Dueño del Mundo

II. En Morganton

II. En Morganton

El 26 de abril salí de Washington y al día siguiente llegaba a Raleg, la capital del Estado de Carolina del Este. Dos días antes el director general de la policía me había llamado a su despacho. Mi jefe me esperaba no sin cierta impaciencia. He aquí la conversación que sostuve con él y que motivó mi partida:

―John Strock ―empezó diciendo― ¿continúa usted siendo aquel agente sagaz y abnegado que en tantas ocasiones nos ha dado pruebas de sus relevantes condiciones?

―Señor Ward ―contesté yo, inclinándome―, no soy yo quien ha de decirle si he perdido algo de mi sagacidad... En cuanto a mi abnegación, le puedo afirmar que está siempre a la disposición de mis jefes.

―No lo dudo ―declaró el señor Ward―, pero quiero hacerle a usted otra pregunta más precisa. ¿Continúa usted siendo el hombre lleno de curiosidad, ávido por penetrar en el terreno del misterio, que yo siempre he conocido?

―Continúo siendo el mismo, señor Ward.

―¿Y ese intento de curiosidad no se ha debilitado por el constante uso de que de él ha hecho usted?

―¡Nada de eso! ―Pues bien, Strock, escúcheme. El señor Ward tenía entonces cincuenta años, en toda la fuerza de su inteligencia, muy entendido en las importantes funciones que desempeñaba. Él me había encargado varias veces de misiones difíciles, algunas de carácter político, que desempeñé con acierto y me valieron su aprobación. Hacía meses que no se presentaba una ocasión de ejercitar mis facultades, y aquella ociosidad no dejaba ya de serme penosa. Yo esperaba, pues, no sin impaciencia, lo que el señor Ward iba a comunicarme. No cabía duda de que se trataba de ponerme en campaña por algún motivo de importancia.

Pues he aquí de lo que me habló el jefe de policía, un asunto que preocupaba, no solo en Carolina del Norte y en los Estados vecinos, sino en toda América.

―Seguramente ―me dijo el señor Ward― que está usted al tanto de lo que ocurre en cierta parte de los Apalaches, en las cercanías de Morganton.

―Efectivamente, señor Ward; y estos singulares fenómenos parece que están hechos para picar la curiosidad, aunque no se sea tan curioso como yo.

―No cabe duda, Strock, que estos fenómenos son extraños y singulares. Pero lo que cabe preguntar es si lo observado en el Great-Eyry constituye un verdadero peligro para los habitantes del distrito; si no son las señales de alguna erupción volcánica o de algún temblor de tierra.

―Es de temer, señor Ward...

―Por eso hay gran interés en saber a qué atenernos; si nos encontramos desarmados en presencia de una eventualidad de orden natural; y convendría que los pobladores del lugar fuesen prevenidos del peligro que les amenaza.

―Es el deber de las autoridades, señor Ward ―contesté―. No habrá más remedio que averiguar lo que sucede allá arriba.

―Precisamente; pero parece ser que eso ofrece graves dificultades. Dícese en el país que es imposible franquear las rocas del Great-Eyry y visitar su zona interior. Pero, ¿se ha tratado de realizarlo en condiciones de éxito?... Yo no lo creo, y opino que una tentativa seriamente efectuada no podría sino dar buenos resultados.

―Nada hay imposible, señor Ward, y esto no será, sin duda, más que cuestión de más o menos gasto...

―Gasto justificado, por grande que sea, Strock, y en la cuantía del cual no hay que reparar cuando se trata de tranquilizar a toda una pablación, o de prevenirla para evitar una catástrofe... Por otra parte, ¿es cosa segura que la muralla del Great-Eyry es tan infranqueable como se pretende?... ¡Quién sabe si alguna banda de malhechores no tendrá allí su guarida y llegan a ella por caminos desconocidos!

―¡Cómo! Señor Ward, ¿sospecha usted que los malhechores...?

―Puede ser que yo me engañe, y todo lo que allí ocurre obedezca a causas naturales... Pero, en fin, eso es lo que se trata de determinar en el más breve plazo posible.

