El libro de la selva / El segundo libro de la selva

En el Rukh

De nuevo el hijo único soñó que soñaba un sueño.

Cayeron las últimas cenizas del moribundo fuego

a la vez que una chispa restallaba al saltar,

y el hijo único se despertó y gritó en la oscuridad:

«¿Me alumbró una mujer y me posaron en el pecho de una madre?

Pues he soñado que descansaba sobre un hirsuto pelaje.

¿Me alumbró una mujer y me tomó un padre en brazos?

Pues he soñado que me protegían sus colmillos blancos.

¿Me alumbró una mujer y no tuve hermanos?

Pues he soñado que me clavaban los dientes jugando.

¿Partí el pan de cebada y lo humedecí en un cuenco?

Pues he soñado que del establo traían un corderito tierno.

Faltan horas y horas para que la luna salga,

sin embargo ¡veo las vigas del techo como si fuera de mañana!

A muchas leguas, las cataratas del Lena reciben a los sambhur;

sin embargo ¡oigo los berridos de la cría tras su madre gaur!

A muchas leguas, las cataratas del Lena unen montes y cultivos;

sin embargo ¡huelo el viento ardiente y húmedo que silba entre el trigo!».

El hijo único

De toda la maquinaria de servicios públicos que funciona a las órdenes del gobierno de la India, ninguno es más importante que el departamento de Bosques y Selvas. La repoblación del territorio está en sus manos, o lo estará cuando el gobierno disponga de dinero que gastar. Sus funcionarios luchan contra torrentes de arena y dunas movedizas, que contienen plantando zarzas a los lados, muros delante y arbustos y pinos larguiruchos en lo alto, según las normas de Nancy. Ellos son los responsables de la madera en las reservas estatales del Himalaya, así como de las laderas desnudas, arrasadas por los monzones y convertidas en áridos desfiladeros y barrancos desolados: cada tala es una boca que clama a gritos cuánto daño puede causar la dejadez. Experimentan con batallones de árboles extranjeros, y cuidan el eucalipto para que arraigue y, tal vez, erradique la fiebre del Canal. En las llanuras, su deber más importante consiste en vigilar que los cortafuegos de las reservas forestales se mantengan limpios, de modo que cuando llegue la sequía y el ganado sufra hambruna, sea posible abrir la reserva a los rebaños de los aldeanos y permitir que los hombres recojan leña. Podan copas y ramas para las reservas de combustible de las líneas de ferrocarril que no funcionan con carbón; calculan los beneficios de sus plantaciones con cifras de cinco decimales; son los médicos y las comadronas de los bosques de inmensas tecas de la Alta Birmania, del caucho de las selvas orientales y de las agallas del sur; y siempre encuentran obstáculos por la falta de fondos. Sin embargo, como el trabajo del funcionario de Bosques lo aleja de los caminos trillados y los destinos habituales, aprende a cultivar la sabiduría en otras artes, no solo en materia de bosques; aprende a conocer a los habitantes y los sistemas de gobierno de la selva; a vérselas con el tigre, el oso, el leopardo, el perro salvaje y con cualquier clase de cérvido, y no en una o dos ocasiones tras varios días de batida, sino una y otra vez mientras desempeña sus funciones. Pasa muchas horas sobre una silla de montar o dentro de una tienda de campaña —es amigo de los árboles recién plantados, compañero de toscos guardabosques y rastreadores peludos—, hasta que los bosques, que lucen sus cuidados, dejan también su huella en él: entonces deja de cantar las pícaras canciones francesas que aprendió en Nancy y se vuelve silencioso, en armonía con el reino silencioso del sotobosque.

Gisborne, funcionario de Bosques y Selvas, llevaba cuatro años de servicio. Al principio lo adoraba sin más, porque le permitía estar al aire libre a lomos de un caballo y lo investía de autoridad. Después pasó a detestarlo con ganas, tanto que habría regalado el salario de un año a cambio de disfrutar un mes de la vida social que ofrece la India. Superada la crisis, los bosques volvieron a acogerlo, y Gisborne se sentía satisfecho atendiéndolo, excavando y ampliando los cortafuegos, observando la verde nebulosa de su nueva plantación en contraste con el follaje más viejo, dragando el riachuelo obstruido y estando pendiente de la última batalla que libraba el bosque para enviar refuerzos allí donde se rendía y perecía entre la crecida maleza. Un día de calma quemaría esa maleza, y centenares de fieras que tuvieran allí su morada saldrían en pleno día para huir de las pálidas llamas. Más adelante, el bosque ganaría terreno a la tierra negruzca, formando ordenadas hileras de árboles jóvenes, y Gisborne, al contemplarlo, se sentiría satisfecho. Su bungalow, una casita de dos habitaciones con las paredes blancas y el tejado de paja, se encontraba en un extremo del gran , con vistas sobre este. No aspiraba a tener un jardín, pues el se extendía hasta su puerta y el matorral de bambú rodeaba la casa, tanto es así que Gisborne salía a caballo desde la galería y se adentraba en él sin necesidad de tomar un camino.

Abdul Gafur, su rechoncho mayordomo musulmán, se encargaba de servirle la comida y pasaba el resto del tiempo chismorreando con el pequeño grupo de criados indígenas cuyas cabañas estaban detrás del bungalow. Había dos mozos de cuadra, un cocinero, un porteador de agua y un barrendero; nadie más. Gisborne limpiaba en persona sus armas de fuego, y no tenía perro. Los perros asustaban a los animales, y al hombre le gustaba poder decir dónde beberían los súbditos de su reino al caer la noche, dónde comerían antes del amanecer y dónde se protegerían del calor del día. Los rastreadores y los guardabosques vivían lejos, en pequeñas cabañas dentro del , y solo se dejaban ver cuando alguno resultaba herido por la caída de un árbol o por una fiera salvaje. Así que Gisborne estaba solo.

En primavera el apenas brotaba, más bien permanecía seco e indiferente a los dictados del año, aguardando las lluvias. Solo entonces, en la oscuridad de una noche tranquila, se multiplicaban los reclamos y los rugidos: el alboroto de una regia pelea entre tigres, el bramido de los arrogantes ciervos macho o el constante golpeteo de un viejo jabalí, que afila sus colmillos en un tronco. En momentos como aquel, Gisborne dejaba de lado su arma apenas usada, pues para él era pecado matar. En verano, con los violentos calores de mayo, el acusaba la calima y Gisborne permanecía al acecho de la primera espiral de humo que delatara un incendio en el bosque. Luego llegaba la lluvia, acompañada de un estruendo, y el desaparecía bajo una oleada tras otra de cálida neblina, y durante toda la noche se oía el repiqueteo de los goterones contra las enormes hojas; y el correr del agua, y el crujido del jugoso verdor cuando el viento lo azotaba; y los relámpagos se entrelazaban tras el denso follaje, hasta que el sol conseguía liberarse de nuevo y la cálida periferia del ascendía como el humo hacia el cielo recién lavado. Entonces el calor y el frío seco volvían a teñirlo todo de un color como de tigre. Así aprendió Gisborne a conocer su , y se sentía muy feliz. Recibía su paga mes tras mes, aunque apenas necesitaba dinero. Los billetes fueron acumulándose en el cajón donde guardaba la correspondencia familiar y la máquina de recargar cartuchos. Si cogía algo era para gastarlo en el Jardín Botánico de Calcuta o para pagar a la viuda de algún guardabosques una suma que el gobierno de la India jamás habría autorizado por la muerte del marido.

