El libro de la selva / El segundo libro de la selva

Los hermanos de Mowgli

L M

Ya Chil, el Milano, nos trae la noche

que Mang, el Murciélago, ha soltado.

Ya en corrales y establos han encerrado los rebaños,

pues hasta el alba merodeamos.

La hora ha sonado del orgullo y el poder,

de garras, colmillos y zarpas.

¡Oíd la llamada! ¡Buena caza a todos vosotros,

defensores de la Ley de la Jungla!

Canción nocturna de la jungla

Eran las siete de una tarde muy calurosa, en las colinas de Seeonee, cuando Padre Lobo despertó tras dormir todo el día. Se rascó, bostezó y una tras otra fue estirando sus zarpas para librarse del entumecimiento que sentía en las puntas. Madre Loba yacía con su enorme hocico gris sobre sus cuatro cachorros, revoltosos y chillones, y la luz de la luna penetraba por la entrada de la cueva donde vivían todos ellos.

—¡Augr! —dijo Padre Lobo—. Ya vuelve a ser hora de cazar.

Y se disponía a bajar brincando por la ladera cuando una pequeña sombra de frondosa cola cruzó el umbral de la cueva y con voz lastimera dijo:

—¡La suerte sea contigo, oh Jefe de los Lobos! ¡Sea también con tus hijos y les dé dientes blancos y fuertes! ¡Que jamás se olviden de los que en este mundo pasan hambre!

Era Tabaqui el Lameplatos, el Chacal. Los lobos de la India desprecian a Tabaqui porque corre de un lado a otro, haciendo diabluras, contando historias y comiéndose los trapos y trozos de cuero que encuentra en los vertederos de basura de los pueblos. Pero también lo temen, ya que Tabaqui, más que cualquier otro habitante de la jungla, tiende a volverse loco y entonces, olvidándose de que alguna vez haya temido a alguien, cruza el bosque como una exhalación, mordiendo todo lo que halla a su paso. Hasta el tigre corre a esconderse cuando al pequeño Tabaqui le da un ataque de locura, pues la locura es la peor desgracia que pueda caer sobre una criatura. Nosotros la llamamos hidrofobia, pero ellos la llaman (la locura) y huyen corriendo.

—Entra y echa un vistazo, pues —dijo Padre Lobo severamente—, pero aquí no hay comida.

—No la habrá para un lobo —dijo Tabaqui—, pero para un ser tan insignificante como yo un hueso seco es todo un festín. ¿Quiénes somos nosotros, los (el Pueblo Chacal) para andarnos con remilgos?

Se metió corriendo hasta el fondo de la cueva, donde encontró un hueso de gamo en el que quedaba un poco de carne, y se sentó a roerlo tranquilamente.

—Muchísimas gracias por tan deliciosa comida —dijo, lamiéndose los labios—. ¡Qué hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojos más grandes tienen! ¡Son tan jóvenes! En verdad, en verdad que podría haber recordado que los hijos de los reyes son ya hombres cuando nacen.

Ahora bien, Tabaqui sabía tan bien como cualquier otro animal que no hay nada peor que dedicar cumplidos a los pequeños estando ellos delante y le gustó ver como Madre Loba y Padre Lobo se sentían molestos.

Tabaqui siguió sentado, gozando de la diablura que acababa de cometer, y luego, con tono desdeñoso, dijo:

—Shere Khan, el Grande, ha cambiado de cazadero. Según él mismo me ha dicho, cuando cambie la luna cazará en estas colinas.

Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a veinte millas de la cueva.

—¡No tiene ningún derecho! —dijo Padre Lobo con enojo—. Bajo la Ley de la Jungla no tiene ningún derecho a mudar de guarida sin advertirlo con antelación. Asustará a toda la caza que hay en diez millas a la redonda y yo… yo tengo que cazar por dos hoy en día.

—Su madre no le puso por nombre Lungri (el Cojo) por nada —dijo tranquilamente Madre Loba—. Desde que nació ha cojeado de una pata. Es por eso que solamente mata reses. Como la gente de los pueblos que hay en las márgenes del Waingunga está furiosa con él, ahora viene a hacer lo mismo en nuestra región. Cuando él no esté, rastrearán la jungla para atraparlo y nosotros y nuestros pequeños tendremos que huir cuando peguen fuego a la hierba. ¡Le estamos muy agradecidos a Shere Khan! ¡Vaya si lo estamos!

—¿Queréis que le hable de vuestra gratitud? —preguntó Tabaqui.

—¡Fuera de aquí! —dijo secamente Padre Lobo—. Vete a cazar con tu amo. Por esta noche ya has hecho bastante daño.

—Me voy —dijo Tabaqui tranquilamente—. Vosotros mismos podéis oír a Shere Khan allá abajo, en la espesura. Podría haberme ahorrado el viaje.

Padre Lobo aguzó los oídos. Abajo en el valle que se extendía hasta un riachuelo se oía la voz seca, enojada y gruñona de un tigre que no ha logrado cazar nada y le importa un rábano que toda la jungla lo sepa.

—¡El muy imbécil! —dijo Padre Lobo—. ¡Mira que empezar la caza armando tanto ruido! ¿Se cree que nuestros gamos son como sus gordinflones bueyes del Waingunga?

—¡Chitón! No son bueyes ni gamos lo que caza esta noche —dijo Madre Loba—. Es el hombre.

La voz quejosa del tigre dejó paso a un ronroneo zumbador que parecía venir de los cuatro puntos cardinales. Era el ruido que turba a los leñadores y gitanos que duermen al raso y que, a veces, los hace huir hasta caer en las mismas fauces del tigre.

—¡El hombre! —exclamó Padre Lobo, mostrando todos sus blancos dientes—. ¡Puf! ¿Es que no hay suficientes escarabajos y ranas en los estanques, que tiene que comerse al hombre, y además en nuestra tierra?

La Ley de la Jungla, que jamás da una orden sin motivo, prohíbe a todas las bestias comerse al hombre, excepto cuando maten para enseñar a sus cachorros a matar, e incluso entonces han de cazar fuera del territorio de caza de su manada o tribu. La verdadera razón de semejante prohibición es que la muerte de un ser humano significa que antes o después aparecerán hombres blancos montados en elefantes, armados con fusiles y acompañados por centenares de hombres morenos provistos de gongs, cohetes y antorchas. Entonces son todos los habitantes de la jungla los que sufren. La razón que las bestias aducen al hablar entre ellas es que el hombre es el más débil e indefenso de todos los seres vivos y, por tanto, es poco deportivo meterse con él. Dicen también, y con razón, que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden la dentadura.

