VII. Más misterio
VII. Más misterio
Confieso que fue muy grande la sorpresa que me produjo la lectura de esta carta. Las exclamaciones escapábanse de mis labios. La doméstica me veía, no sabiendo qué pensar.
¿Es que el señor ha recibido alguna mala noticia? A esta pregunta de Grad no tenía secretos para ella contesté leyéndole íntegramente la carta.
Grad escuchaba mirándome con una gran inquietud. Un farsante que quiere burlarse de mí dije, encogiéndome de hombros.
¡A menos que no sea del demonio, ya que procede de sus dominios! añadió Grad, siempre atormentada por las diabólicas intervenciones.
Cuando me quedé solo, recorrí detenidamente las líneas del escrito, y después de una madura reflexión me aferré a la idea de que aquello era la obra de un bromista. No había error posible.
Mi aventura era conocida; los periódicos habían referido con lujo de detalles nuestra misión en Carolina del Norte, la tentativa hecha para franquear el Great-Eyry, y todo el mundo ya sabía por qué razones el señor Smith y yo no habíamos podido realizar nuestro propósito.
Y con estos antecedentes, un bromista había cogido la pluma y escrito esta carta de tonos conminatorios.
Efectivamente, de suponer que aquel picacho pudiera servir de refugio a una banda de malhechores, no es lógico pensar que uno de ellos cometiese la imprudencia de revelarlo ante el temor de que la policía descubriese su retiro.
¿Acaso no eran ellos los principales interesados en que se desconociera la existencia de aquella guarida?
¿No sería el escrito una excitación para que la policía hiciera nuevas investigaciones en aquella región de las Montañas Azules? Y ni siquiera podían escudar su bravata en la invulnerabilidad, porque no hay muralla ni roca de que la dinamita y melinita no den pronto cuenta.
Sin embargo, ¿cómo podían penetrar allí los malhechores, a menos de no existir un paso oculto que nosotros no habíamos descubierto?
Pero el caso es, admitiendo esta hipótesis, que no era presumible que hubiera alguno de ellos cometido la imprudencia de dirigirme aquella carta.
Quedaba, pues, una explicación única: que el autor fuera un mistificador o un loco, y, por lo tanto, que no tenía para qué inquietarme ni preocuparme.
Se me ocurrió comunicar la carta al señor Ward, pero luego desistí de hacerlo. Seguro que no daría importancia al escrito.
No obstante, no lo rompí, y lo guardé en mi mesa de despacho por lo que pudiera suceder. Si recibía alguna otra carta con las mismas iniciales, la uniría con la primera, y asunto concluido.
Transcurrieron unos días, durante los cuales no dejé de ir por la Dirección de Policía. Tenía que concluir algunos informes, y nada me indicaba que tuviese que dejar de pronto Washington.
Verdad es que en nuestra profesión no puede nunca disponerse del mañana: de un instante a otro puede presentarse un asunto que nos obligue a recorrer los Estados Unidos, desde el Oregón hasta la Florida, desde el Maine hasta Tejas.
Me atormentaba la idea que si fuese encargado de otra misión y fracasara de nuevo, me vería obligado a presentar mi dimisión.
A propósito del misterioso asunto del automóvil y del barco, yo sabía que el Gobierno había ordenado la vigilancia de todas las carreteras, ríos, lagos y aguas americanas.
¿Pero es posible ejercer una vigilancia efectiva sobre un inmenso país que se extiende en tan considerable superficie?
Con el Atlántico por un lado, el Pacífico por otro, el vasto golfo de Méjico que baña sus costas meridionales, el misterioso barco tenía un ancho campo de evolución, en donde no sería posible encontrarle.
Pero ni uno ni otro aparato habían vuelto a verse, y su inventor habíase pues, sin duda, dirigido a otros pasajes menos frecuentados.
Si el inventor no había perecido lo que no era inverosímil, tal vez se encontrara fuera de América o acaso estaría oculto en un retiro sólo de él conocido.
