Dueño del Mundo

XIII. El Niágara

XIII. El Niágara

El tiempo transcurría y la situación no se modificaba. El timonel volvió a la barra, y el capitán, en el interior, vigilaba la marcha de las máquinas.

A pesar de que la velocidad iba en aumento el motor funcionaba sin ruido con notable regularidad.

Ni uno de esos golpes inevitables cuando se emplean cilindros y pistones. Acabé, por lo tanto, creyendo que el desplazamiento de El Espanto efectuábase por medio de máquinas rotativas. Pero imposible confirmar a ciencia cierta mi creencia.

Por otra parte, observé que el rumbo no cambiaba. Siempre al nordeste del lago, y, por lo tanto, en dirección a Búffalo.

¿Por qué seguiría el capitán aquella ruta? Seguramente que no intentaría fondear en aquel puerto, en medio de la flotilla de pesca y de comercio.

Si pretendía salir del Erie, no era el Niágara el paso adecuado, porque las cataratas eran infranqueables aún para un aparato como el suyo. El único camino posible era Detroit-River pero El Espanto alejábase visiblemente.

Entonces pensé: ¿esperará el capitán a que llegue la noche para ganar el litoral? Allí el barco, transformado en automóvil, podría atravesar velozmente los Estados vecinos. Si no lograba huir durante este trayecto, tendría que renunciar a la esperanza de libertad.

Verdad es que así lograría saber dónde se ocultaba el Dueño del mundo, a menos que éste no decidiese desembarazarse de mí, de una u otra manera.

Cierto asunto de mi peculiar servicio habíame hecho conocer aquel extremo noreste del lago y las orillas del Niágara, así como las islas de Navy y la Goat-Island, que separan la caída americana de la canadiense.

Si se presentaba una ocasión de huir, no había de encontrarme en país desconocido. ¿Pero se presentaría esta ocasión? Y, ¿la deseaba yo? ¿Me aprovecharía de ella?…

¡Qué de secretos todavía en esta aventura a la que la mala o la buena suerte me había ligado!

No era probable que El Espanto tratara de ganar una de las orillas del Niágara. Lo más verosímil era que con precauciones, sumergiéndose, si fuera preciso, llegara a tierra y se convirtiera en automóvil, siguiendo las carreteras de la Unión.

No podía explicarme por qué aquel hombre habíame dirigido esa amenazadora carta; qué objeto se proponía al vigilarme en Washington; qué lazo le unía con el Great-Eyry.

Que pudiera haberse introducido en el lago Kirdall a través de unos canales subterráneos, pase; pero franquear la muralla del Great-Eyry, ¡no, de ningún modo!

A juzgar por la velocidad de El Espanto, debíamos estar a unas 15 millas de Búffalo, cuya silueta no tardaría en dibujarse al nordeste.

En el curso de la navegación pasaron algunos barcos, pero a gran distancia. Además, El Espanto era muy poco visible sobre la superficie, y a una milla de distancia no se le podía advertir.

Varios barcos de vela y de vapor que ya divisábamos, indicaban la proximidad al puerto de Búffalo.

¿En qué pensaba el capitán, dirigiéndose a aquel puerto? La más elemental prudencia le aconsejaba lo contrario.

A cada instante esperaba que cambiase bruscamente de rumbo; a menos que no tuviera el propósito de sumergirse y pasar la noche en las profundidades del Erie.

En aquel momento el timonel hizo un signo a su compañero, que se apresuró a bajar a la cámara de máquinas.

Al momento el capitán subió al puente y habló en voz baja con el timonel. Éste, con la mano extendida hacia Búffalo, señaló dos puntos negruzcos que a cinco o seis millas se divisaban a estribor.

El capitán miró atentamente. Luego, encogiéndose de hombros, fue a sentarse a popa, sin modificar la marcha de El Espanto.

Poco a poco aquellos puntos negros fueron perfilándose, y pronto pudo reconocerse que se trataba de dos vapores salidos de Búffalo y que se aproximaban con rapidez.

