El libro de la selva / El segundo libro de la selva

Toomai de los Elefantes

T E

Recordaré lo que antes era. Harto estoy de soga y cadenas.

Recordaré mi antigua fuerza

y mis asuntos en el bosque.

No venderé mi lomo al hombre

por un puñado de cañas de azúcar,

Volveré junto a los míos, en sus guaridas en el bosque.

Estaré fuera hasta que el día, hasta que el alba apunte,

recibiendo el beso puro del viento,

la limpia caricia del agua.

Me olvidaré de la anilla que ciñe mi tobillo

y derribaré el cercado.

Visitaré otra vez mis amores perdidos

y mis compañeros sin amo.

Kala Nag, que significa Serpiente Negra, había servido al gobierno indio, de todas las maneras en que un elefante puede servir, durante cuarenta y siete años y, como había cumplido ya los veinte cuando lo atraparon, eso significa que tenía ya casi setenta, edad bien madura para un elefante. Recordaba que, con un peto de cuero en la frente, había empujado un cañón que se había atascado en el barro; y eso fue antes de la guerra contra los afganos de 1842, cuando aún no había alcanzado la plenitud de sus fuerzas.

Su madre, Radha Pyari (Radha, la cariñosa), que había sido capturada junto con Kala Nag, le dijo, antes de que se le cayeran sus pequeños colmillos de leche, que los elefantes miedosos siempre se hacían daño y Kala Nag sabía que ese era un buen consejo, pues la primera vez que vio explotar un obús, retrocedió, asustado y chillando, y tropezó con un haz de fusiles, cuyas bayonetas le pincharon las zonas más delicadas de su cuerpo. Así que, antes de cumplir los veinticinco años, se olvidó del miedo y se convirtió en el elefante más querido y mejor cuidado de los que se hallaban al servicio del gobierno indio.

Había transportado tiendas de campaña, mil doscientas libras de peso, durante la marcha por la Alta India. Con una grúa de vapor lo habían izado a bordo de un buque, en el que había hecho una larga travesía, y después le habían hecho llevar un mortero sobre su lomo en un país desconocido y rocoso, muy lejos de la India, y había visto el cadáver del emperador Teodoro en Magdala, regresando luego en el vapor, con derecho, según dijeron los soldados, a la medalla de la guerra de Abisinia. Había visto a sus compañeros elefantes morir de frío, epilepsia, hambre e insolación en un lugar llamado Ali Musjid, diez años más tarde, y después lo habían enviado muchas millas al sur, para que arrastrase y levantase grandes maderos de teca en los depósitos de madera de Moulmein. Allí había dejado medio muerto a un elefante joven e insubordinado que se negaba a hacer la parte de trabajo que le correspondía.

Después lo habían relevado del trabajo en los depósitos de madera y, en compañía de varias veintenas de elefantes más, todos ellos adiestrados como es debido, lo habían utilizado para atrapar elefantes salvajes en las montañas de Garó. El gobierno indio cuida mucho de los elefantes. Existe todo un departamento gubernamental que no hace otra cosa que seguirles el rastro, capturarlos y, una vez domados, mandarlos a todos los puntos del país donde hagan falta para trabajar.

Kala Nag medía sus buenos tres metros de estatura de los hombros al suelo y le habían acortado los colmillos, dejándoselos en cosa de un metro y medio de largo. Los llevaba atados con cintas de cobre por la punta, para impedir que se le resquebrajasen. Pero con lo que le quedaba de colmillos podía hacer mucho más de lo que cualquier elefante no adiestrado era capaz de hacer con sus colmillos completos y puntiagudos.

Cuando, después de semanas y semanas de conducir cuidadosamente elefantes dispersos por las montañas, los cuarenta o cincuenta monstruos salvajes entraban en la última empalizada y cerraban tras ellos la maciza puerta hecha con troncos de árbol atados entre sí, Kala Nag, obedeciendo la voz de mando, penetraba en aquel tumultuoso pandemónium (generalmente de noche, ya que la vacilante luz de las antorchas impedía calcular bien las distancias) y, eligiendo al más corpulento y salvaje de la pandilla, lo golpeaba y acorralaba hasta reducirlo al silencio, mientras los hombres, cabalgando en los demás elefantes, arrojaban sogas a los ejemplares más pequeños y los dejaban amarrados.

En lo que a luchas y peleas se refería, nada había que Kala Nag, el viejo y sabio Serpiente Negra, no supiera, ya que en sus tiempos más de una vez había resistido el ataque del tigre malherido y, enroscando su delicada trompa en el aire para que no se la lastimaran, había descargado un fuerte golpe en la cabeza de la fiera, deteniéndola en mitad del salto y arrojándola a un lado, para arrodillarse luego sobre ella hasta que la vida se le escapaba con un bufido acompañado por un aullido de dolor. Después, quedaba solamente en el suelo una masa blanda y rayada que Kala Nag se llevaba arrastrándola por la cola.

—Sí —dijo Toomai Grande, su conductor, que era hijo de Toomai Negro, el que lo había llevado a Abisinia, y nieto de Toomai de los Elefantes, que había presenciado su captura—, Serpiente Negra no teme a nada salvo a mí. Ha visto cómo tres generaciones de mi familia lo alimentábamos y cuidábamos y vivirá lo suficiente para ver una cuarta generación.

—También a mí me tiene miedo —dijo Toomai Pequeño, irguiendo su metro y pico de estatura, cubierto solamente con un taparrabos.

Toomai Pequeño tenía solo diez años y era hijo de Toomai Grande, el mayor de sus hijos, de hecho. Siguiendo la costumbre, cuando fuese mayor ocuparía el puesto de su padre en el cuello de Kala Nag y empuñaría el pesado de hierro: la aguijada para llevar elefantes que habían gastado, de tanta usarla, su padre, su abuelo y su bisabuelo. Sabía de qué hablaba, ya que había nacido a la sombra de Kala Nag, había jugado con el extremo de su trompa antes de aprender a andar, lo había llevado a abrevar en cuanto fue capaz de dar unos pasos y Kala Nag no soñaba siquiera en desobedecer las órdenes que el pequeño le daba con su vocecita, como no había soñado con darle muerte el día en que Toomai Grande colocó al moreno pequeñín bajo los colmillos de Kala Nag, ordenando a este que saludase al que, andando el tiempo, sería su amo.

