Persuasión

Capítulo XXIII

Persuasión

Capítulo XXIII

Sólo un día había pasado desde la conversación de Ana con Mrs. Smith, pero ahora tenía un interés más inmediato y se sentía poco afectada por la mala conducta de Mr. Elliot, excepto porque debía aún una visita de explicación a Lady Russell, que de nuevo debió postergar. Había prometido estar con los Musgrove desde el desayuno hasta la cena. Lo había prometido, y la explicación del carácter de Mr. Elliot, al igual que la cabeza de la sultana Scherazada, tendría que dejarse para otro día.

Sin embargo, no pudo ser puntual; el tiempo se presentó malo y se lamentó de ello por sus amigos y por ella antes de intentar salir de paseo. Cuando, llegando a White Hart, se encaminó a la casa encontró que no sólo había llegado tarde, sino que tampoco era la primera en estar ahí. Los que habían llegado antes eran Mrs. Croft, que conversaba con Mrs. Musgrove, y el capitán Harville, que conversaba con el capitán Wentworth, y de inmediato supo que María y Enriqueta, sumamente impacientes, habían aprovechado el momento en que la lluvia había cesado, pero volverían pronto, y habían comprometido a Mrs. Musgrove a no dejar partir a Ana hasta que ellas volvieran. No le quedó más remedio que acceder, sentarse, adoptar un aspecto de compostura y sentirse de nuevo precipitada en todas las agitaciones de penas que había probado la mañana anterior. No había tregua. De la extrema miseria pasaba a la mayor felicidad, y de ésta, a otra extrema miseria. Dos minutos después de haber llegado ella, decía el capitán Wentworth:

—Escribiremos la carta de la que hemos hablado ahora mismo, Harville, si me proporciona usted los medios para hacerlo.

Los materiales estaban a mano, sobre una mesa apartada; allí se dirigió él y, casi de espaldas a todo el mundo, comenzó a escribir.

Mrs. Musgrove estaba contando a Mrs. Croft la historia del compromiso de su hija mayor, con ese tono de voz que quiere ser un murmullo, pero que todo el mundo puede escuchar. Ana sentía que ella no era parte de esa conversación, y sin embargo, como el capitán Harville parecía pensativo y poco dispuesto a hablar, no pudo evitar oír una serie de detalles: «Como mister Musgrove y mi hermano Hayter se encontraron una y otra vez para ultimar los detalles; lo que mi hermano Hayter dijo un día, y lo que Mr. Musgrove propuso al siguiente, y lo que le ocurrió a mi hermana Hayter, y lo que los jóvenes deseaban, y como lo dije en el primer momento que jamás daría mi consentimiento, y como después pensé que no estaría tan mal», y muchas más cosas por el estilo; detalles que— aun con todo el gusto y la delicadeza de la buena Mrs. Musgrove no debían comunicarse; cosas que no tenían interés más que, para los protagonistas del asunto. Mrs. Croft escuchaba de muy buen talante y cuando decía algo, era siempre sensata. Ana confiaba en que los caballeros estuvieran demasiado ocupados para oír.

—Considerando todas estas cosas, señora —decía Mrs. Musgrove en un fuerte murmullo—, aunque hubiéramos deseado otra cosa, no quisimos oponernos por más tiempo, porque Carlos Hayter está loco por ella, y Enriqueta más o menos lo mismo; y así, creímos que era mejor que se casaran cuanto antes y fueran felices, como han hecho tantos antes que ellos. En todo caso, esto es mejor que un compromiso largo.

—¡Es lo que iba a decir! —exclamó mistress Croft—. Prefiero que los jóvenes se establezcan con una renta pequeña y compartan las dificultades juntos antes que pasar por las peripecias de un largo compromiso. Siempre he pensado que…

—Mi querida Mrs. Croft —exclamó Mrs. Musgrove, sin dejarla terminar—, nada hay tan abominable como un largo compromiso. Siempre he estado en contra de esto para mis hijos. Está bien estar comprometidos si se tiene la seguridad de casarse en seis meses, o aun en un año… pero ¡Dios nos libre de un compromiso largo!

—Sí, señora —dijo Mrs. Croft—, es un compromiso incierto el que se toma por mucho tiempo. Empezando por no saber cuándo se tendrán los medios para casarse, creo que es poco seguro y poco sabio, y creo también que todos los padres debieran evitarlo hasta donde les fuera posible.

