El retrato de Dorian Gray

11

11

Durante años, Dorian Gray no logró liberarse de la influencia de ese libro. O quizá sería más exacto decir que jamás intentó liberarse de él. Encargó a París no menos de nueve ejemplares de gran formato de la primera edición y los mandó encuadernar en colores distintos, acorde con sus estados de ánimo y los cambiantes caprichos de un carácter sobre el que, en ocasiones, parecía haber perdido el control casi por completo. El héroe, aquel maravilloso parisino que parecía aunar de forma extraña el temperamento romántico y el científico, terminó convirtiéndose en una suerte de prefiguración de sí mismo. Y lo cierto es que no podía evitar la impresión de que el libro parecía contener la historia de su vida, escrita antes de haber sido vivida por él.

En un aspecto Dorian era más afortunado que el fantástico héroe de la novela. Jamás conoció (de hecho, jamás tuvo ningún motivo para ello) ese temor en cierta medida grotesco que los espejos, las lustrosas superficies metálicas y las aguas mansas provocaban en el joven parisino, un temor que lo había embargado en los albores de su vida, motivado por la repentina decadencia de una belleza que al parecer había sido extraordinaria en su día. Presa de un júbilo casi cruel (y es que quizá en casi toda forma de júbilo, como ocurre sin duda con todos los placeres, la crueldad ocupa su lugar), Dorian solía leer la última parte del libro, disfrutando sobremanera del retrato del pesar y la desesperación de quien había perdido aquello que más había valorado en los demás y el mundo en general.

Y es que la maravillosa belleza que tanto había fascinado a Basil Hallward y a muchos otros además de él parecía no abandonarle. Ni siquiera aquellos que habían oído cosas espantosas sobre él y que prestaban oídos a los extraños rumores sobre su modo de vida que se propagaban de vez en cuando por los clubes de Londres, podían creer nada deshonroso de él cuando le veían. Siempre había tenido la apariencia de un hombre que se mantenía inmaculado e inmune a las tachas del mundo. Aquellos que le criticaban guardaban silencio en cuanto Dorian Gray entraba a la estancia. Había algo en la pureza de su rostro que les hacía enmudecer. Su mera presencia parecía recordarles la inocencia que habían mancillado. Se preguntaban cómo podía alguien tan encantador y tan apuesto como él haber podido escapar a la mácula de una época que era a la vez sórdida y sensual.

A menudo, al volver a casa de una de esas misteriosas y prolongadas ausencias que levantaban no pocas y extrañas conjeturas entre sus amigos, o que creían al menos que lo eran, Dorian subía sigilosamente a la habitación cerrada, abría la puerta con la llave de la que ya jamás se separaba y se situaba, espejo en mano, ante el retrato que Basil Hallward le había hecho, mirando ora al rostro maligno y envejecido del lienzo, ora al rostro joven y apuesto que se reía de él desde el lustroso cristal del espejo. La intensidad misma del contraste entre ambos rostros avivaba al instante su deleite. Cada vez estaba más enamorado de su propia belleza y más interesado en la corrupción de su alma. Examinaba con minucioso detalle, y en ocasiones presa de una satisfacción monstruosa y terrible, las espantosas líneas que tapizaban la frente arrugada o que se perfilaban alrededor de la boca carnosa y sensual del lienzo, preguntándose a veces cuáles eran más horribles, si las marcas del pecado o las de la edad. Colocaba sus blancas manos junto a las toscas e hinchadas manos del cuadro y sonreía, burlándose del cuerpo deforme y de los defectuosos miembros de la imagen.

Sin embargo, de noche, despierto en la cama de su habitación delicadamente perfumada, o en el sórdido cuarto de la pequeña taberna de mala muerte situada junto a los muelles y que frecuentaba con un nombre falso y disfrazado, había momentos en que pensaba en la desgracia a la que había abocado su alma, presa de una pena aún más hiriente por cuanto era puramente egoísta. Aun así, esa suerte de momentos eran más bien escasos. La curiosidad por la vida que lord Henry había despertado en él mientras charlaban sentados en el jardín del amigo de ambos, parecía aumentar a medida que la satisfacía. Cuanto más sabía, más deseaba saber. Era presa de frenéticos apetitos cuya voracidad se descubría insaciable.

En cualquier caso, Dorian no se mostraba en absoluto temerario, al menos no en sus relaciones con la sociedad. Un par de veces al mes durante el invierno, y todos los miércoles de la temporada, abría al mundo las puertas de su hermosa casa y los más célebres músicos del momento deleitaban a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus íntimas cenas, en cuya organización contaba siempre con la ayuda de lord Henry, eran famosas tanto por la cuidadosa selección y colocación de sus invitados como por el gusto exquisito que ofrecía la decoración de la mesa, con sus sutiles y sinfónicos centros de flores exóticas, los manteles bordados y las antiguas vajillas de oro y plata. Cierto es que no eran pocos, sobre todo entre los más jóvenes, los que veían, o creían ver, en Dorian Gray la auténtica encarnación de un ideal en el que a menudo habían soñado durante sus días en Oxford o en Eton, un hombre que sabía combinar algo de la verdadera cultura del erudito con la elegancia, la distinción y los perfectos modales de un ciudadano del mundo. A ojos de ellos, Dorian parecía formar parte del grupo de hombres que, según palabras de Dante, pretendían «alcanzar la perfección adorando la belleza». Como el propio Gautier, Dorian era alguien para quien «el mundo visible existía».

