloo y Bagheera, ya que, al paso que iban los monos, sabía que sus amigos quedarían muy rezagados. Era inútil mirar abajo, ya que solo podía ver la superficie de las ramas, de manera que volvió la vista hacia arriba y a lo lejos, sobre el azul del cielo, vio a Chil, el Milano, volando en círculo, deteniéndose a veces en el aire, vigilando la jungla en espera de que algo muriese. Chil observó que los monos transportaban algo, de modo que descendió unos cuantos centenares de metros para averiguar si su carga consistía en algo bueno para comer. Soltó un silbido de sorpresa al ver que se trataba de Mowgli, al que en aquel momento arrastraban hacia la copa de un árbol, y al oír que el pequeño le dirigía la Llamada del Milano, la que significaba: «Tú y yo somos de la misma sangre». El oleaje de las ramas se cerró sobre el pequeño, pero Chil se posó en el siguiente árbol justo a tiempo para ver cómo la carita morena de Mowgli de nuevo se volvía hacia el cielo.

—¡Señala mi rastro! —gritó Mowgli—. Avisa a Baloo, de la Manada de Seeonee, y a Bagheera, de la Roca del Consejo.

—¿En nombre de quién, hermano?

Era la primera vez que Chil veía a Mowgli, aunque, desde luego, había oído hablar de él.

—De Mowgli, la Rana. ¡Cachorro de Hombre es cómo me llaman! ¡Sigue bien mi rastro!

Las últimas palabras fueron más un alarido que un simple grito, pues las dijo cuando saltaba ya al vacío, pero Chil pudo oírlas y, después de asentir con la cabeza, remontó el vuelo hasta quedar reducido a un puntito no mayor que una mota de polvo. Y allí arriba se quedó, observando con sus ojos telescópicos el movimiento de las copas de los árboles, agitadas por la escolta de Mowgli.

—Nunca llegan lejos —dijo con una risita burlona—. Nunca hacen lo que se proponen hacer. Siempre están picoteando cosas nuevas los . Esta vez, a menos que me engañe la vista, sus picoteos les acarrearán complicaciones, pues Baloo no es ningún jovenzuelo inexperto y bien sé que Bagheera, por su parte, sabe matar algo más que cabras.

Y, así diciendo, con las patas dobladas bajo el cuerpo, siguió balanceándose en el aire, esperando.

Mientras tanto, Baloo y Bagheera estaban locos de rabia y de pena. Bagheera trepaba por los árboles como jamás había trepado, pero las delgadas ramas se quebraban bajo su peso y caía deslizándose por el tronco, con las zarpas llenas de corteza.

—¿Por qué no avisaste a Cachorro de Hombre? —rugió ante el pobre Baloo, que había iniciado un torpe trote con la esperanza de dar alcance a los monos—. ¿De qué sirvió dejarlo medio muerto a golpes si no lo previniste?

—¡Corre! ¡Vamos, corre! ¡Pue… puede que aún podamos atraparlos! —exclamó Baloo entre jadeos.

—¡A semejante paso ni una vaca herida se cansaría! Escúchame, Profesor de Leyes, terror de cachorros: si sigues corriendo así una milla más, vas a reventar. ¡Siéntate y piensa! Traza un plan. No es este momento para persecuciones. Si los seguimos desde demasiado cerca puede que lo dejen caer.

—¡Aaay! ¡Uuuy! Puede que ya lo hayan hecho, cansados de transportarlo. ¿Quién se fía de los ? ¡Pónme murciélagos muertos sobre la cabeza! ¡Dame de comer huesos negros! ¡Méteme en las colmenas de las abejas silvestres, para que me maten a picadas, y entiérrame con la Hiena, pues soy el más miserable de los osos! ¡Aaay! ¡Uuuy! ¡Oh, Mowgli, Mowgli! ¿Por qué no te advertí de lo malo que es el Pueblo de los Monos, en vez de romperte la cabeza? Puede que mis golpes le hayan hecho olvidar la lección del día y que ahora se encuentre en la jungla solo y sin recordar las Palabras Maestras.

Baloo se apretó las orejas con las zarpas y se puso a caminar de un lado a otro, soltando terribles gemidos.

—Las Palabras Maestras me las recitó sin equivocarse hace un rato —dijo Bagheera, llena de impaciencia—. No tienes memoria ni respeto, Baloo. ¿Qué pensaría la jungla si yo, la Pantera Negra, me enroscase igual que Ikki, el Puerco Espín, y me pusiera a aullar?

—¿Qué me importa a mí lo que piense la jungla? Puede que a estas alturas Mowgli ya haya muerto.

—A no ser que lo dejen caer desde las ramas jugando o que lo maten por pereza, no siento ningún temor por Cachorro de Hombre. Es sabio e instruido y, sobre todo, tiene esos ojos que atemorizan al Pueblo de la Jungla. Pero, por desgracia, está en poder de los y esa gente, como vive en lo alto de los árboles, no temen a ninguno de los nuestros.

Bagheera se lamió pensativamente una de sus zarpas.

—¡Qué estúpido soy! ¡Qué estúpido gordinflón comedor de raíces soy! —exclamó Baloo, desenroscándose bruscamente—. Es muy cierto lo que dice Hathi, el Elefante Salvaje: «A cada uno su propio miedo». Y ellos, los , temen a Kaa, la Serpiente de la Roca. Ella puede trepar tan bien como ellos. De noche rapta a los monos jóvenes. Basta susurrarles su nombre para que se les hiele la cola. Vamos a buscar a Kaa.

—¿De qué nos servirá? No pertenece a nuestra tribu, ya que no tiene patas. Además, tiene unos ojos tan malévolos… —dijo Bagheera.

