Persuasión

Capítulo XXI

Persuasión

Capítulo XXI

Ana recordó complacida al día siguiente su promesa de visitar a Mrs. Smith. Esto la tendría fuera de casa cuando fuese Mr. Elliot; evitar a Mr. Elliot era entonces lo más importante.

Ella sentía muy buena disposición hacia él. A pesar del daño causado por sus atenciones, le debía ella cierta gratitud, y quizá también algo de compasión. No podía evitar pensar en las circunstancias poco corrientes en que se habían encontrado por primera vez; en el derecho que tenía él de aspirar a su afecto por todas las circunstancias, y por sus propios sentimientos. Todo eso era singular… era halagador, pero doloroso. Había mucho que lamentar. Cuáles hubieran sido sus sentimientos en caso de no haber existido un capitán Wentworth, no valía la pena pensarlo. Pero existía un capitán Wentworth, y con él la certeza de que cualquiera fuese el resultado de todo el asunto, el afecto de Ana sería de él para siempre. El unirse a él, creía ella, no la alejaría más de todos los hombres que el separarse de él.

Más hermosas meditaciones de amor y constancia eternos era difícil que hubieran recorrido jamás las calles de Bath, y Ana se fue cavilando desde Camden Place hasta Westgate. Esto era suficiente para esparcir purificación y perfume en todo el camino.

Estaba segura de que tendría un recibimiento agradable. Su amiga pareció esa mañana particularmente agradecida de su visita; no parecía haberla esperado, aunque ella había prometido ir.

De inmediato pidió a Ana que le hiciera una descripción del concierto; y los recuerdos que Ana tenía del mismo eran muy gratos y encendieron sus mejillas; la divirtió contarlos. Todo lo que pudo decir lo relató de muy buenas ganas. Pero lo que podía decir era poco para quien había estado allí y también poco para satisfacer una curiosidad como la de Mrs. Smith, quien ya se había enterado, por medio del mozo y de la planchadora, del éxito de la velada, y de más cosas de las que ella podía contar. La dama preguntaba por detalles sobre la concurrencia. Mrs. Smith conocía de nombre a todo el mundo de alguna fama o notoriedad en Bath.

—Las pequeñas Durands estaban allí, me imagino —dijo—, con sus bocas abiertas para escuchar la música. Parecerían gorriones esperando ser alimentados. Jamás faltan a un concierto.

—Así es. Yo no las vi, pero oí decir a Mr. Elliot que estaban en el salón.

—¿Los Ibbotsons estaban también? ¿Y las dos nuevas bellezas con el oficial irlandés que hablaba con una de ellas?

—No me fijé… no creo que estuvieran allí.

—¿Y la vieja Lady Maclean? Es inútil preguntar por ella. Nunca falta, ya lo sé. Y usted debe haberla visto. Estaría muy cerca de ustedes, porque como fueron ustedes con Lady Dalrymple, deben haber ocupado los sitios de honor alrededor de la orquesta.

—No, esto me lo había temido. Hubiera sido muy desagradable para mí en todos los aspectos. Pero felizmente, Lady Dalrymple prefiere situarse un poco más lejos. Por otra parte, estuvimos maravillosamente bien ubicados en lo que a oír se refiere. No digo lo mismo en cuanto a ver, porque en verdad pude ver bastante poco.

—Oh, vio usted lo suficiente para divertirse. Entiendo bien. Hay cierta alegría en ser conocida aun en medio de un grupo, y usted pudo disfrutar de esa alegría. Eran ustedes un grupo grande y no necesitaban más.

—Pero debí mirar un poco más alrededor —dijo Ana, al mismo tiempo que reparaba en que no era en realidad que hubiese dejado de mirar, sino que buscaba sólo a uno.

—No, no, su tiempo estuvo mejor ocupado que eso. No necesita decirme que se ha divertido. Esto se nota en seguida. Veo perfectamente cómo han pasado las horas… cómo tenía usted algo grato que oír. En los intervalos, naturalmente, la conversación.

Ana sonrió un poco y preguntó:

—¿Puede usted ver esto en mis ojos?

—Sí, puedo. Veo por su aspecto que anoche estaba usted en compañía de la persona a quien juzga más amable del mundo, la persona que le interesa más que todo el mundo reunido.

Ana se sonrojó y no pudo decir nada.

—Y siendo éste el caso —continuó Mrs. Smith después de una corta pausa—, usted podrá juzgar cuánto aprecio su bondad al venir a verme esta mañana. Es muy gentil de su parte venir a estar conmigo cuando posiblemente deben ir a visitarla personas más de su agrado.

Ana no oyó nada de esto. Estaba aún confundida y azorada por la penetración de su amiga, y no podía imaginar cómo había llegado a enterarse de lo del capitán Wentworth. Hubo otro silencio…

—Por favor —dijo Mrs. Smith—. ¿Sabe Mr. Elliot de su amistad conmigo? ¿Sabe que estoy en Bath?