El ronroneo fue creciendo en intensidad hasta culminar en el «¡Aaar!» sonoro del tigre al lanzarse al ataque.

Seguidamente se oyó un aullido, un aullido que nada tenía de tigre pese a haber sido proferido por Shere Khan.

—Ha fallado —dijo Madre Loba—. ¿Qué será?

Padre Lobo avanzó corriendo unos cuantos pasos y con las ancas pegadas al suelo, dispuesto a saltar. Luego, oyó que Shere Khan musitaba y farfullaba salvajemente, al tiempo que se revolcaba entre los matorrales.

—Al muy necio no se le ha ocurrido otra cosa que saltar sobre la hoguera del campamento de un leñador y, claro, se ha quemado las patas —dijo Padre Lobo con un gruñido—. Tabaqui está con él.

—Algo está subiendo la ladera —dijo Madre Loba, moviendo convulsivamente una de sus orejas—. Prepárate.

Crujió un poco el follaje y Padre Lobo se agachó. De haberos fijado, habríais visto la cosa más maravillosa del mundo: el lobo se detuvo a medio salto. Se lanzó sobre su presa antes de haber visto cuál era esta y luego intentó detenerse. El resultado fue que salió disparado en línea recta hacia arriba y, tras remontarse un metro o metro y medio, volvió a caer casi en el mismo sitio de antes.

—¡El hombre! —exclamó—. ¡Un cachorro de hombre! ¡Mira!

Directamente ante él, asiéndose a una rama baja para no caerse, se hallaba un pequeñuelo moreno y desnudo que apenas sabría caminar todavía: la criaturita más suave y de más graciosos hoyuelos que jamás se haya presentado de noche en la guarida de un lobo. Alzó la vista hacia el rostro de Padre Lobo y se echó a reír.

—¿Eso es un cachorro de hombre? —dijo Madre Loba—. Es la primera vez que veo uno. Tráelo aquí.

Un lobo acostumbrado a trasladar de un sitio a otro sus lobeznos sabe, si hace falta, transportar con la boca un huevo sin que este se rompa y, aunque las mandíbulas de Padre Lobo se cerraron con firmeza sobre las espaldas del niño, este no sufrió ni siquiera una rozadura al depositarlo el lobo entre sus cachorros.

—¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo y… qué atrevido! —dijo dulcemente Madre Loba.

El pequeño trataba de apartar a los cachorros para disfrutar del calor de la piel de la loba.

—¡Ajá! Ahora come con los otros. Conque esto es un cachorro de hombre… ¿Ha habido jamás algún lobo que pudiera alardear de tener un cachorro de hombre entre sus hijos?

—He oído hablar de ello algunas veces, pero nunca refiriéndose a nuestra Manada ni a mi época —dijo Padre Lobo—. No tiene nada de pelo y podría matarlo con un simple golpecito. Pero mira: nos observa sin miedo.

Algo impidió que los rayos de luna penetrasen en el interior de la cueva. La enorme y cuadrada mole que formaban la cabeza y los hombros de Shere Khan tapaba la entrada. Detrás de él, Tabaqui chillaba:

—¡Mi señor, mi señor! ¡Se ha metido ahí!

—Shere Khan nos hace un gran honor —dijo Padre Lobo, aunque en sus ojos se reflejaba un gran enojo—. ¿Qué necesita Shere Khan de nosotros?

—Mi presa. Un cachorro de hombre que se metió por aquí —dijo Shere Khan—. Sus padres han huido. Entrégamelo.

Como había dicho Padre Lobo, Shere Khan había saltado sobre la hoguera de un leñador y se sentía furioso a causa del dolor que sufría debido a las quemaduras de sus patas. Pero Padre Lobo sabía que la entrada de la cueva era demasiado angosta para que por ella pudiera colarse un tigre. Incluso donde estaba ahora Shere Khan el espacio era tan reducido que apenas podía mover los hombros y las patas delanteras. Se encontraba en la misma situación que un hombre que intentase luchar hallándose metido en un barril.

—Los lobos somos un pueblo libre —dijo Padre Lobo—. Recibimos órdenes del Jefe de la Manada y no de un matavacas de piel a rayas. El cachorro de hombre es nuestro y podemos matarlo si nos da la gana.

—¡Que si os da o no os da la gana! ¿Con qué derecho me habláis de esta forma? ¡Por el buey que maté! ¿Debo quedarme así, con la nariz metida en vuestra guarida de perros, en espera de que se me conceda lo que por derecho es mío? ¡Soy yo, Shere Khan, el que os habla!

El rugido del tigre atronó toda la cueva. Madre Loba se sacudió los cachorros de encima, dio un salto hacia delante, brillándole los ojos cual dos lunas verdes en la oscuridad, y cayó a poca distancia de los llameantes ojos de Shere Khan.

—¡Y soy yo, Raksha (el Demonio), quien te responde! El cachorro de hombre es mío, Lungri. ¡Mío y de nadie más! Nadie le dará muerte. Vivirá para correr y cazar con la Manada y al final, óyeme bien, cazador de cachorros desnudos, comedor de ranas, matapeces, al final ¡te cazará a ti! Ahora vete de aquí o por el sambhur que maté (yo no como reses famélicas) que regresarás al lado de tu madre más cojo de lo que eras al nacer. ¡Vete ya, fiera chamuscada! ¡Fuera!

Padre Lobo contemplaba la escena lleno de asombro. Ya casi había olvidado los días en que había ganado para él a Madre Loba tras noble y reñida lucha con otros cinco lobos, cuando ella corría con el resto de la Manada y no era un simple cumplido que la llamasen el Demonio. Puede que Shere Khan hubiese plantado cara a Padre Lobo, pero no era capaz de vérselas con Madre Loba, pues sabía que tal como estaba ella le llevaba todas las ventajas y estaba dispuesta a luchar a muerte. Así que retrocedió para salir de la entrada de la cueva, no sin gruñir mientras lo hacía, y cuando se hubo librado de su prisión, gritó:

—¡Cada perro ladra en su propio patio! Ya veremos qué dice la Manada sobre criar cachorros de hombre. El cachorro es mío y acabará entre mis colmillos. ¡No lo olvidéis, ladrones de cola peluda!