Y, ciertamente, para Dorian la Vida era la primera y la más grande de las artes. Todas las demás parecían simplemente una preparación para ella. Naturalmente, tanto la Moda, que durante un instante logra convertir en universal lo realmente fantástico, como el Dandismo, que, a su modo, es un intento por afirmar la absoluta modernidad de la belleza, ejercían sobre él su fascinación. Su forma de vestir y los peculiares estilos que de vez en cuando adoptaba, influían poderosamente en los refinados jóvenes que frecuentaban los bailes de Mayfair y las ventanas de los clubes de Pall Mall, que copiaban todo lo que él hacía e intentaban reproducir el accidental encanto de sus elegantes afectaciones, a las que, en realidad, él apenas concedía atención.

Y es que, aunque Dorian estaba más que dispuesto a asumir la posición que se le había ofrecido casi de inmediato al llegar a la mayoría de edad y encontraba un sutil deleite en la posibilidad de convertirse para el Londres de sus días en lo que había sido el autor de para la imperial Roma de Nerón, en el fondo deseaba ser algo más que un mero al que se le consulta simplemente la elección de una joya, el nudo de una corbata o el manejo de un bastón. Intentaba elaborar un nuevo modelo de vida que contara con su propia filosofía razonada y con sus propios principios, y encontrar en la espiritualización de los sentidos su más alta realización.

La adoración de los sentidos ha sido a menudo —y no injustamente— denostada, pues los hombres sienten un pánico natural e instintivo por las sensaciones y las pasiones que parecen más fuertes que ellos y con las que, como bien saben, comparten las formas menos organizadas de la existencia. Sin embargo, Dorian Gray tenía la impresión de que nunca había llegado a entenderse realmente la auténtica naturaleza de los sentidos y que si estos seguían siendo salvajes y animales era simplemente porque el mundo había hecho todo lo posible por someterlos mediante la hambruna o por aniquilarlos por la vía del dolor, en vez de proponerse convertirlos en elementos de una nueva espiritualidad cuya característica dominante había de ser un aguzado instinto para el reconocimiento de la belleza. Al observar la evolución del hombre en el curso de la Historia, le embargaba una sensación de derrota. ¡Habían sido tantas las renuncias! ¡Y por tan poco! La historia había sido testigo de obstinadas e insensatas negativas, de formas monstruosas de abnegación y de autotortura cuya causa no era otra que el miedo y cuyo resultado era una degradación infinitamente más terrible que aquella supuesta degradación de la que, en su ignorancia, habían intentado escapar. La Naturaleza, con su maravillosa ironía, había impulsado al anacoreta a vivir con los animales salvajes del desierto y había dado al ermitaño las bestias del campo como compañía.

Sí, como ya había profetizado lord Henry, debía llegar un nuevo Hedonismo dispuesto a recrear la vida y salvarla así del severo y desagradable puritanismo que experimenta un curioso resurgimiento en nuestros días. Y, aunque, sin lugar a dudas, habría de estar sometido y subyugado al intelecto, jamás debería aceptar ninguna teoría o sistema que implicara el sacrificio de algún modo de experiencia pasional. Su misión era la de ser la experiencia misma y no sus frutos, por muy dulces o amargos que estos fueran. Nada debía tener en común con el ascetismo que apaga los sentidos ni con el vulgar libertinaje que los aturde. Más aún, enseñaría al hombre a concentrarse en los momentos de una vida, que no es en sí más que un momento.

Somos pocos los que no nos hemos despertado alguna vez antes de la primera luz del alba, quizá tras una de esas noches de insomnio que casi nos empujan a enamorarnos de la muerte o tras una de esas noches de horror y júbilo deforme en las que por las cámaras del cerebro se deslizan fantasmas más terribles aun que la misma realidad, e imbuidos de esa vida animada que se oculta en todos los grotescos y que confiere al arte gótico su permanente vitalidad, un arte que bien podría haber sido obra de mentes turbadas por la enfermedad de la ensoñación. Poco a poco, unos dedos blancos se insinúan entre las cortinas y parecen temblar. Sombras mudas, de formas negras y fantásticas, se arrastran por el suelo de la habitación hasta agazaparse en los rincones. Desde el exterior llega el trino de los pájaros entre las hojas y el rumor de los hombres yendo al trabajo, o el suspiro y el lamento del viento que sopla desde las cumbres de las colinas y que ronda alrededor de la casa todavía sumida en el silencio, como temeroso de despertar a los durmientes al tiempo que debe hacer salir al sueño de su caverna púrpura. Se levanta un velo tras otro de la fina gasa del alba. Poco a poco las cosas recuperan sus formas y colores y vemos cómo el amanecer rediseña el viejo dibujo del mundo. Los pálidos espejos recobran su mímica vida. Las velas apagadas siguen donde las habíamos dejado y junto a ellas continúa el libro que habíamos estado estudiando con sus páginas a medio cortar o la flor que llevábamos esa noche en el ojal, o la carta que habíamos temido leer o que habíamos leído demasiado a menudo. Nada nos parece haber cambiado. De las irreales sombras de la noche surge de nuevo la vida que habíamos conocido. Debemos retomarla donde la dejamos y de pronto experimentamos la terrible sensación de que es necesario mantener la energía que coordina la misma sucesión agotadora de estereotipadas costumbres, o quizá el frenético anhelo de abrir una mañana los ojos a un mundo que haya sido remodelado en la oscuridad para nuestro deleite, un mundo en que las cosas tengan colores y formas nuevas, que hayan cambiado o que tengan otros secretos, un mundo en el que el pasado tenga poca o nula cabida, o que al menos no sobreviva de ninguna forma consciente de obligación ni de arrepentimiento, pues hasta el recuerdo de la alegría alberga su amargura, y la memoria del deleite, su dolor.

