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—¡Madre, madre, soy inmensamente feliz! —susurró la joven, ocultando su rostro en el regazo de la mustia mujer de aspecto cansado que, de espaldas a la penetrante e intrusa luz de la mañana, estaba sentada en el único sillón que contenía su sórdido salón—. ¡Soy inmensamente feliz! —repitió—. ¡Y usted también debería serlo!
La señora Vane se estremeció al tiempo que posaba sus manos delgadas y blanqueadas con bismuto sobre la cabeza de su hija.
—¡Feliz! —exclamó—. Yo solo soy feliz cuando te veo actuar. No deberías pensar en nada que no sea tu carrera. El señor Isaac ha sido muy bueno con nosotras, y le debemos dinero.
La joven alzó la cabeza e hizo un puchero.
—¿Dinero, madre? —exclamó a su vez—. ¿Y qué importa el dinero? El amor vale más que el dinero.
—El señor Isaac nos ha adelantado cincuenta libras para que saldemos nuestras deudas y para que le compremos a James ropa adecuada. No debes olvidarlo, Sybil. Cincuenta libras es mucho dinero. El señor Isaac ha sido muy considerado.
—No es un caballero, madre, y odio el modo en que se dirige a mí —dijo la joven poniéndose en pie y acercándose a la ventana.
—No sé cómo nos las arreglaríamos sin él —fue la quejumbrosa respuesta de la anciana.
Sybil Vane echó atrás la cabeza y se rió.
—Ya no le necesitamos, madre. A partir de ahora será el Príncipe Azul quien cuide de nuestras vidas. —Acto seguido, hizo una pausa. Una rosa se le agitó en la sangre, ensombreciéndole las mejillas. Un jadeo separó los pétalos que dibujaban sus labios, ahora temblorosos. Un vendaval de pasión sopló sobre ella, agitando los delicados pliegues del vestido—. Le amo —dijo sin más.
—¡Qué tontuela! ¡Qué tontuela! —respondió repetidamente la mujer cual cotorra, agitando en el aire sus dedos torcidos y llenos de joyas falsas, cosa que no hizo sino acentuar el cariz grotesco de sus palabras.
La joven se rió de nuevo. Había en su voz el júbilo de un pájaro enjaulado. Sus ojos captaron la melodía y se hicieron eco de ella, presas de un súbito resplandor. Luego se cerraron durante un instante, como en un intento por ocultar su secreto. Cuando volvieron a abrirse, por ellos había pasado el velo de un sueño.
Los finos labios de la sensatez le hablaron desde la ajada butaca, insinuando prudencia y citando del libro de la cobardía cuyo autor se erige en portavoz del sentido común. La joven no escuchó. Se sentía libre en su jaula de pasión. Su príncipe, el Príncipe Azul, estaba con ella. Había apelado a la Memoria a fin de recrearlo. Había enviado al alma en su busca y el alma se lo había llevado. El beso que él le había dado volvía una vez más a quemarle en la boca y sentía el calor de su aliento en los párpados.
La Sensatez cambió entonces de método y habló de la observación y del descubrimiento. Quizá el joven fuera rico. De ser así las cosas, cabía pensar en la posibilidad del matrimonio. Contra la concha de su oreja rompieron las olas de la mundana astucia y sobre ella llovieron las flechas del ingenio. Vio cómo se movían los finos labios desde la butaca y sonrió.
De pronto fue presa de la necesidad de hablar. Aquel locuaz silencio la inquietaba.
—Madre, madre —exclamó—, ¿por qué me ama tanto? Yo sé por qué le amo. Le amo porque es el vivo retrato de lo que debería ser el Amor. Pero ¿qué puede ver él en mí? No soy merecedora de él. Y, sin embargo, y no sabría decir por qué, a pesar de que me siento muy inferior a él, la humildad me evade. Me siento orgullosa, terriblemente orgullosa. Madre, ¿amaba usted a mi padre como amo yo a mi Príncipe Azul?
