X. En campaña
X. En campaña
El misterioso capitán acababa de aparecer en un punto de los Estados Unidos. Hasta el momento no se había presentado en algún paraje europeo. América era el único teatro de sus experiencias: ¿debía deducirse de esto que era americano?
Nada le hubiera costado atravesar el mar que separa los dos continentes; no sólo por su extraordinaria velocidad, sino porque sus condiciones náuticas le ponían al abrigo de las borrascas.
No tenía que preocuparse del mal tiempo; para él no existía la ola. Le bastaba abandonar la superficie para encontrar la calma más absoluta a una veintena de pies de profundidad.
Si se lograba su captura sería probablemente en Ohio, puesto que Toledo es una de las ciudades de este Estado americano.
El secreto habíase guardado escrupulosamente. Ningún periódico y lo hubiera pagado caro pudo publicar las primicias del nuevo descubrimiento. Importaba que no se revelase hasta que la campaña tocara a su fin.
Mis compañeros y yo estábamos decididos a guardarnos contra toda indiscreción.
El agente que diera la noticia, y a quien yo habíame de dirigir con una orden del señor Ward, llamábase Arturo Wells, y me esperaba en Toledo.
Nuestros preparativos de viaje estaban hechos desde hacía tiempo. Tres maletas nada embarazosas por todo bagaje, en previsión de que nuestra ausencia pudiera prolongarse.
John Hart y Nab Walker habíanse provisto de revólveres. Y yo hice otro tanto. ¡Quién sabe si tendríamos que atacar o defendernos!
Toledo está situado en el extremo sudoeste del lago Erie cuyas aguas bañan las costas septentrionales del importante Estado de Ohio.
El rápido, donde habíamos tomado tres asientos, atravesó durante la noche Virginia oriental y Ohio. No sufrimos retraso alguno, y a las ocho de la mañana el tren se detenía en la estación de Toledo.
En el andén esperaba Arturo Wells. Avisado de mi llegada, estaba deseoso de entrar en relaciones conmigo.
Apenas eché pie a tierra adiviné a mi hombre, que miraba detenidamente el rostro de los viajeros. Fui hacia él. ¿El señor Wells? le pregunté. ¿El señor Strock? me contestó, atento.
Yo mismo. A su disposición añadió Wells. ¿Debemos permanecer algunas horas en Toledo? pregunté.
No, si usted no dispone otra cosa. Ahí tengo un coche con dos buenos caballos, y hay que partir al instante para que estemos en nuestros puestos antes de la noche.
Vamos donde usted quiera le dije haciendo señas a mis dos agentes para que me siguieran. ¿Es muy lejos eso? Unas veinte millas. ¿Y cómo se llama el lugar? La caleta de Black-Rock.
Aunque nuestra partida era urgente, consideramos necesario escoger un hotel donde depositar nuestras maletas. La elección fue fácil, gracias a Arturo Wells, en una ciudad que cuenta unos 130 000 habitantes.
El carruaje nos condujo a White-Hotel, y después de un ligero almuerzo nos pusimos en marcha.
Llevábamos provisiones para unos cuantos días. La caleta de Black-Rock era un lugar absolutamente desierto, que no nos hubiera proporcionado recursos de ningún género.
Tampoco podíamos contar con un albergue donde guarecernos; pero como estábamos en pleno verano, no había temor a pasar una o más noches al raso.
Además, si nuestra tentativa tenía éxito, sería cuestión de algunas horas. O el capitán de El Espanto era sorprendido, sin darle tiempo a escapar, o se daba a la fuga, y habría que renunciar a la esperanza de prenderle.
Arturo Wells, hombre de unos cuarenta años, era uno de los mejores agentes de la policía federal.
Vigoroso, audaz, emprendedor, de gran serenidad, había demostrado en más de una ocasión sus relevantes condiciones, a veces con peligro de su vida. Inspiraba gran confianza a sus jefes, que tenían muy en cuenta todo cuanto decía.
Hallábase en Toledo con ocasión de otro asunto, cuando el azar le puso sobre la pista de El Espanto.
Bajo el látigo del conductor, el coche rodaba rápidamente a lo largo del litoral del Erie y se dirigía hacia el extremo sudoeste.
Esta vasta superficie líquida está situada entre el territorio canadiense, al Norte, y los Estados de Ohio, de Pensylvania y de Nueva York.
Si indico la disposición geográfica de este lago, su profundidad, su extensión, los cursos de agua que lo alimentan, los canales de desahogo, es porque son datos interesantes en el relato que hemos de hacer. La superficie del Erie es de 24 668 kilómetros cuadrados.