—Sí —dijo Toomai Pequeño—, también a mí me tiene miedo.

Se acercó a Kala Nag a grandes zancadas, le dijo que era un cerdo viejo y gordinflón y le ordenó que levantase las patas una tras otra.

—¡Caramba! —dijo Toomai Pequeño—. Eres un elefante muy grande.

Movió su peluda cabecita y repitió lo que había oído decir a su padre:

—Puede que los elefantes los pague el gobierno, pero nos pertenecen a nosotros, los . Cuando seas viejo, Kala Nag, vendrá algún acaudalado rajá y te comprará al gobierno, por tu tamaño y tus modales, y entonces no tendrás nada que hacer salvo llevar pendientes de oro en las orejas y un castillo de oro sobre el lomo y una manta roja con adornos de oro en los costados y, vestido así, marcharás a la cabeza de las procesiones del rey. Entonces, Kala Nag, montaré en tu cuello, empuñando un de plata, y abrirán la marcha unos hombres con bastones dorados que gritarán: «¡Dejad paso al elefante del rey!». Eso estará muy bien, Kala Nag, aunque no tanto como cazar en las junglas.

—¡Uf! —dijo Toomai Grande—. Eres un niño, pero pareces un becerro de búfalo. Este correr arriba y abajo por las montañas no es la mejor forma de servir al gobierno. Me estoy volviendo viejo y no me gustan los elefantes salvajes. Dadme establos de ladrillos, uno para cada elefante, con un buen tocón para amarrarlos, y caminos anchos y lisos para adiestrarlos, en vez de este constante ir y venir. Sí, los cuarteles de Cawnpore estaban bien. Cerca había un bazar y solo trabajábamos tres horas al día.

Toomai Pequeño se acordó de los corrales para elefantes que había en Cawnpore y no dijo nada. Él prefería la vida en el campamento y detestaba los caminos anchos y lisos, el tener que ir cada día a buscar forraje en los sitios reservados para ello, así como las largas horas sin otra cosa que hacer salvo contemplar a Kala Nag, que se movía inquieto en el corral.

Lo que le gustaba a Toomai Pequeño era subir por aquellos caminos de herradura que solo un elefante podía subir, el descenso hacia el valle que se abría a sus pies, los elefantes salvajes que pacían a varias millas de distancia, los cerdos y pavos reales asustados que salían huyendo al ver a Kala Nag, el agua cálida y cegadora de la lluvia, el vapor que se alzaba de todas las montañas y valles, las hermosas mañanas envueltas en niebla, cuando nadie sabía dónde acamparían por la noche, la manada de elefantes salvajes que había que conducir con cuidado, incansablemente, así como el tumulto que se armaba la última noche, cuando los elefantes entraban en tropel en la empalizada, como grandes peñascos rodando ladera abajo al producirse un corrimiento de tierras, y se arrojaban furiosamente contra las paredes, mientras los hombres los rechazaban con gritos, antorchas y descargas con cartuchos de fogueo.

Hasta un niño pequeño resultaba útil en aquellos parajes y Toomai lo era tanto como tres muchachos juntos. Sabía blandir una antorcha y chillar como el que más. Pero lo realmente bueno llegaba cuando era hora de sacar los elefantes y la (es decir, la empalizada) parecía una escena del fin del mundo y los hombres tenían que hablarse por señas, ya que sus voces quedaban ahogadas en el tumulto. Entonces Toomai Pequeño se subía a lo alto de uno de los postes que formaban la empalizada, con el pelo negro blanqueado por el sol suelto sobre las espaldas. A la luz de las antorchas parecía un duendecillo y, cuando se producía un breve silencio, se oían los chillidos con que azuzaba a Kala Nag alzándose por encima de los bramidos, el chasquido de las sogas que se partían y los gruñidos de los elefantes ya amarrados.

(¡Venga, venga, Serpiente Negra!). (¡Dale con el colmillo). (¡Cuidado, cuidado!). (¡Pégale, pégale!). ¡Ojo con el poste! —solía gritar a pleno pulmón Toomai Pequeño, mientras Kala Nag y el elefante salvaje, enzarzados en duro combate, iban de un lado a otro de la empalizada, y los hombres mayores se secaban el sudor que les caía sobre los ojos y aún tenían tiempo para saludar a Toomai Pequeño, que bailaba de alborozo en lo alto de los postes.

Pero el pequeño hacía algo más que bailar. Una noche bajó de la pared y se metió entre los elefantes y, recogiendo el extremo de una soga que había caído al suelo, se lo arrojó al hombre que trataba de sujetar las patas de un elefante joven que lanzaba patadas a diestro y siniestro (los elefantes jóvenes siempre dan más guerra que los ya crecidos). Kala Nag lo vio y, levantándolo con la trompa, se lo entregó a Toomai Grande, que, tras darle un par de bofetones allí mismo, volvió a colocarlo en lo alto de la empalizada.

Al día siguiente le dio un buen rapapolvo, diciéndole:

—¿No tienes bastante con buenos establos de ladrillo para los elefantes y con acarrear tiendas de un lado para otro, que ahora también tienes que ponerte a capturar elefantes por tu cuenta, pequeño renacuajo? Ahora esos cazadores tontos, cuya paga es inferior a la mía, le han ido con el cuento a Petersen Sahib.

Toomai Pequeño se asustó. No sabía demasiado acerca de los hombres blancos, pero Petersen Sahib era el mayor hombre blanco del mundo ante sus ojos. Era el jefe de todas las operaciones de la , el hombre que capturaba todos los elefantes para el gobierno indio, el que sabía de elefantes más que cualquier otro hombre del mundo.

—¿Qué… qué pasará? —preguntó Toomai Pequeño.