―¿Puedo permitirme una pregunta, señor Ward? ―Diga usted, Strock. ―Cuando se haya examinado el Great-Eyry; cuando conozcamos bien el origen de esos fenómenos, si existe allí un cráter, si está próxima una erupción, ¿podremos impedirla? ―No Strock; pero los habitantes del distrito estarán advertidos... En los poblados y las granjas sabrán a qué atenerse, y no les sorprenderá la catástrofe. ¿Quién sabe si algún volcán de los Alleghanys no ha de exponer a Carolina del Norte a los mismos desastres que la Martinica, bajo el fuego de la Montaña Pelada? Es necesario, cuando menos, que toda esa población pueda ponerse al abrigo.

―Me inclino a creer, señor Ward, que el distrito no está amenazado de un tal peligro. ―Así lo deseo, Strock, y efectivamente, parece poco probable que exista un volcán en esta parte de las Montañas Azules. La cadena de los Apalaches no es de una naturaleza volcánica... Y, sin embargo, según los informes que nos han comunicado; se han visto llamaradas por encima del Great-Eyry. Y se ha creído sentir, si no temblores de tierra, estremecimientos a través del suelo; hasta los alrededores del Pleasant-Garden... ¿Estos hechos son reales o imaginarios? Conviene saber exactamente a qué atenerse respecto a este punto.

―Nada más justo, señor Ward, y no hay que demorarlo.

―En vista de todo esto, hemos decidido proceder a una detenida información acerca de los fenómenos del Great-Eyry, y es preciso recoger en el país mismo toda clase de informaciones, interrogar a los habitantes de los poblados y del campo... Hemos escogido un navegante que sea una garantía de éxito, y ese agente es usted, Strock...

―¡Ah! Con mucho gusto, señor Ward, y esté usted seguro de que no dejaré nada por hacer para corresponder a esa designación, para mí tan honrosa.

―Ya lo sé, Strock, y añado que es una misión que debe convenirle. ―Desde luego, señor Ward. ―En ella encontrará usted una ocasión de ejercitar esa pasión especial que constituye el fondo de su temperamento. ―Seguramente. ―Además, tiene libertad de acción para obrar según las circunstancias. En cuanto a los gastos, si hay lugar a organizar una ascensión que puede ser costosa, tendrá usted carta blanca, sin límite.

―Haré cuanto pueda, y puede usted contar conmigo, señor Ward.

―Le recomiendo que proceda con la mayor discreción cuando trate de informarse en el país... Los ánimos están todavía atemorizados. Habría que acoger con grandes reservas lo que refieran aquellas gentes, y de todos modos, mucho cuidado para no desencadenar un nuevo pánico...

―Por supuesto.

―Operará usted de acuerdo con el alcalde de Morganton. Mucha prudencia, Strock, y no asocie usted a su empresa más que a las personas absolutamente necesarias. Nos ha dado usted frecuentes pruebas de su inteligencia y destreza, y ahora contamos con que triunfará una vez más.

―Si no tengo éxito, será porque tropiece con imposibilidades absolutas, pues es posible que no se pueda forzar la entrada al Great-Eyry, y en ese caso...

―En ese caso, ya veremos lo que hay que hacer. Ya sabemos que por profesión, por instinto, es usted el más curioso de los hombres, y es ahora que se le ofrece una soberbia ocasión de satisfacer su curiosidad.

Y el señor Ward tenía razón. Yo le pregunté: ―¿Cuándo debo partir?

―Mañana. ―Mañana sin falta saldré de Washington y pasado estaré en Morganton. ―Ya me tendrá usted al corriente por cartas y telegramas. ―Así lo haré, señor Ward, y al despedirme le doy las gracias por haberme honrado con su confianza eligiéndome. ¡Cómo iba a sospechar lo que el porvenir me tenía reservado!... Volví inmediatamente a casa, donde hice mis preparativos de marcha, y al amanecer del día siguiente el rápido me llevaba hacia la capital de Carolina del Norte. Llegué aquella misma tarde a Raleigh, donde pasé la noche, y al día siguiente el railroad, que sirve la parte occidental del Estado me depositaba en Morganton. Morganton se sitúa en terrenos muy ricos en hulla que se explota con cierta actividad. La abundancia de aguas minerales atrae a una gran colonia de forasteros. La campiña proporciona un rendimiento agrícola considerable, y los agricultores explotan con éxito los campos de cereales. La masa de los bosques ofrece siempre su persistente verdura. Como consecuencia de la composición del suelo y de sus productos, la población es importante en el campo. Aldeas y granjas espárcense hasta el pie de la cordillera de los Apalaches: por aquí, aglomeradas entre los bosques; por allí, aisladas sobre las primeras ramificaciones. Contábanse por millas los habitantes de la comarca muy amenazados si el Great-Eyry era un cráter de un volcán, si una erupción cubría el suelo con escorias y con cenizas, si torrentes de lava invadían el campo, si las convulsiones de un temblor de tierra extendíanse hasta Pleasant-Garden y Morganton. El alcalde de este último punto, Elías Smith, era un hombre de una elevada estatura, vigoroso, decidido, emprendedor; no contaba más que cuarenta años, tenía una salud capaz de desafiar a todos los médicos de las dos Américas, y estaba acostumbrado lo mismo al frío del invierno que a los calores del estío, que suelen ser extremados en la Carolina del Norte. Gran cazador, no sólo de volatería, sino de los osos y panteras que viven en el fondo de las salvajes gargantas de la doble cadena de los Alleghanys.