Y de pronto me vino a la mente una idea. ¿Qué retiro más secreto e inaccesible que el Great-Eyry?…
Verdad es que allí no podía penetrar ni un barco ni un automóvil. Sólo las grandes aves, águilas o cóndores podían refugiarse en su cúspide.
Debo anotar que después de mi regreso a Washington no habían vuelto a aparecer las llamas en la cresta del Great-Eyry; puesto que Elías Smith nada me había comunicado, era señal de que continuaba la normalidad en el distrito.
Todo indicaba que los dos sucesos que tanto habían apasionado la curiosidad pública iban a caer en el olvido.
El 16 de junio, a las nueve de la mañana, salía ya hacia la oficina, cuando observé dos individuos que me miraban con cierta insistencia. No les conocía, y no volví a acordarme de ellos hasta que la vieja Grad me llamó la atención.
Grad venía observando que dos hombres se paseaban frente a la casa, espiando mis salidas y siguiéndome cuando me dirigía a la Dirección de Policía. ¿Está usted segura de ello? le pregunté.
Segurísima; ayer tarde, sin ir más lejos, cuando volvió a casa, esos individuos, que le seguían a usted de cerca, se largaron en cuanto se cerró la puerta.
Veamos, Grad, ¿no será un error? No, señor. ¿Y si encontrase a esos dos hombres les reconocería? Desde luego.
Vaya, vaya, mi buena Grad repuse yo riendo, veo que tiene usted un verdadero olfato de policía. Será necesario que la aliste en la brigada de seguridad.
Búrlese usted, señor, todo lo que quiera. Tengo muy buenos ojos aún y no necesito lentes para distinguir a la gente. No le quepa a usted la menor duda de que le espían, y hará bien en mandar que sigan la pista a esos hombres tan misteriosos.
Se lo prometo a usted, Grad le respondí para satisfacer a mi buena criada; y bien pronto sabré a qué atenerme acerca de esos dos personajes sospechosos.
En el fondo yo no tomaba muy en serio aquellos recelos de Grad. Pero añadí: Cuando salga a la calle, observaré con más cuidado a los transeúntes.
Eso será lo prudente. Grad se alarmaba fácilmente, y yo no quería dar importancia a sus afirmaciones. Si los vuelvo a ver repuso yo le prevendré antes que el señor salga a la calle. Convenido.
E interrumpí la conversación previendo que, de continuarla, serían Belcebú y uno de sus acólitos los que caminaban detrás de mí pisándome los talones.
Los dos siguientes días pude adquirir la certidumbre de que yo no era espiado ni a mi salida ni a mi entrada. Concluí creyendo que Grad se había equivocado.
Pero en la mañana del 19 de junio, después de haber subido la escalera con toda la rapidez que le permitía la edad, Grad entró precipitadamente en mi cuarto diciéndome con muestras de gran agitación: ¡Señor!… ¡Señor!… ¿Qué hay, Grad? ¡Ahí están!…
¿Quiénes?… pregunté, sin acordarme ni remotamente del supuesto espionaje de que estaba siendo objeto desde hacía bastantes días. ¡Los dos espías! ¡Ah! ¿Son ellos?
Ellos mismos, ahí en la calle, frente a estas ventanas, observando la casa, esperando que salga el señor.
Me aproximé a la ventana de la derecha, y con el visillo ligeramente levantado, para no llamar la atención, advertí dos hombres en la acera de enfrente.
Eran dos, en efecto, altos, vigorosamente constituidos, anchos de espalda, de treinta y cinco a cuarenta años, vestidos como la gente del campo: con sombrero de fieltro de alas grandes; pantalón grueso y botas fuertes. No había duda que examinaban obstinadamente la puerta y ventanas de mi domicilio.
De vez en cuando cambiaban unas cuantas palabras, se alejaban un poco y volvían a su puesto de observación.
¿Son esos dos los individuos que ha observado usted antes? pregunté a Grad. Ellos son; estoy segura.
En suma, no podía creer en un error de mi vieja doméstica, y me prometí esclarecer el asunto. Seguir yo mismo a los dos hombres no era posible, pues me hubiesen reconocido en seguida; y dirigirme a ellos sin más ni más, ¿de qué iba a servirme?