—¡Pasar! ¡Pues pasará lo peor que pueda pasar! Petersen Sahib está loco. Si no lo estuviera, ¿por qué iba a cazar a esos diablos salvajes? Incluso puede que quiera que te dediques a capturar elefantes, durmiendo en cualquier lugar de estas junglas llenas de fiebre y terminando por morir aplastado en la . Afortunadamente, esta locura ya está a punto de terminar sin que haya ocurrido ninguna desgracia. La semana que viene termina la caza y nos mandarán regresar a nuestros acantonamientos en las llanuras. Allí podremos andar por caminos bien hechos y olvidarnos de todo lo relacionado con esta cacería. De todos modos, hijo, no me gusta que te entrometas en lo que es cosa de estos sucios asameses que viven en la jungla. Kala Nag no obedecerá a nadie salvo a mí, así que debo entrar con él en la , aunque no es más que un elefante de pelea y no ayuda a amarrar a los demás. Por esto me siento tranquilamente como corresponde a un , no a un simple cazador, sino a un , o sea, un hombre que recibe una pensión cuando termina su servicio. ¿Acaso la familia de Toomai de los Elefantes debe morir pisoteada por los animales en la ? ¡Malo! ¡Perverso! ¡Mal hijo! Vete a lavar a Kala Nag y a cuidarle las orejas y procura que no le quede ninguna espina clavada en las patas. Si no, puedes estar seguro de que Petersen Sahib te cogerá y te convertirá en un cazador salvaje, un rastreador de elefantes, un oso de la jungla. ¡Qué vergüenza! ¡Vete!

Toomai Pequeño se fue sin decir palabra, pero le contó todas sus penas a Kala Nag mientras le examinaba las patas.

—No importa —dijo Toomai Pequeño, levantando el borde de la enorme oreja derecha de Kala Nag—. Le han dicho cómo me llamo a Petersen Sahib y puede que… puede que… puede que… ¿quién sabe? ¡Anda! ¡Qué espina más gorda acabo de sacarte!

Durante varios días estuvieron entregados a la tarea de reunir a los elefantes y hacer que los ejemplares salvajes recién capturados aprendieran a caminar entre dos elefantes ya domados, para impedir que causaran demasiadas dificultades durante la marcha de regreso a las llanuras. Hicieron también el recuento de las mantas y sogas y demás pertrechos que se habían estropeado o perdido en el bosque.

Petersen Sahib se presentó montado en Pudmini, su inteligente elefante hembra. Venía de las montañas, donde había estado pagando a la gente de otros campamentos y despidiéndola, pues se acercaba el final de la temporada. Un escribiente nativo había instalado su mesa debajo de un árbol y se disponía a pagar el jornal de los conductores de elefantes. A medida que iban recibiendo su paga, los hombres regresaban junto a sus elefantes y se unían a la fila que esperaba el momento de ponerse en marcha. Los captores y cazadores, así como los ojeadores y los hombres de la , que permanecían en la jungla año tras año, se hallaban sentados a lomos de los elefantes que formaban el grupo permanente de Petersen Sahib o bien se encontraban reclinados en los troncos de los árboles, con el rifle en cruz, burlándose de los conductores que se iban y riéndose cada vez que uno de los elefantes acabados de capturar se salía de la fila y correteaba por los alrededores.

Toomai Grande, seguido por Toomai Pequeño, se acercó al escribiente, mientras Machua Appa, el jefe de los rastreadores, le decía en voz baja a un amigo:

—Ahí va el que podría llegar a ser un buen cazador de elefantes. Es lástima que lo manden a las llanuras. Allí no podrá hacer otra cosa que derretirse de calor.

Pero he aquí que Petersen Sahib era todo oídos, como cabía esperar de un hombre que se dedicaba a capturar al más silencioso de los seres vivientes: el elefante salvaje. Se hallaba tendido cuan largo era sobre el lomo de Pudmini y, sin variar su postura, volvió la cabeza y dijo:

—¿Qué es eso? No sabía que entre los conductores de la llanura hubiese un hombre con sesos suficientes para amarrar siquiera un elefante muerto.

—No se trata de un hombre, sino de un niño. El otro día se metió en la y le echó la soga a Barmao mientras nosotros tratábamos de alejar de su madre a aquella cría que tiene una mancha en la espalda.

Machua Appa señaló a Toomai Pequeño, que se inclinó hasta rozar el suelo con la frente al ver que Petersen Sahib volvía los ojos hacia él.

—¿Ese arrojó la soga? ¡Si es tan pequeño que casi no se ve! ¿Cómo te llamas, chico? —dijo Petersen Sahib.

Tomai Pequeño estaba demasiado asustado para hablar, pero Toomai Grande hizo una señal con la mano y Kala Nag, que estaba detrás del pequeño, lo cogió con la trompa y lo alzó hasta que estuvo al nivel de la frente de Pudmini, enfrente del gran Petersen Sahib. Toomai Pequeño ocultó la cara entre las manos, porque era solo un niño y, salvo en lo que a los elefantes se refería, era tan tímido como pueda serlo un crío.

—¡Ajá! —exclamó Petersen Sahib, sonriendo por debajo de su bigote—. ¿Se puede saber por qué le has enseñado ese truco a tu elefante? ¿Tal vez para que te ayudase a robar maíz verde cuando ponen las mazorcas a secar en los tejados de las casas?

—Maíz verde, no, oh Protector de los Pobres…, melones —dijo Toomai Pequeño.

Todos los hombres que se hallaban sentados por allí prorrumpieron en una carcajada. La mayoría de ellos habían enseñado aquel truco a sus elefantes cuando eran unos mozuelos. Toomai Pequeño seguía suspendido a más de dos metros del suelo, deseando estar a más de dos metros bajo tierra.

—Ese es Toomai, mi hijo, sahib —dijo Toomai Grande, frunciendo el ceño—. Es un niño muy malo y acabará yendo a parar a la cárcel, sahib.

—Sobre eso tengo mis dudas —dijo Petersen Sahib—. Un niño de esa edad que se atreve a meterse en una llena de elefantes no es probable que acabe en la cárcel. Mira, pequeño, aquí tienes cuatro para comprarte dulces en recompensa por tener esa cabecita tan inteligente debajo de esa enorme techumbre de pelo. Puede que con el tiempo llegues a ser todo un cazador.

Toomai Grande frunció el ceño más que antes.

—Recuerda, sin embargo —prosiguió Petersen Sahib—, que las no son sitios adecuados para los juegos infantiles.

—¿No debo entrar nunca en ellas, sahib? —dijo Toomai Pequeño, soltando un respingo.