—Es muy anciana y muy astuta. Pero, sobre todo, siempre tiene hambre —dijo Baloo, lleno de esperanza—. Le prometeremos un buen número de cabras.

—Duerme un mes entero después de haber comido siquiera una vez. Puede que ahora mismo esté durmiendo y, aunque estuviera despierta, ¿qué pasaría si prefiriese matar ella misma las cabras que se come?

Bagheera, que no conocía demasiado bien las costumbres de Kaa, se sentía suspicaz, naturalmente.

—En tal caso, tú y yo juntos, vieja cazadora, la haríamos entrar en razón —dijo Baloo, frotando su hombro de un pardo deslucido contra el cuerpo de la Pantera.

Acto seguido se pusieron en camino para dar con Kaa, la Pitón de la Roca.

La encontraron en un saliente, donde estaba echada tomando el sol y admirando su bonito manto nuevo, pues llevaba diez días retirada en aquel lugar para cambiar la piel, y su aspecto era ahora espléndido, moviendo su cabezota de nariz chata a ras del suelo y retorciendo sus nueve metros de cuerpo en forma de fantásticos nudos y curvas, al tiempo que se lamía los labios como pensando en el próximo festín.

—No ha comido —dijo Baloo con un gruñido de alivio en cuanto vio el hermoso manto moteado de marrón y amarillo—. ¡Ve con cuidado, Bagheera! Siempre está un poco ciega después de cambiar la piel y le cuesta muy poco atacar.

Kaa no era una serpiente venenosa, a decir verdad, despreciaba a las serpientes venenosas, pues las consideraba cobardes. Su fuerza radicaba en su abrazo y, una vez había enroscado sus enormes anillos alrededor de alguien, nada más quedaba por decir.

—¡Buena caza! —exclamó Baloo, sentándose sobre los cuartos traseros.

Al igual que todas las serpientes de su especie, Kaa era bastante dura de oído y al principio no oyó el saludo de Baloo. Luego, con la cabeza gacha, se enroscó aprestándose para cualquier contingencia.

—¡Buena caza tengamos todos! —contestó—. ¡Caramba, Baloo! ¿Qué haces tú por aquí? ¡Buena caza, Bagheera! Uno de nosotros por lo menos necesita comer. ¿Me traéis noticias buenas? ¿Habéis visto alguna pieza por los alrededores? ¿Un ciervo, siquiera un gamo joven? Estoy tan vacía como un pozo seco.

—Vamos de cacería —dijo Baloo despreocupadamente, pues sabía que no convenía dar prisa a Kaa: era demasiado corpulenta.

—Dadme permiso para acompañaros —dijo Kaa—. Para ti, Bagheera, o para ti, Baloo, poca importancia tiene un zarpazo de más o de menos, pero yo… yo tengo que esperar y esperar día tras día, en un sendero de la selva o pasarme casi toda la noche trepando a los árboles a ver si por simple casualidad atrapo algún monito. ¡Puaf! Las ramas ya no son lo que eran cuando yo era joven. ¡Todo son ramitas podridas y ramas secas!

—Puede que lo mucho que pesas tenga algo que ver en el asunto —dijo Baloo.

—No puedo quejarme de mi longitud —dijo Kaa con un poquitín de orgullo—. Es suficiente, pero, así y todo, la culpa es de esos árboles de ahora. La última vez que salí de caza estuve a punto de caerme, muy a punto en verdad. Y, como no me había agarrado fuerte con la cola, al caer hice ruido y desperté a los , que empezaron a insultarme atrozmente.

—Ese gusano amarillo y sin patas —dijo Bagheera por lo bajo, como si tratase de hacer memoria.

—¡Sss! ¿Han llegado a decirme eso? —preguntó Kaa.

—Algo por el estilo nos gritaron la pasada luna, pero no les hicimos el menor caso. Son capaces de decir cualquier cosa, incluso que ya no te queda ningún diente y no te atreves a plantarle cara a nada que sea mayor que un cabritillo, porque… (hay que ver lo desvergonzados que son esos ) porque te dan miedo los cuernos del macho cabrío —prosiguió Bagheera zalameramente.

Ahora bien, una serpiente, especialmente si es una pitón vieja y cautelosa como Kaa, muy raras veces deja entrever que está enfadada, pero Baloo y Bagheera pudieron observar cómo se movían y abultaban los músculos que, situados a ambos lados de la garganta de Kaa, le servían para deglutir sus presas.

—Los han mudado de territorio —dijo tranquilamente—. Al salir hoy a tomar el sol los oí pasar gritando por las copas de los árboles.

—Son… son los que andamos siguiendo —dijo Baloo, aunque las palabras se le atragantaron, pues, que él recordase, era la primera vez que un miembro del Pueblo de la Jungla reconocía sentirse interesado por lo que hacían los monos.

—Entonces no hay duda de que es algo importante lo que impulsa a dos cazadores como vosotros, líderes en vuestra propia jungla, a seguir la pista de los —replicó cortésmente Kaa, sintiendo crecer su curiosidad.

—Cierto —dijo Baloo— que no soy más que el viejo y a veces tontísimo Profesor de Leyes para los cachorros de Seeonee, mientras Bagheera, aquí presente, no es más que…

—Que Bagheera —dijo la Pantera Negra, cerrando con fuerza las fauces, ya que no creía en la modestia—. El problema es el siguiente, Kaa. Esos ladrones de nueces y recolectores de hojas de palmera nos han robado nuestro cachorro humano, sobre el que tal vez ya habrás oído hablar.

—Algo me contó Ikki (ese que se ufana tanto de sus púas) sobre un ser humano que había ingresado en una manada de lobos, pero no me lo creía. Ikki siempre está con esas historias que conoce a medias y cuenta muy mal.

