Persuasión

Capítulo XXIV

Persuasión

Capítulo XXIV

¿Quién no adivina lo que siguió? Cuando a dos jóvenes se les mete en la cabeza casarse, pueden estar seguros de triunfar por medio de la perseverancia, aunque sean pobres al extremo, o imprudentes, o tan distintos el uno del otro que bien poco puedan servirse de mutua ayuda. Esta puede ser una mala moral, pero es la verdad. Y si tales matrimonios se realizan a veces, ¿cómo un capitán Wentworth y una Ana Elliot, con la ventaja de la madurez, la conciencia del derecho y con fortuna independiente, podrían encontrar alguna oposición? En una palabra, hubieran vencido obstáculos mucho mayores que los que tuvieron que enfrentar, porque poco hubo que lamentar o echar de menos con excepción de la falta de calor y amabilidad. Sir Walter no opuso ninguna objeción, e Isabel tomó el partido de mirar fríamente y como si no le interesara el asunto. El capitán Wentworth, con veinticinco mil libras y un grado tan alto en su profesión como el mérito y la actividad podían otorgar, no era ya un «nadie». Se le consideraba entonces digno de dirigirse a la hija de un tonto y derrochador barón que no había tenido principios ni sentido común suficientes para mantenerse en la posición en que la providencia lo había colocado, y que a la sazón sólo podía dar a su hija una pequeña parte de la herencia de diez mil libras que más adelante habría de heredar.

Sir Walter, aunque no sentía gran afecto por Ana, y su vanidad no encontraba ningún motivo de halago que lo hiciera feliz en esa ocasión, distaba mucho de considerar que su hija realizaba un matrimonio desventajoso. Por el contrario, cuando vio más a menudo al capitán Wentworth a la luz del día y lo examinó bien, se sintió impresionado por sus dotes físicas, y pensó que la superioridad de su aspecto era una compensación para la falta de superioridad en rango. Todo esto, ayudado por el buen nombre del capitán, preparó a Sir Walter para inscribir de muy buena gana el nombre del matrimonio en el volumen de honor.

La única persona cuyos sentimientos hostiles podían causar cierta ansiedad era Lady Russell. Ana comprendía que su amiga tendría que sufrir cierto desencanto al conocer el carácter de Mr. Elliot, y que debería vencerse un poco para aceptar esto tal cual era y hacer justicia al capitán Wentworth. Debía admitir que se había equivocado con respecto a ambos; que las apariencias le habían jugado una mala pasada; que porque los modales del capitán Wentworth no estaban de acuerdo con sus ideas, se había apresurado a sospechar que éstas indicaban un peligroso temperamento impulsivo; y que precisamente porque los modales de Mr. Elliot le habían agradado por su propiedad y corrección, su cortesía y su suavidad, precipitadamente había supuesto que éstos indicaban opiniones correctas y espíritu lleno de cordura. Lady Russell no tenía nada más que hacer; es decir, debía reconocer que se había equivocado en todo y cambiar el objetivo de sus opiniones y esperanzas.

Hay en algunas personas una rapidez de percepción, una precisión en el discernimiento de un carácter, una penetración natural, que la experiencia de otras gentes no alcanza jamás, y Lady Russell había sido menos bien dotada en este terreno que su joven amiga. Pero era una buena mujer, y si su primer objetivo era ser inteligente y buen juez de la gente, el segundo era ver feliz a Ana. Amaba a Ana más de lo que apreciaba sus propias cualidades; y cuando el desagrado del primer momento hubo pasado no le fue difícil sentir afecto maternal por el hombre que aseguraba la felicidad de quien consideraba su hija.

De toda la familia, la más satisfecha fue María. Era conveniente tener una hermana casada, y podía imaginarse que ella había contribuido algo a ello, teniendo a Ana consigo durante el otoño; y como su hermana debía ser mejor que sus cuñadas, era también grato pensar que el capitán Wentworth era más rico que el capitán Benwick o Carlos Hayter. No tuvo nada que lamentar cuando vio a Ana restituida a los derechos del señorío, como dueña de una bonita propiedad. Había además una cosa que la consolaba poderosamente de cualquier pesar que pudiese sentir. Ana no tenía un Uppercross delante de ella, no tenía tierras ni era cabeza de una familia; y si ocurría que el capitán Wentworth no era nunca hecho barón, no tendría ella motivos para envidiar la situación de Ana.