—Sí —repuso Petersen Sahib, volviendo a sonreír—. Cuando veas que los elefantes bailen. Entonces podrás entrar. Cuando veas que los elefantes se ponen a bailar, ven a verme y te daré permiso para entrar en todas las .

Una nueva carcajada recibió las palabras de Petersen Sahib, pues lo del baile de los elefantes era un viejo chiste al que recurrían los cazadores de elefantes cuando querían decir nunca. Ocultas en las selvas, existen extensiones de terreno llano y sin árboles a las que llaman «los salones de baile de los elefantes». Pero incluso esos claros de la jungla solo se encuentran por casualidad y jamás hombre alguno ha visto bailar a los elefantes. Cuando un conductor fanfarronea sobre su pericia y valor, sus compañeros le preguntan:

—¿Y cuándo viste tú bailar a los elefantes?

Kala Nag dejó en el suelo a Toomai Pequeño, que volvió a hacer una profunda reverencia y se fue con su padre. La moneda de cuatro se la dio a su madre, que estaba cuidando a su hermanito. Montaron luego en Kala Nag y la larga fila de elefantes gruñones y chillones empezó el descenso hacia las llanuras. Resultó una marcha muy movida a causa de los nuevos elefantes, que daban guerra cada vez que había que vadear un río. Cada dos por tres los hombres tenían que azuzarlos para que siguieran avanzando. A veces bastaban los mimos, pero otras veces era necesario recurrir a los azotes.

Toomai Grande azuzaba a Kala Nag con cara de pocos amigos, ya que estaba muy enfadado. Toomai Pequeño, en cambio, se sentía demasiado feliz para hablar. Petersen Sahib se había fijado en él y le había dado dinero, por lo que el pequeño se sentía como un soldado raso al que su comandante, tras ordenarle dar unos pasos al frente, elogiase ante todo el regimiento.

—¿Qué quiso decir Petersen Sahib con lo del baile de los elefantes? —preguntó finalmente a su madre.

Toomai Grande lo oyó y se puso a refunfuñar.

—Que nunca debes convertirte en uno de esos rastreadores que no son más que un hatajo de búfalos salvajes. Eso es lo que quiso decir. ¡Eh, vosotros los de delante! ¿Por qué no seguís avanzando?

Un conductor asamés, dos o tres elefantes delante, volvió la cabeza y exclamó ásperamente:

—¡Ven aquí con Kala Nag! ¡A ver si esa cría que llevo yo aprende a portarse bien! ¿Por qué me habrá escogido Petersen Sahib a mí para llevar a esos burros de los arrozales? Acércate con tu animal, Toomai, y que pinche un poco a los míos. ¡Por todos los Dioses de las Montañas! Estos nuevos elefantes o están poseídos u olfatean la presencia de sus compañeros en la jungla.

Kala Nag descargó unos cuantos golpes en las costillas del nuevo elefante hasta dejarlo sin aliento, mientras Toomai Grande decía:

—No hemos dejado ningún elefante salvaje en las montañas. La culpa es tuya y de nadie más, por no saber conducir a tu elefante. ¿Pretendes que cuide yo de mantener el orden en toda la fila?

—¡Oídle! —exclamó el otro conductor—. ¡Dice que hemos dejado las montañas limpias de elefantes! ¡Jo, jo! Vosotros los de la llanura sois muy sabios. Nadie salvo un cabeza de chorlito que jamás haya visto la jungla pensaría que la temporada ya ha terminado. Así que esta noche los elefantes salvajes… Pero ¿de qué sirve malgastar mi sabiduría en una tortuga de río?

—¿Qué harán los elefantes salvajes? —preguntó Toomai Pequeño.

—¡, pequeño! ¿Estás ahí? Pues a ti te lo diré, porque tú tienes sesos en la mollera. Se pondrán a bailar y conviene que tu padre, el que se ha llevado todos los elefantes de todas las montañas, los amarre con doble cadena esta noche.

—¿Qué tonterías son esas? —dijo Toomai Grande—. Los dos, padre e hijo, llevamos cuarenta años cuidando elefantes y nunca hemos oído semejantes paparruchas sobre elefantes que bailan.

—Sí, pero un hombre de la llanura que vive en una choza no conoce más que las cuatro paredes de la choza. Bueno, no les pongas los grilletes a tus elefantes esta noche y ya verás qué ocurre. En cuanto a eso del baile, he visto el lugar… ¿Cuántos meandros tiene el río Dihang? Ya hay que vadearlo otra vez y hacer que las crías naden. ¡Deteneos, vosotros los de atrás!

Y de esta manera, hablando, disputando y chapoteando al vadear los ríos, cubrieron la primera etapa de la marcha hasta llegar a una especie de campamento de recepción para elefantes recién capturados. Pero la calma la perdieron mucho antes de llegar allí.

Encadenaron las patas traseras de los elefantes a unas estacas clavadas en el suelo y, para mayor seguridad, ataron también con amarras a los ejemplares capturados durante la temporada. Después, ya por la tarde, tras colocar el forraje al alcance de los animales, los conductores de montaña regresaron a donde los esperaba Petersen Sahib, no sin antes decirles a los de las llanuras que doblasen la vigilancia aquella noche y riéndose cuando estos les preguntaban por qué.

Toomai Pequeño se encargó de dar de cenar a Kala Nag y al caer la noche, lleno de felicidad, se puso a rondar por el campamento en busca de un tam-tam. Cuando un niño indio tiene el corazón rebosante de felicidad, no se dedica a correr alocadamente de un lado a otro, armando ruido, sino que se sienta y celebra una especie de fiesta él solo. ¡Y a Toomai Pequeño le había dirigido la palabra Petersen Sahib! Creo que, de no haber encontrado lo que buscaba, habría reventado. Pero el hombre que vendía dulces en el campamento le prestó un pequeño tam-tam, es decir, un tambor que se batía con la palma de la mano. Cuando las estrellas comenzaban a brillar, el pequeño se sentó delante de Kala Nag, con las piernas cruzadas y el tambor en el regazo, y se puso a tocarlo una y otra vez; y cuanto más pensaba en el gran honor que había recibido, con mayor ímpetu hacía sonar el tambor, completamente solo entre el forraje de los elefantes. La melodía y la letra brillaban por su ausencia, pero le bastaba el batir del tambor para sentirse feliz.

