Capítulo XVI
Persuasión
Capítulo XVI
Había algo que Ana, al volver entre los suyos, hubiera preferido saber, incluso más que si mister Elliot estaba enamorado de Isabel, y era si su padre lo estaría de Mrs. Clay. Después de haber permanecido en casa algunas horas, más se intranquilizó a este respecto. Al bajar para el desayuno a la mañana siguiente, encontró que había habido una razonable intención de la dama de dejarlos. Imaginó que mistress Clay habría dicho: «Ahora que Ana está con ustedes, ya no soy necesaria», porque Isabel respondió en voz baja: «No hay ninguna razón en verdad; le aseguro que no encuentro ninguna. Ella no es nada para mí comparada con usted». Y tuvo tiempo de oír decir a su padre: «Mi querida señora, esto no puede ser. Aún no ha visto usted nada de Bath. Ha estado aquí solamente porque ha sido necesaria. No nos dejará usted ahora. Debe quedarse para conocer a Mrs. Wallis, a la hermosa Mrs. Wallis. Para su refinamiento, estoy seguro de que la belleza es siempre un placer».
Habló con tanto entusiasmo que Ana no se sorprendió de que Mrs. Clay evitase la mirada de ella y de su hermana; ella podría parecer quizás un poco sospechosa, pero Isabel ciertamente no pensaba nada acerca del elogio al refinamiento de la dama. Esta, ante tales requerimientos, no pudo menos de condescender en quedarse.
En el curso de la misma mañana, encontrándose sola Ana con su padre, comenzó éste a felicitarla sobre su mejor aspecto; la encontraba «menos delgada de cuerpo, de mejillas; su piel, su apariencia habían mejorado…, era más claro su cutis, más fresco. ¿Había estado usando algo? No, nada.» «Nada más que Gowland», supuso él. «No, absolutamente nada.» Ah, esto le sorprendía mucho, y añadió: «No puedes hacer nada mejor que continuar como estás. Estás sumamente bien. Pero te recomiendo el uso de Gowland constantemente durante los meses de primavera. Mrs. Clay lo ha estado usando bajo mi recomendación y ya ves cuánto ha mejorado. Se han borrado todas sus pecas».
¡Si Isabel lo hubiera oído! Tal elogio le hubiera chocado, especialmente cuando, en opinión de Ana, las pecas seguían donde mismo. Pero hay que dar oportunidad a todo. El mal de tal matrimonio disminuiría si Isabel se casaba también. En cuanto a ella, siempre tendría su hogar con Lady Russell.
La compostura de Lady Russell y la gentileza de sus modales sufrieron una prueba en Camden Place. La visita de Mrs. Clay gozando de tanto favor y de Ana tan abandonada, era una provocación interminable para ella. Y esto la molestaba tanto cuando no se encontraba allí, como puede sentirse molestada una persona que en Bath bebe el agua del lugar, lee las nuevas publicaciones y tiene gran número de conocidos.
Cuando conoció a Mr. Elliot, se volvió más caritativa o más indiferente hacia los otros. Los modales de éste fueron una recomendación inmediata; y conversando con él encontró bien pronto lo sólido debajo de lo superficial, por lo que se sintió inclinada a exclamar, según dijo a Ana: «¿Puede ser éste Mr. Elliot?», y en realidad no podía imaginar un hombre más agradable o estimable. Lo reunía todo: buen entendimiento, opiniones correctas, conocimiento del mundo y un corazón cariñoso. Tenía fuertes sentimientos de unión y honor familiares, sin ninguna debilidad u orgullo; vivía con la liberalidad de un hombre de fortuna, pero sin dilapidar; juzgaba por sí mismo en todas las cosas esenciales sin desafiar a la opinión pública en ningún punto del decoro mundano. Era tranquilo, observador, moderado, cándido; nunca desapareceria por espíritu egoísta creyendo hacerlo por sentimientos poderosos, y con una sensibilidad para todo lo que era amable o encantador y una valoración de todo lo estimable en la vida doméstica, que los caracteres falsamente entusiastas o de agitaciones violentas rara vez poseen. Estaba cierta de que no había sido feliz en su matrimonio. El coronel Wallis lo decía y Lady Russell podía verlo; pero no se había agriado su carácter ni tampoco (bien pronto comenzó a sospecharlo) dejaba de pensar en una segunda elección. La satisfacción que Mr. Elliot le producía atenuaba la plaga que era mistress Clay.