Estaba bien pagar, pero la venganza era también necesaria, y Gisborne la llevaba a cabo cuando podía. Una noche como tantas llegó corriendo un mensajero, jadeante y sin aliento, con la noticia de que un guardabosques yacía muerto junto al río Kanye, con la sien destrozada como si fuera una cáscara de huevo. Gisborne partió en busca del asesino al amanecer. Tan solo quienes viajan, y algún que otro joven soldado, tienen fama de grandes cazadores. Los funcionarios de Bosques consideran que el forma parte de su trabajo diario, y nadie les oye hablar de ello. Gisborne fue a pie hasta el lugar del asesinato: la viuda lloraba sobre el cadáver, que habían tendido en una camilla, mientras dos o tres hombres examinaban las huellas en la tierra húmeda.

—Ha sido el Rojo —dijo un hombre—. Sabía que acabaría atacando a los humanos, aunque sin duda aún quedan suficientes animales incluso para él. Habrá hecho esto por pura maldad.

—El Rojo se esconde en las rocas, más allá del árbol de —dijo Gisborne, pues conocía al tigre del que sospechaban.

—Ahora no, sahib, ahora no. Andará merodeando ruge que te ruge de acá para allá. Recuerde que cuando se mata por primera vez, no hay dos sin tres. Nuestra sangre los vuelve locos. Puede que ahora mismo lo tengamos detrás.

—Puede que haya ido a la cabaña de al lado —dijo otro hombre—. Está tan solo a cuatro . Wallah, ¿quién es ese?

Gisborne y los demás se volvieron. Un hombre bajaba por el cauce seco del río, casi desnudo, con un taparrabos y una corona de trepadora convólvulo con campanillas blancas. Avanzaba sobre los pequeños guijarros con tal sigilo que incluso Gisborne, acostumbrado a las silenciosas pisadas de los rastreadores, se sobresaltó.

—El tigre que ha matado —empezó a decir, sin siquiera saludar— ha ido a beber, y ahora duerme bajo una roca, detrás de esa montaña.

Su voz era clara y armoniosa, completamente distinta del habitual tono quejumbroso de los nativos, y su rostro, a la luz del sol, se diría que era el de un ángel perdido por los bosques. La viuda dejó de llorar sobre el cadáver y miró al extraño con los ojos como platos, y a continuación se entregó a su deber con redobladas energías.

—¿Se lo muestro al sahib? —se limitó a responder el hombre.

—Si estás seguro… —empezó a decir Gisborne.

—Desde luego que sí. Lo vi hace solo una hora… a ese perro. Todavía no le toca comer carne humana: aún le queda una docena de dientes sanos en su malévola cabeza.

Los hombres arrodillados junto a las huellas se escabulleron con disimulo por miedo a que Gisborne les pidiera que lo acompañaran, y el joven soltó una risita.

—Vamos, sahib —exclamó. Dicho esto, dio media vuelta y echó a andar delante de su compañero.

—No tan deprisa. No puedo seguir ese ritmo —dijo el hombre blanco—. Detente. Tu cara no me suena.

—Es posible. Como quien dice, soy un recién llegado en este bosque.

—¿De qué poblado eres?

—No soy de ningún poblado. Vengo de allá. —Extendió el brazo en dirección al norte.

—¿Eres un vagabundo, entonces?

—No, sahib. Soy un hombre sin casta, y en realidad también sin padre.

—¿Por qué nombre te conocen?

—Mowgli, sahib. ¿Y cuál es el nombre del sahib?

—Soy el responsable de este . Mi nombre es Gisborne.

—¿Cómo? ¿Aquí cuentan los árboles y las briznas de hierba?

—Exacto, no vaya a ser que los vagabundos como tú les prendan fuego.

—¡¿Yo?! Yo no haría daño a la selva por nada del mundo. Es mi hogar.

Se volvió hacia Gisborne con una sonrisa a la que era imposible resistirse, y levantó la mano a modo de advertencia.

—Vamos, sahib, debemos avanzar sin hacer demasiado ruido. No hay necesidad de despertar al perro, aunque tiene un sueño bastante profundo. A lo mejor vale más que me adelante yo y lo traiga hasta el sahib siguiendo la dirección el viento.

—¡Por Alá! ¿Desde cuándo los tigres se dejan llevar de acá para allá por hombres desnudos como si fueran ganado? —dijo Gisborne, horrorizado ante el atrevimiento de aquel hombre.

El joven volvió a soltar una risita.

—Mejor dicho, venga conmigo y dispárele a su manera con ese gran rifle inglés.

Gisborne avanzó tras su guía, retorciéndose, arrastrándose y trepando, y encaramándose y sufriendo todos los tormentos que conlleva recorrer la selva. Estaba colorado y empapado en sudor cuando Mowgli por fin le pidió que levantara la cabeza y se asomara por encima de una roca azul abrasada por el sol, cerca de la cual había una pequeñísima laguna. El tigre estaba tumbado tranquilamente junto a la orilla, limpiándose a lametazos su enorme codo y la zarpa delantera. Era viejo, tenía los dientes amarillos y parecía bastante sarnoso. Sin embargo, en aquel escenario y a plena luz de día resultaba imponente.

Gisborne no albergaba grandes esperanzas de divertirse, tratándose del devorador de hombres. Lo que tenía delante era un mal bicho, y había que matarlo cuanto antes. Esperó hasta recuperar el aliento, apoyó el rifle en la roca y silbó. La fiera giró la cabeza poco a poco, a menos de seis metros de la boca del rifle, y Gisborne le metió dos balazos, con profesionalidad, uno detrás del hombro y el otro justo debajo del ojo. A esa distancia, los fuertes huesos no protegían de las balas desgarradoras.

—Bueno, no merecía la pena conservar la piel —comentó, mientras el humo se disipaba y la fiera, tumbada, agitaba las patas y resollaba en su agonía final.

—Una muerte de perro para un perro —dijo Mowgli en voz baja—. Pues no, no vale la pena llevarse nada de esa carroña.

—Los bigotes. ¿No vas a llevártelos? —preguntó Gisborne, pues sabía que los rastreadores del bosque valoraban esa clase de cosas.

—¿Yo? ¿Acaso soy un piojoso para andar jugueteando con el hocico de un tigre? Déjelo donde está. Ahí vienen ya sus amigos.

Un milano descendió lanzando un estridente silbido cuando Gisborne sacó los cartuchos vacíos y se enjugó la cara.

—Pues si no eres un , ¿dónde has aprendido tantas cosas de los tigres? —preguntó—. Un rastreador no lo habría hecho mejor que tú.

—Odio a todos los tigres —le espetó Mowgli—. Permítame el sahib que le lleve el rifle. Es un arma estupenda. ¿Adónde irá el sahib ahora?

—A mi casa.

—¿Puedo acompañarle? Todavía no he visto nunca la casa de un hombre blanco por dentro.

Gisborne regresó a su bungalow. Mowgli iba delante, avanzando a buen paso sin hacer ruido, y su piel morena brillaba bajo el sol.

Observó con curiosidad la galería y las dos sillas que había en ella, palpó con recelo las persianas de bambú y entró, sin dejar de mirar atrás. Para evitar que se colara el sol, Gisborne soltó una persiana, que cayó con estrépito. Y aún no había tocado el enlosado de la galería cuando Mowgli ya se había alejado de un salto y estaba plantado al aire libre con la respiración agitada.

—¡Es una trampa! —dijo con atropello.

Gisborne se echó a reír.

—Los hombres blancos no ponen trampas a los hombres. Está muy claro que perteneces a la selva de la cabeza a los pies.

—Ya veo —dijo Mowgli—: ni te quedas atrapado ni te caes. Nunca había visto nada igual.

Entró de puntillas, y abrió mucho los ojos al ver los muebles de las dos habitaciones. Abdul Gafur, que estaba sirviendo la comida, lo miró con profunda aversión.

—¡Cuánto trabajo para comer, y cuánto trabajo para tumbarse después de comer! —dijo Mowgli con una sonrisa—. En la selva nos apañamos mejor. Esto es una maravilla. Aquí hay un montón de cosas que cuestan mucho dinero. ¿No tiene miedo el sahib de que le roben? Nunca había visto cosas tan maravillosas. —Se había quedado mirando una polvorienta bandeja de bronce de Benarés que estaba sobre una repisa destartalada.