Hubiera sido un bien para la hermana mayor contentarse de igual manera, pero poco cambio podía esperarse de ella. Pronto tuvo la mortificación de ver alejarse a Mr. Elliot; y desde entonces nadie en situación aceptable se presentó para salvar las esperanzas que se desvanecieron al retirarse este caballero.

Las noticias del compromiso de su prima Ana cayeron inesperadamente sobre Mr. Elliot. Desarreglaba esto su ilusión de felicidad doméstica, sus esperanzas de mantener soltero a Sir Walter en favor de los derechos de su presunto yerno. Pero, molesto y desilusionado, pudo hacer aún algo por sus propios intereses y felicidad. Pronto dejó Bath; poco después también se fue mistress Clay y bien pronto se oyó decir que se había establecido en Londres bajo la protección del caballero, con lo que se evidenció hasta qué punto había éste jugado un doble juego, y cuán determinado estaba a no dejarse vencer por las artes de una mujer hábil.

El afecto de Mrs. Clay había sido más poderoso que su interés y había sacrificado al caballero más joven sus esperanzas de casarse con Sir Walter. Esta dama tenía, sin embargo, habilidades que eran tan grandes como sus afectos, y no era fácil decir cuál de los dos astutos triunfaría al final. Quién sabe si al impedir que se convirtiera Mrs. Clay en la esposa de Sir Walter, no se preparaba a ésta el camino para convertirse en esposa de Sir William.

No cabe duda que Sir Walter e Isabel sufrieron un terrible disgusto al perder a su compañera y al desilusionarse de ella. Tenían sus primos para consolarse, es cierto, pero bien pronto comprenderían que seguir y adular a otros sin ser a la vez seguidos y adulados es sólo un placer a medias.

Ana, muy fuertemente satisfecha con la intención de Lady Russell de amar como debía al capitán Wentworth, no tenía más sombra en su dicha que la que provenía de la sensación de que no había en su familia una persona con méritos suficientes para ser presentada a un hombre de buen sentido. Allí sintió poderosamente su inferioridad. La desproporción de sus fortunas no tenía la menor importancia; no sintió esto en ningún momento; pero no tener familia que lo recibiera y lo estimara como merecía; ninguna respetabilidad, armonía, buena voluntad que ofrecer a cambio de la digna y pronta bienvenida de sus cuñados y cuñadas, era un manantial de pesares, bajo circunstancias, por otra parte, extremadamente felices. Sólo dos amigas podía presentarle: Lady Russell y Mrs. Smith. A estas dos, él pareció dispuesto a dedicar inmediato afecto. A Lady Russell, pese a sus resentimientos anteriores, estaba él dispuesto a recibirla de todo corazón. Mientras no se viera obligado a confesar que ella había tenido razón en separarlos al principio, estaba presto a hacer grandes alabanzas de la dama; en cuanto a Mrs. Smith, había varias circunstancias que lo inclinaron pronto y para siempre a apreciarla como merecía.

Sus recientes buenos oficios con Ana eran ya más que suficientes; y el matrimonio de ésta, en lugar de privarla de una amistad, le otorgó dos. Fue ella la primera en visitarlos apenas se hubieron establecido; y el capitán Wentworth, encargándose de los negocios para que recobrase las propiedades de su esposo en las Indias Occidentales, escribiendo por ella, actuando y ocupándose de todas las dificultades del caso, con la actividad y el interés de un hombre valiente y un amigo solícito, devolvió todos los servicios que ésta hiciera o hubiese intentado hacer a su esposa.

Las buenas cualidades de Mrs. Smith no desmerecieron con el aumento de su renta. Con la salud recobrada y la adquisición de amigos que podía ver a menudo, continuó valiéndose de su perspicacia y de la alegría de su carácter; y teniendo estas fuentes de bienestar habría hecho frente a cualquier otro halago mundano. Habría podido estar más sana y ser más rica, siendo siempre dichosa. La fuente de su felicidad estaba en su espíritu, como la de su amiga Ana residía en el calor de su corazón. Ana era la ternura misma, y había encontrado algo digno de ella en el afecto del capitán Wentworth. La profesión de su marido era lo único que hacía desear a sus amigas que aquella ternura no fuese tan intensa, por miedo a una futura guerra que pudiera turbar el sol de su dicha. Su gloria era ser la esposa de un marino, pero debía pagar el precio de una constante alarma por pertenecer su esposo a aquella profesión que es, si fuese ello posible, más notable por sus virtudes domésticas que por su importancia nacional.

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