El libro de la selva / El segundo libro de la selva

Los perros jaros

L

Por nuestras noches luminosas y excelentes,

por las noches de veloz correr,

siguiendo el rastro, observando, cazando con astucia.

Por el aroma del alba pura, antes de que se esfume el rocío.

Por el correr entre la niebla tras la presa enloquecida.

Por el grito de nuestros compañeros

cuando el sambhur les planta cara,

por el riesgo y la lucha en plena noche,

por el dormir de día ante la guarida,

por todo ello vamos a la lucha.

¡Ladrad! ¡Ladrad!

Fue después de la invasión de la jungla cuando comenzó la parte más agradable de la vida de Mowgli. Tenía la conciencia tranquila propia de cuando se han pagado las deudas y toda la jungla era su amiga, y, además, le tenía un poquito de miedo. Con las cosas que hacía, veía y oía en sus vagabundeos por la jungla, visitando a unos y a otros, habría tema para muchas, muchísimas historias, cada una de ellas tan larga como esta. Así, pues, nunca se os contará cómo conoció al Elefante Loco de Mandla, el que mató a veintidós bueyes que tiraban de once carros cargados de plata acuñada con destino a la Tesorería del Gobierno, esparciendo luego por el suelo las brillantes rupias; ni cómo luchó con Jacala, el Cocodrilo, durante toda una noche, en los Pantanos del Norte, rompiendo su cuchillo de despellejar sobre las escamas que cubrían el lomo de la bestia. Tampoco se os contará cómo encontró un cuchillo nuevo, y más largo, que colgaba del cuello de un hombre al que había matado un jabalí, ni cómo siguió el rastro del animal y lo mató en pago del cuchillo; ni cómo una vez, durante la gran plaga de hambre, estuvo a punto de morir aplastado bajo las patas de los rebaños de ciervos que buscaban comida; ni cómo salvó a Hathi, el Silencioso, que estaba a punto de caer otra vez en una trampa en cuyo fondo había una afilada estaca, para, al día siguiente, ser él mismo el que cayó en una astuta trampa para cazar leopardos, de la que Hathi lo libró haciendo saltar en pedazos los barrotes de madera; ni cómo ordeñó a los búfalos salvajes del pantano, y cómo…

Pero no os lo puedo contar todo a la vez: hay que hacerlo cosa por cosa. Murieron Padre Lobo y Madre Loba, y Mowgli, tras tapar la entrada de la cueva con un gran peñasco, lloró y entonó la Canción Fúnebre por ellos. Baloo se hizo muy viejo y cada vez le resultaba más difícil moverse, y hasta Bagheera, que tenía nervios de acero y músculos de hierro, se volvió algo más lenta de lo que era cuando iba a cazar. A Akela el pelo, de puro viejo, se le transformó de gris en blanco como la leche, las costillas se le marcaban en los costados, caminaba como si estuviera hecho de madera y Mowgli tenía que cazar para él. Pero los lobos jóvenes, los hijos de la dispersada Manada de Seeonee, crecieron y se hicieron fuertes y cuando sumaban ya cuarenta ejemplares de cinco años, sin amo, de recia voz y ágiles patas, Akela les dijo que debían agruparse y seguir la ley, y estar bajo la dirección de un jefe, como correspondía al Pueblo Libre.

No era esa cuestión en la que Mowgli quisiera entrometerse, ya que, según él mismo dijo, había comido frutas verdes y sabía de qué árbol colgaban. Pero cuando Phao, hijo de Phaona (su padre fue el Rastreador Gris en los días en que Akela era el jefe), luchó hasta conquistar el liderazgo de la Manada, como establecía la Ley de la Jungla, y de nuevo empezaron a sonar las viejas llamadas y canciones, Mowgli acudió a la Roca del Consejo, aunque solo fuese para recordar viejos tiempos. Al tomar él la palabra, la Manada le escuchó en silencio hasta que terminó y, además, se sentó al lado de Akela en la roca, más arriba de donde estaba Phao. Corrían buenos tiempos, la caza abundaba y se dormía bien. A ningún extraño se le ocurría meterse en las junglas que pertenecían al Pueblo de Mowgli, pues así llamaban por entonces a la Manada, de manera que los lobos pequeños engordaron sin ningún contratiempo y cada vez eran más los cachorros que había que llevar a la Roca del Consejo para que la Manada los inspeccionase. Mowgli asistía siempre a estas ceremonias de inspección, pues recordaba aquella noche en que una pantera negra había comprado para la Manada un cachorro moreno y desnudo, y la vieja llamada de «¡Fijaos, fijaos bien, oh lobos!» le estremecía el corazón. De no ser por eso, se habría quedado en la jungla con sus cuatro hermanos, probando, tocando y viendo cosas nuevas.

Un atardecer, cuando trotaba tranquilamente por los bosques para llevar a Akela la mitad de un gamo que había matado, seguido por los Cuatro, que retozaban y daban volteretas detrás de él, de pura alegría por estar vivos, oyó un grito que jamás había vuelto a oírse desde los infaustos tiempos en que Shere Khan aún vivía. Era lo que en la jungla llamaban el : un desagradable aullido que el chacal lanza cuando va de caza detrás del tigre o cuando va detrás de caza mayor. Si sois capaces de imaginaros una mezcla de odio, triunfo, temor y desespero, aderezado todo ello por una especie de tono malévolo, tendréis una idea de cómo era aquel que se alzaba y volvía a bajar, vibrando y temblando al otro lado del Waingunga, lejos de donde Mowgli se encontraba. Los Cuatro se detuvieron en el acto, con el pelo erizado y gruñendo. La mano de Mowgli se acercó al cuchillo y se detuvo, con el rostro enrojecido y el ceño fruncido.

—No hay ningún Rayado que se atreva a matar por aquí —dijo.

—Ese no es el grito del Heraldo —repuso Hermano Gris—. Es una gran cacería. ¡Escuchad!

De nuevo se oyó el grito, mitad sollozo y mitad risita burlona, como si el chacal tuviera labios suaves como los seres humanos. Mowgli aspiró una larga bocanada de aire y echó a correr hacia la Roca del Consejo, adelantándose a otros lobos de la Manada que se dirigían apresuradamente al mismo sitio. Phao y Akela ya se encontraban juntos en la roca y a sus pies, con los nervios de punta, se hallaban sentados los demás. Las madres y los cachorros regresaban rápidamente a las guaridas, pues cuando se oye el no conviene que los débiles anden por ahí, fuera de casa.

No se oía nada más que el Waingunga corriendo y murmurando en la oscuridad, así como las suaves brisas del atardecer acariciando la copa de los árboles, pero de pronto, desde el otro lado del río, les llegó la llamada de un lobo. No era uno de los de la Manada, pues estos estaban reunidos en la roca sin que faltase uno solo. La llamada se prolongó hasta convertirse en un largo ladrido de desesperación:

Se oyeron unas pisadas cansinas sobre las rocas y apareció un lobo descarnado, con rayas rojas en los flancos, maltrecha una de sus patas delanteras, las fauces llenas de blanca espuma, que entró en el círculo y se tendió jadeando a los pies de Mowgli.

—¡Buena caza! ¿Quién es tu jefe? —dijo Phao con voz grave.

—¡Buena caza! Soy Won-tolla —contestó el recién llegado.

Quería decir que era un lobo solitario, que cuidaba de sí mismo, así como de su pareja y sus cachorros, y que vivía en alguna guarida apartada, como suelen hacer muchos lobos del sur. Won-tolla significa «el que vive fuera de cualquier manada». Después de hablar, el lobo redobló sus jadeos y observaron cómo todo él se estremecía con los latidos de su corazón.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó Phao, pues eso es lo que quiere saber toda la jungla después de oírse el .