Dorian Gray estaba convencido de que la única misión de la vida (o al menos uno de los pocos objetos de la misma) era la creación de esos mundos; y, en su búsqueda de sensaciones que resultaran a un tiempo nuevas y deliciosas, y que fueran poseedoras de ese elemento de singularidad que tan esencial es para el romance, a menudo adoptaba ciertos modelos de pensamiento que, como bien sabía, nada tenían que ver con su auténtica naturaleza, abandonándose a sus sutiles influencias para después, por así decirlo, tras haber aprehendido su color y tras haber visto satisfecha su curiosidad intelectual, abandonarlos con esa curiosa indiferencia que no es del todo incompatible con un auténtico ardor temperamental, y que sin duda, y según promulgan ciertos psicólogos modernos, es a menudo su condición indispensable.

En una ocasión se rumoreó de él que iba a convertirse al catolicismo. Y cierto es que siempre había sentido una especial atracción hacia el ritual propio de la iglesia católica. El sacrificio diario, mucho más espantoso que todos los sacrificios del mundo de la antigüedad, le conmovía tanto por su soberbio rechazo de la evidencia de los sentidos como por la primitiva simplicidad de sus elementos y el eterno drama de la tragedia humana que pretendía simbolizar. Le encantaba arrodillarse sobre el frío suelo de mármol y contemplar desde allí al sacerdote, con su rígida casulla floreada, apartar lentamente a un lado el velo del tabernáculo con sus manos blancas o sostener en alto la enjoyada custodia con forma de linterna con esa blanca oblea que en ocasiones fingimos tomar por el o pan de los ángeles, o revestido con los atributos de la Pasión de Cristo, partiendo la Hostia para dejarla caer a continuación en el interior del cáliz y golpeándose el pecho por sus pecados. Los humeantes incensarios que los serios monaguillos, vestidos de escarlata y encaje, balanceaban en el aire como magníficas flores doradas, ejercían en él su sutil fascinación. Dorian solía mirar maravillado los confesionarios al pasar por delante de ellos, deseoso de poder tomar asiento en la suave penumbra de alguno y escuchar a los hombres y mujeres susurrar entre la gastada celosía la verdadera historia de sus vidas.

Sin embargo, jamás cometió el error de poner freno a su crecimiento intelectual cediendo a la aceptación formal de algún credo o sistema, ni tampoco llegó nunca a tomar por mansión en la que vivir una posada apenas adecuada para pasar en ella una noche, o simplemente unas cuantas horas de una de esas noches en la que no lucen las estrellas y en que la luna se resiste a mostrarse. El misticismo, con su fantástica capacidad de convertir a nuestros ojos en extrañas las cosas que menos lo son, y el sutil antinomismo que parece acompañarlo, le interesaron durante una temporada. Y durante un tiempo se inclinó por las materialistas doctrinas del movimiento Darwinista alemán y descubrió un curioso disfrute en seguir la pista de los pensamientos y de las pasiones de los hombres hasta alguna nacarada célula del cerebro o hasta algún blanco nervio del cuerpo, deleitándose en la concepción de la dependencia absoluta de espíritu de ciertas condiciones físicas, morbosas o saludables, normales o enfermizas. Aun así, y tal como ya se ha dicho antes de él, ninguna teoría sobre la vida le parecía importante en comparación con la vida misma. Era plenamente consciente de cuán estéril es la especulación intelectual cuando se la separa de la acción y del experimento. Sabía que los sentidos, no menos que el alma, ocultan sus propios misterios espirituales.

De ahí que empezara poco después a estudiar los perfumes y los secretos de su composición, destilando aceites de penetrantes aromas y quemando olorosas gomas procedentes del este. No tardó en percatarse de que no había un solo estado mental que no encontrara su contrapartida en la vida sensual, y se puso manos a la obra para descubrir sus auténticas relaciones, sin dejar de preguntarse qué era lo que tenía el incienso para incitar como lo hacía al misticismo, y el ámbar gris para provocar las pasiones, las violetas para despertar el recuerdo de amores pasados, el almizcle para trastornar el cerebro y el para manchar la imaginación. Y a menudo intentaba elaborar una psicología real de los perfumes y valorar las diversas influencias de las raíces olorosas, de las flores cargadas de polen, de los bálsamos aromáticos, de las maderas oscuras y fragantes, del nardo que llega a repugnar, de la hovenia que enloquece a los hombres, y de los aloes que, según se dice, pueden expulsar la melancolía del alma.