—Pues esta es cierta. Es un cachorro de hombre como jamás se había visto —dijo Baloo—. El mejor y más sabio y más atrevido de los cachorros de hombre… Mi propio alumno, el que hará que el nombre de Baloo sea famoso en todas las junglas. Además, yo… nosotros… le tenemos cariño, Kaa.

—¡Sss! ¡Sss! —dijo Kaa, meneando la cabeza—. También yo he conocido el amor. Os podría contar cosas que…

—Para eso hace falta una noche estrellada y que todos estemos con el estómago lleno, para apreciarlas mejor —se apresuró a decir Bagheera—. Nuestro cachorro humano está en manos de los y sabemos que de todo el Pueblo de la Jungla solamente temen a Kaa.

—A mí y a nadie más temen. Y no les faltan buenas razones —dijo Kaa—. Parlanchines, estúpidos y vanidosos… Vanidosos, estúpidos y parlanchines. Así son los monos. Pero un ser humano en su poder corre peligro. Se cansan de las nueces que recogen y las arrojan al suelo. Se pasan medio día acarreando una rama, decididos a hacer grandes cosas con ella, y luego la parten en dos. No se puede envidiar a ese ser humano. También me llamaron «pescado amarillo», ¿verdad?

—Gusano, gusano, gusano de tierra —dijo Bagheera—, aparte de otras cosas que la vergüenza me impide repetir.

—Tenemos que recordarles que deben hablar bien de su amo. ¡Aaasss! Hay que refrescarles esa memoria tan débil que tienen. Veamos: ¿adónde se fueron con el cachorro?

—Solo la jungla lo sabe. Creo que se dirigían hacia poniente —dijo Baloo—. Creíamos que tú lo sabrías, Kaa.

—¿Yo? ¿Cómo? Los atrapo cuando se cruzan en mi camino, pero no me dedico a cazar a los , ni a las ranas, ni tampoco a las heces verdes que se forman en los charcos de agua.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Aup! ¡Aup! ¡Mira arriba, Baloo de la Manada de Seeonee!

Baloo alzó la mirada para ver de dónde procedía la voz y vio que Chil, el Milano, bajaba volando con las alas iluminadas por el sol. Estaba ya cercana la hora en que Chil solía acostarse, pero había estado volando sobre toda la jungla en busca del Oso, sin poder encontrarlo debido al espeso follaje.

—¿Qué pasa? —preguntó Baloo.

—He visto a Mowgli entre los . Me dijo que te avisara. Me quedé vigilando. Los se lo han llevado más allá del río, a la ciudad de los monos… a los Cubiles Fríos. Puede que se queden allí una noche, o diez noches, o una hora. Les he dicho a los murciélagos que montasen guardia durante la noche. Ese es mi mensaje. ¡Que tengáis buena caza, vosotros los de abajo!

—¡Buche lleno y buen sueño te deseamos, Chil! —exclamó Bagheera—. Me acordaré de ti cuando mate otra pieza. ¡Tendrás la cabeza para ti solo! ¡Eres el mejor de los milanos!

—No es nada, no es nada. El chico sabía la Palabra Maestra. No podía yo hacer menos de lo que he hecho —dijo Chil, remontándose en círculos camino de su nido.

—No se ha olvidado de utilizar su lengua —dijo Baloo con una risita de orgullo—. ¡Pensar que alguien tan joven recordase la Palabra Maestra de los pájaros mientras lo arrastraban de árbol en árbol!

—Le fue inculcada con gran firmeza —dijo Bagheera—. Pero me siento orgullosa de él. Ahora debemos dirigirnos hacia los Cubiles Fríos.

Todo el mundo sabía dónde se hallaba ese sitio, pero eran pocos los del Pueblo de la Jungla que iban allí, ya que los Cubiles Fríos eran una ciudad vieja y abandonada, perdida y enterrada en la jungla, y las fieras raramente usan un lugar que haya sido frecuentado por el hombre. Los jabalíes sí lo usan, pero no así las tribus cazadoras. Además, los monos vivían allí, en la medida que de ellos pudiera decirse que vivían en alguna parte, y ningún animal que se respetase a sí mismo quería siquiera ver la ciudad de lejos, salvo en tiempos de sequía, cuando los embalses y depósitos semiderruidos contenían un poco de agua.

—Hay media noche de viaje… a toda marcha —dijo Bagheera, mientras Baloo la miraba con expresión muy seria.

—Iré todo lo aprisa que pueda —dijo Baloo ansiosamente.

—No nos atrevemos a esperarte. Tú síguenos, Baloo. Kaa y yo tenemos que ir corriendo.

—Con patas o sin patas, puedo correr tanto como tú con tus cuatro patas —dijo secamente Kaa.

Baloo hizo un esfuerzo por darse prisa, pero tuvo que sentarse jadeando. Así, pues, lo dejaron allí para que más tarde se reuniese con ellas, mientras Bagheera echaba a correr adelante con sus rápidos pasos de pantera. Kaa no dijo nada, pero por mucho que corriese Bagheera, la enorme Pitón de las Rocas no quedaba rezagada. Al llegar a un riachuelo que corría entre las colinas, Bagheera ganó terreno, pues lo salvó de un salto, mientras que Kaa lo cruzaba nadando, con la cabeza y unos sesenta centímetros de cuello sobresaliendo del agua. Pero, al llegar a terreno llano, Kaa recobró lo que había perdido.

—¡Por el Candado Roto que me libró! —exclamó Bagheera, al ponerse el sol—. ¡No eres nada lenta!

—Tengo hambre —dijo Kaa—. Además, me llamaron rana moteada.

—Gusano… gusano de tierra, y amarillo, por si fuera poco.

—Da igual. Sigamos adelante.

Kaa parecía fluir como un arroyo y con sus penetrantes ojos buscaba el camino más corto y no se apartaba de él.