Madre Loba se dejó caer jadeando entre sus pequeñuelos y Padre Lobo le dijo con tono grave:

—En esto tiene razón Shere Khan. Hay que mostrar el cachorro a la Manada. ¿Aún deseas conservarlo, Madre?

—¡Conservarlo! —exclamó ella—. Vino de noche, desnudo, solo y muy hambriento. ¡Y pese a todo no tenía miedo! Fíjate, ya ha echado a un lado a uno de mis pequeños. ¡Y pensar que ese carnicero cojo lo habría matado! ¡Que luego se habría fugado al Waingunga, mientras las gentes de los alrededores acosaban nuestras guaridas para vengarse! ¿Si quiero conservarlo? Ten la seguridad de que sí quiero. Acuéstate y quédate quietecita, ranita. Te lo digo a ti, Mowgli, pues Mowgli la Rana te llamaré. Llegará un día en que tú perseguirás a Shere Khan del mismo modo que él te ha perseguido.

—¿Pero qué dirá nuestra Manada? —dijo Padre Lobo.

La Ley de la Jungla establece muy claramente que todo lobo, al casarse, puede retirarse de la Manada a la que pertenece, pero que, tan pronto como sus cachorros hayan alcanzado la edad en que puedan tenerse en pie, debe presentarlos al Consejo de la Manada, que generalmente se celebra una vez al mes cuando hay luna llena, con el fin de que los demás lobos puedan identificarlos. Después de esa inspección, los cachorros son libres de correr a donde les plazca y, en tanto no hayan matado su primer gamo, no se acepta excusa alguna si alguno de los lobos crecidos que integran la Manada da muerte a uno de los cachorros. El castigo que se aplica es la muerte allí mismo donde se localice al asesino y, si pensáis un poco en ello, veréis que así debe ser.

Padre Lobo esperó hasta que sus cachorros supieron correr un poco y entonces, la noche en que se celebraba la Reunión de la Manada, se los llevó, junto con Madre Loba y Mowgli, a la Roca del Consejo, que era la cima de una colina cubierta de piedras y peñascos entre los que podían esconderse un centenar de lobos. Akela, el gran Lobo Solitario de pelo gris que gobernaba a toda la Manada gracias a su fuerza y astucia, yacía cuan largo era sobre su roca y a sus pies se hallaban sentados cuarenta o más lobos de todos los tamaños y colores, desde veteranos color tejón, capaces de vérselas solos con un gamo, hasta lobitos de piel negra que a sus tres años se creían capaces de hacer lo mismo. Hacía ya un año que Lobo Solitario era el jefe. En su juventud había caído dos veces en una trampa para lobos y en otra ocasión le habían propinado una paliza, dejándolo luego por muerto. Así, pues, conocía muy bien las costumbres y usos de los hombres. Poco se hablaba en la roca. Los cachorros jugueteaban en medio del círculo formado por sus madres y padres y de vez en cuando un lobo de mayor edad se acercaba calladamente a un cachorro, lo miraba detenidamente y lo devolvía a su lugar sin hacer el menor ruido al caminar. A veces una madre empujaba a su cachorro hasta que la luz de la luna caía de lleno sobre él, para cerciorarse de que no lo hubiesen pasado por alto. Desde lo alto de su roca, Akela exclamaba:

—¡Ya conocéis la ley! ¡Ya la conocéis! ¡Fijaos bien, oh Lobos!

Y las madres, angustiadas, repetían el grito:

—¡Fijaos! ¡Fijaos bien, oh lobos!

Por fin (y en aquel momento a Madre Loba se le erizaron los pelos del cuello) Padre Lobo empujó a «Mowgli la Rana», como solían llamarlo, hacia el centro del círculo, donde se quedó sentado, riéndose y jugando con unos cuantos guijarros que relucían a la luz de la luna.

Akela no alzó en ningún momento la cabeza, sino que siguió con su monótono grito:

—¡Fijaos bien!

De detrás de las rocas surgió un rugido sofocado. Era la voz de Shere Khan exclamando:

—¡El cachorro es mío! ¡Dámelo! ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro de hombre?

Akela ni siquiera movió las orejas y se limitó a decir:

—¡Fijaos bien, oh lobos! ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con unas órdenes que no emanen de su propio seno? ¡Fijaos bien!

Se alzó un coro de graves gruñidos y un lobezno de cuatro años recogió la pregunta de Shere Khan y se la lanzó a Akela:

—¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro de hombre?

Ahora bien, la Ley de la Jungla establece que si se produce alguna disputa sobre el derecho de un cachorro a ser aceptado por la Manada, en favor de dicho cachorro deben hablar por lo menos dos miembros de la Manada que no sean ni su padre ni su madre.

—¿Quién hablará en nombre de este cachorro? —preguntó Akela—. ¿Quién hablará entre los que formáis el Pueblo Libre?

No hubo respuesta, por lo que Madre Loba se aprestó para lo que sabía que iba a ser su última batalla, si es que las cosas iban a peores.

Entonces el único animal de otra especie al que se permite asistir a los Consejos de la Manada, Baloo, el oso pardo y dormilón que enseña la Ley de la Jungla a los cachorros de lobo, el viejo Baloo, que puede ir y venir a su antojo, porque solo come nueces, raíces y miel, se levantó sobre los cuartos traseros y gruñó.

—¿El cachorro de hombre? ¿El cachorro de hombre? —dijo—. Yo hablo por el cachorro de hombre. No tiene nada de malo un cachorro de hombre. No poseo el don de la oratoria, pero digo siempre la verdad. Dejad que corra con la Manada y sea aceptado con los demás. Yo mismo me encargaré de enseñarle.

—Aún necesitamos otro que hable en su nombre —dijo Akela—. Baloo ya ha hablado y él es el profesor de los cachorros jóvenes. ¿Quién más habla aparte de Baloo?

Una sombra negra cayó en el interior del círculo. Se trataba de Bagheera la Pantera Negra. Todo su cuerpo era del color de la tinta china, pero, según la luz que la bañaba, las marcas propias de la pantera se veían como las aguas de ciertas clases de seda. Todo el mundo conocía a Bagheera y a nadie le hacía gracia cruzarse en su camino, pues era astuta como Tabaqui, atrevida como un búfalo salvaje y temeraria como un elefante herido. Pero su voz era dulce como la miel silvestre que mana gotita a gotita del tronco de un árbol y su piel era más suave que la pelusa.

