El libro de la selva / El segundo libro de la selva

De cómo llegó el miedo

D

Poca agua lleva el río, el estanque se ha secado,

y nosotros, tú y yo, somos camaradas.

Con fiebre en las quijadas, el flanco lleno de polvo,

nos empujamos siguiendo la ribera.

El miedo a padecer sed nos inmoviliza,

nadie piensa ya en cazar y matar.

Ahora puede ver el cervatillo

que la Manada de Lobos tiene miedo como él,

mientras el majestuoso gamo ve sin inmutarse

los colmillos que a su padre degollaron.

Poca agua en los estanques, los ríos se han secado,

y nosotros, tú y yo, seremos compañeros de juego,

hasta que aquella nube (¡Buena caza!) descargue

la lluvia que rompa nuestra Tregua del Agua.

La Ley de la Jungla, que es con mucho la más antigua de las leyes del mundo, tiene previstos casi todos los accidentes que puede sufrir el Pueblo de la Jungla, por lo que actualmente su código es tan perfecto como puedan haberlo hecho el tiempo y la costumbre. Recordaréis que Mowgli pasó gran parte de su vida con la Manada de Lobos de Seeonee, aprendiendo la Ley con Baloo, el Oso Pardo. Y fue Baloo quien le dijo, al ver que el chico se impacientaba al recibir órdenes constantemente, que la ley era como la liana gigante, ya que caía sobre las espaldas de todo el mundo, sin que nadie pudiera zafarse.

—Cuando hayas vivido tanto como yo, Hermanito, verás que toda la jungla obedece por lo menos a una ley. Y no será ese un espectáculo agradable —dijo Baloo.

Estas palabras le entraron por una oreja y le salieron por la otra, ya que un muchacho que se pasa la vida comiendo y durmiendo no se preocupa por nada hasta que se encuentra las cosas delante de sus narices. Pero llegó un año en que las palabras de Baloo cobraron realidad y Mowgli vio cómo toda la Jungla se hallaba sometida a la ley.

Todo comenzó cuando las lluvias del invierno faltaron en su casi totalidad e Ikki, el Puerco Espín, al encontrarse con Mowgli en un bosquecillo de bambúes, le dijo que los ñames silvestres se estaban secando. Ahora bien, todo el mundo sabe que Ikki se muestra ridículamente remilgado cuando se trata de comida y que se niega a comer de todo salvo de lo mejor y más maduro. Así, pues, Mowgli se rio y dijo:

—¿Y eso a mí qué?

—Pues nada… de momento —dijo Ikki, haciendo sonar sus púas con gesto altivo y poco natural—. Pero más adelante, ya veremos. ¿Sigues con las zambullidas en el estanque profundo que hay debajo de las Rocas de las Abejas, Hermanito?

—No. El agua es tonta y se está retirando, y yo no tengo ganas de romperme la cabeza —respondió Mowgli, que por aquellos tiempos estaba convencido de saber tanto como cinco representantes del Pueblo de la Jungla juntos.

—Tú te lo pierdes. Puede que te hicieras una grieta pequeña y que por ella te entrase en la mollera un poquito de sabiduría.

Ikki se apartó rápidamente para que Mowgli no pudiera arrancarle las púas del hocico y Mowgli se fue a contarle a Baloo lo que Ikki le había dicho. Baloo, tras escucharle, puso una cara muy seria y musitó:

—Si estuviera solo, cambiaría inmediatamente de cazadero antes de que los demás empezasen a reflexionar… Pero eso de cazar entre extraños termina siempre en riñas y peleas y Cachorro de Hombre podría resultar herido. Tendremos que esperar a ver qué tal florece el .

Aquella primavera, el , árbol que a Baloo tanto le gustaba, no llegó a florecer. El calor mató sus capullos verdosos y delicados antes de que pudieran florecer y cuando Baloo, alzándose sobre los cuartos traseros, sacudió el árbol, solo unos cuantos pétalos pestilentes cayeron al suelo. Después el implacable calor fue adentrándose en la jungla, milímetro a milímetro, hasta llegar a lo más profundo de ella, haciendo que la vegetación se tornase primero amarilla, después parda y finalmente negra. Se quemaron los arbustos que crecían a la vera de las quebradas, quedando solamente una masa de tallos rotos y hojas retorcidas. Los estanques ocultos entre la espesura se secaron y dejaron al descubierto el barro reseco y cuarteado del fondo, mostrando en sus orillas, como hechas con un molde de hierro, las más leves pisadas. Las jugosas lianas se despegaron de los árboles y cayeron muertas a los pies de los mismos. Los bambúes se marchitaron y el viento abrasador, al acariciarlos, producía un ruido que parecía el cloqueo de las gallinas, mientras que, en el corazón de la jungla, el musgo se desprendía de las rocas, dejándolas peladas y calientes como los guijarros azules que se estremecían en el lecho del río.

Los pájaros y el Pueblo de los Monos emprendieron viaje hacia el norte a principios de año, pues sabían qué era lo que se avecinaba. Los venados y los cerdos salvajes huyeron a los campos desolados próximos a los poblados, muriendo a veces ante los ojos de unos hombres demasiado desfallecidos para darles muerte con sus propias manos. Chil, el Milano, se quedó en la jungla y engordó notablemente, ya que abundaba la carroña y cada tarde, al regresar de sus correrías, los demás animales, demasiado débiles para partir en busca de nuevos cazaderos, le oían decir que el sol estaba matando a la jungla en toda la zona que podía recorrerse en tres días de vuelo, sin importar la dirección que se tomase.