De pronto se me ocurrió la idea de que aquellos barcos eran los destroyers de que me había hablado el señor Ward, encargados de vigilar aquella parte del lago.

Los destroyers eran de tipo moderno, con las últimas perfecciones, habiendo alcanzado en las pruebas una velocidad de 27 millas por hora.

Verdad es que El Espanto tenía una marcha muy superior y, en último caso, le bastaría sumergirse para ponerse al abrigo de toda persecución.

En realidad, era preciso que estos destroyersfuesen también submarinos, para luchar con algunas probabilidades de éxito.

Lo que ahora no me parecía dudoso era que los comandantes de estos barcos estaban advertidos por Wells de lo que había pasado entre nosotros y El Espanto.

Y parecía evidente que, habiendo divisado al misterioso barco, marchaban a él a toda velocidad.

Y sin embargo, el capitán, sin alterarse lo más mínimo, seguía con rumbo al Niágara. ¿Qué harían los destroyers?

Seguramente maniobrarían de tal suerte que obligarían a El Espanto a cambiar, de rumbo, dejando a Búffalo a estribor, ya que el Niágara no le ofrecía paso fácil.

El capitán había vuelto al timón; uno de los dos hombres estaba a proa y el otro en la cámara de máquinas. ¿Se me obligaría a encerrarme en mi camarote?

Nada me indicaron, con gran satisfacción mía, y nadie se acordaba de mí; ni más ni menos que si no hubiera ningún extraño a bordo.

Yo observaba, no sin viva emoción, cómo se aproximaban los destroyers. A menos de dos millas evolucionaron de modo que pudieran coger a El Espanto entre dos fuegos.

El rostro del Dueño del mundo mostraba el más profundo desdén. Sabía muy bien que los destroyers no podían nada contra él. Una orden a la máquina, y se distanciaría cuanto quisiera.

En unos segundos El Espanto estaría fuera del alcance de los cañones; y no iba a ser en las profundidades del Erie donde los proyectiles alcanzaran al submarino. Después de diez minutos apenas estaríamos a una milla de los barcos que nos daban caza.

El capitán les dejó que se aproximaran más aún. Apoyó la mano sobre la manecilla, y El Espanto dio un salto en la superficie del agua.

En vez de retroceder, siguió su marcha hacia delante. Quién sabe si no tendría la audacia de pasar entre ellos, arrastrándolos en pos de sí hasta que, llegada la noche, les fuera imposible continuar la persecución.

El puerto de Búffalo dibujábase en la margen del Erie. Veíanse distintamente sus edificios, sus campamentos. Un poco más al oeste se abría el Niágara, a cuatro o cinco millas de distancia.

¿Qué partido debía tomar? ¿Arrojarme al agua al momento de pasar entre los destroyers?

Seguramente los capitanes de los barcos tendrían conocimiento de mi presencia a bordo de El Espanto, y no tardarían en recogerme.

De otra parte, las probabilidades de éxito para evadirme aumentarían si navegásemos por el Niágara.

A la altura de la isla Navy podía tomar tierra en un suelo que yo conocía perfectamente. Pero suponer que el capitán de El Espanto había de aventurarse por aquel río, cerrado por las cataratas, me parecía un absurdo.

Resolví, pues, dejar a que los destroyers se aproximasen, y en el momento crítico me decidiría.

Forzoso es confesar que mi resolución no era muy firme. ¡No; yo no podía resignarme a la idea de escapar, perdiendo toda ocasión de penetrar en el misterio!

Mis instintos de policía se rebelaban ante la idea de dejar tranquilamente que siguiera libre aquel hombre fuera de la ley.

¡No! ¡No intentaría evadirme! Valdría tanto como abandonar para siempre la partida. Verdad es que no podía imaginarme la suerte que me deparaba el destino si continuaba a bordo.

Eran las seis y cuarto de la tarde. Los destroyers se aproximaban, dejando entre ellos una distancia de 12 a 15 cables. El Espanto no tardaría en tenerlos a sus costados.

