Dueño del Mundo

IX. Fuera de la ley

IX. Fuera de la ley

Tal era la carta dirigida al Gobierno de los Estados Unidos, depositada en el buzón de las oficinas de la Policía, sin mediación de las de Correos. En cuanto al individuo que la había llevado en la noche del 14 al 15 de julio, nadie le había visto ni de cerca ni de lejos.

Sin embargo, buen número de impacientes se estacionaban durante la noche en los alrededores del edificio.

Parecía natural que hubiesen advertido a quien, deslizándose a lo largo del muro, hubiera depositado la carta en el buzón. Verdad es que era noche de luna nueva y no se distinguía de una a otra acera.

Ya he dicho que la referida carta había aparecido en facsímil en los diarios, a quienes las autoridades la comunicaron desde los primeros momentos.

La primera impresión que produjo en el público fue que aquello era la obra de un mistificador. Lo mismo me ocurrió a mí cuando recibí la primera carta fechada en el Great-Eyry.

¿Pero persistía aún aquella impresión en mi espíritu? ¿Habíase modificado mi razonamiento de los primeros instantes?

Realmente mi seguridad de juicio iba debilitándose, y en verdad no sabía a punto fijo qué pensar.

La primera impresión pasó rápidamente, y cuando el público recapacitó, tomó muy en serio la cosa. Tal era la disposición de los espíritus, que a quien hubiera sostenido que la carta no era más que una broma, la gran mayoría hubiérase apresurado a contestarle:

«¡No, no es la mano de un mistificador! ¡El que ha escrito eso es indudablemente el inventor del misterioso aparato!».

A toda la serie de hechos, de los cuales nos falta la clave, dábaseles ahora una formal explicación:

Si el inventor había desaparecido durante un cierto tiempo, acababa de revelarse por un nuevo acto.

Lejos de haber perecido como consecuencia de un accidente, estaba en un lugar retirado, en donde la policía no podía descubrirle.

Y entonces, para contestar a las proposiciones del Gobierno, había escrito esta carta. Pero en vez de dejarla en cualquier oficina de Correos del Estado, había venido a la capital de los Estados Unidos a ponerla en la misma dirección de la Policía.

Si el interesado creía que su aparición produciría no poco ruido en ambos mundos, en verdad que no se equivocaba. Aquel día los millones de lectores que leyeron con avidez el periódico, no querían dar crédito a sus ojos.

La letra de aquella carta, que yo no cesaba de examinar, se componía de unos rasgos trazados con una pluma basta. Seguramente un grafólogo hubiera descubierto en aquellas líneas los signos de un temperamento violento, de un carácter poco común.

De pronto se me escapó una exclamación, un grito, que afortunadamente no lo oyó mi vieja criada.

¿Cómo no había notado hasta entonces que la letra de aquella carta era la misma que yo había recibido de Morganton?

Y además ¡coincidencia aún más significativa! las iniciales que le servían de firma, las tres mayúsculas eran las de las tres palabras Dueño del mundo.

¿Y dónde estaba escrita aquella carta? A bordo de El Espanto. Y este nombre era el del triple aparato tripulado por el enigmático capitán o por el inventor.

No había duda que aquellas líneas estaban trazadas por la misma mano que escribió la primera carta, aquélla en la que se me amenazaba si me atrevía a repetir mi tentativa al Great-Eyry.

Me levanté, busqué la carta del 13 de junio y la comparé con el facsímil del periódico. La igualdad saltaba a la vista.

Y entonces empecé a establecer consecuencias de aquella circunstancia que yo solo conocía; de aquella identidad de letra de las dos cartas, cuyo autor no podía ser otro que el comandante de El Espanto, terrible nombre que estaba sobradamente justificado.

Y me pregunté si esta coincidencia permitiría emprender de nuevo las pesquisas con mayores probabilidades de éxito. ¿Podríamos lanzar nuestros agentes sobre una pista más seria, que los condujera al fin?

¿Qué relación existiría entre El Espanto y el Great-Eyry, entre los fenómenos de las Montañas Azules y las no menos fenomenales apariciones del fantástico aparato?

