El retrato de Dorian Gray

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—Es inútil que me digas que vas a ser bueno —dijo lord Henry sumergiendo sus dedos blancos en un cuenco de cobre rojo lleno de agua de rosas—. Eres del todo perfecto. No cambies, te lo ruego.

Dorian Gray negó con la cabeza.

—No, Harry. He hecho demasiadas cosas espantosas en mi vida. No pienso volver a hacerlas. Empecé ayer con mis buenas acciones.

—¿Dónde estabas ayer?

—En el campo, Harry. Estuve en una pequeña posada.

—Mi querido muchacho —dijo lord Henry con una sonrisa—, cualquiera puede ser bueno en el campo. Allí no existen las tentaciones. Eso explica que la gente que vive fuera de la ciudad sea tan absolutamente incivilizada. La civilización no es en absoluto algo que resulte fácil alcanzar. Hay tan solo dos formas de que el hombre pueda llegar a ella. La primera es siendo culto, y la otra siendo corrupto. La gente del campo carece de cualquier oportunidad de ser ninguna de las dos cosas, y es por ese motivo que se estanca.

—Cultura y corrupción —repitió Dorian Gray—. He conocido un poco de ambas. Ahora se me antoja terrible que puedan ir en algún momento de la mano. Y es que tengo un nuevo ideal, Harry. Voy a cambiar. De hecho, creo que ya lo he hecho.

—Todavía no me has contado cuál ha sido tu buena acción. ¿O me has dicho quizá que habías hecho más de una? —preguntó su compañero al tiempo que repartía en su plato una pequeña pirámide carmesí de fresas salpicadas de semillas y esparcía sobre ellas una nube de azúcar blanca como la nieve con una cucharilla perforada con forma de concha.

—A ti puedo contártelo, Harry. No es algo que pueda compartir con nadie más. Salvé a una persona. Sé que suena vanidoso, pero sé también que tú me entiendes. Era una joven hermosa y maravillosamente parecida a Sibyl Vane. Creo que fue eso lo primero que me atrajo de ella. Te acuerdas de Sibyl, ¿verdad? ¡Cuánto tiempo parece haber pasado desde entonces! Bien, ni que decir tiene que Hetty no era de nuestra clase. No era más que una muchacha de pueblo. Pero la amé de verdad. Estoy seguro de ello. Durante todo este maravilloso mes de mayo que hemos tenido, corría a verla dos o tres veces por semana. Ayer nos encontramos en un pequeño huerto de manzanos. Las flores de los manzanos caían sobre sus cabellos y ella se reía. Habíamos decidido escapar juntos por la mañana, al despuntar el alba. De pronto decidí abandonarla tan pura e inmaculada como la había conocido.

—Creo que la novedad de la emoción debe de haberte provocado un verdadero placer, Dorian —le interrumpió lord Henry—. Pero puedo muy bien concluir tu idilio en tu lugar. Le diste un buen consejo y le rompiste el corazón. Ese ha sido el comienzo de tu regeneración.

—¡Eres horrible, Harry! No deberías decir cosas tan espantosas. Hetty no tiene roto el corazón. Naturalmente que ha llorado y todo eso. Pero no ha caído sobre ella la desgracia. Como Perdita, puede vivir en su jardín de menta y caléndulas.

—Y llorar a su ingrato Florizel —dijo lord Henry entre risas mientras se reclinaba contra el respaldo de la silla—. Mi querido Dorian, tienes las ocurrencias más infantiles que quepa imaginar. ¿Crees acaso que esa muchacha se contentará a partir de ahora con alguien de su clase? Supongo que algún día se casará con algún rudo carretero o con un sonriente labriego. En cualquier caso, haberte conocido y amado le enseñará a despreciar a su marido y sin duda será una desgraciada. Desde un punto de vista moral, no puedo decir que tenga tu renuncia en muy buen concepto. De hecho, es pobre incluso como comienzo. Además, ¿quién te dice que en este preciso instante Hetty no flota en alguna alberca iluminada por las estrellas, rodeada como Ofelia de bellos nenúfares?