Mowgli, que jamás había conocido lo que era verdadera hambre, tuvo que alimentarse de miel rancia, de tres años antes, que extraía de rocas que antes hicieran las veces de panal y ahora estaban abandonadas. Era una miel negra como un endrino y cubierta con el polvo del azúcar reseco. Buscaba también las larvas que abrían profundas galerías en la corteza de los árboles y tampoco les hacía ascos a las crías de las avispas. Toda la caza que había en la jungla no era más que huesos y pellejo, y Bagheera podía matar tres animales en una sola noche sin que con ello pudiera llenarse la panza. Pero la falta de agua era lo peor, pues, aunque beba muy de vez en cuando, el Pueblo de la Jungla necesita beber largos tragos de una vez.

Y el calor seguía y seguía, absorbiendo toda la humedad, hasta que, finalmente, el curso principal del Waingunga fue el único lugar por donde discurría un chorrito de agua entre sus secas márgenes. Y cuando Hathi, el elefante salvaje, capaz de vivir cien años o más, vio que en el mismo centro del río aparecía una delgada línea de roca azul, comprendió que lo que estaban contemplando sus ojos era la Roca de la Paz y allí mismo, sin aguardar más, alzó la trompa y proclamó la Tregua del Agua, como su padre la había proclamado cincuenta años antes. Los venados, cerdos salvajes y búfalos secundaron la llamada con sus toscas voces, mientras Chil, el Milano, empezaba a describir amplios círculos y con silbidos y graznidos propagaba la noticia.

Según la Ley de la Jungla, se castiga con la muerte a quien mate en algún abrevadero una vez ha sido proclamada la Tregua del Agua. Eso se debe a que beber tiene prioridad ante comer. Todos los habitantes de la jungla son capaces de ir tirando cuando la única escasez es la caza, pero el agua es el agua y cuando solo se la encuentra en un sitio, toda cacería se suspende mientras el Pueblo de la Jungla acude a satisfacer sus necesidades. En los buenos tiempos, cuando el agua era abundante, los que acudían a beber en el Waingunga (o en cualquier otra parte, a decir verdad) lo hacían arriesgando sus propias vidas, y ese riesgo aportaba no poco interés a las correrías nocturnas. Bajar hasta la orilla con tanta astucia que ni una hoja se moviera, meterse en el agua hasta las rodillas mientras el clamor de la corriente impedía oír lo que había detrás de uno, beber y al mismo tiempo mirar por encima del hombro, tensos todos los músculos en espera de saltar desesperadamente, empujado por el terror, revolcarse en la arena de la orilla y luego, con el hocico mojado, rebosando satisfacción y orgullo, volver junto a la manada que de lejos contemplaba admirada el espectáculo… todas estas cosas tenían un gran atractivo para los jóvenes venados de gran cornamenta, precisamente porque sabían que en cualquier momento Bagheera o Shere Khan podían saltarles encima y derribarlos. Pero ahora se había acabado este jugar con la vida y la muerte y el Pueblo de la Jungla, famélico y cansado, acudía a lo poco que quedaba del río y todos juntos, el tigre, el oso, el ciervo, el búfalo y el cerdo, bebían de las sucias aguas y después, demasiado exhaustos para alejarse, se quedaban con la cabeza colgando sobre ellas.

El ciervo y el cerdo se habían pasado el día entero vagabundeando, buscando algo más apetitoso que la corteza reseca y las hojas marchitas. Los búfalos no habían encontrado ninguna charca en la que pudieran refrescarse, ninguna cosecha aún verde que pudieran robar. Las serpientes habían abandonado la jungla para bajar al río, con la esperanza de atrapar alguna rana perdida. Enroscadas en las rocas húmedas, no hacían el menor gesto agresivo cuando algún cerdo las hacía salir de allí empujándolas con el hocico. Hacía ya tiempo que las tortugas de río habían perecido por obra de Bagheera, el más astuto de los cazadores, y que los peces se habían enterrado en lo más profundo del barro seco. Solo la Roca de la Paz se extendía como una larga serpiente que cruzase las aguas poco profundas, y las leves y cansadas olas silbaban al evaporarse sobre su ardiente costado.

Era aquí donde acudía Mowgli cada noche en busca de frescor y compañía. Ni al más hambriento de sus enemigos le habría apetecido el pequeño en aquellos momentos. Su piel desnuda hacía que pareciera más magro y desnutrido que cualquiera de sus compañeros. Los rayos del sol habían aclarado su pelo, que ahora tenía el color de la estopa. Sus costillas se veían claramente a través de la piel, como las varillas de un abanico; y, como a veces andaba a cuatro patas, sus abultados codos y rodillas daban a las flacas extremidades el aspecto de nudosos tallos de hierba. Pero su mirada, medio oculta por el pelo enmarañado, seguía mostrando tranquilidad, pues Bagheera era su consejera en aquellos tiempos de penalidades y le había dicho que caminase y cazase tranquilamente, sin prisas, y que jamás, por ningún motivo se encolerizase.

—Malos tiempos los que corren —dijo Bagheera, la Pantera Negra, una tarde calurosa como un horno—. Pero, si vivimos lo suficiente, ya verás como las cosas cambian. ¿Tienes el estómago lleno, Cachorro de Hombre?

—Algo he metido en él, pero no me siento satisfecho. ¿Tú crees, Bagheera, que las lluvias se han olvidado de nosotros y nunca volverán a visitarnos?

—¡Qué va! Aún veremos de nuevo el en flor y los cervatillos con la panza llena de jugosa hierba. Bajemos a la Roca de la Paz y veremos qué noticias hay. Súbete a mi lomo, Hermanito.

—No estás tú como para transportar pesos. Todavía me tengo en pie, pero… la verdad es que ni tú ni yo nos parecemos a un buey bien cebado.