Su altura cerca de 600 pies sobre el nivel del mar. Está en comunicación al noroeste con el lago Huron, el Saint-Clair y el río Detroit, que le envía sus aguas, recibiendo a los afluentes de menor importancia, tales como el Rocky, el Guyahoga y el Black. Vierte al Nordeste en el lago Ontario.
La mayor profundidad que la sonda ha acusado en el Erie alcanza la cifra de 131 pies. Tal es, pues, el considerable caudal de estas aguas.
En suma, es la región por excelencia de esos magníficos lagos que se suceden entre el territorio canadiense y los Estados Unidos de América.
En esta región, aún cuando situada a los 40 grados de latitud, el clima es muy frío en invierno, y las corrientes de las regiones árticas, que ningún obstáculo las detienen, se precipitan con extrema violencia. Desde noviembre a abril la superficie del Erie está completamente helada.
En su litoral hállanse situadas grandes poblaciones: Búffalo y Toledo, que pertenecen al Estado de Nueva York, el uno al este, y al oeste el otro; Cleveland y Sandusky, que pertenecen al Estado de Ohio al sur.
Además, encuéntranse otra porción de poblados de menor importancia; de suerte que la actividad comercial del Erie es considerable, y el tráfico anual está valuado en 11 millones de francos.
El carruaje siguió un camino bastante sinuoso que se plegaba a los múltiples recortes de la orilla.
En tanto que el conductor mantenía el galope del tiro, yo hablaba con Arturo Wells, que me informó de lo que había motivado el despacho dirigido por él a la Dirección de la Policía de Washington y que hizo que mister Ward me movilizara.
Cuarenta y ocho horas antes, en la tarde del 17 de julio, Wells se dirigía a caballo hacia el pueblecillo de Hearly, cuando advirtió que un submarino subía a la superficie del lago.
Atravesaba en aquel momento un bosquecillo, y echando pie a tierra, se puso a observar, y vio perfectamente que el submarino se detenía en el fondo de la caleta de Black-Rock. ¿Sería aquel aparato que con tanto afán se buscaba?
Cuando el sumergible estuvo cerca de las rocas, dos hombres saltaron a tierra. ¿Era uno de ellos el Dueño del mundo, el sorprendente personaje de quien tanto se hablaba desde su última aparición en el lago Superior? ¿Acaso era el submarino Espanto el que salía de las profundidades del Erie?
Estaba solo dijo Arturo Wells, solo en el fondo de la caleta. Si hubiese tenido dos agentes, señor Strock, hubiéramos podido intentar el golpe, prender a aquellos hombres antes de que reembarcaran.
Y aunque hubieran quedado otros a bordo, ya hubiésemos sabido quiénes eran. Y sobre todo añadió Wells, si uno de los de tierra era el capitán de El Espanto…
Lo malo sería que el sumergible fantasma, cualquiera que sea, haya dejado la caleta tranquilamente después de haberse usted ausentado.
Pronto lo sabremos. ¡Quiera el cielo que aún esté allí! ¿Ha vuelto usted a ese paraje después de dirigir el despacho a Washington? ¡Sí! ¿Y continuaba allí el submarino? En el mismo lugar. ¿Y los dos hombres?
También los dos hombres. Creo que el motivo de estar en la caleta es alguna avería que reparar. Es probable; alguna avería que les impida ganar su retiro habitual.
Hay motivos para creerlo así; en la playa había material, y he podido observar que se trabajaba a bordo. ¿Los dos hombres solamente? Nada más los dos.
Y, sin embargo, ¿será ese personal suficiente para manejar un aparato; tan pronto automóvil como barco o submarino? Creo que no, señor Strock; pero aquel día yo no vi más que los dos hombres de la víspera.
Varias veces llegaron hasta el bosquecillo donde estaba oculto, cortaron ramas e hicieron fuego. Esta caleta está tan desierta, que se consideraban a cubierto de toda observación. ¿Los reconocería usted?
Desde luego; el uno es de mediana talla, vigoroso, los rasgos duros, con toda la barba; el otro es rechoncho, más bien pequeño. Cuando dejé el Observatorio y regresé a Toledo me encontré con el telegrama del señor Ward anunciándome la llegada de usted, y me dirigí a la estación.
De todo esto deducíase claramente que hacía treinta y seis horas que el sumergible había hecho escala en la caleta de Black-Rock para reparaciones tal vez indispensables, y era probable le encontrásemos allí todavía. En cuanto a la presencia de El Espanto en el Erie, explicábase naturalmente.
La última vez que el aparato fue visto era en la superficie del lago Superior. La distancia de éste al lago Erie había podido franquearla, bien por tierra siguiendo las carreteras de Michigan, bien por agua remontando el curso del río Detroit. El paso por tierra no había sido señalado, a pesar de la extrema vigilancia que ejercía la policía.