—Oh, Akela y vosotros, el Pueblo Libre —ronroneó—. No tengo ningún derecho en vuestra asamblea, pero la Ley de la Jungla dice que si surge alguna duda que no sea cuestión de vida o muerte en relación con algún cachorro nuevo, la vida de ese cachorro puede comprarse por un precio y la ley no dice quién puede o quién no puede pagar ese precio. ¿Tengo razón?

—¡Viva, viva! —gritaron los lobos jóvenes, que siempre tienen hambre—. Escuchad a Bagheera. Se puede comprar el cachorro por un precio. Es la ley.

—Sabiendo que no tengo ningún derecho a hablar aquí, os pido permiso para hacerlo.

—¡Habla pues! —exclamaron veinte voces.

—Matar a un cachorro desnudo es una vergüenza. Además, puede que cuando sea mayor os resulte útil. Baloo ya ha hablado por él. Pues bien, a la palabra de Baloo añadiré yo un buey, bien gordo por cierto, que acabo de matar a menos de media milla de aquí, si estáis dispuestos a aceptar al cachorro de hombre conforme marca la ley. ¿Os parece difícil?

Se alzó un clamor de voces, veintenas de voces, que decían:

—¿Qué más da? Morirá cuando vengan las lluvias del invierno. Se abrasará bajo el sol. ¿Qué daño nos puede hacer una rana desnuda? Dejémosle correr con la Manada. ¿Dónde está el buey, Bagheera? Aceptémoslo.

Y seguidamente se oyó el ladrido de Akela exclamando:

—¡Fijaos bien! ¡Fijaos bien, oh lobos!

Mowgli seguía profundamente interesado por los guijarros, por lo que no se dio cuenta de que los lobos se acercaban para mirarlo de uno en uno. Finalmente bajaron todos por la colina en busca del buey muerto dejando solo a Akela, Bagheera, Baloo y los lobos de Mowgli. En el silencio de la noche seguían oyéndose los rugidos de Shere Khan, que estaba muy enfadado porque no le habían entregado a Mowgli.

—Haces bien en rugir ahora —dijo Bagheera—, pues, o no conozco al hombre, o llegará un día en que ese animalito desnudo te hará rugir de otro modo.

—Hemos hecho bien —dijo Akela—. Los hombres y sus cachorros son muy sabios. Puede que con el tiempo nos resulte útil.

—En verdad que os será útil en la necesidad, pues nadie puede confiar en ser eternamente el Jefe de la Manada —dijo Bagheera.

Akela permaneció callado. Pensaba en el momento que inevitablemente llega para todo jefe de manada cuando sus fuerzas lo abandonan y se va sintiendo más y más débil, hasta que finalmente los lobos le dan muerte y surge un nuevo jefe, que a su vez es muerto cuando llega su hora.

—Lleváoslo —le dijo a Padre Lobo— y adiestradlo como corresponde a un miembro del Pueblo Libre.

Y así es como Mowgli ingresó en la Manada de Lobos de Seeonee por el precio de un buey y las buenas palabras de Baloo.

Me permitiréis ahora que dé un salto de diez u once años y os contentaréis con imaginar únicamente la maravillosa vida que Mowgli llevó entre los lobos, ya que, si tuviera que escribirla detalladamente, llenaría un sinfín de libros. Creció con los cachorros, aunque ellos, por supuesto, eran ya lobos crecidos antes de que él fuese niño. Padre Lobo le enseñó el oficio y el significado de las cosas de la jungla, hasta que cada crujido de la hierba, cada soplo del cálido aire de la noche, cada nota que los búhos cantaban en lo alto de los árboles, los rasguños de las garras de los murciélagos al posarse en la rama de un árbol, el chapoteo de los pececillos en un estanque tenían para él tanto significado como el trabajo de la oficina lo tiene para el hombre de negocios. Cuando no estaba aprendiendo algo, se sentaba al sol y echaba un sueñecito, luego despertaba para comer algo y volvía a conciliar el sueño. Cuando se sentía sucio o tenía calor nadaba en los estanques de la selva. Y cuando quería miel (Baloo le había dicho que la miel con nueces era un bocado tan apetecible como la carne cruda) se encaramaba a un árbol para cogerla. Bagheera le había enseñado a hacerlo. Bagheera se tendía en una rama y le llamaba: «Ven aquí, Hermanito». Al principio Mowgli se pegaba al tronco como el perezoso, pero después aprendió a saltar de rama en rama casi con la misma osadía que el mono gris. También ocupaba su lugar en la Roca del Consejo cuando la Manada se reunía y fue allí donde descubrió que, si miraba con insistencia a alguno de los lobos, este se veía obligado a bajar los ojos, de manera que Mowgli solía hacerlo para divertirse. Otras veces extraía las largas espinas que a sus amigos se les clavaban en las patas, pues los lobos sufren horriblemente cuando se les clava una espina o una esquirla puntiaguda en la piel. De noche bajaba la ladera de la colina y se metía en las tierras cultivadas y miraba con mucha curiosidad a los campesinos que dormían en sus chozas, aunque desconfiaba de los hombres, porque Bagheera le había mostrado una caja cuadrada con una puerta que se cerraba de golpe, tan astutamente oculta en la jungla que Mowgli estuvo a punto de meterse en ella. Bagheera le explicó que aquello era una trampa. Lo que más le gustaba era adentrarse con Bagheera en el cálido y oscuro corazón de la selva, pasarse durmiendo el bochornoso día y, al hacerse de noche, ver cómo Bagheera se dedicaba a matar. Bagheera mataba a diestro y siniestro cuando tenía hambre, y lo mismo hacía Mowgli, aunque con una excepción. En cuanto fue lo suficientemente mayor para comprender las cosas, Bagheera le explicó que jamás debía tocar las reses, ya que le habían admitido en la Manada por el precio de la vida de un buey.

—Toda la jungla es tuya —decía Bagheera— y puedes matar todo lo que tus fuerzas te permitan. Pero, por respeto al buey que sirvió para comprarte, jamás debes matar o comer reses, ya sean jóvenes o viejas. Así lo ordena la Ley de la Jungla.

Mowgli obedeció fielmente.

Y creció y creció fuerte como un mozalbete debe crecer cuando no sabe que está aprendiendo sus lecciones y no tiene que preocuparse de otra cosa que de encontrar comida.