—Los , los de Dekkan… ¡Perro Rojo, el Asesino! Han venido al norte desde el sur diciendo que el Dekkan estaba vacío y matando por el camino. Cuando esta luna era nueva los míos eran cuatro: mi pareja y tres cachorros. Ella les enseñaba a matar en las llanuras cubiertas de hierba, escondiéndose al ahuyentar a los gamos, como hacemos los que no vivimos en la selva. A medianoche los oí gritar a todos siguiendo el rastro. Al amanecer encontré sus cuerpos rígidos sobre la hierba… los cuatro, todos del Pueblo Libre, los cuatro eran míos cuando esta luna era nueva. Entonces me valí de mi Derecho de Sangre y busqué a los .

—¿Cuántos eran? —se apresuró a preguntar Mowgli, mientras la Manada empezaba a gruñir.

—No lo sé. Tres de ellos no volverán a matar, pero al final me persiguieron como a un ciervo y tuve que correr cuanto pude con mis tres patas. ¡Mirad, Pueblo Libre!

Les mostró su maltrecha pata delantera, oscura a causa de la sangre seca. También los costados y la garganta los tenía llenos de crueles mordiscos.

—Come —dijo Akela, apartándose de la carne que Mowgli le había traído.

El forastero se arrojó vorazmente sobre ella.

—Eso no se habrá perdido —dijo humildemente en cuanto hubo aplacado un poco las acometidas del hambre—. Dejad que me reponga un poco, Pueblo Libre, y también yo mataré. Mi guarida estaba llena, pero ahora está vacía y aún no me he cobrado la Deuda de Sangre.

Phao oyó los dientes del forastero cerrándose con fuerza sobre un hueso y gruñó en señal de aprobación.

—Nos harán falta esas fauces —dijo—. ¿Había cachorros entre los ?

—No, no. Todos eran Cazadores Rojos, perros ya mayores, fuertes y gruesos a pesar de que en el Dekkan se alimentan de lagartos.

Lo que Won-tolla había dicho significaba que el , el perro rojo y cazador del Dekkan, rondaba con ganas de matar, y la Manada sabía muy bien que hasta el tigre cedía una presa recién muerta cuando de los se trataba, pues recorren la jungla en línea recta, derribando y despedazando cuanto encuentran a su paso. Aunque no son tan grandes como los lobos, ni la mitad de astutos que estos, son muy fuertes y numerosos. Los , por ejemplo, no se consideran manada si su número es inferior a cien, mientras que bastan cuarenta lobos para formar una manada en toda la regla. En el transcurso de sus viajes, Mowgli había llegado hasta los límites de las llanuras cubiertas de hierba alta que hay en el Dekkan, y había visto a los atrevidos durmiendo, jugando y rascándose en las pequeñas hondonadas y macizos de hierba espesa que utilizan a guisa de guarida. Los despreciaba y odiaba, ya que su olor no se parecía al del Pueblo Libre debido a que no vivían en cuevas y, sobre todo, debido a que el vello les crecía entre los dedos de las patas, mientras que no era así en el caso de Mowgli y sus amigos. Pero sabía, puesto que Hathi se lo había contado, lo terribles que eran los cuando iban de caza. Incluso Hathi se echa a un lado para que pase la interminable hilera que no se detiene hasta que los maten o la caza empiece a escasear.

También Akela sabía algo acerca de los , pues le dijo a Mowgli en voz baja:

—Es mejor morir con toda la Manada que solo y sin jefe. Esta va a ser una buena cacería…, la última para mí. Pero sabiendo lo que viven los hombres, a ti te quedan aún por ver muchos días y muchas noches, Hermanito. Vete al norte y descansa. Si queda alguien vivo cuando hayan pasado los , te llevará noticias de la lucha.

—Ah —repuso Mowgli con la cara muy seria—. ¿Debo irme a los pantanos, a pescar pececillos y dormir en los árboles, o a cascar nueces con los , mientras la Manada lucha aquí abajo?

—La lucha será a muerte —dijo Akela—. Nunca te has enfrentado con los … el Asesino Rojo. Ni siquiera el Rayado…

— —dijo Mowgli ásperamente—. Yo he matado un mono rayado y estoy seguro de que Shere Khan habría abandonado a su pareja para que se la comieran los , de haber olfateado la presencia de una manada por los alrededores. Ahora escuchadme: había un lobo que era mi padre y una loba que era mi madre y otro lobo viejo y gris (que no era muy sabio y ahora se ha vuelto blanco) que era mi padre y mi madre. Por lo tanto, os digo… —alzó la voz— que cuando vengan los , si vienen, Mowgli luchará al lado del Pueblo Libre, pues es uno de ellos y os digo, ¡por el buey con que me compraron! ¡Por el buey que Bagheera pagó por mí en aquellos viejos tiempos de los que la Manada ya no se acuerda!, os digo, y que los árboles y el río me lo echen en cara si lo olvido, que mi cuchillo será un colmillo más de la Manada… y me parece que más afilado todavía. Esta es mi palabra.

—No conoces a los , hombre con lengua de lobo —dijo Won-tolla—. Yo solo aspiro a cobrarme la Deuda de Sangre antes de que me despedacen. Viajan despacio, matando sobre la marcha, pero en un par de días recobraré un poco mis fuerzas y volveré a cobrarme la Deuda de Sangre. Pero en lo que respecta a vosotros, Pueblo Libre, mi consejo es que os marchéis al norte y comáis poco hasta que los se hayan ido. No va a haber carne en esta cacería.

—¡Oíd al forastero! —exclamó Mowgli, soltando una carcajada—. Ya sabéis lo que tenéis que hacer, Pueblo Libre: ir al norte y cazar lagartos y ratas en la orilla del río, no fuera el caso que os encontraseis con los . Hay que dejarles que cacen a sus anchas en nuestro territorio mientras nosotros nos escondemos hasta que les plazca devolvernos lo que es nuestro. No son más que perros, cachorros de perros, rojos, con el vientre amarillo, sin guarida y con pelo entre los dedos de las patas. Cada vez que crían tienen seis u ocho cachorros, igual que Chikai, la ratita saltarina. Está bien claro que debemos huir corriendo, Pueblo Libre, y suplicar a los pueblos del norte que nos dejen comer los restos de las reses que maten ellos. Ya conocéis el refrán: «En el norte están las sabandijas y en el sur los piojos». ¡Nosotros somos la jungla! ¡Escoged, pues, escoged! ¡Será una buena cacería! Por la Manada… por toda la Manada. Por las guaridas y las crías. Por lo que se mata dentro y lo que se mata fuera. Por la compañera que persigue al ciervo y cuida del cachorro en la guarida. ¡Jurad que lucharéis! ¡Juradlo! ¡Juradlo!

La Manada contestó con un ladrido profundo y atronador que se oyó en la noche como el ruido de un corpulento árbol al venirse abajo.

—¡Lo juramos!

—Quedaos con estos —dijo Mowgli a los Cuatro—. Nos harán falta todos los colmillos. Phao y Akela deben aprestarse para la batalla. Yo voy a contar cuántos perros son.

—¡Eso es la muerte! —exclamó Won-tolla, incorporándose a medias—. ¿Qué puede hacer un sin pelo como tú contra los perros rojos? Recuerda que hasta el Rayado…

—¡En verdad que eres un forastero! —le respondió Mowgli—. Pero ya hablaremos cuando los hayan muerto. ¡Buena caza a todos!

Se adentró rápidamente en la oscuridad, presa de la excitación, sin apenas fijarse dónde ponía los pies y, como era de esperar, cayó cuan largo era sobre los anillos de Kaa, que estaba acechando un sendero por el que los ciervos bajaban a beber en el río.

— —exclamó Kaa, enojada—. ¿Es esta forma de andar por la jungla, corriendo y haciendo tanto ruido que la caza se asusta?