Ana se sintió de pronto interesada. Sintió que esto se podía aplicar a ella. Se estremeció de pies a cabeza y en el mismo momento en que sus ojos se dirigían instintivamente a la mesa ocupada por el capitán Wentworth, éste dejaba de escribir, levantaba la pluma y escuchaba, al mismo tiempo que volviendo la cabeza cambiaba con ella una rápida mirada.

Las dos señoras continuaron hablando de las verdades admitidas, y dando ejemplos de los males que la ruptura de esta costumbre había acarreado a gentes conocidas, pero Ana no pudo oír bien; solamente sentía un murmullo y su mente daba vueltas.

El capitán Harville, que nada había escuchado, dejó en este momento su silla y se acercó a la ventana; Ana pareció mirarlo aunque la verdad es que su pensamiento estaba ausente. Por fin comprendió que Harville la invitaba a sentarse a su lado. La miraba con una ligera sonrisa y un movimiento de cabeza que parecía decir: «Venga, tengo algo que decirle», y sus modales sencillos y llenos de naturalidad, pareciendo corresponder a un conocimiento más antiguo, invitaban también a que se sentara a su lado. Ella se levantó y se aproximó. La ventana donde él estaba se encontraba al lado opuesto de la habitación donde las señoras estaban sentadas y más cerca de la mesa ocupada por el capitán Wentworth, aunque bastante alejada de ésta. Cuando ella llegó, el gesto del capitán Harville volvió a ser serio y pensativo como de costumbre.

—Vea —dijo él, desenvolviendo un paquete y sacando una pequeña miniatura—, ¿sabe usted quién es éste?

Ciertamente, el capitán Benwick.

—Sí, y también puede adivinar quién es el autor. Pero —en tono profundo— no fue hecho para ella. Miss Elliot, ¿recuerda usted nuestra caminata en Lyme, cuando lo compadecíamos? Bien poco imaginaba yo que… pero esto no viene al caso. Esto fue hecho en El Cabo. Se encontró en El Cabo con un hábil artista alemán, y cumpliendo una promesa hecha a mi pobre hermana posó para él y trajo esto a casa. ¡Y ahora tengo que entregarlo cuidadosamente a otra! ¡Vaya un encargo! Mas ¿quién, si no, podría hacerlo? Pero no me molesta haber encontrado otro a quien confiarlo. El lo ha aceptado —señalando al capitán Wentworth—; está escribiendo ahora sobre esto. —Y rápidamente añadió, mostrando su herida—: ¡Pobre Fanny, ella no lo habría olvidado tan pronto!

—No —replicó Ana con voz baja y llena de sentimiento—; bien lo creo.

—No estaba en su naturaleza. Ella lo adoraba.

—No estaría en la naturaleza de ninguna mujer que amara de verdad.

El capitán Harville sonrió y dijo: —¿Pide usted este privilegio para su sexo?

Y ella, sonriendo también, dijo:

—Sí. Nosotras no nos olvidamos tan pronto de ustedes como ustedes se olvidan de nosotras. Quizá sea éste nuestro destino y no un mérito de nuestra parte. No podemos evitarlo. Vivimos en casa, quietas, retraídas, y nuestros sentimientos nos avasallan. Ustedes se ven obligados a andar. Tienen una profesión, propósitos, negocios de una u otra clase que los llevan sin tardar de vuelta al mundo, y la ocupación continua y el cambio mitigan las impresiones.

—Admitiendo que el mundo haga esto por los hombres (que sin embargo yo no admito), no puede aplicarse a Benwick. El no se ocupaba de nada. La paz lo devolvió en seguida a tierra, y desde entonces vivió con nosotros en un pequeño círculo de familia.

—Verdad —dijo Ana—, así es; no lo recordaba. Pero ¿qué podemos decir, capitán Harville? Si el cambio no proviene de circunstancias externas debe provenir de adentro; debe ser la naturaleza, la naturaleza del hombre la que ha operado este cambio en el capitán Benwick.

—No, no es la naturaleza del hombre. No creeré que la naturaleza del hombre sea más inconstante que la de la mujer para olvidar a quienes ama o ha amado; al contrario, creo en una analogía entre nuestros cuerpos y nuestras almas; si nuestros cuerpos son fuertes, así también nuestros sentimientos: capaces de soportar el trato más rudo y de capear la más fuerte borrasca.

—Sus sentimientos podrán ser más fuertes —replicó Ana—, pero la misma analogía me autoriza a creer que los de las mujeres son más tiernos. El hombre es más robusto que la mujer, pero no vive más tiempo, y esto explica mi idea acerca de los sentimientos. No, sería muy duro para ustedes si fuese de otra manera. Tienen dificultades, peligros y privaciones contra los que deben luchar. Trabajan siempre y están expuestos a todo riesgo y a toda dureza. Su casa, su patria, sus amigos, todo deben abandonarlo. Ni tiempo, ni salud, ni vida pueden llamar suyos. Debe ser en verdad bien duro —su voz falló un poco— si a todo esto debieran unirse los sentimientos de una mujer.