De vez en cuando, los nuevos elefantes tiraban de sus amarras, gemían y berreaban. A oídos del pequeño llegó la voz de su madre, que acostaba a su hermanito en la choza del campamento, arrullándolo con una canción muy, muy antigua, sobre el gran dios Shiva, el que una vez dijera a todos los animales lo que debían comer. Es una canción de cuna muy dulce cuya primera estrofa dice:

Shiva, que hizo crecer la cosecha y soplar los vientos,

sentado en el umbral de un día ya muy lejano,

dio a cada cual su parte, de comida, trabajo y dolor,

guddee .

Todas las cosas las hizo él, Shiva el Protector.

Mahadeo! Mahadeo!

espinos para el camello y forraje para el ganado,

y el corazón de la madre

para que repose el pequeñín,

¡Duerme, hijito mío, duerme!

Toomai Pequeño subrayaba el final de cada estrofa con los alegres sones de su tambor, hasta que le entró sueño y se tendió sobre el forraje, a los pies de Kala Nag.

Al poco, los elefantes empezaron a acostarse uno tras otro, como tienen por costumbre, hasta que solo quedó en pie Kala Nag, que se hallaba en el extremo derecho de la fila, meciéndose suavemente y aguzando el oído para escuchar el aire de la noche que acariciaba las colinas. El aire estaba lleno de esos ruidos nocturnos que, uniéndose, engendran un gran silencio: el chasquido de una caña de bambú al chocar con otra, el crujido de algo vivo que se mueve entre los arbustos, el graznido de un pájaro medio despierto (los pájaros pasan la noche en vela mucho más a menudo de lo que nos imaginamos), y lejos, muy lejos, el rumor de una cascada. Toomai Pequeño durmió un rato y, al despertar, la luz de la luna lo cubría todo con su brillo. Kala Nag seguía de pie y tenía las orejas levantadas. Toomai Pequeño dio media vuelta, haciendo crujir el forraje, y contempló la curva del enorme lomo que se recortaba sobre el cielo estrellado. En estas, a lo lejos, tan a lo lejos que apenas se oía, sonó el berrido de un elefante salvaje.

Como si acabase de sonar un cañonazo, todos los elefantes de la fila se pusieron en pie de un salto y con sus gruñidos despertaron a sus , que corrieron con sus mazos a clavar con mayor fuerza las estacas, apretando esta soga y atando aquella, hasta que el silencio volvió a reinar en el lugar. Uno de los nuevos elefantes casi había arrancado su estaca y Toomai Grande, tras quitar la cadena, sujeta a las patas de Kala Nag, la utilizó para trabar las patas delanteras con las traseras del elefante. Después ató las patas de Kala Nag con una soga de hierbas entrelazadas y le dijo que no se olvidase de que estaba fuertemente atado. Sabía que él, su padre y su abuelo habían hecho lo mismo centenares de veces. Kala Nag no contestó con sus gorgoteos de costumbre, sino que se quedó quieto, mirando a lo lejos, la cabeza algo levantada y las orejas extendidas como abanicos, hacia los grandes pliegues de las montañas de Garó.

—Cuida de él si lo ves inquieto —le dijo Toomai Grande a Toomai Pequeño, entrando luego en la choza para acostarse.

También Toomai Pequeño estaba a punto de quedarse dormido cuando oyó que las amarras de fibra se partían con un leve chasquido y Kala Nag se soltaba de las estacas con la misma lentitud y el mismo silencio con que una nube sale por la boca de un valle. Toomai Pequeño salió tras el elefante, corriendo por el camino con sus pies desnudos y exclamando por lo bajo:

—¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame contigo, Kala Nag!

El elefante volvió la cabeza sin decir nada, retrocedió hasta donde estaba el muchacho, lo cogió con la trompa y, tras colocárselo sobre el cuello, se metió en la espesura antes de que Toomai Pequeño hubiese terminado de acomodarse.

Los demás elefantes prorrumpieron en un único y atronador berrido y luego el silencio lo envolvió todo de nuevo, mientras Kala Nag seguía avanzando. A veces la hierba le acariciaba los flancos del mismo modo que las olas acarician los costados de un buque. Otras veces las plantas que colgaban de los árboles le rascaban la espalda o algún bambú se partía a su paso, pero entre un ruido y otro, se movía en absoluto silencio, adentrándose en la espesa vegetación de Garó como si de una cortina de humo se hubiera tratado. Marchaban cuesta arriba, pero, aunque de vez en cuando se veían brillar las estrellas entre las copas de los árboles, Toomai Pequeño no sabía qué dirección llevaban.

Al cabo de un rato, Kala Nag llegó a la cima de la cuesta y se detuvo unos instantes, y Toomai Pequeño pudo ver a sus pies las copas de los árboles, extendiéndose hasta lejos bajo la luz de la luna, y la neblina entre blanca y azulada que cubría la hondonada del río. Toomai se inclinó hacia delante y le pareció que la jungla despertaba a sus pies, que despertaba y cobraba vida. Un enorme murciélago pardo, de esos que comen fruta, pasó rozándole la oreja, las púas de un puerco espín emitieron un ruido seco al chocar con los arbustos, mientras de las tinieblas que envolvían a los árboles surgió el ruido de un jabalí que, sin dejar de resoplar un solo instante, escarbaba la tierra cálida y húmeda.

Luego el ramaje volvió a formar un techo sobre su cabeza y Kala Nag empezó a descender lentamente hacia el valle, aunque esta vez no lo hacía en silencio, sino que parecía una pieza de artillería al despeñarse por un profundo barranco. Las gruesas patas del elefante se movían con la fuerza y la regularidad de los émbolos de una locomotora, cubriendo más de dos metros a cada zancada, crujiendo su rugosa piel al rozar la espesura. A su paso, la maleza se abría con estrépito de lona rasgada y los arbolillos, tras doblarse bajo sus patas, recobraban su posición azotándole los flancos con violencia. De sus colmillos colgaba una tupida masa de plantas trepadoras que el animal arrancaba al abrirse camino con la cabeza. Toomai Pequeño se tendió cuan largo era sobre el cuello del elefante para evitar que las ramas lo arrojasen al suelo, mientras se decía que ojalá volviera a estar en el campamento.

