Amor y Pedagogía

XV

XV

El pobre Apolodoro, tras días de besar y morder la almohada por las noches, va encalmándose y ya parece no pesarle que Clarita le dejara, antes bien se complace, allá, muy en su interior, en tener tal excusa para dimitir la vida, como es su secreto anhelo. Porque ¿para qué sirve ya, fracasado como cuentista y como novio? Diríase que esta necesidad de morir él ha guiado al Destino, al Determinismo, a que Clarita le deje. Era menester una motivación. Y se recrea en la infidelidad de su ex-novia y en el recuerdo de sus amores, más poéticos ahora que han pasado. «Nací como los más de los mortales, hastiado de la vida desde nacimiento, sin que haya logrado en mí la vida, como en los demás logra, borrar con el adquirido apetito la nativa saciedad. Y ahora ¿qué dirán si dimito? ¿qué pensará papá? ¡vaya unas cavilaciones que va a costarle! ¡pobrecillo! ¿Me daré un tiro? ¿me tiraré de una torre? ¿tomaré un veneno? ¿me ahorcaré? Pero, ¿y mamá? ¡mamá! ¿y Rosa, la pobre Rosa que está tan delicada? ¿no acelerará esto su fin, que está tan próximo? ¿no será mejor diferirlo hasta que ella acabe?» Y le invaden mil recuerdos vagarosos y se encuentra con el padrenuestro en los labios, y al acabar de paladearlo se dice: «¡no nos dejes caer en la tentación!» y desde el fondo del alma le dice la voz de don Fulgencio; «¡haz hijos, Apolodoro, haz hijos!»

—Cuando usted guste, señorito.

—¿Eh?

—Está ya la sopa en la mesa.

—¡Pero qué salud, Petra, qué salud! Si la salud se pegara… Ven acá.

Mas la criada desaparece.

Don Avito se ha vuelto a su hija, a Rosa, la meteorizada, que arrastra dulce y tristemente una vida lánguida, de silencio y de clorosis, a pesar de los meteoros todos. Y empieza el padre a luchar con un temperamento rebelde a cambiarlo por procedimientos científicos, porque la ciencia… ¡oh, la ciencia!

Más a pesar de la ciencia, la muchacha decae a galope tendido y encama y esto se va. El padre lucha desesperadamente, pero sereno y tranquilo, recobrada su antigua firmeza y ayudado por don Antonio en la faena, hasta que un día, convencido ya de la impotencia de la ciencia en este caso, ve que la Muerte se acerca al lecho de la joven.

¿La Muerte? ¿y qué es la muerte? Un fenómeno fisiológico, la cesación de la vida. ¿Y qué es la vida? El conjunto de las funciones que resisten a la muerte, un cambio entre las sustancias albuminoideas orgánicas y el exterior, la desoxidación del organismo.

Están ante la moribunda, confesada ya, su madre, don Avito y Apolodoro. Marina reza y llora en silencio, en sueños, hacia dentro; Apolodoro piensa en su dimisión y en la inmortalidad.

Y don Avito, ante lo irremediable, da una lección:

—Va a concluir el proceso vital; el cianógeno o biógeno que dicen otros, pierde su explosividad estallando, y se convierte en albúmina muerta. ¿Qué íntimos procesos bioquímicos se verifican aquí?

Rosa parece querer coger algo con las manos casi esqueléticas, revuelve la vista sin mirar, y entreabre la boca para estertorar.

—La verdad es que no recuerdo bien la explicación fisiológica de esto del estertor.

La moribunda calla. Le toma el pulso su padre, acerca un espejo a su boca por si se empaña.

—No tiene aún la ciencia medios eficaces para averiguar con exactitud cuándo un individuo ha muerto…

Marina se levanta, corta un rizo de la cabellera de la muerta, le besa, se arrodilla y oculta la cara entre las manos. Apolodoro va también a besarla, y su padre le detiene:

—¡Cuidado! hay que saber dominarse.