Bagheera echó una mirada a sus magros y polvorientos flancos y susurró:

—Anoche maté un buey uncido. Me sentía tan desfallecida que creo que, de estar suelto el buey, no me habría atrevido a saltarle encima.

Mowgli soltó una carcajada.

—Sí, estamos hechos unos grandes cazadores —dijo—. Yo me atrevo con todo… hasta con las larvas que me como.

Y los dos echaron a andar entre la crujiente maleza, camino de la orilla del río y del sitio donde los bajíos de arena formaban una especie de encaje que se extendía en todas direcciones.

—El agua no puede durar mucho —dijo Baloo, uniéndose a ellos—. Mirad allá abajo. Mirad aquellas sendas: hay tantas pisadas que parecen los caminos que hace el hombre.

En el terreno llano de la otra orilla la hierba de la jungla se había muerto de pie, quedando momificada. El rastro de los venados y cerdos al dirigirse hacia el río había trazado en aquel terreno incoloro una serie de surcos polvorientos entre la hierba de tres metros de alto y, aunque era temprano, cada una de aquellas largas avenidas estaba llena de seres presurosos por llegar al agua. Se oía toser a los gamos y cervatillos mientras con sus patas levantaban aquel polvo picante como el rapé.

Río arriba, en el recodo del indolente estanque que rodeaba la Roca de la Paz y Guardiana de la Tregua del Agua, se encontraba Hathi, el elefante salvaje, con sus hijos, flacos y grises bajo la luz de la luna, meciéndose de aquí allá… siempre meciéndose. A sus pies, un poco más allá, estaba la vanguardia de los ciervos y a los pies de estos, un poco más abajo, los cerdos y búfalos salvajes. Y en la otra orilla, allí donde los altos árboles llegaban hasta el borde del agua, se encontraba el lugar reservado para los Comedores de Carne: el tigre, los lobos, la pantera, el oso y los demás.

—En verdad que estamos todos bajo la misma ley —dijo Bagheera, metiéndose en el agua y mirando hacia el otro lado, donde se oía el entrechocar de cornamentas y se veían brillar numerosos ojos desorbitados al empujarse los ciervos y los cerdos en su afán de llegar al agua.

—¡Buena caza a todos los de mi sangre! —agregó, tendiéndose cuan larga era, con uno de sus flancos fuera del agua, y después, entre dientes—: Y en verdad que, si no fuera por la ley, buena sería la caza.

Las atentas orejas de los ciervos captaron esa última frase y un susurro temeroso recorrió las filas:

—¡La tregua! ¡Recordad la tregua!

—¡Paz, paz! —exclamó con voz gutural Hathi, el elefante salvaje—. La tregua sigue vigente, Bagheera. No es este momento de hablar de caza.

—¿Quién mejor que yo para saberlo? —respondió Bagheera, volviendo sus ojos amarillos río arriba—. comedora de tortugas y pescadora de ranas. ¡Ojalá me bastase con mascar ramas!

—Lo mismo decimos nosotros —baló un cervatillo que había nacido aquella misma primavera y no sentía ninguna simpatía por Bagheera.

Pese a lo desgraciado que se sentía todo el Pueblo de la Jungla, ni siquiera Hathi pudo reprimir una risita burlona, mientras Mowgli, tumbado en el agua y apoyado en los codos, soltó una fuerte carcajada y empezó a lanzar salpicaduras con los pies.

—Bien dicho, pimpollo de ciervo —ronroneó Bagheera—. Cuando la tregua termine, me acordaré de lo que has dicho y lo consideraré como un punto a tu favor.

Forzó la vista para ver en la oscuridad y asegurarse de que reconocería al cervatillo cuando volviese a verlo.

Poco a poco la conversación fue extendiéndose por todo el abrevadero. Se oían los ásperos resoplidos del cerdo pidiendo más sitio, los gruñidos de los búfalos que se empujaban en los bancos de arena, y las tristes historias que contaban los ciervos sobre sus largos recorridos por la selva en busca de algo que comer. De vez en cuando hacían alguna pregunta a los Comedores de Carne de la otra orilla, pero todas las noticias eran malas y el viento abrasador y furioso de la jungla iba y venía entre las rocas y las resecas ramas, arrojando ramitas y polvo al agua.

—También los hombres lo pasan mal. Los he visto caer muertos junto a su arado —dijo un joven —. Pasé junto a tres desde el amanecer hasta la noche. Yacían muy quietos en el suelo, y sus bueyes con ellos. También nosotros yaceremos muy quietos dentro de poco.

—El río ha bajado desde anoche —dijo Baloo—. Oh, Hathi, ¿has visto alguna vez una sequía semejante?

—Ya pasará, ya pasará —dijo Hathi, rociándose de agua el lomo y los costados.

—Aquí tenemos a uno que no podrá soportarlo mucho más —dijo Baloo, mirando al muchacho al que tanto quería.

—¿Yo? —preguntó Mowgli con acento indignado y sentándose en el agua—. No tengo los huesos cubiertos de pelo como vosotros, pero… pero, si a ti te quitasen el pellejo, Baloo…

Hathi se estremeció con solo pensarlo y Baloo dijo severamente:

—Esas no son cosas de decirle a un Profesor de Leyes, Cachorro de Hombre. A mí se me ha visto sin mi pellejo.

—No quería ofenderte, Baloo. Solo quería decir que tú eres como el coco que hay dentro de la cáscara, mientras que yo soy el mismo coco, pero pelado. Así que si esa cáscara parda que llevas…

Mowgli se hallaba sentado con las piernas cruzadas y, como de costumbre, explicaba lo que quería decir valiéndose del dedo índice, cuando de pronto Bagheera extendió una de sus patas y lo hizo caer de espaldas en el agua.