La hierba empezaba a ser húmeda y blanda y las patas de Kala Nag chapoteaban al avanzar. La neblina que cubría el fondo del valle era fría y Toomai Pequeño se estremecía a cada instante. Luego se oyó un chapoteo más fuerte y el ruido de una corriente de agua y Kala Nag comenzó a vadear un río, tanteando el terreno con sus patas antes de cada paso. Por encima del estruendo del agua que pasaba entre las patas del elefante, Toomai Pequeño pudo oír más chapoteos y algunos berridos corriente arriba y corriente abajo. Sonoros gruñidos y resoplidos de rabia llenaron el aire, al tiempo que la neblina que envolvía al pequeño se poblaba de enormes sombras que se movían.

—¡Ay! —exclamó, sintiendo cómo le castañeteaban los dientes—. Los elefantes han salido esta noche. Entonces era verdad: esto es el baile del que nos hablaron.

Kala Nag salió del agua, sopló para aclararse la trompa y emprendió una nueva subida, pero esta vez no estaba solo, por lo que no tuvo que abrirse camino él mismo. El camino ya estaba abierto, tendría cerca de dos metros de ancho y se extendía ante él, alfombrado por la hierba aplastada que trataba de incorporarse de nuevo. Debían de ser muy numerosos los elefantes que momentos antes habían recorrido aquella senda. Toomai Pequeño volvió la vista atrás y vio unos enormes colmillos, sobre los cuales, ardiendo cual ascuas, brillaban unos ojillos de cerdo, que salían de la neblina que cubría el río. Los árboles volvieron a formar un techo sobre la cabeza del pequeño y siguieron avanzando cuesta arriba, rodeados por todas partes por berridos y chasquidos de ramas que se partían.

Por fin Kala Nag se detuvo entre dos árboles, justo en la cima de la colina. Los dos árboles formaban parte de un círculo que rodeaba un espacio irregular de casi dos hectáreas cuya superficie había sido pisoteada hasta quedar tan dura como si fuera de baldosas. En el centro del claro crecían unos árboles cuya corteza había sido arrancada, por lo que la madera blanca del tronco brillaba a la luz de la luna. De las ramas superiores colgaban plantas trepadoras y las corolas de las mismas, enormes y de un blanco céreo, parecidas a los convólvulos, colgaban también, sumidas en profundo sueño. Dentro del claro, sin embargo, no se veía una sola brizna de verdor, nada salvo la tierra pisoteada.

A la luz de la luna, todo aparecía teñido de un gris metálico, salvo las siluetas negras como la tinta china de algunos elefantes. Toomai Pequeño, conteniendo la respiración, contemplaba la escena con los ojos desorbitados y veía cómo más y más elefantes surgían de entre los árboles y se unían a sus compañeros en el claro. Toomai Pequeño solamente sabía contar hasta diez y hasta diez contó una y otra vez con los dedos de las manos, hasta que perdió la cuenta de las decenas y la cabeza empezó a darle vueltas. Fuera del claro se oía el ruido que hacían los elefantes al subir por la ladera aplastando los matorrales bajo sus patas, pero, en cuanto penetraban en el círculo que formaban los troncos de los árboles, los animales se movían como fantasmas.

Había machos salvajes de colmillos blancos, llenos de hojas, nueces y ramitas las arrugas del cuello y los pliegues de las orejas. Había elefantas de lento caminar bajo cuyos estómagos correteaban sus crías, entre rosadas y negras, que apenas alcanzaban un metro de altura. Y también ejemplares jóvenes cuyos colmillos empezaban a verse y los llenaban de orgullo. Y elefantas solteronas, de piel lacia y áspera, expresión angustiada y trompa que semejaba hecha de corteza de árbol. Y viejos elefantes luchadores con el cuerpo cubierto por las cicatrices de batallas ya lejanas, cayéndoles del lomo el barro seco acumulado durante sus solitarios baños de barro. Y había también uno al que le faltaba parte de un colmillo y cuyo flanco mostraba la huella de un zarpazo, la terrible señal del ataque de un tigre.

Se hallaban de pie, con las cabezas juntas, o paseaban arriba y abajo por parejas, mientras otros, aislados de los demás, se mecían plácidamente. Había veintenas y veintenas de elefantes.

Toomai sabía que, mientras siguiera quieto en el cuello de Kala Nag, nada malo le pasaría, pues incluso en medio del barullo que se arma al meter a los elefantes en la ningún elefante salvaje levanta la trompa para coger al hombre que se encuentre sobre el cuello de un elefante domesticado. Además, aquella noche los elefantes del claro de la jungla no pensaban en los hombres. Hubo un momento en que se sobresaltaron y movieron las orejas hacia delante, pues se oyó el ruido metálico de unos grilletes en la espesura, pero no era más que Pudmini, el elefante favorito de Petersen Sahib, que subía resoplando y arrastrando tras sí un trozo de cadena. Seguramente habría arrancado las estacas del suelo para escapar del lugar donde Petersen Sahib se hallaba acampado. Y Toomai Pequeño vio también a otro elefante, uno al que no conocía, cuyo lomo y pecho se hallaban surcados por las profundas huellas de las sogas. También este se habría fugado de algún campamento de los alrededores.

Por fin dejó de oírse ruido de elefantes en la selva y Kala Nag, abandonando su puesto entre los árboles, se metió en medio de la multitud, cloqueando y gorgoteando, mientras todos los elefantes empezaban a hablar en su propia lengua y a moverse de un lado a otro.

Tendido aún sobre el cuello de Kala Nag, Toomai Pequeño bajó los ojos hacia la multitud de amplios lomos e inquietas orejas que lo rodeaban y vio también un sinfín de colmillos y ojillos que se movían vivamente. Oyó el chasquido de los colmillos que accidentalmente chocaban con otros colmillos y el seco roce de las trompas que se entrelazaban y de los enormes flancos que se apretujaban en el claro, aparte del incesante silbido de las colas que hendían el aire. Entonces una nube ocultó la luna y el pequeño se sentó, envuelto por la densa oscuridad, aunque siguió oyéndose el incansable ir y venir del tropel de elefantes. Sabía que Kala Nag estaba completamente rodeado de elefantes y que no había ninguna probabilidad de hacerlo retroceder para abandonar la reunión, así que apretó los dientes y se estremeció. Al menos en una había antorchas que daban luz y hombres que gritaban, pero allí se encontraba solo en las tinieblas y en cierta ocasión un animal levantó la trompa y con ella le tocó la rodilla.