—Ha sido culpa mía —dijo Mowgli, levantándose—. La verdad es que te andaba buscando, Cabeza Plana. Pero cada vez que te encuentro has crecido tanto como largo es mi brazo. No hay nadie como tú en la jungla, sabia, vieja, fuerte y bellísima Kaa.

—¿Adónde irá a parar este rastro? —dijo Kaa con voz más amable—. Aún no hace una luna desde el día en que un hombrecillo armado con un cuchillo me tiró piedras a la cabeza y me insultó porque me encontraba durmiendo al aire libre.

—Sí, y asustabas todos los ciervos a los cuatro vientos, y Mowgli estaba cazando y esta misma Cabeza Plana era demasiado sorda para oír sus silbidos y dejar libre el paso para los ciervos —repuso Mowgli sosegadamente, sentándose entre los pintados anillos de Kaa.

—Y ahora el mismo hombrecillo se presenta con palabras suaves y zalameras a la misma Cabeza Plana y le dice que es sabia, fuerte y bella, y esa misma Cabeza Plana se lo cree y le hace sitio al mismo hombrecillo que le tiraba piedras y… ¿Estás cómodo? ¿Acaso Bagheera podría proporcionarte tan buen lugar para reposar?

Kaa, como de costumbre, había hecho de su cuerpo una especie de hamaca para que en ella se tumbase Mowgli. El muchacho tanteó la oscuridad y buscó acomodo en el flexible cuello de Kaa, cuya cabeza se apoyó en su hombro, y entonces le contó a la serpiente todo cuanto había sucedido aquella noche en la jungla.

—Sabia puede que lo sea —dijo Kaa al terminar la narración—, pero de que soy sorda estoy segura. De lo contrario habría oído el . No es raro que los Comedores de Hierba anden inquietos. ¿Cuántos son los ?

—Aún no los he visto. Vine corriendo a buscarte. Tú eres más vieja que Hathi, pero, oh Kaa… —Al llegar aquí Mowgli se puso a temblar de puro gozo—. Será una buena cacería. Pocos seremos los que vuelvan a ver la luna.

—¿Tú también te has metido en esto? Recuerda que eres un hombre y que la Manada te expulsó de su seno. Deja que los lobos se las entiendan con los perros. Tú eres un hombre.

—Las nueces del año pasado son la tierra negra de este año —dijo Mowgli—. Cierto es que soy un hombre, pero el estómago me dice esta noche que soy un lobo. Lo dije ante los árboles y el río, para que me lo echasen en cara si lo olvidaba. Seré del Pueblo Libre, Kaa, hasta que los se hayan ido.

—¡El Pueblo Libre! —gruñó Kaa—. ¡Los ladrones libres! ¿Y te has atado a ellos con el nudo de la muerte en recuerdo de los lobos que murieron? Esto no es cazar bien.

—He dado mi palabra. Los árboles lo saben, y el río también. Hasta que los se hayan marchado no se me devolverá mi palabra.

— Esto lo cambia todo. Pensaba llevarte conmigo a los Pantanos del Norte, pero la palabra, incluso la palabra de un hombrecillo desnudo y sin pelo, es la palabra. Pues ahora, yo Kaa, te digo…

—Piénsalo bien, Cabeza Plana, o tú misma te atarás con el nudo de la muerte. No necesito tu palabra, pues sé muy bien…

—Así sea, pues —dijo Kaa—. No daré mi palabra, pero ¿qué piensas hacer cuando vengan los ?

—Tienen que cruzar el Waingunga a nado. Pensaba aguardarlos en los bajíos, con el cuchillo y la Manada a mis espaldas, y desviarlos río abajo a cuchilladas y mordiscos, o refrescarles la garganta.

—Los no se desvían jamás y siempre tienen la garganta caliente —dijo Kaa—. Cuando termine esa cacería no quedará vivo ningún hombrecillo ni ningún cachorro de lobo: solo habrá un montón de huesos pelados.

— Si hay que morir, moriremos. Será una cacería muy buena. Pero soy joven y no he visto muchas lluvias. No soy sabio ni fuerte. ¿Tienes tú un plan mejor, Kaa?

—He visto cientos y cientos de lluvias. Antes de que a Hathi se le cayeran los colmillos de leche yo ya dejaba un ancho rastro tras de mí. ¡Por el Primer Huevo! Soy más vieja que muchos árboles y he visto todo lo que ha hecho la jungla.

—Pero esta cacería es nueva —dijo Mowgli—. Los nunca se habían cruzado en nuestro camino.

—Lo que es ya ha sido antes. Lo que será no es más que un año ya olvidado que ahora vuelve. No te muevas mientras cuento mis años.

Durante una hora larga Mowgli permaneció tendido entre los anillos mientras Kaa, con la cabeza inmóvil, apoyada en el suelo, repasaba todo lo que había visto y conocido desde el día en que saliera del huevo. La luz pareció esfumarse de sus ojos y dejarlos como ópalos gastados. De vez en cuando movía la cabeza ligeramente, a uno y otro lado, como si cazase en sueños. Mowgli aprovechó para descabezar un sueñecito, pues sabía que no hay nada como dormir un poco antes de cazar y le habían enseñado a aprovechar cualquier momento del día o de la noche para dormir un poco.

Luego sintió que el lomo de Kaa se ensanchaba debajo de él, mientras la enorme pitón resoplaba y silbaba con un ruido que recordaba el de una espada al salir de una vaina de acero.

—He visto todas las estaciones muertas —dijo por fin Kaa—, y los grandes árboles, los viejos elefantes y las rocas que estaban desnudas y afiladas antes de que el musgo las cubriera. ¿Sigues vivo, hombrecillo?

—Hace solo unos instantes que se ha puesto la luna —dijo Mowgli—. No entiendo…

— Ya vuelvo a ser Kaa. Sabía que solo había pasado un momentito. Ahora iremos al río y te mostraré lo que hay que hacer contra los .

Se dirigió como una flecha hacia el curso principal del Waingunga y se zambulló en el agua un poco más arriba del estanque que ocultaba a la Roca de la Paz, llevando a Mowgli a su lado.

—No hace falta que nades. Yo soy rápida. Cógete a mi espalda, Hermanito.

Mowgli pasó el brazo izquierdo por el cuello de Kaa, dejó caer el derecho a su costado y estiró bien los pies. Entonces Kaa arrostró la corriente como solo ella era capaz de hacer, mientras la leve ondulación del agua rodeaba el cuello de Mowgli, cuyos pies oscilaban de un lado a otro a causa de los bandazos que daba la pitón al surcar el agua. Una o dos millas más arriba de la Roca de la Paz el Waingunga se hace más estrecho al cruzar una garganta de rocas de mármol de veinticinco o treinta metros de altura y la corriente se desliza como por el canal de un molino entre y por encima de un amenazador pedregal. Pero Mowgli no se preocupó por el agua: pocas aguas hay en el mundo que pudieran haberle asustado. Iba mirando las dos paredes de la garganta y olfateando el aire con inquietud, pues percibía un olor entre dulce y agrio que le hizo pensar en el que salía de los hormigueros cuando hacía calor. Instintivamente se sumergió en las aguas, sacando solo de vez en cuando la cabeza para respirar, hasta que Kaa ancló en una roca que rodeó dos veces con su cola, sosteniendo a Mowgli en el hueco de uno de sus anillos, mientras las aguas pasaban velozmente por su lado.

—Este es el Lugar de la Muerte —dijo el muchacho—. ¿Por qué hemos venido aquí?

—Duermen —dijo Kaa—. Hathi no se aparta de su camino para dejar paso al Rayado. Pero tanto Hathi como el Rayado se apartan para que pasen los , y estos no se apartan por nadie. Y, pese a todo, ¿por quién se aparta de su camino el Pueblo Pequeño de las Rocas? Dime, Amo de la Jungla, ¿quién es el Amo de la Jungla?