Mr. Elliot —dijo Ana, sorprendida. Un momento de reflexión le señaló el error en que incurría. Lo comprendió al instante, y recobrándose al sentirse segura añadió más compuesta—: ¿Conoce usted a mister Elliot?

—Le he conocido mucho —replicó Mrs. Smith gravemente—. Pero esto ya parece haber desaparecido. Hace mucho tiempo que nos conocimos.

—No lo sabía. Jamás me lo había dicho usted. De haberlo sabido hubiera tenido el placer de conversar con él acerca de usted.

—A decir verdad —dijo Mrs. Smith con su acostumbrado buen humor—, éste es un placer que deseo que usted tenga. Deseo que hable de mí con Mr. Elliot. Deseo que se interese en hacerlo. El puede ser de gran utilidad para mí. Y naturalmente, mi querida miss Elliot, si usted se interesa está de más decir que él hará por mí lo que pueda.

—Tendré sumo placer… Creo que no puede usted dudar de mi deseo de ser útil —replicó Ana—, pero creo que supone que tengo demasiado ascendiente sobre mister Elliot, más razones para influir sobre él de las que realmente hay. No dudo de que de una manera u otra esta versión ha llegado hasta usted. Pero debe considerarme solamente como una parienta de Mr. Elliot. Si en esta forma cree que hay algo que una prima pueda pedir a un primo, le ruego que no vacile en contar con mis servicios.

Mrs. Smith le lanzó una mirada penetrante y, sonriendo, añadió:

—Me doy cuenta de que he ido muy de prisa. Le ruego me disculpe. Debí esperar que usted me lo comunicara. Pero ahora, mi querida miss Elliot, como a una vieja amiga, dígame cuándo podremos hablar del asunto. ¿La próxima semana? Seguramente la semana próxima todo estará arreglado y podré dedicarme a pensar en la felicidad que espera a miss Elliot.

—No —respondió Ana—, ni la semana que viene, ni la que vendrá después, ni la siguiente. Le aseguro que nada de lo que imagina se arreglará en el futuro. No me casaré con Mr. Elliot. Me agradaría saber por qué se ha hecho usted semejante idea.

Mrs. Smith la miró fijamente, sonrió y sacudiendo la cabeza añadió:

—¡Vamos, no la comprendo a usted! ¡Cómo me hubiera gustado conocer su punto de vista! Pero espero que no será tan cruel cuando llegue el momento. Hasta que este instante llegue, sabe usted que las mujeres no tenemos en realidad a nadie. Entre nosotras, todo hombre es rehusado… hasta que se declara. Pero ¿por qué había de ser usted cruel? Déjeme abogar por mi… no puedo llamarlo amigo ahora…, por mi antiguo amigo. ¿Dónde podrá encontrar usted un matrimonio más ventajoso? ¿Dónde encontrará un hombre más caballero o más gentil? Deje que le recomiende a mister Elliot. Estoy convencida de que no oirá usted más que elogios de él de parte del coronel Wallis, y, ¿quién puede conocerle mejor que el coronel Wallis?

—Mi querida Mrs. Smith, la esposa de Mr. Elliot murió hace poco más de medio año. No debiera nadie imaginar que él anda cortejando aún a alguien más.

—¡Oh, sí! ¡Este es el único inconveniente…! —dijo Mrs. Smith con vehemencia—. Mr. Elliot está a salvo y no me preocuparé más por él. No se olvide de mí cuando se haya casado, es todo cuanto le pido. Hágale saber que soy amiga suya y entonces pensará que es muy poca la molestia que yo le ocasione, lo que indudablemente ocurriría ahora con tanto negocio y compromisos como él tiene, tantas cosas e invitaciones de las que se ve libre como puede. El noventa y nueve por ciento de los hombres haría lo mismo. Naturalmente él no puede saber cuánta importancia pueden tener ciertas cosas para mí. Bien, mi querida miss Elliot, quiero y espero que sea muy feliz. Mr. Elliot es hombre que comprenderá lo que usted vale. Su paz no se verá turbada como se vio la mía. Estará usted a resguardo de todo y podrá confiar en su carácter. No será un hombre que se deje llevar por otros hacia su ruina.