Hacía ya algunos años que Ana había aprendido que ella y su excelente amiga podían discrepar. Por consiguiente, no la sorprendió que Lady Russell no encontrase nada sospechoso o inconsistente, nada detrás de los motivos que aparecían a la vista, en el gran deseo de reconciliación de Mr. Elliot. Lady Russell estimaba como la cosa más natural del mundo que en la madurez de su vida considerara Mr. Elliot lo más recomendable y deseable reconciliarse con el cabeza de la familia. Era lo natural al andar del tiempo en una cabeza clara y que sólo había errado durante su juventud. Ana, sin embargo, sonreía, y al fin mencionó a Isabel. Lady Russell escuchó, miró, y contestó solamente: «¡Isabel! Bien: El tiempo lo dirá».
Ana, después de una breve observación, comprendió que ella también debía limitarse a esperar el futuro. Nada podía juzgar por el momento. En aquella casa, Isabel estaba primero y ella estaba tan habituada a la general reverencia a «miss Elliot», que cualquier atención particular le parecía imposible. Mr. Elliot, además —no debía olvidarse—, era viudo desde hacía sólo siete meses. Una pequeña demora de su parte era muy perdonable. En una palabra, Ana no podía ver el crespón alrededor de su sombrero sin imaginarse que no tenía ella excusa en suponerle tales intenciones; porque su matrimonio, aunque infortunado, había durado tantos años que era difícil recobrarse tan rápidamente de la espantosa impresión de verlo deshecho.
Como fuere que todo aquello terminase, no cabía duda de que Mr. Elliot era la persona más agradable de las que conocían en Bath. No veía a nadie igual a él, y era una gran cosa de vez en cuando conversar acerca de Lyme, lugar que parecía tener casi más deseos de ver nueva y más extensamente que ella. Comentaron los detalles de su primer encuentro varias veces. El dio a entender que la había mirado con interés. Ella lo recordaba bien, y recordaba además la mirada de una tercera persona.
No siempre estaban de acuerdo. Su respeto por el rango y el parentesco era mayor que el de ella. No era sólo complacencia, era un agradarle el tema lo que hizo que su padre y su hermana prestaran atención a cosas que. Ana juzgaba indignas de entusiasmarlos. El diario matutino de Bath anunció una mañana la llegada de la vizcondesa viuda de Dalrymple y de su hija, la honorable miss Carteret; y toda la comodidad de Camden Place número… desapareció por varios días; porque los Dalrymple (por desgracia en opinión de Ana) eran primos de los Elliot, y las angustias surgieron al pensar en una presentación correcta.
Ana no había visto antes a su padre y a su hermana en contacto con la nobleza, y se descorazonó un poco. Había pensado mejor acerca de la idea que ellos tenían de su propia situación en la vida, y sintió un deseo que jamás hubiera sospechado que podría llegar a tener… el deseo de que tuvieran más orgullo; porque «nuestros primos Lady Dalrymple y miss Carteret», «nuestros parientes, los Dalrymple», eran frases que estaban todo el día en su oído.
Sir Walter había estado una vez en compañía del difunto vizconde, pero jamás había encontrado a la familia. Las dificultades surgían a la sazón de una interrupción completa en las cartas de cortesía, precisamente desde la muerte del mencionado vizconde, acaecida al mismo tiempo en que una peligrosa enfermedad de Sir Walter había hecho que los moradores de Kellynch no hicieran llegar ninguna condolencia. Ningún pésame fue a Irlanda. El pecado había sido pagado, puesto que a la muerte de Lady Elliot ninguna condolencia llegó a Kellynch, y en consecuencia, había sobradas razones para suponer que los Dalrymple consideraban la amistad terminada. Cómo arreglar este enojoso asunto y ser admitidos de nuevo como primos era lo importante; y era un asunto que, bien sensatamente, ni Lady Russell ni Mr. Elliot consideraban trivial. «Las relaciones familiares es bueno conservarlas siempre, la buena compañía es siempre digna de ser buscada; Lady Dalrymple había tomado por tres meses una casa en Laura Place, y viviría en gran estilo. Había estado en Bath el año anterior y Lady Russell había oído hablar de ella como de una mujer encantadora. Sería muy agradable que las relaciones fueran restablecidas, y si era posible, sin ninguna falta de decoro de parte de los Elliot.»