En los Cubiles Fríos el Pueblo de los Monos era totalmente ajeno a los amigos de Mowgli. Habían traído al muchacho a la Ciudad Perdida y de momento se sentían la mar de satisfechos de sí mismos. Mowgli jamás había visto una ciudad india y, aunque esta era poco más que un montón de ruinas, le parecía algo maravilloso, espléndido. Algún rey la había edificado sobre una pequeña colina hacía ya mucho tiempo. Aún podían seguirse las calzadas de piedra que llevaban hasta las ruinosas puertas, de cuyas herrumbrosas bisagras colgaban las últimas astillas de madera. Dentro y fuera de la muralla crecían los árboles. Las almenas se habían desmoronado o estaban a punto de hacerlo, y de las ventanas de las torres colgaban las enredaderas, formando frondosas masas suspendidas en el aire.

Un gran palacio sin tejado coronaba la colina. El mármol de los patios y de las fuentes estaba resquebrajado y lleno de manchas rojas y verdes, e incluso los adoquines de los patios donde solían vivir los elefantes del rey habían sido arrancados y esparcidos por la hierba y los árboles al crecer. Desde el palacio se divisaban hileras y más hileras de casas sin tejado que formaban la ciudad y que parecían panales abandonados por las abejas y llenos de negrura, el bloque de piedra sin forma que antes fuera un ídolo, allá en la plaza donde se encontraban cuatro calles. Veíanse también los hoyos y cavidades en las esquinas donde antes estaban los pozos públicos, así como las ruinas de las cúpulas, a cuyos costados crecían ahora las higueras silvestres. Los monos decían que aquel lugar era su ciudad y fingían despreciar al Pueblo de la Jungla porque vivía en la selva. Y, pese a ello, no tenían la menor idea de por qué se habían edificado aquellos edificios ni de cómo había que utilizarlos. Solían sentarse en círculo en el vestíbulo de la antigua cámara del Consejo Real, rascándose, cazando pulgas y simulando ser hombres. Otras veces entraban y salían corriendo en las casas sin techo, recogiendo pedazos de estuco y ladrillos viejos. Los almacenaban en cualquier rincón y luego se olvidaban de dónde los habían guardado y empezaban a llorar y a pegarse unos a otros, hasta que lo dejaban correr para dedicarse a subir y bajar de las terrazas del jardín del rey, donde, para divertirse, zarandeaban los rosales y los naranjos para ver cómo caían los frutos y las flores. Exploraban todos los pasadizos y túneles oscuros del palacio, así como los centenares de pequeños y tenebrosos aposentos, pero sin que jamás se acordasen de lo que habían visto ni de lo que no habían visto. Y así, de uno en uno, o por parejas, o en corrillos, vagaban de un lado para otro diciéndose que se estaban comportando como los hombres. Bebían en los depósitos y enturbiaban el agua, luego se peleaban a causa de ello y después volvían a juntarse para gritar:

—¡No hay en la jungla nadie tan sabio, bueno, inteligente, fuerte y amable como los !

Seguidamente todo volvía a empezar, hasta que se cansaban de la ciudad y regresaban a las copas de los árboles, esperando que el Pueblo de la Jungla se fijase en ellos.

Mowgli, al que habían instruido bajo la Ley de la Jungla, no aprobaba ni comprendía esa forma de vida. Los monos lo llevaron a rastras a los Cubiles Fríos a última hora de la tarde y, en vez de irse a dormir, como habría hecho Mowgli tras un largo viaje, se dieron las manos y empezaron a bailar y a cantar sus necias canciones. Uno de los monos pronunció un discurso y dijo a sus compañeros que la captura de Mowgli constituía un nuevo hito en la historia de los , pues Mowgli iba a enseñarles a entrelazar cañas y bastones para fabricarse una protección contra la lluvia y el frío. Mowgli recogió unas cuantas enredaderas y empezó a trenzarlas. Los monos trataron de imitarle, pero al cabo de escasos minutos perdieron interés por aquello y se pusieron a tirarse de la cola unos a otros o a saltar de cuatro patas, tosiendo.

—Deseo comer —dijo Mowgli—. Soy forastero en esta parte de la jungla. Traedme alimentos o dadme permiso para cazar por aquí.

Unos veinte o treinta monos salieron corriendo a buscarle nueces y papayas silvestres, pero empezaron a pelearse por el camino y resultó demasiado esfuerzo regresar con lo que quedaba de la fruta. Mowgli se sentía molesto y enojado, además de hambriento, y empezó a vagar por la ciudad profiriendo de vez en cuando la Llamada de Caza del Forastero, pero, como nadie le contestaba, Mowgli pensó que realmente había ido a caer en muy mal lugar.

«Es verdad todo lo que ha dicho Baloo sobre los —pensó—. No tienen ninguna Ley, ni Llamada de Caza, ni líderes… Nada excepto palabras necias y manitas de ladrón. Así que si me matan o muero de hambre aquí, la culpa será mía y de nadie más. Pero debo intentar volver a mi propia jungla. Seguramente Baloo me dará una zurra, pero eso será mejor que perseguir tontos pétalos de rosa en compañía de los ».

Apenas llegó a los muros de la ciudad los monos le obligaron a volver sobre sus pasos, diciéndole que no sabía lo afortunado que era y pellizcándolo para que se sintiera agradecido. Mowgli apretó los dientes y no dijo nada. Echó a andar con los vociferantes monos hacia una terraza situada por encima de los depósitos de roja piedra arenisca, que estaban medio llenos de agua de lluvia. En medio de la terraza había una glorieta de mármol blanco en ruinas, construida para reinas que llevaban muertas cien años. El techo en forma de cúpula se había derrumbado parcialmente y los cascotes bloqueaban el pasadizo subterráneo que las reinas usaban para ir desde el palacio hasta la glorieta. Pero las paredes consistían en tabiques de tracería de mármol, bellos entrelazados blancos como la leche, adornados con ágatas, cornalinas, jaspe y lapislázuli y la luna, al surgir por detrás de la colina, penetraba por el enrejado y proyectaba sobre el suelo sombras que parecían bordados de terciopelo. Magullado, soñoliento y hambriento como estaba, no pudo evitar Mowgli echarse a reír cuando los , hablando veinte de ellos a la vez, empezaron a explicarle cuán grandes, sabios, fuertes y amables eran, así como cuán tonto era él por desear abandonarlos.

