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Era una noche deliciosa, tan cálida que se colgó el abrigo del brazo y ni siquiera se puso la bufanda de seda al cuello. Cuando iba dando un paseo de regreso a casa fumando su cigarrillo, se cruzó con dos jóvenes vestidos de etiqueta. Oyó que uno le susurraba al otro:
—Ese es Dorian Gray.
Dorian recordó entonces cuánto solía complacerle antaño que le reconocieran o que le miraran, o simplemente cuando oía a alguien hablar de él. Sin embargo, se había cansado de oír su nombre. Gran parte del encanto del pueblecillo que tanto había frecuentado últimamente radicaba precisamente en que nadie sabía quién era. A menudo había dicho a la muchacha a la que había hechizado para que le amara que era pobre y ella le había creído. En una ocasión le había dicho que era malvado, y ella se había reído y le había contestado que la gente malvada era siempre muy fea y muy vieja. ¡Y qué risa tenía la muchacha! Era como el canto de un tordo. ¡Y qué hermosa estaba con sus vestidos de algodón y sus enormes sombreros! Aunque nada sabía, tenía todo lo que él había perdido.
Al llegar a casa, encontró a su criado esperándole. Dorian le mandó que se acostara, se derrumbó en el sofá de la biblioteca y empezó a darle vueltas a algunas de las cosas que lord Henry le había dicho.
¿Era cierto entonces que no se podía cambiar? Añoró desesperadamente la inmaculada pureza de sus días de infancia… esa infancia blanca como la rosa más blanca, tal y como lord Henry la había llamado en su día. Sabía que se había envilecido, que había colmado de corrupción su mente y de horror su fantasía; que había sido una mala influencia para los demás y que había experimentado una terrible alegría en ello; y sabía también que había deshonrado las vidas más hermosas y más prometedoras de todas las que se habían cruzado con la suya. Pero ¿era todo irreparable? ¿Acaso no quedaba ya esperanza para él?
¡Ah! ¡En qué monstruoso momento de orgullo y de pasión había rezado para que el retrato soportara la carga de sus días y él conservara el inmaculado esplendor de la eterna juventud! A eso se debía todo su fracaso. Mejor hubiera sido que cada uno de sus pecados hubiera ido acompañado del castigo seguro e inmediato que sin duda merecía. El castigo purificaba. La oración del hombre al Dios más justo no tendría que haber sido «Perdona nuestros pecados» sino «Castíganos por nuestras iniquidades».
Encima de la mesa estaba el espejo curiosamente labrado que lord Henry le había regalado muchos años atrás, y los Cupidos de blancos miembros que lo rodeaban se reían como antes. Lo cogió como lo hiciera aquella noche de horror en que había notado por primera vez el cambio que se había operado en el fatídico cuadro y, con unos ojos desorbitados y llenos de lágrimas, se miró en el lustroso escudo. En una ocasión, alguien que le había amado con locura le había escrito una carta delirante que concluía con esta confesión de absoluta adoración: «El mundo ha cambiado porque estás hecho de marfil y de oro. Las curvas de tus labios reescriben la historia». Las frases volvieron a su memoria y Dorian se las repitió una y otra vez. Luego odió su belleza y, arrojando el espejo al suelo, lo hizo pedazos con el pie, reduciéndolo a un amasijo de esquirlas plateadas. Era su belleza la que le había buscado la ruina, su belleza y la juventud por las cuales había rezado. De no haber sido por esas dos cosas, su vida habría estado libre de mácula. La belleza no había sido para él más que una máscara y la juventud, una simple farsa. ¿Qué era la juventud, en el mejor de los casos? Una edad verde, inmadura, una época de estados de ánimo superficiales y de pensamientos enfermizos. ¿Por qué había querido ostentar su librea? La juventud le había perdido.
Mejor no pensar en el pasado. Nada podía cambiarlo. Era en sí mismo, y en su futuro, en lo que debía pensar. James Vane estaba enterrado en una tumba sin nombre en el cementerio de Selby. Alan Campbell se había pegado un tiro una noche en su laboratorio, aunque no había revelado el secreto que se había visto obligado a compartir. El revuelo provocado por la desaparición de Basil Hallward no tardaría en acallarse. De hecho, había empezado ya a remitir. Dorian estaba por tanto perfectamente a salvo. Aunque no era la muerte de Basil Hallward lo que más pesaba en su conciencia. Era la muerte en vida de su alma lo que le preocupaba. Basil había pintado el retrato que le había destrozado la vida y eso era algo que no podía perdonarle. El retrato era el causante de todo. Basil le había dicho cosas insoportables que él, no obstante, había escuchado dando muestras de admirable paciencia. El asesinato había sido simplemente producto de una locura momentánea. En cuanto a Alan Campbell, su suicidio respondía a una decisión propia. Él había elegido morir así y Dorian nada tenía que ver con eso.
—¡Una nueva vida! Eso era lo que quería y lo que esperaba. Sin duda ya había empezado. Por lo menos había salvado a una criatura inocente. No volvería a tentar a la inocencia. Sería bueno.
Al pensar en Hetty Merton empezó a preguntarse si el retrato que tenía en la habitación cerrada habría sufrido algún cambio. A buen seguro no era ya tan horrible como lo recordaba. Quizá si su vida se volvía pura, podría borrar todo signo de maldad de aquel rostro. O quizá incluso los signos de maldad ya hubieran desaparecido. Iría a ver.
Tomó la lámpara de la mesa y subió sigilosamente. Mientras abría la puerta, una sonrisa de júbilo asomó a su rostro extrañamente juvenil y se entretuvo en sus labios durante un instante. Sí, sería bueno, y aquella cosa repugnante que había ocultado hasta entonces dejaría de aterrorizarle. Se sintió como si ya se hubiera liberado de esa carga.