Madre Loba le dijo una o dos veces que Shere Khan no era una criatura digna de confianza y que algún día él, Mowgli, tendría que matar a Shere Khan. Pero, aunque un lobo joven habría tenido siempre presente el consejo, Mowgli se olvidó del mismo porque él no era más que un niño, aunque habría dicho que era un lobo si hubiese sabido hablar como un hombre.

En la jungla, Shere Khan siempre se cruzaba en su camino, pues, a medida que Akela se iba haciendo más viejo y débil, el tigre cojo se hizo muy amigo de los lobos jóvenes de la Manada, que iban tras él en busca de las sobras de sus comidas, cosa que Akela jamás habría permitido si se hubiese atrevido a imponer su autoridad. Shere Khan aprovechaba la ocasión para adularlos diciendo que le extrañaba que tan consumados y jóvenes cazadores se dejasen guiar por un lobo moribundo y un cachorro de hombre.

—Me han dicho —solía comentar Shere Khan— que en el Consejo no os atrevéis a mirarlo a los ojos.

Los lobos jóvenes contestaban con gruñidos amenazadores.

Bagheera, que tenía ojos y oídos en todas partes, estaba enterada de esto y en una o dos ocasiones le dijo a Mowgli que Shere Khan lo mataría algún día. Mowgli se reía de la pantera y contestaba:

—Tengo la Manada y te tengo a ti, y Baloo, aunque sea tan perezoso, sería capaz de pegar unos cuantos mamporros por mí. ¿Por qué he de tener miedo, pues?

Fue un día muy caluroso cuando a Bagheera se le ocurrió otra idea, fruto de algo que había oído decir. Puede que se lo hubiese dicho Ikki, el Puerco Espín, pero lo cierto es que, estando con Mowgli en el corazón de la jungla, tendido el pequeño en el suelo, con la cabeza recostada en la hermosa piel negra de Bagheera, esta le dijo:

—Hermanito, ¿cuántas veces te he dicho que Shere Khan es tu enemigo?

—Tantas como frutos hay en aquella palmera —dijo Mowgli, que, naturalmente, no sabía contar—. ¿Y qué? Tengo sueño, Bagheera, y Shere Khan no tiene más que mucha cola y muchas ganas de hablar, igual que Mao, el Pavo Real.

—Pues este no es momento para dormir. Baloo lo sabe, yo lo sé, la Manada lo sabe, incluso lo saben los ciervos, esos tontos entre todos los tontos. También Tabaqui te lo ha dicho.

—¡Ja, ja! —exclamó Mowgli—. No hace mucho Tabaqui me vino con no sé qué groserías sobre si yo era un cachorro de hombre desnudo que no servía ni para coger raíces de esas que comen los cerdos. Pero yo cogí a Tabaqui por la cola y lo golpeé un par de veces contra el tronco de una palmera, para que aprendiese mejores modales.

—Eso fue una tontería, pues, aunque Tabaqui sea un cizañero, te habría dicho algo que te concernía mucho. Abre los ojos, Hermanito. Shere Khan no se atreve a matarte en la jungla, pero recuerda que Akela es muy viejo y pronto llegará el día en que no podrá matar un gamo y entonces dejará de ser el jefe. Muchos de los lobos que te examinaron cuando fuiste presentado al Consejo son también muy viejos y los lobos jóvenes creen, como les ha enseñado Shere Khan, que un cachorro de hombre no tiene cabida en la Manada. Dentro de muy poco serás hombre.

—¿Y qué tiene un hombre que le impida correr con sus hermanos? —dijo Mowgli—. Nací en la jungla. He obedecido la Ley de la Jungla y no hay ningún lobo entre nosotros al que no le haya extraído una espina. ¡Seguro que son mis hermanos!

Bagheera se tendió cuan larga era y entornó los ojos.

—Hermanito —dijo—, pon tu mano debajo de mi mandíbula.

Mowgli alzó su mano fuerte y morena y justo debajo del sedoso mentón de Bagheera, donde sus poderosos músculos quedaban ocultos por el pelo lustroso, notó que había una pequeña zona pelada.

—No hay nadie en la jungla que sepa que yo, Bagheera, llevo esta señal: la señal de un collar. Pero yo, Hermanito, nací entre los hombres y fue entre ellos donde murió mi madre: en las jaulas del palacio real de Oodeypore. Fue por esta razón que pagué el precio que pedían por ti en el Consejo, cuando tú no eras más que un cachorro pequeño y desnudo. Sí, también yo nací entre los hombres. Jamás había visto la jungla. Me servían la comida entre rejas, en un recipiente de hierro, hasta que una noche se me ocurrió pensar que yo era Bagheera, la Pantera, y no un juguete de los hombres, así que de un solo zarpazo partí el estúpido candado y me escapé. Y si en la jungla llegué a ser más terrible que Shere Khan fue porque había aprendido las costumbres de los hombres. ¿No es así?

—Sí —dijo Mowgli—. La jungla toda teme a Bagheera…, toda menos Mowgli.

—Oh, pero es que tú eres un cachorro de hombre —dijo la Pantera Negra con mucha ternura— y, del mismo modo que yo regresé a mi jungla, tú deberás volver con los hombres, con los hombres que son tus hermanos, si antes no te matan en el Consejo.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué iba alguien a desear mi muerte? —dijo Mowgli.

—Mírame —dijo Bagheera.

Mowgli la miró fijamente a los ojos. La enorme pantera volvió la cabeza a los pocos instantes.

—He aquí el porqué —dijo, moviendo las zarpas sobre las hojas que cubrían el suelo—. Ni siquiera yo puedo sostener tu mirada, y eso que nací entre los hombres y te quiero, Hermanito. Los otros te odian porque no son capaces de mirarte cara a cara, porque eres sabio, porque les has sacado las espinas que se les clavaban en las garras, porque tú eres hombre.

—No sabía nada de todo esto —dijo Mowgli, entristecido y frunciendo sus pobladas cejas negras.

—¿Qué dice la Ley de la Jungla? Primero pega y después ladra. Por tu propio descuido saben que eres hombre. Pero sé prudente. Me dice el corazón que cuando Akela pierda la próxima presa, y cada vez le cuesta más atraparlas, la Manada se volverá contra él y en contra de ti. Celebrarán un Consejo de la Jungla en la Roca y luego… luego… ¡Ya lo tengo! —exclamó Bagheera levantándose de un salto—. Baja corriendo a las chozas que los hombres tienen en el valle y coge un poco de la Flor Roja que allí cultivan. Así, cuando llegue el momento, contarás con un amigo más fuerte que yo o que Baloo o los miembros de la Manada que te quieren bien. Ve por la Flor Roja.