—Sí —dijo Ana—, creo muy bien todo lo que usted dice de mi primo. Parece tener un temperamento sereno y decidido, poco abierto a impresiones peligrosas. Tengo gran respeto por él. No tengo motivo para hacer otra cosa, de acuerdo con lo que en él he podido observar. Pero lo conozco muy poco, y no es hombre, al menos así me parece, que pueda conocerse así como así. ¿No le convence a usted mi manera de hablar de que él no significa nada especial para mí? Mi discurso es bastante tranquilo. Y le doy mi palabra de honor de que él no es nada para mí. En caso que se me declare (y tengo bien pocos motivos para pensar que lo hará) no lo aceptaré. Le aseguro que no lo aceptaré. Le aseguro que Mr. Elliot no ha tenido nada que ver en el placer que usted ha creído que experimenté anoche. No, no es Mr. Elliot quien…

Se detuvo, ruborizándose profundamente y comprendiendo que había dicho demasiado. Pero este demasiado fue en el acto entendido. Mrs. Smith no hubiera entendido el fracaso de Mr. Elliot de no imaginar que había otra persona. Cuando comprendió esto, sin dilación admitió el fracaso de su protegido, y no dijo nada más. Pero Ana, deseosa de pasar por alto el incidente, estaba impaciente por saber de dónde había sacado Mrs. Smith la idea de que ella debía casarse con mister Elliot o de quién la había oído.

—¿Quiere usted decirme cómo se le ocurrió pensar tal cosa?

Al principio dijo Mrs. Smith— fue al saber cuánto tiempo pasaban ustedes juntos, y me parecía que era, además, lo más deseable para cualquiera de ustedes dos. Y puede dar por sentado que todos sus conocidos piensan lo mismo que yo pensaba. Pero nadie me habló de ello hasta hace dos días.

¿En realidad se ha hablado de ello?

—¿Observó a la mujer que le abrió la puerta cuando vino usted ayer?

—No. ¿No era Mrs. Speed, como de costumbre, o bien la doncella? No vi a nadie en particular.

—Era mi amiga Mrs. Rooke, la enfermera Rooke, quien, naturalmente, tenía gran curiosidad por verla a usted, y estuvo encantada de abrirle la puerta. Regresó de Malborough el domingo, y fue ella quien me dijo que usted se casaría con Mr. Elliot. Ella se lo ha oído decir a la misma señora Wallis, quien debe estar bien informada. Estuvo aquí el lunes durante una hora, y me contó toda la historia.

¡Toda la historia! —dijo Ana—. No puede haber hecho una larga historia de un asunto tan pequeño y mal fundado.

Mrs. Smith no respondió.

—Pero —prosiguió Ana— aunque no sea cierto que tenga algo que ver con Mr. Elliot, haré cuanto pueda por usted. ¿Debo decirle que se encuentra en Bath? ¿Desea usted que le dé algún mensaje?

—No, gracias. No. En el calor del momento y bajo una circunstancia equivocada yo puedo tal vez haber pedido su interés en estos asuntos. Pero ahora ya no. Le ruego que no se moleste por esto.

—Creo que ha dicho que conoce a Mr. Elliot desde hace largos años, ¿no?

—Así es.

—No antes de que él se casara, imagino.

—No estaba casado cuando lo conocí.

—Y… ¿eran ustedes muy amigos?

—Intimos.

—¡De veras! Dígame, entonces, qué clase de persona era él. Tengo gran curiosidad por saber cómo era mister Elliot en su juventud. ¿Se parecía a lo que es hoy?

—Hace tres años que no veo a Mr. Elliot —dijo mistress Smith con su natural cordialidad—. Le ruego me perdone las cortas respuestas que le he dado, pero he dudado sobre lo que tenía que hacer. He dudado si debía decirle algo a usted. Hay muchas cosas que deben ser tenidas en cuenta. Es odioso ser demasiado oficioso, causar malas impresiones, causar mal. Pero la amistad de los parientes merece ser conservada, aun cuando no haya nada bajo la superficie. Pero de cualquier manera, estoy resuelta, y creo que hago bien. Creo que debe usted conocer el verdadero carácter de Mr. Elliot. Aunque por el momento no parece usted tener la menor intención de aceptarlo, nadie puede decir lo que puede ocurrir. Quizás alguna vez sienta de otra manera con respecto a él. Oiga, pues, la verdad, ahora que ningún prejuicio turba su mente. Mister Elliot es un hombre que no tiene ni corazón ni conciencia; un ser egoísta, de sangre fría, que no piensa más que en sí mismo y que, por su propio interés, no vacilaría en cometer cualquier crueldad, cualquier traición, cualquier cosa que no se vuelva más tarde contra él. No tiene sentimientos por los demás. A aquellos de los cuales ha sido él el principal motivo de ruina puede dejarlos y abandonarlos sin el menor problema de conciencia. Está más allá de todo sentimiento de justicia o compasión. Oh, su corazón es negro. ¡Negro y vacío!

