Dueño del Mundo

XII. A bordo del Espanto

XII. A bordo del Espanto

Cuando me recobré era de día. Una débil claridad atravesaba por el espeso tragaluz del estrecho camarote donde me encontraba.

Yo no hubiera podido decir cuánto tiempo había transcurrido; pero a juzgar por la oblicuidad de los rayos, el sol ya no debía de estar muy elevado sobre el horizonte.

Estaba desnudo y cubierto por una colcha. Mis vestidos pendían de un rincón, puestos a secar. Mi cinturón, desgarrado por el garfio del rezón, estaba tirado en el suelo.

No sentía herida alguna, sólo algo de magullamiento. Al ser arrastrado por la amarra por la superficie del lago, me zambullí varias veces en el agua y seguramente yo hubiera perecido asfixiado de no habérseme subido a tiempo sobre el puente.

¿Ahora hallábame solo con el capitán y sus dos hombres a bordo de El Espanto? Era lo probable, por no decir lo cierto.

Toda la escena presentábase a mi mente con entera claridad: Hart herido en una pierna; Wells rozado por una bala, Walker derribado en el instante que el garfio se enganchaba en mi cinturón.

Y ellos, por su parte, ¿no creerían que yo había perecido en las aguas del Erie? ¿En qué condiciones navegaba en estos instantes El Espanto?

¿Corría por las correteras limítrofes al lago, después de transformado en automóvil? Si así era, debíamos estar muy lejos, por poco tiempo que yo hubiese permanecido sin conocimiento…

Pero ¿continuaría su camino bajo el agua convertido en submarino? No, El Espanto movíase sobre una vasta superficie líquida. La luz que penetraba en mi camarote indicaba que el aparato no estaba sumergido.

Además, no sentía ninguno de esos vaivenes que el automóvil hubiese sufrido sobre una carretera. El Espanto no había tomado tierra. Navegaba.

En cuanto a saber si lo hacía todavía por las aguas del Erie, ya era otra cosa. Decidido a subir al puente, me vestí sin saber todavía si yo estaba encerrado en aquel camarote.

Traté de levantar la escotilla que servía de puerta a mi estrecho recinto. La escotilla cedió y saqué medio cuerpo.

Mi primer cuidado fue en dirigir la vista en todas direcciones. Por todas partes la vasta superficie líquida.

Ni un pedazo de tierra a la vista; nada más que un horizonte formado por la línea ideal del cielo. Que fuese lago o mar, no tardaría en saberlo.

Navegábamos a tanta velocidad, que el agua, bruscamente cortada, elevábase en una menuda lluvia que me mojaba la cara. El agua era dulce y probablemente era la del Erie.

No debían de haber transcurrido más de siete u ocho horas desde que El Espanto había dejado la caleta de Black-Rock, pues el sol mostrábase a medio camino del cenit. Aquella mañana no podía ser más que la del 31 de julio.

En el puente había dos hombres: uno a proa, mirando la marcha; el otro manteniendo el timón en la dirección del Nordeste, a juzgar por la posición del sol.

El primero era el que había reconocido como uno de los espías de Long-Street cuando le dio en la cara la luz. El otro era el que llevaba el farol.

Busqué inútilmente al tercero, al que habían denominado capitán. No le vi por ninguna parte.

Se comprenderá el deseo que yo experimentaba de encontrarme ante la presencia del creador del prodigioso aparato; del comandante de El Espanto; del fantástico personaje de quien se ocupaba y preocupaba el mundo entero; del audaz inventor que no temía entrar en la lucha con la humanidad y se proclamaba Dueño del mundo.

Me dirigí al hombre de proa y le pregunté: ¿Dónde está el capitán? Este hombre me miró con un aire de no comprender mi pregunta, no obstante haberle oído la víspera hablar en inglés.

Por otra parte, no pareció inquietarse en lo más mínimo al verme sobre la cubierta, y después de volverme la espalda, continuó observando el lejano horizonte.

Me dirigí hacia proa resuelto a hacer la misma pregunta respecto al capitán. En cuanto estuve al lado del timonel, éste me separó con la mano y no obtuve ninguna respuesta.

No me quedaba pues más remedio que esperar la aparición del que nos había recibido a tiros, cuando mis compañeros y yo nos agarramos a la amarra de El Espanto.

Me puse a examinar las disposiciones exteriores del aparato. El puente y el casco estaban hechos de una especie de metal desconocido.

Al centro, un panneau.. medio levantado cubría la cámara donde las máquinas funcionaban con una regularidad casi silenciosa.