Lo más acertado era disponer que un agente vigilase delante de mi casa y los siguiera hasta donde fuera preciso, a fin de averiguar quiénes eran los dos sujetos en cuestión.
¿Me esperarían para escoltarme hasta la Dirección de Policía?… Pronto lo iba a saber; y si así lo hiciesen, tal vez hubiera llegado la ocasión de ofrecerles una hospitalidad que seguramente no agradecerían.
Cogí el sombrero, y en tanto que Grad continuaba en la ventana, bajé por la escalera, abrí la puerta y me eché a la calle.
Los dos hombres no estaban allí ya. A pesar de que puse la mayor atención, no pude verlos por ninguna parte.
A partir de aquel día, ni Grad ni yo los volvimos a ver frente a la casa, ni los encontré en mi camino.
Admitiendo que fuera objeto de espionaje, sabían ya, sin duda, lo que pretendieron conocer, y, dando su misión por terminada, habían desaparecido. Los días pasaron, y acabé por no dar a esto más importancia que a la carta firmada con las iniciales D. D. M.
Así las cosas, la atención pública fue de nuevo solicitada y en unas circunstancias bien extraordinarias.
Bueno es, ante todo, recordar que los periódicos no distraían ya a sus lectores con los fenómenos del Great-Eyry, que afortunadamente no se habían renovado.
El mismo silencio guardaban sobre el automóvil y el barco, de los cuales no se había encontrado la menor huella. Y lo más verosímil era que todo esto se hubiese olvidado, si un hecho nuevo no hubiera traído a la memoria estos incidentes.
El Evening Star del 2 de junio publicó un artículo que todos los periódicos de la Unión reprodujeron al día siguiente:
El lago Kirdall está situado en el Kansas, a 80 millas al oeste de Topeka: el lugar es poco conocido, pero merece serlo, y lo será sin duda, pues solicita la atención pública de modo muy particular.
Este lago, comprendido en región montañosa, no parece tener comunicación alguna con la red hidrográfica del Estado. Lo que pierde por evaporación lo gana por el tributo de las lluvias, abundantes en esta parte de Kansas.
La superficie del Kirdall está calculada en 75 millas cuadradas, y su nivel es muy poco superior a la cota media del suelo.
Encerrado en su cuadro orográfico, es de difícil acceso a través de las estrechas gargantas. Sin embargo, en sus orillas se han fundado algunas aldeas. Proporciona pescado en abundancia, y los barcos de los pescadores lo cruzan en todas direcciones.
Añadiremos que la profundidad del Kirdall es muy variable. No baja de los 50 pies en las orillas, constituidas por unas rocas casi cortadas a pico.
Las olas, impulsadas por el viento, baten furiosamente a veces el litoral, y las viviendas ribereñas inúndanse con frecuencia. Las aguas van adquiriendo profundidad hacia el centro y en algunos lugares las sondas han llegado a alcanzar hasta 300 pies.
El agua que llena éste lago es diáfana y dulce. Como es natural, no se encuentra en ellas ninguno de los pescados que viven en agua salada; pero carpas, truchas, anguilas y otros varios hállanse en cantidades prodigiosas y de dimensiones poco ordinarias.
Se comprenderá, que la pesca del Kirdall ha de ser muy fructuosa, dedicándose a ella miles de pescadores y centenares de embarcaciones.
A esta flotilla hay que añadir una veintena de chalupas a vapor que hacen el servicio del lago y que aseguran las comunicaciones entre los diferentes pueblecillos que lo bordean.
Esta descripción del Kirdall es necesaria para comprender los hechos que vamos a referir. Y he aquí lo que refería el Evening Star en aquel artículo sensacional:
Desde hace algún tiempo los pescadores vienen observando que se produce una inexplicable agitación sobre la superficie del lago. Por instantes las capas superiores se levantan, como a impulsos de una oleada de fondo.
Aun con ausencia absoluta de toda brisa, con tiempo calmado y cielo puro, la desnivelación se produce en medio de unos remolinos de espuma.