La sorpresa de Ana y sus exclamaciones de sorpresa la hicieron detenerse, y con aire más tranquilo prosiguió:

—Mis expresiones la sorprenden. Creerá usted que soy una mujer enfurecida e injuriada, pero trataré de hablar más tranquila: no lo calumniaré. Le diré solamente lo que yo sé de él. Los hechos hablarán por sí solos. El era el íntimo amigo de mi difunto esposo, en quien confiaba, y a quien quería y creía tan bueno como él. Encontré yo al casarme que eran íntimos amigos, y yo también simpaticé muchísimo con Mr. Elliot, y tenía el mejor concepto de él. A los diecinueve años, sabe usted que uno no piensa muy en serio. Pero Mr. Elliot me parecía tan bueno como cualquier otro, y más agradable que muchos, y siempre estábamos juntos. Estábamos en la ciudad y vivíamos en gran estilo. El era entonces inferior a nosotros; él era el pobre; tenía habitaciones en el Temple, y esto era lo más que podía hacer para mantener su apariencia de caballero. Venía a parar en nuestra casa siempre que lo deseaba; era siempre allí; era para nosotros como un hermano. Mi pobre Carlos, que tenía el corazón más bondadoso y más generoso del mundo, hubiera compartido con él hasta el último céntimo; me consta que sus bolsillos estaban siempre abiertos para su amigo; estoy segurísima de que en varias ocasiones le prestó ayuda.

—Este debe ser el período de la vida de Mr. Elliot —dijo Ana— que ha excitado siempre mi curiosidad. Debe haber sido en este tiempo cuando se hizo desconocido de mi padre y mi hermana. Yo no lo conocía entonces, solamente oía hablar de él; pero algo hubo en su conducta en aquella época, en lo que concernía a mi padre y a mi hermana, y poco después al casarse, con lo que nunca he podido reconciliarme hasta ahora. Parecía como si se tratara de un hombre distinto.

—Ya lo sé, ya lo sé —exclamó Mrs. Smith—. El fue presentado a Sir Walter y a su hermana antes de que yo lo conociera, pero le oí hablar mucho de ellos. Sé que fue invitado y solicitado, y sé también que jamás acudió a una invitación. Puedo darle a usted, quizá, detalles que ni sospecha. Por ejemplo, respecto a su matrimonio, estoy enterada de todas las circunstancias. Conozco todos los pros y los contras. Yo era la amiga a quien él confiaba sus esperanzas y planes, y aunque no conocí a su esposa con anterioridad (su situación inferior en sociedad hacía esto imposible), la conocí mucho después, en los dos últimos años de su vida, y así, puedo responder a cualquier pregunta que desee hacerme.

—No —dijo Ana—, no tengo ninguna pregunta particular que hacerle acerca de ella. He sabido siempre que no eran un matrimonio feliz. Pero me gustaría saber por qué razón, por aquella época, él evitaba la relación con mi padre. Mi padre tenía hacia él la mejor buena voluntad. ¿Por qué lo rehuía Mn Elliot?

Mr. Elliot —respondió Mrs. Smith— tenía por aquel entonces una sola idea: hacer fortuna, y por cualquier medio y rápidamente. Se había propuesto hacer un matrimonio ventajoso. Y sé que creía (si con razón o no, no puedo asegurarlo) que su padre y su hermana con sus invitaciones y cortesías deseaban una unión entre el heredero y la joven; y como es de suponer, dicho matrimonio no satisfacía sus aspiraciones de bienestar e independencia. Este fue el motivo por el que se mantenía alejado, puedo asegurárselo. El mismo me lo ha contado. No tenía secretos para mí. Es curioso que, luego de haberla dejado a usted en Bach, el primer y más importante amigo que tuve después de casada haya sido su primo, y que por él haya tenido constantes noticias de su padre y de su hermana. El me describía a una miss Elliot y esto me parecía muy afectuoso de su parte.

—Quizá —dijo Ana asaltada por una súbita idea—, habló usted de mí algunas veces con Mr. Elliot.

—Ciertamente, y con mucha frecuencia. Acostumbraba alabar a Ana Elliot y a asegurar que era usted una persona bien diferente a…

Se detuvo a tiempo.

—Esto tiene que ver con algo que Mr. Elliot dijo anoche —exclamó Ana—. Esto lo explica todo. Me enteré de que se había acostumbrado a oír hablar de mí. No pude saber cómo o por quién. ¡Qué imaginación loca tenemos cuando se trata de cualquier cosa relacionada con nuestra querida persona! ¡Cuánto podemos equivocamos! Pero le ruego que me perdone; la he interrumpido. ¿Así, pues, Mr. Elliot se casó por dinero? Fue esta circunstancia, imagino, la que por primera vez le hizo a usted entrever su verdadero carácter.

Mrs. Smith vaciló un momento.

—Oh, estas cosas suelen suceder. Cuando se vive en el mundo no es nada sorprendente encontrar hombres y mujeres que se casan por dinero. Yo era muy joven; éramos un grupo alegre e irreflexivo, sin ninguna regla de conducta seria. Vivíamos para divertimos. Pienso muy de otra manera ahora; el tiempo, la enfermedad y el pesar me han dado otras nociones de las cosas; pero por aquel entonces debo confesar que no vi nada reprobable en la conducta de Mr. Elliot. «Hacer lo mejor para uno mismo», era casi nuestro deber.

—Pero ¿no era ella una mujer muy inferior?