Restaba la hipótesis de que el automóvil se hubiera transformado en barco o en submarino, y entonces el capitán y sus compañeros hubieran podido, sin ser descubiertos, llegar a los parajes del Erie.
Y ahora, si El Espanto había abandonado ya la caleta, o si se nos escapaba al querer prender a sus tripulantes, perderíamos la partida, o por lo menos quedaría muy comprometida.
Yo no ignoraba que en el puerto de Búffalo había dos destructores con el fin de ser lanzados en persecución de El Espanto. Sin embargo, ¿cómo ganarle en velocidad? Y sobre todo, ¿cómo atacarle a través de las aguas del Erie, si se transformaba en submarino?
Arturo Wells convenía conmigo en que en esta lucha desigual, la ventaja no estaría de parte de los destructores.
Wells me había dicho además que la caleta de Black-Rock era muy poco frecuentada.
El camino que conducía de Toledo a la villa de Hearly se separa a corta distancia de sus orillas; así es que nuestro carruaje no podía ser advertido desde el litoral cuando llegase a la altura de la caleta.
Después de llegar al bosquecillo del que me había hablado Wells, sería fácil ocultarse bajo los árboles.
Desde allí, durante la noche, mis compañeros y yo iríamos a apostarnos en puntos a propósito para observar alguna novedad que ocurriese en la caleta, que Wells conocía perfectamente porque la había visitado más de una vez.
Bordeada de rocas cortadas casi a pico, El Espanto podía atracar en ellas, bien fuera como barco o como submarino.
Serían las siete cuando nuestro carruaje, después de un alto a mitad del camino, llegó al lindero del bosque. Había mucha luz todavía para ganar aún al abrigo de los árboles, la orilla de la caleta.
Estábamos expuestos a ser vistos por El Espanto, que huiría seguramente. ¿Hacemos aquí alto? preguntó a Wells.
No, señor Strock; es mejor establecer nuestro campamento en el interior del bosque. ¿Pero podrá el carruaje circular bajo los árboles?
Desde luego; yo lo he recorrido en todos sentidos. En un claro que hay cerca de aquí los caballos encontrarán en donde pastar.
En cuanto la oscuridad lo permita, avanzaremos hasta las rocas, y allí estableceremos nuestros puestos de observación.
Seguimos los consejos de Wells. Los caballos, de la brida, y nosotros a pie penetramos en el bosque.
Entre los pinos marítimos y los macizos de verdura, a veces tan espesa que no daba paso a los rayos del sol, llegamos, al fin, al claro indicado por Wells, una especie de óvalo rodeado de grandes árboles y cubierto de una hierba muy verde y muy fresca.
Aún había luz, y el sol tardaría una hora en desaparecer; tiempo suficiente para descansar del viaje.
Teníamos vehementes deseos de avanzar para ver si El Espanto estaba allí aún; pero la prudencia nos contuvo. Un poco de paciencia, y podríamos examinar la caleta sin riesgo de ser descubiertos.
Los caballos, desenganchados, pastarían libremente bajo la vigilancia del conductor, durante nuestra ausencia.
Sacamos nuestras provisiones para satisfacer el hambre y la sed que sentíamos, y una vez concluido el copioso refrigerio, encendimos las pipas, esperando el instante de partir.
En el bosque habíase hecho un silencio absoluto. Los pájaros ya no cantaban. La brisa había ido cayendo poco a poco y apenas si temblaban las hojas de las más altas ramas. El cielo ensombrecióse rápidamente, sucediendo al crepúsculo la oscuridad.
Miré la esfera de mi reloj, que marcaba las ocho y media. Ya es hora, Wells le dije. Cuando, usted quiera, señor Strock. Partamos, pues. Le recomendamos al conductor que cuidase los caballos para que no se separaran de allí.
Wells marchó por delante, siguiéndole yo, y detrás de mí John Hart y Nab Walker. En medio de las tinieblas no hubiéramos sabido orientarnos sin el auxilio de Wells.
Llegamos finalmente al linde del bosque. Delante extendíase la playa hasta la caleta de Black-Rock.
Todo estaba silencioso y desierto. Se podía aventurar sin riesgos. Si es que El Espanto permanecía allí, debía de estar atracado al pie de alguna roca. ¿Pero estaría allí aún?
Ésta era la cuestión, la clave de toda esta emocionante aventura, que me hacía latir el corazón apresuradamente.
Wells nos hizo señas para que avanzásemos. La arena crujía debajo de nuestros pies. Doscientos pasos más allá nos hallamos a la entrada de uno de los pasos que conducían hasta el borde del lago.
¡Nada, nada! El lugar en donde Wells había visto El Espanto veinticuatro horas antes estaba vacío… ¡«El Dueño del mundo» no estaba ya en la caleta de Black-Rock!