Al decir «Flor Roja», Bagheera se refería al fuego, solo que ninguna de las criaturas de la jungla llama al fuego por su verdadero nombre. Todas las bestias viven en constante temor del fuego, un temor mortal que las mueve a inventar un centenar de formas de llamarlo.

—¿La Flor Roja? —dijo Mowgli—. Ah, sí, eso que crece ante sus chozas al caer la noche. Cogeré un poco.

—Ha hablado Cachorro de Hombre —dijo Bagheera con acento de orgullo—. Recuerda que crece en unas macetas pequeñas. Coge una rápidamente y guárdala siempre junto a ti para cuando la necesites.

—¡Muy bien! —dijo Mowgli—. Allá voy. Pero ¿estás segura, Bagheera mía? —dijo, rodeando con su brazo el espléndido cuello de Bagheera y clavando la mirada en sus ojazos—. ¿Estás segura de que todo esto es obra de Shere Khan?

—¡Lo juro por el Candado Roto que me libró del encierro! ¡Tenlo por seguro, Hermanito!

—Entonces ¡por el buey que me compró, juro que le daré a Shere Khan todo lo que se merece! ¡Hasta puede que un poco más! —dijo Mowgli, echando ya a correr.

—¡Eso es un hombre! ¡Un hombre hecho y derecho! —exclamó Bagheera para sí, volviendo a tumbarse en el suelo—. ¡Ay de ti, Shere Khan! ¡Jamás te has metido en más negra aventura que la cacería de ranas que emprendiste hace diez años!

Mowgli corría a través de la espesura, alejándose más y más, con el corazón desbocado. Llegó a la cueva justo cuando empezaba a alzarse la neblina vespertina. Se detuvo para recobrar el aliento y miró al valle que se extendía a los pies de la colina. Los cachorros habían salido, pero Madre Loba, que estaba en el fondo de la cueva, adivinó que algo le pasaba a su ranita al oír su respiración.

—¿Qué te ocurre, hijo? —preguntó.

—Habladurías de Shere Khan, que dice cosas propias de murciélago —respondió Mowgli desde donde estaba—. Esta noche voy a cazar en los campos de labranza.

Y, así diciendo, empezó a bajar por la ladera entre los arbustos, hasta llegar al río que corría por el valle. Allí se detuvo, pues se oían los aullidos de la Manada, que estaba cazando. Se oyó también el mugido de un sambhur acosado por los lobos y luego su resoplido al hacer frente a sus perseguidores. Entonces se oyeron los aullidos malintencionados de los jóvenes lobos que gritaban:

—¡Akela! ¡Akela! ¡Que Lobo Solitario demuestre su fuerza! ¡Dejad sitio para el Jefe de la Manada! ¡Salta, Akela!

Lobo Solitario debió de saltar sobre su presa sin conseguir alcanzarla, pues Mowgli oyó el chasquido de sus colmillos y luego un ladrido de dolor al ser derribado por las patas delanteras del sambhur.

Sin esperar a oír más, reanudó su veloz carrera. Los aullidos fueron quedando atrás, cada vez más débiles, a medida que corría por los labrantíos donde vivían los campesinos.

—Bagheera tenía razón —dijo entre jadeos al acomodarse en un montón de forraje que había junto a la ventana de una choza—. Mañana será un día importante tanto para Akela como para mí.

Acercó el rostro a la ventana y contempló el fuego que ardía en el hogar. Vio que la esposa del labrador se levantaba y alimentaba el fuego con unos terrones negros para que no se apagase durante la noche. Cuando llegó la mañana con sus neblinas blancas y frías, vio que el hijo del campesino cogía un recipiente de mimbre, recubierto de tierra por dentro, lo llenaba de terrones de carbón vegetal al rojo vivo, lo envolvía con su manta y salía a cuidar de las vacas en el establo.

—¿Eso es todo? —se dijo Mowgli—. Si un cachorro es capaz de hacerlo, nada hay que temer entonces.

Así que dobló la esquina de la choza, se plantó ante el chiquillo, le arrebató el recipiente y desapareció entre la neblina, dejando al pequeño aullando de pavor.

—Se parecen mucho a mí —dijo Mowgli, soplando sobre lo que había dentro del recipiente, como había visto hacer a la mujer de la choza—. Esto se morirá si no le doy de comer.

Echó ramitas y cortezas sobre la masa roja. A medio camino colina arriba se encontró con Bagheera, sobre cuya piel el rocío matutino brillaba como las piedras preciosas.

—Akela ha fallado —dijo la Pantera—. Lo habrían matado anoche mismo, pero te necesitaban también a ti. Te estaban buscando por la colina.

—Estaba abajo, en los campos de cultivo. ¡Mira! ¡Ya estoy preparado! —dijo Mowgli, alzando el recipiente del fuego.

—¡Muy bien! Vamos a ver: he visto que los hombres a veces meten una rama seca en esa materia y al poco la Flor Roja se abre en la punta de la rama. ¿No tienes miedo?

—No. ¿Por qué iba a tenerlo? Ahora recuerdo, si es que no se trata de un sueño, recuerdo que, antes de ser lobo, solía acostarme al lado de la Flor Roja, que era cálida y agradable.

Aquel día se lo pasó todo Mowgli sentado en la cueva cuidando de su recipiente del fuego, dentro del cual ponía ramas secas para ver qué pasaba. Encontró una rama que lo dejó satisfecho y por la tarde, cuando Tabaqui se presentó en la cueva y, con muy malos modales, le dijo que reclamaban su presencia en la Roca del Consejo, Mowgli se echó a reír hasta que Tabaqui huyó despavorido. Entonces Mowgli se encaminó hacia el Consejo, sin dejar de reírse.

Akela, Lobo Solitario, yacía en el suelo junto a su roca, en señal de que el liderazgo de la Manada estaba vacante, mientras Shere Khan, con su cortejo de lobos alimentados de sobras, paseaba abiertamente de un lado a otro, recibiendo halagos. Bagheera se tendió cerca de Mowgli, que tenía el recipiente del fuego entre sus rodillas. Una vez estuvieron todos reunidos, Shere Khan empezó a hablar, cosa que jamás habría osado hacer cuando Akela se hallaba en la flor de la vida.

—No tiene ningún derecho —susurró Bagheera—. Díselo a los demás. Es hijo de un perro y se asustará.