—¡No puedo más, Harry! Te burlas de todo y sugieres luego las tragedias más serias. Ahora lamento habértelo contado. Me trae sin cuidado lo que me digas. Sé que actué bien. ¡Pobre Hetty! Esta mañana, al pasar en coche por delante de la granja, he visto su blanco rostro en la ventana como un ramillete de jazmín. No sigamos hablando de eso, y no intentes convencerme de que la primera buena acción que hago desde hace años, la primera pequeña muestra de autosacrificio que he conocido hasta la fecha, no es más que una suerte de pecado. Quiero ser mejor. Voy a serlo. Cuéntame algo de ti. ¿Cómo van las cosas en la ciudad? Hace días que no paso por el club.

—La gente sigue comentando la desaparición del pobre Basil.

—Imaginaba que a estas alturas ya se habrían cansado de eso —dijo Dorian sirviéndose un poco de vino y frunciendo ligeramente el ceño.

—Mi querido muchacho, solo hace seis semanas que se habla del asunto, y el público británico no tiene la fuerza mental necesaria para soportar más de un tema de conversación cada tres meses. Sin embargo, últimamente ha sido muy afortunado. Ha tenido mi divorcio y el suicidio de Alan Campbell. Ahora cuenta con la misteriosa desaparición de un pintor. Scotland Yard insiste en que el hombre del abrigo gris que viajó a París en el tren de medianoche el nueve de noviembre era el pobre Basil, y la policía francesa declara que Basil jamás llegó a París. Supongo que dentro de un par de semanas nos enteraremos de que se le ha visto en San Francisco. Es extraño, pero cuando alguien desaparece siempre hay quien dice haberle visto en San Francisco. Debe de ser una ciudad encantadora y seguramente posee todos los atractivos del mundo futuro.

—¿Qué crees que ha sido de Basil? —preguntó Dorian alzando su copa de Borgoña contra la luz y sorprendido al oírse hablar del asunto tan calmadamente.

—No tengo la menor idea. Si Basil decide ocultarse, no es asunto mío. Si está muerto, no quiero pensar en él. La muerte es lo único que me aterra. La odio.

—¿Por qué? —preguntó perezosamente Dorian.

—Porque hoy día podemos sobrevivir a cualquier cosa excepto a ella —respondió lord Henry, olisqueando una cajita de sales abierta—. La muerte y la vulgaridad son las dos únicas cosas que no hemos aprendido a explicar en el siglo diecinueve. Tomemos el café en la salita de música, Dorian. Debes tocar para mí alguna pieza de Chopin. El hombre con el que huyó mi esposa tocaba a Chopin exquisitamente. ¡Pobre Victoria! La tenía en gran estima. La casa se ha quedado muy vacía sin ella. Ni que decir tiene que la vida matrimonial no es más que una costumbre, una mala costumbre. Aunque también es cierto que no dejamos de lamentar la pérdida, aunque sea la de nuestros peores hábitos. Quizá sean estos lo que más echamos en falta. Son parte esencial de nuestra personalidad.

Dorian no dijo nada, pero se levantó de la mesa y, pasando a la habitación contigua, se sentó al piano y dejó que sus dedos se pasearan a su antojo por el marfil blanco y negro de las teclas. En cuanto sirvieron el café, dejó de tocar y, mirando a lord Henry, dijo:

—Harry, ¿alguna vez se te ha ocurrido pensar en la posibilidad de que Basil haya sido asesinado?

Lord Henry bostezó.

—Basil era muy popular y siempre llevaba un reloj Waterbury. ¿Por qué iban a asesinarle? Ni siquiera era lo bastante inteligente para tener enemigos. Evidentemente, tenía un maravilloso don para la pintura. Pero un hombre puede pintar como Velázquez y aun así ser increíblemente aburrido. Basil era muy aburrido. Solo me interesó en una ocasión, y fue cuando hace años me dijo que sentía por ti una indómita admiración y que tú eras la inspiración dominante de su arte.

—Yo quería mucho a Basil —dijo Dorian con cierta sombra de tristeza en la voz—. Pero, dime, ¿no hay nadie que apunte la posibilidad de que haya sido asesinado?

—Bueno, algunos periódicos. Aunque a mí no me parece nada probable. Sé que en París hay lugares atroces, pero Basil no era la suerte de hombre que suele frecuentarlos. Carecía por completo de curiosidad. Ese era su mayor defecto.

—¿Y qué dirías tú, Harry, si te confesara que asesiné a Basil? —dijo el más joven de los dos hombres.

Observó atentamente a su amigo en cuanto hubo hablado.

