Persuasión

Capítulo XIX

Persuasión

Capítulo XIX

Mientras el almirante Croft paseaba con Ana y le expresaba su deseo de que el capitán Wentworth fuese a Bath, éste ya se encontraba en camino. Antes de que Mrs. Croft hubiera escrito, ya había llegado; y la siguiente vez que Ana salió de paseo, lo vio.

Mr. Elliot acompañaba a sus dos primas y a Mrs. Clay. Se encontraban en la calle Milsom cuando comenzó a llover; no muy fuerte, pero lo bastante como para que las damas desearan refugiarse. Para miss Elliot fue una gran ventaja tener el coche de Lady Dalrymple para regresar a casa, pues éste fue avistado un poco más lejos; por tanto, Ana y Mrs. Clay entraron en Molland, mientras Mr. Elliot se dirigía hacia el coche para solicitar ayuda. Pronto se les unió nuevamente. Su intento, como era de esperar, había tenido éxito; Lady Dalrymple estaba encantada de llevarlos a casa y estaría allí en pocos momentos.

En el coche de su señoría sólo cabían cuatro personas cómodamente. Miss Carteret acompañaba a su— madre, y por tanto no podía esperarse que cupieran allí las tres señoras de Camden Place. Miss Elliot iría, eso sin duda; estaba decidida a no sufrir ninguna molestia. Así, pues, el asunto se convirtió en una cuestión de cortesía entre las otras dos señoras. La lluvia era muy fina, de manera que Ana no tenía inconveniente en seguir caminando en compañía de mister Elliot. Pero Mrs. Clay también encontraba que la lluvia era inofensiva. Apenas lloviznaba, y por otra parte, ¡sus zapatos eran tan gruesos!; mucho más gruesos que los de miss Ana. En una palabra, estaba cortésmente ansiosa de caminar con Mr. Elliot, y ambas discutieron tan educada y decididamente, que los demás debieron solucionarles el asunto. Miss Elliot sostuvo que mistress Clay tenía ya un ligero resfriado y, al ser consultado mister Elliot, decidió que los zapatos de su prima Ana eran los más gruesos.

Se resolvió, por lo tanto, que Mrs. Clay ocuparía el coche, y casi estaban ya decididos cuando Ana, desde su asiento cerca de la ventana, vio clara y distintamente al capitán Wentworth caminando por la calle.

Nadie, salvo ella misma, se percató de su sorpresa. Y al instante comprendió también que era la persona más simple y absurda del mundo. Durante unos minutos no pudo ver nada de cuanto sucedía a su alrededor. Todo era confusión, se sentía perdida. Cuando volvió en sí, vio que los otros estaban aún esperando el coche y Mr. Elliot, siempre gentil, había ido a la calle Unión por un pequeño encargo de Mrs. Clay.

Sintió Ana un intenso deseo de salir: deseaba ver si llovía. ¿Cómo podía pensarse que otro motivo la impulsara a salir? El capitán Wentworth debía estar ya demasiado lejos. Dejó su asiento; una parte de su carácter era insensata, como parecía, o quizás estaba siendo mal juzgada por la otra mitad. Debía ver si llovía. Tuvo que volver a sentarse, sin embargo, sorprendida por la entrada del mismo capitán Wentworth con un grupo de amigos y señoras, sin duda conocidos que había encontrado un poco más abajo en la calle Milsom. Se sintió visiblemente turbado y confundido al verla, mucho más de lo que ella observara en otras ocasiones. Se sonrojó de arriba abajo. Por primera vez desde que habían vuelto a encontrarse, se sintió más dueña de sí misma que él. Es verdad que tenía la ventaja de haberlo visto antes. Todos los poderosos, ciegos, azorados efectos de una gran sorpresa pudieron notarse en él. ¡Pero ella también sufría! Los sentimientos de Ana eran de agitación, dolor, placer…, algo entre dicha y desesperación.

El capitán le dirigió la palabra y entonces debió enfrentarse a él. Estaba turbado. Sus gestos no eran ni fríos ni amistosos: estaba turbado.

Después de un momento, habló de nuevo. Se hicieron el uno al otro preguntas comunes. Ninguno de los dos prestaba demasiada atención a lo que decía, y Ana sentía que el azoramiento de él iba en aumento. Por conocerse tanto, habían aprendido a hablarse con calma e indiferencia aparentes; pero en esa ocasión él no pudo adoptar este tono. El tiempo o Luisa lo habían cambiado. Algo había ocurrido. Tenía buen aspecto, y no parecía haber sufrido ni física ni moralmente, y hablaba de Uppercross, de los Musgrove y de Luisa hasta con alguna picardía; pese a ello, el capitán Wentworth no estaba ni tranquilo ni cómodo ni era el que solía ser.