—Nunca nos pondremos de acuerdo sobre este punto —comenzó a decir el capitán Harville, cuando un ligero ruido los hizo mirar hacia el capitán Wentworth. Su pluma se había caído; pero Ana se sorprendió de encontrarlo más cerca de lo que esperaba, y sospechó que la pluma no había caído porque la estuviese usando, sino porque él deseaba oír lo que ellos hablaban, y ponía en ello todo su esfuerzo. Sin embargo, poco o nada pudo haber entendido.

—¿Ha terminado usted la carta? —preguntó el capitán Harville.

—Aún no; me faltan unas líneas. La terminaré en cinco minutos.

—Yo no tengo prisa. Estaré listo cuando usted lo esté. Tengo aquí una buena ancla sonriendo a Ana—; no deseo nada más. No tengo ninguna prisa. Bien, miss Elliot —bajando la voz—, como decía, creo que nunca nos pondremos de acuerdo en este punto. Ningún hombre y ninguna mujer lo harán probablemente. Pero déjeme decirle que todas las historias están en contra de ustedes; todas, en prosa o en verso. Si tuviera tan buena memoria como Benwick, le diría en un momento cincuenta frases para reforzar mi argumento, y no creo que jamás haya abierto un libro en mi vida en el que no se dijera algo sobre la veleidad femenina. Canciones y proverbios, todo habla de la fragilidad femenina. Pero quizá diga usted que todos han sido escritos por hombres.

—Quizá lo diga… pero, por favor, no ponga ningún ejemplo de libros. Los hombres tienen toda la ventaja sobre nosotras por ser ellos quienes cuentan la historia. Su educación ha sido mucho más completa; la pluma ha estado en sus manos. No permitiré que los libros me prueben nada.

—Pero ¿cómo podemos probar algo?

—Nunca se podrá probar nada sobre este asunto. Es una diferencia de opinión que no admite pruebas. Posiblemente ambos comenzaríamos con una pequeña circunstancia en favor de nuestro sexo, y sobre ella construiríamos cuanto se nos ocurriera y hayamos visto en nuestros círculos. Y muchas de las cosas que sabemos (quizá aquéllas que más han llamado nuestra atención) no podrían decirse sin traicionar una confidencia o decir lo que no debe decirse.

—¡Ah —exclamó el capitán Harville, con tono de profundo sentimiento—, si solamente pudiera hacerle comprender lo que sufre un hombre cuando mira por última vez a su esposa y a sus hijos, y ve el barco que los ha llevado hasta él alejarse, y se da vuelta y dice: «Quién sabe si volveré a verlos alguna vez»! Y luego, ¡si pudiera mostrarle a usted la alegría del alma de este hombre cuando vuelve a encontrarlos; cuando, regresando de la ausencia de un año y obligado tal vez a detenerse en otro puerto, calcula cuánto le falta aún para encontrarlos y se engaña a sí mismo diciendo: «No podrán llegar hasta tal día», pero esperando que se adelante doce horas, y cuando los ve llegar por fin, como si el cielo les hubiese dado alas, mucho más pronto aún de lo que los esperaba!

¡Si pudiera describirle todo esto, y todo lo que un hombre puede soportar y hacer, y las glorias que puede obtener por estos tesoros de su existencia! Hablo, por supuesto, de hombres de corazón —y se llevó la mano al suyo con emoción.

¡Ah! —dijo Ana—, creo que hago justicia a todo lo que usted siente y a los que a usted se parecen. Dios no permita que no considere el calor y la fidelidad de sentimientos de mis semejantes. Me despreciaría si creyera que la constancia y el afecto son patrimonio exclusivo de las mujeres. No creo que son ustedes capaces de cosas grandes y buenas en sus matrimonios. Los creo capaces de sobrellevar cualquier cambio, cualquier problema doméstico, siempre que… si se me permite decirlo, siempre que tengan un objeto. Quiero decir, mientras la mujer que ustedes aman vive y vive para ustedes. El único privilegio que reclamo para mi sexo (no es demasiado envidiable, no se alarme) es que nuestro amor es más grande; cuando la existencia o la esperanza han desaparecido.

No pudo decir nada más, su corazón estaba a punto de estallar, y su aliento, entrecortado.