Elías Smith, rico propietario, poseía en los alrededores de Morganton varias granjas que constantemente inspeccionaba y, que cuando residía en su home del poblado, pasaba el tiempo en excursiones y en cacerías, irresistiblemente arrastrado por sus excursiones cinegéticas.

Después de comer me dirigí al domicilio de Elías Smith, donde se encontraba aquel día por haberle prevenido telegráficamente. Le entregué la carta de presentación de parte del señor Ward y bien pronto trabamos conocimiento.

El alcalde de Morganton me recibió sin cumplimientos: la pipa en la boca, y la copa de brandy sobre la mesa. La criada nos trajo otra copa y tuve que hacer honor al brandy del alcalde antes de entrar en conversación.

―Es el señor Ward quien le envía ―me dijo en tono de buen humor; pues bien, ante todo, bebamos a la salud del señor Ward.

Fue necesario chocar las copas y vaciarlas en obsequio al director general de la policía.

―Y ahora, ¿de qué se trata? ―me preguntó Elías Smith. Le hice conocer al alcalde de Morganton el motivo y el objeto de mi misión en aquel distrito de Carolina del Norte. Le recordé los hechos, o mejor dicho, los fenómenos de que la región acababa de ser teatro. Le hice notar, y convino conmigo en ello, hasta qué punto interesaba tranquilizar a los habitantes, o al menos ponerles sobre aviso. Declaré que las autoridades se preocupaban de este estado de cosas y querían ponerles remedio, si era posible. En fin, añadí que mi jefe me había dado carta blanca para practicar con la mayor eficacia y diligencia posibles una información relativa al Great-Eyry. Yo no había de retroceder ante dificultad ni gasto alguno, dando por hecho que el ministerio lo aceptaría desde luego.

Elías Smith habíame escuchado sin pronunciar una palabra, pero no sin haber llenado varias veces mi copa y la suya. No me cabía duda de que, a través de las bocanadas de humo, el hombre me prestaba toda su atención. Veía su tez animarse por instantes, sus ojos brillar debajo de sus espesas pestañas.

Evidentemente el primer magitrado de Morganton estaba intranquilo por lo que pasaba en el Great-Eyry, y no debía de estar menos impaciente que yo por descubrir las causas de los fenómenos.

Cuando hube acabado de hablar, Elías Smith, mirándome cara a cara, permaneció algunos instantes silencioso.

―En fin ―dijo el alcalde―, ¿en Washington se quiere saber lo que tiene el Great-Eyry en su barriga?

―Eso es, señor Smith. ―¿Y usted también? ―Efectivamente. ―¡Pues yo también, señor Strock! El alcalde de Morganton era curioso como yo, e íbamos a hacer una buena pareja. ―Ya se hará usted cargo ―añadió, después de sacudir las cenizas de su pipa― que, como propietario, han de interesarme las historias del Great-Eyry, y como alcalde debo preocuparme de la situación de mis administrados...

―Doble razón que han debido impulsarle, señor Smith, a buscar la causa de estos fenómenos susceptibles de trastornar toda la región... Y sin duda le habrían parecido a usted tan inexplicables como amenazadores para la población del distrito.