—Diría, mi querido amigo, que intentas representar un personaje que no encaja contigo. Todo crimen es vulgar, del mismo modo que toda vulgaridad es un crimen. No va contigo cometer un asesinato, Dorian. Lamento herir tu vanidad al hablarte así, pero te aseguro que es cierto. El crimen es propiedad exclusiva de las clases inferiores. Y no las culpo por ello. Imagino que el crimen es para ellos lo que el arte para nosotros: simplemente un método con el que procurarse sensaciones extraordinarias.

—¿Un método con el que procurarse sensaciones? ¿Crees entonces que un hombre que ha cometido una vez un crimen podría volver a hacerlo? No me digas eso.

—¡Oh! Cualquier cosa se convierte en un placer si la practicamos demasiado a menudo —respondió lord Henry, echándose a reír—. He ahí uno de los secretos más importantes de la vida. De todos modos, supongo que el asesinato es siempre un error. No deberíamos hacer nada de lo que no podamos hablar después de cenar. Pero olvidémonos del pobre Basil. Ojalá pudiera creerle capaz de haber sufrido un final tan romántico como el que tú sugieres. Pero me es imposible. Me atrevería a decir que se cayó de un ómnibus al Sena y que el conductor simplemente calló el suceso para evitar el escándalo. Sí, es muy probable que así fuera. Le veo tumbado boca arriba en el fondo de esas turbias aguas verdes con las pesadas barcazas flotando sobre él y el cabello enredado entre las largas hierbas acuáticas. ¿Sabes? No creo que hubiera pintado ya gran cosa. Durante estos últimos diez años había perdido mucho.

Dorian dejó escapar un suspiro y lord Henry cruzó la estancia y empezó a acariciar la cabeza de un curioso loro de Java, un gran pájaro de plumaje gris con cresta y cola de color rosa que reposaba sobre una barra de bambú. En cuanto sus dedos puntiagudos le tocaron, el loro dejó caer el blanco velo de sus arrugados párpados sobre unos ojos negros como cristales y empezó a balancearse adelante y atrás.

—Sí —prosiguió, volviéndose y sacando el pañuelo del bolsillo—, había empeorado ostensiblemente. Diría que había perdido algo. Un ideal. Cuando dejasteis de ser amigos, él dejó de ser un gran artista. ¿Qué fue lo que os separó? Supongo que te aburriste de él. De ser así, no debió de perdonarte. Esa es una costumbre propia de los tipos aburridos. Por cierto, ¿qué ha sido del maravilloso retrato que hizo de ti? Creo que no he vuelto a verlo desde que lo terminó. ¡Ah! Recuerdo que hace años me dijiste que lo habías enviado a Selby y que se había perdido o que lo habían robado durante el traslado. ¿Nunca lo recuperaste? ¡Qué lástima! Es sin duda una obra maestra. Recuerdo que quise comprarlo. Ojalá lo hubiera hecho. Pertenecía al mejor período de Basil. Desde entonces, su obra era esa curiosa mezcla de mala pintura y buenas intenciones que autoriza siempre a cualquier hombre a ser considerado un artista británico representativo. ¿No pusiste ningún anuncio? Deberías haberlo hecho.

—No me acuerdo —dijo Dorian—. Supongo que sí. Aunque la verdad es que nunca me gustó. Lamento haber posado para él. Me resulta odioso recordarlo. ¿Por qué lo mencionas? A menudo me recordaba a esos curiosos versos de… creo que son de Hamlet… ¿cómo eran?…

Como el retrato de un pesar,

un rostro sin corazón.

»Sí. Así era.

Lord Henry se rió.

—Cuando un hombre trata artísticamente a la vida, el cerebro es su corazón —respondió acomodándose en una butaca.

Dorian Gray negó con la cabeza y tocó algunos acordes al piano.

—«Como el retrato de un pesar —repitió—, un rostro sin corazón».

El mayor de los dos hombres se recostó contra el respaldo de la butaca y le miró con ojos entrecerrados.

—Por cierto, Dorian —dijo después de una pausa—, «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde con ello…». ¿Cómo era la cita?… Ah, sí: «… si pierde con ello el alma?».

La música chirrió, Dorian Gray se sobresaltó y clavó la mirada en su amigo.

—¿Por qué me haces esa pregunta, Harry?