La anciana palideció bajo la capa de tosco maquillaje que le embadurnaba el rostro y sus labios secos se le crisparon en un espasmo de dolor. Sybil corrió a su lado, le rodeó el cuello con los brazos y la besó.
—Perdóneme, madre. Sé que le duele hablar de nuestro padre. Pero si le duele es porque le quería usted mucho. No se ponga triste. Hoy soy tan feliz como lo fue usted hace veinte años. ¡Ah! ¡Ojalá pueda ser eternamente feliz!
—Hija, eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además, ¿qué sabes acerca de ese joven? Ni siquiera sabes cómo se llama. Todo esto resulta de lo más inconveniente, y la verdad, ahora que James se va a Australia y que yo tengo tantas cosas en la cabeza, debo decirte que deberías haberte mostrado más considerada. Aun así, y como ya te he dicho, si el joven es rico…
—¡Ah! Madre, madre. ¡Déjeme ser feliz!
La señora Vane la miró y con uno de esos falsos y teatrales gestos que tan a menudo se convierten en segunda naturaleza para cualquier actor, la estrechó en sus brazos. Justo en ese momento se abrió la puerta y un muchacho de áspero pelo castaño hizo su entrada a la habitación. Era un joven corpulento, de pies y manos grandes y de movimientos algo torpes. Carecía de la educación de su hermana. De hecho, costaba imaginar la relación que les unía. La señora Vane había clavado en él la mirada y había intensificado su sonrisa. Mentalmente elevó a su hijo a la dignidad de un público. No tenía ninguna duda de que el que tenía ante sus ojos era ciertamente interesante.
—Podrías reservarme algunos de tus besos, Sybil —protestó el muchacho con un bondadoso gruñido.
—¡Ah! Pero si no te gusta que te besen, Jim —exclamó ella—. Eres un oso gruñón —añadió, cruzando a toda prisa la estancia y abrazándole.
James Vane miró a su hermana a la cara con expresión tierna.
—Quiero que vengas a dar un paseo conmigo, Sybil. Supongo que no volveré a ver esta espantosa ciudad. Y te aseguro que no me apetece en absoluto.
—No digas esas cosas tan espantosas, hijo —murmuró la señora Vane al tiempo que cogía con un suspiro un estridente vestido de escena y se disponía a remendarlo.
Estaba un poco decepcionada porque el muchacho no se había unido al grupo. De haberlo hecho, habría intensificado el pintoresco tinte que había tomado la situación.
—¿Por qué no, madre? Es lo que pienso.
—Me duele oírte hablar así, hijo. Espero que vuelvas de Australia convertido en un hombre de fortuna. Según creo, no existe en las colonias nada semejante a lo que aquí entendemos por buena sociedad, de modo que cuando hayas hecho fortuna deberás regresar y hacerte valer en Londres.
—¡La buena sociedad! —masculló el muchacho—. No quiero saber nada de eso. Lo que quisiera es ganar algún dinero para retirarlas, a Sybil y a usted, de los escenarios. Los odio.
—¡Oh, Jim! —dijo Sybil, riéndose—. ¡Qué desagradable eres! Pero ¿de verdad vamos a salir a dar un paseo? ¡Me encantaría! Temía que prefirieras ir a despedirte de algunos de tus amigos: de Tom Hardy, al que le regalaste esa espantosa pipa, o de Ned Langton, que se ríe de ti por fumar en ella. Eres muy amable dedicándome tu última tarde. ¿Adónde iremos? Vayamos al parque.
—Voy demasiado mal vestido —respondió el muchacho, frunciendo el ceño—. Solo la gente elegante va al parque.
—Tonterías, Jim —susurró Sybil acariciándole la manga de la chaqueta.
El joven vaciló durante un instante.
—Muy bien —dijo por fin—, pero no tardes demasiado en vestirte.
Sybil salió bailando por la puerta. Se la oyó cantar mientras subía las escaleras. Sus piececillos repiquetearon sobre sus cabezas.
Jim se paseó un par o tres de veces por la habitación. Luego se volvió hacia la figura inmóvil que seguía sentada en la butaca.