Hice lo que debía hacer, y con la carta en el bolsillo me fui a la Dirección de Policía. Pregunté si el señor Ward estaba en su sitio, y como me contestaran afirmativamente, me precipité hacia la puerta, llamando esta vez más fuerte quizás de lo conveniente, y al oír «¡adelante!», me planté de un salto frente al señor Ward.

Mi jefe tenía justamente a la vista la carta publicada por los periódicos, no el facsímil, sino el mismo original depositado en el buzón.

¿Tiene usted algo nuevo que decirme, Strock? Juzgue usted mismo. Y saqué del bolsillo la carta de las tres iniciales.

El señor Ward la tomó, mirándola con curiosidad, y antes de leerla, me preguntó: ¿Qué carta es ésta?

Una carta de un cierto D. D. M., como puede usted ver. ¿De dónde procede? De Morganton, en Carolina del Norte. ¿Cuándo la ha recibido usted?

El 13 de junio último, hace un mes o cosa así. ¿Qué pensó usted al recibirla? Que era una broma. ¿Y hoy, Strock?

Pienso lo que seguramente pensará usted, señor Ward, en cuanto se haga cargo de ella. Mi jefe leyó detenidamente el manuscrito.

Tiene por firma tres iniciales observó el señor Ward. Sí, señor, y esas tres iniciales son las de las palabras Dueño del mundo del facsímil.

Del cual tengo aquí el original contestó mi jefe levantándose. Es evidente que las dos cartas están escritas por la misma mano. No cabe duda, Strock.

Ya ve usted qué amenazas me dirigen para el caso que intente de nuevo penetrar en el Great-Eyry.

Sí, amenazas de muerte. Pero hace ya un mes que ha recibido esta carta; ¿por qué no me la ha comunicado hasta ahora?

Porque no le di importancia. Pero ahora, después de la procedente de El Espanto, es necesario considerarla.

Desde luego, Strock. Tal vez esta extraña circunstancia nos ponga sobre la pista del misterioso personaje.

Eso mismo he pensado yo, señor Ward. ¿Pero qué relación puede existir entre El Espanto y el Great-Eyry?

A eso sí que no puedo responder, ni siquiera de un modo imaginario. No habría más que una explicación muy poco admisible, por no decir imposible.

¿Cuál? Que el Great-Eyry fuese el lugar escogido por el inventor para guardar su material.

¡Caramba! exclamé yo. ¿Y cómo iba a valerse para llegar hasta allí? Después de lo que yo he visto, esa explicación, señor Ward, es inaceptable. A menos que, Strock… ¿A menos qué?

Que este aparato del Dueño del mundo tenga también alas que le permitan anidar en el Great-Eyry.

A la idea que El Espanto fuese capaz de rivalizar con las águilas, yo no pude reprimir un movimiento de incredulidad, y seguramente que el señor Ward no estaba muy aferrado a esta hipótesis.

Mi jefe volvió a tomar las dos cartas, comparando su escritura por medio de una lupa. Su semejanza era perfecta. No solamente estaban trazadas por la misma mano, sino por la misma pluma.

Y además era bien elocuente la correlación entre las iniciales D. D. M. de la una y el nombre Dueño del mundo de la otra. Después de algunos instantes de reflexión, el señor Ward me dijo:

Guardo su carta, Strock, y decididamente creo que está usted destinado a representar un gran papel en esta aventura.

Así lo deseo, señor Ward. Ya lo sé, Strock, y no tengo más que repetirle esto: esté usted dispuesto para partir en cualquier momento.

Salí del despacho de mi jefe con la impresión de que no había de tardar en ponerme en campaña. Mis agentes y yo lo teníamos todo dispuesto.

Los ánimos estaban más y más sobreexcitados desde que se supo que el capitán de El Espanto rechazaba las proposiciones del Gobierno americano.