A veces las embarcaciones, sacudidas de un modo extraño, no pueden mantener el rumbo, llegando su inestabilidad hasta el punto de precipitarse las unas sobre las otras, produciéndose averías de consideración.
Nadie acierta a explicar la causa de esta verdadera revolución de las aguas del lago Kirdall.
Primeramente se ha pensado si esta revolución no sería debida a un movimiento sísmico que modificara los fondos del lago bajo la influencia de fuerzas plutonianas.
Pero la hipótesis tuvo que ser desechada cuando se reconoció que el trastorno no era local, sino que se propagaba por toda la extensión del Kirdall, al este como al oeste, lo mismo al norte que al sur, en el centro y en las orillas; revolución sucesiva y que pudiéramos decir regular, que aleja toda idea de un temblor de tierra o de una acción volcánica.
No tardó en formularse una hipótesis bien diferente: la presencia de un monstruo marino, que trastornaba las aguas del Kirdall con aquella violencia…
Pero, a menos que el monstruo no hubiese nacido en aquel medio y hubiérase desenvuelto en proporciones gigantescas, lo que no era muy admisible, preciso era que hubiese podido introducirse en el lago.
Pero el Kirdall no tiene comunicación ninguna con el exterior. En cuanto a la existencia de canales subterráneos alimentados por ríos del Kansas, es una explicación que no soportaría el más mínimo examen.
¡Si este punto estuviese situado cerca del litoral del Atlántico, del Pacífico, del golfo de México!… Pero el paraje es central y está a gran distancia de los mares americanos.
En resumen, que la cuestión no es fácil de resolver, siendo más cómodo descartar la hipótesis palpablemente falsa que dar con la exacta y verdadera.
Pero si está demostrado que la presencia del monstruo en el Kirdall es imposible, ¿no se tratará de un submarino que evolucione en las proximidades del lago?
¿Es que ya no existen numerosos aparatos de este género? Y en Bridgeport, en el Connecticut, ¿no se lanzó hace algunos años un aparato, el «Protector», que podía navegar sobre el agua, bajo el agua, y también moverse sobre la tierra?
Construido por un inventor llamado Lake, provisto de dos motores, el uno eléctrico de 75 caballos, de forma que ponía en acción dos hélices gemelas; el otro a petróleo, de 250 caballos. Estaba, además, provisto de unas ruedas de fundición de un metro de diámetro que le permitían rodar por los caminos como sobre el fondo del mar.
Pero aún admitiendo que las perturbaciones observadas fuesen producidas por un sumergible sistema Lake, llevado al más alto grado de perfeccionamiento, queda siempre una pregunta: ¿Cómo ha podido penetrar en el lago Kirdall? ¿Por qué vía subterránea ha llegado? Este lago encerrado por todas partes en un cerco de montañas es tan inaccesible a un barco como a un monstruo marino.
Semejante objeción parece que no tuviera réplica, y sin embargo, la única hipótesis admisible es que un aparato de esta especie circula bajo las aguas del Kirdall, y hay que añadir, además, que no se ha mostrado nunca a la superficie. De otro lado, no cabe duda después de lo ocurrido el 20 de junio último.
La tarde de este día la goleta Markel, que navegaba a toda vela, chocó con un cuerpo que flotaba entre dos aguas. Y sin embargo, en aquel paraje no existe el menor escollo, y la sonda marca una profundidad de 80 a 90 pies.
Comprobado esto, es imposible negar la presencia de un submarino en las aguas del lago Kirdall, donde se mueve con extraordinaria rapidez.
Pero entonces habrá que hacer esta consideración: admitiendo que un aparato de este género haya logrado introducirse en el interior del lago, ¿con qué objeto lo ha verificado?…
¿Acaso es lugar propicio para tales experimentos? ¿Por qué jamás se remonta a la superficie y tiene tanto interés en permanecer incógnito?
El artículo del Evening Star terminaba diciendo esto: «Después del automóvil misterioso, el barco misterioso.
Después del barco misterioso, el misterioso submarino. ¿Habrá que concluir en que los tres son debidos al genio del mismo inventor, y que los tres no son más que un solo aparato?».