—Madre, ¿están a punto mis cosas? —preguntó.
—Está todo a punto, James —respondió la señora sin apartar los ojos de su labor.
Desde hacía unos meses no se sentía cómoda cuando se quedaba a solas con aquel hijo tosco y serio. Sentíase turbar su carácter superficial y reservado cuando las miradas de ambos se encontraban. A menudo se preguntaba si el muchacho sospechaba algo. El silencio, pues James no hizo ninguna otra observación, se le antojó intolerable. Empezó a quejarse. Las mujeres se defienden atacando, del mismo modo que atacan valiéndose de extrañas y repentinas rendiciones.
—Espero que estés satisfecho con tu vida de marinero, James —dijo—. No olvides que has sido tú quien la ha elegido. Podrías haber entrado en el despacho de un notario. Los notarios son una clase muy respetable y en el campo a menudo comparten mesa con las mejores familias.
—Odio las oficinas y a los empleados que trabajan en ellas —replicó el muchacho—. Pero tiene usted razón. He elegido mi propia vida. Lo único que le pido es que cuide de Sybil. No deje que le ocurra nada malo. Cuídela, madre.
—Hablas de un modo muy extraño, James. Por supuesto que cuidaré de Sybil.
—Me han dicho que un caballero va todas las noches al teatro y que acude al camerino a hablar con ella. ¿Es eso cierto? ¿Le parece a usted bien?
—Hablas de lo que no entiendes, James. En nuestra profesión estamos acostumbradas a ser blanco de gratas atenciones. En una época, yo recibía muchos ramos. Eso era cuando el teatro se entendía de verdad. En cuanto a Sybil, en este momento no sabría decirte si el afecto que siente por el joven es algo a tomar en serio. Aun así, no me cabe duda de que el joven en cuestión es todo un caballero. Siempre se ha mostrado muy atento conmigo. Además, parece un hombre rico, y sus flores son preciosas.
—Pero no sabe cómo se llama —respondió ásperamente el chiquillo.
—No —replicó su madre con expresión plácida—. Aún no ha revelado su nombre, lo cual se me antoja muy romántico de su parte. Probablemente sea un miembro de la aristocracia.
James Vane se mordió el labio.
—Cuide de Sybil, madre —exclamó—. Cuide de ella.
—No sabes cuánto me apena oírte hablar así, hijo. No dejo en ningún momento de velar por Sybil. Ni que decir tiene que, si el caballero en cuestión es un hombre rico, no hay ninguna razón por la que tu hermana no pueda contraer una alianza con él. Podría ser para ella un matrimonio de lo más ventajoso. Sin duda harían una pareja encantadora. Se trata de un caballero de remarcable apostura. Todo el mundo se da cuenta.
El muchacho masculló algo entre dientes y tamborileó con sus toscos dedos sobre el cristal de la ventana. Justo cuando se volvió para decir algo, la puerta se abrió y Sybil entró apresuradamente a la estancia.
—¡Qué serios os habéis puesto! —exclamó—. ¿Qué ocurre?
—Nada —respondió su hermano—. Supongo que a veces hay que estar serio. Adiós, madre. Cenaré a las cinco. Salvo las camisas, el equipaje está a punto, de modo que no tiene de qué preocuparse.
—Adiós, hijo —respondió la mujer con una inclinación de cabeza que poco hizo por ocultar su forzada dignidad.
La señora Vane estaba realmente molesta con el tono que su hijo había adoptado con ella. Había algo en ese tono del muchacho que la había atemorizado.
—Deme un beso, madre —dijo la joven, cuyos labios rozaron como un par de flores su marchita mejilla, caldeando la escarcha que la cubría.
—¡Hija mía! ¡Hija mía! —exclamó la señora Vane elevando los ojos hacia el techo en busca de un palco imaginario.
—Vamos, Sybil —intervino impaciente su hermano. Odiaba las muestras de afectación de su madre.