—Estas —susurró Mowgli—. Estamos en el Lugar de la Muerte. Vámonos de aquí.

—No. Observa atentamente, porque están durmiendo. Todo está igual que cuando yo era más corta que tu brazo.

Las rocas agrietadas y erosionadas de la garganta del Waingunga venían siendo utilizadas, desde el principio de la jungla, por el Pequeño Pueblo de las Rocas: las hacendosas, furiosas y negras abejas silvestres de la India. Y, como muy bien sabía Mowgli, todos los rastros cambiaban de dirección media milla antes de llegar a la garganta. Desde hacía siglos el Pueblo Pequeño construía sus panales y volaba en enjambres de roca en roca, manchando el mármol blanco con miel rancia, levantando altos avisperos en la oscuridad de las cuevas, donde ni hombres ni bestias, ni el fuego ni el agua jamás las habían molestado. De un extremo a otro de las dos paredes de la garganta colgaban espesas y relucientes cortinas de terciopelo negro. Mowgli se hundió en el agua al verlas, pues aquellas cortinas las formaban millones y millones de abejas dormidas. Se veían otros bultos y colgajos y cosas que parecían troncos podridos pegados en la pared de roca: eran los avisperos abandonados años atrás o nuevas ciudades construidas a la sombra de aquella garganta por donde no soplaba el viento, mientras que enormes masas de desperdicios esponjosos y podridos se habían desprendido, rodando por la pared hasta quedar enganchadas entre los árboles y las lianas que se aferraban a la roca. Al aguzar el oído oyó más de una vez el zumbido de un panal atiborrado de miel que se desplomaba en alguna parte de las tenebrosas galerías. Se escuchaba luego el estruendo de alas que volaban furiosamente y el sordo gotear de la miel que se perdía y formaba regueros que finalmente llegaban a una de las cornisas del exterior y empezaban a gotear lentamente sobre los árboles que había más abajo. En una de las orillas había una minúscula playa, de apenas metro y medio de ancho, en la que se amontonaban los desperdicios de años y más años: abejas y zánganos muertos, porquerías, panales podridos, alas de polillas que se habían extraviado al volar en pos de la miel, todo ello formando montículos de finísimo polvo negro. El penetrante olor que de allí salía bastaba para asustar a cualquier ser que no tuviera alas y supiera quiénes eran el Pueblo Pequeño.

Kaa volvió a remontar la corriente y finalmente llegaron a un banco de arena que había en el extremo superior de la garganta.

—He aquí la caza de esta temporada —dijo—. ¡Mira!

Sobre la arena yacían los esqueletos de un par de ciervos jóvenes y de un búfalo. Mowgli pudo ver que ni los lobos ni los chacales habían tocado aquellos huesos, que yacían en el suelo tal como habían quedado.

—Cruzaron los límites —murmuró Mowgli—. No conocían la ley y el Pueblo Pequeño los mató. Vámonos antes de que se despierten.

—No lo harán antes del amanecer —dijo Kaa—. Ahora voy a contarte una cosa. Hace muchas, muchas lluvias, un gamo del sur, al verse acosado, llegó aquí. No conocía la jungla y tras él corría una manada. Ciego de terror, saltó desde lo alto mientras su manada se quedaba mirándolo desde arriba. El sol estaba muy alto y el Pueblo Pequeño era numeroso y se sentía furioso. También muchos de su manada saltaron al Waingunga, pero murieron antes de llegar al agua. Los que no saltaron murieron también, en las rocas de arriba. Pero el gamo sobrevivió.

—¿Cómo?

—Porque fue el primero en llegar, corriendo para salvar la vida, y saltó antes de que el Pueblo Pequeño se diera cuenta de su presencia y ya estaba en el río cuando se reunieron en enjambre para matar. Su manada, al hacerlo más tarde, pereció bajo el peso del Pueblo Pequeño.

—¿El gamo siguió con vida? —dijo Mowgli lentamente.

—Al menos no murió entonces, aunque no lo aguardaba abajo nadie que tuviera fuerza suficiente para evitar que pereciese en el agua, como haría cierta Cabeza Plana, gorda, vieja y sorda, que esperaría a un hombrecillo que yo conozco, aunque todos los del Dekkan fuesen tras él. ¿Qué estás pensando?

La cabeza de Kaa estaba muy cerca de la oreja de Mowgli, pero transcurrieron unos instantes antes de que el muchacho contestara.

—Eso es como tirar de los mismísimos bigotes de la Muerte, pero… Kaa, en verdad que eres la más sabia de toda la jungla.

—Así lo han dicho muchos. Mira, si los te siguen…

—Como sin duda harán. ¡Jo, jo! Tengo muchas espinitas debajo de la lengua para pincharles el pellejo.

—Si te siguen ciegos de furia, sin ver nada más que tu espalda, los que no mueran allá arriba caerán al agua aquí o un poco más abajo, pues el Pueblo Pequeño se lanzará sobre ellos. Ahora bien, el Waingunga es un río hambriento y no habrá en él ninguna Kaa que los espere para que la corriente no se los lleve. Las aguas arrastrarán a los que sobrevivan hasta los bancos de arena que hay cerca de las Guaridas de Seeonee y allí la Manada los estará esperando para saltarles a la garganta.

— No puede haber cosa mejor mientras las lluvias no caigan en la estación seca. Solo queda un detallito por resolver: el del correr y el saltar. Haré que los me vean, para que me persigan de cerca.

—¿Has visto las rocas que hay allí arriba, desde el lado de tierra?

—Es verdad. No las he visto. Se me había olvidado.

—Pues ve a echarles un vistazo. Todo el terreno está podrido, lleno de gritas y agujeros. Bastaría que uno de tus torpes pies se metiera sin querer en un agujero para que la cacería terminase. Mira, voy a dejarte aquí, y solo por tratarse de ti, iré a avisar a la Manada, para que sepan por dónde deben buscar a los . Pero ten bien presente que no soy de la misma piel que ninguna especie de lobo.

Cuando a Kaa no le caía simpático alguien, sabía ser más desagradable que cualquier otro miembro del Pueblo de la Jungla, con la posible excepción de Bagheera. Se marchó nadando río abajo y, al llegar a la roca, se encontró con Phao y Akela, que estaban escuchando los ruidos de la noche.

— Perros —dijo alegremente—. Los vendrán por el río. Si no tenéis miedo, podréis matarlos en los bancos de arena.

—¿Cuándo llegarán? —dijo Phao—. ¿Y dónde está mi Cachorro de Hombre? —dijo Akela.

—Llegarán cuando lleguen —repuso Kaa—. Esperad y ya los veréis. En cuanto a tu Cachorro de Hombre, al que le has tomado la palabra, dejándolo así expuesto a la Muerte, Cachorro de Hombre está , y si a estas horas no ha muerto, no será por culpa tuya, ¡perro descolorido! Tú quédate aquí, esperando a los , y alégrate de que el Cachorro de Hombre y yo estemos de tu parte.

Kaa regresó rápidamente a la garganta y se detuvo en medio de ella, mirando hacia lo alto del precipicio. Al poco vio la cabeza de Mowgli recortándose sobre el cielo estrellado, luego se oyó un silbido en el aire y el chapoteo de un cuerpo al caer de pies en el agua, y en cuestión de unos instantes el muchacho volvía a reposar apoyado en el cuerpo de Kaa.

—Es un salto insignificante si se hace de noche —dijo Mowgli tranquilamente—. Ya he saltado dos veces solo para divertirme, pero arriba es muy mal lugar. Está lleno de arbustos y de grietas muy profundas, ocupadas todas ellas por el Pueblo Pequeño. Al borde de las grietas he colocado piedras grandes, una encima de otra. Al correr, las echaré abajo con los pies y el Pueblo Pequeño se levantará detrás de mí, muy enfadado.