—Somos grandes. Somos libres. Somos maravillosos. ¡Somos la gente más maravillosa de toda la jungla! ¡Todos lo decimos, así que tiene que ser verdad! —gritaban—. Veamos, siendo la primera vez que nos escuchas, y como podrás llevar nuestras palabras al Pueblo de la Jungla, para que en lo sucesivo nos hagan caso, te contaremos todo lo que haya que contar sobre nuestras excelentes personas.

Mowgli no puso ningún reparo, así que los monos se congregaron a centenares y más centenares en la terraza, para oír cómo sus propios oradores cantaban las alabanzas de los . Cuando alguno de los oradores, faltándole el aliento, se callaba, gritaban todos a una:

—¡Es verdad! ¡Todos lo decimos!

Mowgli asentía con la cabeza, parpadeaba y contestaba que sí a todas las preguntas que le hacían. La cabeza le daba vueltas a causa del barullo.

—Tabaqui, el Chacal, debe de haber mordido a toda esta gente —se dijo—, y ahora están todos locos. No hay duda de que esto es , la locura. ¿Es que nunca se van a dormir? Veo una nube que se dispone a ocultar la luna. Si fuera lo bastante grande, podría tratar de fugarme al amparo de la oscuridad. Pero estoy tan cansado…

La misma nube la estaban observando dos buenas amigas suyas que se hallaban apostadas en el ruinoso foso situado al otro lado de la muralla de la ciudad. En efecto, Bagheera y Kaa, sabedoras de lo peligroso que es el Pueblo de los Monos cuando se reúne en gran número, no deseaban correr ningún riesgo. Los monos nunca luchan a no ser que sean cien contra uno, y pocos seres hay en la jungla a los que les haga gracia semejante desproporción.

—Me iré a la muralla del oeste —susurró Kaa— y bajaré a toda prisa aprovechando la inclinación del terreno. No se me echarán encima a centenares, pero…

—Lo sé —dijo Bagheera—. ¡Ojalá Baloo estuviera aquí! Pero hay que hacer lo que se pueda. Cuando la luna quede oculta por esa nube, me dirigiré a la terraza. Están celebrando una especie de consejo relacionado con el chico.

—¡Buena caza! —dijo Kaa sombríamente, deslizándose hacia la muralla del oeste.

Casualmente, esta era la menos ruinosa de las murallas, por lo que la corpulenta serpiente perdió cierto tiempo tratando de encontrar el modo de encaramarse a las piedras. La nube cubrió la luna y, mientras Mowgli se preguntaba qué iba a pasar, oyó las leves pisadas de Bagheera sobre la terraza. La Pantera Negra había subido corriendo por la pendiente, casi sin hacer ruido, y descargaba zarpazos (era demasiado lista para perder tiempo mordiendo) a diestro y siniestro entre los monos que se hallaban sentados alrededor de Mowgli, formando círculos de hasta cincuenta o sesenta de fondo. Se oyó un alarido de rabia y terror y seguidamente, mientras Bagheera pasaba por encima de los cuerpos que se retorcían y pataleaban, un mono gritó:

—¡No hay más que uno! ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Una masa de monos que mordían, arañaban, pegaban y empujaban cayó sobre Bagheera, al tiempo que otros cinco o seis apresaban a Mowgli, lo arrastraban hasta la pared de la glorieta y lo obligaban a entrar por el agujero de la destrozada cúpula. Un chico educado al modo de los humanos habría resultado terriblemente magullado, pues la caída fue de más de cuatro metros y medio, pero Mowgli llegó al suelo tal como Baloo le había enseñado: aterrizando sobre los pies.

—¡Quédate aquí! —gritaron los monos—. No te muevas hasta que hayamos matado a tus amigos. Ya jugaremos después contigo… si el Pueblo Venenoso permite que sigas vivo.

—Vosotras y yo somos de la misma sangre —se apresuró a decir Mowgli, pues era conveniente que recitase la Llamada de la Serpiente.

A su alrededor oyó silbar y moverse las serpientes entre las ruinas, de manera que, para asegurarse, repitió la llamada.

—¡Asssí esss! ¡Sssilencio todasss! —dijeron media docena de voces bajas (todas las ruinas de la India se convierten antes o después en un nido de serpientes, y la vieja glorieta estaba llena de cobras)—. No te muevas, Hermanito, pues nos puedes hacer daño con los pies.

Mowgli se quedó tan quieto como pudo, atisbando por entre el enrejado y escuchando el furioso ruido de la pelea que se estaba librando alrededor de la Pantera Negra: los aullidos, el castañetear de colmillos, los golpes, el rugido grave y áspero de Bagheera al recular y embestir y arrojarse de cabeza debajo de los montones que formaban sus enemigos. Por primera vez desde su nacimiento, Bagheera estaba luchando por salvar la vida.

«Baloo debe de andar cerca. Bagheera no habría venido sola» —pensó Mowgli y seguidamente, en voz alta, gritó—: ¡Al depósito, Bagheera! ¡Rueda hasta el depósito! ¡Zambúllete en él! ¡Al agua! ¡Aprisa!