—Peor que peor —dijo la Pantera Negra, mientras el chico se incorporaba chorreando agua—. Primero dices que hay que despellejar a Baloo y ahora resulta que es un coco. Anda con cuidado, no vaya a hacer lo mismo que los cocos maduros.

—¿Y qué hacen los cocos maduros? —preguntó Mowgli, dejándose pillar por aquel truco que era uno de los más viejos de la jungla.

—Romper cabezas —contestó tranquilamente Bagheera, volviendo a empujarlo hacia atrás.

—No está bien hacer bromas a costa de tu profesor —dijo el oso, después de que Mowgli se viera zambullido por tercera vez.

—¡Que no está bien! Entonces ¿qué quieres? Esa cosa desnuda que corretea por todas partes se burla a sus anchas de todos los que alguna vez han sido buenos cazadores y se divierte tirando de los bigotes a los mejores de nosotros —dijo Shere Khan, el Tigre Cojo, caminando trabajosamente hacia la orilla.

Hizo una pausa para disfrutar de la sensación que su presencia causaba entre los ciervos de la otra margen. Luego bajó su cabeza cuadrada y peluda y dijo con un gruñido:

—La jungla se ha convertido en un vivero de cachorros desnudos hoy en día. ¡Mírame, Cachorro de Hombre!

Mowgli lo miró, mejor dicho, clavó los ojos en él con tanta insolencia como era capaz de poner en su mirada y, al cabo de un minuto, Shere Khan, confuso, volvió la cara hacia otro lado.

—Que si Cachorro de Hombre eso, que si Cachorro de Hombre aquello —rezongó sin dejar de beber—. Ese cachorro no es ni cachorro ni hombre, pues, si lo fuera, se habría asustado. La próxima temporada incluso tendré que pedirle permiso para beber.

—Puede que también eso suceda —dijo Bagheera, clavando con firmeza su mirada entre los ojos de Shere Khan—. Puede que sí… ¡Puaf, Shere Khan! ¿Qué nueva vergüenza te trae por aquí?

El Tigre Cojo había hundido la barbilla y las quijadas en el agua y unas manchas oscuras y viscosas flotaban corriente abajo desde donde estaba él.

—¡El hombre! —dijo tranquilamente Shere Khan—. Maté uno hace una hora.

Siguió ronroneando y gruñendo para sus adentros.

La línea de animales se estremeció y empezó a moverse inquietamente de un lado para otro, mientras de ella surgía un susurro que fue creciendo en intensidad hasta convertirse en una exclamación:

—¡El hombre! ¡El hombre! ¡Ha matado al hombre!

Luego todos miraron a Hathi, el elefante salvaje, pero este parecía no haber oído nada. Hathi nunca hace algo hasta que llega el momento oportuno y esa es una de las razones por las que vive tantos años.

—¡Matar al hombre en una temporada como la que estamos padeciendo! ¿Es que no había caza de otra clase? —preguntó Bagheera con acento desdeñoso, saliendo del agua teñida por la sangre y sacudiendo las patas igual que un gato.

—Maté porque sí y no para comer.

El susurro de horror empezó de nuevo y los ojillos atentos de Hathi se volvieron hacia Shere Khan.

—Porque sí —repitió Shere Khan, arrastrando las sílabas—. Y ahora he venido a beber y a asearme. ¿Alguno de vosotros me lo va a prohibir?

El lomo de Bagheera empezó a curvarse como un bambú en pleno vendaval, pero Hathi alzó la trompa y se puso a hablar serenamente:

—¿Conque has matado por gusto? —preguntó, y cuando Hathi preguntaba algo era mejor contestarle.

—Aunque así fuera. El derecho y la noche eran mías. Bien lo sabes tú, Hathi.

La voz de Shere Khan era casi cortés.

—Sí, lo sé —contestó Hathi y, tras una breve pausa, agregó—: ¿Has bebido lo suficiente ya?

—Por esta noche, sí.

—Entonces vete. El río es para beber y no para ensuciarlo. Nadie salvo el Tigre Cojo se habría atrevido a fanfarronear sobre sus derechos en una temporada como esta, cuando… cuando todos sufrimos juntos… el hombre y el Pueblo de la Jungla por un igual. Estés limpio o sucio, ¡vete a tu guarida, Shere Khan!

Las últimas palabras sonaron como las notas de unas trompetas de plata y, aunque no había ninguna necesidad de hacerlo, los tres hijos de Hathi dieron medio paso al frente. Shere Khan se escabulló, sin osar siquiera gruñir, pues sabía lo que sabían todos los demás: que, a fin de cuentas, Hathi es el Amo de la Jungla.

—¿Qué derecho es ese del que habla Shere Khan? —susurró Mowgli al oído de Bagheera—. Matar al hombre es una vergüenza. Así lo dice la ley. Y, pese a ello, Hathi dice…

—Pregúntale a él. Yo no lo sé, Hermanito. Con derecho o sin él, de no haber hablado Hathi, le habría dado una lección a ese carnicero cojo. Mira que presentarse en la Roca de la Paz después de haber matado al hombre… y encima alardear de ello. ¡Eso es propio de chacales! Además, nos ha ensuciado el agua.

Mowgli permaneció callado un minuto, haciendo acopio de valor, ya que nadie se atrevía a dirigirse directamente a Hathi, y luego preguntó:

—Oh, Hathi, ¿qué derecho es ese que Shere Khan dice poseer?

Sus palabras encontraron eco en ambas orillas, pues todos los que forman el Pueblo de la Jungla son tremendamente curiosos y acababan de ver algo que nadie salvo Baloo, que estaba muy pensativo, parecía haber entendido.

—Es una vieja historia —dijo Hathi—. Una historia más vieja que la misma jungla. Silencio en las orillas, si queréis que os la cuente.