—Solo un ladrón de la selva robaría aquí —dijo Abdul Gafur haciendo ruido al colocar un plato. Mowgli abrió bien los ojos y observó al musulmán barbiblanco.

—En mi tierra, cuando las cabras balan muy fuerte les cortamos el cuello —repuso tan fresco—. Pero no tengas miedo, ya me voy.

Dio media vuelta y se adentró en el . Gisborne lo siguió con la mirada y soltó una carcajada que culminó con un pequeño suspiro. Al funcionario de Bosques no le interesaban demasiadas cosas, aparte del trabajo cotidiano, y ese hijo de la selva, que parecía conocer a los tigres como algunas personas conocen a los perros, habría supuesto una diversión.

«Es un chico excepcional —pensó Gisborne—. Es como las ilustraciones del . Ojalá se hubiera quedado para ser mi porteador de armas. No tiene gracia cazar solo, y ese chico habría sido un perfecto. Me gustaría saber a qué se dedica».

Aquella noche Gisborne se sentó en la galería bajo las estrellas, a fumar mientras pensaba. De la cazoleta de la pipa salió una nube de humo y formó una voluta. Cuando se disipó, Gisborne vio a Mowgli sentado en el borde de la galería con los brazos cruzados. Un fantasma no habría aparecido de forma más silenciosa. Del susto, Gisborne dejó caer la pipa.

—Ahí fuera, en el , no hay nadie con quien hablar —dijo Mowgli—. Por eso he venido.

Recogió la pipa y se la devolvió a Gisborne.

—Vaya —exclamó Gisborne, y tras una larga pausa añadió—: ¿Qué hay de nuevo en el ? ¿Has encontrado otro tigre?

—Los están cambiando de pastos con la luna nueva, como es su costumbre. Los jabalíes buscan alimento cerca del río Kanye porque no irán a comer con los ; y un leopardo ha matado a una puerca en el nacimiento del río, donde crecen las hierbas altas. No sé nada más.

—¿Y cómo sabes todas esas cosas? —dijo Gisborne, inclinándose hacia delante para mirar aquellos ojos que brillaban a la luz de las estrellas.

—¿Cómo no iba a saberlas? Los tienen sus costumbres, y hasta un niño sabe que los jabalíes no comen con ellos.

—Pues yo no lo sabía —dijo Gisborne.

—Mmm… ¿Y se ocupa usted de todo este , como dicen los hombres de las cabañas?

Mowgli soltó una risita.

—Eso de andar contando historias está muy bien —repuso Gisborne, molesto por la risita—. Puedes decir que en el pasa esto y lo otro porque no hay nadie para negarlo.

—Pues mañana le enseñaré el esqueleto de la puerca muerta —contestó Mowgli sin inmutarse—. Y si el sahib me espera aquí sentado en silencio, le traeré un , y si escucha con atención, el sahib sabrá de dónde viene.

—Mowgli, la selva te ha vuelto loco —dijo Gisborne—. ¿Quién sería capaz de guiar un a su antojo?

—¡Silencio! Quédese ahí en silencio. Me voy.

—¡Caray! ¡Este chico es un fantasma! —exclamó Gisborne, pues Mowgli había desaparecido en la oscuridad y no se oían sus pasos.

El se extendía formando grandes pliegues de terciopelo bajo el brillo trémulo de las estrellas; tal era la quietud que el más mínimo soplo de viento entre las copas de los árboles sonaba como el suspiro de un niño que duerme plácidamente. Abdul Gafur estaba apilando platos en la cocina.

—¡Silencio! —gritó Gisborne, y se dispuso a escuchar como sabe hacerlo un hombre acostumbrado a la quietud del .

Había adoptado el hábito, para conservar la dignidad en aquel aislamiento suyo, de arreglarse todas las noches para cenar, y la pechera almidonada de la camisa blanca crujía al ritmo de su respiración regular hasta que se colocó un poco de lado. Entonces se oyó el rumor del tabaco de la pipa, que se había obstruido, y Gisborne la apartó. Ahora el mutismo del era absoluto, salvo por la brisa nocturna.

Desde una distancia inconcebible, prolongándose a través de la inconmensurable oscuridad, llegó el eco debilísimo del aullido de un lobo. Luego, otra vez silencio durante lo que parecieron horas y horas. Por fin, cuando Gisborne ya no notaba las piernas de las rodillas para abajo, oyó algo, tal vez un susurro lejano entre el sotobosque. Vaciló hasta que el sonido se repitió una vez y otra más.

—Viene del oeste —masculló—. Algo anda por ahí.

El ruido aumentó —chasquido tras chasquido, golpe tras golpe—, y se le sumaron los mugidos broncos de un presuroso, que huía aterrado sin fijarse por dónde pasaba.

Una sombra emergió entre los troncos de los árboles, se volvió de espaldas, dio otra vez media vuelta con un mugido y tras patear la tierra desnuda, pasó volando casi al alcance de su mano. Era un macho, empapado de rocío; del lomo le colgaba el tallo arrancado de una trepadora y sus ojos brillaban bajo la luz procedente de la casa. La criatura se asustó al ver al hombre y huyó bordeando el hasta desvanecerse en la oscuridad. Lo primero que acudió a la perpleja mente de Gisborne fue lo indecente que era hacer salir al gran Macho Azul del tan solo para una inspección, perseguirlo en una noche que debería haber pasado a sus anchas.

Entonces, mientras permanecía allí plantado observando, una voz melodiosa le habló al oído:

—Ha venido desde el nacimiento del río, adonde guiaba a la manada. Del oeste. ¿Me cree el sahib ahora o quiere que le traiga toda la manada para que la cuente? El sahib es el responsable de este .

Mowgli había vuelto a sentarse en la galería y su respiración era algo agitada. Gisborne lo miró boquiabierto.

—¿Cómo te las has arreglado? —preguntó.

—El sahib ya lo ha visto. El se ha dejado guiar… guiar como un búfalo. ¡Ja, ja! Cuando vuelva con la manada, tendrá una historia interesante que contar.

—Para mí esto es nuevo. ¿O sea que puedes correr tanto como un ?

—El sahib ya lo ha visto. Si en algún momento necesita saber más cosas acerca de los movimientos de los animales, aquí está Mowgli. Este es un buen . Me quedaré aquí.

—Sí, quédate. Y si en algún momento necesitas comida, mis sirvientes te la darán.

—Claro. Me encanta la comida caliente —se apresuró a responder Mowgli—. Nadie puede decir que no como carne hervida y asada como cualquiera. Vendré a comer. Ahora, por lo que a mí respecta, prometo al sahib que estará a salvo en esta casa por la noche, y que ningún ladrón entrará para llevarse esos tesoros suyos que cuestan tanto dinero.

La conversación cesó con la repentina marcha de Mowgli. Gisborne se quedó un buen rato pensando y fumando, y llegó a la conclusión de que en Mowgli había encontrado por fin al rastreador y guardabosques ideal que tanto él como el resto del departamento buscaban desde siempre.

—Tengo que encontrar la manera de introducirlo en el servicio oficial. Un hombre capaz de guiar a un sabe más cosas del que cincuenta funcionarios. Es un portento, un , y será guardabosques si consigo que se establezca en un sitio —dijo Gisborne.

La opinión de Abdul Gafur no era tan favorable. A la hora de acostarse le dijo en confianza a Gisborne que era muy probable que un extranjero procedente de Dios sabe dónde fuera un ladrón profesional, y que a él personalmente le disgustaban los parias que andaban desnudos y no sabían dirigirse correctamente a los blancos. Gisborne se echó a reír y le pidió que se retirara a sus dependencias. Abdul Gafur obedeció a regañadientes. Entrada la noche, halló un momento oportuno para levantarse y dar unos azotes a su hija de trece años. Nadie sabía las razones de la reprimenda, pero Gisborne oyó los gritos.