—Esa forma de hablar y esa astucia son propias del hombre —dijo Kaa—. Eres sabio, pero el Pueblo Pequeño siempre está enfadado.

—No. Al caer la noche todas las alas descansan, cerca y lejos de aquí. Entonces podré burlarme de los , ya que ellos cazan mejor de día. A estas horas estarán siguiendo el rastro de sangre que ha dejado Won-tolla.

—Chil nunca abandona un buey muerto y los nunca abandonan un rastro de sangre —dijo Kaa.

—Pues yo les haré un nuevo rastro con su propia sangre, si puedo, y les haré comer tierra. ¿Te quedarás aquí, Kaa, hasta que regrese con mis ?

—Sí, pero ¿y si te matan en la jungla o el Pueblo Pequeño acaba contigo antes de que puedas saltar al río?

—Cuando llegue mañana, cazaremos para mañana —dijo Mowgli, citando un refrán de la jungla y añadiendo seguidamente—: Cuando me muera será el momento de cantar la Canción Fúnebre. ¡Buena caza, Kaa!

Soltó el cuello de Kaa y se fue garganta abajo como un tronco flotando en la riada, nadando hacia la orilla más alejada, donde el río formaba un remanso, y soltando carcajadas de pura felicidad. Nada le gustaba más a Mowgli que, como él decía, «tirar a la Muerte de los bigotes» y demostrar a la jungla que él era su jefe supremo. A menudo, con la ayuda de Baloo, había robado nidos de abeja en árboles solitarios y sabía que el Pueblo Pequeño detestaba el olor de los ajos silvestres. Por lo tanto, cogió un ramillete, lo ató con fibra de corteza y se puso a seguir el rastro de sangre de Won-tolla, que desde las guaridas se dirigía hacia el sur. Lo siguió durante unas cinco millas, mirando a los árboles con la cabeza ladeada y riéndose burlonamente.

—Mowgli la Rana he sido —decía para sí—. Mowgli el Lobo he dicho que soy. Ahora debo ser Mowgli el Mono antes de convertirme en Mowgli el Gamo. Al final seré Mowgli el Hombre. ¡Ja!

Pasó el dedo pulgar por los cuarenta y cinco centímetros que medía la hoja de su cuchillo.

El rastro de Won-tolla, que era una línea de oscuras manchas de sangre, corría por un bosque de espesos árboles que crecían muy juntos unos de otros y se extendían hacia el nordeste, disminuyendo gradualmente su número hasta llegar a unas dos millas de las Rocas de las Abejas. Desde el último árbol hasta la zona de monte bajo que había en las Rocas de las Abejas era necesario cruzar un trecho al descubierto, donde apenas podía ocultarse un lobo. Mowgli siguió avanzando a buen paso al amparo de los árboles, calculando las distancias entre una rama y otra, subiendo de vez en cuando a un árbol y haciendo la prueba de saltar hasta el siguiente, hasta que finalmente llegó al espacio despejado, que estuvo estudiando cuidadosamente durante una hora. Luego dio media vuelta, volvió al punto por donde había abandonado el rastro de Won-tolla, se acomodó en un árbol que tenía una rama muy saliente, a cosa de un metro y medio del suelo, y se quedó sentado, afilando el cuchillo en la planta de uno de sus pies y cantando para sí.

Poco antes del mediodía, cuando el sol calentaba mucho, oyó un ruido de pisadas y olfateó el abominable olor de la manada de que seguía implacablemente el rastro de Won-tolla. Visto desde arriba, el rojo no parece ni la mitad de grande que un lobo, pero Mowgli sabía muy bien lo fuertes que son sus patas y fauces. Observó la cabeza puntiaguda del jefe de la manada, que estaba husmeando el rastro, y dijo:

—¡Buena caza!

La bestia levantó la vista, al tiempo que sus compañeros se detenían detrás de él. Había veintenas y más veintenas de perros rojos de cola colgante, gruesas espaldas, débiles cuartos traseros y boca sanguinaria. Por lo general, los son seres muy silenciosos y no tienen modales ni siquiera en su propia jungla. Habría por lo menos doscientos ejemplares agrupados a sus pies, pero pudo ver que los jefes seguían husmeando ávidamente el rastro de Won-tolla, tratando de que la manada los siguiera. Había que evitarlo, pues hubieran llegado a las guaridas en plena luz del día. Mowgli se propuso entretenerlos a los pies de su árbol hasta el atardecer.

—¿Quién os ha dado permiso para venir aquí? —preguntó Mowgli.

—Todas las junglas son nuestra jungla —le replicó un , enseñándole sus blancos dientes.

Mowgli miró hacia abajo, sonrió e hizo una imitación perfecta del parloteo de Chikai, la rata saltarina del Dekkan, con lo que quería que los comprendieran que no los consideraba mejores que Chikai. La manada se apretujó alrededor del árbol y el jefe de la misma se puso a ladrar salvajemente, calificando a Mowgli de mono de los árboles. Por toda respuesta, Mowgli extendió una de sus desnudas piernas y movió los dedos de los pies a poca distancia por encima de la cabeza del jefe. Eso bastó de sobras para que la manada fuese presa de estúpida rabia. A los que les crece el pelo entre los dedos de los pies no les gusta que se lo recuerden. Mowgli apartó el pie en el instante en que el jefe daba un salto para atrapárselo y con voz dulce dijo:

—¡Perro, perro rojo! Vuelve al Dekkan a comer lagartos. Vuelve con Chikai, tu hermano… Perro, perro… ¡perro rojo, rojo! ¡Tienes pelo entre los dedos de los pies!

Por segunda vez movió los suyos.

—¡Baja antes de que te obliguemos a rendirte por hambre, mono pelado! —gritó la manada.

Era exactamente lo que Mowgli deseaba. Se tumbó cuan largo era sobre la rama, con la mejilla apoyada en la corteza y el brazo derecho libre, y en esta postura le dijo a la manada lo que pensaba y sabía de ella, de sus modales y costumbres, de sus compañeras y de sus cachorros. No hay en el mundo lenguaje más rencoroso y mortificante como el que emplea el Pueblo de la Jungla para expresar su desprecio y su desdén. Si os paráis a pensarlo, os daréis cuenta de cuán cierto es esto. Como Mowgli le había dicho a Kaa, tenía muchas espinitas debajo de la lengua y lentamente, premeditadamente, hizo que del silencio los pasaran a los gruñidos, de los gruñidos a los alaridos y de los alaridos a un verdadero delirio de broncos ladridos. Intentaron responder a sus pullas, pero igual éxito habría tenido un cachorro enfrentándose con la furia de Kaa. Y mientras hacía todo esto, la mano derecha de Mowgli permanecía encorvada a un lado, lista para entrar en acción, los pies aferrándose a la rama. El jefe de la manada ya había dado muchos saltos en el aire, pero Mowgli no se atrevía a correr el riesgo de descargar un golpe en falso. Finalmente, el perro, impulsado por la furia que lo cegaba, saltó casi dos metros y al instante la mano de Mowgli, rápida como una serpiente, lo asió por el cuello, mientras el peso del animal hacía temblar la rama, casi haciendo caer a Mowgli. Pero el muchacho no perdió el equilibrio y poco a poco fue izando a la bestia, que parecía un chacal ahogado, hasta la rama. Con la mano izquierda cogió el cuchillo y cortó la cola roja y peluda, arrojando luego el al suelo. No necesitaba hacer más. La manada no seguiría el rastro de Won-tolla hasta haber dado muerte a Mowgli o hasta que Mowgli los hubiese matado a ellos. Vio que se sentaban en círculos y que las ancas les temblaban de un modo que indicaba su intención de quedarse, por lo que el muchacho trepó un poco más arriba, se sentó en la bifurcación de dos ramas, apoyó la espalda cómodamente y se durmió.