Salieron a la parpadeante luz de un día ventoso y se alejaron por la sombría Euston Road. Los transeúntes miraban sorprendidos al adusto y fornido muchacho que, con su atuendo basto y poco agraciado, caminaba en compañía de aquella joven elegante y de aspecto refinado. James Vane era como un vulgar jardinero en compañía de una rosa.
Jim fruncía el ceño de vez en cuando al percibir la mirada inquisitiva de algún desconocido. Era presa de esa aversión a ser observado que los genios experimentan solo durante su vejez y que es omnipresente en el común de los mortales. Sin embargo, Sybil no era en absoluto consciente del efecto que causaba. La risa del amor le temblaba en los labios. Pensaba en su Príncipe Azul y, a fin de poder seguir pensando en él, no lo mencionaba, y no dejaba de parlotear sobre el barco en el que Jim viajaría, del oro que a buen seguro encontraría, de la maravillosa heredera a la que salvaría de las garras de los malvados bandidos de roja camisa que la tenían secuestrada. Porque no siempre sería marinero, o sobrecargo, o lo que fuera. ¡Oh, no! La del marinero era una vida terrible. ¡Qué horror vivir encerrado en un barco espantoso, soportando el embate de las olas roncas y corcoveantes que intenta invadirlo a todas horas, y ese negro viento que tumba los mástiles y rasga las velas hasta convertirlas en largos y ululantes harapos! Abandonaría el barco al llegar a Melbourne, se despediría cortésmente del capitán y partiría sin demora hacia los yacimientos de oro. Antes de una semana hallaría una gran veta de oro puro, la mayor jamás descubierta, y la llevaría a la costa en un carro custodiado por seis policías a caballo. Los bandidos les asaltarían en tres ocasiones, y serían reducidos tras una inmensa carnicería. O quizá no. Quizá no iría a los yacimientos de oro. Eran lugares horribles donde los hombres renegaban, se emborrachaban y se mataban en los bares. Se convertiría en un simpático ganadero, y una tarde, de camino a casa, sorprendería a un bandolero llevándose a la hermosa heredera a lomos de un caballo negro, y los perseguiría y rescataría a la joven. Por descontado, ella se enamoraría de él, y él de ella. Se casarían, regresarían al continente y vivirían en Londres, en una casa inmensa. Sí, sin duda le esperaban cosas maravillosas. Pero tenía que ser un buen chico, no perder jamás los estribos ni gastarse tontamente el dinero. Aunque Sibyl era apenas un año mayor que él, sabía mucho más de la vida. Además, no debía olvidarse de escribirle con cada correo y de rezar sus oraciones todas las noches antes de acostarse. Dios era muy bondadoso y cuidaría de él. También ella rezaría por él. En unos años regresaría convertido en un hombre rico y feliz.
El muchacho la escuchaba enfurruñado y en silencio. Estaba profundamente abatido ante la idea de tener que irse.
Sin embargo, no era solo eso lo que le tenía triste y malhumorado. A pesar de su inexperiencia, era plenamente consciente del peligro que entrañaba la situación de Sybil. El joven dandy que le hacía la corte bien podía desear perjudicarla. Era un caballero, y le odiaba por ello. Le odiaba movido por una suerte de curioso instinto racial que no habría sabido explicar, razón por la cual le dominaba aún con mayor vehemencia. Era, además, consciente de la vanidad y superficialidad del carácter de su madre, y veía en él un infinito peligro para Sybil y para la felicidad de la joven. Los niños empiezan queriendo a sus padres y les juzgan a medida que se van haciendo mayores. A veces, y solo a veces, logran perdonarles.
¡Ah, su madre! Tenía en mente una pregunta que deseaba hacerle, algo a lo que llevaba dándole vueltas desde hacía muchos meses de silencio. Una frase dicha al azar que había oído en el teatro, un susurrado comentario despectivo que había llegado a sus oídos una noche mientras esperaba en la puerta de salida de actores, había desatado en él una sucesión de pensamientos horribles. Recordaba esa frase como habría recordado un latigazo en pleno rostro. Frunció el ceño y, con una punzada de dolor, se mordió el labio.