Durante los días siguientes, Mowgli iba y venía como una sombra. Se había instalado, junto con sus selváticas pertenencias, cerca del bungalow aunque en los límites del , donde Gisborne, cuando salía a la galería para aspirar una bocanada de aire fresco, lo veía a veces sentado a la luz de la luna, con la frente apoyada en las rodillas, o tumbado sobre una rama, pegado a ella como un animal nocturno. Desde allí, Mowgli le enviaba un saludo y le deseaba felices sueños, o bajaba al suelo y relataba historias maravillosas sobre el comportamiento de los animales del . Una vez entró en los establos, y lo encontraron examinando los caballos con gran interés.

—Eso es señal de que algún día robará uno —dijo Abdul Gafur con malicia—. ¿Por qué no se busca un trabajo decente, ya que vive tan cerca de la casa? No, claro, tiene que dedicarse a deambular arriba y abajo como un camello extraviado, calentándoles la cabeza a los tontos y dejando boquiabiertos a los insensatos.

Así que Abdul Gafur hablaba muy mal a Mowgli cuando se encontraban; le ordenaba que fuera a por agua y que desplumara las aves, y Mowgli obedecía, riendo sin inmutarse.

—No tiene casta —decía Abdul Gafur—. Es capaz de cualquier cosa. No baje la guardia, sahib, no sea que el chico se exceda. Una serpiente es una serpiente, y un vagabundo de la selva es un ladrón hasta la muerte.

—Cállate —dijo Gisborne—. Te permito que te ocupes de corregir a los tuyos si no provocas excesivo alboroto, porque conozco tus usos y costumbres. Las mías tú no las conoces. El chico, desde luego, está un poco loco.

—Si solo fuera un poco… —dijo Abdul Gafur—. Pero ya veremos lo que pasa.

Al cabo de varios días, el deber obligó a Gisborne a permanecer en el durante tres días. Abdul Gafur se quedó en la casa, pues era viejo y gordo, y no le gustaba alojarse en las cabañas de los rastreadores; más bien prefería, en nombre de su amo, recaudar grano, aceite y leche de quienes apenas podían permitirse tales bendiciones. Gisborne partió un día de madrugada, un poco desconcertado porque el joven de los bosques no había acudido a su puerta para acompañarlo. Le caía bien; le gustaban su fuerza, su agilidad y sus pasos sigilosos, su amplia sonrisa fácil, su ignorancia en lo referente a todo tipo de saludos y ceremonias, y sus cuentos infantiles (a los que Gisborne había empezado a dar crédito) sobre cómo cazaban los animales en el . Tras cabalgar durante una hora a través de la vegetación, oyó detrás un susurro de hojas. Mowgli trotaba junto a su estribo.

—Tenemos trabajo para tres días con los árboles nuevos —anunció Gisborne.

—Bien —dijo Mowgli—. Siempre va bien cuidar a los árboles jóvenes. Sirven para esconderse, siempre y cuando las fieras los dejen tranquilos. Tenemos que sacar de allí otra vez a los jabalíes.

—¿Cómo que otra vez? —Gisborne sonrió.

—Ah, ayer por la noche estaban escarbando y afilándose los colmillos en los jóvenes. Los ahuyenté. Por eso esta mañana no he ido a su casa. Los jabalíes no pintan nada en este lado del . Debemos confinarlos más allá de las fuentes del río Kanye.

—Tal vez podría hacerlo un hombre capaz de ahuyentar las nubes; pero, Mowgli, si como dices eres el pastor del y no pides dinero ni nada a cambio…

—Es el del sahib —dijo Mowgli, buscando rápidamente su mirada.

Gisborne asintió en señal de agradecimiento y prosiguió.

—¿No preferirías trabajar para el gobierno a cambio de un sueldo? Cuando llevas mucho tiempo en el servicio, cobras una pensión.

—Ah, ya lo he pensado —dijo Mowgli—. Pero los rastreadores viven en cabañas con puertas cerradas, y para mí eso es como estar atrapado. Aun así lo pensaré y…

—Pues piénsalo bien y ya me responderás luego. Ahora nos pararemos aquí a desayunar.

Gisborne bajó del caballo, sacó su comida matinal de las toscas alforjas hechas a mano y observó que el día se iba despejando sobre el . Mowgli se tumbó a su lado sobre la hierba, mirando al cielo.

Al cabo de un momento musitó con pereza:

—Sahib, ¿en el bungalow tienen órdenes de sacar la yegua blanca hoy?

—No. Está gorda y vieja, y además cojea un poco. ¿Por qué?

—Alguien cabalga sobre ella, y no despacio, por el camino que lleva a la línea de ferrocarril.

—Bah, eso está a dos . Será un pájaro carpintero.

Mowgli levantó el brazo para protegerse la vista del sol.

—El camino se adentra trazando una gran curva desde el bungalow. No hay más de un , como mucho, a la velocidad de un milano; y el sonido vuela con los pájaros. ¿Lo comprobamos?

—¡Qué tontería! Recorrer un con este sol para comprobar de dónde viene un ruido del bosque.

—Ya, pero es la yegua del sahib. Solo quiero traerla aquí. Si no es la yegua del sahib, no pasa nada. Si lo es, el sahib puede hacer lo que quiera. Cabalgan con ganas, no hay duda.

—¿Y cómo piensas traerla hasta aquí, loco?

—¿Se le ha olvidado al sahib? De la misma forma que al , ni más ni menos.

—Pues arriba, y corre, si tanto interés tienes.

—¡Ah, no! ¡Yo no corro!

Extendió la mano para pedir silencio, y sin incorporarse siquiera gritó tres veces, emitiendo un sonido vibrante y gutural que Gisborne no conocía.

—Vendrá ella —dijo al fin—. Nosotros esperaremos a la sombra.

Las largas pestañas se cerraron sobre aquellos ojos selváticos cuando Mowgli empezó a adormilarse bajo el silencio de la mañana. Gisborne aguardó con paciencia: no cabía duda de que Mowgli estaba loco, pero era el compañero más divertido que un solitario funcionario de Bosques pudiera desear.

—¡Ja, ja! —rió Mowgli perezosamente, con los ojos cerrados—. Se ha caído. Bueno, primero vendrá la yegua y luego el hombre.

Y bostezó en el momento en que el semental de Gisborne relinchaba. Tres minutos más tarde, la yegua blanca, ensillada y embridada pero sin jinete, irrumpió en el claro donde estaban descansando y corrió al lado de su compañero.

—No ha pasado mucho calor —dijo Mowgli—, aunque con este calor se suda enseguida. Ahora veremos al jinete, pues un hombre va más despacio que un caballo, sobre todo si es gordo y viejo.

—¡Por Alá! ¡Esto es cosa del demonio! —gritó Gisborne levantándose de un salto, tras oír un grito en la selva.

—Descuide, sahib. No le harán daño. También a él le parecerá cosa del demonio. ¡Ah! ¡Escuche! ¿Quién es ese?

Era la voz de Abdul Gafur, que gritaba aterrorizado, profiriendo súplicas a seres desconocidos para que se apiadaran de él y de sus cabellos blancos.

—Por favor, no puedo dar ni un paso más —chilló—. Soy viejo, y he perdido el turbante. ¡Arre! ¡Arre! Bueno, ya voy. Ya me doy prisa. ¡Ya corro! ¡Ah, diablos del averno, soy un buen musulmán!

El sotobosque se abrió y apareció Abdul Gafur, sin turbante, sin zapatos, con un puñado de barro y hierba en cada mano, con la faja colgando y el rostro colorado. Cuando vio a Gisborne, soltó un grito y cayó de bruces a sus pies, exhausto y tembloroso. Mowgli lo observaba con una dulce sonrisa.