—Tiene usted un gran corazón —exclamó el capitán Harville tomándole el brazo afectuosamente—. No habrá más discusiones entre nosotros. En lo que se refiere a Benwick, mi lengua está atada a partir de este momento.

Debieron prestar atención a los otros. Mrs. Croft se retiraba.

Aquí debemos separamos, Federico —dijo ella—; yo voy a casa y tú tienes un compromiso con tu amigo. Esta noche tendremos el placer de encontrarnos todos nuevamente en su reunión —dirigiéndose a Ana—. Recibimos ayer la tarjeta de su hermana, y creo que Federico tiene también invitación, aunque no la he visto. Tú estás libre, Federico, ¿no es así?

El capitán Wentworth doblaba apresuradamente una carta y no pudo dar una respuesta como es debido.

—Sí —dijo—, así es. Aquí nos separamos, pero Harville y yo saldremos detrás de ti. Si Harville está listo, yo no necesito más que medio minuto. Estoy a tu disposición en un minuto.

Mrs. Croft los dejó, y el capitán Wentworth, habiendo doblado con rapidez su carta, estuvo listo, y pareció realmente impaciente por partir. Ana no sabía cómo interpretarlo. Recibió el más cariñoso: «Buenos días. Quede usted con Dios», del capitán Harville, pero de él, ni un gesto ni una mirada. ¡Había salido del cuarto sin una mirada!

Apenas tuvo tiempo de aproximarse a la mesa donde había estado él escribiendo, cuando se oyeron pasos de vuelta. Se abrió la puerta; era él. Pedía perdón, pero había olvidado los guantes, y cruzando el salón hasta la mesa de escribir, y parándose de espaldas a Mrs. Musgrove, sacó una carta de entre los desparramados papeles y la colocó delante de los ojos de Ana con mirada ansiosamente fija en ella por un tiempo, y tomando sus guantes se alejó del salón, casi antes de que Mrs. Musgrove se hubiera dado cuenta de su vuelta.

La revolución que por un instante se operó en Ana fue casi inexplicable. La carta con una dirección apenas legible a «Miss A. E.» era evidentemente la que había doblado tan aprisa. ¡Mientras se suponía que se dirigía únicamente al capitán Benwick, le había estado escribiendo a ella! ¡Del contenido de esa carta dependía todo lo que el mundo podía ofrecerle! ¡Todo era posible; todo debía afrontarse antes que la duda! Mrs. Musgrove tenía en su mesa algunos pequeños quehaceres. Ellos protegerían su soledad, y dejándose caer en la silla que había ocupado él cuando escribiera, leyó:

No puedo soportar más en silencio. Debo hablar con usted por cualquier medio a mi alcance. Me desgarra usted el alma. Estoy entre la agonía y la esperanza. No me diga que es demasiado tarde, que tan preciosos sentimientos han desaparecido para siempre. Me ofrezco a usted nuevamente con un corazón que es aún más suyo que cuando casi lo destrozó hace ocho años y medio. No se atreva a decir que el hombre olvida más prontamente que la mujer, que su amor muere antes. No he amado a nadie más que a usted. Puedo haber sido injusto, débil y rencoroso, pero jamás inconsciente. Sólo por usted he venido a Bath; sólo por usted pienso y proyecto. ¿No se ha dado cuenta? ¿No ha interpretado mis deseos? No hubiera esperado estos diez días de haber podido leer sus sentimientos como debe usted haber leído los míos. Apenas puedo escribir. A cada instante escucho algo que me domina. Baja usted la voz, pero puedo percibir los tonos de esa voz cuando se pierde entre otras. ¡Buenísima, excelente criatura! No nos hace usted en verdad justicia. Crea que también hay verdadero afecto y constancia entre los hombres. Crea usted que estas dos cosas tienen todo el fervor de

F. W.

Debo irme, es verdad. Pero volveré o me reuniré con su grupo en cuanto pueda. Una palabra, una mirada me bastarán para comprender si debo ir a casa de su padre esta noche o nunca.

No era fácil reponerse del efecto de semejante carta. Media hora de soledad y reflexión la hubiera tranquilizado, pero los diez minutos que pasaron antes de ser interrumpida, con todos los inconvenientes de su situación, no hicieron sino agitarla más. A cada instante crecía su desasosiego. Era, la que sentía, una felicidad aplastante. Y antes de que hubiera traspuesto el primer peldaño de sensaciones, Carlos, María y Enriqueta ya estaban de vuelta.