—Mi querido amigo —dijo lord Henry, arqueando las cejas en señal de sorpresa—, te la hago porque creía que podrías darme una respuesta, eso es todo. El domingo pasado paseaba por el parque y, junto al Marble Arch vi a un grupillo de gente mal vestida escuchando las palabras de un vulgar predicador. Al pasar oí que el hombre gritaba esa pregunta a su público. Lo cierto es que se me antojó tremendamente dramática. Londres es muy rico en curiosos efectos de esa suerte. Un lluvioso domingo, un zafio cristiano con impermeable, un círculo de enfermizos rostros blancos bajo un tejado roto de goteantes paraguas y una frase maravillosa lanzada al aire desde un puñado de labios histéricos y estridentes: fantástica a su modo, una auténtica sugestión. A punto estuve de decirle al Profeta que, a diferencia del hombre, el Arte tenía alma. Mucho me temo, sin embargo, que no me habría entendido.

—No, Harry. El alma es una terrible realidad. Puede comprarse y venderse, y puede también malvenderse. Puede envenenarse o perfeccionarse. Todos tenemos alma. Lo sé.

—¿Estás seguro, Dorian?

—Del todo.

—¡Ah! En ese caso debe de ser una ilusión. Aquello de lo que estamos seguros del todo nunca es cierto. Tal es la fatalidad de la Fe y la lección que encierra todo Romance. ¡Qué serio te has puesto! No lo estés. ¿Qué tenemos tú o yo que ver con las supersticiones de nuestro tiempo? No, hemos renunciado a nuestra fe en el alma. Toca algo para mí. Un nocturno, Dorian. Y, mientras tocas, cuéntame en voz baja lo que has hecho para conservar la juventud. Debes de tener algún secreto. Tan solo te llevo diez años y estoy arrugado, ajado y amarillento. Tú estás fantástico, Dorian. Jamás habías tenido un aspecto tan encantador como esta noche. Me recuerdas al día en que te conocí. Muy descarado y muy tímido, y absolutamente extraordinario. Ni que decir tiene que has cambiado, aunque no físicamente. Me gustaría que compartieras conmigo tu secreto. Haría lo que fuera por poder recuperar la juventud, todo salvo hacer ejercicio, levantarme temprano o ser respetable. ¡Ah, la juventud! No hay nada comparable. Y qué absurdo hablar de la ignorancia de la juventud. Las únicas personas cuyas opiniones me merecen cierto respeto son mucho más jóvenes que yo. Parecen ir muy por delante de mí. La vida les ha revelado su última maravilla. En cuanto a los viejos, siempre les contradigo. Y lo hago por una cuestión de principios. Cuando se les pregunta lo que opinan de lo que ocurrió ayer, se limitan a hacerse eco solemnemente de las opiniones que primaban en 1820, cuando la gente vestía aún calzón corto, creía en todo y no sabía absolutamente nada. ¡Qué preciosidad lo que estás tocando! Me pregunto si Chopin lo compuso en Mallorca, con el mar gimiendo alrededor de la casa y la espuma salada de las olas salpicando los cristales de las ventanas. Es maravillosamente romántico. ¡Qué bendición que nos quede un arte que no sea imitativo! No, no pares. Quiero música esta noche. Tengo la sensación de que eres el joven Apolo y de que yo soy Marsyas escuchándote. Me embargan penas que ni siquiera tú conoces, Dorian. La tragedia de la vejez no es ser viejo, sino ser joven. A veces me maravilla mi sinceridad. Ah, Dorian, ¡qué feliz eres! ¡Y qué vida tan exquisita has tenido! Has bebido de todos los vinos hasta la saciedad. Has aplastado las uvas contra el paladar. Nada se te ha ocultado. Y todo ha sido para ti poco más que el sonido de la música. No te ha estropeado. Sigues siendo el mismo.

—No soy el mismo, Harry.