—No estás escuchando una sola palabra de lo que te digo, Jim —exclamó Sybil—, y yo aquí planeando maravillas para tu futuro. Di algo.
—¿Qué quieres que diga?
—¡Oh! Que te portarás bien y que no nos olvidarás —respondió Sybil con una sonrisa.
El muchacho se encogió de hombros.
—Es más probable que tú te olvides de mí, Sybil.
Ella se sonrojó.
—¿Qué quieres decir, Jim? —preguntó.
—Me han dicho que tienes un nuevo amigo. ¿Quién es? ¿Por qué no me has hablado de él? No te desea ningún bien.
—¡Basta, Jim! —exclamó ella—. No te permito que digas nada contra él. Le amo.
—Pero si ni siquiera sabes su nombre —respondió el chiquillo—. ¿Quién es? Tengo derecho a saberlo.
—Se llama Príncipe Azul. ¿A que es un nombre precioso? ¡Oh, vamos! ¡No seas bobo! Recuérdalo bien. Si le vieras, seguro que te parecería la persona más maravillosa del mundo. Algún día le conocerás: cuando vuelvas de Australia. Y te encantará. A todo el mundo le gusta, y yo… le amo. Ojalá pudieras venir esta noche al teatro. Él estará allí y yo seré Julieta. ¡Oh, y cómo actuaré! Imagina, Jim: ¡estar enamorada y encarnar a Julieta! ¡Y tenerle allí sentado! ¡Actuar para complacerle! Tengo miedo de asustar a la compañía, de asustarlos o de cautivarlos. Estar enamorada es superarse a una misma. Puedo ya oír al pobre y horroroso señor Isaac gritando a sus contertulios del bar. Me ha preconizado como un dogma; esta noche me anunciará como quien anuncia una revelación. Lo presiento. Y todo es para él y para nadie más que él: mi Príncipe Azul, mi maravilloso amor, mi dios de todas las mercedes. Pero soy pobre a su lado. ¿Pobre? ¿Y qué importa eso? Cuando la pobreza se desliza a hurtadillas puertas adentro, el amor entra volando por la ventana. Tenemos que reescribir nuestros proverbios. Se crearon en invierno y ahora es verano; y creo que para mí ha llegado ya la primavera, con su baile de flores bajo el azul del cielo.
—Es un caballero —dijo el muchacho, ceñudo.
—¡Un Príncipe! —canturreó Sybil—. ¿Qué más quieres?
—Quiere esclavizarte.
—Me estremezco ante la mera idea de ser libre.
—No te fíes de él.
—Verle es idolatrarle; conocerle, confiar en él.
—Estás loca por él, Sybil.
Ella se rió y le tomó del brazo.
—Mi querido Jim, hablas como si tuvieras cien años. Algún día también tú te enamorarás, y entonces entenderás lo que es. No te enfurruñes. Seguro que te alegra pensar que, aunque te marches, me dejas más feliz de lo que jamás lo he sido. La vida ha sido muy dura con nosotros, terriblemente dura y difícil, pero ahora será distinta. Tú te vas a un nuevo mundo y yo he encontrado uno a mi medida. Mira, dos sillas. Tomemos asiento y veamos pasar a la gente elegante.
Se sentaron entre una multitud de mirones. Los parterres de tulipanes llameaban como palpitantes anillos de fuego. Un polvo blanco semejante a una trémula nube de rizomas de iris envolvía el jadeante aire. Los parasoles de vivos colores bailaban y revoloteaban como gigantescas mariposas.
Sybil animó a su hermano a hablar de sí mismo, de sus esperanzas y de sus perspectivas. Jim habló despacio y no sin esfuerzo. Intercambiaban las palabras como intercambian sus fichas un par de jugadores. Sybil se sentía oprimida. No podía comunicar el júbilo que la embargaba. El único eco que fue capaz de provocar en su hermano fue una débil sonrisa que curvó la taciturna boca del muchacho. Por fin, pasado un rato, guardó silencio. De pronto vislumbró un destello de cabello dorado y la risa de unos labios y vio pasar a Dorian Gray en un carruaje descubierto acompañado de dos damas.