—Esto no es una broma —lo reprendió Gisborne con dureza—. Este hombre está a punto de morir, Mowgli.

—No se morirá. Solo está asustado. No tenía por qué haber hecho todo ese camino.

Abdul Gafur se levantó con un gruñido; le temblaba todo.

—Es cosa de brujas. ¡De brujas y de demonios! —sollozó y hurgó con la mano en su pecho—. Por mi pecado el demonio me ha arrastrado por los bosques. Pero se acabó. Estoy arrepentido. ¡Lléveselos, sahib! —Le tendió un rollo de papel sucio.

—¿Qué significa esto, Abdul Gafur? —dijo Gisborne, que ya sabía lo que ocurriría a continuación.

—¡Lléveme a la ! Aquí están todos los billetes, pero enciérreme bien para que no me sigan los demonios. He pecado contra el sahib y contra la sal que me ha dado de comer; y de no haber sido por esos malditos demonios de los bosques, habría comprado un pedazo de tierra lejos de aquí y viviría en paz el resto de mis días.

Golpeó repetidamente la cabeza contra el suelo, agonizando de desesperación, mortificándose. Gisborne dio varias vueltas al rollo de billetes. Era el salario acumulado durante los últimos nueve meses, el rollo que guardaba en el cajón junto con la correspondencia familiar y la máquina de recargar cartuchos. Mowgli observó a Abdul Gafur, riendo para sus adentros.

—No tengo necesidad de volver a montar ese caballo. Regresaré a casa caminando con el sahib, y luego podrá mandarme bajo vigilancia a la . El gobierno impone muchos años por este delito —dijo el mayordomo con gesto avinagrado.

La soledad del afecta a muchas ideas en relación con muchas cosas. Gisborne se quedó mirando a Abdul Gafur, recordando que era un buen criado, y que un mayordomo nuevo tendría que aprender todas las costumbres de la casa desde buen principio, y en el mejor de los casos eso implicaría un rostro nuevo y una lengua nueva.

—Escucha, Abdul Gafur —empezó a decir—, has obrado muy mal, y ya has perdido tu y tu reputación. Pero creo que has actuado por impulso.

—¡Por Alá! ¡Jamás había deseado esos billetes! El diablo me tenía cogido por el cuello mientras los miraba.

—Eso también lo creo. Regresa, pues, a mi casa, y cuando yo llegue mandaré que lleven los billetes al banco, y no se hablará más de esto. Eres demasiado viejo para ir a la . Además, tu familia no tiene la culpa.

A modo de respuesta, Abdul Gafur emitió un sollozo entre las botas de montar de piel de vaca de Gisborne.

—Entonces… ¿no me despedirá? —Tragó saliva.

—Eso ya lo veremos. Depende de cómo te comportes a la vuelta. Móntate en la yegua y cabalga despacio.

—Pero… ¡¿y los demonios?! El está lleno de demonios.

—No pasa nada, padre mío. No te harán ningún daño, a menos, claro, que no obedezcas las órdenes del sahib —dijo Mowgli—. De ser así, puede que por ventura te lleven a casa… por el camino de los .

Abdul Gafur se quedó boquiabierto mirando a Mowgli mientras se apresuraba a enrollarse la faja.

—¿Son suyos los demonios? ¡Suyos! ¡Y yo que había pensado volver y echarle la culpa a este brujo…!

—Eso está muy bien, , pero antes de preparar una trampa hay que comprobar el tamaño del animal que ha de caer en ella. Yo creía tan solo que un hombre se había llevado uno de los caballos del sahib. No sabía que pretendías convertirme en un ladrón a ojos del sahib, sino mis demonios te habrían arrastrado hasta aquí por los tobillos. Aunque aún no es demasiado tarde.

Mowgli lanzó a Gisborne una mirada inquisitiva, pero Abdul Gafur avanzó tambaleándose y con prisas hasta la yegua blanca, montó como pudo y se marchó; dejando en el sendero una estela de ecos y crujidos.

—No ha estado mal —dijo Mowgli—, pero volverá a caerse si no se agarra a la crin.

—Es hora de que me expliques de qué va todo eso —dijo Gisborne con cierta severidad—. ¿Qué es eso de los demonios? ¿Cómo es posible llevar a los hombres de acá para allá por el como si fueran ganado? Responde.

—¿Está enfadado el sahib porque he salvado su dinero?

—No, pero aquí hay trampa y no me hace gracia.

—Muy bien. Pues si ahora me levanto y doy tres pasos hacia el , nadie, ni siquiera el sahib, podrá encontrarme hasta que yo lo decida. Pero al igual que no quiero hacer eso, tampoco quiero contestar. Tenga un poco de paciencia, sahib, y algún día se lo enseñaré todo; si quiere, algún día guiaremos juntos al ciervo. Los demonios no tienen nada que ver con todo esto. Solo es que… conozco el como conoce un hombre la cocina de su casa.

Mowgli hablaba como si lo hiciera con un chiquillo impaciente. Gisborne, confuso, desconcertado y muy enfadado, no dijo nada, pero se quedó mirando al suelo, pensativo. Cuando levantó la vista, el joven de los bosques se había ido.

—No está bien que los amigos se enfaden —dijo una voz serena desde la maleza—. Espere hasta esta noche, sahib, cuando refresque.

Gisborne, a solas consigo mismo, abandonado en el corazón del —por decirlo de algún modo—, empezó a maldecir, y luego soltó una carcajada, montó en el caballo y siguió su camino. Visitó la cabaña de un rastreador, supervisó un par de plantaciones nuevas, dio unas órdenes relativas a prender fuego a una zona donde la hierba se había secado y se dispuso a buscar un sitio donde acampar a su gusto, con trozos de roca apilados y cubierto de ramas y hojas, no muy lejos de la ribera del Kanye. Se había puesto el sol cuando avistó su lugar de descanso, y el despertaba a la voraz y sigilosa vida nocturna.

En el altozano oscilaba la llama de una hoguera, y con el viento llegaba el aroma de una sabrosa cena.

«Mmm… —pensó Gisborne—, seguro que es mejor que la carne fría. Claro que el único hombre que es probable que esté aquí es Muller, y oficialmente debería estar cuidando del de Changamanga. Imagino que por eso está en mis terrenos».

El alemán gigantón que estaba al frente de Bosques y Selvas de toda la India, mandamás de los rastreadores desde Birmania hasta Bombay, tenía por costumbre andar revoloteando de aquí para allá cual murciélago sin previo aviso, y dejarse caer precisamente donde menos lo esperaban. Tenía la teoría de que las visitas por sorpresa, el descubrimiento de deficiencias y las reprimendas de viva voz a un subordinado funcionaban infinitamente mejor que los lentos canales de la correspondencia, que podían acabar en una amonestación oficial, algo que al cabo de los años supondría, tal vez, una mácula en el expediente de un funcionario de Bosques. Tal como él explicaba: «Si me a mis muchachos como si fuera su tío holandés, ellos “es solo ese pesado de Muller”, y la próxima vez se mejor. Pero si mi ayudante, el muy tonto, y dice que Muller, el inspector general, no lo entiende y está muy enfadado… , no hacemos nada porque yo no estoy allí, y segundo, el bobo de mi sucesor podría decirles a mejores chicos: “Mi os ha echado una ”. Y ya os digo yo que ningún sermón de un pez gordo hace los árboles».

La voz profunda de Muller procedía de la oscuridad, de detrás de la hoguera, pues allí estaba él, encorvado sobre su cocinero favorito.

—¡No te pases con la salsa, hijo de Belial! La salsa es un condimento y no una bebida. Ah, Gisborne, va a asistir a una cena muy mala. ¿Dónde tiene el campamento? —Se levantó para estrecharle la mano.

—El campamento soy yo, señor —dijo Gisborne—. No sabía que estaba por aquí.

Muller contempló la esbelta figura del joven.