La opinión pública demandaba una acción más decisiva de parte del Gobierno. Pero ¿cómo proceder? ¿Dónde ubicar al Dueño del mundo? Y, si reaparecía en cualquier parte, ¿cómo apoderarse de su persona?…

Había en todo esto cosas verdaderamente inexplicables. Que su máquina estuviese dotada de prodigiosa rapidez, era cosa fuera de toda duda.

¿Pero cómo había podido penetrar en el lago Kirdall, que no tenía comunicación accesible con el exterior, y cómo se arregló para salir de ahí? Luego habíasele visto en la superficie del lago Superior, sin que nadie hubiera advertido su paso en el recorrido de 800 millas que separan a uno del otro.

¡Qué inexplicable asunto! Razón de más para penetrar sus misterios. Puesto que los millones de dólares habían fracasado en su intento, era necesario recurrir a la fuerza.

El inventor no quería vender su invento, y ya se sabe además en qué términos altaneros y amenazadores expresaba su negativa. ¡Bueno! Sería

considerado coma un malhechor, contra el cual todos los medios serían legítimos. Exigíalo así la seguridad, no solamente de América, sino del mundo.

La hipótesis que hubiera perecido en alguna catástrofe, había que desecharla. Estaba vivo y bien vivo, y su existencia constituía un verdadero peligro público, un riesgo a todo instante.

Bajo la influencia de estas ideas, el Gobierno publicó la siguiente nota:

«Puesto que el comandante de El Espanto ha rehusado tratar con el Gobierno sobre la cesión de su secreto, aun al precio de los millones que le han sido ofrecidos; puesto que el empleo de su máquina constituye un peligro, contra el que es imposible preservarse, dicho sujeto queda desde este momento fuera de la ley.

Por ello el Gobierno aprueba de antemano todas las medidas conducentes a destruir por completo su aparato y a cuantos lo tripulen».

Era la terminante declaración de guerra contra el Dueño del mundo que se creía con fuerza para retar a toda una nación como la americana.

Desde aquel día ofreciéronse primas considerables a todo el que descubriese el paradero del misterioso personaje, y a quien consiguiera apoderarse de su persona o desembarazarse de él al país.

Tal era la situación en la segunda quincena de julio. Reflexionando detenidamente, había que concluir en que sólo el azar podría desenredarla.

En primer lugar, era necesario dar con el aparato fantasma, y luego que las circunstancias fueran las propicias para la detención de su comandante. Para poder realizarla era necesario cogerle de improviso, sin darle tiempo a que funcionara su potente máquina.

Yo estaba con un pie en el estribo como vulgarmente se dice, esperando las órdenes del señor Ward para partir con mis agentes.

Y la orden no llegaba por la sencilla razón de que no había la menor noticia acerca del paradero del individuo invisible.

Aproximábase el fin de julio. Los periódicos no cesaban de hablar del asunto. De cuando en cuando surgía alguna nueva información que sobreexcitaba la curiosidad pública. Se indicaba vagamente alguna que otra pista. Pero nada serio, en suma.

Los telegramas cruzábanse por toda la extensión del territorio americano, contradiciéndose y anulándose a la vez. El afán de ganar las enormes primas ofrecidas daba lugar a errores, aún procediendo de buena fe.

Un día era el vehículo que había pasado como una tromba; otro era el barco que acababa de mostrarse sobre la superficie de uno de los lagos tan numerosos de América; luego era el sumergible que evolucionaba cerca del litoral.

Es decir, la imaginación sobreexcitada veía por todas partes el aparato fantasma a través del cristal del aumento de las primas.

Por fin, el 29 de julio recibí de mi jefe la orden de presentarme inmediatamente en su despacho. Un cuarto de hora después estaba ante el señor Ward, que me habló así:

Tiene usted que marchar en seguida, Strock. ¿Para dónde? Para Toledo. ¿Se le ha visto? Sí; y allí recibirá usted informes completos.

Dentro de una hora mis agentes y yo estaremos en camino. Bien, Strock, y le doy a usted una orden terminante… ¿Cuál, señor Ward?

La de lograr el éxito de la empresa. ¡Esta vez no hay más remedio que vencer! No contesté y sonreí.

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