Durante uno o dos minutos todo fueron empujones y codazos entre los cerdos y los búfalos. Luego los jefes de los rebaños contestaron con un gruñido, uno tras otro:

—Te escuchamos.

Hathi se adelantó hasta que el agua le llegó a las rodillas y se detuvo junto a la Roca de la Paz. A pesar de su delgadez, de las arrugas que surcaban su piel y del color amarillento de sus colmillos, parecía lo que todos sabían que era en realidad: su amo.

—Ya sabéis todos, hijos míos —empezó—, que, entre todas las cosas, al hombre es a la que más teméis.

Se oyeron murmullos de asentimiento.

—Esta historia te concierne a ti, Hermanito —le dijo Bagheera a Mowgli.

—¿A mí? Yo soy de la Manada… un cazador más entre el Pueblo Libre —contestó Mowgli—. ¿Qué tengo yo que ver con el hombre?

—¿Y no sabéis por qué teméis al hombre? —prosiguió Hathi—. Pues ahora os lo voy a decir. Al principio de la jungla, cosa que nadie sabe cuándo fue, nosotros los habitantes de la jungla caminábamos unos al lado de otros, sin temernos. En aquellos días no había sequía y en un mismo árbol crecían hojas, flores y fruta y nosotros no comíamos nada más que hojas, flores, hierba, fruta y corteza.

—Qué contenta estoy de no haber nacido entonces —dijo Bagheera—. La corteza solo es buena para afilarse las garras.

—Y el Señor de la Jungla era Tha, el Primer Elefante. Con la trompa extrajo la jungla de las aguas profundas que la cubrían, y cuando con los colmillos abría surcos en el suelo, por ellos fluían los ríos, y allí donde daba una patada en el suelo, surgían estanques de agua cristalina para beber. Y cuando soplaba con la trompa… así… derribaba árboles. Así fue como Tha hizo la jungla, y así es como me contaron la historia a mí.

—Pues no ha perdido nada al pasar de boca en boca —susurró Bagheera y Mowgli se tapó la boca con la mano para que no lo vieran reír.

—En aquellos días no había maíz, ni melones, ni pimienta, ni caña de azúcar. Tampoco había chozas pequeñas como las que todos habéis visto, y el Pueblo de la Jungla nada sabía del hombre. Vivían todos juntos en la jungla, formando un solo pueblo. Sin embargo, al cabo de un tiempo empezaron las disputas por la comida, aunque había pastos suficientes para todos. Eran unos perezosos. Todos querían comer sin tener que levantarse, igual que a veces hacemos nosotros cuando las lluvias de primavera son buenas. Tha, el Primer Elefante, andaba atareado, haciendo junglas nuevas y guiando los ríos por sus cauces. No podía estar en todas partes a la vez, así que dio al Primer Tigre el cargo de Amo y Juez de la Jungla, ante el cual el Pueblo de la Jungla debía acudir con sus pleitos. En aquellos días el Primer Tigre comía fruta y hierba como los demás animales. Era tan grande como yo y muy bello, todo él del color de los capullos de las lianas amarillas. En aquellos tiempos felices, cuando esta jungla era aún nueva, en su piel no había rayas ni nada parecido. Todo el Pueblo de la Jungla acudía a él sin temor y su palabra era la Ley de la Jungla entera. Entonces, no lo olvidéis, éramos un solo pueblo.

»Pero una noche se produjo una disputa entre dos gamos, una de esas querellas por cuestión de pastos como las que actualmente dirimís con los cuernos y las patas delanteras, y se dice que, mientras los dos querellantes hablaban ante el Primer Tigre, que estaba tumbado entre las flores, uno de los gamos le asestó una cornada y el Primer Tigre, olvidándose de que él era el Amo y Juez de la Jungla, saltó sobre él y le rompió el cuello.

»Hasta aquella noche nunca había muerto ninguno de nosotros y el Primer Tigre, al ver lo que había hecho, enloquecido por el olor de la sangre, huyó hacia los marjales del norte y nosotros, el Pueblo de la Jungla, al quedarnos sin juez, empezamos a pelearnos. Tha oyó el ruido de nuestras luchas y regresó. Entonces unos decíamos que si esto, mientras otros decían que si aquello, pero Tha, viendo el gamo que yacía muerto entre las flores, preguntó quién lo había matado y nosotros no queríamos decírselo porque el olor de la sangre nos enloquecía. Corríamos en círculo, brincando, gritando y meneando la cabeza. Entonces Tha ordenó a los árboles de copa baja y a las lianas de la jungla que marcasen al que había matado al gamo para que él, Tha, lo reconociese cuando volviera a verlo, y seguidamente dijo: “¿Quién será ahora el Amo de la Jungla, pueblo?”. Entonces se levantó el Mono Gris que vive en las ramas y dijo: “Yo seré ahora el Amo de la Jungla”. Al oírlo, Tha se echó a reír y dijo: “Así sea”, y se marchó muy enfadado.

»Hijos míos, ya conocéis al Mono Gris. Por aquel entonces ya era igual que ahora. Al principio se las daba de sabio y juicioso, pero poco tardó en rascarse y pegar botes por todas partes y cuando Tha regresó, se lo encontró colgando cabeza abajo de una rama, burlándose de los que estaban debajo, que a su vez se burlaban de él. La jungla, por lo tanto, estaba sin ley y en ella no se oía más que conversaciones tontas y palabras sin sentido.