Bagheera le oyó y por el grito de Mowgli comprendió que el chico se hallaba a salvo y esto le dio nuevos ánimos. Se abrió paso desesperadamente, centímetro a centímetro, golpeando en silencio mientras se dirigía en línea recta hacia los depósitos. En estas, de la muralla en ruinas que más cerca quedaba de la jungla surgió el retumbante grito de guerra de Baloo. El viejo oso había hecho todo lo posible, pero no había podido llegar antes.

—¡Bagheera! —gritó—. ¡Aquí estoy! ¡Ya subo! ¡Ya me doy prisa! ! ¡Las patas me resbalan sobre las piedras! ¡Esperad que ahora vengo, infames !

Subió jadeando a la terraza y su figura desapareció entre una oleada de monos, pero, apoyándose firmemente sobre las patas traseras y abriendo los brazos, atrapó tantos enemigos como cabían en ellos y empezó a golpear con un ¡plaf! ¡plaf! ¡plaf! regular que recordaba el chapoteo de las ruedas de un vapor fluvial. Un fuerte chapoteo indicó a Mowgli que Bagheera había conseguido abrirse paso a zarpazos hasta el depósito, donde los monos no podían seguirla. La Pantera se tumbó para recobrar el aliento, con la cabeza sobresaliendo un poco de la superficie, mientras los monos se apelotonaban en los escalones rojos, brincando de rabia, dispuestos a saltar sobre ella desde todos los lados si se atrevía a salir para ayudar a Baloo. Fue entonces cuando Bagheera, levantando sus chorreantes fauces, lanzó la Llamada de la Serpiente, pidiendo protección: «¡Vosotras y yo somos de la misma sangre!», pues creía que Kaa se había vuelto atrás en el último minuto. Ni siquiera Baloo, que en el borde de la terraza se hallaba medio ahogado por un montón de monos, pudo reprimir una risita al oír que la Pantera Negra pedía socorro.

Kaa acababa de llegar a lo alto del muro occidental, sobre el que aterrizó con tal sacudida que una de las piedras se desprendió y fue a caer en el foso. No tenía la menor intención de perder ninguna de las ventajas del terreno, por lo que se enroscó y desenroscó una o dos veces, para asegurarse de que cada palmo de su alargado cuerpo se encontraba a punto. Mientras tanto, Baloo seguía luchando y los monos chillaban alrededor del depósito donde estaba Bagheera, al tiempo que Mang, el Murciélago, volaba de un lado a otro, dando noticias de la gran batalla por toda la jungla, hasta que incluso Hathi, el Elefante Salvaje, se puso a bramar, y a lo lejos, bandas dispersas del Pueblo de los Monos despertaron y empezaron a recorrer sus arbóreos caminos para acudir en auxilio de sus camaradas de los Cubiles Fríos, con lo que el estruendo de la lucha despertó a todos los pájaros diurnos que se hallaban en varias millas a la redonda. Entonces Kaa se lanzó al ataque, decidida, veloz y con ganas de matar. La mejor arma de la pitón consiste en los tremendos golpes que asesta con la cabeza, apoyada por toda la fuerza y el peso de su cuerpo. Si os podéis imaginar una lanza, un ariete o un martillo que pesen casi media tonelada y que se muevan a impulsos de un cerebro frío y calculador situado en su empuñadura, tendréis una idea bastante aproximada de cómo luchaba Kaa. Una pitón de metro y pico a metro y medio de largo es capaz de derribar a un hombre si logra golpearlo en el pecho y Kaa, como sabéis, medía nueve metros. Su primer golpe cayó en el corazón del grupo que rodeaba a Baloo. Lo descargó sin decir nada y no tuvo ninguna necesidad de asestar otro. Los monos se dispersaron gritando:

—¡Kaa! ¡Es Kaa! ¡Corred! ¡Huyamos!

Generaciones y generaciones de monos habían aprendido a portarse bien gracias al miedo que sus mayores les daban contándoles historias sobre Kaa, la ladrona nocturna que se deslizaba por las ramas tan silenciosamente como el musgo al crecer y era capaz de llevarse al más fuerte de los monos. La vieja Kaa, que sabía hacerse pasar por una rama muerta o un tocón podrido, tan bien que hasta los más sabios caían en la trampa, hasta que de pronto la rama los aprisionaba. Kaa representaba todo cuanto los monos temían en la jungla, pues ninguno de ellos conocía el límite de su poder, ninguno podía mirarla cara a cara y jamás un mono había salido con vida de su abrazo. Por eso salieron corriendo, tartamudeando de terror, encaramándose a las paredes y los tejados de las casas y dando un momento de respiro a Baloo. Su pelo era mucho más espeso que el de Bagheera, pero salió muy maltrecho de la pelea. Entonces Kaa abrió la boca por primera vez y pronunció una larga y sibilante palabra. Los monos que a toda prisa acudían a la defensa de los Cubiles Fríos se pararon en seco al oír a Kaa, hasta que las ramas empezaron a crujir bajo el peso de los atemorizados monos. Los monos que se hallaban en los muros y en las casas abandonadas dejaron de chillar y en medio del silencio que cayó sobre la ciudad Mowgli oyó cómo Bagheera sacudía sus mojados flancos al salir del depósito. Luego el clamor estalló de nuevo. Los monos brincaron para subir aún más alto, se aferraron al cuello de los enormes ídolos de piedra y profirieron agudos alaridos mientras recorrían los muros. En la glorieta Mowgli bailaba de alegría al ver la huida de los simios y, atisbando por el enrejado, imitaba el grito de la lechuza para expresar su desdén y su burla.

—Sacad al cachorro de hombre de esa trampa. Yo ya no puedo más —dijo Bagheera con voz entrecortada—. Cojamos al cachorro de hombre y vayámonos de aquí. Puede que vuelvan a atacarnos.