Al cabo de tres o cuatro horas despertó y pasó revista a la manada. Estaban todos silenciosos, hoscos, adustos, con ojos de acero. El sol comenzaba a ponerse. Faltaba media hora para que el Pueblo Pequeño de las Rocas diera por finalizadas las labores del día y, como sabéis, el crepúsculo no es el momento del día en que el lucha mejor.

—No necesitaba tan fieles guardianes —dijo cortésmente, poniéndose de pie en una rama—, pero me acordaré de esto. Sois verdaderos , pero, a mi modo de ver, os parecéis demasiado. Por esto no le devuelvo la cola a ese grandullón comedor de lagartos que hay ahí abajo. ¿No estás contento, Perro Rojo?

—¡Yo mismo te arrancaré el estómago! —gritó el jefe, arañando la base del árbol.

—¡No! Piensa un poco, rata sabia del Dekkan. Ahora nacerán muchos perritos rojos sin cola, con un muñón en carne viva que les dará picor cuando la arena esté caliente. Vete a casa, Perro Rojo, y di que esto te lo ha hecho un mono. ¿No quieres irte? Entonces ven, ven conmigo y yo te enseñaré.

Saltó como un al árbol más cercano y luego al siguiente y al otro, seguido por la manada que alzaba hacia él sus fauces hambrientas. De vez en cuando fingía perder el equilibrio y, en su afán por darle muerte al caer al suelo, los perros chocaban unos con otros. Era un curioso espectáculo: el muchacho del cuchillo que relucía a la mortecina luz del sol al moverse por las ramas más altas y la silenciosa manada con sus chaquetas rojas, encendidas, siguiéndolo desde abajo en medio de una gran confusión. Al llegar al último árbol, cogió el ajo silvestre y se frotó cuidadosamente todo el cuerpo con él, mientras los aullaban desdeñosamente:

—¿Crees que podrás disimular tu olor, mono con lengua de lobo? Te seguiremos hasta matarte.

—Ahí tienes tu cola —dijo Mowgli, arrojándola por donde había venido.

Instintivamente, la manada se abalanzó sobre la cola.

—Y ahora seguidme… hasta la muerte.

Tras deslizarse hasta el suelo por el tronco del árbol, echó a correr como el viento hacia las Rocas de las Abejas antes de que los se percatasen de lo que iba a hacer.

Profirieron un largo y lúgubre aullido y seguidamente empezaron a correr con ese medio galope persistente que es capaz de agotar al más pintado de los perseguidos. Mowgli sabía que cuando corrían todos a la vez lo hacían mucho más despacio que los lobos, ya que, de lo contrario, no se le habría ocurrido arriesgarse a correr dos millas a campo abierto. Los estaban seguros de que acabarían por atrapar al muchacho, tanto como él lo estaba de que podía hacer lo que quisiera con ellos. Lo único que debía procurar era que lo siguieran de cerca, lo suficiente para que no pudieran dar media vuelta demasiado pronto. Corría limpiamente, sin variar el ritmo, con ágiles movimientos. El jefe sin cola lo seguía a menos de cinco metros y detrás de este iba el resto de la manada, que cubriría casi un cuarto de milla de tan larga como era. Corrían ciegamente, enfurecidos por el deseo de matar. Mowgli se fiaba de sus oídos para mantener la distancia que le separaba de los , reservando el último esfuerzo para la carrera que tendría que hacer a través de las Rocas de las Abejas.

El Pueblo Pequeño se había acostado al empezar a ponerse el sol, pues no estaban en la estación en que las flores se abren tarde. Pero cuando sus primeras pisadas resonaron en el terreno hueco, Mowgli oyó un zumbido como si la tierra entera se pusiera en marcha. Entonces empezó a correr como jamás lo había hecho, al tiempo que lanzaba uno, dos, tres montones de piedras al interior de las grietas oscuras de donde surgía un dulce olor. Se oyó un rugido igual que el del mar irrumpiendo en una gruta y por el rabillo del ojo vio que el aire se volvía oscuro a sus espaldas, mientras que a sus pies aparecía la corriente del Waingunga, por cuya superficie asomaba una cabeza plana, con forma de diamante. Mowgli saltó con todas sus fuerzas, con el sin cola tratando de clavarle los colmillos en la espalda, y fue a parar con los pies por delante al refugio que el río le ofrecía, sin respiración y con aire triunfante. Ni una sola picada había sufrido, ya que el olor a ajo había contenido al Pueblo Pequeño durante los escasos segundos de su permanencia entre ellos. Cuando surgió a la superficie, los anillos de Kaa le facilitaron un punto de apoyo. De lo alto del precipicio caían cosas al agua: grandes racimos de abejas, al parecer, que caían como plomos. Pero antes de que cualquiera de ellos tocase el agua, las abejas volaban hacia arriba y el cuerpo de un era arrastrado río abajo por la corriente. De lo alto llegaban aullidos breves y furiosos que quedaban ahogados por un rugido parecido al de las olas al romper sobre la playa: era el rugido de las alas del Pueblo Pequeño de las Rocas. Algunos , además, habían caído a las grietas que comunicaban con las cuevas subterráneas, donde, medio asfixiados, se debatían desesperadamente, lanzando mordiscos al aire entre los panales derribados, hasta que por fin eran levantados, incluso cuando ya habían muerto, por las alas de las abejas y salían disparados por el agujero que había en la pared de la garganta, desde el cual iban a parar rodando a los montones de negros desperdicios. Algunos perros, al saltar, quedaban detenidos por los árboles del precipicio, acosados por una nube de abejas que impedía distinguirlos claramente. Pero la mayoría, enloquecidos por los aguijonazos, había saltado al río y, como dijera Kaa, el Waingunga era un río hambriento.

Kaa sujetó fuertemente a Mowgli hasta que el pequeño recobró el aliento.

—No podemos quedamos aquí —dijo—. El Pueblo Pequeño está furioso de verdad. ¡Vamos!

Nadando con la cabeza baja, sumergiéndose de vez en cuando, Mowgli se fue río abajo, con el cuchillo en la mano.

—Despacio, despacio —dijo Kaa—. Un colmillo no mata cien presas a menos que sea el de una cobra, y muchos de los se arrojaron rápidamente al río en cuanto vieron alzarse al Pueblo Pequeño.

—Pues trabajo de más para mi cuchillo. ¡Cómo nos sigue el Pueblo Pequeño!

Mowgli se zambulló otra vez. La superficie del agua estaba cubierta de abejas enfurecidas que zumbaban amenazadoramente y picaban cuanto había a su alcance.

—Nunca se ha perdido nada por culpa del silencio —dijo Kaa, cuyas escamas ningún aguijón podía atravesar— y te queda toda la larga noche para cazar. ¡Escucha cómo aúllan!

Casi la mitad de la manada, al ver la trampa en que habían caído sus compañeros, había vuelto grupas para arrojarse al río allí donde la garganta formaba una especie de empinadas márgenes. Los gritos de rabia y las amenazas que proferían contra el «mono» causante de semejante vergüenza se mezclaban con los alaridos y gruñidos de los que eran castigados por el Pueblo Pequeño. Quedarse en tierra significaba morir, y cada uno de los lo sabía. La manada fue barrida por la corriente hasta llegar a las aguas profundas del Estanque de la Paz, pero incluso hasta allí los seguía el enfurecido Pueblo Pequeño, obligándolos a seguir nadando. Mowgli pudo oír la voz del jefe sin cola que instaba a su gente a resistir y matar a todos los lobos de Seeonee. Pero no perdió el tiempo quedándose a escuchar.