En proa y popa advertíanse dos aberturas, que probablemente servirían para dar paso a los camarotes de los tripulantes.

Las cubiertas de todas estas aberturas se ajustaban con unas guarniciones de caucho, cerrando tan herméticamente que no era posible que penetrara el agua al interior durante las evoluciones submarinas.

En cuanto al motor que imprimía aquella prodigiosa velocidad, no pude verlo, así como el propulsor, hélice o turbina.

Todo lo que pude observar era que el barco no dejaba tras de sí más que una larga estela, debida a la gran finura de sus líneas de agua, las que le proporcionaban una gran estabilidad sobre el líquido elemento.

En fin, para concluir, el agente que ponía en movimiento toda esta maquinaria no era ni el vapor de agua ni el de petróleo, alcohol u otras esencias que el olor hubiera dado a conocer, y que son los más generalmente empleados para los automóviles o submarinos.

No cabía duda de que el agente propulsor era la electricidad almacenada a bordo a una tensión extraordinaria.

Entonces imponíase esta pregunta: ¿De dónde procedía aquella electricidad? ¿De pilas o de acumuladores?…

¿Pero cómo estaban cargados estos acumuladores o pilas? ¿De qué inagotable fuente se surtían? ¿Dónde funcionaba la fábrica que producía aquel fluido?

Al menos que no fuese obtenido del aire del ambiente o del agua por procedimientos hasta entonces desconocidos…

Y después de estas reflexiones, concluí pensando cómo me las iba yo a arreglar para descubrir sus secretos.

Mis compañeros estarían bien lejos de suponer que se me había recibido a bordo de El Espanto, y dando por segura mi muerte, la habrían telegrafiado al señor Ward. Y ahora, ¿quién osaría emprender una nueva campaña contra el Dueño del mundo?

Todos estos diversos pensamientos entremezclábanse en mi cabeza, esperando a que el capitán apareciese sobre el puente de un instante a otro.

¡Pero no aparecía!… En aquel momento el hambre se dejó sentir imperiosamente, justificada por una dieta prolongada de veinticuatro horas.

Yo no había comido nada desde la víspera, suponiendo que no llevase más que unas horas a bordo de El Espanto.

A juzgar por el vacío que sentía en el estómago, hubiérase dicho que mi embarque se remontaba a dos o más días.

Afortunadamente, la cuestión de saber cómo iba yo a satisfacer el hambre quedó bien pronto resuelta.

El hombre de la proa, después de haber descendido al interior del barco, acababa de reaparecer. Luego, sin pronunciar una palabra, colocó ante mí unas provisiones y volvió a su puesto.

Había carne, fiambre, pescado seco. Tal fue el almuerzo que devoré con un excelente apetito.

En cuanto a la tripulación, sin duda había ya comido antes de aparecer yo sobre cubierta.

Convencido de que nada había de obtener de aquellos dos hombres, me volví a sumir en mis reflexiones, repitiéndome: «¿Cómo concluirá esta aventura?…

¿El invisible capitán acabará por devolverme mi libertad?… ¿La recobraré a pesar suya? Ésta dependerá de las circunstancias.

Pero si El Espanto no arriba a puerto o si navega baja el agua, ¿cómo conseguir abandonarlo?…

A menos que el aparato no se torne de nuevo en automóvil, ¿será preciso renunciar a toda tentativa de evasión?».

Pero, por otra parte, no me podía hacer a la idea de escapar sin haber descubierto todos los secretos de El Espanto.

Aunque hasta entonces no pensé felicitarme de mi nueva campaña que había estado a punto de costarme la vida, era innegable que había dado un gran paso, cualesquiera que fuesen los sucesos que me tuviera reservado el porvenir.

Verdad es que mientras yo estuviera en poder del Dueño del mundo podía considerarme fuera de la humanidad.

El Espanto conservaba su rumbo Noreste en el mismo sentido de la longitud del Erie.

Marchaba a media velocidad, y forzándolo a su máximum, hubiérale bastado unas horas para alcanzar el extremo del lago.

Por este lado el Erie no tiene otra salida que el Niágara que lo pone en comunicación con el Ontario.

Pero el curso de este río está cerrado por las famosas cataratas, a unas quince millas de Búffalo, importante ciudad de Nueva York.

Desde el momento en que El Espanto no había remontado Detroit-River, ¿cómo iba a abandonar aquellos parajes, a menos de hacerlo por tierra?

El sol acababa de pasar por el meridiano. El tiempo era hermoso, el calor fuerte pero soportable, gracias a la brisa que refrescaba el espacio. Las riberas del lago no se veían todavía ni del lado canadiense ni del americano.