No la sorprendió, pero le dolió que Isabel fingiera no reconocerlo. Wentworth vio a Isabel, Isabel vio a Wentworth y ambos se reconocieron al momento —de esto no cabe duda—, pero Ana tuvo el dolor de ver a su hermana dar vuelta la cara fríamente, como si se tratara de un desconocido.

El coche de Lady Dalrymple, por el que ya se impacientaba miss Elliot, llegó en ese momento. Un sirviente entró a anunciarlo. Había comenzado a llover de nuevo, y se produjo una demora y un murmullo y unas charlas que hicieron patente que todo el pequeño grupo sabía que el coche de Lady Dalrymple venía en busca de miss Elliot. Finalmente miss Elliot y su amiga, asistidas por el criado, porque el primo aún no había regresado, se pusieron en marcha. El capitán Wentworth se volvió entonces hacia Ana y por sus maneras, más que por sus palabras, supo ella que le ofrecía sus servicios.

—Se lo agradezco a usted mucho —fue su respuesta—, pero no voy con ellas. No hay lugar para tantos en el coche. Voy a pie. Prefiero caminar.

—Pero está lloviendo.

—Muy poco. Le aseguro que no me molesta.

Después de una pausa, él dijo:

—Aunque llegué recién ayer, ya me he preparado para el clima de Bath, ya ve usted señalando un paraguas—. Puede usted usarlo si es que desea caminar, aunque creo que es más conveniente que me permita buscarle un asiento.

Ella agradeció mucho su atención, y repitió que la lluvia no tenía importancia:

Estoy esperando a Mr. Elliot; estará aquí en un momento.

No había terminado de decir esto cuando entró mister Elliot. El capitán Wentworth lo reconoció perfectamente. Era el mismo hombre que en Lyme se había detenido a admirar el paso de Ana, pero en ese momento sus gestos y modales eran los de un amigo. Entró de prisa y pareció no ocuparse más que de ella; pensar solamente en ella. Se disculpó por su tardanza, lamentó haberla hecho esperar, y dijo que deseaba ponerse en marcha sin pérdida de tiempo, antes de que la lluvia aumentase. Poco después se alejaron juntos, ella de su brazo, con una mirada gentil y turbada. Apenas tuvo tiempo para decir rápidamente: «Buenos días», mientras se alejaba.

En cuanto se perdieron de vista, los señores que acompañaban al capitán Wentworth se pusieron a hablar de ellos.

—Parece que a Mr. Elliot no le desagrada su prima, ¿no es así?

—¡Oh, no! Esto es evidente. Ya podemos adivinar lo que ocurrirá aquí. Siempre está con ellos, casi vive con la familia. ¡Qué hombre tan bien parecido! —Así es. Miss Atkinson, que cenó una vez con él en casa de los Wallis, dice que es el hombre más encantador que ha conocido. —Ella es muy bonita. Sí, Ana Elliot es muy bonita cuando se la mira bien. No está bien decirlo, pero me parece mucho más bella que su hermana.

—Eso mismo creo yo.

—Esa también es mi opinión. No pueden compararse. Pero los hombres se vuelven locos por miss Elliot. Ana es demasiado delicada para su gusto.

Ana hubiera agradecido a su primo si éste hubiese marchado todo el camino hasta Camden Place sin decir palabra. Jamás había encontrado tan difícil prestarle atención, pese a que nada podía ser más exquisito que sus atenciones y cuidados, y que los temas de su conversación eran como de costumbre interesantes y cálidos; justos e inteligentes los elogios de Lady Russell y delicadas sus insinuaciones sobre Mrs. Clay. Pero en esas circunstancias ella sólo podía pensar en el capitán Wentworth. No lograba comprender sus sentimientos; si realmente se encontraba despechado o no. Hasta no saberlo, no podría estar tranquila.

Esperaba tranquilizarse, pero ¡Dios mío, Dios mío!… la tranquilidad se negaba a llegar.

Otra cosa muy importante era saber cuánto tiempo pensaba él permanecer en Bath; o no lo había dicho o ella no podía recordarlo. Era posible que estuviese solamente de paso. Pero era más probable que pensase estar una temporada. De ser así, siendo como era tan fácil encontrarse en Bath, Lady Russell se toparía con él en alguna parte. ¿Lo reconocería ella? ¿Cómo se darían las cosas?