Luego uno de los elefantes soltó un berrido y todos los demás lo secundaron durante cinco o diez ensordecedores segundos. El rocío de los árboles cayó sobre ellos como la lluvia, mojando los lomos que el pequeño no podía ver, al tiempo que empezó a oírse un ruido retumbante, no muy fuerte al principio, que Toomai Pequeño no acertó a descifrar. El ruido, con todo, fue haciéndose más fuerte y Kala Nag alzó una pata delantera y después la otra, bajándolas luego con un rítmico uno-dos, uno-dos, como si fueran martillos pilones. Todos los elefantes se pusieron a golpear el suelo con las patas y producían un sonido que recordaba el batir de un tambor de guerra ante la entrada de una gruta. El rocío siguió cayendo de los árboles hasta que no quedó ni una gota más y el ruido retumbante siguió creciendo y creciendo. El suelo parecía estremecerse y bailar y Toomai Pequeño se tapó las orejas con las manos para no oírlo. Pero era como si una gigantesca sacudida recorriese todo su cuerpo, mientras centenares de gruesas patas golpeaban con fuerza la tierra desnuda. Una o dos veces notó que Kala Nag y los demás daban varias zancadas hacia delante y entonces el ruido cambiaba y se convertía en el peculiar sonido de materias vegetales al ser trituradas. Pero a los pocos instantes las patas volvían a retumbar sobre la tierra endurecida. Cerca de él un árbol crujía y gruñía. Extendió el brazo y su mano tocó la corteza, pero Kala Nag, sin dejar de pisotear, avanzó unos pasos y el pequeño no pudo adivinar en qué parte del claro se encontraba. Los elefantes se movían en silencio y solo una vez dos o tres crías soltaron un chillido al unísono. Luego se oyó un golpe seco, unas patas que se arrastraban y el ruido retumbante prosiguió. Al cabo de dos horas y pico, Toomai Pequeño tenía todos los nervios doloridos, a punto de estallar, pero por el olor del aire de la noche supo que el amanecer estaba ya próximo.

La mañana irrumpió como una cortina de pálido amarillo por detrás de las verdes colinas y con el primer rayo de luz cesó el ruido, como si la luz hubiese sido una orden. Antes de que a Toomai Pequeño dejase de retumbarle la cabeza, antes incluso de que tuviera tiempo de cambiar de postura, todos los elefantes se esfumaron dejando solamente a Kala Nag, Pudmini y al elefante de las cicatrices hechas por la soga, sin que ni un roce ni un susurro se oyera en las laderas para indicar por dónde se habían ido los demás.

Toomai Pequeño miraba y miraba sin apenas dar crédito a lo que veían sus ojos. El claro, tal como él lo recordaba, había crecido durante la noche. En medio había más árboles, pero los matorrales y la hierba de los lados habían retrocedido. Toomai Pequeño volvió a mirar y entonces comprendió lo sucedido: los elefantes habían ampliado el claro para tener más espacio. Primero habían pisoteado la hierba gruesa y las jugosas cañas hasta convertirlas en broza, que luego habían convertido en briznas, después estas en diminutas fibras y finalmente las fibras en tierra dura.

—¡Caramba! —exclamó Toomai Pequeño, abriendo mucho los ojos—. Kala Nag, mi señor, vámonos con Pudmini al campamento de Petersen Sahib o me caeré de tu cuello.

El tercer elefante vio cómo se iban los otros dos, resopló, dio media vuelta y se marchó por su propio lado. Puede que perteneciera al séquito de algún reyezuelo nativo establecido a cincuenta, sesenta o incluso cien millas de allí.

Dos horas más tarde, mientras Petersen Sahib se hallaba desayunando, los elefantes, que aquella noche habían sido atados con doble cadena, empezaron a berrear y Pudmini, cubierta de barro hasta las orejas, se presentó en el campamento, acompañada por Kala Nag, al que le dolían mucho las patas.

Toomai Pequeño tenía la cara gris y contraída y tenía el pelo lleno de hojas y empapado por el rocío. Pese a todo, trató de saludar a Petersen Sahib al tiempo que con voz desfallecida exclamaba:

—¡El baile…! ¡El baile de los elefantes! Lo he visto y… ¡me muero!

Al sentarse Kala Nag, el pequeño se desplomó al suelo sin conocimiento.

Pero, como cabría decir que los niños nativos apenas tienen nervios, se encontraba tendido la mar de contento en la hamaca de Petersen Sahib, con la chaqueta de caza de este colocada a guisa de almohada debajo de su cabeza y un vaso de leche caliente con un poco de coñac y un chorrito de quinina entre pecho y espalda. Mientras los viejos y peludos cazadores de la jungla, con sus cuerpos llenos de cicatrices, sentados a su alrededor, lo miraban como si fuera un espíritu, el pequeño contó su historia en breves palabras, como es propio de las criaturas, y terminó diciendo:

—Ahora bien, si creéis que alguna de mis palabras es mentira, que vayan a comprobarlo unos cuantos hombres y verán que el Pueblo de los Elefantes ha hecho ampliaciones en su sala de baile y encontrarán diez y diez y muchas veces diez rastros que conducen a la sala de baile. Se hicieron más sitio con las patas. Yo lo he visto. Kala Nag me llevó para que lo viese. ¡También Kala Nag tiene las patas muy cansadas!

Toomai Pequeño se tumbó de espaldas y durmió toda la larga tarde hasta bien entrado el crepúsculo y, mientras él dormía, Petersen Sahib y Machua Appa siguieron el rastro de los dos elefantes durante quince millas por las colinas. Petersen Sahib llevaba dieciocho años capturando elefantes y solo en una ocasión anterior había visto uno de los lugares donde se celebraban los bailes. A Machua Appa no le hizo falta mirar dos veces el claro, ni levantar con el pie la tierra compacta, para comprender lo que había sucedido allí.