Consagró otra temporada a la música y ofrecía, en un salón alargado y enrejado de techo rojo y dorado y paredes lacadas de color verde oliva, curiosos conciertos que incluían la actuación de enloquecidos gitanos que arrancaban una música desenfrenada de pequeñas cítaras o de serios tunecinos envueltos en chales amarillos que punteaban las tensas cuerdas de unos laúdes monstruosos al tiempo que unos sonrientes negros golpeaban monótonamente unos timbales de cobre y, acurrucados sobre sus esteras carmesíes, unos indios de grácil figura y con turbantes en la cabeza, tocaban sus largas flautas de caña o de latón y encantaban, o fingían hacerlo, a unas cobras enormes y a unos escorpiones horribles y cornudos. Los agrios acordes y las estridentes disonancias de una música bárbara lograban conmoverle en ocasiones, cuando ya la elegancia de Schubert, los hermosos lamentos de Chopin y las poderosas armonías del mismísimo Beethoven pasaban inadvertidas a sus oídos. Logró reunir de todos los rincones del mundo los instrumentos más extraños que pudo encontrar, bien en los sepulcros de los pueblos desaparecidos o entre las pocas tribus salvajes que han sobrevivido el contacto con las civilizaciones occidentales, y le encantaba sentir su contacto e intentar tocarlos. Tenía en su haber el misterioso de los indios Río Negro, un instrumento al que las mujeres no pueden mirar y sobre el que ni siquiera los jóvenes pueden posar los ojos hasta no haber sido sometidos al ayuno y a la flagelación; los jarrones de arcilla peruanos que imitan el trino de los pájaros, y las flautas de huesos humanos como las que había oído en su día Alfonso de Ovalle en Chile, y los sonoros jaspes verdes hallados cerca de Cuzco, que emiten una nota de singular dulzura. Había reunido en su colección calabazas pintadas y llenas de piedrecillas que sonaban al agitarlas; el largo de los mexicanos que no se toca soplando sino aspirando el aire; el ronco de las tribus del Amazonas, que tocan los centinelas que pasan el día encaramados a los árboles más altos y que, según dicen, pueden llegar a oírse desde una distancia de tres leguas; el , que dispone de dos vibrantes lenguas de madera y que se toca golpeándolo con unos palos embadurnados de una goma elástica extraída del jugo lechoso de las plantas; los campanas de los aztecas, que cuelgan en racimos como la uva, y un inmenso tambor cilíndrico cubierto con pieles de magníficas serpientes como el que vio Bernal Díaz cuando acompañó a Cortés al templo mexicano y de cuyo quejumbroso sonido ha dejado una vívida descripción. La fantástica naturaleza de esos instrumentos fascinaba a Dorian, que a su vez sentía un curioso disfrute ante la idea de que el Arte, como la Naturaleza, tiene sus monstruos: objetos de formas bestiales y de voces espantosas. Aun así, pasado un tiempo, se cansó de ellos y solía vérsele en su palco de la ópera, solo o en compañía de lord Henry, escuchando embelesado un y viendo en el preludio de esa obra maestra una introducción a la tragedia de su propia alma.

En una ocasión se dedicó al estudio de las joyas y apareció en un baile de disfraces vestido de Anne de Joyeuse, almirante de Francia, con un traje cubierto de quinientas sesenta perlas. Esa fue una afición que conservó durante años y que bien podría decirse que no llegó a abandonarle nunca. A menudo se pasaba un día entero colocando y recolocando en sus estuches las diversas piedras que había logrado coleccionar, como el crisoberilo de color verde oliva que se vuelve rojo con la luz, el ojo de gato veteado de hebras de plata; el peridoto de color pistacho, los topacios rosados como la rosa y amarillos como el vino, los carbúnculos de un rojo encendido con sus trémulas estrellas de cuatro puntas; los granates rojos como las llamas; las espinelas, moradas y anaranjadas, y las amatistas, con sus capas alternas de rubíes y zafiros. Dorian adoraba el oro rojizo de la piedra del sol, la nacarada blancura de la piedra de la luna y el quebrado arco iris del lechoso ópalo. Consiguió en Amsterdam unas esmeraldas de dimensiones y fulgor extraordinarios, y era poseedor de una turquesa que era la envidia de todos los entendidos.

También descubrió historias maravillosas sobre las joyas. En la de Alphonso se mencionaba una serpiente con los ojos de auténtico jacinto, y en la romántica historia de Alejandro, se decía que el Conquistador de Emathia había encontrado en el valle del Jordán serpientes «con collares de auténticas esmeraldas que les crecían en la espalda». Según Filostrato, el cerebro del dragón contenía más de una piedra preciosa, y «si se le mostraban letras doradas y una túnica de color escarlata» el monstruo caía en un sueño mágico y era entonces posible darle muerte. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante volvía invisibles a los hombres y la ágata de la India, elocuentes. La cornalina calmaba la ira, el jacinto provocaba somnolencia y la amatista eliminaba los vapores del vino. El granate expulsaba los demonios y la hidrofana privaba a la luna de su color. La selenita crecía y menguaba con la luna, y al meloceus, que descubre a los ladrones, tan solo le afectaba la sangre de cabrito. Leonardus Camillus había visto sacar una piedra blanca del cerebro de un sapo recién muerto que era un antídoto certero contra el veneno. El bezoar, que se encontraba en el corazón del ciervo de Arabia, era un amuleto que curaba la peste. En los nidos de los pájaros de Arabia moraba el aspilates, que, según Demócrito, evitaba los peligros del fuego a quien lo llevaba.

El rey de Ceilán recorrió su ciudad con un gran rubí en la mano en la ceremonia de su coronación. Las puertas del palacio del Preste Juan estaban «hechas de sardios y tenían incrustado el cuerno de la víbora cornuda a fin de que nadie pudiera introducir en él su veneno». Sobre el frontón veíanse «dos manzanas de oro con dos carbúnculos», para que el oro brillara de día y los carbúnculos de noche. En la extraña obra de Lodge titulada se afirmaba que en los aposentos de la reina podían contemplarse «todas las damas castas del mundo, cinceladas en plata, mirando a través de unos hermosos espejos de crisolitos, carbúnculos, zafiros y verdes esmeraldas». Marco Polo había visto cómo los habitantes de Zipangu colocaban perlas rosadas en las bocas de los difuntos. Un monstruo marino se había enamorado de la perla que el buceador le había llevado al rey Perozes y había matado al ladrón, tras lo cual había llorado su muerte durante siete lunas. Cuando los hunos atrajeron al rey al precipicio, la arrojó al vacío (es Procopio quien relata la historia) y no volvieron a encontrarla nunca, aunque el emperador Anastasio ofreció cinco quintales de oro por ella. El rey de Malabar había mostrado a cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una por cada uno de los dioses que adoraba.