—Sí, y yo puse ciertas objeciones por esto, pero él no las tomó en cuenta. Dinero, dinero, era lo único que deseaba. El padre de ella había sido ganadero, y su abuelo, carnicero, pero ¿qué importaba esto? Ella era una buena mujer, tenía educación; había sido criada por unos primos. Conoció por casualidad a Mr. Elliot y se enamoró de él. Y por parte de él no hubo ni una vacilación ni un escrúpulo en lo que respecta al origen de ella. Su único interés era saber a cuánto ascendía la fortuna antes de comprometerse en serio. Si juzgamos por esto, cualquiera sea la opinión que sobre su posición en la vida tiene ahora Mr. Elliot, cuando joven la consideraba bien poco. La posibilidad de heredar Kellynch era algo quizá, pero en general, en lo que concierne al honor de la familia, lo colocaba bien bajo y poco limpio. Muchas veces le he oído decir que si las baronías fuesen vendibles él vendería la suya por cincuenta libras, con las armas, el lema, el nombre y la tierra incluidos. Pero no le repetiré la mitad de las cosas que decía sobre este asunto. No estaría bien que lo hiciera. Y sin embargo, debería tener usted pruebas, porque, ¿qué es esto sino simples palabras? Debería tener usted pruebas.

—En verdad, mi querida Mrs. Smith, no necesito ninguna —exclamó Ana—. No ha dicho usted nada que parezca contradictorio con lo que Mr. Elliot era en esa época. Esto más bien confirma lo que nosotros creíamos y oíamos. Lo que despierta mi curiosidad es saber por qué es ahora tan diferente.

—Encantada; no tiene usted más que llamar a María. O mejor aún, le daré a usted la satisfacción de que traiga por sí misma una pequeña caja que está en el estante más alto de mi ropero.

Ana, viendo que su amiga deseaba esto vehementemente hizo lo que se le pedía. Llevó y colocó la caja delante de ella, y Mrs. Smith, inclinándose y abriéndola, dijo:

—Esto está lleno de papeles pertenecientes a él, a mi marido; sólo una pequeña parte de lo que encontré cuando quedé viuda. La carta que busco fue escrita por mister Elliot a mi esposo antes de nuestro matrimonio, y felizmente pudo salvarse. ¿Cómo? No sabría decirlo. El era descuidado y negligente, como muchos otros hombres, en esta materia. Y cuando examino sus papeles encuentro una porción de cosas sin importancia, cuando otros realmente valiosos han sido destruidos. Aquí está. No la he quemado porque aun conociendo por aquel entonces poco de Mr. Elliot, decidí guardar pruebas de la amistad que hubo entre nosotros. Tengo ahora otro motivo para alegrarme de haberlo hecho.

La carta estaba dirigida a «Charles Smith, Esq. Tunbridge Wells», y estaba fechada en Londres en julio de 1803.

Querido Smith,

He recibido su carta. Su bondad me abruma. Desearía que la naturaleza hubiese hecho más corazones como el suyo, pero he vivido veintitrés años en el mundo sin encontrar a nadie que se le iguale. En estos momentos, se lo aseguro, no necesito sus servicios porque dispongo otra vez de fondos. Felicíteme usted: me he visto libre de Sir Walter y de su hija. Han vuelto a Kellynch y casi me han hecho jurar que los visitaré este verano; pero mi primera visita a Kellynch será con un agrimensor, lo que me indicará la manera de obtener la mayor ventaja. El barón, posiblemente, no se casará de nuevo. Es un imbécil. En caso de hacerlo, sin embargo me dejarían en paz, lo cual sería una compensación. Está aún peor que el último año.

Desearía llamarme de cualquier manera menos Elliot. Me fastidia este nombre. ¡El nombre de Walter puedo dejarlo a Dios gracias! Desearía que nunca volviera a insultarme usando mi segunda W. también. En tanto quedo por siempre afectísimo amigo.

Wm. Elliot.

Ana no pudo leer esta carta sin exaltarse y mistress Smith, observando el color de sus mejillas, dijo:

—Este lenguaje, bien lo comprendo, es sumamente irrespetuoso. Aunque había olvidado las palabras exactas, tenía una impresión general imborrable. Pero ahí tiene usted al hombre. Señala también el grado de amistad que tenía con mi difunto esposo. ¿Puede haber algo más fuerte que esto?

Ana no podía recobrarse del dolor y la mortificación que le causaban las palabras referidas a su padre. Debió recordar que el haber visto esta carta era en sí una violación de las leyes del honor, que nadie debe ser juzgado por testimonios de esta naturaleza, que ninguna correspondencia privada debe ser vista más que por aquellas personas a quienes está dirigida. Todo esto debió recordarlo antes de recobrar su calma y poder decir:

—Gracias. Esta es una completa prueba de lo que usted estaba diciendo. Pero ¿a qué se debe su amistad con nosotros ahora?

—También esto puedo explicarlo —dijo Mrs. Smith sonriendo.