—No se moverán hasta que yo lo ordene. ¡Quedaos asssííí! —silbó Kaa, haciendo que la ciudad enmudeciera de nuevo—. No pude venir antes, hermana, pero creí oír tu llamada —añadió, dirigiéndose a Bagheera.

—Yo… puede que gritase durante la batalla —respondió Bagheera—. ¿Estás herido, Baloo?

—No estoy muy seguro de que no me hayan dejado convertido en un centenar de ositos —dijo Baloo con acento sombrío, agitando primero una pata y después la otra—. ¡Caramba! ¡Estoy molido! Kaa, me parece que te debemos la vida…, quiero decir, Bagheera y yo.

—No tiene importancia. ¿Dónde está el cachorro humano?

—Aquí, en una trampa. No puedo salir de ella —dijo Mowgli.

Sobre su cabeza colgaba la curva de la cúpula semiderruida.

—Lleváoslo de aquí. Baila que parece Mao, el Pavo Real. Nos aplastará a los pequeños —dijeron las cobras desde dentro.

—¡Ja! —exclamó Kaa—. ¡Tiene amigos en todas partes, ese cachorro humano! Échate atrás, Cachorro de Hombre. Y vosotras escondeos, Pueblo de las Serpientes. Voy a derribar la pared.

Kaa examinó cuidadosamente la pared hasta que, en la tracería de mármol, advirtió una mancha descolorida que señalaba un punto débil. Dio dos o tres golpecitos con la cabeza para medir la distancia y luego, alzando sobre el suelo casi dos metros de su cuerpo, descargó con el hocico media docena de golpes devastadores. El enrejado se rompió y cayó entre una nube de polvo y cascotes. Mowgli saltó por la brecha y fue a parar entre Baloo y Bagheera, rodeando con sus brazos el grueso cuello de ambos.

—¿Estás herido? —preguntó Baloo, abrazándolo suavemente.

—Lo que estoy es hambriento y un poco magullado. Pero ¡qué veo! ¡Os han hecho daño, hermanos míos! Estáis sangrando.

—También sangran otros —dijo Bagheera, lamiéndose los labios y volviendo la mirada hacia los cadáveres de mono que yacían en la terraza y alrededor del depósito de agua.

—No es nada, no es nada. Lo importante es que estés a salvo, ¡orgullo de todas mis ranitas! —gimoteó Baloo.

—De eso ya hablaremos más tarde —dijo Bagheera con una sequedad que a Mowgli no le gustó—. Pero he aquí a Kaa, a la que debemos la victoria y tú debes la vida. Dale las gracias conforme a nuestras costumbres, Mowgli.

Mowgli se volvió y vio la enorme cabeza de la pitón balanceándose a poca distancia por encima de la suya.

—Conque este es Cachorro de Hombre —dijo Kaa—. Tiene la piel muy suave y se parece bastante a los . Ve con cuidado, Cachorro de Hombre, no fuera yo a confundirte con un mono algún atardecer, al poco de haber cambiado de manto.

—Tú y yo somos de la misma sangre —susurró Mowgli—. De ti recibo esta noche mi vida. Lo que cace será tuyo si alguna vez pasas hambre, Kaa.

—Muchas gracias, Hermanito —contestó Kaa con ojos centelleantes—. ¿Y qué es lo que matará tan osado cazador? Lo pregunto para poder seguirlo la próxima vez que salga de cacería.

—No mato nada… Soy demasiado pequeño. Pero hago que las cabras se dirijan hacia quien puede matarlas. Cuando tengas el estómago vacío, ven a verme y verás si lo que digo es verdad. Tengo cierta habilidad con estas. —Le mostró las manos—. Si alguna vez caes en una trampa, pagaré la deuda que he contraído contigo, con Bagheera y con Baloo. ¡Buena caza a todos, mis amos!

—Bien dicho —gruñó Baloo, pues Mowgli había expresado su agradecimiento de muy bonita manera.

La pitón apoyó suavemente la cabeza sobre el hombro de Mowgli y, al cabo de unos instantes, dijo:

—Tienes el corazón bravo y la lengua cortés. Te llevarán lejos a través de la jungla, Cachorro de Hombre. Pero, de momento, date prisa en alejarte de aquí con tus amigos. Vete a dormir, pues la luna empieza a ponerse y no conviene que veas lo que viene ahora.

La luna empezaba a ocultarse detrás de las colinas y las filas de monos temblorosos que se acurrucaban en lo alto de los muros y almenas parecían un fleco de trémulos hilachos. Baloo bajó a beber en el depósito, mientras Bagheera ponía en orden su pelo y Kaa reptaba hasta el centro de la terraza, donde cerró las fauces con un golpe seco que atrajo sobre ella la mirada de todos los monos.

—La luna se pone ya —dijo—. ¿Queda suficiente luz para ver?

De las murallas surgió un gemido como el del viento al soplar entre la copa de los árboles:

—Podemos ver, Kaa.

—Muy bien. Pues ahora empieza la Danza… la Danza del Hambre de Kaa. Seguid sentados y observad.

Dio dos o tres vueltas describiendo un amplio círculo y balanceando la cabeza de derecha a izquierda. Luego empezó a dibujar curvas y ochos con el cuerpo, así como triángulos sinuosos que se convertían en cuadrados y en figuras de cinco lados que a su vez se transformaban en montículos enroscados, sin descansar ni darse prisa, sin interrumpir en ningún instante su monótono sonsonete. La oscuridad iba enseñoreándose de todo hasta que por fin aquellas espirales que se arrastraban y movían sin cesar desaparecieron de vista, aunque los monos podían oír aún el ruido de las escamas frotando sobre el suelo.