―Inexplicable sobre todo, señor Strock; pues yo no creo que el Great-Eyry sea un cráter, puesto que en los Alleghanys no se ha registrado ningún paraje volcánico. En parte alguna, ni en las gargantas de los Cumberland, ni en los valles de las Montañas Azules, se encuentran rastros de cenizas, de lava u otras materias eruptivas. No opino, pues, que el distrito de Morganton pueda estar bajo la amenaza de semejante azote...

―¿Esa es su opinión, señor Smith? ―Mi firme opinión. ―Sin embargo, las sacudidas que se han sentido en las proximidades de las montañas. ―Sí..., las sacudidas..., las sacudidas... ―repetía el señor Smith moviendo la cabeza―.

Pero, en primer lugar; ¿es cierto acaso que han existido esas sacudidas?... Precisamente cuando la gran aparición de las llamas, visitaba yo mi granja de Wildon, a menos de una milla del Great-Eyry, y si sentí cierta conmoción en los aires, nada noté en la superficie del suelo.

―No obstante, los informes remitidos al señor Ward...

―¡Pues son informes redactados bajo la impresión del pánico! ―declaró el alcalde de Morganton―. Yo todavía no he dado el mío.

―Que es muy de apreciar... En cuanto a las llamas que dicen rebasaban las últimas rocas...

― ¡Oh! Eso ya es otra cosa, señor Strock... Las llamas las he visto yo con mis propios ojos, y las nubes reverberaban sus luces a una gran distancia. Además, de la cresta del Great――Eyry escapábanse ruidos extraños, silbidos semejantes a los de una caldera que se desahoga de vapor...

―¿De modo que usted ha sido testigo? ―¡Ya lo creo!... ―¿Y en medio de aquel ruido no le pareció a usted sentir en el espacio el aleteo de grandes alas? ―Efectivamente, algo de eso sentí, señor Strock. Pero para producir ese aleteo, ¿cuál hubiera sido el ave gigantesca que atravesó el aire después de extinguirse las llamas?... ¿Y de qué alas tan colosales tenía que estar dotada para producir aquel ruido? Yo me pregunto si todo no fue un error de mi imaginación. ¡El Great-Eyry un nido de monstruos aéreos!... ¿Cómo no se les ha visto hasta ahora?... Lo cierto es que en todo esto hay un misterio que hasta ahora no hemos logrado esclarecer.

―Pero que esclareceremos, señor Smith, si quiere usted auxiliarme.

―Sí; y con tanto más gusto, señor Strock, cuanto que estoy interesadísimo en poder tranquilizar a la población del distrito.

―Entonces, desde mañana mismo nos pondremos en campaña. ―Desde mañana. Y me despedí del alcalde de Morganton. Regresé al hotel para arreglar mis cosas en prevención de una estancia que podría prolongarse según las necesidades de la información. No me olvidé de escribir al señor Ward, dándole a conocer los resultados de mi primera entrevista con el alcalde y nuestra resolución de despejar la incógnita en el más breve plazo posible. Le prometía, además, informarle de todo, bien por carta o por telegrama, a fin de que supiera siempre a qué atenerse respecto a nuestras gestiones.

En una segunda entrevista con el señor Smith, decidimos partir a la madrugada del día siguiente...

Y he aquí el proyecto que dejamos acordado seguir a toda costa:

La ascensión a la montaña se realizaría bajo la dirección de los guías habituados a las excursiones de este género. Estos guías habían escalado varias veces lo más altos picos de las Montañas Azules, pero jamás habían intentado tener acceso al Great-Eyry, sabiendo que una muralla de infranqueables rocas lo impediría, y, además, porque antes de producirse aquellos fenómenos, el Great-Eyry no llamaba la atención de los viajeros. Podíamos contar en absoluto con estos dos guías, a quienes el señor Smith conocía personalmente: dos hombres intrépidos, fuertes y diestros. Ambos no retrocederían, y nosotros estábamos dispuestos a seguirles.

El señor Smith hizo la observación de que tal vez fuese ya más factible penetrar en el interior del Great-Eyry.

―¿Y por qué razón? ―pregunté.

―Porque se ha desprendido de la montaña un gran bloque, y es posible que sea de la cumbre y haya dejado alguna entrada practicable.

―Sería una feliz circunstancia, señor Smith. ―Lo sabremos mañana, lo más tarde ―auguró. ―Hasta mañana, pues.

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