Se levantó de golpe.
—¡Ahí está! —gritó.
—¿Quién? —preguntó Jim Vane.
—El Príncipe Azul —respondió la joven sin apartar los ojos del carruaje.
Jim se puso en pie de un salto y la tomó bruscamente del brazo.
—Muéstramelo. ¿Quién es? Señálamelo. ¡Debo verle! —exclamó, pero justo en ese momento pasó por delante de ellos el carruaje de cuatro caballos del duque de Berwick.
Cuando el coche del duque terminó de pasar, Dorian Gray y sus dos acompañantes habían salido del parque.
—Se ha ido —murmuró Sybil—. Ojalá le hubieras visto.
—Ojalá, sí, porque como que hay Dios, te aseguro que si se porta mal contigo le mataré.
Sybil le miró, horrorizada. El muchacho repitió sus palabras, que cortaron el aire como una daga. Alrededor de los dos hermanos, la gente empezó a mirarles, boquiabierta. Una dama que estaba junto a Sybil se rió disimuladamente.
—Vámonos, Jim. Vámonos —susurró la joven.
Él la siguió obstinadamente entre la multitud. Estaba orgulloso de sus palabras.
Cuando llegaron a la estatua de Aquiles, Sybil se volvió a mirarle. Había en sus ojos un velo de compasión que encontró al instante la risa en sus labios. Negó con la cabeza sin apartar los ojos de él.
—Estás loco, Jim. Completamente loco. No eres más que un niño con mal genio. ¿Cómo se te ocurre decir cosas tan horribles? No sabes de lo que hablas. Un antipático y un celoso, eso es lo que eres. ¡Ah, cómo me gustaría que te enamorases! El amor vuelve buenas a las personas, y lo que acabas de decir es espantoso.
—Tengo dieciséis años —respondió el chiquillo—, y sé muy bien de lo que hablo. Madre no te sirve de nada. No sabe cómo cuidar de ti. Ahora me arrepiento de irme a Australia. Tentado estoy de echarlo todo a rodar. Te aseguro que lo haría si no me hubiera enrolado.
—Vamos, Jim, no te pongas tan serio. Eres como el héroe de uno de esos estúpidos melodramas en los que a madre tanto le gustaba actuar. No pienso discutir contigo. Le he visto, y ¡oh! Verle es para mí el ideal de felicidad. No, no discutamos. Sé muy bien que jamás harías daño a nadie a quien yo amara, ¿no es así?
—Supongo que no mientras le ames —fue la enfurruñada respuesta del muchacho.
—¡Le amaré por siempre! —exclamó Sybil.
—¿Y él?
—¡También!
—Más le vale.
Sybil se apartó de él. Luego se rió y le puso la mano en el brazo. A fin de cuentas, no era más que un niño.
En Marble Arch pararon un ómnibus que les dejó junto al maltrecho edificio de Euston Road. Ya eran pasadas las cinco y Sybil tenía que acostarse un par de horas antes de actuar. Jim insistió en que así lo hiciera. Según dijo, prefería despedirse de ella en ausencia de su madre. Sin duda la anciana señora haría una escena y él odiaba toda suerte de escenas.
Se despidieron en la habitación de Sybil. Había celos en el corazón del muchacho y también un feroz odio asesino contra el desconocido que, según creía, se había interpuesto entre ambos. Aun así, cuando Sybil le echó los brazos al cuello y le pasó los dedos por el pelo, Jim se ablandó y la besó con auténtico cariño. Bajó con los ojos velados por las lágrimas.
Su madre le esperaba abajo. Le recriminó su falta de puntualidad con un gruñido al verle entrar. Jim no le respondió y se limitó a sentarse a la mesa y a dar cuenta de su parca comida. Las moscas zumbaban alrededor de la mesa, paseándose por las manchas del mantel. Entre el fragor de los omnibuses y el traqueteo de los carruajes, el chiquillo seguía oyendo el monocorde tañido de aquella voz devorando cada minuto que le quedaba.