Sir Walter, sin embargo, prefirió valerse de sus propios procedimientos, y finalmente escribió dando una amplia explicación y expresando su pesar a su honorable prima. Ni Lady Russell ni Mr. Elliot pudieron admirar la carta, pero, sea como fuera, la carta cumplió su propósito, trayendo de vuelta una garabateada nota de la vizcondesa viuda. «Tendría mucho placer y honor en conocerlos.» Los afanes del asunto habían terminado y sus dulzuras comenzaban. Visitaron Laura Place, y recibieron las tarjetas de la vizcondesa viuda de Dalrymple y de la honorable miss Carteret para arreglar entrevistas. Y «nuestros primos en Laura Place», «nuestros parientes Lady Dalrymple y miss Carteret», eran el tema obligado de todos los comentarios.
Ana estaba avergonzada. Aunque Lady Dalrymple y su hija hubieran sido en extremo agradables, se hubiera sentido avergonzada de la agitación que creaban, pero éstas no valían gran cosa. No tenían superioridad de modales de dotes o de entendimiento. Lady Dalrymple había adquirido la fama de «una mujer encantadora» porque tenía una sonrisa amable y era cortés con todo el mundo. Miss Carteret, de quien podía decirse aún menos, era tan malcarada y desagradable que no hubiera sido jamás recibida en Camden Place de no haber sido por su alcurnia.
Lady Russell confesó que había esperado algo más, no obstante «era una relación digna» y cuando Ana se atrevió a dar su opinión a Mr. Elliot, él convino que por sí mismas no valían demasiado, pero afirmó que como para trato familiar, como buena compañía, para aquellos que buscan tener personas gratas alrededor, valían. Ana sonrió y dijo:
—Mi idea de la buena compañía, Mr. Elliot, es la compañía de la gente inteligente, bien informada, y que tiene mucho que decir; es lo que yo entiendo por buena compañía.
—Está usted en un error —dijo él gentilmente—; ésa no es buena compañía, es la mejor. La buena compañía requiere solamente cuna, educación y modales, y en lo que a educación respecta se exige bastante poca. El nacimiento y las buenas maneras son lo esencial; pero un poco de conocimientos no hace mal a nadie, por el contrario, hace bien. Mi prima Ana mueve la cabeza. No está satisfecha. Está fastidiada. Mi querida prima —sentándose junto a ella—, tiene usted más derecho a ser desdeñosa que cualquier otra mujer que yo conozca. Pero ¿qué gana con ello? ¿No es acaso más provechoso aceptar la compañía de estas señoras de Laura Place y disfrutar de las ventajas de su conocimiento en cuanto sea posible? Puede usted estar segura que andarán entre lo mejor de Bath este invierno, y como el rango es el rango, el hecho de que sean ustedes parientes contribuirá a colocar a su familia (a nuestra familia) en la consideración que merece.
—¡Sí —afirmó Ana—, en verdad sabrán que somos parientes de ellas! —Luego, recomponiéndose y no deseando una respuesta, continuó—: La verdad, creo que ha sido demasiado molesto procurarse esta relación. Creo —añadió sonriendo— que tengo más orgullo que ustedes, pero confieso que me molesta que hayamos deseado tanto la relación, cuando a ellos les es perfectamente indiferente.
—Perdón, mi querida prima, es usted injusta con nosotros. En Londres quizá, con su tranquila manera de vivir, podía usted decir lo que dice, pero en Bath, Sir Walter Elliot y su familia serán siempre dignos de ser conocidos, siempre serán una compañía muy apreciable.
—Bien —dijo Ana—, soy orgullosa, demasiado orgullosa para disfrutar de una amistad que depende del lugar en que uno esté.
—Apruebo su indignación —dijo él—; es natural. Pero están ustedes en Bath y lo que importa es poseer todo el crédito y la dignidad que merece Sir Walter Elliot. Habla usted de orgullo; yo soy considerado orgulloso, y me gusta serlo, porque nuestros orgullos, en el fondo, son iguales, no lo dudo, aunque las apariencias los hagan parecer diferentes. En una cosa, mi querida prima —continuó hablando bajo como si no hubiera nadie más en el salón—, en una cosa estoy cierto, de que nuestros sentimientos son los mismos. Sentimos que cualquier amistad nueva para su padre, entre sus iguales o superiores, que pueda distraer sus pensamientos de la que está detrás de él, debe ser bienvenida.
Mientras hablaba miró el lugar que Mrs. Clay había estado ocupando, lo que explicaba en grado suficiente su pensamiento. Y aunque Ana no creyó que tuvieran el mismo orgullo, sintió simpatía hacia él por su desagrado hacia Mrs. Clay y por su deseo de que su padre conociera nueva gente para eliminar a esa mujer.