La absoluta necesidad de reponerse produjo cierta lucha. Pero después de un momento no pudo hacer nada más. Comenzó por no entender una palabra de lo que decían. Y alegando una indisposición, se disculpó. Ellos pudieron notar que parecía enferma y no se hubieran apartado de ella por nada del mundo. Eso era terrible. Si se hubieran ido y la hubieran dejado tranquilamente sola en su habitación, se hubiese sentido mejor. Pero tener a todos alrededor parados o esperando era insoportable; y en su angustia, ella dijo que deseaba ir a casa.

—Desde luego, querida —dijo Mrs. Musgrove—, vaya usted a casa y cuídese, para que esté bien esta noche. Desearía que Sara estuviese aquí para cuidarla, porque yo no sé hacerlo. Carlos, llama un coche; no debe ir caminando.

¡No era un coche lo que necesitaba! ¡Lo peor de lo peor! Perder la oportunidad de conversar dos palabras con el capitán Wentworth en su tranquila vuelta a casa (y tenía casi la certeza de encontrarlo), era insoportable. Protestó enérgicamente en contra del coche. Y Mrs. Musgrove, que solamente podía imaginar una clase de enfermedad, habiéndose convencido de que no había sufrido ninguna caída, que Ana no había resbalado y que no tenía ningún golpe en la cabeza, se despidió alegremente y esperó encontrarla bien por la noche.

Ansiosa de evitar cualquier malentendido, Ana, con cierta resistencia, dijo:

—Temo, señora, que no esté perfectamente claro. Tenga la amabilidad de decir a los demás caballeros que esperamos ver a todo el grupo esta noche. Temo que haya habido algún equívoco; y deseo que asegure particularmente al capitán Harville y al capitán Wentworth; deseamos ver a ambos.

—Ah, querida mía, está todo muy claro, se lo aseguro. El capitán Harville está decidido a no faltar.

—¿Lo cree usted? Pues yo tengo mis dudas, y lo lamentaría mucho. ¿Promete mencionar esto cuando los vea de nuevo? Me atrevo a decir que verá a ambos esta mañana. Prométamelo usted.

—Desde luego, si ése es su deseo. Carlos, si ves al capitán Harville en alguna parte, no olvides de darle el mensaje de miss Ana. Pero de verdad, querida mía, no necesita intranquilizarse. El capitán Harville casi se ha comprometido, y lo mismo me atrevería a decir del capitán Wentworth.

Ana no podía decir más; su corazón presentía que algo empañaría su dicha. Pero de cualquier manera, el equívoco no sería largo; en caso que él no concurriera a Camden Place, ella podría enviar algún mensaje por medio del capitán Harville.

Otro inconveniente surgió: Carlos, con su natural amabilidad, quería acompañarla a casa; no había manera de disuadirlo. Esto fue casi cruel. Pero no podía ser malagradecida; él sacrificaba otro compromiso para serle útil; y partió con él, sin dejar traslucir otro sentimiento que el de la gratitud.

Estaban en la calle Unión, cuando unos pasos detrás, de sonido conocido, le dieron sólo unos instantes para prepararse para ver al capitán Wentworth. Se les unió, pero como dudaba si quedarse o pasar de largo, no dijo nada y se limitó a mirar. Ana se dominó lo bastante como para refrenar aquella mirada sin retirar la suya. Las pálidas mejillas de él se colorearon y sus movimientos de duda se hicieron decididos. Se puso al lado de ella. En ese instante, asaltado por una idea repentina, Carlos dijo:

—Capitán Wentworth, ¿hacia dónde va usted? ¿Hasta la calle Gay o más lejos?

—No sabría decirlo —contestó el capitán Wentworth sorprendido.

—¿Va usted hasta Belmont? ¿Va cerca de Camden Place? Porque en caso de ser así no tendré inconveniente en pedirle que tome mi puesto y acompañe a Ana hasta la casa de su padre. No se encuentra muy bien y no puede ir sin compañía; yo tengo una cita en la plaza del mercado. Me han prometido mostrarme una escopeta que piensan vender. Dicen que no la empaquetarán hasta el último momento. Y yo debo verla. Si no voy ahora, ya no tendré oportunidad. Por su descripción, es muy semejante a la mía de dos cañones, con la que tiró usted un día cerca de Winthrop.