—¡Bien! ¡Eso está muy bien! Un caballo y comida . Cuando yo era joven mi campamento también era así. Bueno, cenará conmigo. El mes pasado fui a las oficinas para escribir un informe. Escribí la mitad, je, je; y el resto se lo dejé a mis ayudantes y vine a dar una vuelta por aquí. El gobierno va como loco de los informes. Se lo dije al virrey en Simla.

Gisborne soltó una risita al recordar las muchas historias que se contaban sobre los problemas de Muller con el gobierno supremo. En todas las oficinas tenía licencia para hacer y deshacer, pues como funcionario de Bosques no tenía parangón.

—Mire, Gisborne, si lo encuentro sentado en su bungalow informes sobre las plantaciones en vez de montarse en su caballo para ir a verlas, le al centro del desierto de Bikanir a repoblarlo de árboles. Estoy cansado de tanto informe y tanto papel mojado cuando se tendría que estar .

—No hay peligro de que yo pierda mucho el tiempo con los informes anuales. Los detesto tanto como usted, señor.

Llegados a ese punto, la conversación pasó a abordar temas profesionales. Muller hizo algunas preguntas, y Gisborne acató órdenes y recibió consejos, hasta que la cena estuvo lista. Era la comida más civilizada que Gisborne había probado en meses. Al cocinero de Muller no se le permitía que la distancia, por lejana que fuera la procedencia de las provisiones, entorpeciera su trabajo; y ese despliegue de manjares en plena naturaleza salvaje empezó con unos pescaditos de agua dulce picantes, y terminó con café y coñac.

—¡Ah! —exclamó Muller cuando acabó, suspirando satisfecho mientras encendía un puro y se recostaba en su desgastada hamaca—. Cuando redacto informes soy y ateo, pero aquí, en el , soy algo más que cristiano. También soy pagano.

Se colocó el extremo del puro bajo la lengua haciéndolo rodar con deleite, posó las manos sobre las rodillas, y fijó la mirada en el lóbrego y cambiante corazón del , lleno de ruidos furtivos: los chasquidos de las ramas, como los del fuego que tenía detrás; el susurro y el crujido de un tallo combado por el calor que con el fresco de la noche recobraba su forma erecta; el incesante murmullo del río Kanye, y el susurro de la poblada hierba de las tierras altas, más allá de la ondulación de un monte, donde no alcanzaba la vista. Exhaló una densa bocanada de humo y empezó a citar a Heine para sí.

—Sí, es muy bueno. Muy bueno. «Sí, yo milagros, y sabe Dios que ocurren de verdad». Recuerdo cuando el no era más alto que tu rodilla, desde aquí hasta las tierras de cultivo, y durante la sequía el ganado comía huesos de ganado que yacía muerto aquí y allá. Ahora vuelve a haber árboles. Los plantó un , porque sabía que las causas tienen su efecto. Pero los árboles dan culto a sus propios dioses de siempre… «Y lloran los dioses .» No pueden vivir en el , Gisborne.

Una sombra se movió en una de las sendas de caballos; se movió y salió a la luz de las estrellas.

—He dicho la verdad. ¡Silencio! Aquí tenemos a un fauno que viene a ver a su inspector general. ¡Pero si es el dios! ¡!

Era Mowgli, con su corona de campanillas blancas y una rama medio pelada a modo de cayado; Mowgli, que no se fiaba nada del fuego y estaba preparado para volver volando a la espesura a la menor señal de alarma.

—Es mi amigo —dijo Gisborne—. Me está buscando. ¡Eh, Mowgli!

Muller apenas había ahogado un suspiro cuando el chico ya estaba junto a Gisborne, gritando:

—He hecho mal en irme. He hecho mal. Pero entonces no sabía que la compañera del que matamos en la orilla del río estaba despierta buscando al sahib. Si no, no me habría ido. Sahib, ella le ha seguido la pista desde los montes más alejados.

—Está un poco loco —dijo Gisborne—, y habla de todos los animales de por aquí como si fueran sus amigos.

—Claro, claro… Si no los conoce el fauno, ¿quién va a conocerlos? —dijo Muller con gravedad—. ¿Qué dice de los este dios que le conoce tan bien a usted?

Gisborne volvió a encender su puro, que se consumió hasta alcanzarle el bigote antes de que hubiera acabado de relatar la historia de Mowgli y sus proezas. Muller escuchó sin interrumpir.

—Eso no es —dijo por fin cuando Gisborne le hubo descrito lo ocurrido con Abdul Gafur—. Eso no es para nada.

—¿Qué es, pues? Esta mañana me ha dejado plantado por preguntarle cómo lo había hecho. Creo que ese chico está poseído o algo así.

—No, no está poseído, más bien es una . Suelen morir jóvenes, esos chicos. ¿Y dice que ese criado no sabía qué guiaba a su yegua? Y, desde luego, el no pudo hablar…

—No, pero… ¡Maldita sea! Allí no había nada. Presté atención, y tengo buen oído. El macho y el hombre llegaron a toda prisa… aterrorizados.

A modo de respuesta, Muller miró a Mowgli de pies a cabeza, luego le hizo señas para que se acercara. El joven se acercó como un cervatillo que anda con pies de plomo por un camino peligroso.

—No hay —dijo Muller en la lengua vernácula—. Muéstrame un .

Deslizó la mano hasta llegar al codo, lo palpó y asintió.

—Me lo imaginaba. la rodilla.

Gisborne vio que palpaba la rótula la y sonrió. Dos o tres cicatrices blancas justo encima del tobillo captaron su atención.

—¿Son de cuando muy joven? —preguntó Muller.

—Sí —respondió Mowgli con una sonrisa—. Son muestras de cariño de los más pequeños. —Entonces se volvió hacia Gisborne—. Este sahib lo sabe todo. ¿Quién es?

—Eso te lo después, amigo. A ver, ¿dónde están esos que dices?

Mowgli trazó un círculo con la mano alrededor de su cabeza.

—¡! ¿Y sabes guiar a los ? ¡! Ahí está mi yegua, atada a las estacas. ¿Puedes que venga aquí sin asustarla?

—¿Que si puedo hacer que la yegua venga hasta el sahib sin asustarla? —repitió Mowgli, elevando el tono de voz—. Es muy fácil si las cuerdas de las patas están sueltas.

—¡Suéltale la cabeza y las patas! —gritó Muller al mozo, que apenas había soltado las cuerdas cuando la yegua, un ejemplar australiano de color negro, levantó la cabeza e irguió las orejas.

—¡Cuidado! No que se pierda en el —advirtió Muller.

Mowgli permanecía en silencio, frente al fuego: era la viva estampa de ese dios griego que las novelas se recrean tanto describiendo. La yegua relinchó, levantó una pata trasera, notó que las cuerdas estaban sueltas y trotó hacia su amo, en cuyo pecho posó la cabeza, algo sudorosa.

—Ha venido sola. ¡Mis caballos también lo hacen! —exclamó Gisborne.

—Comprueba si está sudando —dijo Mowgli.

Gisborne posó una mano en el lomo húmedo.

—Ya está bien —dijo Muller.

—Ya está bien —repitió Mowgli, y una roca a su espalda le devolvió las palabras.

—Es rarísimo, ¿verdad? —dijo Gisborne.

—No, no, tan solo una … una auténtica . ¿No lo comprende aún, Gisborne?

—Debo confesar que no.