Decididamente, el capitán no quería presentarse ante mí. ¿Tenía una poderosa razón para no darse a conocer?

¿Significaría esta reserva la intención de ponerme en libertad al momento de llegar la noche, cuando El Espanto hubiera tocado en el litoral? Esto me parecía improbable.

A eso de las dos de la tarde prodújose un ligero ruido en la cubierta; el panneau central se levantó y el personaje tan impacientemente esperado apareció sobre el puente.

Debo decir que me prestó tanta atención como sus dos hombres, y dirigiéndose hacia el timonel, ocupó su puesto a popa.

El sustituido, después de cambiar algunas palabras en voz baja, descendió a la cámara de las máquinas.

El capitán, después de pasear su mirada por el horizonte y de consultar la brújula, modificó ligeramente la dirección, e inmediatamente El Espanto aumentó la velocidad.

Este hombre aparentaba tener más de cincuenta años; era de regular estatura, ancho de espaldas, muy erguido, pelo corto y gris, ni bigote ni patillas, brazos y piernas musculosas, la cavidad torácica muy desarrollada. Seguramente poseía una constitución de hierro, una salud a toda prueba, una sangre de glóbulos rojos y ardientes.

Lo mismo que sus compañeros, el capitán estaba vestido con traje de mar. Yo no le perdía de vista. Si él no trataba de esquivar sus miradas, mostraba al menos una singular indiferencia, como si no hubiera un extraño a bordo.

El capitán de El Espanto era uno de los individuos que me acechaban delante de mi casa de Long-Street.

Y si yo le había reconocido, no cabía duda que él estaba enterado de mi calidad de policía, a quien había sido confiada la misión de penetrar en el Great-Eyry.

Y entonces, observándole, se me ocurrió lo que en Washington no se me había antes ocurrido: que aquel rostro característico habíalo yo visto en alguna parte.

¿En dónde? ¿En una ficha de la oficina de investigaciones, o sólo en la vitrina de cualquier fotógrafo?

Hice un verdadero esfuerzo cerebral para lograr revivir algún recuerdo, pero fue en vano. Pero aquel recuerdo era tan vago que acaso no fuera más que una ilusión del pensamiento.

En fin, si sus compañeros no habían tenido la cortesía de contestar a mis preguntas, tal vez el capitán me hiciera el honor de responder.

Hablábamos la misma lengua, aunque no hubiese podido asegurar que fuese, como yo, americano de origen. A menos que no adoptase el partido de no comprenderme, a fin de no tener que contestar.

¿Qué se proponía hacer de mí? ¿Contaría con desembarazarse lisa y llanamente de mi persona?… ¿Esperaría la noche para arrojarme al agua?…

¿Lo poco que de él yo sabía, constituiría un testimonio peligroso?… Pues más hubiera valido dejarme en el extremo de la amarra cuando el rezón prendió en mi cintura.

Me levanté de pronto y me dirigí a popa, quedándome parado junto a él. Me miró cara a cara, fijando en mí sus pupilas, brillantes como una llama.

¿Es usted el capitán? pregunté yo. Silencio de parte suya. ¿Este barco es El Espanto. No obtuve respuesta.

Me rechazó sin violencia, pero con una energía que denotaba un vigor poco común. Volviendo a ponerme de nuevo frente a él, le pregunté con vivo acento:

¿Qué quiere usted hacer de mí? Creo que algunas palabras se escaparon de sus labios, contraídos por una visible irritación.

Esquivó la contestación volviendo la cabeza, y luego apoyó la mano sobre el regulador. Inmediatamente la máquina funcionó con más rapidez.

La cólera se apoderó de mí y estuve a punto de gritar: ¡Sea!… ¡Guardad silencio! Yo sé quién es usted; como sé que éste es el aparato señalado en Madison, en Boston y en el lago Kirdall.

Sí, el mismo que corre por las carreteras, por la superficie de los lagos y de los mares como bajo el agua…

Y este barco es El Espanto, y usted es quien lo manda; usted quien ha escrito la carta al Gobierno; usted, que se cree con fuerza bastante para luchar contra toda la humanidad; usted, ¡el Dueño del mundo!

Afortunadamente logré contenerme, y desesperado por obtener respuesta a mis preguntas, me fui a sentar donde antes estaba.

Y durante largas horas no cesé de contemplar el horizonte con la viva esperanza de divisar pronto tierra.

Sí, esperar…; estaba reducido a eso: ¡a esperar!… No llegaría la noche sin que El Espanto diese vista al litoral del Erie, ya que su dirección se mantenía al nordeste.

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