—Sí, claro que lo eres. Me pregunto cómo será el resto de tu vida. No la estropees con renuncias. Ahora eres un modelo perfecto. No te vuelvas incompleto. Eres impecable. No, no niegues con la cabeza: sabes muy bien que tengo razón. Además, Dorian, no te engañes: no es la voluntad ni la intención lo que rige la vida. La vida es una pura cuestión de nervios, fibras y células en lento desarrollo en las que se oculta el pensamiento y en las que la pasión alberga sus sueños. Quizá te imagines a salvo y te creas fuerte, pero el casual tono de color de una habitación o de un cielo matinal, un perfume en particular que amaste en su día y que despierta a su paso una estela de sutiles recuerdos, el verso de un poema olvidado con el que tropiezas de nuevo, la cadencia de una pieza de música que habías dejado de tocar… créeme, Dorian, cuando te digo que es de esa suerte de cosas de la que dependen nuestras vidas. Browning lo ha escrito ya en alguna ocasión; pero nuestros propios sentidos podrán imaginarlas por nosotros. En ocasiones percibo el aroma del y no puedo evitar revivir el mes más extraño de mi vida. No sabes lo que daría por cambiarme por ti, Dorian. El mundo ha clamado contra ambos, pero siempre te ha adorado a ti. Y siempre lo hará. Tú eres el modelo de lo que la época busca y de lo que teme haber encontrado. ¡Cuánto me alegro de que no hayas hecho nunca nada, de que jamás hayas esculpido una estatua, ni hayas pintado un cuadro, ni tan siquiera producido nada más allá de ti mismo! La vida ha sido tu arte. Te has puesto música a ti mismo. Tus sonetos son tus días.

Dorian se levantó del piano y se pasó la mano por el pelo.

—Sí, la vida ha sido exquisita —murmuró—, pero no tengo intención de seguir llevando la misma vida, Harry. Y no deberías decirme semejantes extravagancias. No lo sabes todo sobre mí. De lo contrario, hasta tú me darías la espalda. ¿Te ríes? No lo hagas.

—¿Por qué has parado de tocar, Dorian? Siéntate y vuelve a deleitarme con el nocturno. Mira esa maravillosa luna de color miel que cuelga en la oscuridad de la noche. Espera que la seduzcas, y si tocas se acercará a la tierra. ¿No quieres? En ese caso, vayamos al club. Ha sido una noche encantadora, y debemos terminarla de forma encantadora. Hay alguien en White’s que se muere por conocerte: el joven lord Poole, el hijo mayor de Bournemouth. Ya te ha copiado las corbatas y me ha suplicado que os presente. Es un joven muy agradable, y me recuerda mucho a ti.

—Espero que no —dijo Dorian con una expresión de tristeza en los ojos—. Pero estoy cansado esta noche, Harry. No iré al club. Son casi las once y quiero acostarme temprano.

—Quédate entonces. Nunca habías tocado tan bien como esta noche. Había algo maravilloso en tu forma de tocar, una expresión que hasta ahora jamás había oído.

—Eso es porque he decidido portarme bien —respondió Dorian con una sonrisa—. De hecho, ya estoy un poco cambiado.

—Para mí tú no puedes cambiar, Dorian —dijo lord Henry—. Tú y yo seremos siempre amigos.

—Aun así, me envenenaste en su día con un libro. Y no pienso olvidarlo. Prométeme que jamás dejarás ese libro a nadie, Harry. Es pernicioso.

—Mi querido muchacho, estás empezando a moralizar. No tardarás en ir por ahí como esos conversos y predicadores, advirtiendo a la gente contra todos aquellos pecados de los que tú ya te has cansado. Eres demasiado encantador para hacer algo semejante. Además, es inútil. Tú y yo somos lo que somos, y seremos lo que seremos. En cuanto a la posibilidad de que el libro pueda llegar a envenenar a alguien, eso es harto improbable. El Arte no tiene ninguna influencia sobre la acción. Anula el deseo de actuar. Es soberbiamente estéril. Los libros que el mundo califica de inmorales son aquellos que muestran al mundo su vergüenza. Eso es todo. Pero no es hora de hablar de literatura. Ven a verme mañana. Saldré a dar una vuelta a caballo a las once. Podemos salir juntos y después te llevaré a almorzar con lady Branksome. Es una mujer encantadora y quiere consultarte algo sobre unos tapices que está pensando comprar. No te olvides de venir. ¿O prefieres que almorcemos con nuestra pequeña duquesa? Dice que ya nunca te ve. ¿Acaso te has cansado de Gladys? Me lo temía. Su lengua sagaz puede llegar a crisparle a uno los nervios. Bueno, en cualquier caso, te veré allí a las once.

—¿De verdad tengo que ir, Harry?

—Por supuesto. El parque está precioso en esta época. No creo haber visto lilas semejantes desde el año en que te conocí.

—Muy bien. Allí estaré a las once —dijo Dorian—. Buenas noches, Harry.

Cuando llegó a la puerta vaciló durante un instante, como si tuviera algo más que decir. Luego suspiró y salió.

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