Cuando el duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII de Francia, su caballo iba cargado de hojas de oro, o al menos así lo relata Brantôme, y en su tocado llevaba una doble fila de rubíes que despedían una luz extraordinaria. Los estribos de la montura de Carlos de Inglaterra llevaban engastados cuatrocientos veintiún diamantes. Ricardo II tenía un abrigo valorado en treinta mil marcos, cuajado de rubíes del Brasil. Hall describió a Enrique VIII de camino a la Torre antes de su coronación con «una túnica de tisú de oro, el peto bordado con diamantes y otras piedras preciosas y un magnífico collar de enormes rubíes al cuello». Las favoritas de Jaime I llevaban pendientes de esmeraldas engastadas en filigrana de oro. Eduardo II regaló a Piers Gaveston una armadura de oro rojo tachonada de jacintos, un collar de rosas de oro salpicadas de turquesas y un bajo yelmo con perlas. Enrique II llevaba unos guantes enjoyados que le cubrían el brazo hasta el codo y tenía un guantelete de cetrería que llevaba cosidos doce rubíes y cincuenta y dos magníficas perlas. El sombrero ducal de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su linaje, estaba colmado de perlas con forma de pera y tachonado de zafiros.

¡Qué exquisita había sido antaño la vida! ¡Cuánta magnificencia en su pompa y en su ornamentación! Hasta la lectura sobre el lujo de los muertos resultaba maravillosa.

Después de eso, Dorian centró su atención en los bordados y en los tapices que hacían las veces de frescos en los fríos salones de las naciones del norte de Europa. A medida que investigaba sobre el tema (y es que siempre tuvo la extraordinaria facultad de dejarse absorber totalmente por todo aquello que emprendía) casi le entristeció ser testimonio del reflejo de la degradación que el tiempo infligía a las cosas hermosas y maravillosas. En cualquier caso, él había logrado escapar. Un verano siguió al anterior, y los junquillos florecían para volver a marchitarse y, aunque las noches de horror repetían la historia de su vergüenza, él no cambiaba. Ningún invierno dejaba huella en su rostro ni marchitaba su lozanía. ¡Qué distinto era lo que ocurría con las cosas materiales! ¿Qué había sido de ellas? ¿Dónde estaba la magnífica túnica de color azafrán en la que luchaban dioses y gigantes, bordada por la mano de jóvenes doncellas para deleite de Atenea? ¿Dónde, la inmensa lona que Nerón había extendido sobre el Coliseo de Roma, esa titánica vela púrpura en la que estaba representado el cielo estrellado y Apolo al mando de un carro guiado por blancos corceles con sus bridas de oro? Dorian anhelaba ver los curiosos manteles confeccionados para el Sacerdote del Sol, sobre los que aparecían todas las viandas y golosinas deseables para un banquete; el paño mortuorio del rey Chilperico, con sus trescientas abejas doradas; las fantásticas túnicas que habían provocado la indignación del obispo del Ponto, decoradas con reproducciones de «leones, panteras, osos, perros, bosques, rocas, cazadores… de hecho todo lo que cualquier pintor puede copiar de la naturaleza»; y el jubón que llevó Carlos de Orleans en una ocasión, en cuyas mangas lucía bordados los versos de una canción que empezaba así: «Madame, je suis tout joyeux», y cuyo acompañamiento musical llevaba impreso en hilo de oro, y cada nota, cuadrada en aquellos días, perfilada con cuatro perlas. Leyó acerca de la estancia que había sido preparada en el palacio de Reims para uso y disfrute de la reina Juana de Borgoña, decorada con «trescientas veintiuna cotorras, todas ellas bordadas y blasonadas con las armas del rey, y con quinientas sesenta y una mariposas, cuyas alas habían sido similarmente ornamentadas con las armas de la reina, todo ello en oro». Catalina de Médicis ordenó que le construyeran un lecho de duelo de terciopelo negro salpicado de soles y medias lunas. Los cortinajes eran de damasco, con coronas de hojas y guirnaldas sobre un fondo de oro y plata, y bordeados de una cenefa de perlas bordadas. Mandó colocar el lecho en un aposento tapizado con las divisas de la reina en terciopelo negro sobre un paño de plata. Luis XIV tenía en sus apartamentos unas cariátides de cinco metros de altura bordadas en oro. El lecho oficial de Sobieski, rey de Polonia, era de brocado de oro de Esmirna bordado con turquesas y versos del Corán. Los soportes del lecho, hermosamente cincelados, eran de plata dorada y tenían una gran profusión de medallones esmaltados y adornados con piedras preciosas. Lo habían confiscado del campamento turco levantado delante de Viena, y habían encontrado el estandarte de Mahoma bajo el trémulo oro del dosel.

Y así, durante un año entero, Dorian se ocupó en acumular los especímenes más exquisitos que pudo encontrar del arte textil y del bordado, haciéndose con delicadas muselinas de Delhi, entretejidas con palmas de hilo de oro y punteadas con irisadas alas de escarabajos; con gasas de Dacca, que debido a su transparencia se conocen en el este como «aire tejido», «agua corriente» o «rocío del anochecer»; telas de Java con extraños dibujos; intricados tapices amarillos de China; libros encuadernados en leonados satenes o sedas celestes, estampados con , aves y toda suerte de imágenes; velos de de punto de Hungría; bordados sicilianos y rígidos terciopelos españoles; piezas de la época georgiana con monedas doradas y japonesas con sus oros de verdes tonalidades y sus aves de maravillosos plumajes.