—El niño dice la verdad —dijo—. Todo esto ha sido obra de la noche pasada y he contado setenta rastros que cruzan el río. Observe, sahib, cómo el grillete de Pudmini ha levantado la corteza de ese árbol: sí, también ella ha estado aquí.

Se miraron el uno al otro, luego al cielo y a la tierra y se quedaron pensativos, pues la conducta de los elefantes resulta insondable para los hombres, sean blancos o negros.

—Cuarenta y cinco años —dijo Machua Appa— he estado siguiendo a mi señor el elefante, pero jamás he oído decir que un hijo de mujer haya visto lo que ha visto este pequeño. ¡Por todos los Dioses de las Montañas! Es… ¿qué podemos decir?

Se quedó meneando la cabeza.

Cuando llegaron al campamento, era ya hora de cenar. Petersen Sahib comió solo en su tienda, pero ordenó que matasen dos corderos y unas cuantas gallinas y que doblasen las raciones de harina, arroz y sal, pues sabía que iban a celebrar un festín.

Toomai Grande había llegado corriendo desde el campamento de las llanuras en busca de su hijo y de su elefante y, ahora que ya había dado con ellos, los miraba como si ambos le inspirasen temor. Y celebraron una fiesta alrededor de las llamas de las hogueras, delante de las filas de elefantes amarrados, y Toomai Pequeño se convirtió en el héroe del día. Y los recios y morenos cazadores de elefantes, los rastreadores, conductores y encargados de las sogas, así como los hombres que conocen todos los secretos de la doma de los más salvajes elefantes, se iban pasando al pequeño unos a otros y le señalaban la frente con la sangre de un gallo silvestre recién muerto, para que se viera que era una criatura de los bosques, iniciada y libre en todas las junglas.

Y por fin, cuando las llamas se apagaron y el resplandor rojizo de los troncos daba la sensación de que también a los elefantes los habían marcado con sangre, Machua Appa, el jefe de todos los conductores de todas las ; Machua Appa, que era el otro yo de Petersen Sahib y nunca en cuarenta años había visto un sendero abierto por el hombre; Machua Appa, que era tan grande que no tenía otro nombre que el de Machua Appa, se levantó de un salto, levantó a Toomai Pequeño por encima de su cabeza y gritó:

—Escuchad, hermanos míos. Escuchad también vosotros, mis señores que estáis amarrados, pues yo, Machua Appa, voy a hablar. Este pequeño ya no se llama Toomai Pequeño, sino que a partir de ahora se llama Toomai de los Elefantes, como su bisabuelo se llamaba también. Lo que jamás hombre alguno ha visto él lo vio durante la larga noche y el favor del Pueblo de los Elefantes y de los Dioses de las Junglas mora en él. Será un gran rastreador, llegará a ser más grande que yo, incluso que yo…, ¡Machua Appa! Seguirá el rastro nuevo y el ya viejo, así como el que es ambas cosas a la vez. ¡Y los seguirá con ojos penetrantes! Ningún mal sufrirá en la cuando corra por debajo del vientre de los elefantes para echarle la soga al de terribles colmillos. Y si resbala y cae ante las patas del elefante de combate, este sabrá quién yace a sus pies y no lo aplastará. ¡, mis señores encadenados! —exclamó, volviéndose hacia la línea de elefantes amarrados—. ¡Aquí tenéis al pequeño que ha presenciado vuestros bailes en lugares ocultos! ¡El que ha visto lo que nadie ha visto jamás! ¡Rendidle honores, mis señores! ¡, hijos míos! ¡Saludad como es debido a Toomai de los Elefantes! ¡Gunga Pershad, ! ¡Hira Guj, Birchi Guj, Kuttar Guj, ! ¡Pudmini…, tú lo has visto en el baile, y tú también, Kala Nag, perla mía entre los elefantes! ¡Todos a una! ¡A Toomai de los Elefantes!

Al oír este último alarido salvaje toda la línea de elefantes alzaron la trompa hasta que con la punta se tocaron la frente y profirieron el saludo reglamentario, la ensordecedora fanfarria de trompetas que nadie salvo el virrey de la India oye jamás: ¡El de la ! Mas todo ello era en honor de Toomai Pequeño, que había visto lo que nunca antes hombre alguno había visto: ¡el baile de los elefantes, de noche y solo en el corazón de las montañas de Garó!

Shiva y el saltamontes

Shiva y el saltamontes

(La canción que la madre de Toomai cantó al bebé.)

Shiva, que hizo crecer la cosecha y soplar los vientos,

sentado en el umbral de un día ya muy lejano,

dio a cada cual su parte, de comida, trabajo y dolor,

guddee .

Todas las cosas las hizo él, Shiva el Protector.

Mahadeo! Mahadeo!

espinos para el camello y forraje para el ganado,

y el corazón de la madre

para que repose el pequeñín.

¡Duerme, hijito mío, duerme!

Trigo dio a los ricos, mijo a los pobres,

mendrugos a los hombres santos

que piden de puerta en puerta,

ganado para el tigre y carroña para el milano,

y trapos y huesos a los malvados lobos

que de noche acechan el cercado.

Nadie por alto dejaba y nadie por bajo abandonaba.

A su lado Parbati los veía ir y venir,

pensó en hacerle una broma y burlarse de Shiva:

cogió el pequeño saltamontes y se lo escondió en el pecho.

Y así le engañó, a Shiva el Protector.

Mahadeo! Mahadeo! .

Altos son los camellos y gruesas las vacas,

pero este era el más pequeño de los animalitos.

Cuando el alimento estuvo repartido, se rió y dijo:

«Señor, del millón de bocas, ¿no ha quedado una sin comer?».

Riendo, contestó Shiva: «Todos han recibido su parte,

incluso el pequeñín que escondes junto al corazón».

Del pecho lo extrajo, Parbati la ladrona,

y vio que el animalito roía una hoja diminuta.

Lo vio y temió y se preguntó, mientras rezaba a Shiva,

que en verdad había alimentado a todo ser viviente.

Todas las cosas las hizo él, Shiva el Protector.

Mahadeo! Mahadeo!

espinos para el camello y forraje para el ganado,

y el corazón de la madre para que repose el pequeñín.

¡Duerme, hijito mío, duerme!

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