No me había movido de mi sitio. El hombre de proa estaba junto a mí. Inmóvil en el timón, los ojos brillantes, fruncido el entrecejo, el capitán esperaba sin duda el instante de ordenar una hábil maniobra.

De pronto una detonación resonó a bordo del destroyer de la izquierda. Un proyectil, rozando sobre la superficie de las aguas, pasó sobre la proa de El Espanto y desapareció detrás de la popa del otro destroyer. Me puse en pie.

El hombre que estaba cerca de mí acechaba el menor signo del capitán. Éste ni siquiera volvió la cabeza, y jamás olvidaré la mueca de desprecio que se dibujó en su rostro.

En aquel instante fui impulsado hacia mi camarote, cuyo panneau se abatió sobre mí, en tanto que los demás se cerraban también.

Transcurrido un minuto, la inmersión estaba hecha y el submarino desaparecía bajo las aguas del lago. Oyéronse otros cañonazos, cuyo sordo estrépito llegaba a mi oído cada vez más atenuado. Después todo quedó en silencio.

Una vaga claridad penetraba por la claraboya de mi camarote. El aparato se deslizaba a través del Erie silenciosamente. Había visto con qué facilidad, con qué prodigiosa rapidez El Espanto se transformaba en submarino, e igualmente lo haría también en automóvil cuando se tratara de circular por las carreteras.

Pero ahora, ¿qué haría el Dueño del mundo? Probablemente modificaría su dirección, a menos que El Espanto tomase tierra para convertirse en automóvil.

Reflexionando acerca de esto, pensé que haría rumbo al oeste, y después de despistar a los destroyers ganaría la embocadura del Detroit.

La inmersión no se prolongaría más que el tiempo necesario para ponerse fuera del alcance de los proyectiles, y la noche le pondría fin a la persecución.

Pero no fue así. Apenas habían transcurrido diez minutos, cuando se produjo a bordo cierta agitación. Uníanse palabras en la cámara de máquinas. Creí comprender que alguna avería obligaba al sumergible a volver a la superficie.

Yo no me engañé. En un instante la semioscuridad de mi camarote se llenó de luz. El Espanto acababa de salir a flote.

De nuevo me vi libre de poder salir sobre cubierta. El capitán estaba al timón. Los otros dos hombres permanecían en el interior.

Miré si los destroyers estaban a la vista, divisándolos a un cuarto de milla solamente. El Espanto ya había sido descubierto y ahora le daban caza; pero esta vez era en la dirección del Niágara.

Confieso que no comprendí esta maniobra. Metido en un callejón sin salida, no pudiendo sumergirse de nuevo por causa de una avería, el aparato encontraría cerrado su camino debido a las cataratas y cuando quisiera retroceder se lo impedirían los destroyers.

¿Acaso trataría de huir por tierra, en forma de automóvil, a través del Estado de Nueva York o del territorio canadiense?

Llevábamos una media milla de delantera. Los destroyers perseguían a toda máquina a El Espanto, que se limitaba a guardar distancia. Pero le hubiese sido fácil aumentarla, y al llegar la noche dirigirse hacia los parajes del oeste.

Ya Búffalo se desvanecía hacia la derecha, y un poco después de las siete apareció la entrada del Niágara. Si se aventuraba por allí, sabiendo que no había salida, sería que el capitán había perdido la razón.

No obstante, ¿no era loco en realidad quien se proclamaba Dueño del mundo? Contemplábale en su puesto tranquilo, impasible, sin volver ni un instante la cabeza para observar los destroyers. El lago estaba totalmente desierto. Ni siquiera una chalupa de pesca se cruzaba con El Espanto.

Ya he dicho que el Niágara se abre entre la orilla americana y canadiense. De un lado Búffalo, del otro el fuerte Erie.

Su anchura, de tres cuartos de milla aproximadamente, disminuye en la proximidad de las cataratas. Su longitud, del Erie al Notario, mide unas quince leguas, y en este último vierte las aguas de los lagos Superior, Michigan y Hurón. Existe una diferencia de 340 pies entre el Erie y el Ontario. Su caída no mide menos de 150.