—¿Puede en realidad?

—Sí. Le he enseñado a usted cómo era Mr. Elliot hace doce años y le demostraré ahora cuál es su carácter actual. No puedo proporcionarle esta vez pruebas escritas, pero mi testimonio oral será tan auténtico como usted quiera. La informaré sobre lo que desea y busca ahora. No es hipócrita actualmente. Es verdad que desea casarse con usted. Sus atenciones hacia su familia son ahora sinceras, brotan en verdad del corazón. Le diré por quién lo sé: por su amigo el coronel Wallis.

—¡El coronel Wallis! ¿También lo conoce?

—No, no lo conozco. Las noticias no me han llegado tan directamente. Han dado algunas vueltas: nada de importancia. La fuente de información es tan buena como al principio, y los pequeños detalles que puedan haberse agregado son fáciles de discernir. Mr. Elliot ha hablado con el coronel Wallis sin ninguna reserva sobre usted. Lo que el coronel Wallis le pueda haber dicho acerca de este asunto imagino debe ser algo sensato e inteligente; pero el coronel Wallis tiene una esposa bonita y tonta a quien le dice cosas que debiera guardar para sí. Esta, en la animación del restablecimiento de una enfermedad, le contó todo a su enfermera, y la enfermera, conociendo su amistad conmigo, no tardó en traerme las nuevas. En la noche del lunes, mi buena amiga mistress Rooke me reveló los secretos de Marlborough. Así, pues, cuando le relate a usted una historia de ahora en adelante, puede tenerla por cierto bien informada.

—Mi querida Mrs. Smith, me temo que su información no sea suficiente en este caso. El hecho de que mister Elliot tenga ciertas pretensiones o no con respecto a mí no basta para justificar los esfuerzos que ha hecho para reconciliarse con mi padre. Estos fueron anteriores a mi llegada a Bath. Encontré que él era muy amigo de mi familia a mi llegada.

—Ya lo sé, lo sé muy bien, pero…

—En verdad, Mrs. Smith, no creo que por este camino obtengamos información fidedigna. Hechos u opiniones que tengan que pasar por boca de tantos pueden ser tergiversados por algún tonto, y la ignorancia que puede haber por alguna otra parte contribuye a que de la verdad quede muy poco.

—Le suplico que me escuche. Bien pronto podrá juzgar si puede o no darse crédito a todo esto cuando conozca algunos detalles que usted misma podrá confirmar o negar. Nadie supone que haya sido usted su objeto al principio. Verdad es que la había visto y la admiraba antes de que usted llegase a Bath, pero no sabía quién era usted. Al menos así dice mi narradora. ¿Es verdad? ¿Es cierto que la vio a usted el verano o el otoño pasado «en algún lugar del oeste» para emplear sus palabras, sin saber que usted era usted?

—Ciertamente. Eso es exacto. Fue en Lyme; todo esto sucedió en Lyme.

—Bien —continuó Mrs. Smith triunfante— ya comienza usted a conocer a mi amiga. El la vio en Lyme y tanto le gustó que tuvo una gran satisfacción al volver a verla en Camden Place, y saber que era usted miss Ana Elliot, y a partir de entonces ¿quién puede dudarlo? tuvo doble interés en visitar su casa. Pero antes hubo un motivo y se lo explicaré. Si encuentra en mi historia algo que le parezca falso o improbable le ruego que no me deje seguir adelante. Mi relato dice que la amiga de su hermana, esa señora que es huésped de ustedes actualmente, y de la que le he oído hablar a usted, vino con su padre y con su hermana aquí en el mes de septiembre, cuando ellos llegaron, y ha estado aquí desde entonces. Es una mujer hábil, insinuante, hermosa y pobre. En una palabra, por su situación hace pensar que podría aspirar a ser Lady Elliot y llama la atención que su hermana esté tan ciega como para no verlo.

Aquí se detuvo Mrs. Smith, pero Ana no tenía nada que decir, y así, continuó:

Esta era la opinión de los que conocían a la familia, mucho antes de la llegada de usted. El coronel Wallis opinaba que su padre tendría buen criterio en este asunto, aunque por aquel entonces el coronel no se relacionaba con los de Camden Place. Pese a ello, el interés que tenía por su amigo Mr. Elliot lo hizo poner atención en todo lo que allí pasaba, y cuando Mr. Elliot vino a Bath por un día o dos, un poco antes de Navidad, el coronel Wallis lo puso al corriente de la marcha de las cosas según los comentarios que andaban de boca en boca. Comprenderá que por entonces las opiniones de Mr. Elliot respecto al valor del título de barón eran bien distintas. En todo lo que se relaciona con los vínculos sanguíneos y a las relaciones es un hombre completamente distinto. Haciendo ya bastante tiempo que tiene todo el dinero que desea, y nada que desear desde este punto de vista, ha aprendido a estimar y a poner su felicidad y aspiraciones en la familia y en el título del que es heredero. Esto lo había yo presentido antes de que terminara nuestra amistad, pero ahora es un hecho evidente. No puede soportar la idea de no llamarse Sir William. Puede, pues, comprender que las noticias que le comunicó su amigo no fueron para él nada agradables, y puede imaginar también los resultados que produjeron. La resolución de volver a Bath lo antes posible; de establecerse aquí por algún tiempo, de renovar la amistad y enterarse por sí mismo del grado de peligro y de obstaculizar los planes de la tal señora en caso de creerlo necesario, fueron la inmediata consecuencia. Entre los dos amigos convinieron ayudar en cuanto fuese posible. El y la señora Wallis serían presentados, y habría presentaciones entre todo el mundo. En consecuencia, Mr. Elliot volvió; se reclamó una reconciliación y se envió el mensaje a la familia. Y así, su principal motivo y su único propósito (hasta que la llegada de usted añadió un nuevo interés a sus visitas) era vigilar a su padre y a Mrs. Clay. Ha estado con ellos en cuanta ocasión ha podido; se ha interpuesto entre ellos; ha hecho visitas a todas horas…, pero no tengo por qué darle detalles sobre este particular. Puede imaginar todas las artimañas de un hombre hábil; quizás usted misma, estando avisada, pueda recordar algo.

—Sí —dijo Ana—, no me ha dicho nada que no estuviera de acuerdo con lo que he visto e imaginado. Hay siempre algo ofensivo en los medios empleados por la astucia. Las maniobras del egoísmo y de la duplicidad son repulsivas, pero no me ha dicho nada que me sorprenda. Comprendo que hay muchas personas que conceptuarían chocante este retrato de Mr. Elliot y que les costaría tenerlo por acertado. Pero yo jamás he estado satisfecha. Siempre he sospechado que había algún motivo oculto en su conducta. Me gustaría conocer su opinión acerca del asunto que tanto teme. Si cree que hay aún peligro o no.

—El peligro disminuye según creo —replicó mistress Smith—. Piensa que Mrs. Clay le teme; que comprende que él adivina sus intenciones y que no se atreve a actuar como lo haría en caso de no estar él presente. Pero como él tendrá que irse alguna vez, no sé en qué forma pueda estar seguro mientras Mrs. Clay conserve su influencia. La señora Wallis tiene una idea muy divertida según me ha informado la enfermera amiga mía. Esta consiste en poner en los artículos del contrato matrimonial entre usted y Mr. Elliot que su padre no se case con Mrs. Clay. Es ésa una idea digna en todos los aspectos de la inteligencia de la señora Wallis, y Mrs. Rooke ve claramente cuán absurda es. «Seguramente, señora —me dice—, esto no evitaría que pudiera casarse con cualquier otra.» Y, a decir verdad, no creo que mi amiga la enfermera sea enteramente contraria a un segundo matrimonio de Sir Walter. Ella es una gran casamentera, y ¿quién podría decir si no tiene aspiraciones de entrar al servicio de una futura lady Elliot merced a una recomendación de la señora Wallis?

—Me alegro de saber todo esto —dijo Ana después de reflexionar un momento—. Me será molesto cuando esté en compañía de Mr. Elliot, pero sabré a qué atenerme. Sé ya adónde dirigir mis pasos. Mr. Elliot es un hombre falso y mundano que jamás ha tenido como guía más principio que sus propios intereses.

Pero Mrs. Smith no había terminado aún con mister Elliot. Ana, interesada en todo lo relacionado con su familia, había distraído a su amiga del primitivo relato. Y, debió entonces escuchar una narración que si bien no justificaba del todo el rencor actual de Mrs. Smith, probaba que la conducta de Mr. Elliot para con ésta había sido despiadada e injusta.

Supo así (sin que la amistad se hubiese alterado por el matrimonio de Mr. Elliot), que la intimidad de las familias había continuado y Mr. Elliot había prestado a su amigo cantidades que iban mucho más allá de su fortuna. Mrs. Smith no deseaba echarse ninguna culpa encima y con suma ternura achacaba toda la culpa a su esposo. Pero Ana pudo percibir que su renta nunca había sido igual a su tren de vida, y que desde el principio hubo grandes extravagancias. Por el retrato que de él hacía su esposa adivinaba Ana que Mr. Smith era un hombre de tiernos sentimientos, carácter fácil, hábitos descuidados, no muy inteligente, mucho más amable que su amigo y muy poco parecido a éste. Probablemente había sido dirigido y despreciado por él. Mr. Elliot, a quien su matrimonio hacía rico y ponía a su alcance todas las vanidades y placeres que podía sin comprometerse por ello (puesto que con toda su liberalidad siempre había sido un hombre prudente), y encontrándose rico en el preciso momento en que su amigo comenzaba a ser pobre, parecían haberle importado muy poco las finanzas de su amigo, por el contrario, le había alentado a gastos que solamente podían conducirlo a la bancarrota. Y en consecuencia, los Smith se habían arruinado.