»Entonces Tha nos convocó a todos y dijo: “El primero de vuestros amos ha traído la Muerte a la jungla, y el segundo ha traído la Vergüenza. Ya es hora de que tengáis una ley, una ley que todos tengáis que cumplir. Ahora conoceréis lo que es el Miedo y, cuando lo hayáis conocido, sabréis que él es vuestro amo y todo lo demás se os dará por añadidura”. Nosotros los de la Jungla le dijimos: “¿Qué es el Miedo?”. Y Tha nos contestó: “Buscad hasta que lo averigüéis”. De manera que nos pusimos a recorrer la jungla de arriba abajo en busca del Miedo y, al cabo de un tiempo, los búfalos…

—¡Uf! —exclamó Mysa, el jefe de los búfalos, desde el banco de arena donde estaban todos ellos.

—Sí, Mysa, fueron los búfalos. Volvieron con la noticia de que el Miedo se encontraba sentado en una cueva de la jungla, que no tenía pelo y caminaba sobre sus patas traseras. Entonces todos los habitantes de la jungla seguimos al rebaño hasta llegar a esa cueva. El Miedo se hallaba de pie en la entrada y, tal como habían dicho los búfalos, no tenía pelo y caminaba sobre las patas traseras. Al vernos, soltó un grito y su voz nos llenó de miedo, el mismo que ahora sentimos al oír esa voz. Salimos corriendo de allí, empujándonos y tropezando unos con otros porque estábamos asustados. Aquella noche, según me contaron, los de la jungla no nos echamos a dormir todos juntos, como solíamos hacer hasta entonces, sino que cada tribu se fue por su lado: el cerdo con el cerdo, el ciervo con el ciervo, cuernos con cuernos, cascos con cascos, cada cual con sus semejantes, y así se echaron en la jungla, temblando de miedo.

»El Primer Tigre era el único que no estaba con nosotros, pues seguía escondido en los marjales del norte, y, cuando le hablaron de la Cosa que habíamos visto en la cueva, dijo: “Buscaré esa Cosa y le romperé el cuello”. Y se pasó la noche entera corriendo hasta que llegó a la cueva, pero los árboles y las lianas que encontraba a su paso se acordaban de la orden de Tha y, bajando las ramas, iban señalándolo mientras corría, cruzándole con los dedos el lomo, los flancos, la frente y las mandíbulas. Dondequiera que lo tocasen, quedaba una raya dibujada en su piel amarilla. Cuando llegó a la cueva, el Miedo, es decir, el Pelón, extendió una mano y lo llamó “”, y he aquí que el Primer Tigre sintió miedo del Pelón y huyó, corriendo y aullando, a sus marjales.

Mowgli se rio un poco sin hacer ruido, con la barbilla sumergida en el agua.

—Tan fuertes eran sus aullidos que Tha lo oyó y le preguntó: «¿Qué es lo que tanto te aflige?». Y el Primer Tigre, alzando el hocico hacia aquel cielo recién creado y que ahora es ya tan viejo, dijo: «Devuélveme mi poder, oh Tha. Se me ha avergonzado ante toda la jungla y he huido del Pelón, que me ha bautizado con un nombre vergonzoso». «¿Y eso por qué?», dijo Tha. «Porque estoy sucio a causa del barro de los marjales», repuso el Primer Tigre. «Entonces, nada un poco y revuélcate sobre la hierba húmeda y, si de barro se trata, se irá por sí solo», dijo Tha. Y el Primer Tigre nadó un poco y luego se revolcó una y otra vez sobre la hierba, hasta que la jungla empezó a dar vueltas ante sus ojos, pero sin que cambiase siquiera una de las rayitas de su piel, mientras Tha, que lo estaba contemplando, se reía a mandíbula batiente. Entonces el Primer Tigre dijo: «¿Qué he hecho yo para merecer esto?». Tha le respondió: «Has matado el gamo y has dejado la Muerte suelta por la jungla, y con la Muerte ha venido el Miedo, de tal manera que los habitantes de la jungla se temen unos a otros, del mismo modo que tú temes al Pelón». Y el Primer Tigre dijo: «Nunca tendrán miedo de mí, pues los conozco de toda la vida». «Vete a comprobarlo por ti mismo», le dijo Tha. Y el Primer Tigre se puso a correr por la jungla, llamando en voz alta a los ciervos, a los cerdos, al , al puerco espín y, en resumen, a todo el Pueblo de la Jungla, y todos huían de aquel que había sido su juez, porque tenían miedo.

»Entonces el Primer Tigre regresó con el orgullo hecho pedazos y, golpeándose la cabeza contra el suelo, levantando la tierra con sus garras, dijo: “Recuerda que una vez fui el Amo de la Jungla. ¡No te olvides de mí, Tha! ¡Haz que mis hijos recuerden que una vez estuve libre de vergüenza y de temor!”. Y Tha dijo: “En eso te complaceré, pues juntos vimos nacer la jungla. Cada año, durante una sola noche, todo será igual que era antes de que matases al gamo… para ti y para tus hijos. Y en esa noche, si te encuentras con el Pelón, cuyo verdadero nombre es Hombre, no sentirás miedo de él, sino que será él quien te tendrá miedo, como si tú y tus hijos fueseis los jueces de la jungla y los amos de todas las cosas. Sé misericordioso con él en esa noche en que esté asustado, pues tú también habrás conocido el Miedo”.