—Bueno, entonces vale más que no se lo explique. El chico dice que algún día se lo enseñará. Si yo se lo explicara, sería . Lo que no entiendo es por qué no ha muerto. Ahora escúchame tú. —Muller se colocó frente a Mowgli y habló en lengua vernácula—: Soy el jefe de todos los de la India, y de otros que se encuentran más allá de las Aguas Negras. No sé cuántos hay a mis órdenes, tal vez cinco mil, o tal vez diez mil. Tu es este: no vagabundearás más arriba y abajo por el ni trasladarás animales por diversión o para que los vean, sino que me a mí, pues yo soy el gobierno en lo que concierne a Bosques y Selvas, y vivirás en este como guardabosques; te las cabras de los aldeanos cuando no exista una orden de que pasten en el ; y cuando deban hacerlo, las guiarás hasta él; te , pues puedes hacerlo, de mantener a raya a los jabalíes y los cuando haya demasiados; le dirás al sahib Gisborne por dónde anda el tigre y qué hace, y qué clase de caza hay en el bosque; y de todos los incendios del , porque tú puedes avisar antes que nadie. Por ese trabajo se te pagará todos los meses con plata, y al final, cuando tengas una mujer, y ganado, y tal vez niños, recibirás una pensión. ¿Qué respondes?

—Es justo lo que yo… —empezó Gisborne.

—Mi sahib me ha hablado de ese empleo esta mañana. He caminado todo el día en solitario para pensarlo, y tengo una respuesta. Trabajaré si el empleo es en este y no en otro; con el sahib Gisborne y con ningún otro.

—Así será. Dentro de una semana el documento en el que el gobierno se a pagarte la pensión. Después, en la cabaña que el sahib Gisborne te indique.

—Precisamente de eso quería hablarle —dijo Gisborne.

—No es necesario; salta a la vista. No habrá nunca otro guardabosques como él. Es , Gisborne, se lo digo yo. Algún día lo . Escuche: ¡es hermano de sangre de todos los animales del !

—Me quedaría más tranquilo si lo entendiera.

—Todo . Le digo que en todos los años que llevo de servicio, y son , he conocido un solo caso como el de este chico. Y murió. A veces se oye hablar de ellos en los informes del censo, pero todos mueren. Este está vivo, y es un , porque es de antes de la Edad de Hierro y de la Edad de . Fíjese, se encuentra al de la historia del : es Adán en el Paraíso, ¡y ahora solo nos hace falta una Eva! ¡No! Este es mayor que el chico del cuento, al igual que el es más antiguo que sus dioses. Gisborne, ahora soy pagano del todo.

El resto de la larga velada, Muller no paró de fumar, con la mirada perdida en la oscuridad, mientras sus labios musitaban múltiples citas, y su cara se teñía de asombro. Se marchó a la tienda, pero volvió a salir con un majestuoso pijama rosa. Estas fueron las últimas palabras que Gisborne le oyó dirigir al , pronunciándolas con un énfasis tremendo, a través del profundo silencio de la noche:

nosotrrros

tú, desnudo, eres noble de antiguo.

Prrríapo,

grrriego .

—¡Ahora sé que, pagano o , nunca conoceré los intríngulis del !

Una semana más tarde, era medianoche en el bungalow de Gisborne cuando Abdul Gafur, encendido de rabia, se plantó a los pies de su cama y le pidió susurrando que se despertara.

—Arriba, sahib —masculló—. Arriba, y coja su arma. Yo ya no tengo honor. Arriba, y mátelo usted antes de que alguien lo vea.

El hombre tenía la cara muy cambiada, tanto que Gisborne se lo quedó mirando como un tonto.

—Por eso me ayudaba a pulir la mesa del sahib, ese salvaje descastado, y a recoger agua y a desplumar las aves. Se han escapado juntos, a pesar de los azotes; y ahora estará rodeado de sus demonios, arrastrando el alma de ella al averno. ¡Arriba, sahib! ¡Venga conmigo!

Colocó un rifle en la mano de Gisborne, que aún estaba medio dormido, y casi lo llevó a rastras hasta la galería.

—Están ahí, en el ; desde la casa los tiene a tiro. Venga conmigo sin hacer ruido.

—Pero ¿quiénes? ¿Qué es lo que pasa, Abdul?

—Mowgli y sus demonios. Y también mi hija —dijo Abdul Gafur.

Gisborne soltó un silbido y siguió a su guía. Sus motivos tenía el criado para pegar a su hija por las noches, ahora lo comprendía. Y Mowgli también tenía motivos para ayudar en las tareas a un hombre cuya condición de ladrón había sido descubierta gracias a sus poderes, fueran los que fuesen. Además, en el bosque el cortejo es muy rápido.

Del llegó el sonido de una flauta, que bien podría ser la canción de algún dios que vagara por los bosques. Cuando se acercaron se oyó un rumor de voces. El camino terminaba en un pequeño claro semicircular flanqueado en parte por hierba alta y en parte por árboles. En el centro, sobre un tronco caído, de espaldas a quienes lo observaban y con el brazo rodeando los hombros de la hija de Abdul Gafur, Mowgli, de nuevo con su corona de flores, tocaba una tosca flauta de bambú y cuatro enormes lobos bailaban sobre las patas traseras al son de su música.

—Esos son sus demonios —susurró Abdul Gafur, con un puñado de cartuchos en la mano.

Las fieras se detuvieron al oír una nota prolongada y trémula, y permanecieron quietos con sus ojos verdes clavados en la chica.

—Mira —dijo Mowgli, dejando la flauta a un lado—. ¿De qué quieres tener miedo? Ya te dije, valiente pequeña, que no dan miedo, y me creíste. Tu padre dice… Ay, si vieras cómo corría por el camino de los . Tu padre dice que son demonios, y por Alá que es tu Dios, no me extraña que lo crea.

La chica soltó una risilla, y Gisborne oyó que Abdul rechinaba los pocos dientes que le quedaban. No era esa la chiquilla vergonzosa que Gisborne había visto paseando por el recinto de su casa, en silencio y cubierta con un velo. Era otra, una mujer que había florecido de la noche a la mañana, igual que la orquídea florece tras estar una hora expuesta al calor húmedo.

—Estos son mis compañeros de juegos —añadió Mowgli—, mis hermanos, hijos de esa madre que me amamantó, como te dije cuando estábamos detrás de la cocina. Hijos de ese padre que me protegía del frío en la entrada de la guarida cuando era un niñito y andaba desnudo. Mira. —Un lobo levantó su hocico gris y dejó caer la baba en las rodillas de Mowgli—. Mi hermano sabe que estoy hablándote de ellos. Sí, cuando yo era pequeño él también era un cachorro y se revolcaba conmigo en la tierra.

—Pero has dicho que eras humano —susurró la chica, acurrucándose en su hombro—. ¿Eres humano?

—Claro, sé que soy humano porque mi corazón te pertenece a ti, pequeña.

Ella hundió la cara bajo la barbilla de Mowgli. Gisborne levantó la mano para refrenar a Abdul Gafur, a quien aquella maravilla le traía sin ningún cuidado.

—Pero también fui un lobo entre lobos, hasta que llegó un día que en la selva me pidieron que me fuera porque era un hombre.

—¿Quién te pidió que te fueras? No puede ser cosa de un hombre.

—Los propios animales. No lo creerás pero así fue, pequeña. Los animales de la selva me pidieron que me fuera, pero estos cuatro me siguieron porque éramos hermanos. Luego, entre los hombres, aprendí su lenguaje y me hice pastor. ¡Je, je! El rebaño pagaba un peaje a mis hermanos, hasta que una mujer, una anciana muy querida, me vio una noche jugando con mis hermanos por los cultivos. Dijeron que estaba poseído por el demonio y me echaron del poblado a palos y pedradas, pero mis cuatro hermanos vinieron conmigo sigilosamente, sin que los vieran. Para entonces había aprendido a comer carne cocinada y a hablar con atrevimiento. Fui de poblado en poblado, corazón de mi corazón, haciendo de pastor, de cuidador de búfalos y de rastreador de animales de caza, y no había quien se atreviera a levantarme la mano dos veces.

Mowgli bajó del tronco y dio unas palmadas en la cabeza de uno de los lobos.

—Hazlo tú también. No son malos ni mágicos. Mira, te conocen.

—Los bosques están llenos de toda clase de demonios —dijo la chica con un escalofrío.