Los indios le han dado el nombre de «Trueno de las aguas», y es, efectivamente, un trueno continuado, cuyo estrépito se oye a varias millas de la catarata.

Entre Búffalo y el poblado de Niágara-Falls, dos islas dividen el curso del río: la isla Navy y Goat-Island, que separa la cascada americana de la canadiense.

Dos puntos merecen citarse en el curso superior del Niágara: Scholosser en la orilla derecha, Crepewa a la izquierda, a la altura de la isla Navy, donde la corriente, solicitada por un declive cada vez más fuerte, se acentúa para convertirse dos millas después en la célebre catarata.

El Espanto había rebasado el fuerte Erie. El sol brillaba aún por encima del horizonte canadiense. La noche no llegaría antes de una hora.

Los destroyers continuaban forzando la máquina sin conseguir abreviar la distancia de una milla que de nosotros los separaba.

Evidentemente, El Espanto no podía volver atrás. Los destroyers lo hubiesen echado a pique. Sus comandantes ignoraban lo que yo averigüé: que una avería de la máquina le había obligado a emerger, y que le era imposible escapar por una nueva sumersión.

Nuestros perseguidores continuaban su marcha; dispuestos, sin duda, a mantenerse en aquella actitud hasta el último límite.

Pero yo no me explicaba aquella huida obstinada ni hallaba justificación a la conducta de El Espanto, sabiendo que antes de media hora le habían de cortar el paso las cataratas.

El aparato no era posible que pudiera franquearlas, y sería arrastrado por el torrente. No le quedaba más recurso que atracar a una de las orillas lo mejor posible y huir convertido en verdadero automóvil.

¿Qué partido adoptar? ¿Intentaría salvarme a nado al pasar por la isla de Navy? Si no aprovechaba esa ocasión, jamás el Dueño del mundo me devolvería la libertad, habiéndole sorprendido sus secretos.

De todos modos me pareció que la evasión era imposible, porque si es verdad que no estaba recluido, se me vigilaba con atención.

Mientras el capitán dirigía el aparato, uno de los hombres de a bordo manteníase a mi lado, sin quitarme el ojo. Al primer movimiento hubiera sido detenido y encerrado.

Mi suerte estaba unida a la de El Espanto. Los destroyers habían ido acercándose, al extremo de no separarles de nosotros más que algunos cables.

¿Habría sufrido algún accidente considerable el motor de El Espanto? El capitán no demostraba ninguna inquietud; permanecía indiferente.

Oíanse los silbidos del vapor escaparse a través de las válvulas de los destroyers, y ya empezábase a oír también el mugido de la cataratas a menos de tres millas de distancia.

El Espanto se deslizó por el brazo izquierdo del río, y bien pronto rebasó la isla Navy. Un cuarto de hora después aparecían los primeros árboles de Goat-Island. La corriente era cada vez más rápida; y si El Espanto no se detenía, seguro que no le podrían dar caza.

¡Si a aquel maldito capitán le placía arrojarse en el torrente, no iban a seguirle al abismo!

En efecto, oyéronse los agudos silbidos de los destroyers al llegar a unos quinientos o seiscientos pies de la garganta. Luego resonaron algunas cuantas detonaciones, y varios proyectiles pasaron cerca de El Espanto sin tocarle.

El sol acababa de desaparecer y la luna proyectava sus rayos al Norte. La velocidad del aparato, sumada a la de la corriente, era prodigiosa. Pocos momentos después caería envuelto en el torbellino de la catarata canadiense.

Yo miraba aterrorizado aquellas orillas que por última vez estaba contemplando... Por instinto de conservación me levanté dispuesto a lanzarme al río para ganar la orilla.

De pronto se oyó un violento ruido de un mecanismo interior que funcionaba. De los flancos del aparato se desplegaron como dos alas, y en el instante en que El Espanto iba a ser arrastrado por el torrente, se elevó a través del espacio franqueando las cataratas.

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