No podía hacerse ninguna objeción. Solamente hubo demasiada presteza, un asentimiento demasiado lleno de gratitud, difícil de moderar. Y las sonrisas reinaron y los corazones se regocijaron en silencio. En medio minuto Carlos estaba otra vez al extremo de la calle Unión y los otros dos siguieron el camino juntos; pronto cambiaron las suficientes palabras como para dirigir sus pasos hacia el camino enarenado, donde por el poder de la conversación, esa hora debía convertirse en bendita y preparar los recuerdos sobre los que se fundarían sus futuras vidas. Allí intercambiaron otra vez esos sentimientos y esas promesas que una vez parecieron haberlo asegurado todo, pero que habían sido seguidas por tantos años de separación. Allí volvieron otra vez al pasado, más exquisitamente felices quizá en su reencuentro que cuando sus proyectos eran nuevos. Tenían más ternura, más pruebas, más seguridad de los caracteres de ambos, de la verdad de su amor. Actuaban más de acuerdo y sus actos eran más justificados. Y allí, mientras lentamente dejaban detrás de ellos otros grupos, sin oír las novedades políticas, el rumor de las casas, el coqueteo de las muchachas, las niñeras y los niños, pensaban en cosas antiguas y se explicaban principalmente las que habían precedido al momento presente, cosas que estaban tan llenas de significado e interés. Comentaron todas las vicisitudes de la última semana. Y apenas podían dejar de hablar del día anterior y del día en curso.

Ella no se había equivocado. Los celos por Mr. Elliot habían demorado todo, produciendo dudas y tormentos. Eso había comenzado en su primer encuentro en Bath. Habían vuelto, después de una breve pausa, a arruinar el concierto, y habían influido en todo lo que él había dicho y hecho o dejado de decir o de hacer en las últimas veinticuatro horas. Habían destruido todas las esperanzas que las miradas o las palabras o las acciones de ella hicieran esperar a veces. Finalmente fueron vencidos por los sentimientos y el tono de voz de ella cuando conversaba con el capitán Harville, y bajo el irresistible dominio de éstos, había cogido un papel y escrito sus sentimientos.

Lo que allí, en el papel, había declarado era lo cierto y no se retractaba de nada. Insistía en que no había amado a ninguna más que a ella. Jamás había sido reemplazada. Jamás había creído encontrar a nadie que pudiera comparársele. Verdad es —debió reconocerlo— que su constancia había sido inconsciente e inintencionada. Había pretendido olvidarla y creyó poder hacerlo. Se había juzgado a sí mismo indiferente, cuando solamente estaba enojado; y había sido injusto para con sus méritos, porque había sufrido por ellos. El carácter de ella era a la sazón para él la misma perfección, teniendo al mismo tiempo la encantadora conjunción de la fuerza y la gentileza. Pero debía reconocer que solamente en Uppercross le había hecho justicia, y solamente en Lyme había empezado a entenderse a sí mismo. En Lyme había recibido más de una lección. La admiración de Mr. Elliot lo había exaltado,

y

las escenas en Cobb

y

en casa del capitán Harville habían demostrado la superioridad de ella.

Cuando procuraba enamorarse de Luisa Musgrove (por resentido orgullo) afirmó que jamás lo había creído posible, que nunca le había importado o podría importarle Luisa; hasta aquel día cuando —reflexionó luego— entendió la superioridad de un carácter con que el de Luisa no podía siquiera compararse; y el enorme ascendiente que tales cualidades tenían sobre su propio carácter. Allí había aprendido a distinguir entre la tranquilidad de los principios y la obstinación de la voluntad, entre los peligros del aturdimiento y la resolución de los espíritus serenos. Allí había visto él que todo exaltaba a la mujer que había perdido; y allí comenzó a lamentar el orgullo, la locura, la estupidez del resentimiento, que lo habían mantenido apartado de ella cuando volvieron a encontrarse.

Desde entonces comenzó a sufrir intensamente. Apenas se había visto libre del horror y del remordimiento de los primeros días del accidente de Luisa, apenas comenzaba a sentirse vivir nuevamente, cuando se sintió vivo, es cierto, pero no ya libre.

—Encontré —dijo— que Harville me consideraba un hombre comprometido. Que ni Harville ni su esposa dudaban de nuestro mutuo afecto. Me quedé sorprendido y disgustado. En cierto modo podía desmentir eso de inmediato, pero cuando comencé a pensar que otros podrían imaginar lo mismo… su propia familia, Luisa misma, ya no me sentí libre. Para honrarla estaba dispuesto a ser suyo. No estaba prevenido. Nunca pensé en eso seriamente. No supuse que mi excesiva intimidad podría causar tanto daño, y que no tenía derecho a tratar de enamorarme de alguna de las muchachas, a riesgo de no dejar bien parada mi reputación o causar males peores. Había estado estúpidamente equivocado y debía pagar las consecuencias.