—¡Alguien nos sigue en la oscuridad para matarnos! —exclamó un —. ¡La sangre tiñe el agua!

Mowgli se había zambullido como una nutria, tirando de las patas a un que luchaba con la corriente y haciendo que se hundiese antes de que pudiera abrir la boca. Unos círculos oscuros subieron a la superficie con el cuerpo del perro, que, al llegar arriba, quedó flotando de costado. Los trataron de volverse contra él, pero la corriente se lo impidió y el Pueblo Pequeño se lanzó como una flecha contra sus cabezas y orejas, mientras en la oscuridad sonaban cada vez más fuertes los gruñidos de la Manada de Seeonee. De nuevo se zambulló Mowgli y de nuevo un se hundió en el agua, emergiendo luego su cadáver, mientras un nuevo clamor estallaba entre los que formaban la retaguardia. Unos aullaban que era mejor echar pie a tierra, otros pedían a su jefe que los llevase de vuelta al Dekkan, y algunos retaban a Mowgli para que se dejase ver y así poder matarlo.

—Acuden a luchar sin saber qué quieren y hablando todos a la vez —dijo Kaa—. El resto lo harán tus hermanos, allá abajo. El Pueblo Pequeño se vuelve a dormir. No seguirán persiguiéndonos. También yo me vuelvo, pues no somos de la misma piel los lobos y yo. Buena caza, Hermanito, y recuerda que los dan mordiscos bajos.

Llegó un lobo corriendo con tres patas por la orilla, ora saltando, ora ladeando la cabeza y acercándola al suelo, ora arqueando el lomo y dando un brinco en el aire como si estuviera jugando con sus cachorros. Era Won-tolla, el Forastero, que, sin decir una sola palabra, siguió con su horrible juego al lado de los . Estos llevaban ya mucho rato en el agua y nadaban cansinamente, el cuerpo pesado a causa del agua que les empapaba el pelo, arrastrando la cola como una esponja, tan cansados y aturdidos que también ellos guardaban silencio, observando el par de ojos llameantes que corría a su lado.

—Esto no es cazar bien —dijo uno de ellos entre jadeos.

—¡Buena caza! —dijo Mowgli, surgiendo del agua al lado del animal y clavando su largo cuchillo en el lomo, empujando con fuerza para evitar el mordisco agónico de la bestia.

—¿Estás ahí, Cachorro de Hombre? —preguntó Won-tolla desde la orilla.

—Pregúntaselo a los muertos, Forastero —repuso Mowgli—. ¿No has visto ninguno bajando por el río? Les he hecho morder el polvo a estos perros. Los he burlado en plena luz del día y a su jefe le falta la cola, pero aún me quedan algunos para ti. ¿Adónde quieres que los lleve?

—Esperaré —dijo Won-tolla—. Tengo toda la noche por delante.

Cada vez sonaban más próximos los ladridos de los lobos de Seeonee.

—¡Lo hemos jurado por la Manada, por toda la Manada!

Entonces se dieron cuenta de su equivocación. Deberían haber salido del agua media milla más arriba, para atacar a los lobos en terreno seco. Ahora era ya demasiado tarde. La orilla estaba llena de ojos llameantes y la jungla se hallaba sumida en un silencio total, con la excepción del horrible , que no había cesado un solo instante desde el anochecer. Parecía como si Won-tolla los estuviera engatusando para que salieran a la orilla.

—¡Media vuelta y adelante! —gritó el jefe de los .

La manada entera se lanzó hacia la orilla, chapoteando en el agua poco profunda, hasta que la superficie del Waingunga se cubrió de blanca espuma y grandes olas la surcaban de orilla a orilla, como si una embarcación de gran calado navegase por el centro de la corriente. Mowgli corrió tras los descargando cuchilladas a diestro y siniestro sobre los perros, que, apretándose unos contra otros, cruzaron la playa en una sola oleada.

Entonces comenzó la gran batalla y fue extendiéndose, estrechándose, amontonándose y volviendo a dispersarse a lo largo de la arena roja y húmeda, pasando por encima de las retorcidas raíces de los árboles, adentrándose y saliendo de los matorrales, hundiéndose en los macizos de espesa hierba, pues incluso ahora había dos por cada lobo. Pero se enfrentaban a unos lobos que luchaban por todo lo que constituía la Manada y que no eran solamente los cazadores de colmillos blancos y patas cortas, sino que entre ellos estaban también las de mirada angustiada (las «lobas de la guarida», como se las llama), que luchaban por sus pequeños, así como algún que otro lobo de un año, cubierto el cuerpo con su primer pelaje, que parecía de lana, y que atacaba los flancos del enemigo. Debéis saber que un lobo o bien se lanza a la garganta del contrario o trata de morderle los flancos, mientras que un prefiere apuntar sus mordiscos al vientre, por lo que los , al salir trabajosamente del agua, se veían forzados a levantar la cabeza y ofrecían un blanco seguro a los lobos. En terreno seco, los lobos llevaban las de perder, pero en el agua o en la orilla, el cuchillo de Mowgli iba y venía sin cesar. Los Cuatro se habían abierto camino hasta su lado. Hermano Gris, agazapado entre las rodillas de Mowgli, le protegía el estómago, al tiempo que los otros tres le cubrían la espalda y los costados, o lo cubrían con sus cuerpos cuando caía al suelo debido al tremendo encontronazo de un que saltaba sobre la firme hoja del cuchillo, aullando al lanzarse al ataque. En cuanto al resto, era una masa confusa de cuerpos entrelazados que se desplazaba de un lado a otro por la orilla, girando y girando lentamente sobre sí misma. Aquí había un montón que se agitaba y estallaba luego como una burbuja al borde de un remolino, despidiendo hacia fuera cuatro o cinco perros malheridos que se esforzaban por entrar de nuevo en el centro de la pelea. Más allá, un lobo solitario, atacado por dos o tres , trataba desesperadamente de librarse de sus enemigos, cayendo al suelo cada dos por tres. Un poco más allá, un lobo joven se mantenía en pie a causa de la presión de la masa, pese a que hacía ya rato que estaba muerto, mientras su madre, enloquecida por el dolor y la furia, se revolcaba en el suelo, lanzando mordiscos por doquier, al mismo tiempo que, en lo más denso de la refriega, un lobo y un , olvidándose de todo lo demás, maniobraban para acometerse hasta que se veían separados por una súbita oleada de furiosos combatientes. Una vez Mowgli pasó cerca de Akela, que tenía un a cada lado mientras sus mandíbulas prácticamente desdentadas apretaban con fuerza los ijares de un tercero, y en otro momento vio a Phao, que, con los colmillos hundidos en la garganta de un , tiraba de este hacia el sitio donde los lobos jóvenes lo rematarían. Pero el centro de la batalla no era más que una ciega y enfurecida confusión en las tinieblas, una sucesión de golpes, tropezones, caídas, ladridos, gruñidos y mordiscos que rodeaba a Mowgli por todas partes. A medida que avanzaba la noche, iba en aumento el vertiginoso movimiento circular de la masa combatiente. Los tenían miedo de atacar a los lobos más fuertes, pero todavía no se atrevían a huir corriendo. Mowgli sintió que la lucha iba a terminar pronto y se contentó con descargar cuchilladas solamente para malherir a sus enemigos. Los lobos jóvenes se mostraban más osados minuto a minuto, por lo que de vez en cuando Mowgli podía tomarse unos instantes de descanso para recobrar el aliento y cambiar unas palabras con alguno de sus amigos. Por otra parte, a veces bastaba un breve movimiento de la mano que empuñaba el cuchillo para ahuyentar a alguno de los perros.

—Nos vamos acercando al hueso —ladró Hermano Gris, que sangraba abundantemente por numerosas heridas.