Se había visto obligada a contar a Lady Russell que Luisa Musgrove pensaba casarse con el capitán Benwick. Lady Russell no se había sorprendido demasiado, y podía ocurrir por ello que, en caso de encontrarse con el capitán Wentworth, ese asunto añadiera una sombra más al prejuicio que ya sentía contra él.

A la mañana siguiente, Ana salió con su amiga y durante la primera hora lo buscó incesantemente en las calles. Cuando ya volvían por Pulteney, lo vio en la acera derecha a una distancia desde donde podía observarlo perfectamente durante el largo trecho de recorrido por la calle. Había muchos hombres a su alrededor; muchos grupos caminando en la misma dirección, pero ella lo reconoció en seguida. Miró instintivamente a Lady Russell, pero no porque pensase que ésta lo reconocería tan pronto como ella lo había hecho. No, Lady Russell no lo vería hasta que se cruzaran con él. Ella la miraba, sin embargo, llena de ansiedad.

Y cuando llegaba el momento en que forzosamente debía verlo, sin atreverse a mirar de nuevo (porque comprendía que sus facciones estaban demasiado alteradas), tuvo perfecta conciencia de que la mirada de Lady Russell se dirigía hacia él; de que la dama lo observaba con mucha atención. Comprendió la especie de fascinación que él ejercía sobre la señora, la dificultad que tenía en quitar los ojos de él, la sorpresa que sentía ésta al pensar que ocho o nueve años habían pasado sobre él en climas extraños y en servicios rudos, sin que por ello hubiera perdido su prestancia personal.

Por fin Lady Russell volvió el rostro… ¿Hablaría de él? —Le sorprenderá a usted —dijo— que haya estado absorta tanto tiempo. Estaba mirando las cortinas de unas ventanas de las que ayer me hablaron Lady Alicia y mistress Frankland.

Me describieron las cortinas de la sala de una de las casas en esta calle y en esa acera como unas de las más hermosas y mejor colocadas de Bath. Pero no puedo recordar el número exacto de la casa, y he estado buscando cuál podrá ser. Pero no he visto por aquí cortinas que hagan honor a su descripción.

Ana asintió, se sonrojó y sonrió con lástima y desdén, bien por su amiga, bien por sí misma. Lo que más la enojaba era que en todo el tiempo en que había estado pendiente de Lady Russell había perdido la oportunidad de darse cuenta de si él las había visto o no.

Uno o dos días pasaron sin que ocurriera nada nuevo. Los teatros o los rincones que él debía frecuentar no eran lo suficientemente elegantes para los Elliot, cuyas veladas transcurrían en medio de la estupidez de sus propias reuniones, a las que prestaban cada vez más atención. Y Ana, cansada de esta especie de estancamiento, harta de no saber nada, y creyéndose fuerte porque su fortaleza no había sido puesta a prueba, esperaba impaciente la noche del concierto. Era un concierto a beneficio de una persona protegida por Lady Dalrymple. Como es natural, ellos debían ir. En realidad se esperaba que aquél sería un buen concierto, y el capitán Wentworth era muy aficionado a la música. Si sólo pudiera conversar con él nuevamente unos minutos, se daría por satisfecha. En cuanto al valor para dirigirle la palabra, se sentía llena de coraje si la oportunidad se presentaba. Isabel le había vuelto la cara, Lady Russell lo miraba de arriba abajo, y estas circunstancias fortalecían sus nervios: sentía que debía prestarle alguna atención.

En cierta ocasión había prometido a Mrs. Smith que pasaría parte de la velada con ella, pero en una rápida visita pospuso tal compromiso para otro momento, prometiendo una larga visita para el día siguiente. Mrs. Smith asintió de buen humor.

—Sólo le pido —dijo— que me cuente usted todos los detalles cuando venga mañana. ¿Quiénes van con usted?

Ana los nombró a todos. Mrs. Smith no respondió, pero cuando Ana se iba, con expresión mitad seria, mitad burlona, dijo:

—Bien, espero que su concierto valga la pena. Y no falte usted mañana, si le es posible. Tengo el presentimiento de que no tendré más visitas de usted.

Ana se sorprendió y confundió. Pero después de un momento de asombro, se vio obligada, y por cierto que sin lamentarlo mucho, a partir.

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