Instantes después, apartó el plato y se cubrió el rostro con las manos. Creía que tenía derecho a saberlo. Si lo que sospechaba era cierto, tendrían que habérselo dicho antes. Su madre le observaba, aterrada. Las palabras caían mecánicamente de sus labios mientras retorcía con los dedos un pañuelo de encaje que había visto épocas mejores. Cuando el reloj dio las seis, Jim se levantó y fue hacia la puerta. Luego se volvió a mirarla. Los ojos de madre e hijo se encontraron. Jim alcanzó a leer en los de ella una desesperada súplica de piedad que no hizo sino enfurecerle.
—Tengo algo que preguntarle, madre —dijo por fin. Los ojos de la señora Vane se pasearon vagamente por la estancia. No respondió—. Dígame la verdad. Tengo derecho a saberla. ¿Estaba casada con mi padre?
La anciana señora inspiró hondo. Fue un suspiro de alivio. El instante terrible, el mismo que tanto había temido día y noche durante semanas y meses por fin había llegado, y sin embargo no sentía terror alguno, y en cierto modo eso la decepcionó. La tosca franqueza de la pregunta exigía una respuesta igualmente directa. No se había llegado a la situación de un modo gradual y eso la hacía vulgar. Le recordó a un mal ensayo.
—No —respondió, maravillada ante la cruel simplicidad de la vida.
—¡Entonces mi padre era un canalla! —gritó el muchacho apretando los puños.
La señora Vane negó con la cabeza.
—Yo sabía que no era un hombre libre. Nos amábamos de verdad. Si él hubiera vivido, habría procurado por nosotros. No hables mal de él, hijo. Era tu padre y todo un caballero. Te aseguro que era un hombre muy bien relacionado.
El chiquillo soltó una blasfemia.
—No soy yo el que me preocupa —exclamó—. Pero no deje que Sybil… Quien está enamorado de ella, o al menos dice estarlo, es un caballero ¿verdad? Y supongo que también él está muy bien relacionado.
Durante un instante la mujer fue presa de una espantosa humillación. Bajó la cabeza y se frotó los ojos con manos temblorosas.
—Sybil tiene una madre —murmuró—. Yo no la tuve.
Las palabras de la señora conmovieron al muchacho, que se acercó a ella y se inclinó para darle un beso.
—Lamento haberle hecho daño preguntándole por padre —dijo—, pero no he podido contenerme. Ahora debo irme. Adiós. No olvide que a partir de ahora solo le queda una hija de la que cuidar, y créame que si ese hombre se porta mal con mi hermana descubriré quién es, daré con él y le mataré como a un perro. Se lo juro.
La desmesurada locura de la amenaza, el apasionado gesto que la acompañó y la melodramática vehemencia de las palabras hizo que a la madre del muchacho la vida le resultara más intensa. La señora Vane no era en absoluto ajena a esa atmósfera. Respiró más libremente y, por primera vez desde hacía meses, admiró sinceramente a su hijo. Habría deseado prolongar la escena en la misma escala emocional, pero Jim la cortó en seco. Había que bajar los baúles y buscar las mantas. El mozo de la pensión entraba y salía sin descanso. A continuación llegó el regateo con el cochero. El momento se perdió entre la vulgaridad de los detalles. Y fue con una renovada sensación de decepción que desde la ventana la señora Vane se despidió con el deshilachado pañuelo de encaje del hijo que se alejaba ya, consciente de que había dejado escapar una ocasión quizá irrecuperable. Se consoló contándole a Sybil cuán desolada se le antojaba la vida ahora que tan solo le quedaba una hija por la que velar. Recordaba la frase. La había complacido. Nada dijo de la amenaza. Había sido expresada con una gran carga dramática. Estaba convencida de que algún día los tres se reirían al recordarla.