»Entonces el Primer Tigre respondió: “Estoy contento”. Mas, cuando por primera vez se acercó al río para beber, vio reflejadas en el agua las rayas negras que llevaba en los flancos y, acordándose del nombre que le había dado el Pelón, se puso furioso. Durante un año vivió en los marjales, aguardando a que Tha cumpliera su promesa. Y una noche, cuando el Chacal de la Luna (la Estrella Vespertina) dejó ver su brillo sobre la jungla, creyó que había llegado su Noche y se fue a aquella cueva con la intención de reunirse con el Pelón. Y entonces sucedió lo prometido por Tha, pues el Pelón cayó al suelo ante él y quedó tendido cuan largo era, y el Primer Tigre le asestó un zarpazo y le rompió el espinazo, pues creía que en la jungla no había más que una Cosa como aquella y, por lo tanto, había matado al Miedo. Después, mientras olfateaba el cadáver, oyó que Tha se acercaba procedente de los bosques del norte y al poco la voz del Primer Elefante, que es la que estamos oyendo ahora mismo…

Los truenos retumbaban sobre las resecas montañas, pero sin traer lluvia, produciendo solamente relámpagos de calor que iluminaban fugazmente las cumbres. Hathi prosiguió su relato:

—Esa fue la voz que oyó. «¿Esta es tu misericordia?», le preguntó. El Primer Tigre se pasó la lengua por los labios y contestó: «¿Qué importa? He matado al Miedo». Y Tha le dijo: «¡Qué ciego y loco eres! Has desatado los pies de la Muerte y seguirá tu rastro hasta el fin de tus días. ¡Has enseñado al Hombre el arte de matar!».

»Irguiéndose al lado del cadáver, el Primer Tigre dijo: “Está igual que el gamo. Ya no existe el Miedo. Ahora volveré a ser el juez del Pueblo de la Jungla”.

»Y Tha repuso: “Nunca jamás acudirá a ti el Pueblo de la Jungla. Nunca se cruzará en tu camino, ni dormirá cerca de ti, ni te seguirá, ni curioseará en tu guarida. Solo el Miedo te seguirá y con unos golpes que tú no podrás ver te hará ir por donde le plazca. Hará que el suelo se abra a tus pies, que las lianas se enrosquen a tu cuello, que a tu alrededor los árboles crezcan hasta donde tú no puedas llegar con tus saltos y, finalmente, te quitará el pellejo para proteger del frío a sus cachorros. Tú no has tenido piedad con él, así que él tampoco la tendrá contigo”.

»El Primer Tigre se sentía muy valiente, pues seguía estando al amparo de su Noche, y dijo: “La Promesa de Tha es la Promesa de Tha. ¿No irá a despojarme de mi Noche?”. Y Tha le contestó: “Esta Noche, y solo esta, es tuya, como te dije, pero deberás pagar un precio por ella. Le has enseñado al Hombre el arte de matar, y el Hombre no es de los que tardan en aprender las cosas”.

»El Primer Tigre dijo: “Lo tengo aquí, debajo de mis patas, con el espinazo quebrado. Haz que la jungla sepa que he matado al Miedo”.

»Tha se echó a reír y dijo: “Has matado solo a uno de los muchos que hay. Tú mismo debes decírselo a la jungla, pues tu Noche ha terminado”.

»Se estaba haciendo de día y por la entrada de la cueva salió otro Pelón y, al ver el muerto tendido en el suelo y al Primer Tigre encima del cadáver, cogió un palo puntiagudo…

—Ahora arrojan una cosa que corta —dijo Ikki, haciendo sonar las púas mientras bajaba hacia la orilla, pues Ikki era tenido por un bocado exquisito por los gonds, que lo llamaban , y, por consiguiente, algo sabía de la mortífera y pequeña hacha que volaba por los aires con la velocidad de una libélula.

—Era un palo puntiagudo como los que ponen en el fondo de las trampas —dijo Hathi—. Lo arrojó desde donde estaba y el palo se clavó profundamente en el costado del Primer Tigre. Y he aquí que sucedió lo que Tha había dicho, pues el Primer Tigre empezó a correr y aullar por toda la jungla hasta que consiguió arrancarse el palo, y toda la jungla se enteró de que el Pelón era capaz de herir desde lejos, por lo que su miedo fue aún más grande. Así fue cómo el Primer Tigre enseñó al Pelón el arte de matar, y todos sabéis el daño que eso nos ha hecho desde entonces. Le enseñó a matar por medio de lazos, hoyos disimulados, trampas ocultas, palos voladores y esas moscas que pinchan y surgen del humo blanco —dijo Hathi refiriéndose al rifle—, así como la Flor Roja que nos empuja a salir a campo abierto. Con todo, durante una noche cada año, el Pelón teme al Tigre, como Tha prometió, y el Tigre nunca le ha dado motivos para que su temor menguase. Allí donde lo encuentra, le da muerte, pues se acuerda de la vergüenza que tuvo que pasar el Primer Tigre. En cuanto al resto, el Miedo se pasea por la Jungla sin parar, de día y de noche.

— —exclamaron los ciervos, pensando en lo que todo aquello significaba para ellos.

—Y solo hay un Miedo grande que se impone a todo lo demás, como sucede ahora, solo entonces los habitantes de la jungla podemos dejar a un lado nuestros pequeños temores y reunimos todos en un lugar como este donde estamos ahora.

—¿Y el Hombre solo teme al Tigre durante una noche? —preguntó Mowgli.

—Durante una sola noche —repuso Hathi.

—Pero yo… pero nosotros… pero ¡si toda la jungla sabe que Shere Khan mata al Hombre dos y hasta tres veces en una sola noche!

—Aunque así sea. Es que cuando lo hace, salta sobre el Hombre por la espalda y vuelve la cabeza al descargar sus zarpazos, pues está lleno de temor. Si el Hombre se volviera para mirarlo, huiría corriendo. Pero, cuando llega su Noche, baja hasta el poblado sin ningún disimulo. Camina entre las casas y asoma la cabeza por las puertas, los hombres caen boca abajo y entonces él mata a uno. Mata uno solo esa Noche.