Baloo y Bagheera parecían dos estatuas de piedra mientras contemplaban la escena gruñendo guturalmente y sintiendo cómo se les erizaba el pelo del cogote. Mowgli, a su vez, permanecía expectante, lleno de curiosidad.

— —se oyó decir por fin a la voz de Kaa—. ¿Podéis mover las manos o los pies sin que yo os lo ordene? ¡Hablad!

—¡Sin que tú lo ordenes, oh Kaa, no podemos mover las manos ni los pies!

—¡Muy bien! Dad todos un paso hacia mí.

Las hileras de monos se movieron hacia delante con gesto de impotencia, al tiempo que Baloo y Bagheera hacían lo propio.

—¡Más cerca! —silbó Kaa.

Los monos volvieron a avanzar un paso.

Mowgli apoyó las manos sobre Baloo y Bagheera para llevárselos de allí. Las dos corpulentas fieras se sobresaltaron como si acabasen de despertarlas de un sueño.

—No apartes la mano de mi espalda —susurró Bagheera—. No la apartes o tendré que volver… tendré que volver a donde está Kaa. ¡Aaah!

—Pero si se trata solo de la vieja Kaa trazando círculos en el polvo —dijo Mowgli—. Vayámonos de aquí.

Los tres se deslizaron a través de una brecha de la pared y se encaminaron hacia la jungla.

—¡Uuuf! —exclamó Baloo al encontrarse de nuevo bajo los tranquilos árboles—. Nunca más me aliaré con Kaa —agregó, estremeciéndose de pies a cabeza.

—Sabe más que nosotros —dijo Bagheera, temblando—. De habernos quedado, no habría tardado en pisotearle la garganta.

—Muchos pasarán por ella antes de que vuelva a salir la luna —dijo Baloo—. Tendrá buena caza… ¡a su manera!

—Pero ¿qué quería decir todo aquello? —preguntó Mowgli, que no sabía nada acerca del poder de fascinación de las pitones—. No vi más que una serpiente grande describiendo círculos tontos hasta que se hizo oscuro. Y tenía la nariz lastimada. ¡Jo, jo!

—Mowgli —dijo Bagheera con acento de enfado—. Si tenía la nariz lastimada era por tu causa. Igual que yo tengo las orejas, los costados y las patas llenos de mordiscos y Baloo tiene así el cuello y los hombros. Todo ha sido por tu causa. Pasarán muchos días antes de que Baloo y Bagheera puedan cazar a gusto.

—No es nada —dijo Baloo—. Hemos recuperado a Cachorro de Hombre.

—Cierto, pero nos ha costado mucho tiempo, que habríamos podido emplear cazando, muchas heridas y mucho pelo… Tengo casi todo el lomo pelado. Y, finalmente, nos ha costado mucho honor. Pues debes recordar, Mowgli, que yo, la Pantera Negra, me vi obligada a pedir protección a Kaa, mientras Baloo y yo quedábamos como un par de pajarillos estúpidos por culpa de la Danza del Hambre. Todo esto, Cachorro de Hombre, viene de que te pusieras a jugar con los .

—Cierto, es verdad —dijo Mowgli con voz apenada—. Soy un cachorro humano muy malo y siento tristeza en el estómago.

—¡Uf! ¿Qué dice la Ley de la Jungla, Baloo?

Baloo no deseaba causarle más apuros a Mowgli, pero no podía jugar con la ley, así que musitó:

—El arrepentimiento jamás exime del castigo. Pero recuerda, Bagheera, que es muy pequeño.

—Lo tendré en cuenta. Pero ha hecho una diablura y se merece una zurra. ¿Tienes algo que decir, Mowgli?

—Nada. Hice mal. Baloo y tú estáis heridos. Es justo que se me castigue.

Bagheera le propinó media docena de golpes cariñosos que, desde el punto de vista de una pantera, apenas habrían despertado a uno de sus cachorros, pero que, para un niño de siete años, fueron tan fuertes como la mayor paliza que no queráis recibir. Al terminar, Mowgli estornudó y recobró la compostura sin decir palabra.

—Ahora —dijo Bagheera— salta sobre mi lomo, Hermanito, y nos iremos a casa.

Una de las cosas bellas de la Ley de la Jungla estriba en que el castigo salda todas las cuentas. Después, ya no se vuelve a hablar del asunto.

Mowgli recostó la cabeza sobre el lomo de Bagheera y se durmió tan profundamente que ni notó que lo acostaban junto a Madre Loba en la cueva que era su hogar.

Canción de viaje de los «Bandar-log»

Canción de viaje de los

¡Ahí vamos cual guirnalda saltarina,

a punto de alcanzar la luna!

¿No envidiáis nuestras alegres pandillas?

¿No quisierais tener más manos?

¿No os gustaría tener la cola

curva cual arco de Cupido?

Ahora te enfadas, pero… ¡qué más da!

¡Hermano, por detrás te cuelga la cola!

Henos aquí sentados en las ramas,

pensando en las cosas bellas que conocemos,

soñando las hazañas que haremos

dentro de uno o dos minutos.

Algo noble, grandioso y bueno,

ganado con solo desearlo.

Ahora vamos a… ¡qué más da!

¡Hermano, por detrás te cuelga la cola!

Todas las palabras que hayamos oído

en boca de murciélago, fiera o pájaro,

piel, aleta, escama o pluma,

¡repitámoslas todos a una!

¡Excelente! ¡Maravilloso! ¡Otra vez!

Ahora hablamos como los hombres.

Finjamos que somos… ¡qué más da!

¡Hermano, por detrás te cuelga la cola!

Así somos los de la especie de los monos.

Únete, pues, a las líneas saltarinas que atraviesan los pinos,

y cual cohete suben adonde las uvas silvestres cuelgan.

Por los desperdicios que dejamos y el ruido que armamos,

¡estad seguros de que vamos a hacer algo espléndido!

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