Entró sin hacer ruido, cerrando tras de sí la puerta, como tenía por costumbre, y retiró la cortina púrpura que cubría el retrato. Dejó escapar un grito de dolor y de indignación. No logró apreciar en la imagen ningún cambio salvo la expresión taimada que teñía sus ojos y la arruga propia del hipócrita en la boca. La imagen seguía siendo repugnante, más incluso que antes, si es que tal cosa era posible, y el rocío escarlata que le cubría la mano era más vivo, como una mancha de sangre recién derramada. Dorian se echó a temblar. ¿Había sido solo la vanidad lo que le había empujado a llevar a cabo su buena obra, o el deseo de experimentar una nueva sensación, como había apuntado lord Henry con su risa burlona? ¿O quizá esa afición a representar papeles que a veces nos impulsa a hacer cosas que son mejores que nosotros? ¿O puede que todo a la vez? ¿Y por qué la mancha roja parecía haber aumentado de tamaño? Parecía haberse extendido por los dedos doblados como una horrible enfermedad. Había sangre en los pies de la imagen, como si hubiera goteado sobre ellos, e incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo. ¿Confesar? ¿Quería decir eso que debía confesar? ¿Entregarse y morir ejecutado? Se rió. La idea se le antojó monstruosa. Además, aunque confesara, ¿quién le creería? No había el menor rastro del hombre asesinado. Todas sus pertenencias habían sido destruidas. Él mismo había quemado lo que había abajo. El mundo simplemente le tomaría por loco. Le encerrarían si insistía en su historia… Aun así, su deber era confesar, sufrir el escarnio público y pasar por una expiación pública. Había un Dios que exigía a los hombres que reconocieran sus pecados, tanto en la tierra como en el cielo. Nada de lo que hiciera serviría para librarle de culpa hasta que no hubiera hecho público su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros. La muerte de Basil Hallward se le antojó muy poca cosa. Pensaba en Hetty Merton. Y es que aquel espejo del alma que tenía ante sus ojos era un espejo injusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿Acaso no había habido en su renuncia algo más que eso? Sí, había habido algo más. O al menos así lo creía él. Pero ¿quién podía decirlo?… No, no había habido nada más. La había salvado por simple vanidad. Por mera hipocresía se había ungido la máscara de la bondad. Y por curiosidad había intentado ejercer la abnegación. Ahora se daba cuenta.
Pero aquel asesinato… ¿le perseguiría toda la vida? ¿Tendría que soportar eternamente la carga de su pasado? ¿Debía confesar? Nunca. Tan solo existía una prueba contra él. El retrato, esa era la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo había conservado tanto tiempo? En su día le había proporcionado placer ver cómo cambiaba y envejecía. Últimamente ese placer había desaparecido. De noche no le dejaba dormir. Cuando se ausentaba, vivía aterrado ante la posibilidad de que ojos ajenos lo contemplaran. Había teñido de melancolía sus pasiones. Su mero recuerdo había malbaratado incontables momentos de júbilo. Había sido para él como la conciencia misma. Sí, había sido su conciencia. Lo destruiría.
Miró a su alrededor y vio el cuchillo con el que había apuñalado a Basil Hallward. Lo había limpiado varias veces, hasta que no había quedado en él ni una sola mancha. Estaba lustroso y brillaba. Del mismo modo que había dado muerte al pintor, mataría su obra y todo lo que significaba. Mataría el pasado y eso le daría la libertad. Acabaría con esa monstruosa vida del alma y, sin sus odiosas advertencias, estaría por fin en paz. Tomó el cuchillo y lo clavó en el cuadro.
Se oyó un grito y un crujido. La agonía contenida en aquel grito fue tan horrible que los criados se despertaron asustados y salieron sigilosamente de sus habitaciones. Dos señores que pasaban en ese momento por la plaza se detuvieron a mirar la magnífica mansión. Luego siguieron andando hasta que encontraron a un policía y lo llevaron hasta allí. El hombre tocó el timbre varias veces, aunque sin éxito. Toda la casa estaba a oscuras con excepción de una luz que brillaba en una de las ventanas de la planta superior. El policía se retiró minutos más tarde para situarse en un portal cercano, desde donde siguió vigilando la casa.
—¿De quién es la casa, agente? —preguntó el mayor de los dos hombres.
—Del señor Dorian Gray, señor —respondió el policía.
Cuando se alejaban, los dos hombres se miraron y sonrieron con sorna. Uno de ellos era el tío de sir Henry Ashton.
Dentro, en las dependencias del servicio, los criados cuchicheaban a medio vestir. La anciana señora Leaf lloraba y se retorcía las manos. Francis estaba blanco como un muerto.
Alrededor de un cuarto de hora más tarde, el cochero y uno de los lacayos subieron sigilosamente. Llamaron a la puerta, pero nadie contestó. Luego gritaron. Todo seguía en silencio. Por fin, después de intentar en vano forzar la puerta, subieron al tejado y saltaron desde allí al balcón. Las ventanas cedieron fácilmente: las cerraduras eran viejas.
Al entrar encontraron, colgado de la pared, un magnífico retrato del señor de la casa tal como le habían visto por última vez, con todo el esplendor de su juventud y de su exquisita belleza. Estirado en el suelo había un hombre muerto, vestido de etiqueta y con un cuchillo clavado en el corazón. Estaba arrugado, reseco y tenía un aspecto repugnante. No le reconocieron hasta que examinaron sus sortijas.