—¡Oh! —exclamó Mowgli en voz baja, revolcándose en el agua—. ¡Ahora comprendo por qué Shere Khan quería que lo mirase! No le ha servido de nada, pues ha sido incapaz de sostener la mirada y… y yo ciertamente no he caído a sus pies. Aunque, claro, yo no soy ningún hombre, sino que pertenezco al Pueblo Libre.

—¡Hum! —salió de lo más profundo de la peluda garganta de Bagheera—. ¿Y el Tigre sabe cuándo ha llegado su Noche?

—Solo cuando el Chacal de la Luna surge de entre la neblina de la anochecida. A veces cae durante el verano seco y a veces en la época de las lluvias… esta Noche del Tigre. De no haber sido por el Primer Tigre, ninguno de nosotros sabría qué es el miedo.

Los ciervos gruñeron lastimeramente, mientras los labios de Bagheera se curvaban en una malévola sonrisa.

—¿Conocen los hombres esta… historia? —preguntó.

—Nadie la conoce a excepción de los tigres y nosotros, los elefantes… los hijos de Tha. Ahora también la conocéis vosotros, los que estáis aquí en los estanques. Nada más tengo que deciros.

Hathi hundió la trompa en el agua para indicar que no deseaba seguir hablando.

—Pe… pe… pero —dijo Mowgli, mirando a Baloo— ¿por qué el Primer Tigre no siguió comiendo hierba, hojas y árboles? No hizo más que romperle el pescuezo al gamo. No se lo comió. ¿Qué fue lo que lo empujó a comer carne caliente?

—Los árboles y las lianas lo marcaron, Hermanito, y lo transformaron en esa cosa rayada que vemos, por lo que nunca más quiso comer sus frutos y desde entonces se vengó en los ciervos y los demás: los Comedores de Hierba —dijo Baloo.

—Entonces también tú conocías la historia, ¿verdad? ¿Por qué no me la habías contado nunca?

—Porque la jungla está llena de historias semejantes. Si me pusiera a contarlas, nunca acabaría. Suéltame la oreja, Hermanito.

La Ley de la Jungla

La Ley de la Jungla

(Con el único propósito de daros una idea de la inmensa variedad de la Ley de la Jungla, he traducido en verso, pues Baloo las recitaba siempre con una especie de sonsonete, unas cuantas leyes referentes a los lobos. Hay, por supuesto, centenares y centenares más, pero las que escribiré a continuación servirán como muestra de las más sencillas.)

He aquí la Ley de la Jungla, tan antigua y tan cierta como el firmamento.

Y el lobo que la respete prosperará, más el lobo que la infrinja por fuerza morirá.

Al igual que la liana que ciñe el tronco del árbol, la ley va y viene, viene y va.

Pues la fuerza de la Manada está en el Lobo, y la fuerza del Lobo está en la Manada.

Lávate todos los días de la punta del hocico a la punta de la cola, y bebe mucho, pero nunca demasiado.

Y recuerda que la noche se ha hecho para cazar, y no olvides que el día se ha hecho para dormir.

El Chacal puede andar detrás del Tigre, pero, Cachorro, cuando te hayan salido los bigotes, recuerda que el Lobo es cazador y sal en busca de tu propio alimento.

Vive en paz con los Señores de la Jungla: el Tigre, la Pantera, el Oso, y no molestes a Hathi el Silencioso, y no te burles del Jabalí en su guarida.

Cuando una manada con otra manada se encuentre en la jungla, y ninguna de las dos quiera echarse a un lado, échate hasta que los jefes hayan hablado, pues puede que las palabras sensatas prevalezcan.

Cuando luches con un Lobo de la Manada, debes combatirlo solo y lejos de la Manada, no fuera el caso que los demás tomaran parte en la lucha y la guerra mermase la Manada.

La Guarida del Lobo es su refugio, el lugar que él ha convertido en su hogar, ni siquiera el Lobo Jefe puede entrar en ella, ni el Consejo visitarla.

La Guarida del Lobo es su refugio, pero si no es lo bastante profunda, el Consejo le enviará un presidente y tendrá que buscar otra.

Si matas antes de medianoche, hazlo en silencio y no despiertes los bosques con tus ladridos, no fueras a asustar a los ciervos y tus manos se quedasen con la panza vacía.

Podéis matar para vosotros mismos, vuestras parejas y vuestros cachorros, según sus necesidades y vuestra capacidad, pero no matéis por el placer de matar, y siete veces nunca matéis al Hombre.

Si arrebatáis la Presa de un lobo más débil, no dejéis que el orgullo os impulse a devorarla toda.

El Derecho de la Manada es el derecho de los más pobres. Dejadle, pues la cabeza y el pellejo.

La Presa de la Manada es la carne de la Manada. Debéis comerla donde la encontréis, y nadie puede llevarse parte de esa carne a su guarida, pues, si lo hace, morirá.

La Presa del Lobo es la carne del Lobo. Puede hacer con ella lo que quiera.

Mas, hasta que él dé permiso, la Manada no puede comer de esa Presa.

El Derecho del Cachorro dura hasta que cumpla un año.

Todos los de su Manada deben ayudarlo, y darle de comer cuando ellos hayan comido, sin que nadie pueda negarle el alimento.

El Derecho de Guarida es el derecho de la Madre. De todos los de su edad puede reclamar un anca de cada presa para su camada, sin que nadie pueda negársela.

El Derecho de Cueva es el derecho del Padre: para cazar solo para los suyos:

libre está de la llamada de la Manada y solo el Consejo puede juzgarlo.

Por su edad y por su astucia, por sus colmillos y sus garras, allí donde la ley nada diga, ley será la palabra del Lobo Jefe.

He aquí las Leyes de la Jungla, que muchas y poderosas son, mas la cabeza y la pata y las ancas y el lomo de la ley son: ¡Obedecedla!

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