Dorian sentía además una pasión especial por las vestiduras religiosas, semejante a la que sentía por todo aquello relacionado con el ritual de la Iglesia. En los largos arcones de cedro alineados contra las paredes de la galería oeste de su casa había almacenado un buen número de raros y hermosos especímenes de lo que realmente constituye el atavío de la Novia de Cristo, que debe vestir púrpura, joyas y delicada ropa interior con la que ocultar el pálido y macerado cuerpo rendido al sufrimiento que busca y que es blanco del dolor que ella misma se inflige. Poseía una suntuosa capa pluvial de seda carmesí y damasco de oro, con un diseño repetido de granadas doradas sobre flores de seis pétalos flanqueadas por la divisa de la piña bordada con perlas. Las cenefas se dividían en partes que representaban escenas de la vida de la Virgen, cuya coronación quedaba a su vez representada en la capucha con sedas de colores. La capa era una pieza italiana del siglo . Otra capa pluvial era de terciopelo verde, bordada con grupos de hojas de acanto que formaban pequeños corazones de los que se derramaban flores blancas de largos tallos, cuyos detalles quedaban resaltados con hilo de plata y cristales de color. En el capillo se apreciaba la cabeza de un serafín en relieve, trabajado con hilo de oro. La cenefa era de tela bordada de seda roja y dorada, y estaba adornada con medallones en los que aparecían representados diversos santos y mártires, entre los que estaba san Sebastián. Dorian tenía también casullas de seda ámbar, de seda azul y de brocado de oro, y damasco de seda amarilla y paño de oro con representaciones de la Pasión y la Crucifixión de Cristo, bordadas con leones, pavos reales y demás emblemas; dalmáticas de satén blanco y damasco de seda rosa, decoradas con tulipanes, delfines y ; frontales de altar de terciopelo carmesí y de lino azul, multitud de corporales, cubre cálices y sudarios. Había un no sé qué en los oficios místicos en los que se utilizaban todas esas cosas que estimulaba su imaginación.

Y es que esos tesoros, y cuanto coleccionaba en su preciosa casa, eran para él una forma de olvido, simples modos de poder escapar, durante una temporada, del temor que en ocasiones se le antojaba insoportable. En las paredes de la solitaria habitación que mantenía bajo llave y donde había pasado gran parte de su infancia, había colgado con sus propias manos el terrible retrato cuyos cambiantes rasgos le mostraban la auténtica degradación de su propia existencia y que había cubierto con el fúnebre paño púrpura y oro a modo de cortina. Pasaba semanas sin entrar, olvidándose de la espantosa imagen pintada en el lienzo, recuperando el buen humor y su maravillosa alegría, dejándose de nuevo absorber por la simple existencia. Pero, de pronto, una noche, salía a hurtadillas de la casa y se perdía en los espantosos antros de Blue Gate Fields, de donde no volvía a salir hasta que le echaban días más tarde. A su regreso, se sentaba delante del cuadro, a veces odiándolo y otras odiándose. En otras ocasiones, sin embargo, era presa de ese orgullo del individualismo que constituye la mitad de la fascinación del pecado, y sonreía, embargado por un secreto deleite, al deforme fantasma que había de soportar la carga que tendría que haber sido la suya.

Con el paso de los años empezó a no soportar la idea de pasar demasiado tiempo fuera de Inglaterra y decidió dejar la villa que había compartido con lord Henry en Trouville y la pequeña casa blanca de paredes encaladas de Argel en la que habían pasado más de un invierno. Detestaba separarse de aquel cuadro que era parte muy importante de su vida al tiempo que temía que durante su ausencia, y a pesar de la complicada cerradura que había colocado en la puerta, alguien tuviera acceso a la habitación.

Dorian sabía muy bien que era poco lo que alguien podía leer en el cuadro. Cierto era que, bajo la inmundicia y la fealdad del rostro, el retrato conservaba un más que evidente parecido con él. Aun así, ¿qué podía nadie deducir de ello? Se reiría de cualquiera que intentara zaherirle. A fin de cuentas, no había sido él quien lo había pintado. ¿Qué importancia podían tener para él toda la vileza y la ignominia expresadas en él? Incluso aunque se lo explicara, ¿llegarían a creerle?

Sin embargo, tenía miedo. A veces, cuando estaba en la gran casa de Nottinghamshire a la que invitaba a los elegantes jóvenes de su rango de los que solía rodearse, y sorprendía a los lugareños con el lujo desenfrenado y el magnífico esplendor de su modo de vida, de pronto dejaba a sus invitados y regresaba apresuradamente a la ciudad para comprobar que no habían forzado la puerta y que no se hubieran llevado el cuadro. ¿Y si lo robaban? En cuanto lo pensaba, el horror le dejaba helado. Sin duda el mundo conocería su secreto. Quizá ya lo sospechaba.

Y es que, aunque eran muchos los que se sentían fascinados por él, no eran pocos los que desconfiaban de Dorian. A punto estuvo de no ser admitido en un club del West End del que, por cuna y posición social, tenía pleno derecho a ser miembro, y según se decía, en una ocasión, cuando un amigo le llevó al salón de fumar del Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se levantaron sin disimulo y abandonaron el salón. Después de su veinticinco cumpleaños, empezaron a circular cada vez más historias sobre él. Se rumoreaba que le habían visto peleándose con marineros extranjeros en un antro infecto de la zona más apartada de Whitechapel; que frecuentaba las compañías de ladrones y de falsificadores de moneda y que conocía bien el misterio de sus oficios. Sus más que sorprendentes ausencias empezaron a resultar notorias, y cuando reaparecía en sociedad los hombres murmuraban en los rincones, pasaban por su lado con una sonrisa burlona o le lanzaban frías y escrutadoras miradas, como si estuvieran plenamente decididos a descubrir su secreto.