Y el hijo, diciéndose: «¡qué guapa está! no parece que sufre», va a un rincón y oculta también la cara entre las manos. Y el padre prosigue:

—Aunque el individuo haya muerto como tal, continúa la sustancia viviendo. Si ahora le aplicáramos una corriente galvánica, se movería. No se han coagulado aún los albuminoideos, no están las células reducidas a su mayor concentración, no ha llegado la rigidez cadavérica. La concentración es la muerte, la expansión la vida; fíjate en esto, Apolodoro, y no te concentres, expansiónate. ¿Qué es eso, lloras?

—Sí, por ti, padre.

—¿Por mí? pues no lo entiendo. Y aún rígido el cadáver, seguirán las cejas vibrátiles conservando su actividad normal y seguirán viviendo los glóbulos blancos o leucocitos, estas células amiboideas. No hay un momento preciso en que la vida cese para empezar la muerte; la muerte se desenvuelve de la vida, es lo que llaman los fisiólogos la necrobiosis, la muerte de la vida de ese don Fulgencio.

«¡Haz hijos!» oye Apolodoro al oír este nombre.

—La muerte tiene su vida, digámoslo así, sus procesos histiolíticos y metamorfóticos… —y al oír suspirar a Marina, añade—: ¡Es natural! ¡cuánto le queda por hacer a la ciencia hasta dominar nuestros instintos! —y se sale del cuarto. Marina levanta la cabeza, y como quien despierta de una pesadilla, con ojos despavoridos exclama: ¡Luis, Luis, Luis! Y Apolodoro va a sus brazos y se estrechan y se mantienen en silencio, estrechados, llorando:

—¡Rosa, Rosa, mi Rosa, mi sol, mi vida… mi Luis, Luis, Luis, Luis, mi Luis, Luis, Rosa, mi Rosa…! ¡qué mundo, Virgen Santísima, qué mundo! Luis… Luis… Luis…

—Papá…

—Cállate, Apolodoro… Luis… Luis… mi Luis… Luis… cállate… ¡Rosa… mi Rosa… Rosa… Rosa!

—Pero, mamá…

—Yo quiero morirme, Luis… ¿no quieres tú morirte?

Apolodoro mira a la muerta y tiembla al oír estas palabras.

—Cálmate, mamá.

—Calla, no hables alto, que la despiertas… ¿ves cómo duerme?

Los dos callan y parecen oír a lo lejos, que del espacio invisible bajan estas palabras del silencio:

Duerme, niña chiquita, que viene el Coco a llevarse a las niñas que duermen poco.

Y la voz silenciosa se aleja cantando:

Duerme, duerme, mi niña, duerme enseguida; Duerme, que con tu madre duerme la vida. Duerme, niña chiquita, que viene el Coco…

—¡Mamá!

—¡Chist! calla, que viene él, Apolodoro.

—No, no viene.

—¿No viene?

—No.

—Mírala qué guapa, Luis, mi Luis, mírala ¡Rosa, mi Rosa, Rosa, Rosa de mi vida!

«¡Ay, Clarita!» murmura Apolodoro. Cierran los ojos a la muerta y salen.

*

Y ahora, después de esta muerte, parece que le grita con más fuerza a Apolodoro su instinto: ¡hazte inmortal! Es un ansia loca, ansia que se exaspera un día en que ve a Clarita y ya no puede contenerse. Y he aquí que a las pocas noches es, a oscuras, un: «calla, calla… ¡Clarita! ¡Clarita! ¡Clarita!» Previa promesa, claro está, para que Petra cediera.

Cuando a los pocos días se entera Apolodoro de lo que ha hecho, éntrale una enorme vergüenza y asco y desprecio de sí mismo, y acaba en un: «¡dimito! ¡ahora sí que dimito!» ¡Pobre Petra!

A lo que se agrega que va a casarse Clarita, las amonestaciones de cuyo enlace se han echado ya. ¿Escribirá algo antes, una especie de testamento? No, un acto solemne, serio, sin frases ni posturas, pero original. Que no se rían de él después de muerto.