En una palabra, demasiado tarde comprendió que se había comprometido en cierto modo. Y eso, justo al momento de descubrir que no le importaba nada de Luisa. Debía considerarse atado a Luisa si los sentimientos de ella eran los que los Harville suponían. Esto lo decidió a alejarse de Lyme y a esperar en otra parte el restablecimiento de la joven. De la manera más decente posible, estaba dispuesto a disminuir cualquier sentimiento o inclinación que hacia él pudiese sentir Luisa. Y así, fue a ver a su hermano, esperando después volver a Kellynch y actuar de acuerdo con las circunstancias.

—Pasé tres semanas con Eduardo, y verlo feliz fue mi mayor placer. Me preguntó por usted con sumo interés. Me preguntó si había cambiado usted mucho, sin sospechar que para mí será usted siempre la misma.

Ana sonrió y dejó pasar esto. Era un despropósito demasiado halagador para reprochárselo. Es grato para una mujer de veintiocho años oír afirmar que no ha perdido ninguno de los encantos de la primera juventud; pero el valor de este homenaje aumentaba además para Ana al compararlo con palabras anteriores y sentir que eran el resultado y no la causa de sus nuevos y cálidos sentimientos.

El había permanecido en Shrospshire lamentando la ceguera de su orgullo y de sus desatinados cálculos, hasta que se sintió libre de Luisa por el sorprendente compromiso con Benwick.

—Ahí —añadió— terminó lo peor de mi pesadilla. Porque entonces al menos podía buscar la felicidad otra vez, podía moverme, hacer algo. Pero estar esperando tanto tiempo y no teniendo más perspectiva que el sacrificio, era espantoso. En los primeros cinco minutos me dije: «Estaré en Bath el miércoles», y aquí estuve. ¿Es perdonable que haya pensado en que podía venir? ¿Y haber llegado con ciertas esperanzas? Usted estaba soltera. Era posible que también conservara los mismos sentimientos que yo. Además tenía otras cosas que me alentaban. Nunca dudé que usted había sido amada y buscada por otros, pero seguramente sabía que había rehusado por lo menos a un hombre con más méritos para aspirar a usted que yo y no podía menos que preguntarme: «¿Será por mí?»

Tuvieron mucho que decirse sobre su primer encuentro en la calle Milsom, pero más aún sobre el concierto. Aquella velada parecía estar hecha de momentos deliciosos. El momento en que ella se paró en el Cuarto Octogonal para hablarle, el momento de la aparición de Mr. Elliot llevándosela, y uno o dos momentos más marcados por la esperanza o el desaliento, fueron comentados con entusiasmo.

—¡Verla a usted —exclamó él— en medio de aquellos que no podían quererme bien; ver a su primo a su lado, conversando y sonriendo, y ver todas las espantosas desigualdades e inconvenientes de tal matrimonio! ¡Saber que éste era el íntimo deseo de cualquiera que tuviese influencia sobre usted! ¡Aunque sus sentimientos fueran de indiferencia, considerar cuántos apoyos tenía él! ¿No era todo aquello bastante para hacer de mí el idiota que parecía? ¿Cómo podía mirar y no agonizar? ¿No era acaso la vista de la amiga que se sentaba a su lado bastante para recordar la poderosa influencia, la gran impresión que puede producir la persuasión? ¡Y todo esto estaba en mi contra!

—Debió comprender —dijo Ana—; ya no debió dudar de mí. El caso era distinto y mi edad, también otra. Si hice mal en ceder a la persuasión una vez, recuerde que fue por temor a riesgos, no por temor a correrlos. Cuando cedí, creí hacerlo ante un deber; pero ningún deber se podía alegar aquí. Casándome con un hombre al que no amaba hubiera corrido todos los riesgos y todos mis deberes hubieran sido violados.

—Quizá debí pensar así —replicó él—, pero no pude. No podía esperar ningún beneficio del conocimiento que tenía ahora de su carácter. No podía pensar: estaban estas cualidades suyas enterradas, perdidas entre los sentimientos que me habían hecho sufrir durante tantos años. Solamente podía pensar de usted como de alguien que había cedido, que me había abandonado, que había sido influida por otra persona que no era yo. La veía a usted al lado de la persona causante de aquel dolor. No tenía motivo para creer que tuviera ahora menos autoridad. Además debía añadirse la fuerza del hábito.

—Yo creía —dijo Ana— que mis modales para con usted lo habrían salvado de pensar esto.