Ni que decir tiene que Dorian jamás reparó en semejantes muestras de insolencia ni en los repetidos desaires, y, a juicio de la mayoría, sus modales afables y francos, su encantadora sonrisa infantil y la gracia infinita de esa maravillosa juventud que parecía no abandonarle, eran en sí mismos respuesta suficiente a las calumnias —pues así era como las calificaban— que circulaban sobre él. Bien es cierto, sin embargo, que algunos de los que habían sido sus amigos más íntimos no tardaron en darle la espalda. Las mujeres que le habían adorado enloquecidamente y que por él habían desafiado toda censura social y toda convención, palidecían avergonzadas u horrorizadas cuando Dorian Gray entraba al salón en el que ellas se encontraban.

Aun así, estos susurrados escándalos no hacían más que aumentar a ojos de muchos su extraño y peligroso encanto. La gran fortuna de Dorian era sin duda un elemento de seguridad. La sociedad, al menos la civilizada, nunca está demasiado dispuesta a creer nada que vaya en detrimento de quienes son a la vez ricos y fascinantes. Al parecer, siente instintivamente que los modales son más importantes que la moral y opina que la respetabilidad más elevada tiene mucho menos valor que la posesión de un buen chef. Y, a fin de cuentas, es un pobre consuelo que te digan que el hombre que nos ha ofrecido una mala cena, o un mal vino, tiene una vida privada irreprochable. Como bien dijo lord Henry en una ocasión, durante una discusión sobre el tema, ni siquiera las virtudes cardinales logran compensar unos semifríos. Y lo cierto es que no andaba muy desencaminado. Los cánones de la buena sociedad son, o deberían ser, los mismos que los del arte. La forma juega en ello un papel esencial. Los cánones deberían contener no solo la dignidad de una ceremonia, sino también su irrealidad, y combinar asimismo el insincero carácter de una comedia romántica con el ingenio y la belleza que nos hacen deliciosas tales comedias. ¿Tan espantosa es acaso la insinceridad? No lo creo. No es más que un simple método por el que podemos multiplicar nuestras personalidades.

En cualquier caso, esa era la opinión de Dorian Gray. A menudo le extrañaba la superficial psicología de quienes concebían el Ego del hombre como algo simple, permanente, fiable y compuesto de una única esencia. Para él, el hombre era un ser compuesto por una miríada de vidas y de sensaciones, una criatura compleja y multiforme que albergaba en su interior extraños legados de pensamiento y de pasión, y que tenía la carne infectada por las monstruosas enfermedades de los muertos. Le encantaba pasearse por la fría y desolada galería de cuadros de la casa de campo y contemplar los diversos retratos de aquellos cuya sangre corría por sus propias venas. Allí estaba Philip Herbert, descrito por Francis Osborne en sus , como un hombre «agasajado por la corte gracias a su rostro apuesto, una apostura que no tardó en perder». ¿Era acaso la vida del joven Herbert la misma que él llevaba a veces? ¿Quizá un germen extraño y venenoso se había transmitido de un cuerpo al otro hasta llegar al suyo? ¿Habría sido quizá una vaga conciencia de esa gracia antaño destruida lo que le había llevado a pronunciar de forma tan inesperada en el estudio de Basil Hallward aquel insensato deseo que le había cambiado la vida? Delante de él, con un jubón rojo bordado en oro, un sobretodo tachonado de piedras preciosas, gorguera y puños ribeteados de oro, estaba sir Anthony Sherard, con la armadura negra y plata amontonada a sus pies. ¿Cuál podía ser el legado recibido de ese hombre? ¿Acaso el amante de Juana de Nápoles le había dejado una herencia de ignominia y pecado? ¿Eran sus propios actos tan solo los sueños que el hombre no había osado llevar a cabo? Más allá, desde el lienzo descolorido, le sonreía lady Elizabeth Devereux con una capucha de gasa, el peto perlado y las rosadas mangas acuchilladas. Llevaba una flor en la mano derecha y en la izquierda sostenía un collar esmaltado de rosas blancas y de Jericó. A su lado, encima de una mesa, tenía una mandolina y una manzana, y sobre sus puntiagudas chinelas unos grandes rosetones verdes. Dorian conocía bien su vida y las singulares historias que se explicaban sobre sus amantes. ¿Habría heredado de ella parte de su temperamento? Aquellos ojos almendrados de pesados párpados parecían observarle con curiosidad. ¿Y qué decir de George Willoughby, con sus cabellos empolvados y esos fantásticos lunares postizos? ¡Qué expresión tan malvada la suya! Tenía un rostro saturnino y atezado, y sus sensuales labios parecían dibujar una inconfundible mueca de desprecio. Unos delicados volantes de encaje caían sobre sus manos flacas, amarillentas y cargadas de sortijas. Había sido un auténtico petimetre del siglo y amigo de juventud de lord Ferrars. ¿Y qué decir del segundo lord Beckenham, compañero del príncipe regente en sus días más desenfrenados y uno de los testigos de su enlace secreto con la señora Fitzherbert? ¡Cuán altivo y apuesto, con sus rizos castaños y aquel aire insolente! ¿Qué pasiones habría levantado? El mundo le había tachado de infame. Había estado al frente de las famosas orgías de Carlton House. La Estrella de la Jarretera brillaba en su pecho. Junto a él estaba el retrato de su esposa, una mujer pálida y de labios finos, vestida de negro. Su sangre corría también por las venas de Dorian. ¡Qué curioso todo! Y su madre, cuyo rostro tanto se asemejaba al de lady Hamilton, con los labios húmedos y rojos como el vino: Dorian bien sabía lo que había heredado de ella. Había heredado su belleza y su manifiesta pasión por la hermosura ajena. La mujer se reía de él con su holgado vestido de Bacante. Tenía hojas de vid en el pelo y el líquido escarlata rebosaba la copa que sostenía en la mano. Si bien los claveles del cuadro se habían marchitado, los ojos seguían siendo maravillosos en su profundidad y en el brillo de su color. Parecían seguirle allí donde iba.