De un brinco Mowgli se levantó y exclamó:

—¡Oídme, los del Pueblo Libre! ¿Acaso Shere Khan es el Jefe de la Manada? ¿Qué tiene que ver un tigre con nuestro liderazgo?

—Viendo que este sigue vacante y habiéndoseme pedido que hablase… —empezó a decir Shere Khan.

—¿Quién te lo ha pedido? —preguntó Mowgli—. ¿Es que somos todos unos chacales deseosos de adular a este matavacas? El liderazgo de la Manada es cosa que concierne solamente a la Manada.

Se oyeron gritos de:

—¡Silencio, Cachorro de Hombre!

—Dejad que hable, pues ha respetado nuestra ley.

Y finalmente los ancianos de la Manada clamaron con sus vozarrones:

—¡Dejad que hable Lobo Muerto!

Cuando el cabecilla de una manada fracasa al tratar de coger una presa lo llaman Lobo Muerto mientras vive, que por lo general no suele ser mucho tiempo.

Akela alzó cansinamente su anciana cabeza:

—Pueblo Libre, y vosotros también, chacales de Shere Khan. Durante mucho tiempo os he conducido a donde estaba la caza y luego al regresar a casa, y jamás ninguno de nosotros ha caído en una trampa o resultado herido. Ahora no he logrado dar muerte a mi presa. Vosotros sabéis cómo se ha tramado este complot. Sabéis que se me hizo perseguir un gamo al que no habían acosado los demás, para que de esta forma mi flaqueza resultase más evidente. Ha sido una jugada maestra. Tenéis derecho a matarme aquí mismo, en la Roca del Consejo. Así, pues, os pregunto esto: ¿quién quiere poner fin a la vida de Lobo Solitario? Pues estoy en mi derecho, según la Ley de la Jungla, al pediros que os acerquéis de uno en uno.

Se produjo un largo silencio, ya que ni uno solo de los lobos tenía ganas de entablar una lucha a muerte con Akela. Luego Shere Khan rugió:

—¡Bah! ¿Qué nos importa este imbécil desdentado? ¡Está condenado a morir! Es el cachorro de hombre el que ha vivido demasiado tiempo. Pueblo Libre, su carne me pertenece de buen principio. Dádmelo a mí. Estoy cansado de tanta tontería sobre el hombre lobo. Lleva diez años causando molestias en la jungla. Entregadme el cachorro de hombre y cazaré siempre en esta región, sin daros un solo hueso a vosotros. Es un hombre, el hijo de un hombre ¡y lo odio hasta la médula!

Más de la mitad de la Manada se puso a chillar:

—¡Un hombre! ¡Un hombre! ¿Qué hace un hombre entre nosotros? Que se vaya a donde esté su lugar.

—¿Y que ponga en contra de nosotros a toda la gente de los pueblos? —rugió Shere Khan—. ¡No! Entregádmelo a mí. Es un hombre y ninguno de nosotros puede mirarlo a los ojos.

Akela volvió a levantar la cabeza y dijo:

—Ha comido nuestros alimentos. Ha dormido con nosotros. Ha ojeado la caza para nosotros. No ha quebrantado la Ley de la Jungla.

—Además, pagué por él con un buey cuando lo aceptasteis. El valor de un buey es poca cosa, pero el honor de Bagheera es algo por lo que quizá luchará —dijo Bagheera con toda la gentileza de que era capaz.

—¡Un buey pagado hace diez años! —gruñó la Manada, enseñando los colmillos—. ¿Qué nos importan los huesos de hace diez años?

—¿Y las promesas? —dijo Bagheera, mostrándoles sus blancos colmillos—. ¡Ya hacen bien en llamaros el Pueblo Libre!

—¡Ningún cachorro de hombre puede correr con el Pueblo de la Jungla! —aulló Shere Khan—. ¡Dádmelo a mí!

—Es nuestro hermano en todo salvo la sangre —prosiguió Akela— ¡y pese a ello lo mataríais aquí mismo! En verdad que he vivido demasiado. Algunos de vosotros sois devoradores de reses y de otros he oído decir que, siguiendo las enseñanzas de Shere Khan, al amparo de la noche os acercáis a las cabañas y os lleváis a los niños. Así, pues, sé que sois unos cobardes y que con cobardes estoy hablando. Es cierto que debo morir y que mi vida no vale nada, pues de lo contrario os la ofrecería a cambio de la del cachorro de hombre. Pero, por el honor de la Manada, que es una cosilla de la que os habéis olvidado al no tener jefe, os prometo que, si dejáis que el cachorro de hombre regrese con los suyos, yo, cuando llegue la hora de mi muerte, no alzaré un solo colmillo contra vosotros. Moriré sin luchar. Eso, cuando menos, le ahorrará tres vidas a la Manada. Más no puedo hacer; pero, si queréis, os puedo ahorrar la vergüenza de matar a un hermano contra el que no se tiene nada, un hermano que, conforme la Ley de la Jungla, ingresó en la Manada después de que dos de sus miembros hablasen por él y, asimismo, se pagase el correspondiente precio.

—¡Es un hombre! ¡Un hombre! ¡Un hombre! —gruñía la Manada, mientras la mayor parte de los lobos se agrupaban alrededor de Shere Khan, que empezaba a mover la cola.

—Ahora el asunto está en tus manos —le dijo Bagheera a Mowgli—. Nosotros ya no podemos hacer nada más, salvo luchar.

Mowgli se irguió con el recipiente del fuego en las manos. Seguidamente extendió los brazos y bostezó de cara al Consejo, pero por dentro se sentía furioso de rabia y tristeza, pues los lobos, como lobos que eran, nunca le habían dicho lo mucho que lo odiaban.

—¡Escuchadme! —exclamó—. No hay ninguna necesidad de tanto parloteo perruno. Me habéis dicho tantas veces que soy un hombre esta noche (y la verdad es que habría seguido siendo un lobo hasta el fin de mis días) que tengo la sensación de que vuestras palabras son ciertas. Así que ya no os volveré a llamar mis hermanos, sino que os llamaré (perros), igual que haría un hombre. Lo que hagáis o no hagáis no es cosa vuestra, sino que depende de mí. Y para que veáis el asunto más claramente, yo, el hombre, os he traído un poco de la Flor Roja que vosotros, perros, teméis.

Arrojó el recipiente al suelo y varios carbones prendieron fuego a un puñado de musgo seco que ardió inmediatamente con llamas muy vivas. El Consejo en pleno retrocedió aterrorizado ante las llamaradas.