—No; sus modales tenían la facilidad de quien está ya comprometida con otro hombre. La dejé a usted creyendo esto y sin embargo estaba decidido a verla de nuevo. Mi espíritu se recobró esta mañana y sentí que tenía aún motivo para permanecer aquí.

Al fin Ana estuvo de vuelta en casa, más feliz de lo que ninguno podía imaginar. Toda la sorpresa y la duda y cualquier otro penoso sentimiento de la mañana se habían disipado con esta conversación, y volvió tan contenta, con una alegría en la que se mezclaba el temor leve de que aquello no durara para siempre. Después de un intervalo de reflexión, toda idea de peligro desapareció para su extrema felicidad; y dirigiéndose a su habitación' se entregó de lleno a dar gracias por su dicha sin ningún temor.

Llegó la noche, se iluminó la sala y llegaron los invitados. Era una reunión para jugar a las cartas; una mezcla de gente que se veía demasiado con gentes que jamás se habían visto. Demasiado vulgar, con demasiada gente para establecer intimidad y demasiado poca para que hubiese variedad, pero Ana jamás encontró una velada más corta. Brillante y encantadora de felicidad y sensibilidad, y más admirada de lo que creía o buscaba, tenía sentimientos alegres y cariñosos para todas las personas que la rodeaban. Mr. Elliot estaba allí; ella lo evitó, pero podía compadecerlo. Los Wallis: la divertía entenderlos. Lady Dalrymple y miss Carteret pronto serían primos inocuos para ella. No le importaba Mrs. Clay y tampoco los modales de su padre y su hermana la hacían sonrojar. Con los Musgrove la charla era ligera y fácil; con el capitán Harville existía el afecto de hermano y hermana. Con Lady Russell, intentos de charla que una deliciosa culpabilidad cortaba. Con el almirante y con mistress Croft, una peculiar cordialidad y un ferviente interés que la misma conciencia parecía querer ocultar. Y con el capitán Wentworth siempre había algún momento de comunicación, y siempre la esperanza de más momentos de dicha y ¡la idea de que estaba allí!

En uno de los esos breves momentos en los que parecían admirar un grupo de hermosas plantas, ella dijo:

—He estado pensando acerca del pasado, y tratando imparcialmente de juzgar lo bueno y lo malo en lo que a mí concierne. Y he llegado a la conclusión de que hice bien, pese a lo que sufrí por ello; que tuve razón en dejarme dirigir por la amiga que ya aprenderá usted a querer. Para mí, ella era mi madre. Por favor no se equivoque al juzgarme; no digo que ella haya hecho lo correcto. Fue uno de esos casos en que los consejos son buenos o malos según lo que ocurra más adelante. Y yo, por mi parte, en igualdad de circunstancias, jamás daré un consejo semejante. Pero digo que tuve razón en obedecerle y que de haber obrado en otra forma hubiera sufrido más en continuar el compromiso que en romperlo, porque mi conciencia hubiera sufrido. Ahora, dentro de lo que la naturaleza humana nos permite, no tengo nada que reprocharme. Y si no me equivoco, un gran sentido del deber es una buena cualidad en una mujer.

El la miró, miró a Lady Russell, y volviendo a mirarla exclamó fría y deliberadamente:

—Todavía no. Pero puede tener ciertas esperanzas de ser perdonada con el tiempo. Espero tener piedad de ella pronto. Pero yo también he pensado en el pasado, y se me ha ocurrido que quizá tenía un enemigo peor que esa señora. Yo mismo. Dígame usted si cuando volví a Inglaterra en el año ocho, con unos pocos cientos de libras, y se me destinó al

Laconia

, si yo le hubiese escrito a usted, ¿hubiera contestado a mi carta? ¿Hubiera, en una palabra, renovado el compromiso?

—Lo habría hecho —repuso ella; y su acento fue decisivo.

—¡Dios mío —dijo él—, lo habría renovado usted! No es que no lo hubiera yo querido o deseado, como coronamiento de todos mis otros éxitos. Pero yo era orgulloso, muy orgulloso para pedir de nuevo. No la comprendía a usted. Tenía los ojos cerrados y no quería hacerle justicia. Este recuerdo me hace perdonar a cualquiera antes que a mí mismo. Seis años de separación y sufrimiento habrían podido evitarse. Es ésta una especie de dolor nuevo. Me había acostumbrado a sentirme acreedor a toda la dicha de que pudiera disfrutar. Había juzgado que merecía recompensas. Como otros grandes hombres ante el infortunio —añadió sonriendo—, debo aprender a humillarme ante mi buena suerte. Debo comprender que soy más feliz de lo que merezco.

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