Sin embargo, aparte de los antepasados familiares, se tienen también ancestros literarios, muchos de los cuales están quizá más próximos en tipo y en temperamento, y sin duda con una influencia de la que se es más consciente. En ocasiones, Dorian Gray tenía la impresión de que el curso de la historia no era más que la crónica de su vida, y no como él la había vivido en términos de actos y circunstancias, sino como su imaginación la había creado para él, como había sido en su cerebro y en sus pasiones. Sentía que de algún modo había conocido todas esas extrañas y terribles figuras que habían pasado por el escenario del mundo, haciendo del pecado algo maravilloso y del mal algo tan colmado de sutileza. Tenía la sensación de que, de algún modo misterioso, aquellas vidas habían sido también la suya.

El héroe de la maravillosa novela que tanto había influido en su vida había sido también presa de idénticas fantasías. En el séptimo capítulo cuenta cómo, coronado de laurel para impedir con ello ser pasto del rayo, estaba sentado como Tiberio en un jardín de Capri, leyendo los obscenos libros de Elefantina mientras los enanos y los pavos reales se contoneaban a su alrededor y el flautista imitaba, burlón, con sus movimientos, al que manejaba el incensario. Y, como el propio Calígula, se había embriagado con los jinetes de verdes camisolas en sus cuadras, y había comido de un comedero de marfil con un caballo de enjoyada testuz. Y, como Domiciano, se había paseado por un corredor con las paredes tapizadas de espejos de mármol, mirando a su alrededor con ojos aterrados, buscando el reflejo de la daga que había de dar fin a sus días, y enfermo de ese hastío, de ese que embarga a aquellos a los que la vida nada niega. Y había contemplado a través de una diáfana esmeralda la roja carnicería del Circo, y después, sobre una litera de púrpura y perlas tirada por mulas con herraduras de plata, había cruzado la Vía de las Granadas hasta una Casa de Oro mientras oía a los hombres aclamando a Nerón César al pasar. Y, como Heliogábalo, se había maquillado el rostro e hilado la rueca en el gineceo, y había llevado con él la Luna de Cartago para entregarla al Sol en místico enlace.

Dorian leía ese fantástico pasaje una y otra vez y también los dos capítulos inmediatamente posteriores en los que, como en un singular tapiz o en un esmalte ingeniosamente adornados, se representaban las espantosas y hermosas formas de aquellos a los que el Vicio, la Sangre y el Tedio habían hecho enloquecer o habían convertido en monstruos: Filippo, duque de Milán, que asesinó a su esposa y le pintó los labios con un veneno escarlata para que su amante libara así la muerte del cadáver al que besaba; Pietro Barbi, el veneciano, conocido como Pablo Segundo, que intentó, en su soberbia, asumir el título de Formosus, y cuya tiara, valorada en doscientos mil florines, fue comprada al precio de un terrible pecado; Gian Maria Visconti, que utilizaba perros de caza para perseguir hombres vivos, y que, después de morir asesinado, fue cubierto de rosas por una furcia que le había amado; el Borgia, en su caballo blanco, con el Fraticidio cabalgando a su lado y la capa manchada con la sangre de Perotto; Pietro Riario, el joven cardenal arzobispo de Florencia, hijo y protegido de Sixto IV, poseedor de una belleza tan solo igualada por su libertinaje, que recibió a Leonor de Aragón en un pabellón de seda blanca y carmesí, lleno de ninfas y de centauros, y que cubrió de dorado a un muchacho para que sirviera durante el banquete como si de Ganímedes o de Hylas se tratara; Ezzelin, cuya melancolía tan solo encontraba cura en el espectáculo de la muerte y que sentía auténtica pasión por la sangre roja, del mismo modo que otros hombres la sienten por el vino tinto: se decía que era hijo del demonio y que había engañado a su padre a los dados cuando se jugaba con él el alma; Giambattista Cibo, que por simple afán burlesco adoptó el nombre de Inocencio y en cuyas letárgicas venas un médico judío inyectó la sangre de tres jovencitos; Sigismondo Malatesta, amante de Isotta y señor de Rimini, cuya efigie se quemó en Roma por ser enemigo de Dios y del hombre, y que estranguló a Polyssena con una servilleta, envenenó a Ginevra d’Este con una copa de esmeraldas y en honor de una vergonzosa pasión levantó una iglesia pagana para culto cristiano; Carlos VI, que había adorado de tal modo a la esposa de su hermano que un leproso le advirtió de la locura que le esperaba y que, cuando su cerebro por fin enfermó y su espíritu se extravió, tan solo encontraba solaz en las cartas sarracenas pintadas con las imágenes del Amor, la Muerte y la Locura; y, con su ceñido jubón y su birrete enjoyado y los rizos como el acanto, Grifonetto Baglioni, que asesinó a Astorre y a su prometida, y a Simonetto y a su paje, y que era tan apuesto que, mientras moría en la plaza amarilla de Perugia, quienes le habían odiado tan solo pudieron llorar, y Atalanta, que le había maldecido, le bendijo.

Todos ellos ejercían sobre Dorian una espantosa fascinación. Los veía de noche y durante el día le turbaban la imaginación. El Renacimiento conocía extraños modos de envenenamiento: envenenamiento con un casco y una antorcha encendida, con un guante bordado y un abanico de piedras preciosas, con una bola perfumada y dorada y con un collar de ámbar. A Dorian Gray le había envenenado un libro. Había momentos en que la maldad se le antojaba simplemente un modo de poder hacer realidad su concepción de la belleza.

Download Newt

Take El retrato de Dorian Gray with you