—Pero aún no lo hemos partido —dijo Mowgli—. ¡Así las gastamos en la jungla!

La hoja ensangrentada se hundía como un rayo en el costado de un cuyos cuartos traseros quedaban ocultos bajo el cuerpo de un lobo que se aferraba a ellos.

—¡Es mi presa! —gritaba el lobo, arrugando el hocico—. ¡Déjamela a mí!

—¿Aún tienes el estómago vacío, Forastero? —dijo Mowgli.

Won-tolla, pese a estar muy malherido, tenía paralizado con las zarpas a un , que no podía volverse para alcanzarlo con sus mordiscos.

—¡Por el buey con que me compraron! —exclamó Mowgli, soltando una amarga carcajada—. ¡Es el sin cola!

Y efectivamente, era el jefe de los .

—No es aconsejable matar cachorros y —prosiguió filosóficamente Mowgli, enjugándose la sangre que le cubría los ojos—, a no ser que antes se haya matado también al Forastero. Y me parece que será Won-tolla quien te mate a ti.

Un acudió saltando en ayuda de su jefe, pero, antes de que sus colmillos encontrasen el flanco de Won-tolla, el cuchillo de Mowgli se clavó en su garganta y Hermano Gris se encargó del resto.

—Así es como las gastamos en la jungla —repitió Mowgli.

Won-tolla no dijo palabra, limitándose a cerrar más y más las mandíbulas sobre el espinazo del , mientras su propia vida se le iba escapando. El se estremeció, dobló la cabeza y quedó tendido en el suelo, inmóvil. Won-tolla se desplomó sobre él.

— La Deuda de Sangre está saldada —dijo Mowgli—. Canta la canción, Won-tolla.

—Nunca volverá a cazar —dijo Hermano Gris—. También Akela está callado desde hace mucho rato.

—¡Ya está partido el hueso! —rugió Phao, hijo de Phaona—. ¡Huyen! ¡Matad, matad, cazadores del Pueblo Libre!

Uno tras otro los huían de las oscuras y ensangrentadas arenas del río, adentrándose en la espesura, río arriba o río abajo, según donde el camino estuviera libre.

—¡La deuda! ¡La deuda! —gritó Mowgli—. ¡Pagad la deuda! ¡Han matado a Lobo Solitario! ¡No dejéis que escape un solo perro!

Cuchillo en mano, volaba hacia el río, para cortarle el paso a cualquier que osara echarse al agua, cuando por debajo de nueve cadáveres amontonados surgieron la cabeza y las patas delanteras de Akela. Mowgli cayó de rodillas al lado de Lobo Solitario.

—¿No te dije que sería mi última batalla? —dijo Akela con voz entrecortada—. Ha sido una buena cacería. ¿Y tú, Hermanito?

—Yo vivo, y he matado a muchos.

—Me alegro. Me muero y quisiera… quisiera morir a tu lado, Hermanito.

Mowgli recostó en sus rodillas la cabeza de Akela, que mostraba terribles heridas, y con los brazos le rodeó el cuello, igualmente malherido.

—Mucho tiempo ha pasado ya desde los días de Shere Khan y de un cachorro de hombre que se revolcaba desnudo por el polvo.

—No, no. Yo soy un lobo. ¡Soy de la misma piel que el Pueblo Libre! —exclamó Mowgli—. No quiero ser hombre.

—Pues hombre eres, Hermanito, lobito que una vez tuve a mi cuidado. Eres un hombre, pues, de lo contrario, la Manada habría huido ante los . Mi vida te debo y hoy has salvado a la Manada como una vez me salvaste a mí. ¿Lo has olvidado? Todas las deudas están saldadas ya. Vete con tu propia gente. Te repito, luz de mis ojos, que esta cacería ha terminado. Vete con tu gente.

—Nunca iré. Cazaré solo en la jungla. Ya lo he dicho antes.

—Después del verano vienen las lluvias y después de las lluvias viene la primavera. Regresa antes de que te obliguen.

—¿Quién me obligará?

—Mowgli obligará al mismo Mowgli. Regresa con tu gente. Vete con el hombre.

—Lo haré cuando Mowgli obligue al mismo Mowgli —contestó el muchacho.

—Nada queda por decir —dijo Akela—. ¿Podrás ayudarme a levantarme, Hermanito? También yo fui jefe del Pueblo Libre.

Suavemente, con mucho cuidado, Mowgli apartó los cadáveres y ayudó a Akela a ponerse en pie, rodeándolo con los dos brazos, mientras Lobo Solitario, tras aspirar una larga bocanada de aire, entonaba la Canción Fúnebre que debe cantar el Jefe de la Manada cuando agoniza. A medida que cantaba, su voz iba cobrando fuerza, elevándose en el aire y resonando a lo lejos, más allá del río, hasta que llegó al último «¡Buena caza!». Entonces Akela, sacudiéndose de encima los brazos de Mowgli, dio un salto en el aire y cayó muerto de espaldas, sobre el cuerpo del último y más terrible de sus enemigos.

Mowgli se sentó con la cabeza entre las rodillas, indiferente a cuanto lo rodeaba, mientras los últimos fugitivos eran alcanzados y aniquilados por las despiadadas . Poco a poco fueron apagándose los gritos y empezaron a regresar los lobos, cojeando (pues las heridas empezaban a dolerles), disponiéndose a contar sus bajas. Quince miembros de la Manada, así como media docena de , yacían muertos en la orilla del río, a la vez que ninguno de los demás había salido ileso de la batalla. Y Mowgli siguió allí sentado hasta el frío amanecer, momento en que sintió que en su mano se apoyaba el hocico rojo y húmedo de Phao. Mowgli se apartó para que el otro viera el descarnado cuerpo de Akela.

—¡Buena caza! —dijo Phao, como si Akela siguiera vivo y seguidamente, dirigiéndose a los demás por encima del hombro, agregó—: ¡Aullad, perros! ¡Un lobo ha muerto esta noche!

Pero de toda aquella manada de doscientos luchadores, que se jactaban de que todas las junglas eran su jungla, de que ningún ser vivo podía plantarles cara, ni uno regresó al Dekkan con el mensaje de Phao.

La canción de Chil

La canción de Chil

(He aquí la canción que cantó Chil cuando los milanos, después de la gran batalla, bajaron uno tras otro al lecho del río. Chil es muy amigo de todo el mundo, pero tiene el corazón frío, pues sabe que, a la larga, casi todos los que viven en la jungla van a parar a él.)

Estos eran mis compañeros, saliendo en la negra noche.

(¡Chil! ¡Buscad a Chil!)

Ahora con mi silbido les diré que la lucha ha terminado.

(¡Chil! ¡Vanguardias de Chil!)

De lo alto me avisaron que en tierra había presas.

A los de abajo avisé yo que por el llano corría el gamo.

Aquí terminan todos los rastros…

¡Jamás volverán a hablar!

Los que lanzaban el grito de caza y corrían raudamente.

(¡Chil! ¡Buscad a Chil!)

Los que ahuyentaban al sambhur o saltaban sobre él.

(¡Chil! ¡Vanguardias de Chil!)

Los que seguían el rastro… los que de ellos huían.

Los que esquivaban los cuernos de la presa que atrapaban.

Aquí terminan todos los rastros…

Nunca más los seguirán.

Estos eran mis compañeros. ¡Lástima que hayan muerto!

(¡Chil! ¡Buscad a Chil!)

Ahora vengo a consolar a los que en sus buenos tiempos

los conocieron.

(¡Chil! ¡Vanguardias de Chil!)

Desgarrados los flancos, hundidos los ojos,

abierta la roja boca.

Abrazados, flácidos y solos yacen, muerto sobre muerto.

Aquí terminan todos los rastros…

Y aquí se alimentan mis huestes.

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