El marido había muerto a tiempo como para no conocer la verdad completa. Ya habían sin embargo encontrado ciertos inconvenientes con sus amigos, y la amistad de Mr. Elliot era de aquellas que convenía no probar. Pero hasta la muerte de Mr. Smith no se supo enteramente el desastroso estado de sus negocios. Con confianza en los sentimientos de Mr. Elliot más que en su criterio, mister Smith lo había nombrado a ejecutor de sus últimas voluntades. Pero Mr. Elliot se desentendió de ellas y las dificultades y los trastornos que ellos ocasionaron a la viuda, unido a los sufrimientos inevitables en su nueva situación, eran tales que no podían ser contados sin angustia o escuchados sin indignación.

Ana tuvo que ver algunas otras cartas, respuestas a urgentes pedidos de Mrs. Smith, que mostraban una decidida resolución de no tomarse inútiles molestias, y en las cuales, bajo una fría cortesía, aparecía una completa indiferencia por todo lo que pudiese ocurrirle a ésta. Era una espantosa pintura de ingratitud e inhumanidad. Y en algunos momentos Ana sintió que ningún crimen verdadero podía haber sido peor. Tenía mucho que escuchar: todos los detalles de tristes escenas pasadas, todas las minucias, una angustia tras otra; todo lo que sólo había sido sugerido en anteriores conversaciones era ahora relatado con todos sus pormenores. Ana comprendió el alivio que esto proporcionaba a su amiga y solamente se admiró de la habitual compostura y discreción de ésta.

Había una circunstancia en el relato de sus pesares particularmente irritante. Tenía ella cierta razón para creer que algunas propiedades de su esposo en las Indias Occidentales, que durante mucho tiempo no habían pagado sus rentas, podían dar este dinero en caso de que se emplearan medidas adecuadas. Estas propiedades, aunque no fueran muy importantes eran suficientes como para que Mrs. Smith pudiese disfrutar de una posición desahogada. Pero no había nadie que se hiciera cargo de ello. Mr. Elliot no quería hacer nada y Mrs. Smith estaba incapacitada para ocuparse de ello personalmente, por su debilidad física o para pagar los servicios de otra persona, por su escasez de recursos. No tenía ella relaciones que pudieran ayudarla ni siquiera con un sano consejo y no podía asumir el gasto de un abogado. Esta era la consecuencia de los fines extremos a que había llegado. Sentir que podía encontrarse en mejores circunstancias, que un poco de molestia podría mejorar su situación y que la demora podía debilitar sus derechos, eran para ella una constante zozobra.

Deseaba que Ana la ayudase en este asunto con mister Elliot. Había temido en algún momento que este matrimonio le hiciese perder a su amiga. Pero sabiendo luego que Mr. Elliot no haría nada de esta naturaleza, desde el momento que hasta ignoraba que ella se encontraba en Bath, se le ocurrió que quizá la mujer amada podría conmover a Mr. Elliot, y así, se apresuró a buscar la simpatía de Ana, tanto como podía permitirlo su conocimiento del carácter de Mr. Elliot, y en esto estaba cuando Ana, al rehusar tal matrimonio, cambiaba por entero las perspectivas, y si bien todas sus esperanzas desaparecían, tenía al menos el consuelo de haber podido desahogar su corazón.

Después de haber oído toda la descripción del carácter de Mr. Elliot, Ana estaba sorprendida de los términos favorables en que Mrs. Smith se había expresado al comienzo de la conversación. Parecía haberlo elogiado y recomendado.

—Mi querida amiga —respondió a esto Mrs. Smith—, no podía hacer otra cosa. Consideraba su boda con Mr. Elliot como cosa segura, aunque él no se hubiese declarado todavía, y no podía hablar de él considerándolo como lo consideraba casi su marido. Mi corazón sangraba por usted mientras hablaba de felicidad. Y pese a todo, él es inteligente, es agradable, y con una mujer como usted no deben perderse nunca las esperanzas. Mr. Elliot fue muy malo con su primera esposa. Fue un matrimonio desastroso. Pero ella era demasiado ignorante y burda para inspirar respeto y él nunca la amó. Estaba yo pronta a pensar que quizá con usted las cosas serían distintas.

Ana sintió en lo hondo de su corazón un estremecimiento al pensar en la desdicha que pudo haber tenido en caso de casarse con un hombre así. ¡Y era posible que Lady Russell hubiese llegado a persuadirla! Y en tal caso, ¿no hubiese sido aún mucho más desdichada cuando el tiempo lo revelase todo?

Era necesario que Lady Russell no siguiese engañada; y una de las consecuencias de esta importante conversación que preocupó a Ana buena parte de la mañana, fue que quedó en libertad de comunicar a su amiga cualquier cosa relativa a Mrs. Smith en la cual el proceder de Mr. Elliot estuviese involucrado.

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