—Eso es mentira. Es un cuento —repuso Mowgli en confianza—. Yo me he tendido sobre el rocío, bajo las estrellas y en la oscuridad de la noche, y lo sé. La selva es mi hogar. ¿Tendría un hombre miedo de su propio tejado, o del corazón de su hombre una mujer? Baja y acarícialos.

—Son perros y están sucios —musitó ella, inclinándose pero sin acercar la cabeza.

—Cuando se ha probado el fruto, ¡se recuerda la ley! —dijo Abdul Gafur con resentimiento—. ¿Para qué tanto esperar, sahib? ¡Mátelo!

—Chist… Veamos qué ha pasado —dijo Gisborne.

—Muy bien —dijo Mowgli, deslizando el brazo de nuevo por los hombros de la chica—. Sean o no sean perros, me acompañaron por mil poblados.

—Ay, ¿y dónde tenías el corazón? Mil poblados. Has visto a mil doncellas. Yo que… que ya no soy una doncella, ¿tengo tu corazón?

—¿Por quién tengo que jurarlo? ¿Por ese Alá del que hablas?

—No. Por la vida que hay en ti, y me doy por satisfecha. ¿Dónde estaba tu corazón entonces?

Mowgli soltó una risita.

—En mis tripas, porque era joven y siempre tenía hambre. Aprendí a rastrear y a cazar, y enviaba a mis hermanos de aquí para allá como un rey a su ejército. Así llevé al hasta el tonto del sahib joven, y llamé a la yegua grande y gorda del sahib grande y gordo cuando dudaron de mi poder. Con la misma facilidad habría podido guiarlos a ellos. Ahora mismo… —alzó un poco la voz— ahora mismo sé que tu padre y el sahib Gisborne están detrás de mí. No, no salgas corriendo, porque ni siquiera diez hombres se atreverían a dar un paso. Recuerda que tu padre te ha pegado más de una vez. ¿Quieres que pronuncie una palabra y lo envíe a dar vueltas por el ?

Un lobo se levantó y enseñó los dientes. Gisborne notó que Abdul Gafur temblaba a su lado. Acto seguido, su sitio estaba vacío, y el gordo volaba a través del claro.

—Solo queda el sahib Gisborne —dijo Mowgli sin volverse—, pero he comido de su pan, y ahora estoy a su servicio, así que mis hermanos serán sus servidores para guiar la caza y llevarle las noticias. Escóndete en la hierba.

La chica salió corriendo y los altos tallos de hierba se cerraron tras ella y tras un lobo guardián que la seguía, y Mowgli volvió con sus tres servidores y se enfrentó a Gisborne cuando el funcionario de Bosques se acercó.

—Esta es toda la magia —dijo, señalando a los tres animales—. El sahib gordo sabía que quienes se crían entre lobos andan a cuatro patas durante un tiempo. Al tocarme los brazos y las piernas, descubrió la verdad que usted no sabía. ¿Aún le parece tan maravilloso, sahib?

—Sí, más maravilloso que la magia. ¿Estos lobos guían a los ?

—Sí, igual que guiarían a Eblis si yo se lo pidiera. Ellos son mis ojos y mis pies.

—Entonces, ten cuidado, no sea que Eblis lleve un rifle de dos cañones. Aún tienen algo que aprender, esos demonios tuyos, porque si se ponen uno detrás del otro, un par de tiros acabarían con la vida de los tres.

—Ah, pero saben que serán sus servidores en cuanto yo sea guardabosques.

—Guardabosques o no, Mowgli, has causado gran vergüenza a Abdul Gafur. Has deshonrado su casa y has mancillado su rostro.

—La verdad, se mancilló él solo cuando cogió el dinero, y aún más cuando, hace un momento, le susurró al oído que matara a un hombre desarmado. Hablaré en persona con Abdul Gafur, pues soy un hombre al servicio del gobierno y me corresponde una pensión. Celebrará una boda, sea cual sea la ceremonia; si no, se verá forzado a salir corriendo otra vez. Hablaré con él cuando salga el sol. Por lo demás, el sahib tiene su casa y esta es la mía. Es hora de seguir durmiendo, sahib.

Mowgli giró sobre sus talones y desapareció entre la hierba dejando solo a Gisborne. La indirecta del dios de los bosques no dejaba lugar a dudas, y Gisborne regresó al bungalow. Abdul Gafur estaba en la galería, preso del miedo y de la ira, profiriendo maldiciones.

—Tranquilo, tranquilo —dijo Gisborne zarandeándolo, pues parecía que estaba a punto de sufrir un colapso—. El sahib Muller ha nombrado guardabosques al chico y, como sabes, al final del servicio se cobra una pensión que paga el gobierno.

—¡No tiene casta, es un , un perro entre los perros, un carroñero! ¿Qué pensión van a pagarle?

—Eso lo sabe Alá; y ya lo has oído: el daño ya está hecho. ¿Quieres pregonarlo al resto de los criados? Prepara el , date prisa, y la chica lo convertirá en musulmán. Es un buen partido. ¿No podías imaginarte que después de tus azotes se iría con él?

—¿Ha dicho que me perseguirán sus fieras?

—Eso entendí. Si es un brujo, no cabe duda de que tiene mucho poder.

Abdul Gafur permaneció un rato pensativo; luego olvidó que era musulmán y se echó a llorar aullando:

—¡Es un brahmán! ¡Y yo soy su vaca! ¡Arregle este asunto y salve mi honor si se puede!

Entonces Gisborne volvió a adentrarse en el y llamó a Mowgli. La respuesta vino de muy arriba, y en un tono para nada sumiso.

—Cuida tus palabras —dijo Gisborne levantando la cabeza—. Aún estoy a tiempo de sacarte de ahí y cazaros a ti y a tus lobos. La chica debe volver a casa de su padre esta noche. Mañana se celebrará el , de acuerdo con las leyes musulmanas, y luego podrás llevártela. Ahora devuélvela a casa de Abdul Gafur.

—Oído. —Hubo un murmullo de dos voces entre las hojas—. Muy bien, obedeceremos… por última vez.

Al cabo de un año, Muller y Gisborne cabalgaban juntos por el , hablando de trabajo. Salieron de entre las rocas, cerca del río Kanye; Muller iba a unos pasos por delante. A la sombra de un espeso arbusto, yacía desnudo un bebé de piel morena, y un lobo gris asomaba la cabeza por la mata que había justo detrás. Gisborne llegó a tiempo de desviar hacia arriba el cañón del rifle de Muller, y la bala atravesó las ramas altas.

—¿Se ha vuelto loco? —bramó Muller—. ¡Mire!

—Ya lo veo —dijo Gisborne tranquilamente—. La madre anda cerca. ¡Por Júpiter, despertará usted a toda la manada!

Los matorrales se separaron de nuevo, y una mujer sin velo recogió al niño.

—¿Quién ha disparado, sahib? —le preguntó a Gisborne.

—Este sahib. No se acordaba de la familia de tu esposo.

—¿No se acordaba? Es posible, claro, porque a los que vivimos con ellos se nos olvida que son diferentes. Mowgli está cogiendo peces en el río. ¿Quiere verlo el sahib? Vosotros, maleducados, salid de los arbustos y atended a los sahibs.

Muller puso los ojos como platos. Se tambaleó sobre el lomo de la yegua encabritada y desmontó, al tiempo que cuatro lobos emergían de la selva y rodeaban a Gisborne con aire dócil. La madre del bebé estaba dándole el pecho, y los apartó cuando pasaron rozándole los pies descalzos.

—No se equivocaba con Mowgli —dijo Gisborne—. Quería decírselo, pero me he acostumbrado tanto a estas criaturas en los últimos doce meses que se me había olvidado.

—Bah, no se disculpe —dijo Muller—. No tiene importancia. «Yo milagros… y sabe Dios que ocurren de verdad».

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