Se recoge y medita: «¡A descansar! ¡a descansar! ¡al eterno asueto! Soy un miserable; he cometido una infamia; todos se burlan de mí; no sirvo para nada. ¡Todo han querido convertírmelo en sustancia sin dejar nada al accidente! Hasta cuando me dejaban por mi propia cuenta era por sistema. Ahora sabré a dónde vamos… ¡cuanto antes, mejor! Aunque solo fuese por curiosidad, por amor a saber, era cosa de hacerlo. Así se sale antes de dudas respecto al problema pavoroso. ¿Y si no hay nada?»

Llaman a la puerta.

—¡Adelante!

—Por Dios, señorito, no se olvide…

—No tengas cuidado, Petra, todo se arreglará; vete ahora, déjame.

»Soy un miserable; he cometido una infamia. ¡Adiós, mi madre, mi fantasma! Te dejo en el mundo de las sombras, me voy al de los bultos; puedas entre apariencias, en el seno de la única realidad perpetua dormiré… ¡Adiós, Clara, mi Clara, mi Oscura, mi dulce desencanto! ¡Pudiste redimir de la pedagogía a un hombre, hacer un hombre de un candidato a genio… que hagas hombres, hombres de carne y hueso; que con el compañero de tu vida los hagas, en amor, en amor, en amor y no en pedagogía! ¡El genio, oh, el genio! El genio nace y no se hace, y nace de un abrazo más íntimo, más amoroso, más hondo que los demás, nace de un puro momento de amor, de amor puro, estoy de ello cierto; nace ele un impulso el más inconciente. Al engendrar al genio pierden conciencia sus padres; solo los que la pierden al amarse, los que como en sueño se aman, sin sombra de vigilia, engendran genios. ¡Qué lástima que el deber de dimitir mañana no me permita desarrollar esta luminosa teoría! Al engendrar al genio deben de caer sus padres en inconciencia; el que sabe lo que hace cuando hace un hijo, no le hará genio. ¿En qué estaría pensando mi padre cuando me engendró? En la carioquinesis o cosa así, de seguro; en la pedagogía, sí, en la pedagogía; ¡me lo dice la conciencia! Y así he salido…

¡Soy un miserable, un infame, he cometido una infamia…!»

Llega la hora. Se encierra, sube a la mesa sobre la que pone un taburete y prepara el fuerte cordel pendiente del techo; agárrase a él y de él se suspende para ver si le sostiene; hace el nudo corredizo y se lo echa al cuello, subido en el taburete. Detiénele por un momento la idea de lo ridículo que puede resultar quedar colgado así, como una longaniza; pero al cabo se dice: «¡es sublime!» y da un empellón al taburete con los pies. ¡Qué ahogo, oh, qué ahogo! Intenta coger con los pies el taburete, con las manos la cuerda, pero se desvanece para siempre al punto.

Al ver que tarda tanto en venir a comer, don Avito va en sn busca, registra la casa, y al encontrarse con aquello que cuelga, tras fugitivo momento de consideración salta a la mesa, corta la cuerda, tiende el cuerpo de su hijo sobre la mesa misma, le abre la boca, le coge la lengua y empieza a tirarle rítmicamente de ella, que acaso sea tiempo. Al poco rato entra la madre, más soñolienta desde que perdió a su bija, y al ver lo que ve se deja caer en una silla, aturdida, murmurando en letanía: «¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡Luis! ¡hijo mío!» Es una oración al compás de los rítmicos tirones de lengua. A su conjuro siente Avito extrañas dislocaciones íntimas, que se le resquebraja el espíritu, que se le hunde el suelo firme de este, se ve en el vacío, mira al cuerpo inerte que tiene ante sí, a su mujer luego, y exclama acongojado: ¡hijo mío! Al oírlo se levanta la Materia, y yéndose a la Forma le coge de la cabeza, se la aprieta entre las manos convulsas, le besa en la ya ardorosa frente y le grita desde el corazón: ¡hijo mío!

—¡Madre! —gimió desde sus honduras insondables el pobre pedagogo, y cayó desfallecido en brazos de la mujer.

El amor había vencido.

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