Mowgli metió la rama seca en el fuego hasta que las ramitas se encendieron y empezaron a crepitar. Entonces alzó la mano y se puso a describir amplios círculos de fuego entre los atemorizados lobos.

—Tú eres el maestro —dijo en voz baja Bagheera—. Salva a Akela de la muerte, que él siempre fue tu amigo.

Akela, el entristecido y viejo lobo que jamás en toda su vida había pedido compasión, dirigió una lastimera mirada a Mowgli, que completamente desnudo, con su largo pelo negro sobre los hombros, permanecía de pie bañado por la luz de la rama llameante que hacía saltar y estremecerse a las sombras.

—¡Muy bien! —exclamó Mowgli, mirando lentamente a su alrededor—. Ya veo que sois unos perros. Os abandono para reunirme con mi gente, si es que son mi gente. La jungla me está vedada y debo olvidarme de vuestra forma de hablar y de vuestra camaradería. Pero seré más misericordioso que vosotros. Porque, salvo en la sangre, he sido vuestro hermano en todo lo demás, os prometo que cuando sea un hombre entre los otros hombres no os traicionaré del mismo modo que vosotros me habéis traicionado.

Dio un puntapié al fuego y levantó un surtidor de chispas.

—No habrá guerra entre ninguno de nosotros y la Manada. Pero antes de irme quiero pagar una deuda.

Avanzó hacia el sitio donde Shere Khan se hallaba sentado, guiñando estúpidamente los ojos ante las llamas, y lo cogió por el mechón de pelo que le crecía debajo de la barbilla. Bagheera fue tras él por si se producía algún accidente.

—¡Arriba, perro! —gritó Mowgli—. Levántate cuando hable un hombre. ¡Arriba o te prendo fuego a la piel!

Shere Khan tenía las orejas pegadas a la cabeza y los ojos cerrados, ya que la llameante rama estaba muy cerca de él.

—Este matavacas dijo que me mataría en el Consejo porque no me había matado cuando yo era un cachorro. Así, así es como pegamos los hombres a los perros. ¡Mueve el bigote si te atreves y te meteré la Flor Roja en el gaznate!

Empezó a golpear con la rama la cabeza de Shere Khan. El tigre gemía y lloraba, presa de insoportable terror.

—¡Bah! ¡Ya te puedes ir, gato chamuscado! Pero recuerda que cuando vuelva a la Roca del Consejo, tal como corresponde a un hombre, llevaré en la cabeza un gorro hecho con la piel de Shere Khan. En cuanto a los demás, Akela queda en libertad para vivir como le plazca. No lo mataréis, porque yo no quiero. Tampoco creo que os quedéis sentados aquí más rato, sacando la lengua como si fueseis alguien, en vez de ser los perros a los que arrojo fuera… ¡así! ¡Largaos todos!

El fuego ardía furiosamente en el extremo de la rama y Mowgli golpeaba a diestro y siniestro con ella cuando, por unos segundos, dejaba de trazar un círculo en torno a su cabeza, mientras los lobos corrían aullando al sentir las quemaduras de las chispas en el pelo. Por fin quedaron únicamente Akela, Bagheera y unos diez lobos que habían tomado partido por Mowgli. Entonces a Mowgli empezó a dolerle algo en las entrañas, con un dolor como jamás había conocido en su vida, y, conteniendo el aliento, prorrumpió en sollozos, al tiempo que las lágrimas surcaban sus mejillas.

—¿Qué es? ¿Qué es? —dijo—. No deseo abandonar la jungla y no sé qué es lo que me pasa. ¿Es que estoy muriendo, Bagheera?

—No, Hermanito. Eso no son más que lágrimas como las que derraman los hombres —dijo Bagheera—. Ahora sé que eres un hombre, que ya has dejado de ser un cachorro de hombre. En verdad que a partir de ahora la jungla te está vedada. Déjalas caer, Mowgli. Son lágrimas solamente.

Mowgli se sentó y siguió llorando como si el corazón fuese a rompérsele. Jamás había llorado en toda su vida.

—Ahora —dijo—, me iré con los hombres. Pero antes debo decirle adiós a mi madre.

Se dirigió a la cueva donde su madre vivía con Padre Lobo y derramó lágrimas sobre la piel materna, mientras los cuatro lobeznos aullaban tristemente.

—¿No me olvidaréis? —dijo Mowgli.

—Nunca, mientras seamos capaces de seguir un rastro —dijeron los cachorros—. Cuando seas un hombre, ven al pie de la colina y hablaremos contigo. Nosotros, por nuestra parte, bajaremos de noche a jugar contigo en los labrantíos.

—¡Ven a vernos pronto! —exclamó Padre Lobo—. Oh, ranita sabia, no tardes en visitarnos, pues somos viejos, tu madre y yo.

—Ven pronto, mi hijito desnudo —dijo Madre Loba—; pues, escúchame, hijo del hombre, te he querido más de lo que jamás haya querido a mis cachorros.

—Seguro que vendré a veros —dijo Mowgli—. Y cuando lo haga será para extender el pellejo de Shere Khan sobre la Roca del Consejo. ¡No me olvidéis! ¡Decid a los de la jungla que nunca me olviden!

El alba empezaba ya a despuntar cuando Mowgli bajó solo por la ladera de la colina, dirigiéndose al encuentro de aquellos seres misteriosos a los que llaman hombres.

Canción de caza de la Manada de Seeonee

Canción de caza de la Manada de Seeonee

Cuando el alba apuntaba, bramó el sambhur

¡una vez, dos veces y otra más!

Y un antílope saltaba y un antílope saltaba

junto al estanque del bosque donde abrevan los ciervos.

Y todo esto yo, explorando a solas, contemplé.

Cuando el alba apuntaba, bramó el sambhur

¡una vez, dos veces y otra más!

Y un lobo regresaba y un lobo regresaba

a llevar la noticia a la Manada que aguardaba.

Y buscamos y encontramos y sobre un rastro ladramos

¡una vez, dos veces y otra más!

Cuando el alba apuntaba, aulló la Manada

¡una vez, dos veces y otra más!

¡Pies que en la jungla huella no dejan!

¡Ojos que ven en la oscuridad, en la oscuridad!

¡Lengua, ládrale, lengua! ¡Eh! ¡Escuchad!

¡una vez, dos veces y otra más!

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